Prolegómenos para una antropología de la creencia y el saber.

Prolegomena for an anthropology of belief and knowledge.

Nicolás Olivos Santoyo*
Universidad Autónoma de la Ciudad de México
nicolasolivos@gmail.com
(MÉXICO)

*Licenciado y doctor en antropología y maestro en filosofía. Profesor investigador de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México, coordinador del proyecto de investigación de etnografía en la región de la Mixteca Alta. nicolasolivos@gmail.com

Recibido: 25/03/2018
Revisado: 17/04/2018
Aprobado: 12/06/2018

RESUMEN
En este artículo se reflexiona sobre las maneras en que la antropología y la epistemología han comprendido lo que son los procesos de conocimiento y justificación en comunidades tradicionales o indígenas. Se señalan las virtudes y limitaciones que observamos en la manera de abordar estas problemáticas en ambas disciplinas, con el fin de proponer un modelo que articule los señalamientos  realizados desde ambas. La intención que perseguimos es bosquejar una posible agenda de análisis, con aplicación etnográfica, sobre un tema como es el conocer en las comunidades indígenas, el cual regularmente ha sido analizado bajo el rubro de las cosmovisiones y no visto como un proceso epistémico que involucra también formas de justificación, requeridas para su trasmisión como conocimiento.

Palabras clave: Justificación. Epistemología naturalizada. Pluralismo epistémico. Racionalidades.

ABSTRACT
In this article we reflect on the ways in which anthropology and epistemology have understood what are the processes of knowledge and justification in traditional or indigenous communities. The virtues and limitations that we observe in the way of approaching these problems in both disciplines are pointed out in order to propose a model that articulates the points made from both. The intention that we pursue is to sketch a possible agenda of analysis, with ethnographic application, on a topic such as knowing in the indigenous communities, which has been regularly analyzed under the path of the cosmovisions and not seen as an epistemic process that also involves forms of justification, required for its transmission as knowledge.

Keywords: Justification. Naturalized epistemology. Epistemic pluralism. Rationalities.

 

Introducción
Al realizar un balance sobre el tratamiento que se ha realizado sobre el tema de las creencias y el conocimiento en la literatura etnográfica, principalmente en la escrita sobre los rarámuri y mixtecos que han sido mis grupos de interés etnográfico, podemos afirmar que siempre hay una conceptualización que podríamos caracterizar como estrecha, sobre lo que definen dichos procesos cognitivos. Es decir, dichos trabajos se han concentrado más en el ámbito de los productos y contenidos del conocer que en las formas en que éste se produce, valida, justifica y se descarta.
            Recapitulando quizá una tendencia muy marcada en la antropología, la etnografía sobre estos pueblos hace eco de una visión que subsume el creer, o bien a ese ámbito ideacional que se circunscribe a imágenes, conceptos o símbolos, que sobre los hechos religiosos -entendidos a la manera de Durkheim como ese conjunto de representaciones que corresponden al ámbito de lo sagrado- se formula una colectividad. O por otro lado, en una acepción más secular, se da cuenta de las creencias de una sociedad como si éstas sólo sirvieran para fundamentar, legitimar o reproducir las prácticas e instituciones de una colectividad.
            Las repercusiones que trae para la narrativa antropológica estas formas de conceptualizar la creencia explican por qué el antropólogo sólo se remite a registrar aquellas ideas sobre el mundo, que tienen su impronta directamente en conductas y acciones sociales; es decir son vistas como parte de aquellos mecanismos que generan la identidad, sancionan la unidad grupal o posibilitan el actuar colectivo en ciertas circunstancias. O también es frecuente encontrar en la etnografía a ese “primitivo piadoso”, como lo llamara Mary Douglas (1999), cuyas creencias, que son equivalentes a cosmovisión, siempre son explicaciones de las cosas apelando a la intervención de seres o potencias divinizadas. Creencias reforzadas y reproducidas a partir de la celebración de rituales o de la existencia de formas de conocimiento no teorético como son los mitos y leyendas.
            Respecto al tema del saber y el conocer, su tratamiento antropológico en México recapitula una tendencia ya señalada por Luis Villoro (2008, pp. 197-221). Este filósofo señala que un problema para comprender la diferencia epistémica entre el saber y el conocer se explica por el hecho de que en el idioma inglés, lengua en el cual se ha escrito gran parte de lo tratado en la moderna teoría del conocimiento, por no hablar de la antropología, un mismo término, knowledge, define ambos conceptos epistémicos. Así, cuando se traduce al castellano indistintamente saber y conocer surgen diversos desvíos para definir cuál es el ámbito y la particularidad de cada uno. Una diferencia pertinente que hay que tener clara, si queremos distinguir entre analizar un proceso cognitivo (adquisición de información o datos, validación o justificación de creencias, trasmisión o reproducción de saberes) de un acervo de conocimientos . Lo que intentamos resaltar es que esta indiferencia quizá explique esa propensión en la etnografía a tratar el saber o el conocer de los pueblos siempre como acervos de saberes que le son propios y únicos. Así, recurrentemente, se describe este tópico mostrando inventarios sobre ideas, clasificaciones, sustantivos, que sobre diversos ámbitos como la herbolaria, las técnicas de producción, los astros, las vicisitudes del clima, entre otras cosas, realizan los pueblos originarios.
            A reserva de que más adelante definamos las distinciones pertinentes que guiarán este trabajo, podríamos adelantar que por conocimiento entendemos, como lo señala Villoro, esa manera en que un sujeto o una colectividad suponen cuales son las propiedades y características de los objetos del mundo (Villoro, 2008, p. 202). Es decir, usar el concepto epistémico de conocer puede ser pertinente para referirse a los acervos de conocimientos que sobre el mundo nos hemos formado. Acervos que se materializan en doctrinas, teorías científicas, sabidurías locales, entre otras. Mientras que saber refiere a una actividad epistémica, donde lo sobresaliente son los procesos de justificación argumentativa que hacemos los sujetos para validar nuestras creencias.
            Adelantando un poco mis intenciones y la postura que guía mi escrito podríamos comentar, que nuestro interés es estudiar las formas de la creencia y los saberes en su sentido epistémico. Es decir, más que inventariar los contenidos y especificidades que éstas asumen, buscamos describir y caracterizar las maneras en que las colectividades  justifican la verdad, la corrección, la adecuación o la certeza de sus creencias y de su saber, permitiéndoles disentir con otros o intervenir en el mundo. Para ello buscamos establecer un puente entre la teoría filosófica del conocimiento y una antropología de la creencia. Un diálogo que permita reabrir, para la antropología, el tema de las creencias, el saber y/o el conocer, analizándolos a la luz de los desarrollos que en las discusiones filosóficas actuales se han dado sobre los tópicos de la justificación, las formas que ésta involucra, así como los tipos de conocimiento y la racionalidad que a ellos se vinculan.

Vasos comunicantes. Las reflexiones sobre los procesos epistémicos en la antropología.
A pesar de la centralidad que el tema religioso ha tenido en el tratamiento antropológico de la creencia podríamos mencionar que, desde el inicio de este campo de preocupación disciplinar se habían realizado algunas reflexiones de tipo epistemológicas sobre qué son las creencias y los saberes en los pueblos no occidentales. Entre los fundadores de una antropología de los hechos religiosos, el debate sobre qué tipo de racionalidad le es propia a los individuos de otros pueblos, sobre el tipo de procesos lógicos que sustentan sus creencias y de la relación de éstas con el mundo fáctico, fueron una preocupación que hallamos en autores como Edward B. Tylor, James Frazer, Lévy-Bruhl, A. Smith, F. M. Müller, entre otros.
            No obstante, debido a su sesgo evolucionista, las hipótesis de varios de estos autores se caracterizaron, según Evans-Pritchard (1984), por ver en las formas de pensamiento de las sociedades primitivas un dato que revelaría las maneras incipientes, primigenias y básicas del pensar humano. Según este paradigma de reflexión, el mundo primitivo podría arrojar luz sobre cómo se configuran, en su estado incipiente, las creencias y por qué éstas son el producto de estímulos emotivos, temores, compromisos con las tradiciones y no son el resultado de una construcción lógica y fundamentada en la observación y experimentación empírica. Por tal motivo señala el autor de Los Nuer, la excesiva preocupación de estos antropólogos por aclarar el origen o motivación del pensamiento religioso en los grupos humanos, aunado a la necesidad de distinguir a éste del pensar nuestro, los condujo a abrazar hipótesis de tipo psicológicas. Así, factores como el temor, la ansiedad, la incertidumbre, la indistinción entre el mundo óntico y el onírico o la preeminencia de la analogía, dominaron las reflexiones que se hicieron para caracterizar los procesos de construcción de creencias en estos pueblos llamados primitivos.
            A esta vía que apelaba a factores emotivos y psicológicos como motores de la creencia, se le opuso otra que las concebía como el producto de la necesidad de mantener el orden social. Ahora éstas eran vistas como formas colectivas de pensar las cuales reflejaban las condiciones sociales de vida. En este nuevo paradigma, y bajo el imperativo de un modelo teórico funcionalista, el origen de las representaciones colectivas se explicaban por la necesidad de mantener la unidad del grupo, de sancionar la legitimidad de las formas de organizarse y /o gobernarse, o bien, para garantizar la continuidad de una manera particular de agregación humana.
            Un caso que merece atención particular por la actualidad de su tesis es el de Lévy-Bruhl. Como bien lo afirma Robin Horton (1980), aquel pensador francés vislumbra con su idea de participación una dimensión epistémica, que años más tarde causaría furor en la filosofía, la cual resaltaba que las ideas preconcebidas socialmente son un marco desde el cual se ordena nuestra información sensorial. Pero además, la verdad, racionalidad y logicidad de las creencias, no sólo de los llamados pueblos tradicionales sino de cualquier comunidad epistémica, son dependientes de los marcos o participaciones construidos social e históricamente.
            Por el lado de las vías sociológicas, para autores como Durkheim, Malinowski o Radcliffe-Brown, las manifestaciones diversas que asumen las creencias son la respuesta a las formas en que la vida social se organiza. Así las creencias o el sistema de creencias, cuyas posibilidades iban desde un politeísmo al monoteísmo o desde el animismo al teísmo, pasando por el totemismo, en lugar de evidenciar un proceso de evolución de estilos simples a complejos de ideacionar, reflejaban más bien, un tipo de organización social como son clanes, linajes, jefaturas centralizadas o bien divisiones en castas o algún tipo incipiente de clases sociales.
            Al dominar los paradigmas sociológicos el escenario de la antropología de las creencias, parecía que las discusiones sobre los procesos cognitivos y epistémicos que sustentan las ideaciones serían desplazadas por una preocupación de investigación empírica y descriptiva, donde el producto serían textos etnográficos que mostrarían las correlaciones entre el tipo de sociedad y las formas que adquieren las creencias como reflejo de éstas. Así, se abandonaría lo que Evans-Pritchard caracterizó como una vía conjetural. Sin embargo esto no fue del todo así, como lo señalan Evans-Pritchard (1984) y Robin Horton (1988), aún las interrogantes de las vías sociológicas estaban condicionadas por responder a la pregunta sobre cuál es el origen de las creencias religiosas, además de dar cuenta de los rasgos que las hacen ser distintas del creer propio del mundo moderno: la ciencia. En este tipo de reflexiones otra vez temas de tipo epistemológico volvieron a aparecer, principalmente en lo tocante a ámbitos como son: la apropiación del mundo exterior, los procesos de inferencia, la universalidad de las ideas y su aprehensión.
            Sin embargo, con el advenimiento de los paradigmas particularistas y culturalistas en antropología, además de cancelarse de tajo las reflexiones sobre el origen de las creencias y la supuesta demarcación entre ciencia moderna y pensamiento primitivo, se apagó también de raíz la posibilidad de seguir con preguntas de tipo epistemológicas para caracterizar a la creencia. Lo anterior fue quizá, la consecuencia de esa postura relativista que veía en la filosofía y en la epistemología una forma de ideacionar propio de un tipo de cultura: la occidental. Se afirmaba que las otras culturas también tienen sus propias creencias, sus “filosofías”, que pretender dar cuenta de unas con el arsenal conceptual de las otras implicaría caer en una tentación etnocéntrica.
            Evans-Pritchard señala que la obsesiva reflexión epistémica, cuyo fin era determinar cuál es el origen de las creencias, fue desplazada por una nueva forma de proceder, que él denomina científica, la cual al contraponer las especulaciones con los datos que arrojaban los estudios de campo, no sólo le permitió denunciar las carencias o limitaciones de las formas de reflexión anteriores, sino que las propias teorías que dichas especulaciones sustentaban fueron cayendo una a una como cascada.
            De tal suerte, en la tradición inglesa de antropología otro estilo de estudiar las creencias comenzó a surgir. Se trataba ahora de describir, limitando lo más posible la especulación, al conjunto de creencias como funcionalmente dependiente del sistema social. Ahora bien, pareciera entonces que con ello se dejó de lado el estudio de la creencia como una entidad epistémica. Sin embargo esto no fue del todo cierto, con este giro se abrirían pistas respecto a cómo entender órdenes de justificación no vinculados a una racionalidad lógico-empírica. Así se avanza en el estudio de los contenidos de la creencia y se asumía que ésta obtenía su justificación al sancionar discursivamente la coherencia y la integración social. Al reproducir el orden social en un orden mental, las creencias adquirían al mismo tiempo, como un proceso conjunto, su contenido y justificación. Sin embargo, a pesar del cambio de paradigma en esta tradición, comenta Horton, aún en los trabajos etnográficamente más logrados de éstos, se filtraban afirmaciones sobre lo absurdo, irracional, a racional y anticientíficas que resultan ser las creencias de los pueblos no occidentales.
            El tratar el tema de las creencias sólo como un objeto de descripción y no de análisis, fue mucho más patente en la tradición culturalista norteamericana . En el culturalismo norteamericano, a excepción de los brillantes señalamientos realizados por Boas en relacionados con el vínculo cultura y percepción, las creencias fueron vistas y tratadas, o bien, como ese acervo de conocimientos y saberes susceptibles de inventariar en tanto hechos de cultura y con ellos dar cuenta de la diversidad de la experiencia humana en sus manifestaciones culturales. O por otro lado, se vieron a éstas como un conjunto sistemático de significados y/o símbolos mediante los cuales un pueblo ordena el mundo que lo rodea. En ambas tendencias se compartía la idea de que las creencias son un mecanismo que permite dar continuidad a la vida, ya que son la manifestación humana por excelencia desde donde se reproducen, a través de las generaciones, los valores y normas de cada grupo cultural.
            Un parte aguas notable es el trabajo de Evans-Pritchard intitulado Brujería, magia y oráculos entre los azande (1997). Si bien dicha obra recupera ese sentir científico y descriptivo, aunado con la insistencia del paradigma funcional de establecer el papel funcional de las creencias en la vida social, en este libro Evans-Pritchard lanza algunas reflexiones de tipo epistémicas, contribuyendo desde la antropología al debate sobre el tema de la racionalidad y logicidad de las creencias. Cabe hacer mención que fue más desde la filosofía que dicho texto fue acogido como un insumo para discutir temas relacionados con la racionalidad y la justificación y que en pocos antropólogos se despertó el interés por el tema y proseguir el debate.
            En esta obra se insinúa que para comprender los procesos epistémicos que lleva a un azande a creer, habría que buscar otras maneras de pensar justificaciones, criterios de verdad y certeza que no son aquellos propios de la lógica y la racionalidad instrumental o técnica. La centralidad de las reflexiones de Evans-Pritchard ha trascendido el ámbito de la antropología y ha sido objeto de revisión y comentarios críticos en el campo de la filosofía en autores como Peter Winch (1994), Alasdair MacIntyre (1976) Martin Hollis (1976) y Charles Taylor (1982). Hecho que muestra (tema a desarrollar en una antropología de la creencia y el saber) que un estudio empírico de profundidad y descriptivo sobre las maneras de creer y fundamentar las creencias en un grupo particular puede ser una fuente de inspiración para una discusión más amplia, que involucre a la antropología y a la filosofía, sobre cómo conocemos y cómo justificamos, en tanto humanos, nuestros creer.
            Ahora bien, a pesar del dominio de los estudios contextuales y descriptivos en el estudio antropológico de las creencias, encontramos autores que, en un esfuerzo independiente, se han preocupado por analizar el hecho creencia o pensamiento en sí mismo. Ya hicimos mención de la obra de Evans-Pritchard y de Robin Horton, a los que se suma sin lugar a dudas I. C. Jarvie (1970); dignos intentos por abrir otra vez en la antropología debates sobre la racionalidad de las creencias. Debates que implicarían mostrar otros tipos de racionalidad existentes, otras vías en cómo la gente puede entender la relación y el vínculo que los pensamientos tienen con el mundo fáctico; identificar cómo las visiones o paradigmas compartidos por una colectividad se convierten en criterios que validan algunas ideas que sobre el mundo se hace la gente, y cómo además se pueden construir imágenes del mundo con pretensiones de universalidad.
            Mencionamos ya que Robin Horton y I. C. Jarvie han sido de esos antropólogos pioneros que han asumido la tarea de continuar con una preocupación por analizar las formas del pensamiento de las sociedades tradicionales, retomando para ello discusiones y posturas de autores clásicos de la epistemología como Karl Popper. Para Horton, la mayor parte de los antropólogos y sociólogos que han reflexionado sobre el campo de las creencias, en un sentido más amplio y no sólo referido a las creencias religiosas, lo han hecho siempre tratando de establecer las diferencias que asumen éstas en el mundo tradicional y en el moderno. Resalta este autor que en dichas reflexiones los antropólogos oscilan siempre entre abrazar una exégesis que piensa esta distinción como si se tratara de un contraste/inversión, o bien como de continuidad/evolución. A pesar que Horton no pretende cancelar dicho debate, incluso él mismo se asume como defensor de la segunda alternativa y en sus textos (1980, 1982 y 1988) se preocupa por caracterizar el ámbito de las creencias tradicionales en contraste con las científicas; lo que sí cuestiona es esa tentación frecuente en la antropología de tratar el tema de las creencias, incluso cuando en sus reflexiones se abordan temáticas que aquí hemos caracterizado como de orden epistémicas, siempre han mostrado que el pensar tradicional es ante todo una imagen inversa del pensamiento científico. Un pensamiento tradicional que no puede ser analizado con los dispositivos conceptuales con lo que damos cuenta del nuestro, es decir la epistemología, por el simple hecho que éste no es ni lógico, ni racional, ni empírico, ni instrumental. O bien, desde una vía romántica, éste no es científico, porque es más natural, armonioso con la naturaleza además de estar determinado por intereses colectivos y tradicionales.
            Robin Horton es un autor a quien las discusiones en epistemología y en filosofía de la ciencia le han servido no sólo para enmarcar su propio entendimiento de las propiedades, cualidades y diferencias entre el pensar tradicional y el científico. Su bagaje en epistemología le ha permitido evidenciar, los patrones meta-teóricos, o compromisos con ciertas teorías del conocimiento no implícitas, que los antropólogos abrazan a la hora de tratar de entender qué es creer, saber o conocer. Horton asumiría que esta idea estrecha, muy vinculada a teorías referenciales del conocimiento e inductivas no permiten fundamentar una antropología de las creencias, que de cuenta de manera cabal acerca de los procesos cognitivos, y por lo tanto, ver sus constantes y continuidades entre el pensar moderno occidental y el tradicional.
            Estilos como los de como Horton representan una de las maneras de proceder que son más cercanos a los objetivos del trabajo que me propongo exponer. Sin embargo, donde me aparto es en proseguir con la discusión sobre la distinción entre el pensar tradicional y el científico.
            A pesar de mi intención de abrir el debate a fuentes epistemológicas como un criterio heurístico para nutrir mi propuesta, no dejamos de reconocer los aportes de otras vertientes de pensamiento generadas en la propia antropología útil para analizar los procesos cognitivos y de fundamentación de creencias. Entre éstas podríamos mencionar aquellos abiertos desde los teóricos de la razón simbólica, que va desde Lévi-Strauss hasta Dan Sperber. El primero con sus disertaciones sobre el pensar como una ciencia de lo concreto, anclada a procesos como el bricolaje, la analogía, la transformación. Y el segundo, desde su tradición cognitivista, introduce temas sobre el carácter realista o nominalista de los símbolos, mostrando cómo estos son parte de nuestro andamiaje cognoscitivo y por lo tanto ordenadoras de nuestra experiencia sensorial. De esta razón simbólica, Habermas señala que uno de sus aciertos es que evita un estrechamiento empirista y/o semanticista al ampliar la relación binaria entre oración y hecho, representación de objeto representado, convirtiendo a éstas en una relación ternaria, cito:

El signo -que se refiere a un objeto y que expresa un estado de cosas- necesita de la interpretación a través de un hablante y un oyente. Más tarde, la teoría de los actos de habla iniciada por Austin mostró que en la forma normal el acto de habla (‘Mp’) la referencia objetiva, es decir, la referencia al mundo contenida en el elemento proposicional, no puede separarse de la referencia intersubjetiva contenida en el elemento ilocutivo. (Habermas, 2002, p.11).

Destacan también las tesis de un autor que, preocupado por comprender los sistemas de ideas y sus cambios, por la relación y vínculo que éstas mantienen con otros ámbitos de la vida no sólo social, sino biológica y con el mundo natural, estableció diálogos interdisciplinarios entre la antropología, la psicología, la etología, la epistemología y la teoría de la comunicación, entre otras: nos referimos a las tesis e ideas de Gregory Bateson.

Presupuestos para la apertura al entendimiento de las dimensiones de la razón mediante un diálogo con la filosofía.
Podríamos afirmar que los recelos de los antropólogos para usar las conceptualizaciones, categorías y conceptos introducidos por la epistemología, no sólo se explican por ese purito particularista o por ese excomulgar las tentaciones etnocéntricas, abocándose a la búsqueda de la versión más emic de los hechos. También es una realidad innegable que la propia filosofía veía en lo plural, una puerta a la relatividad que amenazaba los esfuerzos de hallar una vía universal y normativa de lo que debe ser la razón. Es claro que la tendencia dominante en las tradiciones filosóficas fue ese tratamiento unidimensional que se hizo del concepto de razón y racionalidad, que resaltaba su instrumentalidad, su logicidad, su inferencialidad y su utilidad sólo como vehículo de la exposición o de la acción (en tanto los permite como fundamento metodológico) y no de la comunicación, del disenso, de la controversia, del acuerdo y de la reproducción de la tradición. Por eso señala Habermas en Conocimiento e interés, que la teoría del conocimiento ha sido desplazada por la metodología de las ciencias:

De hecho, la teoría de la ciencia, que hacia la mitad del siglo XIX asume la herencia de la teoría del conocimiento, es una metodología ejercitada desde la autocomprensión cientifisista de las ciencias. El "cientifismo" significa la fe de la ciencia en sí misma, o dicho de otra manera, el convencimiento de que ya no se puede entender la ciencia como una forma de conocimiento posible, si no queremos identificar el conocimiento con la ciencia (Habermas, 1982, pp.12-13, cursivas mías).

Ante las pretensiones de universalidad del concepto filosófico de racionalidad y frente a la renuncia de este término por parte de los antropólogos, constatar que ésta puede adquirir formas diversas, y dependientes de campos de desenvolvimiento fue más bien un línea de preocupación realizada en la sociología histórica de Max Weber (2003). Francisco Gil Villegas (2000) no brinda una lectura pluralista del concepto de racionalidad en Weber y sostiene que su concepto de racionalidad no sólo se refería a la forma de actividad económico capitalista, al derecho privado burgués y a la autoridad burocrática, como muchos lo han sostenido. Es decir que el concepto de razón no se reduce a su dimensión instrumental (Zweckrationalität) que sólo orienta la acción a través del cálculo medios-fines. Para Gil Villegas, Weber se percata que incluso en la modernidad encontramos un tipo de racionalidad valorativa (Wertrationaliät), a través de la cual nuestros actos y decisiones son dependientes de valores y tradiciones asumidas por una comunidad. Además su noción pluralista de racionalidad se plasma cuando el sociólogo alemán, asume que en cada ámbito de la vida, como en cada centro cultural, se materializan formas de la razón que le son propias y cuyos criterios de legitimidad son dependientes a cada comunidad epistémica. Para dejar clara esta idea cito a Weber en su Introducción general a los “Ensayos de sociología de la religión” de 1920:

Hay, por ejemplo, “racionalizaciones” de la contemplación mística (es decir, de una actividad que, desde otras esferas vitales, constituye algo específicamente “irracional”), como las hay de la economía, de la técnica, del trabajo científico, de la educación, de la guerra, de la justicia y de la administración. Además, cada una de estas esferas puede ser racionalizada desde distintos puntos de vista, y lo que desde uno se considera “racional” parece “irracional” desde otro. Procesos de racionalización, pues, se han realizado en todos los grandes círculos culturales (Kulturkreisen) y en todas las esferas de la vida (Weber, 2003, p 65).

No es casualidad que la búsqueda de trazar puentes dialogantes entre la filosofía y la antropología provenga de aquellos autores que han contribuido a debilitar y minar la vía unidimensional y normativista de la racionalidad. Una tradición que inicia desde las notas que realiza el segundo Wittgenstein a La Rama Dorada de James Frazer. Igualmente se observa en las constantes referencias y problematizaciones que se han hecho del trabajo de Evans-Pritchard por autores como Peter Winch, Alasdair MacIntyre y Charles Taylor. También los propios representantes del giro historicista en filosofía de la ciencia como Thomas Kuhn y Paul Feyerabend han hecho suyas ideas lanzadas por los antropólogos para fortalecer su noción de marcos y comunidades epistémicas.
            Otros seguidores de este giro como Barry Barnes y David Bloor o Andrew Pickering, no dudarían en esgrimir ejemplos antropológicos para sostener que en lugar de un observador imparcial que confirma sus creencias a partir de un control experimental con el mundo, lo que tenemos son comunidades epistémicas que mantienen compromisos con esquemas conceptuales compartidos. Que en lugar de un criterio verificacionista y empirista que valida las creencias, la racionalidad, la lógica y los procesos de verificación son dependientes y relativos a marcos epistémicos o tradiciones históricas y culturales. Incluso el paradigmático ejemplo esgrimido por W.V. Quine para sustentar la afirmación de que entre marcos conceptuales la traducción total siempre permanece indeterminada, es formulada mediante un supuesto diálogo entre un antropólogo y un nativo refiriéndose a lo que podría ser un conejo. A pesar de no citar si el caso se lo comentó un antropólogo personalmente, en la obra de Quine, Palabra y Objeto (2001) donde aparece bosquejada por primera vez la idea de la indeterminación de la traducción, entre las figuras agradecidas por comentar el manuscrito aparece el antropólogo Raymond Firth.
            Pero el recelo por incorporar a la filosofía como recurso heurístico estaba del todo justificado en una ciencia empírica como lo es la antropología. La excesiva pretensión normativista de la filosofía, en todas sus ramas, hizo que se vieran los desarrollos teóricos en esta disciplina no como un recurso heurístico, es decir, en tanto posibles fuentes de entendimiento de procesos cognitivos, morales, estéticos. Más bien se resaltaba el carácter adecuado de las teorías filosóficas para erigirse como los fundamentos o garantías de validez de procesos cognitivos, éticos, estéticos o lógicos. La filosofía se autocomprendía como juez que dictaminaba la verdad y corrección de nuestros procesos, afirmando así, su carácter de saber pretendidamente universal, el cual bien podía entrar en conflictos con una ciencia de lo diverso.
            A pesar de lo anterior, en la búsqueda por definir en la epistemología qué son los procesos cognitivos, cuáles son las lógicas que fundamentan una creencia, qué tipos de argumentaciones y maneras de racionalidad son involucradas, la epistemología filosófica acumuló en sus varios siglos de existencia, bastantes teorías, reflexiones caracterizaciones y definiciones, susceptibles de ser empleadas para modelar procesos empíricos de construcción de creencias y conocimientos.
            Por otro lado, dentro de la propia filosofía se ha suscitado un giro que, por un lado, ha abierto el diálogo de la filosofía con otras disciplinas con ánimo de ampliar su campo de entendimiento; pero por el otro, se han limitado, o puesto en duda, las pretensiones normativistas de la filosofía. Nos referimos al giro conocido como naturalización de la epistemología el cual es introducido por el filósofo W.V. Quine .
            Las vías naturalizadas en epistemología afirman que para entender los procesos de formación de creencias y la justificación que sobre ellas hacemos, se debe ponderar el estudio de las maneras en cómo estos procesos se llevan a cabo en comunidades epistémicas concretas, las cuales pueden ser desde los diversos tipos de científicos hasta grupos sociales delimitados por fronteras culturales o históricas. Algunos proponentes de las vías naturalizadas ponen en duda la existencia de métodos, criterios o fundamentos trans-históricos, trans-culturales, sobre el cual descansa la tarea evaluadora y normativa que caracterizó a la filosofía y a la epistemología antes de Quine. Cito a este filósofo:

Si lo que perseguimos es, sencillamente, entender el nexo entre la observación y la ciencia, será aconsejable que hagamos uso de cualquier información disponible, incluyendo la proporcionada por estas mismas ciencias cuyo nexo con la observación estamos tratando de entender (Quine, 2002, p.101).

Y más adelante afirma el mismo autor:

Mejor es descubrir cómo se desarrolla y se aprende de hecho la ciencia que fabricar una estructura ficticia que produzca un efecto similar (Quine, 2002, p. 104)

De tal manera, al no aceptar la posibilidad de construir métodos normativos a priori, los proponentes de una orientación naturalizada sugieren que la única agenda viable para una meta-ciencia, es elucidar cómo es que se realiza esta actividad apelando a criterios empíricos. Y estos criterios sólo los proporcionan los estudios concretos desarrollados desde una amplia gama de disciplinas como la psicología, la historia, la sociología, los modelos cognitivos (computacionales) y evolutivos (biológicos). Sin embargo no se renunció a ver en las teorías filosóficas, una vez abandonada su pretensión normativista, una fuente con potencialidades heurísticas para ser usada empíricamente.
            Se asume que la epistemología puede ser una ciencia empírica cuyo objetivo tiene que ser la reconstrucción de las maneras en que los seres humanos responden a estimulaciones sensoriales a partir de una teoría del mundo, o como lo buscaba Quine, se trata de analizar cómo surgen las teorías a partir de ciertos estímulos. Como ciencia empírica esta forma de hacer epistemología, señala Fernando Broncano, se abre a la posibilidad de realizar acercamientos, proponer hipótesis, modelar procesos, los cuales pueden ser falibles y tentativos (Broncano, 1995).
            Una vía naturalista pretende entonces dar cuenta del conocimiento tal y como se practica y para ello trata también de ubicar a los sujetos que los realizan, los ámbitos de la vida dónde se explicita y se racionaliza.
            Creo ser un creyente de la naturalización en la epistemología, pienso que desde la antropología y desde el conocimiento que esta disciplina ha acumulado sobre otros grupos, es susceptible ampliar la discusión sobre qué tipos de procesos cognitivos y formas de justificación podemos encontrar. Analizar las maneras en que éstos se presentan en los grupos humanos podría servir para expandir nuestra comprensión de los temas epistémicos y regresarle a la filosofía, aún cuando ésta mantenga sus pretensiones normativas y universales, elementos para su propia reflexión.
            La propuesta de naturalización que en este trabajo sigo se apega más a la tradición de los giros historicistas (tanto en su versión anglosajona como francesa), lo que me lleva a apartarme de las intenciones fundamentistas de Quine. Recordemos que este autor recurre a la psicología, ya que él considera que esta ciencia estaría en mejores condiciones de discernir cómo se lleva a cabo la relación experiencia del mundo y elaboración de ideas, y una vez aclarado este proceso se podría saber cómo se fundamentan nuestras creencia en su relación fáctica.
            Desde el giro histórico-naturalizado, se asume la temporalidad de nuestros marcos conceptuales, la irrupción de nuevas ideas y formas de ver el mundo, la constitución de regímenes de saber y verdad como definitorios de una época. Pero sobre todo, de este giro ponderamos aquí es desplazamiento, respecto a la tradición epistemológica clásica, de sustituir al sujeto epistémico y mirar ahora a la labor desarrollada por comunidades epistémicas. Las comunidades se presentan como grupos de personas vinculados por compartir un sistema de valores cognitivos las cuales influyen en las decisiones de los individuos aunque no las determinen del todo (Hoyningen-Huene, en Solís, 1998). Dicha visión llevará a Barry Barnes a sustentar que, por ejemplo, las comunidades científicas configuran culturas y que los mecanismos de formación de nuevos investigadores se explican con las mismas herramientas con los cuales la sociología (o mejor dicho la antropología) ha descrito las maneras en que los niños y jóvenes de una tribu aprenden e interiorizan los valores, normas y creencias de la misma:

Quienes efectúan la investigación científica son los receptores de una cultura desarrollada por las generaciones anteriores.
Las propias normas científicas constituyen una forma determinada de cultura... (Barnes, 1986, p. 31 y 37).

De tal manera que ahora una meta-ciencia que reconozca su preocupación por los factores pragmáticos que son desarrollados por comunidades y no individuos, requiere rebasar consideraciones sobre el sujeto experimentador, crítico de teorías o verificador, hacia aspectos como son valores cognitivos compartidos, intereses comunitarios, o a la manera de Wittgenstein, estudiar cómo los significados de los conceptos se vinculan a las formas en que son empleadas por las comunidades concretas. Con ello se abrió la necesidad de recurrir a otro arsenal explicativo proveniente de las ciencias empíricas que estudian comunidades, formación y reproducción de creencias, procesos de aprendizaje, entre otras cosas, dejando de lado el sólo recurrir a disciplinas abstractas como la lógica y la epistemología.

Un modelo explicativo posible para la antropología de las creencias y el saber
Hemos enfatizado en diversas ocasiones, que existe una diferencia entre creer, saber y conocer, una distinción que no sólo opera en el lenguaje ordinario, sino que es fundamento de las discusiones en la epistemología contemporánea. Se trata de una distinción que se remonta a Platón en su diálogo conocido como el Teetetes y reformulada por Kant en su Crítica de la razón pura. Con ambos autores surge la versión estándar que distingue una creencia, del saber y del conocer; en razón a las maneras en que se establecen las justificaciones, evidencias o razones que soportan a cada una. Se afirma entonces, que saber y conocer se diferencian de las creencias por el hecho de ser creencias verdaderas y justificadas.
            Como lo afirma Jonathan Dancy (1985), esta dimensión de análisis pone el acento en formas de conocimiento que, al ser referidas a su justificación, pasan por su dimensión proposicional (es decir se aplica a esas formas de conocer que analiza las afirmaciones que sobre determinados hechos hacemos los seres humanos). De allí la tesis de Dancy cuando señala que el modelo de conocimiento que se concentra en la justificación del mismo:

Define el conocimiento proposicional, o conocimiento de que p. No define el conocimiento por familiaridad directa como en “José conoce a Pedro” ni el denominado “saber-cómo”, por ejemplo el saber montar en bicicleta, a no ser que pueda mostrarse que son reductibles al conocimiento proposicional (Dancy, 1985, p.39). 

Rebasaría los límites de este trabajo, ahondar en las discusiones y críticas que sobre ésta vía de entender el conocimiento surgieron a raíz de los argumentos escépticos o de los contraargumentos que formuló Edmund L. Gettier. Sin embargo, lo que sí es pertinente señalar, que será objeto de apropiación heurística en mi trabajo, es que distintas vías de concebir la justificación aparecieron en el debate.
            Como lo afirman Luis Villoro (2008) y Carlos Pereda (1995), la justificación está vinculada a una labor de argumentación. Este tipo de argumentación, a diferencia de otras como las descripciones y narraciones, se distingue porque un argumento justificatorio se compone de enunciados que respaldan a otro y ese que respalda es respaldado a su vez por otro. Las argumentaciones, comenta Pereda, pueden sustentar una premisa a partir de una cadena deductiva y así asumir formas lógicas, postura a la que el autor denomina teorías de la argumentación determinada. Pero también otras posturas admiten como argumentos legítimos aquellos sustentados por la inducción, la analogía, las homologías. Esta última, llamada por Pereda, teorías de la argumentación subdeterminadas, si bien reconocen las formas lógicas-deductivas que asumen los argumentos, incluso este puede ser el ideal a alcanzar por quien argumenta, no es la única forma que éstos asumen .
            Una noción de la justificación que se sustenta en la idea de que ésta se caracteriza por ser una cadena argumentativa de enunciados donde uno sustenta a otro y es sustentado hasta alcanzar la certeza, enfrenta un problema de construir una cadena de argumentos imparables, el problema del regreso al infinito. Una postura clásica de la justificación que se ha propuesto solucionar este problema es aquella que se conoce como la vía fundamentalista o fundacionista de la justificación.

El fundamentalismo clásico divide nuestras creencias en dos grupos: las que necesitan el apoyo de otras y las que pueden apoyar a otras sin necesitar ellas mismas ningún tipo de fundamentación. Estas últimas constituyen nuestros fundamentos epistemológicos; las primeras, la superestructura construida sobre esos fundamentos (Dancy, 1985, p. 71).

Para una postura fundamentalista, añade Dancy, esas creencias básicas, que no requieren justificación, son creencias producto de nuestra experiencia inmediata, relativas a nuestros estados sensoriales. Ellas, señala el autor, descansan en sus propios pies y no necesitan el apoyo de otras. Se trata de una postura que, al sustentar que la base edificante de nuestro conocimiento siempre remite a la experiencia, debido a que la información que ésta proporciona es infalible, ha sido central en las visiones empiristas clásicas y contemporáneas como la del Círculo de Viena. Sin embargo, como lo afirman María Cristina Di Gregori (1995) y Michael Friedman (2000), se trata de una tesis compartida también, con los acérrimos detractores del positivismo lógico como son las fenomenologías y ciertos partidarios de las vías comprensivas.
            A una visión como la anterior se contrapone otra denominada coherentista. Siguiendo a Ernesto Sosa, podemos comentar, que esta postura sobre la justificación no niega que el conocimiento tenga vínculos directos con el mundo empírico; lo que ellos niegan es que los enunciados, cuyo origen está en las percepciones que hacemos de nuestras sensaciones, se conviertan en premisas que fundamentan las inferencias que sustentan nuestro conocimiento del mundo. Como lo indica Sosa (1992), para el coherentista, nuestro conocimiento no se justifica mediante una cadena lineal de inferencias deductivas, sino más bien la justificación opera sobre todo un cuerpo de creencias “conjuntamente con una coherencia suficientemente comprensiva, coherencia que es lógica, probabilística y explicativa” (Sosa, 1992, p. 167).
            La coherencia, sostiene Dancy (1985), es una propiedad de un conjunto de creencias y no de sus miembros individuales. Y el conjunto es coherente en la medida en que sus miembros sean mutuamente explicativos y consistentes. Por lo tanto, una creencia está justificada siempre y cuando sea coherente o se ajuste, al conjunto de creencias a la cual pertenece. De tal suerte, una creencia individual se evalúa determinando el papel que desempeña en el conjunto de creencias. Si una creencia nueva remplaza a otra, por ajustarse más al sistema o por aumentar la coherencia de éste, se podría decir que la antigua no estaba del todo justificada. Se podría argüir, que una visión coherentista abre la puerta a cierto relativismo al aceptar que un sistema coherente de creencias puede diferir de comunidad a comunidad epistémica, incluso lo que se ve como coherente en una puede diferir en otras. Sin embargo esto no rompe la idea de la justificación como lo muestra uno de los fundadores de la visión coherentista, nos referimos al segundo Wittgenstein:

“Si sé algo también sé que lo sé, etc.” Es equivalente a: “Lo sé” quiere decir “Soy infalible al respecto”. Pero que lo sea ha de poder ser establecido de un modo objetivo (Wittgenstein, 1988,  20 y 16).
Muchas veces “Lo sé” quiere decir: tengo buenas razones para mi afirmación. De modo que, si el otro conoce el juego de lenguaje, debería admitir que lo sé. Si conoce el juego de lenguaje, se ha de poder imaginar cómo puede saberse una cosa semejante (p. 20, 18).

Otras formas de concebir la justificación, en las cuales ya no me detendré, son aquellas que consideran que las fuentes de justificación sólo pueden ser propiedades y procesos de tipo epistémico como son la observación, la razón, la deducción, la inducción, la memoria. Mientras que otros afirman que dichas fuentes pueden encontrase en factores extra epistémicos como son: compromisos con la tradición, ejercicios de poder, recompensas sociales, lineamientos institucionales, epistemes, entre otras. A esta oposición se le conoce como las vías internalistas y externalistas de la justificación.
            Lo que me importa resaltar es que, a pesar de las diferencias entre internalistas y externalistas, fundamentalistas y coherentistas, la distinción entre creer, saber y conocer, como dadas según las formas de la justificación, es una idea que tiene gran consenso entre los epistemólogos. Luis Villoro ha sido de los filósofos quien más se ha preocupado por hacer las aclaraciones conceptuales pertinentes.
            Para este filósofo, las creencias no son actos, no son ocurrencias en la conciencia, sino que son estados de disposición que pueden ser conscientes o no. Una creencia es una representación, son las características que un sujeto esgrime para explicar ciertas ocurrencias que hace de un hecho u estado de cosas y además él tiene la disposición a actuar, es decir tener ciertos comportamientos comprobables por cualquiera, como si tales cosas fueran verdaderas.

[...] creer que p significa simplemente considerar que p es un hecho, contar con p en el mundo. Por lo tanto, creer algo implica tener una serie de expectativas que regulan mis relaciones con el mundo en torno [...] Cualquier creencia, aún la más abstracta, implica expectativas, formulables a modo de hipótesis, que regulan nuestras acciones ante el mundo (Villoro, 2008, p.32).

La creencia que tiene un sujeto sobre algún hecho, señala Villoro (2008), es algo que cualquier sujeto puede compartir porque tal hecho del mundo es común a otros y no sólo a un sujeto individual. De allí que las afirmaciones que un sujeto hace sobre el mundo pueden ser aseguradas por otros o negadas, y en eso reside la postulación de la verdad de una creencia.
            Por otro lado, para Luis Villoro, el saber y el conocimiento son subconjuntos o son un tipo especial del creer. Se dice que a una creencia se le reconoce como un saber, por el hecho de que somos capaces de justificar, dar razones y argumentar de manera objetiva la verdad de esa creencia. Por eso se define el saber como una creencia verdadera y justificada.
            Ahora bien Villoro anexa tres condiciones a la definición que nos parece digno de resaltar. Él señala, que una razón es objetivamente suficiente para sustentar una creencia sí ésta es concluyente, completa o coherente independientemente del juicio de quien la sustente. Es decir que las razones sean aceptadas por cualquier sujeto miembro de una comunidad epistémica pertinente. Estas comunidades están socialmente condicionadas, es decir, las integran sujetos históricos, por lo cual concluye el autor, la objetividad remite a la intersubjetividad y ésta al consenso. Por eso la definición de saber propuesta por Villoro dice así:

S sabe que p si y sólo si:
1] S cree que p, y
2] S tiene razones objetivamente suficientes para creer que p. (Villoro, 2008, p. 175).

Nótese que Villoro excluye el requisito de que la creencia tiene que ser verdadera y lo sustituye por la tesis que la justificación debe ser objetivamente suficiente. Esto implica reconocer que p es un hecho existente independientemente de la voluntad del sujeto, que el hecho definido por p puede ser compartido y afirmado por otros y que las razones que éste esgrime para sustentar su saber son aceptadas y compartidas por una comunidad.
            Por último, y sobre lo cual no me extenderé, nuestro autor distingue el conocer del saber, a pesar de que en lengua inglesa no existe un término que los diferencie. Conocer refiere a un acto o aprehensión de un objeto u hecho realizado por un sujeto. Se afirma que conocemos cuando tenemos una serie de experiencias variadas y somos capaces de integrarlas en una unidad o en un acervo. Conocer por tanto incluye tanto las aprehensiones, las experiencias acumuladas y las creencias que nos hacemos sobre éstas. Pero lo que importa es que conocer refiere a ese cuadro que sobre una cosa nos hacemos, un cuadro general sobre cómo es y no sólo de cómo nos aparece. Así afirma el autor, que para conocer x se requiere tener o haber tenido experiencias directas de x (por tanto de que x existe). Se requiere integrar en la unidad de un objeto x diferentes experiencias de x y finalmente poder tener ciertas respuestas intelectuales adecuadas frente a x (Villoro, 2008, p. 207). El conocimiento en tanto acervo se acumula y se institucionaliza en saberes colectivos, en la ciencia, en las tradiciones, en los imaginarios, en las formas simbólicas, entre otros procesos.
            Ahora bien, regresando al tema de las justificaciones, pues es en ese campo donde más intentos se han realizado por caracterizar el cómo argumentamos, qué formas de racionalidad se involucran en nuestra justificación y qué tipos de procesos epistémicos están involucrados, lo que intento resaltar es, que para los motivos de esta reflexión, se usarán los planteamientos realizados en este debate sólo como un marco conceptual y heurístico que me permita identificar formas de argumentación y creencias entre poblaciones que por su origen civilizatorio y por su matriz cultural han construido otras representaciones del mundo.
Dejo de lado la preocupación normativista que enmarcó las pugnas entre coherentistas, fundamentalistas, internalistas o externalista, creo que me apego más a una vía pluralista del tipo que han asumido León Olive, Nicholas Rescher o Jürgen Habermas, quienes sostienen que los procesos cognitivos y de justificación pueden asumir una u otra vía, que nuestra labor como estudiosos empíricos es analizar en qué momento se usan unas y en cuál otras.
            El pluralismo epistémico es una propuesta programática que no cancela nociones como verdad, método y racionalidad, como parte de los procesos cognitivos. Tampoco niega la existencia de criterios que permitan la justificación racional de dicha verdad, tal y como lo señala Olivé:

Pero la aceptación del pluralismo epistemológico nos llevaría a la idea de que aunque la verdad siga entendiéndose parcialmente en términos de aceptabilidad racional, lo que debe abandonarse es la idea de que esa aceptabilidad racional esté ligada con un consenso racional universal (Olivé, 1997, pp. 43-44).

Para los pluralistas, la verdad depende de las razones que tengamos para justificarla. Sin embargo, niega que los criterios racionales de justificación nos conduzcan a la idea de que existe una capacidad racional de carácter universal. Las razones para aceptar cualquier proposición son las razones que tiene un sujeto cognoscente. Se asume que nuestros conceptos, ideas del mundo, categorías, valores y normas de evaluación son dependientes de las capacidades y de nuestros recursos en tanto sujetos con capacidad de conocer. La verdad se liga con la justificación de la misma, con las razones que tenemos para creer en algo, pero es una justificación que se da en un aquí y en un ahora y no con base en un criterio normativo idealizado. De tal manera esta visión, al menos en Rescher, se compromete con uno de los postulados centrales del relativismo: la idea de que no existe noción, idea o concepto alguno fuera de los marcos conceptuales, por lo que la misma noción de racionalidad se explica dentro de éstos:

Un relativismo específicamente cognoscitivo es de hecho ineludible: resulta racionalmente adecuado para personas, épocas y culturas diferentes que tengan no sólo diferentes cuerpos de creencias aceptadas, sino también diferentes patrones y criterios de aceptabilidad, o sea, diferentes bases para la conducción racional de sus asuntos (así, si la ciencia de la estadística no ha sido introducida, los datos y métodos estadísticos no pueden ser usados). Cualquiera que sea la forma en que la racionalidad conecta a los seres racionales que son semejantes, al menos se tiene que aceptar este tipo de relatividad (Rescher, 1993, p. 154).

Para Olivé, una noción de racionalidad pertinente es aquella que la entiende como un producto local y relativa a cada esquema conceptual. Pero se reconoce que los procesos cognitivos persiguen ciertos fines y son el cumplimiento de éstos, lo que nos permite observar los cánones que una comunidad usa para evaluar sus formas de conocimiento.
            Una idea similar la encontramos en las tesis expuestas por Jürgen Habermas en sus textos Ciencia y técnica como “ideología” y en Conocimiento e interés. Mientras que para este filósofo alemán su modelo pluralista le permite discutir el tema de la racionalidad no restringiéndola al ámbito cognitivo, aspecto que yo si planteo. Es decir dejaré de lado las insinuaciones pluralistas que sustenta Habermas para dar cuenta de aspectos de la racionalidad práctica-moral, o aquellas que sustenta con el objetivo de involucrarse en el debate por las ciencias sociales, tal y como las expone en el texto Conocimiento e interés, y que yo retomo por considerarlas útiles para comprender formas diversas en que se presenta el conocer.
            Para Habermas, las formas de conocimiento, que se concretizan en ciencias de tipo empírico-analítica, histórico-hermenéutica o críticas-emancipadoras, no son excluyentes. Más bien cada una de ellas se despliega según intereses que el sujeto cognoscente persigue. Dice este autor:

En el ejercicio de las ciencias empírico-analíticas interviene un interés técnico del conocimiento; en el ejercicio de las ciencias histórico hermenéuticas interviene un interés práctico del conocimiento, y en el ejercicio de las ciencias orientadas hacia la crítica interviene aquel interés emancipatorio del conocimiento […] (Habermas, 1999, p. 168)

Parafraseando a este filósofo podríamos decir que, al perseguir intereses técnicos, el conocimiento se desenvuelve en un sistema de referencia que establece un tipo de lógica a los procesos de evaluación y justificación de éstos, pero a su vez establece una lógica para la construcción de explicaciones y argumentaciones propias de esta forma de saber. Las explicaciones asumen la forma de estructuras de enunciados conectados de manera hipotético-deductivas, que permiten deducir hipótesis legaliformes cargadas de contenido empírico. Dichas hipótesis son entendibles como enunciados sobre las propiedades, mesurables y manipulables de las cosas, sobre las cuales podemos montar ciertos pronósticos.
            Por tal motivo, la justificación de cualquier hipótesis o explicación se hace apelando a procesos como la observación, la observación controlada, las mediciones o los éxitos alcanzados por nuestras intervenciones técnicas.

Tomados a la vez ambos elementos, la construcción lógica de los sistemas de enunciados permitidos y el tipo de condiciones de contrastación sugieren la siguiente interpretación: que las teorías científicas de tipo empírico abren la realidad bajo la guía del interés por la posible seguridad informativa y ampliación de la acción de éxito controlado. Este es el interés cognitivo por la disponibilidad técnica de procesos objetivados (Habermas, 1999, p. 170, subrayado mío).

Los saberes histórico-hermenéutico se despliegan en un marco de referencia distinto, en éste por ejemplo la distinción experiencia y formalización argumentativa no están del todo diferenciados; por el hecho, señala Habermas, que las explicaciones no están construidas deductivamente ni las experiencias están organizadas según operaciones técnicas. En esta forma de conocer, es la comprensión del sentido la que nos permite acceder al mundo. Una actividad comprensiva que es mediada por el lenguaje y por lo tanto ya viene cargado de un horizonte histórico y cultural. El que comprende lo hace por el hecho de que capta el contenido objetivo transmitido por la tradición y al mismo tiempo aplica la tradición a sí mismo y a la situación. Habermas concluye que en una investigación de tipo hermenéutica, la realidad se nos abre bajo el imperativo de conservar y ampliar la intersubjetividad como precondición que orienta la acción. De allí que es la comprensión del sentido de las acciones lo que motiva la búsqueda de consensos en la autocomprensión, de allí que el interés que estructura esta forma de conocer sea un interés práctico y no técnico, (Habermas, 1999).
            Finalmente un tipo de saber que está guiado por motivos de intervención en el orden práctico con intención de subvertir el estado de cosas, son aquellos saberes que Habermas identifica con las ciencias críticas. Éstas tienen una semejanza con las ciencias empírico-instrumentales ya que requieren de cierta objetivación de las explicaciones, es decir convertirlas en teorías nomológicas, para justo poder debatirlas y anteponerles otro posible modelo de cosas. En esta forma de saber se autoreflexiona sobre el mundo mostrando una serie de nexos causales, que son independientes de la interpretación del sujeto, con la intención de poder argumentar la inviabilidad de tales leyes y abrir un horizonte para formular otras nuevas implicando con ello modificar el estado de cosas (Habermas, 1999, p.72).

Campos de aplicación
Para terminar este artículo, quisiera bosquejar a grandes rasgos algunas aplicaciones posibles de esta propuesta. Para ello quisiera primero exponer brevemente cómo se ha visto el tema en la literatura etnográfica sobre los rarámuri y con ello proporcionar un ejemplo de cómo se recapitula esa tendencia de hacer del estudio del conocimiento y la creencia, un asunto de contenidos y de relevancia funcional.
            Descartando las narraciones que sobre los rarámuri realizaron los misioneros que arribaron a la región en el siglo XVII o los textos de los viajeros de principios del siglo XX como Lumholtz y Antonin Artaud, podríamos decir que la etnografía sistemática y de carácter antropológico inicia en los años 30s del siglo XX con la publicación de la monografía realizada en conjunto por Wendell C. Bennett y Robert M. Zingg (1986). Se trata de un trabajo de claro corte culturalista que, bajo la tónica de describir un grupo a través de mostrar los rasgos culturales que los definen, en más de 300 páginas exponen los diversos apartados de los componentes de la cultura rarámuri desde los ámbitos materiales hasta los ideacionales. En esta monografía, uno de los capítulos está dedicado a describir lo que estos autores denominan conocimiento tarahumara; el cual es reducido, o sólo al saber que los rarámuri tienen de plantas curativas, o al conocimiento astronómico, matemático o geográfico. Ellos concluyen que el rarámuri conoce estos temas porque su lengua dispone de términos para plantas, astros, números, montañas, puntos cardinales, etc. Comienza con ello una tradición en la etnografía de la Sierra Tarahumara que asume que, al existir términos en la lengua nativa para cosas y objetos del mundo, se infiere por tanto, la presencia de una conceptualización de éstos. Así la mejor forma de dar cuenta del conocimiento indígena es poner los interminables listados de términos para las cosas en lengua nativa.
            Esta tendencia de sólo describir e inventariar los conocimientos indígenas no evitó el que los antropólogos que trabajaron la región se enfrascaran en un debate sobre el tipo y cualidad del conocimiento rarámuri. Dicha polémica giró en torno a definir si el pensar rarámuri puede ser visto como un saber teorético, que responde a preocupaciones analíticas y explicativas, o por el contrario, éste sólo es una respuesta inmediata a la experiencia ordinaria y práctica. Autores como Robert Zinng (1996) y Carlos Basauri (1990) afirmaron que el rarámuri es un sujeto desprovisto de explicaciones teóricas sobre su mundo, gentes que no construyen abstracciones y que muestran poco interés por la reflexión y la explicación. Visión contrapuesta con las ideas de Pedro de Velasco (1987) y William Merril (1992), quienes han afirmado que el rarámuri o bien es un sujeto obsesionado con la filosofía, como los caracterizó el poeta francés Antonin Artaud, o, en opinión de Merrill, son una población que han logrado desarrollar ideas complejas y bien elaboradas sobre temas de cosmología, del mundo natural, de fisiología humana.
            Entre los etnógrafos de la Sierra Tarahumara ha sido William M. Merril quien expresamente decidió investigar el tema del conocimiento rarámuri. Su libro Almas rarámuris, es de los pocos trabajos que trasciende la mera catalogación de saberes mostrándonos una dimensión del conocimiento rarámuri donde lo importante es su discursividad, la articulación del mismo en explicaciones y la existencia de espacios en la vida social y cultural donde los saberes se expresan y reproducen.
            Nos cuenta Merrill, que su interés inicial de investigación versaba en analizar cómo desde el ámbito de la cosmovisión, el rarámuri enfrentaba problemas lógicos como la contradicción y la paradoja. Tema que abandonó cuando en su investigación de campo le apareció la noción de alma (aliwé), como una categoría explicativa que los rarámuri esgrimían para dar cuenta de diversas aflicciones y padecimientos como son: las borracheras, la enfermedad, la tristeza, la alegría, los sueños, entre otras cosas más. Así, el concepto de alma se le presentó a Merrill como una categoría central de la cosmovisión rarámuri, la cual tiene detrás toda una exégesis, toda una conceptualización, pero que además es parte constitutiva de las explicaciones que hace el rarámuri sobre diversos ámbitos de su vida.
            A partir del tema de las almas, el autor se propuso analizar no sólo la discursividad de lo que él llama conocimiento teórico rarámuri, sino que buscó destacar cómo éstas forman parte de elaborados sistemas de explicación. Pero algo digno de resaltar es que Merrill también se propuso mostrar cómo los rarámuri, de manera individual, pueden enfrentar, recrear, diferir y modificar aquello que serían las creencias comunes o colectivas del grupo. William Merrill (1992) sostiene que para comprender los procesos del conocer entre los rarámuri, además de buscar los patrones o versiones comunes de las creencias, habría que mostrar también esa amplia variación en las versiones individuales, versiones donde incluso existe disenso. Comenta Merrill, que para él las variaciones y el consenso deben ser vistos como una diada o como las dos caras de un proceso de elaboración teorética del conocimiento. Y en dicha dimensión, señala el autor, descansa la posibilidad de su reproducción ya que éste se convierte en objeto de recreación, reelaboración, transmisión y controversias en un ámbito privado, donde el sujeto vierte razones y argumentos para justificar su versión de las cosas.
            Finalmente, a pesar de las intenciones de Merrill, de abordar el tema desde una vía que aquí hemos definido epistémica, creo que el estudio que realizó abandonó el sentido epistémico y se concentró más en los aspectos sociales e institucionales por donde se trasmiten y reproducen el conocimiento rarámuri. Siguiendo a autores como Pierre Bourdieu y Anthony Giddens, Merrill ve al conocimiento como una construcción que se produce y reproduce en la vida práctica. Es decir, que el autor deja de lado su interés por analizar las maneras en que el rarámuri explica, construye argumentos para explicar y disentir, centrando su narración en mostrar cómo el saber rarámuri tiene su anclaje en la acción cotidiana de los sujetos y en las instituciones que reproducen la vida social. Por ello el trabajo termina siendo una descripción de aquellos espacios institucionalizados de la vida social que son las instancias donde se reproduce el conocimiento tales como, las pláticas familiares, las curaciones, los entierros y los sermones o consejos que dan los gobernadores rarámuri.
            Retomando esa idea de Max Weber, donde la racionalidad aparece vinculada a ámbitos o esferas de la vida, podríamos por ejemplo analizar las formas de argumentación y justificación que son pertinentes en ámbitos diversos de la vida social y cultural de un pueblo. Uno de ellos es sin duda el campo del derecho o la jurisprudencia. Habermas ha avanzado al encontrar en éste un locus donde el actuar comunicativo, entendido como la problematización del mundo de vida, la argumentación racional sobre las patologías del mismo y la búsqueda de un acuerdo, puede ser un espacio de contrastación empírica. Casi ningún antropólogo ha vuelto a poner como asunto central el campo de las creencias y el saber en su sentido amplio y no sólo referido al aspecto religioso y cosmogónico. Por ejemplo, en la búsqueda de materiales para preparar este documento sólo encontré una referencia cuya intención es fundamentar una antropología de las creencias. El libro al que me refiero fue escrito por Wolfgang Fikentscher intitulado Modes of thought (2004). En este texto el autor revisa las diversas posturas que sobre el creer y su justificación han esgrimido los antropólogos. Posteriormente él se lanza a caracterizar los modos que asumen las creencias en el campo religioso y jurídico, y desde la comparación, pretende después analizar lo común y diferente que pueden ser las creencias y la manera en que se justifican.
            Como proceso intersubjetivo, reconoce el filósofo alemán, orientado a la conducción de algún tipo de flujo de acción, existen formas de entendimiento que se pretenden normativas (qué se debe de hacer, cómo se debe de actuar) cuya pretensión de validez se resuelve discursivamente, pero que pasa por presupuestos pragmático-formales de qué es el mundo (Habermas, 2002, p. 9).
            Este modelo nos ha servido mucho para analizar los temas del conflicto entre comunidades, que es una constante en la región de la Mixteca Alta. Conflictos que no sólo se resuelven a través de la apelación a hechos fácticos como pueden ser mojoneras y documentos de validez legal, que son usados en argumentaciones ante instancias resolutorias. También los conflictos que se recrean a nivel de la historia oral, de los imaginarios, donde aparecen narraciones que vinculan hechos como la aparición de Santos o Vírgenes, donde se hacen referencia a cerros y lugares sagrados como criterio para determinar la pertenencia de ciertos territorios a una colectividad. En este sentido se nos develan no sólo la elección que ciertas comunidades hacen de los hechos pertinentes para la validación, sino que además se introducen variantes en las formas de racionalidad argumentativa. Variantes que pueden ser usadas pragmáticamente según intereses diversos. Así según Habermas, podemos encontrar como formas de argumentación aquellas que apelan a datos, pero que estos son ponderados diferencialmente si el interés es recrear el conflicto y sancionar los límites a nivel de la localidad y de la construcción identitaria, que cuando se apela a instancias del Estado para que éste resuelva linderos o conflictos.
            Otra de las esferas donde hemos comenzado a aplicar esta vía de acceso al tema del saber es en relación a los criterios de distinción y reconocimiento de brujos y curanderos en la mixteca. A partir de las argumentaciones que la gente nos ha dado sobre a qué hechos denominan brujería y a cuáles curanderismo, hemos podido acercarnos a formas del conocer cómo la población mixteca apela a hechos como: la adquisición del don, las formas de la intervención, la vinculación con la comunidad, es decir el interés económico de unos y de otros, los conocimientos que uno u otro tienen de las entidades causantes del daño. Todo ello nos ha permitido saber por ejemplo las ponderaciones argumentativas que se eligen para reconocer éstos procesos. A través de las controversias, tema muy importante para éste tema, observamos las formas plurales de argumentación pero también aparecen los datos elegidos como hechos justificatorios de la corrección o validez de una postura. Con ello se puede avanzar en los intentos de describir los acervos de conocimiento de estos pueblos.
           Finalmente, y como un ámbito de investigación que pone el acento en la controversia como vía de acceso a razones y a visiones del mundo, están los temas de los usos y costumbres como forma de gobierno en las localidades mixtecas. De algunos años para acá, se están viviendo desplazamientos en las jerarquías sancionadas por la comunidad que determinan quién o quiénes pueden ocupar algún cargo civil o religioso. Principalmente en el ámbito del gobierno municipal, los imperativos técnocráticos en los que están inmersos los gobiernos locales, ante las vorágines administrativas que implica la obtención de recursos, la gestión de los mismos y la fiscalización de los mismos, ha generado tendencias de rompimiento de las escalas. Ahora los gobiernos son asumidos por individuos con algún grado de escolaridad (incluso posgrados) que han obtenido alguna experiencia política-administrativa fuera del poblado. Ante el rompimiento de las jerarquías los disensos y acuerdos no se han hecho esperar, la controversia está a la orden del día en el seno de los pobladores. Y aquí apelaciones a la tradición como factor decisivo de una postura, la idea del desajuste en el acceso a los cargos, la imposibilidad de la modificación de la jerarquía como un hecho, se enfrentan a visiones que apelan a la utilidad práctica de las nuevas tendencias que está tomando el gobierno de usos y costumbres.

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Indiferencia de procesos que desde una mirada de la sospecha podríamos afirmar que responde a ese sesgo etnocéntrico del antropólogo para quien el saber como justificación no le es propio a las sociedades tradicionales.
Por motivos de estilo en ocasiones usaré pensamiento, creencia, representación o ideación, como sinónimos. Sin embargo, donde se necesiten las distinciones pertinentes entre estos términos con el objetivo de aclarar diferencias y procesos epistémicos diferenciados haré la aclaración pertinente.
Incluso me podría aventura a decir que, en gran medida, la forma en que es tratada la creencia y el conocimiento en la etnografía mexicana, en rarámuri y mixtecos, se relaciona al hecho de que una parte importante del trabajo antropológico en las regiones indígenas en la primera mitad del siglo XX fue realizada por antropólogos de origen norteamericano, muy influidos por el culturalismo.
Conferencia publicada en 1968 en el libro La relatividad ontológica y otros ensayos (2002).
Una idea muy sugerente de Carlos Pereda, que abona a nuestro sentir pluralista epistémico, que será caracterizado más adelante, es esa idea de que el ejercicio de la razón no tiene por qué excluir procesos como la incertidumbre. Estos se dan a la par que suceden otros como el cálculo, los criterios rígidos, lo indubitable. Junto a un tipo de racionalidad que él llama austera, la de los criterios fijos, generales y que persigue erigir fundamentos, encontramos otra, la que él denomina razón enfática, que nos invita a vivir con la incertidumbre y enfrentarnos a ella. Por eso parafraseando a Pereda podríamos afirmar, que entender a la razón desde una dimensión plural, es la mejor manera de defender que hay razón.
La versión en inglés consta de 412 páginas y la publicada por el Instituto Nacional Indigenista alcanza las 581.

 

 
 
 
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