Sincronía Primavera 2002


La cultura impresa centroamericana en la primera mitad del siglo XIX*

Iván Molina Jiménez**


Resumen

El propósito de este artículo es analizar los cambios que experimentó la cultura impresa de Centroamérica, y en particular sus procesos de secularización y diversificación, a finales de la época colonial y en las primeras décadas del período independiente. Con este fin, se caracteriza la cultura impresa existente a fines de la colonia y se explora la circulación de libros prohibidos; posteriormente, se analizan la transformación experimentada por el comercio y la producción de libros entre 1821 y 1850, y el desarrollo del culto al escritor.

 

Palabras clave: cultura impresa, secularización, libros y periódicos, Centroamérica, siglo XIX

Abstract

The main purpose of this article is to analyze changes in the printed culture of Central America and particularly its process of secularization and diversification, from the colonial period to the first decades of the republican era. The analysis starts with a characterization of the printed culture and the circulation of prohibited books at the end of the colonial period. Then, it is analyzed the transformation in the commercialization and production of books and the development of a cult of the writer between 1821 and 1850.

Keywords: printed culture, secularization, books and newspapers, Central America, nineteenth century.

 

Introducción 

El propósito de este artículo es considerar los cambios principales que experimentó, entre 1821 y 1850, la cultura impresa centroamericana, entendida tal cultura como la resultante de los procesos de producción, comercialización y consumo de libros, folletos, periódicos y otros materiales de esta índole. El trabajo parte de una caracterización de la cultura impresa existente a fines de la colonia, en la que predominaban los textos religiosos y en la que las obras prohibidas tenían una circulación muy limitada, y posteriormente examina la secularización de esa cultura, ocurrida tras la independencia de España (1821). En relación con esto último, se presta particular atención a los cambios acaecidos en el comercio y la producción de materiales impresos a partir de la década de 1820. Finalmente, el artículo considera, aunque de manera apenas preliminar, el problema del culto al escritor, asociado con las modificaciones en las actitudes hacia la lectura.

 El espacio geográfico a que se refiere este artículo es la Centroamérica histórica, es decir, la constituida por Guatemala, El Salvador, Honduras, Nicaragua y Costa Rica, ya que Panamá, en la época indicada, pertenecía a Colombia. Conviene aclarar también que, por la índole de los procesos analizados, algunos de los cuales se inician antes de 1821 y otros se prolongan después de 1850, tales fechas deben considerarse como límites flexibles, por lo que son rebasados con alguna frecuencia con el objetivo de clarificar aspectos estrechamente relacionados con el período indicado. Este procedimiento se justifica porque no siempre se logró localizar toda la información necesaria para el lapso 1821-1850.

Por último, y en cuanto a las fuentes, este artículo combina información muy diversa, procedente de bibliotecas particulares descritas en inventarios sucesorios (o mortuales), de avisos periodísticos en los que los comerciantes anunciaban los títulos que tenían a la venta, y de los principales catálogos disponibles acerca de los libros, folletos, periódicos y revistas que fueron publicados en los cinco países centroamericanos entre 1821 y 1850. También se consultó el interesante inventario de las obras confiscadas por la Inquisición realizado en la Guatemala de 1820, y se revisaron otros materiales, como memorias y autobiografías, que permitieron recuperar algunos testimonios muy valiosos.

 

1. El predominio de los textos religiosos

 

El 2 de octubre de 1825, falleció en Quezaltenango Miguel Faustino Molina Sáenz, un comerciante nacido en Santiago de Guatemala en 1745, quien emigró de la capital en 1773, después del terremoto de ese año. El difunto, dueño de una apreciable fortuna de 26.814 pesos, destacó en la política local quezalteca: en 1806 y con el grado de capitán, participó en la fundación del ayuntamiento de esa circunscripción; posteriormente, fue electo Regidor y Alguacil Mayor. El inventario sucesorio del finado, con un evidente énfasis en los textiles, permite conocer a la vez el tamaño de su biblioteca (29 títulos en 60 volúmenes con un valor de 56,7 pesos),[1] la cual ofrece una ventana para explorar la cultura impresa de Centroamérica en el período colonial tardío.

La colección de Molina Sáenz, pequeña sin duda, se componía –con muy pocas excepciones– de obras piadosas: El año cristiano, Arte de encomendarse a Dios, Guía de pecadores, Invitación de la Virgen, Trabajos de Jesús y otras por el estilo. El gusto literario del difunto quizá sea difícil de compartir actualmente; pero el texto típico durante la colonia era usualmente de origen español y de carácter devoto. Los más populares eran los breviarios, las novenas y los catecismos, en particular el de Jerónimo Ripalda, aunque otros títulos frecuentes eran Gritos del purgatorio i medios para acallarlos y Despertador cristiano eucarístico.

El peso de las obras religiosas es confirmado por un estudio que analiza la composición de 20 bibliotecas guatemaltecas del período 1770-1779, que incluían 2.306 textos. Los propietarios de estas colecciones tenían ocupaciones diversas (varios eran tenderos en pequeña escala), y uno de ellos, el doctor Capriles, concentraba la mayor parte de esos libros (1,927 volúmenes, un 83,6 por ciento del total). Los títulos de carácter secular, que versaban sobre comercio, historia, derecho, literatura, política, geografía, filosofía, milicia y ciencias físicas y exactas, suponían un 44,7 por ciento (proporción elevada por los pertenecientes al médico citado), en tanto que los de índole devota representaban el 38,3 por ciento (cifra disminuida por el mismo motivo).[2]

El caso de Capriles evidencia que una colección como la de José Cecilio del Valle, compuesta por más de mil títulos en varios idiomas –en su orden, español, francés, inglés y latín–, no era necesariamente excepcional.[3] La biblioteca de ese intelectual y político hondureño, discípulo que fuera de Liendo y Goicoechea en la Universidad de San Carlos, fue descrita en 1825 por el viajero y diplomático inglés George Thompson:

 

“...visité esta mañana a D. José del Valle... me hizo pasar a una pequeña biblioteca tan atestada de libros no sólo a lo largo de las paredes sino también amontonados en el piso, que con dificultad pudimos abrirnos paso. Valle se sentó ante una mesita de escribir, profusamente cubierta también de manuscritos y papeles impresos... Estaba rodeado de todo lo que delata la manía de los que escriben: pruebas de imprenta, hacinamiento de manuscritos, libros en folio, en cuarto, en octavo, abiertos y señalados con tiras de papel anotadas esparcidos en profusión sobre la mesa.”[4]

 

La biblioteca de José Cecilio del Valle, pese a su carácter predominantemente secular, no carecía de textos piadosos,[5] una literatura que se detecta en el istmo a todo lo largo del siglo XIX: en 1856, se abrió en San José (Costa Rica) la librería de la imprenta “El Álbum”; un catálogo publicado dos años después, en 1858, revela que casi el 30 por ciento de los títulos que tenía a la venta ese local era de tipo devoto.[6] El gusto tardío por tales obras se visibiliza en el testimonio de Pío Bolaños, un intelectual y político nicaragüense, nacido en Granada en 1873; en sus Memorias, al trazar el perfil de su padre, advirtió:

 

“...era lector asiduo. Leía con frecuencia el Año Cristiano, libro que teníamos en casa, y por sus conversaciones con nosotros, me dí cuenta que también había leído la Biblia... el Año Cristiano y el Quijote, eran sus lecturas favoritas...”[7]

 

El padre de Pío Bolaños, un caficultor sin éxito, conservador en lo político y oriundo de Masaya (lugar en el que nació en 1820), poseía una colección diminuta, a la par de las que tenían los sectores acaudalados urbanos de 1821. Las bibliotecas privadas más amplias y diversificadas –como la de Capriles– se ubicaban en Guatemala: en sus anaqueles, de maderas preciosas, los textos religiosos (incluidos los teológicos y los de derecho canónico) constituían, en términos temáticos, la categoría individual prevaleciente; no obstante, quedaba un amplio espacio para volúmenes profanos, como poemarios, novelas, dramas y ensayos sobre comercio, filosofía y moral, política, leyes, medicina, geografía e historia.

La producción de Calderón de la Barca, Loyola y Quevedo coexistía, en esas lujosas estanterías, con la de La Fontaine, Bossuet, Racine y Kempis; y entre la España sagrada de Flores  y la Teórica y práctica de comercio y marina de Ustáriz, fácilmente se ubicaba la Política indiana de Solórzano. La Ilustración se conocía, como en otras áreas coloniales, gracias principalmente a los trabajos de sus difusores ibéricos y criollos: el benedictino español Benito Jerónimo Feijóo y el dominico mexicano Fray Servando Teresa de Mier;[8] y a escritos vulgarizadores o adversos: Armonía de la razón y la religión, de Almeyda, y la Impugnación a Voltaire, de Mousso.

 

2. Los libros prohibidos

 

La circulación de libros prohibidos, en el contexto descrito, no fue excepcional, pero tendió a concentrarse en la ciudad de Guatemala; en el conjunto del istmo, fue un tráfico muy limitado: aparte de San Salvador y León, en otras áreas –Cartago, por ejemplo– fue casi desconocido. La documentación inquisitorial dibuja, a la luz de denuncias y decomisos, una actividad esporádica todavía a fines del siglo XVIII; después de 1800 y, en especial tras la experiencia liberal de Cádiz de 1812, el esfuerzo de las autoridades se intensificó. El tránsito de comerciantes extranjeros, cada vez más frecuente, fue un factor que coadyuvó a difundir las obras interdictas: en diciembre de 1804, Pedro Campo y Arpa, vecino y comandante de las milicias de Sonsonate,

 

“dice y denuncia que este presente año, cuyo día y mes ignora, pero hará ocho meses poco más o menos, oyó leer un capítulo del Contrato Social de Rosó [sic], en donde hablaba maliciosamente de nuestra Santa Religión Cathólica, cuio libro estaba en poder de don Pedro Darrigol, Apoderado de la Real Compañía de Filipinas, de Nación Francés...”[9]

 

El desvelo de Campo y Arpa por expurgar el istmo de textos impíos contrasta con el criterio de Manuel Palacios quien, alrededor de 1812, “...no pensaba... que huviese ofensa a Dios en desobedecer al Tribunal de la Santa Inquisición en esto de leer libros prohibidos...”[10] La tolerante y temeraria opinión de ese vecino de Guatemala alcanzó sin tardanza los piadosos oídos de Fray Miguel García, quien se apresuró a efectuar la denuncia del caso. El acusado, de cara a las autoridades, abjuró de lo dicho y en una larga confesión, fuente estratégica para inquisidores e historiadores, depuso cuanto sabía:

 

“don Domingo Estrada me prestó la profeción de Fé... creo que la hubo de los Montúfar y las Cartas de Eloísa se las prestó a Sosa y se le volvieron, quedandonos copia a medio andar por la precisión con que nos las dieron... Don Joaquín Durán dos tomos del Filangüieri, el Ovidio y un libro titulado sucesos memorables de Robespierre; estos dos ultimos se le volvieron quedandose copia del Ovidio no concluída en poder de Sosa... Herrarte, Sosa y Yo, nos hemos franqueado algunos libros que hemos podido conseguir; yo les dí dos tomos de Montesquieu y lo demás... se lo volví... Además no me han prestado los Barrios otros que tenían en Frances, por no entender yo ese idioma [pero sí]... un cuaderno con los versos de Perico y Juana y otros deshonestos... El señor Castilla, he oído decir que tiene el Bentham...”[11]

 

La forzada y extensa infidencia de Palacios permite vislumbrar la dinámica detrás de la circulación de textos prohibidos, una de las bases de lo que Severo Martínez Peláez denominó el “delito de afrancesamiento”.[12] Lo primero que conviene destacar es que el tráfico era de carácter cenacular: se circunscribía a una cierta jerarquía social e intelectual, cuyos integrantes, gracias a sus influencias, contactos, viajes y experiencias, podían acceder a esos libros y, en caso de ser descubiertos, evitar un castigo severo. La fuente consultada revela que, entre los dueños de tales obras, figuraban un canónigo, un escribano, un Oidor, un Regidor y un Fiscal del Consejo de Indias, dos conspicuos y tempranos políticos y editores de periódico (el hondureño José Cecilio del Valle y el guatemalteco Pedro Molina), y el único noble –gracias a un título venal– que había en el istmo: el Marqués de Aycinena.[13]

El entramado en que circulaban los libros prohibidos era de tipo informal: entre los involucrados, prevalecían vínculos familiares y personales. El préstamo de una obra, a la vez que se integraba en una base de información oral, era un signo de cortesía, confianza y amistad, especialmente cuando se considera el precio y la rareza de esos textos. El volumen interdicto, pese a su contenido disidente o escandaloso, estaba lejos de ser un instrumento al servicio directo de la subversión o la conspiración; en cambio, sí contribuía a delinear la identidad colectiva del grupo en cuyo seno se leía y se discutía y, en tal medida, era otro componente más de su sociabilidad específica.

La posesión de obras prohibidas escritas en otros idiomas, principalmente en inglés y francés, es un indicador del alcance que tenía tal tráfico (en particular del acceso a títulos más actuales) y de la posición social de sus dueños y lectores. La falta de una versión española, sin embargo, imponía límites a su difusión. La escasez de ejemplares disponibles operaba en el mismo sentido: dos de los aspectos más destacados en la confesión de Palacios son su insistencia en la premura con que funcionaba el préstamo de los textos y el desvelo de los deudores por agenciarse, dadas las circunstancias, por lo menos una copia manuscrita.

El esfuerzo de transcribir esas obras dejó su impronta en un inventario de las que fueron decomisadas por la Inquisición, efectuado en septiembre de 1820, y disponible actualmente gracias al esfuerzo del presbítero Martín Mérida. El documento indicado revela que de 185 títulos confiscados, por lo bajo 13 (7 por ciento) eran manuscritos, entre los cuales destacaban Heroidas y El arte de amar, de Ovidio, las Cartas de Abelardo y Eloísa (5 copias), y

 

“…un cuaderno… con 40 fojas, con el título siguiente: ‘Principios de la Moral o ensayos sobre el hombre’, rubricado en todas sus fojas por Juan Francisco Sosa.”[14]

 

La paciente copia manuscrita evidencia sin duda el interés de los lectores por disponer de un ejemplar de esas obras escasas y, simultáneamente, una específica actitud hacia la lectura. Lo usual entonces era, precisamente y en parte por la exigua oferta librera, leer los textos disponibles una y otra vez.[15] La prensa de la época incluso, lejos de ser deshechada después de leída, era coleccionada y empastada. El inventario de 1820, no en vano, informa de por lo menos 1.928 ejemplares de periódicos decomisados por la Inquisición, entre los cuales figuraban el Diario Cívico de La Habana, el Diario Mercantil de Cádiz, El Amante de la Libertad Civil, El Conciso, El Redactor General, El Semanario Patriótico, Robespierre, y La Abeja.[16]

La práctica de leer una y otra vez las mismas obras tendió a perder vigencia a medida que avanzaba el siglo XIX, aunque todavía en la Granada de la década de 1870, el progenitor de Pío Bolaños leía con frecuencia el Año cristiano y el Quijote. La lectura de este tipo era reforzada, sin duda, por el aparato escolar. El abogado y presidente de Costa Rica, Cleto González Víquez, al evocar sus días de escuela en el cantón herediano de Barba, alrededor de 1865-1866, advertía:

 

“se aprendía a leer en la Cartilla de Buen Pastor, por el sistema del deletreo y silabeo… El Catecismo de Ripalda, era el primer libro de lectura y había que recitarlo de memoria ‘de cuero a cuero’. Luego leíamos el del padre Mazo…”[17]

 

El elevado precio de las obras prohibidas era otro factor que limitaba su difusión: independientemente de si era interdicto, el libro importado era caro, dado que debía satisfacer las utilidades del impresor y el exportador extranjeros, los costos de transporte y el beneficio del comerciante local. Los dos títulos más valiosos que, por ejemplo, poseía el finado Miguel Faustino Molina en 1825 eran el Año cristiano, compuesto de 18 volúmenes empastados, el cual se avaluó en 18 pesos, y un Catecismo de Ripalda, en 4 tomos con láminas, valorado en 8 pesos. Las sumas indicadas eran enormes para la mayoría de los habitantes del Reino de Guatemala: en efecto, el salario de un jornalero podía oscilar entre un real y dos reales y medio al día entre 1770 y 1821.[18]

La decadencia de los controles oficiales (y de la Inquisición) en el tránsito del siglo XVIII al XIX pudo facilitar una amplia circulación de obras prohibidas;[19] pero tal alza no ocurrió. La razón de que no se diera quizá estriba en que el libro era, en tanto mercancía, un producto marginal en la estructura del comercio exterior del área, dominada por el añil y los textiles. El texto interdicto que se introdujo tuvo, en tales circunstancias, un uso básicamente personal y no mercantil. El istmo, falto de un atractivo mercado de consumo que compensara el riesgo de importar crecientemente esa literatura, carecía de una red organizada de contrabandistas de títulos impíos, similar a la que operaba en la frontera entre Suiza y Francia en vísperas de 1789.[20]

El inventario de obras decomisadas por la Inquisición, ya citado, avala lo expuesto: de un total de 185 títulos, 151 (81,6 por ciento) estaban escritos en español, 17 en francés, 13 en inglés, 3 en latín y uno en italiano; 125 (67,6 por ciento) se componían de un solo tomo, y en 132 casos (71,4 por ciento), se confiscó un único ejemplar. El total de volúmenes capturados por las autoridades ascendía a 1.320, de los cuales, sin embargo, 616 (46,7 por ciento) eran novenas prohibidas por distintas razones, y 49 (3,7 por ciento) eran copias del Catecismo político de la monarquía española, un folleto editado en Guatemala en 1813, en la imprenta de Arévalo.[21]

Los restantes 655 volúmenes confiscados estaban dominados por los textos literarios (213 o 32,5 por ciento), históricos (187 o 28,2 por ciento), filosóficos, morales y políticos (118 o 18,0 por ciento) y religiosos y teológicos (50 o 7,6 por ciento). La novela, a su vez, encabezaba la categoría de las obras de ficción: 137 de 213 (64,3 por ciento). La mayoría de tales títulos (entre otros, La Adriana, Los sibaritas, Etelvira, Luisa o la cabaña en el valle, Maclovia y Federico o las minas del Tirol) cayeron en el olvido a lo largo del siglo XIX, excepto por unas pocas excepciones, como El diablo cojuelo, de Luis Vélez de Guevara, y el Tom Jones, de Henry Fielding.[22]

El decomiso de las obras, aparte de los inconvenientes legales y de otro tipo que podía suponer para sus dueños, también tenía un trasfondo afectivo. El lector de la época, aparte de leerlos una y otra vez, acostumbraba acariciar el lomo y las páginas de los libros, los olía con cuidado, palpaba el grueso del empaste, calibraba el tipo de papel y exploraba con detalle su composición tipográfica.[23] Esta relación sentimental con los textos, parte del culto al escritor que se extendió a finales del siglo XVIII, era favorecida además por el elevado valor de los títulos importados y la dificultad de conseguir una copia en caso de robo, confiscación inquisitorial o extravío.

El trauma que podía comportar la pérdida de libros queridos y apreciados es visible en varios expedientes judiciales. La queja que Clemente Padilla formuló alrededor de marzo de 1821 es de por sí elocuente:

 

“…habrá cosa de dos meses  que regresando de una labor inmediata a esta capital, se detuvo mi equipaje en la Garita de Pinula, y registrado se encontró en él, unos libros que mi mujer había llevado para divertirse, y eran la Carolina, el Thom Jones, las Memorias de Rosaura y las Eroidas; todos romances morales que no están, ni pueden estar prohibidos, y que nada contienen contra la Religión, buenas costumbres, ni contra las leyes fundamentales del Reyno. Sin embargo, el señor Comisario de la extinguida Inquisición, don Bernardo Martínez, creyó conveniente recojerlos todos…”[24]

 

La captura precedente afectó también a Juan Manuel Rodríguez, dueño del texto titulado Carolina, el cual prestó a Dominga Durán, esposa de Padilla. El préstamo de libros siempre comportaba riesgos, los cuales fueron más evidentes tras la independencia: en efecto, en varios avisos periodísticos de años posteriores a 1821, desesperados lectores imploraban la devolución de obras que habían prestado. El Indicador de Guatemala, en agosto de 1825, publicó un anuncio del presbítero

 

“...José Valdés, Tesorero de la Santa Iglesia Metropolitana, [quien] suplíca a los que tengan el Cañada de recursos de fuerza, Mostazo de causis piis, y el cuarto tomo de Bosuet variaciones de las Iglesias protestantes, que le han pedido prestados, y necesita ahora, le sirvan devolverselos...”[25]

 

El aviso inserto en La Tijereta, un periódico de El Salvador, fue todavía más angustioso; en la edición del 16 de marzo de 1838, se informó: “se ha perdido hace unos días el primer tomo de la Nueva Heloísa, en francés, 8o. menor, en pasta: que corresponde á las obras de Rousseau pertenecientes al Sr. Y Blanco. La persona que presentare en casa de éste dicho tomo, será gratificada con 5 pesos.”[26] La recompensa era considerable: esa suma, a finales de la década de 1830, correspondía en Costa Rica (el país con el nivel salarial más alto del istmo) a aproximadamente el ingreso mensual de un jornalero o de un oficial artesano; y en términos de mercancías, era igual al valor de un quintal de café beneficiado en seco.[27]

Los casos de Valdés y Blanco patentizan una identificación emocional con los libros que se constata ya en las quejas de las víctimas de decomisos inquisitoriales durante el ocaso colonial. La desesperación que se evidencia en el contenido de esos avisos, en el costo que implicaba publicarlos e incluso en la oferta de gratificación, se descubre todavía en el San José de noviembre 1858. Ezequiel León advertía en el periódico Crónica de Costa Rica que

 

“…ha prestado sin poderse acordar á quien, un segundo tomo de las obras de Zorrilla: suplica al que lo tenga que se lo devuelva.”[28]

 

La limitada circulación de los libros prohibidos no obstaculizó su creciente visibilidad; en este sentido, el despliegue de la prensa fue crucial: aunque los periódicos guatemaltecos y foráneos tenían una difusión limitada (en términos sociales y geográficos), contribuyeron a familiarizar a diversos lectores de distintas partes del istmo con las obras y los autores interdictos. La Gaceta de Guatemala, desde fines del siglo XVIII, citaba a Locke y a Montesquieu; José Cecilio del Valle, editor de El Amigo de la Patria, se carteaba con Bentham; y Pedro Molina, en El Editor Constitucional, invocaba a Rousseau.[29]

La prensa, al difundir las creencias, los nombres y la producción literaria de los escritores prohibidos, coadyuvó a preparar el mercado para un creciente consumo de sus obras después de 1821. El viajero inglés Henry Dunn, quien visitó Centroamérica entre 1827 y 1828, fue testigo de esa alza; posteriormente, al relatar esas experiencias, decía:

 

“...numerosos libros franceses de carácter prohibido han sido introducidos aquí, novelas francesas de la peor descripción se encuentran en abundancia, la mayor parte pésimamente impresas y malamente ilustradas.”[30]

 

3. De 1821 en adelante: rupturas y continuidades

 

El afán por controlar la circulación de libros no desapareció luego de 1821: en diversas ocasiones, la Iglesia y otros sectores conservadores clamaron por impedir el ingreso de tales textos. El periódico Noticioso Universal, de San José, publicó en mayo de 1833, la queja de un individuo preocupado en extremo por

 

“...tantos libros impíos, escandalozos y obscenos que corren en el Estado... [a los cuales no hay que] permitirlos por ningún pretexto sino arrojarlos a las llamas; y este seria el mejor analicis, y defenza de la adorable Religión Divina. Tales libros y sus autores... no son otra cosa que los precursores de la gran bestia...”[31]

 

Las autoridades eclesiásticas nicaragüenses, más de treinta años después, en agosto de 1864, advertían contra la circulación de Vida de Jesús, de Renán y las obras de Sue, Dumas y Víctor Hugo.[32] La lucha contra esas obras fue, sin duda, un fenómeno de larga duración: en la Costa Rica de 1927, la “Liga de Acción Social”, compuesta por damas católicas, convocaba a los feligreses a boicotear ciertas librerías, que vendían títulos perversos, como Los miserables, La piel de zapa y Los misterios de París, todos los cuales constituían “una pequeña tropa de libros malos que [gracias a los esfuerzos de la organización indicada] van marchando camino del fuego…”[33]

El flamígero empeño de las y los adversarios de la libre circulación de obras fue, sin embargo, vano. El comerciante García Granados, dueño de un almacén en Guatemala, contribuyó desde temprano a ese fracaso; en mayo de 1825, avisó en el periódico El Imparcial, que en su local tenía a la venta en francés e inglés:

 

“oeuvres de Voltaire, de Montesquieu, de Delille, de Montaigne, de Mably, de Milton, de Marmontel, de Racine, de Corneille, de Crebillon.- Thetre [sic] de Voltaire, de Racine, de Corneille, de Chenier, de Crebillon... Memoires de la revolution d' Angleterre de Clarendon, de Hutchinson, de Huntengton... Constitutions des peuples. Les proscriptions. Histoire de France par Toulongeon, Puissance des Papes. Principes d' administration publique. Nouveaux principes d' Economie politique. Garanties individuelles. De la peine de mort. Resumé de l'histoire de France par Bodin. Condorcet de l'esprit humain. Madame de Stael, revolution Francaise, Works of Thomas Moore...”[34]

 

El aviso publicado por García Granados era, en cierto sentido, la culminación del sueño de Jose Cecilio del Valle quien, en abril de 1821, se quejaba en su periódico El Amigo de la Patria, de los importadores de libros:

 

“el comerciante continúa plagándonos de Curias, de Febreros, de Salas, de Novelas y otros libros que protegen el error ó no permiten ver la verdad. Las obras maestras llegan a Guatemala al cabo de un siglo, quando se han publicado otras obras magistrales, ó hecho descubrimientos más prodigiosos. La Europa es en el siglo 19; y la América comienza en el 18... Comerciantes, buscad el bien de la patria. No seais conductores del error, ó agentes de las preocupaciones. Pedid facturas de libros. Son las obras que dan mas honor a la especie. Pero pedid los que os designen los hombres ilustrados...”[35]

 

La organización de un comercio librero más amplio y especializado, estimulado por la independencia (1821), se configuró en los próximos 30 años: entre 1830 y 1835, se asentó en Granada el francés Pedro Rouhad y, entre otras actividades, abrió una librería hacia 1840, en la cual se ofrecían títulos en francés y español. La experiencia en Tegucigalpa fue parecida: un negocio similar fue inaugurado a mediados de la década de 1850, y su dueño era un extranjero. El caso de San José siguió el mismo patrón: el primer establecimiento de esta índole, abierto en 1856, formaba parte de la imprenta “El Álbum”, perteneciente al inglés G. F. Cauty y al costarricense J. Carranza. El liderazgo en el istmo, durante esta época, fue siempre de Guatemala: en el decenio de 1840, el local de Andrés Horjales publicaba ya un catálogo anual de 23 páginas con los precios de los textos a la venta.[36]

La paulatina construcción de una infraestructura librera no impidió una difusión cada vez más amplia de las últimas novedades, proceso basado en la iniciativa de los comerciantes particulares, al estilo de García Granados. La transformación que experimentó el comercio y el consumo de obras se patentiza en el caso de Manuel Esquivel, un caficultor de San José muerto en mayo de 1847. El caudal del difunto ascendía a 13.364 pesos y su biblioteca, compuesta por 37 títulos en 95 volúmenes, se valoró en 106 pesos: entre otras piezas, poseía Las amistades peligrosas de Laclos, El judío errante y Misterios de París de Sue, Don Juan de Byron y El vampiro de Polidori.[37]

Las universidades y otras instituciones educativas oficiales y privadas contribuyeron a secularizar, actualizar y diversificar la circulación de obras. La Casa de Enseñanza de Santo Tomás, abierta en San José en 1814 y convertida en universidad en 1843, lo ejemplifica: en febrero de 1845, adquirió para su biblioteca 86 títulos en 1.430 volúmenes. El cargamento se componía de obras científicas, históricas, geográficas, legales, filosóficas y políticas en versiones españolas y francesas. La compra incluía, entre otros textos, El espíritu de las leyes de Montesquieu, La democracia en América de Tocqueville y La riqueza de las Naciones  de Smith.[38]

El desplazamiento de las obras devotas, sin embargo, fue un proceso limitado y lento: en las bibliotecas privadas, breviarios, novenas, catecismos y otros textos piadosos coexistían con los profanos. El caso del padre de Pío Bolaños es de nuevo útil: en la Granada de la década de 1870, leía con frecuencia el Año cristiano. La librería Lehmann, en San José, la de los Villacorta, en San Salvador y la de Manuela Vigil, en Tegucigalpa, entre otras, disponían de un amplio surtido de títulos religiosos en las primeras décadas del siglo XX. La josefina, por ejemplo, tenía a la venta en 1900, entre otros títulos cuya circulación databa de la colonia, Coloquios con Jesucristo, El alma al pie del calvario, Gritos del purgatorio, y un almanaque titulado Los amigos del Papa.[39]

 

4. La producción local impresa

 

La persistencia de catecismos, breviarios y novenas, así como de catones y cartillas escolares, se vincula con dos factores: para tales productos existía un mercado de consumo más amplio, y con la expansión tipográfica posterior a 1821, se convirtieron en los bestsellers de las nuevas imprentas. Los mercaderes sí comerciaban cantidades considerables de esas obritas baratas y ligeras, las cuales colocaban principalmente entre campesinos y artesanos. El precio de estos textos, por lo común inferior a un real, facilitaba que fueran adquiridas por consumidores populares, independientemente de su grado de instrucción (en efecto, cierta literatura devota podía ser comprada no para ser leída, sino por el carácter mágico con el cual se la asociaba).

El auge tipográfico que hubo después de 1821 contribuyó a ampliar la cultura impresa de Centroamérica. El tiraje de todo tipo de materiales, antes de la emancipación de España, se concentraba en Guatemala, ciudad en la cual se introdujo la imprenta en 1660, y estuvo bajo la dirección de José de Pineda Ibarra. El período que se extiende entre tal año y el final de la colonia fue escenario de la apertura de otros talleres, pero nunca operaron más de tres al mismo tiempo; y en 1820, únicamente funcionaban dos locales, el de Manuel José Arévalo y el de Ignacio Beteta.[40] La independencia alteró este orden rápida y completamente.

Los datos disponibles, pese a su carácter fragmentario, trazan una definida tendencia al alza: entre 1821 y 1850, se abrieron por lo bajo 17 talleres de impresión en Guatemala, 9 en El Salvador, 9 en Nicaragua, 6 en Honduras y 4 en Costa Rica. La imprenta debutó en territorio salvadoreño en 1824, en suelo hondureño en 1828, en la patria de Rubén Darío en 1829, y en la sociedad costarricense en 1830. La introducción del aparato en San José, a diferencia de lo que ocurrió en los otros tres casos, fue iniciativa de un particular y no del Estado: el comerciante y futuro cafetalero, Miguel Carranza, fue el gestor de tal proyecto, que procuraba satisfacer, ante todo, la creciente demanda estatal de servicios de impresión.[41]

El impacto que tuvo la difusión de la imprenta se vislumbra en las estadísticas de los productos impresos. La prensa tuvo un efímero inicio en el istmo: la Gaceta de Guatemala publicó 17 números entre noviembre de 1729 y marzo de 1731; y con el mismo título, Ignacio Beteta editó otro informativo entre 1797 y 1816. La jura de la Constitución de Cádiz por Fernando VII, el 10 de marzo de 1820, proporcionó la base legal para los dos medios que vieron la luz en julio y octubre próximos: El Editor Constitucional (el cual circuló un año después como El Genio de la Libertad) y El Amigo de la Patria.[42] Esta ínfima estructura periodística varió significativamente entre 1821 y 1850, lapso en el cual se publicaron, como mínimo, 37 periódicos guatemaltecos;[43] 39 salvadoreños, 26 nicaragüenses, 20 costarricenses y 17 hondureños.[44]

Las cifras de impresión de obras y folletos confirman la tendencia expuesta: entre 1660 y 1821, se editaron en Guatemala unos 865 libros y opúsculos (excluidas las hojas sueltas). El examen de la curva de producción revela un alza, primero moderada entre 1772-1781, y luego más decidida entre 1782 y 1821. Este ascenso, que coincide con el auge de la exportación de añil, ocurrió en un contexto de crecimiento demográfico, que supuso a la vez un aumento de la población urbana y escolar (pese a lo limitada que esta última era en el conjunto del istmo). El aporte de la Ilustración a esa expansión de la cultura impresa es menos claro: pocas fueron las obras de tendencia “ilustrada” que se tiraron, por lo que el predominio de los textos escolásticos y devotos ni siquiera fue desafiado.[45]

Los cambios acaecidos después de 1821 fueron tanto cuantitativos como cualitativos. La producción de libros y folletos, en los últimos años coloniales (1812-1820), ascendió a unos 174 títulos.[46] La impresión de tales materiales, entre 1821 y 1850, fue la siguiente según su país de origen: 630 títulos en Guatemala, 124 en Costa Rica, 76 en Nicaragua, 78 en Honduras y 50 en El Salvador (un promedio anual de 32 textos contra 5 del período 1660-1821).[47] Estas cifras, sin embargo, son mínimas, ya que los índices existentes suelen subregistrar los textos menores –usualmente tirados en talleres privados– como cartillas, novenas, catecismos, breviarios, almanaques y otros por el estilo.

El papel clave en la expansión tipográfica posterior a 1821 le correspondió al sector público. La impresión de textos oficiales experimentó un alza constante, ya fuera que se tiraran en imprentas estatales, o que se contratara el trabajo en locales particulares. La tipografía del Estado, en el caso de Costa Rica, produjo 70 de las 109 obras publicadas entre 1830 y 1849.[48] La mayor parte de este tipo textos era de carácter jurídico o político (libelos y vindicaciones estaban a la orden del día); sin embargo, también se patrocinaron algunos folletos de otra índole. El periódico El Indicador avisaba, en diciembre de 1824:

 

“...por disposición de la municipalidad de esta capital [Guatemala] se imprimió la Cartilla o método facil de enseñar a leer y escribir que dispuso el Padre Doctor Fray Matías Cordova... y hay exemplares de venta en la tienda del ciudadano Víctor Zavala, al precio de real y medio.”[49]

 

El Estado también cumplió una función esencial indirectamente, al promover la educación, ya fuera pública o privada. Las limitaciones del aparato escolar centroamericano después de 1821 fueron amplias y diversas; pero, a pesar de todo, y de los condicionamientos sociales, étnicos y geográficos de que adolecía la enseñanza, la matrícula creció, sobre todo en las ciudades principales. El estímulo que este proceso supuso para las imprentas se constata en un aviso publicado, en noviembre de 1836, por el establecimiento donde se tiraba el Semanario de Guatemala:

 

“se están imprimiendo en esta oficina un manual de escuelas que comprende todo lo necesario para manejarlas por los últimos métodos de enseñanza mútua. Se imprimen también tableros de lectura y aritmética. Un manual de instituciones ó maestros de primeras letras, otro de maestras. Otro arte de debujo [sic] lineal, con láminas en el cuerpo y fuera de él para colocarlas en tablas. Una geografía para las clases de la Academia de estudios... Está impresa y de venta á 10 reales la aritmética escrita por el ciudadano Manuel Dominguez para las escuelas de Centro America...”[50]

 

Los dos casos anteriores son útiles para explorar los criterios empresariales con que operaban las imprentas, en especial las privadas. La edición de cualquier texto, oficial o particular, debía ser financiado previamente, ya fuera con fondos públicos o mediante una suscripción. La Gazeta del Gobierno de El Salvador, por ejemplo, avisó en julio de 1831, que un autor, a quien no identificó,

 

“...ha concluido el Tratado sobre la expulsión que hizo el Congreso de [18]26 restaurado en [18]29 y facultades con que legisló... [el cual] se pondrá en prenza tan luego como haya numero de subscripciones capaces de costearla. Se admiten en la Imprenta del Estado.”[51]

 

Los impresores privados únicamente publicaban por propia iniciativa cuando se trataba de obras cuya colocación estaba asegurada, ya por ser un texto escolar de amplio uso, o en razón de que se preveía una venta rápida y amplia. Este último parece que fue el caso de un taller que, tras avizorar la importancia que la grana empezaba a adquirir en la economía de Guatemala,[52] avisó en mayo de 1825, en el periódico El Indicador:

 

“...en la tienda del ciudadano Carlos Salazar, y en la imprenta de la unión, se vende una nueva instrucción sobre el cultivo de la grana. Contiene las observaciones hechas por el célebre botanista Thiery de Menonville, que residió algunos años en México, La Mixta y Oaxaca, sin otro objeto que robar á la américa este fruto, y transportarlo á Santo Domingo, con los mejores métodos de su cultivo. También se dará á conocer en ella las ventajas del cultivo de la cochinilla silvestre, que indemnizaría á nuestros cosecheros de las pérdidas que indefectiblemente se padecen con las lluvias intempestivas.”[53]

 

La evidencia disponible no permite constatar que el folleto anterior se vendiera con éxito; pero, si fue así, es muy verosímil que Menonville no fuera compensado pecuniariamente. La piratería editorial era una práctica muy extendida en la época y se vinculaba con la explotación ilegal, por parte de los impresores, de escritores y textos que gozaban de alta estima entre amplias audiencias de lectores, o que prometían alcanzar tal posición.[54] La actividad tipográfica, tan dependiente de los condicionantes del mercado local, tendió por lo tanto a reforzar más que a modificar los patrones de consumo; en contraste, la importación de libros, promotora de las novedades editoriales europeas, tuvo un impacto renovador en el istmo.

La estrategia aplicada por Miguel Carranza, el comerciante que introdujo la imprenta en Costa Rica en 1830, permite explorar la importancia que tenía la piratería editorial y el reforzamiento de los gustos literarios tradicionales. El caudal de este empresario josefino, tras fallecer en septiembre de 1843, se estimó en 44.668 pesos. El precio de su imprenta ascendía a 1.200 pesos y el de las obras y folletos a 2.083 pesos, valor de 6.010 volúmenes, de los cuales solo unos 39 constituían su biblioteca privada. Los principales títulos impresos por su taller, llamado “La Paz”, eran de carácter devoto y escolar: 2.000 Cartillas, 1.048 Trisagios, 570 Libros de pastores y 425 ejemplares de Madre e hijo.[55]

El finado Carranza sabía, sin duda, lo que le convenía en vida: con sus cientos de textos piadosos y de instrucción elemental, apostaba por una comercialización masiva de los productos de su taller que, según se desprende de lo expuesto, funcionaba también como librería (un rasgo compartido por otras imprentas centroamericanas de la época). El bajo precio de la mayoría de los pequeños opúsculos que circulaban con el sello de “La Paz” posibilitaba su consumo por familias de extracción popular: por ejemplo, un Trisagio, costaba la octava parte de un real, aproximadamente el 0,2 por ciento del salario mensual de un jornalero en 1844.[56]

 

5. El culto al escritor

 

El consumo socialmente diferenciado de libros y folletos se expresaba, a la vez, en actitudes distintas con respecto a los textos y a sus creadores. Las obras consumidas por los sectores populares solo ocasionalmente incluían el nombre del autor en la portada, y en esos casos, tal dato refería a un completo desconocido. Los lectores ubicados en el medio y en la cima de la jerarquía social, en contraste, solían estar informados de quiénes eran los responsables de los volúmenes que leían, y podían identificarse fuertemente con ellos. El proceso descrito fue típico del tránsito del siglo XVIII al XIX, cuando se expandió el culto al escritor, una tendencia favorecida por la circulación creciente de periódicos y revistas, que permitía estar al tanto de sus vicisitudes personales y de su producción literaria.[57]

El culto descrito es ya visible, en el istmo, en varios de los anuncios periodísticos anteriormente citados y correspondientes a las décadas de 1820 y 1830, en los cuales los comerciantes de libros, al promocionarlos, enfatizaban más en el autor que en el título de la obra. El cambio indicado se reveló con particular fuerza en el impacto que tuvo entre sus admiradores centroamericanos la noticia de la muerte del escritor español Mariano José de Larra (1809-1837), cuyo óbito se conoció gracias a periódicos de Nueva York y España. La Oposición, un periódico de Guatemala, publicó en octubre de 1837 un artículo en el que se calificó al difunto de:

 

“...autor de los inestimables volúmenes intitulados Fígaro... Nosotros hoy, como los últimos de sus entusiastas lectores, nos aventuramos a trazar una línea sobre la huella que encierra en su primavera de fuego, al escritor popular de nuestros días, al que á la vez, por sus escritos y por su infortunio, puede llamarse el Addison y el Byron de España.”[58]

 

La desdicha del finado, a que se refería el articulista anónimo de La Oposición, se derivaba de un asunto emocional: “el hombre que al parecer se reía de las ilusiones de la sociedad y se burlaba de las grandes pasiones y de los afectos humanos, conoció en su verdadera y abrasada estension [sic] el sentimiento del Amor, y se suicidó por una mujer, por el objeto que aun para los hombres más graves lo es de superficiales placeres ó distracción. Descanse en paz su ceniza, y su sombra, que hoy se alza en luminoso esplendor sobre la España...”[59] El enfoque dado al motivo que condujo al escritor al suicidio difícilmente sería compartido por las feministas actuales; pero, tal perspectiva no sorprende, dado que la cultura impresa de la época era esencialmente masculina.

La producción, comercialización y consumo de libros y folletos no escapó de un decisivo condicionante de género: el analfabetismo femenino era más elevado que el de los varones, por lo había más lectores que lectoras; escasos eran los textos en circulación escritos por mujeres; y la lectura, en particular la de obras serias y profundas de carácter filosófico, político y científico, era una actividad que se solía vincular con los hombres. Lo expuesto contribuye a explicar que la “causa” por la cual Larra supuestamente se mató, brille por su ausencia en el soneto “transatlántico” que el articulista de La Oposición dedicó al suicida, y que dice:

 

“FÍGARO fué. La noche de la Nada

Cubre en fétido caos, ya yerta y fría,

La centella del Jenio y la Poesía,

Cual tierna rosa en su esplendor regada.

 

Su alma en fuego divino era templada.

Y el ser fué en él un sueño de agonía:

Nunca en la tierra halló una simpatía,

Y él mismo abrióse tumba ensangrentada.

 

Duerme en sueño eternal; mas su memoria,

Sus producciones vivirán: la Muerte

No agostará el olivo de la gloria

 

Con que ciñe su huesa estraña Suerte;

Y, cual ámbar que al fuego se consume,

Deja tras de sí al morir luz y perfume.”[60]

 

La identificación de los escritores por parte de los lectores populares fue, sobre todo, un fenómeno de la Europa de la primera mitad del siglo XIX, cuando la publicación por entrega de textos de ficción convirtió a figuras como Dickens en verdaderos personajes públicos. Este proceso se consolidó después de 1850, cuando se inició la producción en serie de obras para una audiencia de masas, actividad en la que destacaron autores al estilo de Verne, Dumas y Salgari. El cambio indicado puede apreciarse estadísticamente en el tiraje promedio de novelas: de 1.000 o 1.500 ejemplares alrededor de 1800, a 5.000 en el decenio de 1840 y a 30.000 en la década de 1870.[61]

La configuración de un culto al escritor entre los lectores populares del istmo fue más tardía, y desigual en términos geográficos, de género y étnicos. Estos desequilibrios expresaban los alcances y límites de un proceso de alfabetización que privilegió a la población urbana sobre la rural, a los varones frente a las mujeres, y a los blancos y mestizos en relación con los indígenas.[62] Los trabajadores de las ciudades fueron, en tal contexto, los principales beneficiarios de la inversión escolar de los Estados de la época, por lo que se encontraron en una posición estratégica para acceder a los nuevos productos de la cultura de masas en su versión impresa.

Los intelectuales de finales del siglo XIX, liberales, conservadores o radicales, varios de los cuales eran también novelistas, ensayistas o poetas, promovieron el culto al escritor en el istmo –es decir, a sí mismos–, al tiempo que enfatizaban en la educación como única vía de ascenso y redención social y cultural, en la superioridad del trabajo intelectual sobre el manual, y en su papel como los “civilizadores” de los de abajo.[63] Los impresores y libreros contribuyeron decisivamente a esa visión de mundo: aunque sus estrategias publicitarias no diferenciaban entre Zolá y Tolstoi por un lado, y Carolina Invernizio y Carlota Bramé por otro, coadyuvaron a que lectores de origen popular individualizaran a los escritores –foráneos y locales–, los idealizaran y se identificaran con sus obras y su pensamiento.

 La muerte de Tolstoi, casi tres cuartos de siglo después de la de Larra, provocó emocionadas expresiones de sus entusiastas lectores costarricenses, entre los cuales había muchos de extracción popular. El barbero Octavio Montero publicó en 1910, en el periódico Hoja Obrera, un artículo en el que decía del escritor ruso: “con su pluma sentimental pintó los dolores humanos, con su pluma virtuosa cantó paz y amor; con su pluma rebelde anatemizó a los poderes constituidos.”[64] El artesano Juan de Dios López, a su vez, elaboró un comentario de tonos casi religiosos:

 

“sus principios eran la humanidad, igualdad su ley y la redención su ideal. Tolstoy ha sido el defensor más valiente, sabio y grande de la causa de los pueblos. Nació únicamente para salvar a los hijos de su Patria, la Rusia, de la cruel opresión… haciéndolos comprender con sus sabias enseñanzas las ambiciones desapoderadas, inicuas y brutales de su gobierno… El duelo es mundial, pero lo participaremos más sinceros nosotros, los obreros, la clase proletaria, los que sufrimos sobre nuestras espaldas la gran carga del Estado, la Aristocracia y el Clero… Pero no porque hayamos perdido nuestro guía, nuestro padre, nuestro consejero y nuestra palanca, debemos desmayar… todos unidos con vigor, con los ideales y doctrinas de nuestro redentor León Tolstoi, nos haremos respetar.”[65]

 

Los trabajadores costarricenses de 1910 y el articulista guatemalteco de 1837, en cierto sentido, se ubicaban en dos extremos de un amplio proceso de cambio cultural, que implicó transformaciones en cuanto al comercio, la producción y el consumo de libros y folletos, nuevas actitudes hacia los textos y los escritores y formas distintas de lectura. Los 73 años que se extienden entre el óbito de Larra y el de Tolstoi se caracterizaron, sobre todo en el universo urbano de Centroamérica, por la expansión de la cultura impresa, cuyo avance en sociedades que eran predominantemente orales, contribuyó a redefinir las relaciones sociales, las identidades colectivas y la vida cotidiana.

 

Epílogo

 

El inventario de las obras decomisadas por la Inquisición de 1820 revela la existencia de un expediente acerca de lo que –al parecer– fue una ingeniosa vía para introducir clandestinamente a Guatemala el pensamiento ilustrado:

 

“sobre venir de España las obras de Voltaire, y otros herejes, como papel deshecho, y para cubiertas y forros de los cajones, en pliegos y hojas sueltas.”[66]

 

La utilización de esos textos con fines de empaque, ¿fue parte de un audaz e imaginativo plan para difundir las ideas de la Ilustración en el istmo o, simplemente, producto de una acción casual, quizá realizada por trabajadores analfabetos? La fuente consultada no permite contestar tal pregunta, pero este caso patentiza que, desde finales del período colonial, y como resultado de las prácticas más diversas, la cultura impresa centroamericana empezaba a secularizarse crecientemente. Este proceso, que se profundizó después de 1821, fue liderado por los grupos medios y acaudalados urbanos, quienes eran los principales consumidores del libro importado.

Los sectores populares de la ciudad y el agro, en especial campesinos y artesanos de origen mestizo, permanecieron asociados con el consumo de obras piadosas, un patrón que únicamente comenzó a variar en las últimas décadas del siglo XIX. El ascenso de los liberales en los distintos países del área se tradujo, entre otras políticas culturales, en la publicación más o menos sistemática de cartillas cívicas, científicas y patrióticas, cuyo propósito era “civilizar” a los de abajo. El afán del Estado en este sentido fue complicado y desafiado, sin embargo, por la expansión de la cultura de masas, con sus novelas de aventuras y del corazón, y su periodismo sensacionalista.

Los efectos de estos productos culturales en los lectores y en sus formas de lectura fueron visibles tempranamente, por ejemplo en las experiencias juveniles del profesor costarricense Carlos Gagini; al evocar sus juegos y andanzas en el San José de la década de 1870, advertía:

 

“mi primo José Ramón Chavarría poseía una regular biblioteca, compuesta en su mayor parte de novelas por entregas muy en boga en aquel entonces. ¡Cuántos días pasé allí… atracándome de docenas de volúmenes de Pérez Escrich, Antonio de Padua, Fernández y González y de Dumas! Particularmente El Mártir del Gólgota y El Conde de Montecristo me produjeron hondísima impresión. No me contentaba con leer las novelas, sino que las vivía… un carretón de resortes era un castillo y yo imitando al bandido Dimas del Mártir del Gólgota, escalaba sus muros con mi puñal de madera entre los dientes.”[67]

 

Las dramatizadas y, a la vez, solitarias y silenciosas lecturas de Gagini –perteneciente a una acomodada familia urbana– diferían de las practicadas, en voz alta, en el “billar de la Agapita”, un local de sociabilidad artesana y obrera que operaba en la Granada del último tercio del siglo XIX. El establecimiento indicado, según la crónica de Pío Bolaños, atraía a “los periódicos y pasquines incendiarios que salían a la luz” durante las campañas electorales, por lo que “de cuando en cuando se exhaltaban los ánimos con… esas producciones”.[68] Las vidas del joven de San José y las de los operarios granadinos, al igual que las de otros miles de lectores urbanos y rurales, de diversa extracción social y de uno y otro sexo, fueron impactadas, en mayor o menor grado, por la expansión que experimentó la cultura impresa en Centroamérica, especialmente después de 1850.



*La investigación de base para este artículo fue realizada en el Centro de Investigación en Identidad y Cultura Latinoamericanas (CIICLA) y financiada por la Universidad de Costa Rica.

**Escuela de Historia. Universidad de Costa Rica. San José, Costa Rica. América Central. Correo electrónico: ivanm@fcs.ucr.ac.cr

[1]Mortual de Miguel Faustino Molina Sáenz. Quezaltenango (1825). Agradezco esta información a Arturo Taracena, quien me suministró una copia de la mortual de Molina Sáenz. Para un estudio del contexto sociopolítico en que vivió este personaje, véase: Taracena Arriola, Arturo, Invención criolla, sueño ladino, pesadilla indígena. Los Altos de Guatemala: de región a Estado, 1740-1850 (San José, CIRMA y Editorial Porvenir, 1997).

[2]Carrillo, José Domingo, “Las lecturas en Santiago de Goathemala 1770-1780”. Estudios. Guatemala, 3a. época (septiembre de 1989), pp. 53-75. El 17 por ciento restante corresponde a obras que no pudieron ser clasificadas. La proporción de textos religiosos, excluido el caso de Capriles, se eleva a 47,1 por ciento, y la de obras seculares baja a 37,2 por ciento.

[3]La afirmación de García Laguardia de que Valle formó “la mejor biblioteca de Centroamérica en su época” debería ser considerada más como una hipótesis. García Laguardia, Jorge Mario, Ilustración y liberalismo en Centroamérica. El pensamiento de José Cecilio del Valle (Tegucigalpa, Editorial de la Universidad Autónoma de Honduras, 1982), p. 9. Véase también: Luján Muñoz, Jorge, “La biblioteca jurídica de don José C. del Valle”. Anales de la Academia de Geografía e Historia de Guatemala. LXVIII (enero a diciembre de 1994), pp. 101-104.

[4]García Laguardia, Ilustración y liberalismo, pp. 9-10.

[5]Luján Muñoz, “La biblioteca jurídica”, p. 103.

[6]Molina Jiménez, Iván, El que quiera divertirse. Libros y sociedad en Costa Rica (1750-1914) (San José, Editorial Universidad de Costa Rica y Editorial Universidad Nacional, 1995), pp. 106-107.

[7]Bolaños, Pío, Obras de don Pío Bolaños (Managua, Banco de América, 1976), p. 390.

[8]La obra de Feijóo y de otros difusores extendió a la vez que desradicalizó el ideario ilustrado. Véase: Chiaramonte, José Carlos, La Ilustración en el Río de la Plata. Cultura eclesiástica y cultura laica durante el Virreinato (Buenos Aires, Puntosur, 1989), pp. 11-116.

[9]García Laguardia, Jorge Mario, Precursores ideológicos de la independencia en Centroamérica. Los libros prohibidos (Guatemala, Universidad de San Carlos, 1969), p. 30. Véase también: ídem, Orígenes de la democracia constitucional en Centroamérica, 2da. edición (San José, Editorial Universitaria Centroamericana, 1976), pp. 23-52 y 307-311. Browning, John, “Heterodoxia ideológica: la Inquisición”. Zilbermann de Luján, Cristina, ed., Historia general de Guatemala, t. III. Siglo XVIII hasta la independencia (Guatemala, Asociación de Amigos del País, 1995), pp. 599-600. Todo paréntesis así [ ] es mío.

[10]García Laguardia, Precursores ideológicos, p. 10.

[11]García Laguardia, Precursores ideológicos, pp. 11-12. El análisis que sigue se basa en el interesante estudio de García Laguardia.

[12]Martínez Peláez, Severo, “El delito de afrancesamiento en las luchas por la independencia”. Economía. Guatemala, XXXVIII: 146 (octubre-diciembre 2000), pp. 61-70. Martínez Peláez publicó este estudio en 1962 con el pseudónimo de Benedicto Paz.

[13]Sobre tales personajes, véase: Woodward, Ralph Lee Jr., “Economic and Social Origins of the Guatemalan Political Parties (1773-1823)”. Hispanic American Historical Review. XLV: 4 (November, 1965), pp. 544-566.

[14]Mérida, Martín, “Historia crítica de la Inquisición en Guatemala”. Boletín del Archivo General de Guatemala. Guatemala, III: 1 (1937), p. 144.

[15]Para una discusión al respecto, véase: Darnton, Robert, The Kiss of Lamourette. Reflections in Cultural History (New York, Norton, 1990), pp. 165-166.

[16]Mérida, “Historia crítica de la Inquisición”, pp. 127-151.

[17]González Flores, Luis Felipe, Evolución de la instrucción pública en Costa Rica (San José, Editorial Costa Rica, 1978), p. 301.

[18]Gudmundson, Lowell, Estratificación socio-racial y económica de Costa Rica: 1700-1850 (San José, Editorial Universidad Estatal a Distancia, 1978), pp. 100-101. McCreery, David, Rural Guatemala 1760-1940 (Stanford, Stanford University Press, 1994), pp. 101 y 127.

[19]Kamen, Henry, La Inquisición española (Barcelona, Crítica, 1979), pp. 289-324. Bennassar, Bartolomé, ed., Inquisición española: poder político y control social (Barcelona, Crítica, 1981), pp. 332-336. Konetzke, Richard, América Latina. La época colonial, 8a. edición (México, Siglo XXI, 1979), pp. 262-263.

[20]Darnton, Robert, The Literary Underground of the Old Regime (Cambridge, Mass., Harvard University Press, 1982), pp. 41-166.

[21]Mérida, “Historia crítica de la Inquisición”, pp. 127-151. El total de volúmenes abarca los tomos y ejemplares de una misma obra.

[22]Mérida, “Historia crítica de la Inquisición”, pp. 127-151. El 13,7 por ciento restante corresponde a obras que versaban sobre otros temas o cuyo contenido no pudo ser determinado.

[23]Darnton, Robert, La gran matanza de gatos y otros episodios de la historia de la cultura francesa (México, Fondo de Cultura Económica, 1987), pp. 223-225.

[24]Mérida, “Historia de la Inquisición”, p. 152.

[25]El Indicador, Guatemala, 22 de agosto de 1825, p. 180.

[26]La Tijereta, San Salvador, 16 de marzo de 1838, p. 18.

[27]Vega, Patricia, De la imprenta al periódico. Los inicios de la comunicación impresa en Costa Rica 1821-1850 (San José, Editorial Porvenir, 1995), p. 55. Cardoso, Ciro, “La formación de la hacienda cafetalera en Costa Rica (siglo XIX)”. Avances de Investigación. Proyecto de Historia Social y Económica de Costa Rica 1821-1945. San José, No. 4 (1976), p. 21. Molina Jiménez, Iván, “Habilitadores y habilitados en el Valle Central de Costa Rica. El financiamiento de la producción cafetalera en los inicios de su expansión (1838-1850)”. Revista de Historia. San José, No. 16 (julio-diciembre de 1987), pp. 85-128.

[28]Crónica de Costa Rica, San José, 10 de noviembre de 1858, p. 4. El anuncio aparecía aún en una edición de ese periódico, fechada el 30 de abril de 1859, p. 4.

[29]García Laguardia, Precursores ideológicos, pp. 12-13, 30-31 y 34-35. Meléndez, Carlos, La Ilustración en el antiguo Reino de Guatemala, 2da. edición (San José, Editorial Universitaria Centroamericana, 1974), pp. 167-177. Bonilla, Adolfo, Ideas económicas en la Centroamérica ilustrada 1793-1838 (San Salvador, FLACSO, 1999), pp. 117-212. Araya, Seidy, Las letras de la Ilustración y la Independencia en el Reino de Guatemala (Heredia, Editorial Universidad Nacional, 2001), pp. 15-44.

[30]García Laguardia, Precursores ideológicos, p. 37.

[31]Noticioso Universal, San José, 31 de mayo de 1833, p. 483.

[32]“Los libros prohibidos”. Revista de la Academia de Geografía e Historia de Nicaragua. Managua, 10: 1 (1948), pp. 88-94.

[33]Oliva, Mario, “La novela y su influencia en el movimiento popular costarricense”. Aportes. San José, Nos. 26-27 (septiembre-diciembre de 1985), p. 33.

[34]El Imparcial, Guatemala, 2 de mayo de 1825, p. 116.

[35]Luján Muñoz, “La biblioteca jurídica”, p. 103.

[36]Bolaños, Obras de don Pío Bolaños, p. 276. Molina Jiménez, El que quiera divertirse, p. 104. Valle, Rafael Heliodoro, Historia de la cultura hondureña (Tegucigalpa, Editorial Universitaria, 1981), p. 23. Valenzuela, Gilberto, Bibliografía guatemalteca, t. V (Guatemala, Tipografía Nacional, 1963), p. 79.

[37]Molina Jiménez, El que quiera divertirse, pp. 123 y 125.

[38]Molina Jiménez, El que quiera divertirse, pp. 75-101.

[39]El Eco Católico de Costa Rica, San José, 3 de febrero de 1900, p. 7; 10 de marzo de 1900, p. 48; 4 de agosto de 1900, p. 215; y 18 de agosto de 1900, p. 231. Molina Jiménez, Iván, “La cultura a remate. Documentos para la historia cultural de El Salvador. La librería de Villacorta (1923)”. Revista de Filosofía. San José, XXXII: 78 y 79 (diciembre de 1994), pp. 235-245. Valle, Historia de la cultura hondureña, p. 23.

[40]O’Ryan, Juan Enrique, Bibliografía guatemalteca de los siglos XVII y XVIII (Guatemala, Ministerio de Educación Pública, 1960). La primera edición data de 1897. Oss, Adriaan C. van, “Printed Culture in Central America, 1660-1821”. Jahrbuch für Geschichte von Staat, Wirtschaft und Gesellschaft Lateinamerikas. Colonia, 21 (1984), pp. 83-86. Para una síntesis en español de este artículo, véase: Oss, Adriaan C. van, “La literatura impresa en el Reino de Guatemala, 1660-1821”. Zilbermann de Luján, Historia general de Guatemala, t. III, pp. 641-652

[41]Valenzuela, Bibliografía guatemalteca, ts. III, IV y V (Guatemala, Tipografía Nacional, 1961). Meléndez, Carlos, “Los veinte primeros años de la imprenta en Costa Rica 1830-1849”. Revista del Archivo Nacional. San José, Nos. 1-12 (enero-diciembre de 1990), pp. 41-84. Latin American Bibliographic Foundation y Ministerio de Cultura de Nicaragua, Bibliografía nacional nicaragüense, 1800-1978 (California, Latin American Bibliographic Foundation y Ministerio de Cultura de Nicaragua, 1986). García Villas, Mariano, “Lista preliminar de la Bibliografía Salvadoreña de las obras existentes en la Biblioteca Nacional” (San Salvador, Biblioteca Nacional, 1952).  García, Miguel Ángel, Bibliografía hondureña, t. I (Tegucigalpa, Banco Central de Honduras, 1971), pp. 15-19; ídem, La imprenta en Honduras 1828-1975 (Tegucigalpa, Editorial Universitaria, 1988), p. 13, 23-41, y 175-176. Vega, De la imprenta al periódico, pp. 26-31.

[42]Meléndez, La Ilustración en el antiguo Reino de Guatemala, pp. 167-177. Sobre los intereses con que estaban vinculados esos periódicos, véase: Woodward, “Economic and Social Origins”, pp. 560-562.

[43]Valenzuela, Bibliografía guatemalteca, ts. III, IV y V. Reyes Monroy, José Luis, Bibliografía de la imprenta en Guatemala (adiciones de 1769 a 1900) (Guatemala, Editorial “José de Pineda Ibarra”, 1969). Los datos de Guatemala parecen estar subvalorados para el período 1841-1850, en el cual Valenzuela no registra periódicos nuevos.

[44]Blen, Adolfo, El periodismo en Costa Rica (San José, Editorial Costa Rica, 1983), pp. 13-65. Meléndez, “Los veinte primeros años”, pp. 57-62. Valle, Historia de la cultura hondureña, pp. 64-65. Hemeroteca Nacional “Manolo Cuadra”, Catálogo de periódicos y revistas de Nicaragua (1830-1930)” (Managua, Biblioteca Nacional “Rubén Darío”, 1992), pp. 15-17. García, La imprenta en Honduras, pp. 58-68.

[45]Oss, “Printed Culture in Central America, 1660-1821”, pp. 77-107. Lamentablemente, van Oss no distinguió entre libros y folletos y hojas sueltas, razón por la cual el número de los primeros es solo aproximado.

[46]Oss, “Printed Culture in Central America, 1660-1821”, pp. 87 y 101. La cifra se basa en una estimación a partir de los datos que ofrece este artículo.

[47]Valenzuela, Bibliografía guatemalteca, ts. III, IV y V. Reyes Monroy, Bibliografía de la imprenta en Guatemala, pp. 8-19. Meléndez, “Los veinte primeros años”, pp. 62-69. Dobles Segreda, Luis, Índice bibliográfico de Costa Rica (San José, Imprenta Lehmann, 1927-1936; Asociación Costarricense de Bibliotecarios, 1968); Latin American Bibliographic Foundation y Ministerio de Cultura de Nicaragua, Bibliografía nacional nicaragüense, 1800-1978. García, Bibliografía hondureña, pp. 15-19. Los datos de El Salvador están particularmente subvalorados para el período 1841-1850.

[48]Molina Jiménez, El que quiera divertirse, p. 61.

[49]El Indicador, Guatemala, 6 de diciembre de 1824, p. 33.

[50]Semanario de Guatemala, Guatemala, 10 de noviembre de 1836, p. 126.

[51]Gazeta del Gobierno, San Salvador, 16 de julio de 1831, p. 118.

[52]El auge en la exportación de grana fue posterior a 1840. McCreery, Rural Guatemala, pp. 113-129.

[53]El Indicador. Guatemala, 2 de mayo de 1826, p. 324. Valenzuela no registra este texto, aunque sí uno de tema similar, titulado Nopal e impreso en 1826. Valenzuela, Bibliografía guatemalteca, t. III, p. 1826.

[54]Sobre la piratería editorial y los derechos de autor en la Europa del siglo XVIII, véase, entre otros: Darnton, Robert, The Business of Enlightenment. A Publishing History of the Encyclópedie 1775-1800 (Cambridge, Mass., Harvard University Press, 1979), pp. 131-175. Chartier, Roger, Cultura escrita, literatura e historia. Conversaciones con Roger Chartier (México, Fondo de Cultura Económica, 1999), pp. 59-74.

[55]Archivo Nacional de Costa Rica. Mortuales Independientes. San José. Exp. 148 (1843).

[56]Cardoso, “La formación de la hacienda cafetalera”, p. 21.

[57]Darnton, La gran matanza de gatos, pp. 250-254; ídem, The Kiss of Lamourette, pp. 125-126 y 300. Wittmann, Reinhard, “¿Hubo una revolución en la lectura a finales del siglo XVIII?” Cavallo, Gugliemo y Chartier, Roger, eds., Historia de la lectura en el mundo occidental (Madrid, Taurus, 1998), pp. 451-459.

[58]La Oposición, Guatemala, 17 de octubre de 1837, p. 32.

[59]La Oposición, Guatemala, 17 de octubre de 1837, p. 32.

[60]La Oposición, Guatemala, 17 de octubre de 1837, p. 32.

[61]Lyons, Martyn, “Los nuevos lectores del siglo XIX: mujeres, niños, obreros”. Cavallo y Chartier, Historia de la lectura, pp. 476-477.

[62]Molina Jiménez, Iván, “La alfabetización popular en El Salvador, Nicaragua y Costa Rica: niveles, tendencias y desfases (1885-1950)”. Revista de Educación. Madrid, No. 27 (enero-abril, 2002).

[63]Molina Jiménez, Iván, “Plumas y pinceles. Los escritores y los pintores costarricenses: entre la identidad nacional y la cuestión social (1880-1950)”. Revista de Historia de América. México, No. 124 (enero-junio de 1999), pp. 60-64.

[64]Oliva, “La novela y su influencia”, p. 34.

[65]Quesada, Álvaro, “La muerte de Tolstoi en la prensa costarricense”. Revista de Filología y Linguística de la Universidad de Costa Rica. San José, XIV: 2 (julio-diciembre de 1988), p. 178.

[66]Mérida, “Historia de la Inquisición”, p. 131.

[67]Gagini, Carlos, Al través de mi vida (San José, Editorial Costa Rica, 1961), pp. 45-46. Las itálicas son del original.

[68]Bolaños, Obras de don Pío Bolaños, p. 344.

Sincronía Primavera 2002

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