Sincronía Summer 2008


Claves de Ajuar funerario, de Fernando Iwasaki*

 

José María Areta

Universidad Kyung Hee


 

 

“Pasa que los cronopios no quieren tener hijos, porque lo primero que hace un cronopio recién nacido es insultar groseramente a su padre, en quien oscuramente ve la acumulación de desdichas que un día serán las suyas”.

Julio Cortázar, Historias de cronopios y de famas

 

1.                  Introducción

El Diccionario de la Lengua Española de la Real Academia de la Lengua define el humorismo de la siguiente manera: “Modo de presentar, enjuiciar o comentar la realidad, resaltando el lado cómico, risueño o ridículo de las cosas”. El autor del comentario humorístico emplea este recurso como lente para enfocar (percibir) la realidad. El comentario, en este caso, es un conjunto de microrrelatos, Ajuar funerario, del escritor peruano Fernando Iwasaki. Esta obra, publicada en 2004, es una agrupación de 89 pequeños textos, algunos de unas cuantas líneas, con un tema común: el terror, pero visto desde el punto de vista del humor.[1] El título lo deja claro: ajuar, objetos propios de una persona, relacionados con el hogar, y funerario, relativo al entierro. El título es, pues, una clave del contenido del libro, como Iwasaki apunta en “El Salón de los Muertos”: “[…] en la casa limeña de mi abuela había un salón inquietante y distinto: el Salón de los Muertos, donde velaban a nuestros familiares a medida que iban muriendo. Y una noche de 1970, cuando tenía ocho años, me obligaron a dormir ahí”. Pero además, la unión de estos dos términos es humorística puesto que la muerte nos arrebata cualquier posesión terrenal. Iwasaki afirma que intituló así al libro en referencia al nombre que los arqueólogos dieron a los objetos personales con los que los antiguos peruanos eran enterrados.  Hay que recordar que Fernando Iwasaki Cauti nació en Lima (1961) y allí estudió historia, por lo que conoce bien la base cultural de sus antepasados.

Aunque la mayor parte de su actividad literaria la ha desarrollado en España, es innegable su formación cultural como historiador, como podemos ver en otras obras suyas, como Neguijón (2005), novela ambientada en el virreinato peruano durante el Siglo de Oro español, o Inquisiciones peruanas (1997), libro difícilmente encasillable, pero con claro contenido histórico, Extremo Oriente y Perú en el siglo XVI (1992), y otros.

Como decíamos, los 89 microrrelatos que contiene el volumen tratan de un tema común: el terror. ¿Quién no recuerda esas reuniones de amigos en la infancia cuando intentábamos asustarnos con relatos terroríficos de gente desaparecida, fantasmas, espectros, cadáveres vivientes…? Esas pequeñas historias de terror tenían como intención provocar miedo en el oyente, pero al mismo tiempo reflejan un sistema de valores y creencias específico. Desde este punto de vista, tienen contenido ideológico, trasfondo, base cultural… Iwasaki pretende tratar esos mismos temas con humor, parodiando a veces historias de todos conocidas que pertenecen a determinadas culturas (algunas existentes en demasiadas para ser una casualidad). El humor es una vuelta de tuerca más que nos hace reflexionar sobre los principios culturales, puramente ideológicos, que perpetúan esas historias de terror. Iwasaki es, al igual que otro gran escritor peruano, Bryce Echenique, un maestro del humor. Ejemplo claro de ello es tanto la dedicatoria del libro a una tal Marle, que “está de miedo”, como una frase bien escondida tras las citas de Poe, Lovecraft y Borges: “Y ahora abra la boca”, atribuida al dentista, tema que también aparecerá en el relato 33, “La silla eléctrica”.

Muchos de los microrrelatos tratarán de temas que ha extraído de recuerdos de familia, de aquel famoso Salón de los Muertos, otros están relacionados con las monjas de su escuela, monstruos tras rostros llenos de compasión, algunos más dan cuenta de leyendas urbanas (historias que circulan de boca en boca de origen incierto), o los que se recrean en los miedos e inseguridades más comunes: el dentista, el hospital, los hoteles, los tanatorios…: “Son terrores engendrados en la infancia. Algunos soñados y otros simplemente intuidos” (cp), dice Iwasaki al referirse a todas estas historias: miedos que permanecen aletargados y que despiertas en ciertas circunstancias, con estímulos inconexos muchas veces.

 

2.                  El microrrelato

El origen del microrrelato es difícil de establecer: siempre ha habido fábulas, cuentos moralizantes y  aforismos. Incluso podríamos incluir en esta categoría algunas parábolas bíblicas.[2] Es de harto conocido el texto “El dinosaurio”, de Augusto Monterroso: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”.[3] Es frecuente hallar textos pertenecientes a este género en muchos escritores hispanoamericanos: Borges, en El hacedor, Cortázar, en Historias de cronopios y de famas, y Bioy Casares, en Guirnaldas con amores, entre otros. Iwasaki parece seguir esta tradición literaria de contenido muchas veces fantástico y de terror en este caso. Edmundo Valadés (1990: 192) se refiere a él como minicuento, según el manifiesto de la revista Zona que cita en su artículo, y destaca la simbiosis que supone “un híbrido entre relato y poema”.[4] 

¿Por qué Iwasaki eligió el microrrelato? El propio autor afirma: “Si yo fuera inglés, alemán o norteamericano, seguro que escribiría narraciones más densas, largas y canónicas, pero como soy un latino entrenado en el terror oral de los cuentos de aparecidos, pensé que el microrrelato era el formato más digno” (cp). [5] Es importante destacar que se desprende de esta afirmación del autor que es la oralidad la base de estos textos. Pero también habría que destacar que se cumple la máxima ya planteada en la revista Zona: “la economía del lenguaje es su principal recurso que revela la sorpresa o el asombro” Valadés (1990: 192). Estas palabras parecen proféticas con Ajuar funerario y con el relato de una extensión tan limitada. Específicamente, cada texto de este libro sirve de latigazo sensorial, tanto en lo referente al terror como al humor: una pesadilla deja una imagen imborrable en quien la sufre y un chiste no pasa de unas líneas: “Narrado en un lenguaje coloquial o poético, siempre tiene un final de puñalada”, continúa el manifiesto aludido. 

Además, el microrrelato es un género de creciente popularidad, muy exigente con el lector ya que en un ámbito tan limitado cada palabra multiplica su denotación y su connotación. ¿Por qué unir los dos en textos tan breves? Iwasaki ha explorado con la literatura desde el humor: “Todos mis libros los he abordado desde el humor, aunque el objetivo era acercarme a temas supuestamente reñidos con el humor, como el dolor físico (Neguijón), el erotismo (Helarte de amar), el amor (Libro de mal amor) y la Inquisición (Inquisiciones Peruanas). Por lo tanto, en Ajuar funerario quise hacer literatura de terror desde el humor” (cp). El efecto estético, literario, de unir una sensación tan primitiva como el miedo con una respuesta tan desarrollada como el humor es muy intenso: “Hay pesadillas que nunca nos abandonan y que envejecen con nosotros, añadiéndole al terror primigenio los temores de la edad, las heridas del amor y el dolor de la experiencia” (AF, 53).[6] La oralidad atraviesa el filtro de la experiencia: se elabora, reelabora, recrea, pule, refina y termina impresa en una página en forma breve. Este género literario se caracteriza, pues, por la brevedad, la inmediatez, la concreción y la concisión. ¿Qué se puede decir con 20 palabras, con media página o con una entera? En el cuento no hay argumento, sino que se narra un único evento; en el microrrelato no puede haber ni siquiera un evento: no hay espacio para ello. Si el cuento necesita la palabra exacta, la expresión perfecta, el microrrelato emplea la evocación perfecta. “[…] el doctor Lastra no sabía que para tomar la palabra hay que estar bien seguro de sujetarla por la piel del pescuezo si, por ejemplo, se trata de la palabra ola, pero que a queja hay que tomarla por las patas […]”, decía Julio Cortázar (1969: 150) en un brillante ejercicio de metaliteratura. Esto adquiere una nueva dimensión en el microrrelato, donde cada término ocupa el lugar que le corresponde  por su denotación pero, más que todo, por su connotación: “Las sensaciones que generan la ficción ya implican la conciencia de hallarnos entre los límites difusos que han de limitar la realidad y la ficción. Pero su conclusión no cierra el microrrelato sino que lo abre a otro mundo y a un abanico de interpretaciones narrativas. El laconismo borgeano de la frase última contribuye a ese efecto inmediato y atronador para el sentimiento del lector, que nota el golpe de la irrealidad rondando la cara más visible de la realidad” (De la Fuente 2000). Así, humor y terror, realidad y ficción, se dan la mano en una antología breve pero densa, repleta de guiños que el lector tendrá que descifrar.

 

3.                  Ajuar

“Detesto los fantasmas de los niños” (AF, 91)

 

Si la cubierta de Ajuar funerario nos sirve de indicación (el cadáver de un hombre delgado en un ataúd, con un bigote muy similar al que lleva Iwasaki en algunas fotos, vestido de gala con medallas y colgantes que nos hacen recordar a un político), el libro es un compendio de humor, la base de la ironía: monjas monstruosas, niños asesinos, abuelas crueles, todas uniones de conceptos tan antitéticos que provocan risa y, al mismo tiempo, reflexión. ¿Por qué las monjas son monstruos, los niños asesinos y las abuelas crueles? ¿No es esto pura ironía, puro sarcasmo?  “Muchos de estos juegos de palabras no son simples aliteraciones, son verdaderos juegos de pensamientos, yo busco jugar con los significados. Eso lo he aprendido leyendo, conversando y queriendo a Guillermo Cabrera Infante, que fue un gran amigo, un escritor que también ha influido en todo lo que yo hago y me parece que es un mundo de posibilidades infinitas el de los juegos de pensamientos a través de las palabras”. (Escribano 2006)

En sus “perlas negras”, como las denomina el autor, vemos a Poe, a Lovecraft, a Borges, a Hoffmann, a Maupassant, a Bécquer y a tantos otros, pero también vemos a Quino y su Mafalda, a Cortázar, a Bryce Echenique, a Gómez de la Serna[7] y sus Greguerías, y al citado Cabrera Infante. Ajuar es un juego: rápidas relaciones conceptuales que se insertan en nuestra infancia (monja-cariño, niño-inocencia, padre-dedicación, madre/abuela-ternura) que luego Iwasaki voltea desde la ironía (monja/niño/padre/madre/abuela-monstruosidad): hemos llegado a lo funerario. Son, realmente, relatos de humor con tema de horror: “He escrito cuentos de terror, pero también con ingredientes de humor, se  llama Ajuar funerario, que como cuentos de terror son un fracaso pues  el lector acaba riendo” (Ángeles 2007). Si no son relatos de terror en sentido estricto, ¿por qué tanta insistencia en el horror? El miedo es verosímil, que es lo que le importa como escritor: “Existe lo real, la verdad y lo verosímil. A mí lo que me interesa es la verosimilitud, no la verdad ni la realidad. La literatura es ficción por encima de todas las cosas” (El País Digital 2005). Aquí tenemos los ingredientes del libro: el humor hace verosímil el horror porque le da otra dimensión: “El tono, como la lengua y sus diferentes variedades dan origen a la creación de otros mundos y de una ilusión que, como el humor, afecta al lector” (De la Fuente 2000). En este sentido, lo trágico y lo cómico, el horror y el humor, dan paso a una nueva perspectiva que invita al lector a reflexionar sobre sus miedos y, lo que es más importante, sobre el origen de sus miedos. El humor, así, desenmascara el miedo, lo desnuda para entregar al lector la invitación a una perspectiva nueva, a otra vuelta de tuerca. La utilización del miedo es muchas veces ideológica, ética: la religión, como herramienta docente, es una perversión, de ahí las monjitas monstruosas y sus paralelos mundanos, los niños monstruos, las ancianas obsesionadas con los nietos… La ironía (e????e?a,  desconocer lo que se conoce) es la base del humor, de la distancia crítica.

Iwasaki se distancia críticamente de la educación ideológica: el adoctrinamiento. Lo familiar se convierte en terrorífico porque se vuelve territorio hostil: la casa se convierte en un círculo dantesco más de una muñeca rusa (“La casa de muñecas”), el tálamo se antoja una cueva donde el narrador nos remite a Tarzán, el niño sin padres, después de una larga travesía por su interior (“La cueva”), el narrador que termina viviendo como un fantasma en “La casa embrujada” sin haber podido romper el maleficio y otros.

Pero no sólo son los lugares: también los familiares son muchas veces personajes fantasmales, muertos en vida: “Juicio final”, “Día de difuntos”, “Father and Son”, “Ya no quiero a mi hermano”, “Abuelita está en el cielo”: “¿Por qué me condenas –le pregunté al ángel–, si yo le di de beber al sediento y le di de comer al hambriento? Y el ángel levantó la cabeza, y bajo sus rizos dorados descubrí el rostro enfurecido y congestionado de mi madre” (AF, 98). Muchos de estos relatos hacen referencia a lugares comunes del adoctrinamiento en la infancia por medio del miedo o, por el contrario, aluden a personajes fantásticos de nuestra niñez a los que reviste de una capa de horror: “Peter Pan”, en el que un niño le corta la mano a su mediocre padre para que pueda así competir con el resto de los padres de los niños del vecindario cuyos hijos perciben como superhéroes, y le convierte así un supervillano: el Capitán Garfio; o en, “La cueva” donde, como hemos visto, alude a Tarzán, “El monstruo de la laguna verde”, donde somos testigos de la transformación del narrador, en clara referencia a Nessie, el misterioso habitante del lago Ness, o “Gorgona”, que toma el nombre de las mitológicas hermanas griegas. No faltan tampoco relatos sobre Internet, desde una nueva perspectiva: A Mail in the Life”, donde el marido de una mujer se convierte en amante virtual de ella, y “El dominio”, donde el narrador descubre que ha vendido su alma al registrar una diabólica dirección de Internet. No faltan tampoco los artilugios modernos, como el móvil en “666”, que se convierte en el medio de comunicación con el más allá.

En cualquier caso, al revisitarlo con el filtro del humor, el terror, sea como adoctrinamiento o como recreación del mito moderno, se diluye, pierde intensidad: somos capaces de liberarnos. Estos micorrelatos lo son por partida doble: son breves y humorísticos porque presentan esa realidad (terror) desde su lado más ridículo, risueño, cómico y absurdo. Aquello que nos produce pavor (la muerte, las pesadillas, los miedos inconscientes) suele ser tabú en muchas culturas. Sólo el humor permite deconstruir el horror, analizar su origen, aproximarse y presentarlo bajo una nueva luz: el humor, que considerado así, nos ofrece una nueva perspectiva, objetiva, de la muerte, un proceso natural  mitificado recubierto de un terror irracional:[8] “[…] un ajuar funerario de negras y lóbregas bagatelas que brillan oscuras sobre los deshechos que roen gusanos de la imaginación” (AF, 12). La muerte, como tabú, queda desmitificada por el humor (AF, 13).

 

4.                  Claves

“Nunca me gustó el salón antiguo de la casa de los abuelos” (AF, 76)

 

Que el relato más corto de Ajuar funerario sea el que abre el volumen (28 palabras) no es una casualidad. El título (“Día de difuntos”), tampoco. Este texto, creemos, es una de las claves interpretativas de los microrrelatos: la desmitificación de la muerte, como hemos dicho antes.[9] ¿Cómo lo consigue Iwasaki?

 

DÍA DE DIFUNTOS

Cuando llegué al tanatorio, encontré a mi madre enlutada en las escaleras.

–Pero mamá, tú estás muerta.

–Tú también, mi niño.

Y nos abrazamos desconsolados.

 

Las liturgias de cualquier día de difuntos nos evocan imágenes como “cementerio”, “luto”, “muerte”, “llanto”, etcétera. Todas ellas están presentes en este microrrelato, pero es la divergencia con la realidad conocida, esperada, asumida, la que provoca ese efecto humorístico que, a su vez, desmitifica la muerte. Ya no hay consuelo posible. Una vez llegados a ese punto, el título puede reinterpretarse: ¿es el día que celebran los vivos en conmemoración de los muertos, es decir, el día para los difuntos? ¿O es el día verdaderamente de los difuntos?

Nos hallamos aquí con uno de los recursos más empleados en los microrrelatos de Iwasaki: la recodificación de las claves interpretativas de un relato. El título del relato anterior nos predispone a realizar una interpretación alterada hacia el final, muchas veces en la última línea. Esto nos obliga a volver al principio para reinterpretarlo con otras claves. Este proceso está motivado por el humor, como en el relato precedente. Podemos hallar muchos ejemplos de este recurso literario que consigue Iwasaki de diversas maneras. Una de ellas es el juego con la literalidad del texto. Como hemos mencionado antes, a Iwasaki le gusta jugar con las ideas, por ejemplo, las que provienen del divorcio entre el significado literal y el metafórico: “La mujer de blanco” nos podría sugerir un fantasma en un cementerio, pero sólo después de ser atacada por los residentes del camposanto sabemos que iba allí a dejar flores en una tumba.[10] “Hasta en la sopa” acaba con la cabeza del narrador en la sopera. En “Las manos de la fundadora” la narradora se come las manos incorruptas de la santa fundadora para evitar que la golpeen. En “La película”, el supuesto largometraje hace referencia a la “película de la vida” que supuestamente vemos antes de morir.

Otro medio es recrear imágenes que forman parte del imaginario popular: “Peter Pan”,[11] como ya hemos dicho, retrata a un narrador niño que corta la mano de su padre para salir de la mediocridad, por lo que lo convierte en el Capitán Garfio. Peter Pan no aparece sino como héroe, como imagen mitificada en las pantallas. Una vez leído el cuento, podemos revisitar este mito y reinterpretarlo “a la manera de Iwasaki”.[12] Lo mismo podemos decir de “Halloween” y la recreación de la figura del hombre lobo. También podemos referirnos, como ya hemos dicho, al uso de nombres mitológicos o de leyenda y darles un nuevo valor simbólico: “Gorgona” y “Longino”. Incluiremos en este grupo el relato “Del apócrifo Evangelio de san Pedro (IV, 1-3)”, que reinterpreta la historia bíblica de Lázaro y la relaciona con la de Judas: “Y estando Judas Iscariote recogiendo la esencia de nardos que quedó después de ungir los pies del Señor, fue llamado por Lázaro, quien le dio treinta monedas de oro. Y entonces Judas partió a Jerusalén” (AF, 46). Por supuesto que el Evangelio Apócrifo de san Pedro no contiene nada semejante.[13] Otros microrrelatos que hablan de temas que pudieran ser históricos serían: “Kruszwicy, 834 d.C.”, donde se narra una invasión de ratas en el lugar del mismo nombre y una posible solución: “Unos quieren prenderle fuego a la iglesia y otros proponen arrojar fuera a los niños, a ver si se aplacan y nos dejan en paz. En Przemysl dio resultado hace veinte años y desde entonces la villa está bajo la protección de sus Niños Mártires” (AF, 93),[14] o “Animus, finibus”, en el que se narra el hallazgo de los manuscritos de Prisciliano por parte de monseñor Scheps en la biblioteca de Wurzburg y su consecuente suicidio por supuestas influencias de poderes ocultos: “Prisciliano fue ejecutado en Tréveris en el 385 después de Cristo. […] Mil quinientos años más tarde, monseñor Scheps se suicidó en los jardines de la biblioteca de Wurzburg” (AF, 20).[15] Lo mismo podríamos afirmar de “Del Diccionario Infernal del padre Plancy”, en referencia a Jacques Auguste Simon Collin de Plancy, demonólogo francés del siglo XIX, autor, efectivamente, del Diccionaire Infernal.[16] El relato se asemeja a una entrada del citado Diccionario, hasta que llegamos a la última oración: “906492489: 0,91 euros minuto” (AF, 119).[17] Esta frase final, tanto en este relato como en los demás, es la responsable de darle el giro humorístico, irónico, al texto y de obligarnos a la relectura para poder reinterpretarlo.[18]

Este recurso enfatiza la verosimilitud del relato, como ha dicho Iwasaki. Comienza el cuento sin sobresaltos, generalmente con un narrador en primera persona. En un momento, generalmente al final, se quiebra la línea discursiva y se produce el humor, la recodificación. A veces no necesita más de una frase, como en el caso de “El deseo”, donde un niño pide que resucitara su abuela: “Qué contenta se va a poner [mamá] cuando la encuentre en su cama, toda llena de gusanitos” (AF, 120). La supuesta inocencia infantil nos conduce a una situación terrorífica que nunca llega a estallar porque queda tamizada por el humor, que Iwasaki consigue con la naturaleza de la propia historia y con un magistral domino del lenguaje, tema que trataremos más adelante. Otro claro ejemplo es “Los yernos”, en el que, ante el temor del narrador de que los futuros maridos de sus hijas acaben destruyendo su librería, decide protegerla asesinando… ¡a sus hijas! El final es imprevisible y sólo lo expresa el género un diminutivo y un adjetivo: “¡Pobrecitas! Eran tan guapas” (AF, 84). Hasta ese preciso momento no hay indicación alguna de que el objetivo eran las hijas. Todo el texto, desde el título, nos orientaba hacia los yernos. La orientación del autor es lo que lleva al lector a esperar desenlaces que no se producen, de ahí su sorpresa y el efecto humorístico. En cierto modo, muchos de estos microrrelatos tienen una estructura muy similar a la de un chiste popular: son las suposiciones del oyente (estereotipos), muchas veces, las que van a provocar el humor. Sería en este caso humor negro que ya de por sí es provocador, subversivo, ya que rompe esos estereotipos: los tabúes sociales. Las abuelitas que se comen a los bebés, las madres que rechazan a los hijos, los hermanos que se odian, los hoteles poco acogedores, son todos juegos de términos antitéticos, paradojas que nos proponen una nueva lectura: el humor. La primera vez que conversamos por correo electrónico con Fernando Iwasaki nos dijo que no había nadie más indicado para escribir cuentos de terror que un peruano. Cuando le preguntamos la causa, nos dijo lo siguiente: “Porque el miedo está en el genoma de los peruanos: miedo a que nos secuestren, miedo a que nos maten, miedo a que nos roben, miedo a la crisis, miedo a la policía, miedo al gobierno, miedo a las derrotas, miedo a las victorias, miedo a caer mal, miedo a caer bien y miedos varios en general”. Esta elocuente respuesta puede indicarnos cuál es el motivo último del humor: la catarsis.

 

5.                  Temas

Los microrrelatos de Ajuar funerario tratan de temas variados conectados todos por el terror. Hay, sin embargo, asuntos que se repiten en un número considerable de textos. Entre ellos podemos citar los siguientes:

 

a.                  La monja monstruo[19]

Este personaje[20] aparece en “La casa de reposo”, “Dulces de convento”, “De incorruptis”, “El cuarto oscuro” y “Las manos de la fundadora”. Existen otras figuras que podríamos considerar variaciones de esta monja monstruo: la madre monstruo (en relatos como “Juicio final”, “Vamos al colegio” y “Hambre”, “El milagro maldito”) e incluso la abuela o vieja monstruo (“Pesadilla”, el último relato del libro, “El deseo” y “Cosas que se mueven solas”). El adjetivo de monstruo puede entenderse literalmente, como ser sobrenatural de aspecto horrendo, o para calificar el comportamiento de una persona. En todos los casos Iwasaki hace referencia a dos entornos muy relacionados: la escuela y el hogar, ambos dominados, según palabras del propio autor, por mujeres. Estos tres personajes femeninos, la monja, la madre y la abuela, tienen una gran intensidad, sobre todo en su aspecto negativo, como en “Las reliquias”. Después de fallecer la madre Angelines y ante el miedo que desatan las primeras señales de su santidad por el peligro de que se revele su secreto, la narradora afirma: “Después del santo rosario nos arrodillamos ante ella. Hasta sus huesos eran dulces” (AF, 19).

Que estos textos están relacionados está claro por las referencias cruzadas entre ellos (intratextualidad), no sólo por los títulos de otros textos, que hacen referencia a los mismos temas (santidad, mano incorrupta, dulce de convento), sino por los propios relatos, como la referencia a la “madre santa” (AF, 48) en “El milagro maldito”, aunque trata de la madre biológica, o “la mano incorrupta de Santa Blandina ermitaña” (AF, 94), en “Kruszwicy, 834 d.C.”

Está clara la intención de Iwasaki de representar la dualidad humana, bien descrita por Robert Louis Stevenson en El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Esta dualidad aparece en otras obras del autor, como en “A Troya, Helena”, cuento que da título a su antología de 1993, donde el espejo nos arrastra a la visión del alter ego del narrador. Esa dualidad aparece como tema subliminal en muchos relatos de la colección que nos ocupa.

 

b.                  El espejo

Esa dualidad que hemos mencionado adquiere varias formas aparte de la mencionada “monja monstruo”: el fantasma, el vampiro, el mutante y el hermano, todas ellas personificaciones de este alter ego, imágenes especulares del personaje. “La habitación maldita” hace referencia explícita a estos mundos: “[…] los espejos que apenas reflejaban mis movimientos” (AF, 14), “Animus, finibus” nos cuenta la repetición de acontecimientos en dos personajes distintos, Prisciliano y Schep[p]s, una real y otra posiblemente ficticia, aunque no hemos podido confirmar ese punto:[21] “Prisciliano fue ejecutado en Tréveris en el 385 después de Cristo. […] Mil quinientos años más tarde, monseñor Scheps se suicidó en los jardines de la biblioteca de Wurzburg”. (AF, 20). En “Ya no quiero a mi hermano” la intratextualidad es clara; narra el retorno del fantasma del hermano muerto: “Desde entonces hemos vuelto a compartir el cuarto y los juguetes […] Mamá quiere que sea bueno con Carlitos aunque me dé miedo. No me gusta su voz de Drácula. Y además huele a vieja” (AF, 30). Los tres elementos, hermano, Drácula y vieja, se unen identificando una única realidad, un tema común. En “Monsieur le revenant” vemos el nacimiento de un “vampiro”: un juerguista trasnochador: “Me veo en el espejo y me provoca llorar. Lo del espejo es mentira. Lo de los crucifijos también” (AF, 32). “A Mail in the Life” trata de la posibilidad que ofrece Internet de robar identidades o adquirir otras nuevas: “Desde hace unos meses le mando correos electrónicos a mi mujer haciéndole creer que soy otro”. Ante la aceptación de la esposa del nuevo amante virtual,[22] el narrador dice: “Voy a suicidarme para que nos pierda a los dos” (AF, 62). Pero quizá el caso más obvio de esta dualidad lo ofrece “El parásito”: “No era un fibroma, ni un tumor, ni un folículo infectado, sino un mellizo marchito enquistado en su espalda como un inquilino perpetuo y satisfecho”. La unión de ambos en esta dualidad indisoluble es inevitable. La desaparición de uno conduce a la del otro. Al igual que el suicidio del narrador conduce a la muerte de la identidad virtual, el parásito y el paciente están unidos sin remedio: “Dos días después de la operación falleció por causas desconocidas. El parásito le sobrevivió un día más”. 

 

c.                  Salón

Gran parte de los microrrelatos de Ajuar funerario están ambientados en una habitación, bien en la forma del salón de la casa, de una habitación de hotel e incluso de una habitación de hospital, la cama de los padres convertida en cueva, o el baño de una gasolinera. Un repaso al índice nos revela cuán importante es este tema en el libro: “La habitación maldita”, “La cueva”, “La casa de reposo”, “Pabellón de cáncer”, “La casa de muñecas”, “Hay que bendecir la casa”, “El cuarto oscuro”, “El salón antiguo” y “Urgencias”. Todos recrean un ambiente asfixiante, opresivo, claustrofóbico: “Corrí hasta la mesa de caoba y contemplé aterrado cómo brillaba el interior de la diminuta casa de muñecas que estaba dentro de la casa de muñecas, mientras todas las figuras de la casa corrían hacia la habitación maldita” (AF, 42). Narraba Iwasaki en “El salón de los muertos”  cómo un día tuvo que dormir en ese salón de la casa de sus abuelos donde se velaban los cadáveres de los familiares fallecidos. Sin duda, ese ambiente cerrado, funerario, queda fielmente reflejado en muchos de sus relatos, que cobran un poderoso carácter autobiográfico: “Nunca me gustó el salón antiguo de la casa de los abuelos. [… ] Todos se han ido del salón antiguo y se han olvidado de mí. Igual que el día del abuelo. La señora me mira con odio, esa niña me está llamando, el Cristo tiene un corazón en la mano y yo no me puedo escapar de esta caja” (AF, 76). Aunque estos textos estén basados en una experiencia personal de la infancia, parece también una recreación de otro miedo muy extendido: la catalepsia y el miedo a ser enterrado vivo. Este ambiente opresivo contribuye a fortalecer la comparación que parece pretender Iwasaki entre habitación y caja (ataúd):[23] “Un clavo de frío me despertó, y junto a la cama una mujer de niebla me dijo con infinita tristeza: ‘¿Por qué has sido tan imprudente? Ahora te quedas tú’. Desde entonces sigo esperando que venga otro, para despertarlo con mis dedos de hielo y poder dormir de una vez” (AF, 14). La cama, por supuesto, es el lugar donde se producen las pesadillas. Esta equiparación de conceptos: habitación, salón, sala, cama, ataúd, caja es una constante en los microrrelatos de Ajuar. Esas pesadillas se hacen más terroríficas con el paso de los años, como dice el autor en “El horror en los sueños” (AF, 53), y nos persiguen: “La soñé cuando tenía cuatro años y nunca he olvidado el horror que me inspiró” (AF, 121). Este último microrrelato, “Pesadilla”, nos ofrece algunas claves para entender estas relaciones. Es la infancia la que nos prepara para estos miedos vitales, como dice el autor en su entrevista citada con Miguel Ángel Muñoz: “[…] estoy persuadido de que la literatura de terror supone la infancia, pues si no hubiéramos sido niños sólo le tendríamos miedo a Hacienda y a los dentistas. Por lo tanto, la infancia nos preparó para ser aprensivos a la oscuridad, lo desconocido, la muerte, la soledad, lo sobrenatural, las pesadillas y sobre todo a las viejas, cuando están majaras y despeinadas”. En ese mismo relato, “Pesadilla”, el último, la frase final, que también cierra el libro, es una reivindicación del terror puro, más allá del sueño: “De pronto ha salido del baño y de nuevo extiende su mano hacia mí. ¡Dios mío, no estoy dormido!” (AF, 121). El narrador, que se halla “desvelado en la habitación de un hotel lujoso, a miles de kilómetros de mi ciudad y más bien al final de mi vida”, es perseguido por esta pesadilla más allá del tiempo y del  lugar. Esta habitación de hotel no es más que un espejo de aquel salón de los muertos donde de niño tuvo que pasar una noche.

 

d.                  Libros y objetos de colección

El último tema que trataremos se centra en los libros y en otros artículos de colección como objetos de terror, como “arte factos” del terror, según indica el propio Iwasaki  a Miguel Ángel Muñoz: “Finalmente, ¿qué puedo decir de los bibliófilos, libreros y bibliotecarios en general? En uno de los microrrelatos de Ajuar funerario sugiero que el «libro de arena» era en realidad el apócrifo Necronomicón. No encontré mejor homenaje al libro como «arte facto» de terror”. Este relato se llama “El libro prohibido” y es un homenaje tanto a Plancy y su Diccionario infernal, como a Howard Phillips Lovecraft y su Necronomicón y Heinrich Kramer y Jacob Sprenger (Malleus Maleficarum). El mayor homenaje, por supuesto, es para J. L. Borges, autor de “El libro de arena” que, como el volumen del cuento de Iwasaki: “[…]no tenía fin, no tenía comienzo, la numeración era delirante y las páginas que pasaba no volvían a aparecer” (AF, 36). Hay muchos guiños al lector: “A los tres días me lo llevó a casa un hombre alto y borroso que parecía vendedor de Biblias” (AF, 35), frente al “–Vendo biblias – me dijo”, del texto borgeano. Las menciones a los monstruos, al fuego a la Biblioteca Nacional de Buenos Aires son todas referencias al texto del maestro argentino, a menudo citado por el propio Iwasaki como una de sus principales influencias.[24] Como ya hemos mencionado anteriormente, “Los yernos” hace referencia a la biblioteca del narrador. Lo mismo ocurre con “El bibliófilo”, donde el narrador roba un volumen de crónicas de Indias[25] durante el velatorio de su dueño, el decano. Ese libro atrae el fantasma del decano, libro que la viuda rechaza. De este modo, ese libro representa el espíritu de las personas. Pero no sólo son los libros, sino las pertenencias, los objetos personales: “Algunos fantasmas permanecen junto a sus viejas pertenencias, condenados a penar dentro de una caja de música, cubiertos de telarañas entre las velas de una lámpara o congelados hasta el Día del Juicio en el cristal de un florero” (AF, 86). Sin duda destacan los libros porque forman la personalidad: “Mi biblioteca es el atlas de mis lecturas, la memoria de mi caligrafía y el itinerario de mis conocimientos” (AF, 83), pero también ocurre con otros objetos, como las fotografías de niños muertos en “Los ángeles dormidos”: “Y lloran todas las noches” (AF, 58), o “La casa de muñecas”, habitada por figuras tristes que acaban matando al narrador y absorbiendo su casa para crear otra casa de muñecas, una nueva dimensión,[26] como si de una matrioska se tratara. Quizá esto sea reflejo de su preocupación por el recuerdo o, mejor, su ausencia, tal y como dijo a Otamendi: “Me interesan los escritores olvidados, porque el futuro de todo escritor es el olvido”. Los objetos personales, especialmente los libros, comportan el recuerdo ya que contienen el fantasma del propietario porque son parte de su historia, de su vida.”

 

6.                  Recursos

Como dice el propio autor: “Un periodista me preguntó si los microrrelatos de Ajuar funerario son pastillas para el miedo. No. En realidad son supositorios de terror” (Iwasaki 2005c). La imagen es lo suficientemente sugerente. Iwasaki es, sin duda, un maestro del lenguaje, un humorista de las palabras. Cada microrrelato es en sí mismo una obra completa: “Muchas personas desean hacer sus primeras armas literarias con un libro de relatos; pero el relato no es un género fácil: cada historia debe ser muy redonda, muy perfecta. El relato no admite fisuras. Una novela puede tener altibajos; por momentos, puede que se pierda en una dirección…El relato, no: debe ser rotundo. Ya Cortázar decía que la novela era un combate de boxeo que se ganaba por puntos, mientras que el cuento hay que ganarlo por noqueo. Yo digo (risas) que ambos géneros son como la comida: la novela, una vez abierta, aguanta bien en la nevera; el relato hay que consumirlo de inmediato”.[27]

¿Y el microrrelato? Obviamente ha de ser ágil, sugerente, sorprendente y, sobre todo, breve: “Una de las consecuencias de una narración muy breve, es que en ésta no se puede perder tiempo dando explicaciones, situando al lector o describiendo situaciones, personajes o acciones. Todo debe estar narrado de una manera muy concisa” (Rojo 1996). Efectivamente, el lenguaje conciso es uno de los rasgos definitorios de este género. Eso lo aproxima a la poesía. De hecho, algunos textos de Iwasaki parecen más poemas en prosa, sobre todo por la evocación de sensaciones,  que relatos: “Cuando la madre Angelines murió, las campanas del convento doblaron mientras un delicado perfume se esparcía por todo el claustro desde su celda” (AF, 19), […] cuando se va deja un rastro maloliente de niebla” (AF, 113). Kremer, en el artículo citado, y retomando el manifiesto citado de la revista Zona en relación con el trabajo de Valadés afirma:[28] “De la poesía [el minicuento] retoma el símbolo, la imagen, la metáfora, y es más cercano al haikú que a la poesía clásica porque su propósito es buscar el ‘instante inconmensurable’ que acontece como revelación y cuya sustancia es el asombro”.

Pero ‘poesía’ es básicamente estructura, y los microrrelatos de Iwasaki adquieren distintas  formas: parábolas, anécdotas, aforismos; son géneros de apoyo que sirven como cuadros (frames) referenciales,[29] según el término que emplea V. Rojo en su trabajo sobre la (des) generación de este género: ”Efectivamente, entre los minicuentos podemos encontrar algunos con apariencia de ensayo, o de reflexión sobre la literatura y el lenguaje, recuerdos, anécdotas, listas de lugares comunes, de términos para designar un objeto, fragmentos biográficos, fábulas, palíndromos, definiciones a la manera del diccionario, reconstrucciones falsas de la mitología griega, instrucciones, descripciones geográficas desde puntos de vista no tradicionales, reseñas de falsos inventos y poemas en prosa. Pero aunque tengan cualquiera de estas formas siguen teniendo, primordialmente, un carácter narrativo y ficcional. Siguen siendo un cuento. Su género, entonces, es indiscutiblemente el narrativo, pero se vincula simultáneamente con muchos otros géneros, aunque con ninguno de ellos en propiedad”.

Esto es perfectamente válido para Ajuar funerario: nos encontraríamos con un esquema de parábola o de texto bíblico en “La soberbia”, “Bienaventurados los pobres de espíritu”, “Por qué me condenas” y “Del apócrifo Evangelio de san Pedro (IV, 1-3)”, por ejemplo. Estaríamos ante una entrada del diccionario en “Del Diccionario Infernal del padre Plancy”. Ante un relato histórico o reseña en “El libro prohibido”, ante una leyenda urbana en “El pasajero” y los tres textos de “La chica del autoestop”. Pero no es sólo una reproducción de estos géneros, sino una parodia, y esto, Iwasaki, lo busca a través del humor: ¿Cómo podríamos entender si no un texto como “El antropólogo”, que parece una de las entradas de estos especialistas al hallar una tribu perdida en alguna selva remota, pero escrita desde el punto de vista del nativo? “La casa embrujada” se asemeja a uno de los innumerables relatos orales de horror que no aterra por el susto repentino que esperamos, sino por la gradual integración del narrador en el ambiente, hasta que descubre que: “Ningún espejo me molesta y he descubierto que me encantan las ratas” (AF, 69).

Lo importante es situar el microrrelato en un cuadro determinado. Una vez establecida la relación, se puede producir el efecto deseado: la parodia a través del humor: “Estos cuadros genéricos sirven para que el autor de al lector aún más datos, esta vez no de contenido sino de esquema narrativo. Esto es, si parte del marco consiste en referirse a la zorra y las uvas, que nos remitiría inmediatamente a una fábula conocida, esto puede ampliarse también relacionando al texto con una fábula: la sintaxis, ciertas fórmulas tradicionales de comenzar el relato, la participación de los animales humanizados, la moraleja o la falta de ésta, y otros. El lector, entonces, no tendrá solamente el cuadro intertextual de zorro y uvas, sino también el cuadro genérico de fábula, y ampliará una estructura de datos que lo ayudan a formar, esta vez, una forma estereotipada” (Rojo 1996). Logrado este estereotipo, es posible la ironía, la parodia. 

Este cuadro se consigue mediante muchos recursos. El más importante, por supuesto, es el título del microrrelato, que nos indica el tema y las posibles referencias del género: “El horror en los sueños” nos recuerda a un texto especializado, y así comienza el relato: “Hay pesadillas que nunca nos abandonan y que envejecen con nosotros, añadiéndole al terror primigenio los temores de la edad, las heridas del amor y el dolor de la experiencia”, que nos orienta sobre las claves de su poética. La aparición de Judá Ben-Hur, el personaje de Lewis Wallace, que busca a su madre y hermana, como hace el narrador del texto de Iwasaki: “Ahora en mis sueños le pido a Judá Ben-Hur que baje solo, porque sé que mi madre se pudre ahí abajo y no deseo que salga”. La parodia es evidente: de la película a la realidad del texto. Para que esta parodie funcione, por supuesto, el lector debe saber qué o quién es el referente. “Longino” es un claro ejemplo de esto. El texto que narra cómo un niño le arranca todas las espinas de la corona al crucifijo de su abuela con un alicate hasta que Jesucristo acaba muerto sobre la cómoda, después de que al quitarle la última espina “dejó de sangrar y sólo cayeron unas gotas de agua”, es comprensible, pero podríamos perdernos gran parte de su contenido si desconocemos quién es San Longino. Este microrrelato está narrado de una forma similar a como se narraban las historias de niños santos en muchos catecismos infantiles y juveniles, destacando la inocencia y el buen corazón del narrador: “yo sufría viéndole las manos taladradas […] pero la sangre que chorreaba de su cabeza era por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa” (AF, 79).[30]

“Dulce compañía” parece hacer referencia a la oración infantil “Ángel de la Guarda”.[31] Es clara la parodia que se produce al comparar la imploración de protección de la oración con el hecho de que el narrador o narradora en el microrrelato de Iwasaki ha castigado a su hijo y éste se vuelve un ser poseído, muy semejante a la niña de “El exorcista”: “He subido las escaleras y he sentido escalofríos, un olor extraño y unas sombras huidizas. El niño habla con alguien y sigue cantando esas canciones horribles. Le pido que me hable y me insulta y se ríe. No tengo más remedio que abrir la puerta”.[32] Esto es lo que creemos que quiere decir Kremer  cuando afirma que “el minicuento, como cualquier cuento, debe permitir levantar su historia, desde el acontecimiento más antiguo hasta el más reciente”.

Efectivamente, Iwasaki da siempre las claves que nos permitan “levantar su historia”. ¿Qué sentido tendrían si no títulos en inglés (“Halloween”, “A Mail in the Life”, “Father and Son”) o latín (“Animus, finibus”, “De incorruptis”)? Posiblemente la respuesta para los últimos la podamos hallar en la relación entre la educación católica y esta lengua. Para los primeros, hay que indagar en la recreación de mitos en el cine, el cómic u otros medios.

 

7.                  Conclusión

Ajuar funerario es una antología de 89 microrrelatos con un tema unificador, el terror, y un tratamiento unitario, el humor. Pero no podemos llevarnos a engaño: no hay nada de terrorífico en el libro, que provoca muchas más sonrisas que escalofríos. El autor es consciente, como hemos dejado claro en este trabajo. Lo que sí nos ofrece la colección es un conjunto de claves para interpretar y descodificar los miedos asociados a cierta imaginería religiosa y popular. Los textos son una invitación a asomarnos a la infancia y hallar nuestras “monjas monstruos”, nuestros crucifijos y nuestras cuevas para deconstruir las imágenes como hace Iwasaki, por medio del humor. Esta dualidad, horror-humor, es una más de las innumerables síntesis que vamos hallando desperdigadas por el libro: los hermanos Caín y Abel, Peter Pan y el Capitán Garfio, las abuelas brujas. Todos ellos incluidos en un enorme Salón de los Muertos donde se mitifican y se convierten en estereotipos, máscaras que nos impiden ver el verdadero rostro de los orígenes del horror.

El libro es, asimismo, un homenaje a tanta literatura fantástica de terror, hispanoamericana y anglosajona, desde Poe pasando por Lovecraft hasta llegar a Borges, recogiendo en el camino pequeñas perlas negras de Gómez de la Serna. Iwasaki, en la tradición de Bryce Echenique, se acerca a los temas desde el humor porque le permite la distancia adecuada para hacer más objetiva su subjetividad, entregándonos en el proceso relatos de humor negro o cuentos de terror humorístico.

 

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* Agradezco la ayuda prestada por el propio Fernando Iwasaki, quien amablemente contestó mis preguntas por correo electrónico y me envió el texto “El Salón de los Muertos”, además de varios enlaces a entrevistas en Internet. Hago referencia en el texto a sus respuestas como “comunicación personal (cp)”. Asimismo, agradezco la imprescindible ayuda María Claudia Macías Rodríguez, profesora de literatura de la Universidad Nacional de Seúl, me ha prestado en todo momento para la elaboración de este trabajo. Los errores son, por supuesto, personales e intransferibles.

[1] Cuenta Iwasaki en su entrevista a Miguel Ángel Muñoz (2007), que tardó ocho años en completar este volumen, un periodo considerable si tenemos en cuenta su extensión. Esto es indicación, aparte de la forma de trabajo del autor, del cuidado que puso en él.

[2] “En El Talmud, o en sus similares árabes, hindúes, etcéteraétera, proliferan casi siempre propuestos como sabios consejos metafóricos de una religión, de una ética o de una tradición en los usos y costumbres, deviniendo a veces en minificciones, porque, aunque no se lo hubieran propuesto, a sus autores, generalmente anónimos, les brotó de pronto el género”, Valadés (1990: 194).

[3] No es éste el lugar para hacer un análisis de este texto, pero la primera parte nos sugiere, se presupone, que el personaje estaba durmiendo. La segunda parte, y ese adverbio “´todavía”, nos indican que el sueño se ha hecho realidad, se ha cristalizado. Este recurso lo hallamos constantemente en los textos de Ajuar funerario.

[4] Se han dado varios nombres a este género o subgénero: Violeta Rojo (1996) afirma: “En la literatura crítica sobre el tema podemos encontrar una multitud de expresiones, intentos taxonómicos frustrados: arte conciso, brevicuento, caso (los de Anderson-Imbert), cuento breve, cuento brevísimo, cuento corto, cuento cortísimo, cuento diminuto, cuento en miniatura, cuento escuálido, cuento instantáneo, cuento más corto, cuento rápido, fábula, ficción de un minuto,  ficción  rápida,  ficción súbita, microcuento, microficción, micro-relato, minicuento, minificción, minitexto, relato corto, relato microscópico, rompenormas, texto ultrabrevísimo, ultracorto, varia invención (los de Juan José Arreola) y textículos”.

[5] Aunque no veíamos ninguna referencia a mitos incaicos o precolombinos, le preguntamos por qué esa referencia a los entierros de los “antiguos peruanos” del prólogo de Ajuar. Su respuesta fue irónica y sugerente: “Bueno, en la tercera versión de ‘La chica del auto-stop’, la chica-monstruo quiere saber si Perú está en Sudamérica. En efecto, no hay ningún cuento de terror intrínsecamente peruano, pero no hay nadie más autorizado que un peruano para escribir historias de terror”. Habría que recordar que el abuelo de Iwasaki era japonés, por lo que se podría enlazar estos cuentos con la poesía tradicional nipona del haiku o del sijo coreano. Hay que recordar también que Iwasaki es director de la revista literaria Renacimiento, especializada en poesía. Sería, de todos modos, tema para otro trabajo. 

[6] Citamos siempre la obra reseñada (Ajuar funerario, ‘AF’) por su tercera edición, de 2005, en el cuerpo del artículo seguida del número de página.

[7] Valadés (1990: 196) afirma: “Hay que mencionar a un cuantioso creador de ellas [expresiones de la ficción breve del siglo XX], Ramón Gómez de la Serna, quien en su libro Caprichos (1956) forja unas doscientas, entre la cuales, si no todas, las hay magníficas y logradas. Que yo sepa, ningún otro escritor en nuestro idioma ha intentado tantas”.

[8] No es casualidad, creemos, que en la introducción al libro Iwasaki nos hable de los enterramientos entre los incas, libre del temor con que se envuelven hoy: “Los antiguos peruanos creían que en el otro mundo sus seres queridos echarían en falta los últimos adelantos de la vida precolombina, y por ello les enterraban en gruesos fardos que contenían vestidos, alimentos, vajillas, joyas, mantones y algún garrote, por si acaso” (AF, 11). La desmitificación de la muerte es evidente en este párrafo, que más parece la preparación de un viaje prolongado que un entierro, a lo cual ayuda el omnipresente humor del autor. Sería pues posible entender todo el libro como un intento de desmitificación del miedo que ha parecido impregnar todos los acontecimientos indeseados del ser humano, desde la enfermedad hasta la muerte.

[9] “El salón antiguo” es otro de los microrrelatos que más ayudan a interpretar el libro en su conjunto.

[10] El juego con la simbología de los colores tampoco es banal: el blanco es símbolo de pureza en Occidente, pero es el color del luto en Oriente. 

[11] En comunicación personal, a la pregunta de qué relatos le gustaban más como tema y como literatura, Iwasaki nos comentó: “Como tema me gusta más ‘Las manos de la fundadora’ y como literatura ‘Peter Pan’”.

[12] Iwasaki afirma (Muñoz 2007) que muchas de las obras audiovisuales modernas tienen su origen en la literatura: “A lo mejor habría que comenzar mandándoles leer [a los adolescentes] a Lovecraft, Tolkien o Robert Graves (pienso en Los mitos griegos), para que al menos le encuentren el gusto a la lectura, y por supuesto descubrirles toda la literatura que subyace en los productos audiovisuales que consumen. A saber, que Robinson Crusoe es la semilla de «La isla de los famosos», que 1984 es el origen de «Gran Hermano» y que las sagas artúricas de los caballeros de la Tabla Redonda le inspiraron a George Lucas la saga de «La guerra de las galaxias», por no hablar de las películas basadas en libros, como la trilogía de «El Señor de los Anillos» o «La guerra de los mundos». Si no fuera por el cine, muchos niños seguirían pensando que un «troyano» es un virus, a pesar de los estropicios perpetrados por los guionistas de «Troya». Por lo tanto, puestos a admitir que vivimos en una sociedad de analfabetos funcionales, prefiero mil veces que los adolescentes consuman literatura a través del cine y por eso estoy a favor de las grandes superproducciones basadas en clásicos, para que los chicos sepan de una vez –por ejemplo- que «Moby Dick» no era ningún dinosaurio”.

[13] Puede consultarse en inglés en http://www.cygnus-study.com/pagepet.html. 

[14] En este relato hace referencia a santa Blandina, situándola en un periodo y un lugar distintos de los que le corresponden. No es de extrañar. Su concepción de la historia y de la literatura como un único género le permite este tipo de licencias literarias, según afirma Iwasaki en su entrevista con Muñoz: “Para mí el modo de contar siempre será lo más importante, porque el narrador siempre será capaz de mejorar la historia. Eso sucede incluso en el fútbol, pues algunas narraciones son más interesantes que los mismos partidos. Por otro lado, antes hablé de lo importante que es para mí el lenguaje (los juegos), el tono (el humor) y la mirada (la ironía)…”. En David González (2006) afirmó también: “Los géneros están para degenerarlos. Es muy estimulante romper las fronteras entre el ensayo, la ficción, las memorias o la crónica. Para cualquier escritor, esta ambición literaria es legítima”. 

[15] Efectivamente, George Schepps halló dicho manuscrito en la Universidad de Würzburg, Wurzburg o Wurzburgo en la fecha del relato. Es también un hecho histórico que Prisciliano fue ejecutado en el año 385 por hereje, pero el resto del relato es fruto de la imaginación del autor. Sobre estos acontecimientos históricos puede consultarse http://www.ub.es/grat/grat13.htm.

[16] Hace también referencia a este libro en “El libro prohibido”.

[17] El prefijo 906 indica números de teléfono de tarificación especial. Ha habido muchas estafas relacionadas con ellos.

[18] Dice Valadés (1990: 194): “Las más de las veces, lo que opera en las minificciones certeras o afortunadas es un final inesperado de ingenio, cristalizado en contradas líneas, en una fórmula compacta de humorismo, ironía, sátira o sorpresa, si no todo simultáneo”.

[19] “Como la literatura de terror ya cuenta con vampiros, fantasmas, licántropos, alienígenas y zombies, a mí se me ocurrió que en ese mausoleo había sitio para la «monja monstruo», que sería como la Monja Alférez, aunque con unos dientazos así... Cuando era niño estudié en un colegio de monjitas españolas y descubrí que las monjas eran como los policías. Es decir, que había monjas buenas y monjas malas”, según afirma en su entrevista con Miguel Ángel Muñoz (2007). Suponemos que se refiere a Catalina de Erauso, que fue a Perú en calidad de soldado, a pesar de ser mujer y monja, y que recibió permiso papal para llevar ropa de hombre. Es otro ejemplo de cómo los hechos históricos le sirven de pretexto para reconstruir la trama.

[20] “Temática frecuente del minicuento, quizá la más localizable, es el reverso, la contraposición a historias verídicas, estableciendo situaciones o desenlaces opuestos a incidentes famosos, reales o imaginarios, o las prolongaciones del antiguo juego entre sueño y realidad, o invención de seres o animales fabulosos, si no de ciudades o regiones inventadas […]”, Valadés (1990: 193).

[21] Como hemos dicho antes, no es importante esto ya que no es la verdad lo que interesa a Iwasaki, sino la verosimilitud. En este caso, los destinos paralelos son verosímiles.

[22] Las referencias a la sodomía nos remiten a “A Troya, Helena”, una clara intertextualidad que permite unir el espejo de este relato con una personalidad virtual.

[23] En otro relato, “Familia numerosa”, el lugar es un ascensor detenido entre pisos, donde el narrador habla con una familia entera que había muerto hacía un año. La similitud entre el ascensor, la caja y la sala / habitación parece evidente.

[24] En su entrevista con Araceli Otamendi, Iwasaki afirma que sus obras preferidas son las siguientes:  Conversación en la Catedral (Vargas Llosa), La palabra del mudo (Ribeyro), La vida exagerada de Martín Romaña (Bryce Echenique), Historia de cronopios y de famas (Cortázar), Habana para un infante difunto (Cabrera Infante), Los relámpagos de agosto (Ibargüengoitia), El libro del convaleciente (Jardiel), La ciudad automática (Camba), Escenas de la vida vulgar (Fernández-Flórez), La cartuja de Parma (Stendhal), Ana Karenina (Tolstoi), Moby Dick (Melville), Mientras agonizo (Faulkner) y El Aleph (Borges)”. A Muñoz le dio esta lista: “De niño me impresionó «El gigante egoísta» de Oscar Wilde, porque gracias a ese cuento descubrí que la literatura tenía el poder de conmover. Sobre los doce descubrí a Poe y Lovecraft, de quienes recuerdo el desasosiego que me produjeron «La caída de la casa Usher» y «Los perros tíndalos», respectivamente. Cuando tenía catorce o quince años, quien me deslumbró de manera fulminante fue Julio Cortázar con «Casa tomada» y todos los textos de Historia de cronopios y de famas, pero no puedo dejar de citar «Tristes querellas de la vieja quinta» de Julio Ramón Ribeyro y «Baby Schiaffino» de Alfredo Bryce Echenique, todos ellos leídos cuando todavía estaba en la secundaria. Ya en la universidad –con dieciséis años- leí «El espejo y la máscara» y los demás cuentos de El libro de arena de Borges […]”.

[25] Hay que recordar que Fernando Iwasaki se trasladó inicialmente a Sevilla en 1985 para estudiar el doctorado en historia en el Archivo de Indias

[26] Valadés (1990: 194) afirma: “Otra recurrencia [de las microficciones certeras] es la alteración de la realidad, en mucho por el sistema surrealista, al ser transformada por el absurdo, de modo inconcebible o desquiciante, creando una como cuarta dimensión, en la que se violentan todas las reglas de lo posible y en que lo imperante se vuelve caos”. El subrayado es nuestro.

[27] Entrevista con David González. El texto aparece subrayado así en la bitácora.

[28] En V. Rojo (1996) también se hace referencia a este Manifiesto para recalcar la relación que establecen entre microrrelato y poesía.

[29] “[…] cuadros génericos, esto es, un cuadro intertextual de forma narrativa o de modo de relatar. Por ejemplo, en el minicuento se utilizan mucho las formas de la fábula, el bestiario, el mito, y otros, entonces podríamos pensar en un cuadro genérico de fábula, o en un cuadro genérico de mito, y otros. Estos cuadros genéricos sirven para que el autor de al lector aún más datos, esta vez no de contenido sino de esquema narrativo. Esto es, si parte del marco consiste en referirse a la zorra y las uvas, que nos remitiría inmediatamente a una fábula conocida, esto puede ampliarse también relacionando al texto con una fábula: la sintaxis, ciertas fórmulas tradicionales de comenzar el relato, la participación de los animales humanizados, la moraleja o la falta de ésta, y otros. El lector, entonces, no tendrá solamente el cuadro intertextual de zorro y uvas, sino también el cuadro genérico de fábula, y ampliará una estructura de datos que lo ayudan a formar, esta vez, una forma estereotipada” (V. Rojo 1996).

[30] Hay que reconocer a Bryce Echenique en esta forma de lograr el humor mezclando estilo indirecto y directo: “Alguien me habló entonces de Peruggia y la palabra me sonó a serenidad y a conócete a ti mismo de una vez por todas, pedazo de imbécil” (Bryce 1995: 298).

[31] Aunque hay varias versiones, conocemos básicamente dos: “Ángel de la Guarda, dulce compañía, no me desampares (o no me dejes solo) ni de noche ni de día”.

[32] Siempre existe el peligro en un análisis de esta naturaleza el “hilar demasiado fino” y hallar relaciones inexistentes. De todos modos, hay que recordar que la colombiana Laura Restrepo publicó una novela homónima en 1995 (que luego Alfaguara reeditó en 2006), y que también tiene como tema la aparición de un ángel y una investigación periodística sobre el mismo.

Sincronía Summer 2008