Sincronía Primavera 2004


La Alianza Literaria. Una revista tapatía del siglo XIX

María del Socorro Guzmán Muñoz


 

Para conocer realmente la historia y el desarrollo de las letras nacionales,  no debemos olvidarnos del material publicado en las revistas y en los periódicos, ya que gran parte de lo producido por los escritores -sobre todo en el siglo XIX- se encuentra disperso en las páginas de las publicaciones periódicas. En Guadalajara, una de las revistas más importantes durante la segunda mitad del siglo XIX, fue La Alianza Literaria, la cual surgió en una época en la cual circulaban en la capital tapatía numerosas publicaciones, la mayoría con la intención de defender sus ideas políticas o religiosas, ésta con el propósito primordial de dar a conocer el material literario de sus socios.

 

La Alianza Literaria  fue el órgano de difusión de la sociedad cultural homónima, fundada en septiembre de 1867, con la cual inició el resurgimiento de las letras en Guadalajara, tras el efímero y trágico Imperio. Esta agrupación fue creada por algunos de los intelectuales liberales más importantes del Estado, integrantes de la primera generación de románticos jaliscienses, y se convirtió en el centro de la actividad cultural tapatía de esos años. Conformada por amantes de las letras, las ciencias y las bellas artes, para ser socio activo o corresponsal de La Alianza Literaria era necesario tener una carrera científica, literaria o una conocida dedicación a estudios de este tipo.[1]

 

Muchos de los escritores de la época pertenecieron a una o a varias agrupaciones culturales, lo cual les permitía relacionarse con personajes importantes de la vida política o literaria, además de que muchas veces tenían la oportunidad de dar a conocer su obra en las páginas de las publicaciones de estas sociedades. Pertenecer a alguna de ellas también significaba  cierto prestigio profesional, ya que los periódicos y revistas de la época solían comentar en sus páginas lo ocurrido en las sesiones o eventos organizados por estos grupos.[2]

Históricamente, La Alianza Literaria -desde su fundación como sociedad en 1867, hasta la publicación del último número de su revista, en 1876, queda comprendida en la década de la restauración de la República, periodo de gran actividad cultural, en la que predominó una corriente nacionalista. Fue el tiempo del renacimiento literario con el impulso de Ignacio Manuel Altamirano, bajo cuya dirección apareció en 1869, en la capital del país, la revista El Renacimiento, considerada el mejor documento de nuestras letras en el siglo XIX.

 

Durante la primera época de La Alianza Literaria su presidente fue don José María Vigil y por más de dos años celebró sus sesiones semanales en la Biblioteca Pública del Estado, de la cual Vigil era director. Al reinstalarse años después -en febrero de 1874- la presidencia estuvo a cargo de Juan Zelayeta, ya que para entonces Vigil y algunos otros miembros de la primera mesa directiva -como fue el caso de Pedro Landázuri- habían cambiado su residencia a la ciudad de México.

 

En torno al proyecto de La Alianza Literaria -es decir, a la agrupación y a las dos épocas de la revista- hemos encontrado un total de 53 nombres, tanto de socios como de colaboradores, entre los cuales destacan:  Diego Baz, Pedro Landázuri, Luis Pérez Verdía, Emeterio Robles Gil, Salvador Quevedo y Zubieta, José López Portillo y Rojas, Manuel Puga y Acal, Manuel Caballero y, entre las damas,  Isabel Prieto de Landázuri, Esther Tapia de Castellanos y Antonia Vallejo. Algunos de estos nombres pertenecen tanto a la historia política como a la historia de las letras del estado de Jalisco, ya que -como dice Clementina Díaz y de Ovando- durante el siglo XIX “los gladiadores de la política mexicana lo eran también de las letras nacionales”.[3]

 

Aunque La Alianza Literaria contó con su propio órgano de difusión hasta la segunda época, los socios escribían con constancia desde su fundación. El  bibliógrafo tapatío, Juan Bautista Iguíniz, afirma que el  primer número de esta revista - que prometía ser bimensual- apareció el 1º de marzo de 1875 y el último, el 13 de enero del año siguiente, con un total de 13 números publicados[4], de los cuales hasta ahora no hemos podido localizar ninguno. Hemos tenido mejor suerte con la segunda época de la revista, la cual  comprendió del 21 de marzo al 1º de noviembre de 1876, ya que hemos localizado los 19 números que vieron la luz en este periodo.

 

Como muchas de las agrupaciones de la época, La Alianza Literaria tuvo un reglamento, en el cual se establecía como uno de los objetivos de la sociedad, publicar un periódico en el que se darían a conocer los trabajos de los socios que hubieran sido leídos y aprobados en las sesiones, siempre y cuando el autor estuviese de acuerdo. El conocer el reglamento de La Alianza Literaria nos ha permitido darnos cuenta de la función social que tenía en el siglo XIX el pertenecer a una agrupación cultural y el compromiso y seriedad que esto implicaba.

 

En cuanto a los socios, en la parte segunda del reglamento se establece que éstos podían ser de tres tipos: activos, corresponsales u honorarios. Entre los derechos de los socios activos estaba el recibir los números del periódico a cinco centavos, en vez de seis y cuarto que costaban a los suscriptores, así como enviar por correo -a cuenta de la sociedad- las suscripciones del periódico que hubieran logrado colocar fuera de la ciudad.  En contraparte, entre sus obligaciones estaba la de tomar diez suscripciones del periódico, por lo menos, pagándolas por adelantado cada mes. La falta de pago de la cuota de gasto común que también debían aportar o de la suscripción obligatoria al periódico, significaba la renuncia del socio, quien dejaba de pertenecer a la sociedad.

 

Entre las responsabilidades del archivero estaba la de guardar los periódicos que la sociedad recibiera en intercambio por el suyo, así como las colecciones de éste que se mandaran archivar. El tesorero, por su parte y entre otras funciones, debía contratar a alguien que -por ocho pesos mensuales- se encargaría  de repartir el periódico entre los socios, además de realizar otras tareas.

 

Bajo estos lineamientos es que salió a la luz, al iniciar la primavera de 1876,  La Alianza Literaria. Revista literaria y científica, órgano de la sociedad del mismo nombre, una publicación de 16 páginas, a dos columnas, en las cuales se aprovechaba al máximo el espacio y en la que no había anuncios. En su primer número se informó que aparecería cuatro veces al mes, los días 7, 14, 21 y 28.

 

Esta regularidad se cumplió en los primeros doce números, con la única excepción de que el número que debía aparecer el 14 de mayo vio la luz hasta el día 21 de ese mes. Los últimos siete fueron quincenales, apareciendo los días 1º y 15 de cada mes, siendo el último el del 1º de noviembre. Este cambio en la periodicidad se dio a partir del número 13, correspondiente al 1º de agosto. 

 

La parte tercera del reglamento trata lo relativo a los funcionarios de la sociedad, estipulándose que la comisión redactora del periódico estaría integrada por tres socios, quienes durarían en su cargo tres meses. Podían ser reelectos, pero haber servido en un periodo era excusa suficiente para no aceptar servir en el siguiente, aunque se tratara de cargo distinto. Las atribuciones de la comisión redactora eran:

 

I.- Elegir libremente entre los trabajos aprobados por la sociedad los que debían publicarse en cada número del periódico, buscando que éste tuviera el mayor interés y variedad posibles.

II.- Contratar en alguna imprenta, previo acuerdo de la sociedad sobre el monto del gasto, las condiciones para la publicación del periódico. Los 19 números que conocemos de esta revista, salieron de la tipografía de Dionisio Rodríguez.

III.- Corregir las pruebas que diera la imprenta cuando los autores de los trabajos no manifestaran que ellos se encargarían de hacerlo, o cuando aunque lo hubieran manifestado, no lo hicieran con oportunidad.

IV.- Recibir de la imprenta los números del periódico y mandarlos distribuir entre los socios, según el número de suscripciones que tuvieran, descontando de ellas las que por su orden hubieran de enviarse a suscriptores extraños.

 

 Los redactores de los primeros dos números fueron Emeterio Robles Gil, Antonio Zaragoza y Manuel Caballero. El primero de ellos es el que cumplió cabalmente con sus tres meses en la comisión redactora, es decir del 21 de marzo al 21 de junio de 1876, luego hubo un paréntesis en la publicación de la revista, la cual se reanudó el 1º agosto, apareciendo nuevamente Robles Gil como uno de los redactores, esta vez sólo por mes y medio más. Otro que también llevó a término su nombramiento por tres meses fue Antonio Zaragoza, del 1º de agosto al 1º de noviembre, fecha en la que apareció el último número publicado. Varios fueron los escritores que se alternaron en estas funciones,  siendo Diego Baz y Juan Zelayeta de los más constantes -luego de Robles Gil- ya que sus nombres aparecen en 13 de los 19 números publicados. Otros, como el de Manuel Puga y Acal lo hace en cuatro números y el de Manuel Caballero, sólo en dos.

 

En el primer número de esta segunda época, tras poco más de dos meses de haber concluido la primera, los redactores hacen del conocimiento de los lectores que, al igual que la sociedad a la que pertenecen, la publicación tiene como objetivos: el adelanto intelectual de la juventud jalisciense y la formación de la literatura nacional; impulsar las obras de los socios cuya reputación ya está formada, así como el permitir que el público lea y juzgue las producciones de los que comienzan y, una tercera razón “de decoro”: demostrar a otras poblaciones, con la publicación de esta revista, que en Guadalajara también existía la idea de adelanto y progreso.

 

Como ya comentamos, Guadalajara vivía una efervescencia periodística y la mayor parte de las publicaciones tenía corta vida, como señaló en 1873 John Lewis Geiger, un extranjero que estuvo en la capital tapatía:

 

En Guadalajara no existen periódicos diarios, pero sí unas ocho o diez crónicas que se publican de una a dos veces por semana. Las más de ellas tienen corta vida. Casi cada semana se echa de menos una publicación... y nace otra, de tal modo que, al final del año, sólo una o dos sobreviven”.[5] 

 

 

En ese océano de hojas impresas destacó La Alianza Literaria por ser una revista seria, siendo el auténtico portavoz literario de este grupo de intelectuales jaliscienses. El 17 de julio de 1876, en las páginas de La golondrina. Semanario de las señoritas, apareció el siguiente artículo firmado con el seudónimo “Angel Pitou”:

 

Los periódicos que se publican en esta capital, dedicados casi en su totalidad, a las cuestiones políticas, poco interés ofrecerán para vosotras, simpáticas lectoras. No obstante, hay uno puramente literario y del cual voy a hablaros.

Creo que ninguna de mis amabilísimas lectoras dejará de estar suscrita á la “Alianza Literaria” periódico redactado por los Señores Baz, Robles Gil, Zelayeta, Coronado, Zaragoza y Verdía; es decir, por la flor y nata de nuestros escritores, así en prosa como en verso. [...]

 

            El contenido de La Alianza Literaria fue muy diverso, predominando las colaboraciones de carácter literario. Entre las producciones poéticas encontramos algunas románticas, otras elegíacas, que tienen por tema el amor, la naturaleza y la muerte, ya sea de la amada o de algún familiar querido, algunas son traducciones de poemas de Byron o de Lamartine, otras fueron escritas en el álbum de alguna dama, lo cual era muy usual en la época. Con motivo de la Semana Santa de ese año, se incluyeron varias colaboraciones con tema religioso -en prosa y en verso- en el número del 14 de abril. Asimismo encontramos algunas de tema patriótico dedicadas a héroes de nuestra independencia y que fueron declamadas en la velada literaria celebrada el 15 de septiembre en el Salón del Liceo de Varones en la cual también hubo números musicales, entre ellos una “bellísima polka” compuesta por Luis G. Palomares a La Alianza, evento al cual asistió “lo más selecto de la sociedad tapatía”, según se reseña en el número siguiente de la revista.

           

            Las leyendas medievales, con sus tétricas escenas tan queridas por los románticos, no podían faltar en las páginas de La Alianza Literaria. Mariano Coronado tradujo en verso una del alemán titulada “La maldición del bardo” de Ludwig Uhland e Híjar y Haro nos ofrece una de su inspiración imitando las germanas, titulada “Roberto y Laura”, en la cual el amante, que murió en batalla, regresa una noche por su amada.

 

            Los trabajos en prosa fueron variados, ya que La Alianza Literaria incluyó cuentos, leyendas, ensayos, crónicas  y discursos. Manuel Puga y Acal es el autor de los tres cuentos publicados en los números que conocemos, el titulado “Amparo”  tiene la característica de que se desarrolla en Guadalajara, en contraste con los otros dos que tienen por escenario las ciudades europeas de Hamburgo y Salamanca. 

 

Además de la leyenda traducida por Mariano Coronado, se incluyen dos que se desarrollan en Italia, la titulada “Bianca” es de la autoría de Manuel Caballero y de Salvador Quevedo y Zubieta es “El amor entre dos corazones”, ambas son historias de amores frustrados que terminan con la muerte de ambos amantes.

 

En cuanto al ensayo, hay uno de corte biográfico a cargo de Juan Zelayeta titulado “Un recuerdo de la infancia de Ernesto Renan”[6]. El aspecto económico domina en el trabajo de Luis Pérez Verdía titulado “El libre cambio y el sistema protector”, del mismo autor encontramos uno de corte histórico que apareció en cuatro números, “Apuntes históricos sobre la guerra de Independencia de Jalisco”, los cuales serían publicados en 1886.

 

Entre los ensayos informativos o reportajes, se encuentra el de Rafael Arroyo de Anda sobre “El panteón de San Fernando en México” y el del profesor Juan Ignacio Matute sobre la instrucción pública del país, basándose en la información proporcionada por José Díaz Covarrubias, en él incluye un cuadro en el que se observa que en Guadalajara el Ayuntamiento sostenía igual número de escuelas para ambos sexos. A nivel nacional, la proporción era de una alumna por cada seis varones, lo cual, dice el autor “debe llamar la atención del gobierno y del pueblo pues no hay motivo ninguno en que se pueda fundar este abandono de la instrucción de la mujer, quien, como es sabido, forma la base de la familia, por ser en medio de esta donde se empieza a formar el corazon [sic] de los niños”. Asimismo informa que los seminarios, a pesar de la importante disminución de sus recursos tras la nacionalización de sus bienes, se habían duplicado en los últimos doce años. El mismo autor firma el artículo “Penitenciaría de Guadalajara” en el cual informa que en abril de ese año -1876- eran 1,181 los presos del sexo masculino y 33 del femenino, entre las causas más frecuentes estaban: el homicidio, el robo, el abigeato y el estupro, así como la embriaguez, el conato de golpes a la madre y la vagancia. Se queja de la ociosidad en la que viven los presos y propone “el trabajo y la instrucción moral y religiosa” como remedio a esta situación, indicando que esto se llevaba con buen éxito en varios países cultos, como Estados Unidos, cuyo sistema penitenciario estaba a la vanguardia del de otros países, por lo que la Penitenciaría de Pensilvania había sido el modelo para la de Guadalajara. 

 

En los números 14, 15 y 17 se dedicaron varias páginas al debate sobre Copérnico y Galileo, sostenido entre Lauro Díaz Morales,  presbítero y catedrático del Seminario y Juan Zelayeta, de La Alianza Literaria. Emeterio Robles Gil es autor de tres interesantes artículos de costumbres, compuestos de varias escenas, titulados “¿Quién de ustedes es Perico?”, “El baile. Diálogo íntimo” y “El gozo al pozo”. El toque de humor lo encontramos en las “Semblanzas Literarias”, en las cuales Alberto Santoscoy describe con gracia a algunos de sus compañeros y también a sí mismo.

  

Aunque esta agrupación contó con varias damas entre sus socios, en estos 19 números sólo hay una colaboración femenina, en el número 15 se incluyó la carta que Isabel Ángela Prieto de Landázuri envió desde Alemania, donde residía. En ella la poetisa agradece el nombramiento de socia corresponsal que le han hecho llegar, así como el reglamento que dice haber leído con atención y estar dispuesta a cumplir. Anexa un poema escrito tras la muerte de su hijo, meses antes, para que fuera sometido al criterio de los demás socios.   

 

Llama la atención que tres autores, Antonio Zaragoza, Salvador Quevedo y Zubieta y Manuel Puga y Acal, éste bajo el seudónimo Búm-Búm, al firmar la sección titulada “Revista de Guadalajara”, en los números 7, 14 y 15, respectivamente, coincidan en afirmar que la capital tapatía estaba invadida por el hastío. El primero afirma: “Guadalajara se pavonea orgullosamente disfrutando la plena posesión del más horripilante fastidio que las edades han presenciado”, al mismo tiempo se queja de la abundancia de malos poetas.  

 

Ante este panorama sobre el contenido de esta revista, nos damos cuenta de que el material publicado en sus páginas es un reflejo de la literatura de la época, al mismo tiempo que de la realidad que preocupaba a estos escritores. Asimismo, llama la atención el grado de compromiso que se les exigía a los socios para sacar adelante este proyecto cultural así como su publicación, la cual, como señalamos, no incluía anuncios.

 

Cabe destacar, por otra parte, la extrema juventud de algunos de ellos, como Manuel Puga y Acal, quien en 1876 contaba sólo con 16 años, Salvador Quevedo y Zubieta 17 y Alberto Santoscoy 19 y, que muy probablemente dejaron sus primicias en las páginas de La Alianza Literaria, que, como afirmara Iguíniz en 1932, “puede considerarse como una de las mejores, entre las de su género, que han visto la luz en Guadalajara”.

 



[1] Así se estipula en el artículo 2 de la parte segunda del reglamento de esta sociedad, firmado en Guadalajara el 17 de diciembre de 1875.

[2] Alicia Perales Ojeada: Asociaciones literarias mexicanas, siglo XIX, UNAM, México, 1957, p. 16.  

[3] Clementina Díaz y de Ovando: Un enigma de Los Ceros: Vicente Riva Palacio o Juan de Dios Peza, México, UNAM, 1994, (Al Siglo XIX/ida y regreso), p. 8.

[4] Juan B. Iguínez: El periodismo en Guadalajara 1809-1915, Imprenta Universitaria, Guadalajara, 1955, (Biblioteca Jalisciense, núm. 13), p. 122.

[5] En Juan B. Iguíniz: Guadalajara a través de los tiempos. Relatos y descripciones de viajeros y escritores desde el siglo XVI hasta nuestros días, Guadalajara, Banco Refaccionario de Jalisco, 1950, t. II, p. 8. 

[6] Escritor, filólogo e historiador francés, 1823-1892, cuyas obras exponen su fe en la ciencia y sus convicciones racionalistas, en Recuerdos de infancia y de juventud de 1883, evocó la crisis de conciencia que le hizo perder la fe. Aquí Zelayeta comenta una de las historias que a Renán le contó su madre: El majador de lino.