Necroescrituras, las muertes duras y los sujetos endriagos

Necrowritings: the hard deaths and the endriagas subjects

Cándida Elizabeth Vivero Marín
Centro de Estudios de Género. Universidad de Guadalajara (MÉXICO)
CE: elizabeth_vivero@hotmail.com / ID ORCID: 0000-0002-2209-7021   

DOI: 10.32870/sincronia.axxiv.n77.13a20


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Recibido: 08/07/2019
Revisado: 07/10/2019
Aprobado: 15/11/2019

RESUMEN
Los conceptos de necroescritura y desapropiacion, empleados por la escritora y académica Cristina Rivera Garza y de sujetos endriagos, empleado por Sayak Valencia, son referidos en este trabajo para comentar, desde una visión de género, tres novelas de igual número de narradoras mexicanas donde la representación de la muerte, por medio de la violencia extrema, distancia al lector del placer estético y lo colocan de frente a un imaginario escalofriante.

Palabras clave: Necroescritura. Desapropiación. Sujetos endriagos. Necropoder. Escrituras de comunalidad.

ABSTRACT
The concepts of necrowriting and dispossession, employed by the writer and academic Cristina Rivera Garza, and endriagos subjects employed by Sayak Valencia, are referred to in this paper to comment, from a gender perspective, three novels of equal number of Mexican female narrators where the representation of death, through the extreme violence, distance to the reader aesthetic pleasure and place it in front of a chilling imaginary.

Keywords: Necrowriting. Dispossession. Endriagos subjects. Necropower. Comunality writings.

El concepto de necroescritura, acuñado a partir del término “necropolitics” de Achille Mbembe (2003) quien a su vez lo construye del concepto de biopoder de Michel Foucault (véase Falomir Archambault, 2011, p. 14), ha sido empleado por la escritora y académica Cristina Rivera Garza en su libro Los muertos indóciles. Necroescritura y desapropiación (2013), con el propósito de aludir a un proceso dialógico de escritura donde la unicidad del autor se desplaza a la función del lector no para crear en él un sentido de apropiación del mundo, sino al contrario, de desapropiación (2013, p. 22). Surgida de un contexto de extrema mortandad, en el que las necropolíticas del Estado desubjetivizan al sujeto sacándolo del lenguaje para transformarlo de un hablante a un viviente (cfr. Mbembe, 2003), las necroescrituras dan cuenta igualmente del necroempoderamiento de los sujetos endriagos (sujetos monstruosos) que utilizan la muerte como medio de obtención de fines económicos, pero también para mantener los dividendos de género (cfr. Valencia, 2010).
En este escenario de brutalidad, violencia desmedida y narcoterrorismo, algunas autoras mexicanas nacidas a partir de la década de 1970 recuperan estas estrategias para crear, como sostiene Rivera Garza, un sentido de desapropiación en el lector pero no para configurar comunalidades de escritura (2013, p. 22), sino para propiciar un alejamiento estético que produzca, en consecuencia, una sensación de absurdo ante las prácticas necrófilas. Y aquí me refiero a las prácticas necrófilas no a aquéllas que se deleitan en el placer sexual con cadáveres, sino por medio de las cuales se obtiene goce y disfrute, sí, pero por el acto mismo de provocar la muerte de forma “dura”, es decir, deshumanizada por cruel, torturante, visualmente impactante y con claras intenciones de provocar terror a quien la padece y a quien recibirá la imagen del cuerpo violentado.
De ahí que, el objetivo de este trabajo, es analizar desde la perspectiva de la literatura escrita por mujeres y desde un enfoque de género, las neoescrituras, el necroempoderamiento (desde el planteamiento de Achille Mbembe) y sujetos endriagos (referido por Valencia), en tres autoras mexicanas, a saber: Susana Iglesias, en Señorita Vodka (2013); Nadia Villafuerte, en Por el lado salvaje (2011); y Orfa Alarcón, en Perra brava (2010).

Las mujeres también puede ser “sujetas endriagas”
Señala Sayak Valencia, en su libro Capitalismo gore, que los sujetos endriagos son aquellos sujetos monstruosos resultado de la Masculinidad hegemónica que impone a sus hombres determinadas características o cualidades a cumplir en aras de ser reconocidos como “verdaderos hombres”. Es así que los sujetos endriagos se definen como: “los nuevos sujetos ultraviolentos y demoledores del capitalismo gore” (2010, p. 90). Dicha violencia es producto, por lo tanto, de la hegemonía del binarismo de género que configura, construye y aun exige de los sujetos sexuados la ejecución o performancia de roles, por lo que se imponen los performativos sociales que a su vez ciñen y violentan a los sujetos al impedirles formas de actuación distinta a lo ya establecido por la normatividad de género y la heterosexualidad obligada (cfr. Judith Butler, 2006 y 2007).
Como resultado de esta violencia a los cuerpos sexuados, se impone una condición de deseo en términos de aceptación y reconocimiento, de tal suerte que los sujetos se adecuan a las exigencias de la hexis corporal (cfr. Pierre Bourdieu cit. en McDowell, 2000) en aras de ajustarse a la normativa de género y garantizar de esa manera que sus vidas sean consideradas viables (Butler, 2006), tal como sucede en las tres novelas aquí estudiadas, pues, en los tres casos, los personajes hombres performan masculinidades hiperviolentas que encajan con los roles y el imaginario en torno a la masculinidad machista:

Lo conocí tal como lo que era: macho mamón insolente. (Alarcón, 2010, p. 21).
“Desnúdate”, ordena. Como estoy acostumbrada a los mandatos, no hay novedad (Villafuerte, 2011, p. 56).
Al principio el hijo de puta principal me pidió dinero por devolverme mi vida (Iglesias, 2013, p. 33).

De ahí que la conformación no sólo del cuerpo, sino también de sus afectos, sexualidades y, en términos amplios, subjetividad, se enmarca en lo que he denominado “simetría genérica” y que a su vez lleva no sólo a la estetización, como señala Butler (2006), sino a toda una “estética de género” que tiene que ver con un sentido de lo bello en tanto armonización y equilibrio entre lo corporal y lo subjetivo (Vivero, 2014, p. 12).
En las coreografías de género (Valencia, 2010) que se derivan de estas dinámicas de performancia del género, y en las que las tecnologías de género (Teresa de Lauretis, 1989) cobran un papel fundamental, los sujetos sexuados se ajustan a los performativos sociales para crear sus identidades y ajustarse así a las exigencias y expectativas que se proyectan en ellos. Los sujetos endriagos, sostiene Valencia, son producto de dicha política donde se atraviesa la raza, la condición social y, yo añadiría, la edad.
De esta forma, para los cuerpos nacidos varones, o colocados en esta categoría sexual, las cualidades y roles que se les asignan tienen relación con la noción de dominio sobre los otros y las otras, llámense seres humanos o no. Es decir, en un cuerpo ubicado y etiquetado como varón, a partir de sus órganos sexuales o bien de su sexo cromosomático, esto es, de la confirmación de la presencia de los cromosomas XY con independencia de la visibilización tácita de los órganos reproductores, se lleva a cabo la implementación del discurso androcéntrico que ve en la fuerza, la violencia y la capacidad de dominar al otro, a las otras y al entorno, una cualidad aplaudible y, en consecuencia, deseable, tal como aparece repetida y reiteradamente en las tres novelas aquí estudiadas, puesto que en las tres se observan características y acciones ejecutadas por los personajes masculinos de manera violenta cuyo objetivo es la dominación de los otros:

-Qué, ¿te están molestando esos weyes? –el chilanguito se quiso hacer el machín.
Los Cabrones ya estaban enfrente de nosotros.
-No, wey, ni al caso, no pasa nada (Alarcón, 2010, p. 94)
-¿Me van a robar?
-Huilo de mierda.
Izra sacó la fusca (Villafuerte, 2011, p. 310)
Una semana y media atrás, no tenía que comer, rodando entre las putizas de Dave […]. (Iglesias, 2013, p. 200)

Los sujetos endriagos, como apunta Valencia, son el resultado de dichas políticas y también de las necropolíticas en tanto que, como sostiene Mbembe, éstas tienen como intención restarle a los sujetos su condición de seres humanos al impedirles confrontar la muerte de manera digna, esto es, confrontar la muerte no en el sentido de negarse a ella o defenderse de ella con temor o angustia, sino aceptar, desde la vida, la propia muerte: “Becoming subject therefore supposes upholding the work of death. To uphold the work of death is precisely how Hegel defines the life of the Spirit. The life of the Spirit, he says, is not that life which is frightened of death, and spares itself destruction, but that life which assumes death and lives with it. Spirit attains its truth only by finding itself in absolute dismemberment.” (2003, p. 14)
El necropoder y las necropolíticas derivadas de dicha forma de poder, continúa Mbembe, son el último reducto del colonialismo que se esfuerza por restarle esa condición de humanidad a los sujetos a través de acciones militarizadas y de vigilancia. El necropoder ejerce la fuerza entonces de maneras brutales (guerras, bombas, ocupaciones militares, etc.), pero también de maneras un tanto más sutiles como, justamente, negarles a los sujetos asumir sus muertes como sujetos con espíritu al precarizar sus vidas y mantenerlos en la incertidumbre continua y constante del morir, convirtiéndolos de esta manera en “muertos vivientes” (cfr. Mbembe, 2003, p. 29).
Los sujetos endriagos, ante dicha precarización ante la que no pueden performar el género como lo marca la Masculinidad hegemónica, se instalan casi sin problemas en las prácticas necrófilas pues asumen, como ellos mismos lo hacen en tanto cuerpos en el mundo, que los otros, las otras y el entorno no tienen valor en sí mismos: los cuerpos de los otros y de las otras no tienen valor ni poder en sí mismos, sino en cuanto representan mercancías capitalizables que reditúan en ganancias económicas. La desapropiación de un sentido común que crea empatía, se borra, se desdibuja por completo y se pierde el sentido de solidaridad. Por ello, los sujetos endriagos resultan “monstruosos” puesto que no se adecuan a los lineamientos éticos y morales, sino que, en un sentido opuesto mas semejante al mártir que señala Mbembe, ven en la inmediatez del disfrute y del goce de lo material su sentido de existencia. Su muerte, y la de los demás, no significa trascendencia (como en el caso del mártir), sino conclusión de una vida que, de todas formas, no daba bienestar ni satisfacción. Así, en las tres novelas, pero sobre todo en Señorita Vodka y Perra Brava, este tipo de muerte está latiendo de continuo a lo largo de la historia pues los personajes masculinos o son sicarios o son agentes de seguridad corruptos que no tienen mayores aspiraciones que la de vivir bien el momento, por lo que la trascendencia es dejada de lado para vivir en la inmediatez. La muerte no es gloriosa, sino todo lo contrario, es una muerte “mediocre”, una muerte más dentro de las miles de muertes diarias:

Cualquier cosa antes que esta vida mediocre […] (Alarcón, 2010, p. 112)
-Ya estuvo, ya estuvo. Necesito que te calmes ya, no hay tiempo […] Al lado hay una pistola, revísala, está cargada, quítale el seguro […] a ninguno de estos pendejos les va a llorar nadie. Limpieza social. Abre la puerta, tira la mierda esa sobre la banqueta, no te bajes, no te bajes hasta que yo te diga. (Iglesias, 2013, p. 184)

El capitalismo gore, como lo nombra Valencia, se instala entonces a plenitud en estos sujetos y se extiende, en consecuencia, a los otros y a las otras. En ese sentido, la subversión de roles de género por parte de algunas mujeres, que además aceptan su sexualidad en términos de mercancía igualmente intercambiable, las lleva a aceptar prácticamente sin cuestionamiento alguno el ejercicio de la violencia hacia los demás. Como señalé en su momento (Vivero, 2016), la apropiación de los cuerpos de las mujeres como moneda de cambio en el mercado de las transacciones, le sigue otorgando a la sexualidad de las mujeres un valor económico en el sistema capitalista neoliberal. Así, las protagonistas de las tres novelas, educadas y construidas en los valores androcéntricos que desvaloriza lo femenino, asumen en consecuencia el discurso y las prácticas violentas como estrategia de sobrevivencia, en un primer momento; pero también, en un segundo momento, de ejercicio de poder con todas las ganancias, dividendos, prerrogativas y status (social, político, económico) que les otorga colocarse de lleno y sin resquicios en el necropoder, las necropolíticas y las prácticas necrófilas:

Había tenido que aprender a hablar como los Cabrones para hacerme respetar. Yo, tan chiquita y tan menuda, tenía que alardear y gritar para no convertirme en la mascota de todos. (Alarcón, 2010, p. 158).
[Eduard] me veía como si pensara: así que es ella. Como si yo no coincidiera con lo que le habían contado de mí, haciéndole intuir: así que esta mujer es. (Villafuerte, 2011, p.375)
Doblo la esquina del Callejón del 57, acaricio mi revólver, quizá queda tiempo para un acto más de ruleta en Garibaldi […]. (Iglesias, 2013, pp. 211-212).

Los personajes femeninos, por todo lo que hasta aquí expuesto, pueden llevar a cabo el tránsito de sus roles de género tradicionales (ligados y asociados al cuidado, la crianza, la donación, la entrega, la espera, la paciencia, etc.) y convertirse ellas mismas en sujetas endriagas que asumen, se apropian y aun llegan a disfrutar de la violencia extrema.  

Del sentido del yo-para-mí a la escritura de la comunalidad
Como señalé al principio de este trabajo, Cristina Rivera Garza acuña el término “necroescritura” para dar cuenta de aquellas prácticas escriturales que continúan instaladas en el tercer elemento de la triada literaria (el/la lector/a), pero no con fines de apropiación de los mundos representados por ellas; sino, por el contrario, para formular un distanciamiento o desapropiación tanto a nivel del no-placer de la lectura, como a nivel de reconocimiento estético. De ahí que, contrario a lo que señalara en su momento Roland Barthes, la muerte del autor se vuelve necesaria para trasladar el efecto estético en el acto de leer, de donde radica la importancia del/de la lector/a: “sabemos que para devolverle su porvenir a la escritura hay que darle la vuelta al mito: el nacimiento del lector se paga con la muerte del Autor” (1987, p. 72). Sin embargo, Barthes, al proclamar el nacimiento del lector, consideraba que éste como sujeto receptor de la obra literaria, inmanentemente obtenía dos formas de placer de acuerdo, igualmente, con las dos maneras en las que las obras suelen construirse, a saber:  A) obras de goce, cuyo efecto estético se encuentra prácticamente subordinado a ciertas estrategias, procedimientos o estructuras ya preconcebidas por el subgénero literario en el que se inscriben (novela policíaca, de terror, de suspenso, de ciencia ficción, etc.) y que son conocidas de una u otra forma por el/la lector/a. Por ello, el goce de la lectura concluye en cuanto el sistema literario igualmente lo hace, por lo que el/la lector/a emprenderá la búsqueda de otra obra literaria que reproduzca la fórmula conocida en aras de gozar de su lectura. B) obras de placer, cuyo efecto estético se produce no por una determinación previa o por una estructura ya conocida, sino por el efecto mismo del lenguaje que crea un sentido total y pleno que provoca en el/la lector/a el auténtico placer de la lectura (véase Barthes, 2007, pp. 8-10).
En ese sentido, el texto literario, tal como señalara Boris Tomachevski (1982), produce a través del ritmo, creado por medio del lenguaje poético, un efecto estético que, ligado a las nociones de originalidad y novedad de la obra literaria, pueden llegar a producir el extrañamiento u ostranienie, la cual a su vez le otorga el grado de literariedad o literaturidad (literaturnost) a la obra (véase Víctor Schklovski, [1917] 1997). Así pues, la distancia que guarda el lenguaje poético con el lenguaje coloquial, creando un efecto en el lector, será la premisa sobre la que se base gran parte de la literatura escrita a lo largo de los siglos con algunos momentos de excepción como lo fueron el naturalismo, el infrarrealismo y, en el contexto de la literatura mexicana actual, la literatura basura, cuyo más conocido exponente es Guillermo Fadanelli.
No obstante, esta tensión entre la producción de un objeto bello a partir del lenguaje escrito, el sentido de la literatura hasta el momento había sido crear en el lector un sentimiento de empatía o identificación con el mundo posible representado en el texto. Conmover, conmocionar, agitar o sublimar ciertos sentimientos, emociones o afectos a través de la lectura, es el objetivo originario de la producción literaria. Sin embargo, como indica Rivera Garza, esta traslación entre la unicidad del autor al lector, ya no en términos de apropiación sino de desapropiación con respecto a lo que lee, parece ser la tendencia de la literatura en nuestros días, en particular de la que es producida por las generaciones más jóvenes de escritores en México. Si observamos con detenimiento, podremos percatarnos que, en efecto, en la última década han surgido textos, en particular novelas, que tratan el tema de la violencia extrema de maneras cada vez más crudas. Es verdad que Elmer Mendoza, considerado el principal exponente de lo que se llama “narcoliteratura”, comenzó a exponer los efectos y consecuencias del narcotráfico en el norte del país. Sin embargo, la propuesta de Mendoza, desde mi punto de vista, apela aún a un sentido de solidaridad con el otro, a una suerte de asombro ante la brutalidad de los efectos del narco arropado bajo las sombras de la corrupción del sistema mexicano. En cambio, las novelas que se han publicado en los últimos seis años, en específico por parte de las autoras mexicanas nacidas a partir de la década de 1970, configuran universos distintos, los cuales se diferencian no sólo por el hecho de que sus protagonistas son todas mujeres, sino porque rompen esa barrera del desencanto, tan caro a autores como el mismo Mendoza, Fadanelli o Luis Humberto Crosthwaite, y se sitúan más allá de las fronteras de lo humano. La “monstruosidad”, que se asocia sin duda a la “animalización” de los personajes en cuanto asociadas a lo instintivo salvaje, perturba al lector con su contenido y, en el caso particular de Orfa Alarcón, el lenguaje que emplea sin un aparente tratamiento estético: “Para que te lo sepas, traes encima la sangre de un cabrón con muchos huevos, y con todo y todo se lo cargó la chingada, porque la vida se gana a putazos.” (2010, p. 12)
Pero, antes de continuar, me gustaría señalar algunos puntos relevantes en cuanto a la literatura escrita por mujeres en México. En primer lugar, hay que recordar que el estudio de la historia de la literatura mexicana escrita por mujeres se remonta a principios de la década de 1980, en clara sintonía con la crítica literaria feminista que Elaine Showalter tuvo a bien denominar “ginocrítica”. Así, Showalter describe a la misma en los siguientes términos: “es el estudio de las mujeres como escritoras, y sus objetos de estudio son la historia, los estilos, los temas, los géneros y las estructuras de la escritura de mujeres; la psicodinámica de la creatividad femenina; la trayectoria individual o colectiva de las carreras de las mujeres; y la evolución, así como las leyes, de la tradición literaria femenina.” (1999, p. 82)
De este proceso de acercamiento a la literatura escrita por mujeres, se han sucedido varias etapas de estudio que se ligan en parte a la estructura tripartita que Janet Todd identifica en la literatura negra de mujeres:

Primero, lo femenino, donde la mujer trataba de igualar los logros masculinos internalizando los presupuestos de la cultura masculina; segundo, lo feminista didáctico, cuando las mujeres rechazaban el acomodamiento de la femineidad y usaban la literatura para dramatizar las experiencias penosas de la femineidad maltratada, y finalmente, la mujer volviéndose a la experiencia femenina como una fuente de arte autónomo. (Todd cit. por Broad, 1999, pp. 16-17).

¿Por qué se liga esta división con las etapas por las que ha pasado y pasa la ginocrítica tanto en México como en el resto del mundo académico? Porque, efectivamente, tanto a nivel de las escrituras personales y colectivas, como en el proceso de estudio a dichas escrituras, se suceden procesos similares que a continuación enumero:

  1. Búsqueda y recuperación de las autoras en la historia literaria: este primer momento, que en México inicia de manera formal en 1984 con la fundación de lo que ahora se conoce como el “Taller de teoría y crítica literaria feminista “Diana Morán”, y fundado por académicas de diversas instituciones educativas a nivel superior, el cual sigue sesionando de manera permanente en la ciudad de México, tuvo como intención formular, desde una perspectiva de los Women´s Studies (surgido en los años ´50 en Estados Unidos), una geneaología de autoras para reconstruir la historia de las escritoras. Estos trabajos, en muchas ocasiones basados en rescates hemerográficos, continúan hasta el día de hoy con cierto arraigo en las líneas de investigación de algunas académicas;
  2. Reivindicación de las propuestas y estéticas de las autoras: en este segundo momento, se ha intentado reposicionar nombres y obras que fueron o bien silenciadas por el olvido del canon, o bien despreciadas por no ajustarse a los parámetros estéticos androcéntricos pues carecían de intriga (plotless), clímax único y desenlace (lo que las narratólogas feministas como Maria Minich Brewer asocian con el placer orgásmico masculino; 1995). Este esfuerzo ha generado, entre otros, la creación de colecciones importantes en los estudios de la literatura mexicana escrita por mujeres como el que ha venido desarrollando justamente el Taller “Diana Morán”, y que se conoce con el nombre de “Desbordar el canon”;
  3. Estudio comparativo de las escrituras entre mujeres y hombres: este tercer momento va más allá del deslinde entre lo que las mujeres escriben en contraposición con lo que los hombres hacen, pues en realidad se centra en analizar las distintas maneras de representación de temas, figuras, etc., muy puntuales como, por ejemplo, el tratamiento de la ciudad en la obra de una autora en comparación con su contraparte masculina. Los resultados que arrojan estos estudios nos hablan, en grandes términos, de una generización en la mirada, mas no de una escritura propiamente femenina o masculina, como bien señalara Rita Felski en su libro Beyond feminist aesthetics, en 1989. El género se coloca entonces no en el centro de la estructura, sino fuera de ella que, no obstante, como señala Jacques Derrida (1989), tensa el significado y lo determina. Aquí cabe mencionar que, sobre todo en la escuela francesa, se siguen haciendo importantes estudios y acercamientos a la teoría de los géneros literarios, su conformación, evolución, transformaciones y cambios, tomando en cuenta el género sexual de las/los autoras/es. La labor minuciosa que representa determinar si, por ejemplo, la novela en tanto género literario ha sufrido alguna transformación en términos estructurales a partir de la incorporación de más mujeres novelistas en el escenario literario, es sin duda loable por el trabajo de disección y, sobre todo, por el manejo teórico y narratológico que ello involucra;
  4. Estudio de las diversidades sexuales: por último, en este cuarto momento se han comenzado a realizar análisis y estudios desde una visión queer, cuir y decolonial que involucra la consideración de otras corporalidades, sexualidades, y subjetividades que se encuentran atravesadas, a su vez, por la etnia, la raza, la religión, la lengua, la geopolítica y la edad. Este nuevo planteamiento, que recupera el trabajo llevado a cabo por Adrienne Rich en 1984, “Apuntes para una política de la ubicación”, nos habla de la necesidad de seguir cuestionando paradigmas, abriendo, rompiendo, subvirtiendo, pero, sobre todo, proponiendo nuevas formas de representación que configuren imaginarios distintos donde tengan cabida realidades alternativas.

De esta forma, lo que señala Todd como característica de la literatura escrita por mujeres negras, se asocia con las etapas por las que ha pasado la ginocrítica y que, igualmente, se liga a un proceso de desarrollo y evolución individual de la escritura, a saber: 1) la etapa del yo-en-mí, es decir, la etapa del conocimiento del mí-mismo a través de una escritura intimista donde las historias se circunscriben al universo interior del sujeto/autor y sus propios procesos; 2) la etapa del yo-nosotros, donde el yo se desprende de su inmediatez para posar sus ojos en un contexto más amplio, aunque circunscrito al entorno familiar y social inmediato; 3) la etapa del otro-para-mí, donde sucede, como señalan Felski y Rich, el despertar de conciencia a niveles más amplios y abarcadores, aun cuando sigue estando limitado a su contexto nacional y, quizá, continental; 4) la etapa del yo-nosotros universal, donde el sujeto/autor se asume finalmente como parte integrante de un universo de acción mayor que trasciende las fronteras de las identidades nacionales, étnicas, lingüísticas, religiosas, genéricas, de edad, etc., para sentirse impelido e interpelado por la necesidad de expresar, a través de su voz escritural, las otras voces, las voces marginadas, las voces de la vulnerabilidad.
Las últimas etapas, tanto a la que apela Todd (“la mujer volviéndose a la experiencia femenina como una fuente de arte autónomo”), como de las dos correspondientes a la colectividad e individualidad de la escritura, se unen a la propuesta de Rivera Garza denominada por ella como “poética de la comunalidad” que propicia la “escritura de la comunalidad”. De este modo, Rivera Garza se distancia del sentido de “comunidad”, que aún ve en el dominio y la apropiación las bases de su subsistencia, para ampliar la noción y colocarla a niveles decoloniales, aunque globales. Es decir, llevarlo a un sentido “glocal” retomando las experiencias muxe en particular y el sistema del tequio en las poblaciones indígenas de Oaxaca. Así pues, al igual que el tequio, “una actividad que une a la naturaleza con el ser humano a través de lazos que van de la creación a la recreación en contextos de mutua posesión que, de manera radical, se contraponen a la propiedad y a lo propio del capitalismo globalizado de hoy” (Rivera Garza, 2013, p. 273), la escritura de la comunalidad propone una desapropiación del texto en tanto que:

lleva consigo las marcas del tiempo y el trabajo de otros, del trabajo de producción y del trabajo de distribución de otros, es decir del trabajo colectivo hecho junto con otros en el lenguaje que nos dice en tanto otros,  y nos dice, por lo mismo, en tanto comunidad, es justo que la pregunta que busca dilucidar el motor que hace significar a un texto no sólo se refiera a procesos de subjetivación sino, mayormente, a los procesos de comunalidad que le permiten enunciar y enunciarnos por virtud de su ex/istir. (Rivera Garza, 2013, p. 281)

De esta forma, la desapropiación estética a la que me refiero en este trabajo tiene que ver más con el alejamiento del/de la lector/a con el texto, de su no empatía ni identificación con el mundo representado, más que con el siguiente paso que señala Rivera Garza. En ese sentido, las novelas aquí referidas no crean un sentido de comunalidad, pues aún se mantienen en el estadio del otro-para-mí y en la etapa, en cuanto colectivo, de rechazo de la femineidad tradicional:

Me excitan las situaciones de poder en las que hay un sometido y un agresor. (Alarcón, 2010, p.11).
El sexo es cuanto me une a la vida. Lo supe desde la infancia. Y no tuve infancia. Esa tierra de la que hablan todos, no existió para mí. (Villafuerte, 2011, p. 13).
La ruleta rusa era mi juego favorito; también apostar, correr autos a velocidades de vértigo; lo vuelvo a escribir: la ruleta rusa era mi juego favorito. (Iglesias, 2013, p.9).

Podríamos decir, en consecuencia, que en términos ginocríticos debemos detenernos aún en este grupo de autoras antes de proponer el estudio comparativo de sus escrituras con respecto a sus pares varones que, en este caso, tienen eco en propuestas específicas como La fila india, de Antonio Ortuño.

Las necroescrituras y las prácticas necrófilas
En este tercer y último apartado del trabajo, recupero las nociones fundamentales de lectura de las novelas: sujetos endriagos, necropolíticas, necroempoderamiento, necroescritura, prácticas necrófilas y desapropiación estética. Como quedó apuntado al inicio, las necropolíticas tienen como objetivo último desubjetivar y socavar la condición de humanidad de los sujetos en aras de convertirlos en muertos vivientes. Las prácticas necrófilas ejercidas por el Estado, son apropiadas por los sujetos endriagos y llevadas a sus expresiones de horror más altas. Estos sujetos, al restarle sentido de trascendencia y valor a sus propios cuerpos, extienden su “monstruosidad” hacia la deformación de los otros y las otras para aniquilar cualquier indicio de humanidad restante en ellos. La muerte se convierte, en consecuencia, en la estrategia principal, pero no será una muerte rápida ni mucho menos apacible, sino lenta, tortuosa y espeluznante. Con la deformación del cuerpo, con su desdibujamiento de cualquier rastro humano en él, los sujetos endriagos envían su mensaje de terror, produciendo caos que el Estado, instalado en el necropoder, utiliza a conveniencia para justificar y perpetuar la militarización de las calles, la vigilancia de los ciudadanos, la declaración de estados de emergencia donde se suspenden las garantías individuales y los derechos humanos. Los sujetos endriagos se convierten, queriendo o no, en necesarios para el Estado, pues a partir de su existencia éste, el Estado, sigue justificando y ejecutando necropolíticas.  
Ahora bien, en un contexto de extrema violencia, brutalidad y mortandad, algunas escritoras mexicanas reconfiguran las feminidades a través de personajes femeninos que no performan los roles de género tradicionales a su condición de cuerpos mujeres, sino que dichos personajes se apropian de las características usualmente atribuidas a los cuerpos hombres para sobrevivir, sí, pero también para disfrutar de los privilegios que otorgan los valores androcéntricos y masculinistas. El ejercicio de la violencia, de nueva cuenta, es utilizada para ejercer dominio y control, empleándose como arma y estrategia: en tanto arma, la violencia que logran ejercer ya sea de manera directa o por medio de la manipulación de otros, les permite defenderse en mundos altamente hostiles donde su sexualidad las condena a la subordinación masculina; mientras que, en tanto estrategia, los personajes femeninos aprenden a sobrevivir, llegando a un necroempoderamiento que, no obstante, sigue centrando su atención en la hipersexualización de sus cuerpos:

Me la pasé encerrada, comprando por Internet ropa que llegaría a mi casa de La Purísima, invitando ex novios y ex frees a mi habitación de hotel […]. (Alarcón, 2010, p.153)
A que la sodomizaran y la disolvieran en una niebla de humillación y de placer de la que habría de salir a la vez avergonzada y libre. (Villafuerte, 2011, p. 385)
La boletera me entrega seis tickets para el privado, no es suerte, me lo gané […] Nunca voy a ser de nadie. Seré de quien pueda pagarlo mientras dure la canción. (Iglesias, 2013, p. 181)

Pese a la aparente paradoja que se implica en este proceso de “liberación” de los roles femeninos tradicionales, las protagonistas de las tres historias logran al final situarse como sujetos de acción, que no de enunciación, por lo que consiguen una pretendida libertad que continúa atada al sistema de abusos y al par dicotómico dominación/subordinación. Por ello, es difícil sostener que las protagonistas logran emanciparse plenamente, ya que su supuesto deslinde de la heteronorma se encuentra ligado a lo que considero una simple inversión de roles de género.
De ahí que los mundos posibles representados, desconstruyan los programas feministas que parecieran subyacer en las historias. El ejercicio del poder, obtenido a través de las prácticas necrófilas como la autoría intelectual de crímenes violentos o por la provocación directa de muertes por arma de fuego, nos hablan de una apropiación de la Masculinidad hegemónica que convierte a las protagonistas en sujetas endriagas. Asimismo, el lenguaje por medio del cual se recrean esos mundos, en particular en Perra brava, tienen un efecto de desapropiación estética, pues más allá de emplear un lenguaje que raya en lo vulgar, la falta de empatía, el distanciamiento emocional, la frialdad en la ejecución de ciertos actos por parte de la protagonista y su prácticamente nulo cuestionamiento a la aniquilación de los otros, vuelve abrumadora su lectura. En comparación con la propuesta novelística de Mendoza, o con el desenfado a ultranza de Fadanelli, en estas novelas no hay nostalgia o rastros de melancolía. Por el contrario, situadas más allá de la inmediatez, para posicionarse en la fugacidad del instante, las protagonistas saben que no hay futuro prometedor para ellas si no es a partir de la muerte:

Yo amaba tanto su sangre que comencé a beberla. Yo tenía su cuerpo sobre mí, y esta vez no necesitaba que llegara Sofía a redimirse. Yo tenía piernas para correr, tenía un Ferrari. Tenía a mi padre encerrado en la cajuela. (Alarcón, 2010: 204)
Esta historia no es la de una puta en ascenso que tarde o temprano acaba muerta o chapaleando en el mismo desagüe que la engendró. De hecho, esta historia comienza cuando termina. Y los relatos nunca termina, están llenos de huecos, pistas falsas, contradicciones. (Villafuerte, 2011, p. 400)
Ya no hay tiempo, no necesito meter más pensamientos en mi cabeza. No quiero meter más pensamientos. Subir las escaleras del viejo edificio de mi casa, abrir mi departamento, sacar la caja con seis balas, insertarlas en el revólver […]. (Iglesias, 2013, p. 212)

La muerte, rodeada por otras muertes “duras” que han sido presenciadas o demandadas por las protagonistas, se convierte en la única salida de escape. Sin embargo, las protagonistas, pese a ese supuesto halo esperanzador que expresan al final, saben que tras la puerta que han abierto en sus vidas no hay más que muerte de nueva cuenta. Así, ese sentido de destino común a las mujeres, la muerte violenta en medio de un país convulso y ligado al narcotráfico, se traslada a una colectividad mayor, mas no crea una escritura de comunalidad, pues, como ya se ha establecido, la desapropiación no rebasa los límites del extrañamiento del lenguaje y de desidentificación por parte del/de la lector/a. No obstante, las novelas son ejemplos de necroescritura en un sentido primario: ser prácticas de escritura en un contexto de máxima mortandad (cfr. Rivera Garza, 2013, p. 22):

Al momento de tocarlo, la bala retumbó en mis oídos, pero ella no me tocó a mí (Alarcón, 2010, p. 204)
Me acostumbro a las palabras duras […] Cuando los demás las repiten, ya tengo condición para recibirlas: domestico su fiereza, me acostumbro a su roce violento, incluso las busco. (Villafuerte, 2011, p. 402)
Subir las escaleras del viejo edificio de mi casa, abrir mi departamento, sacar la caja con seis balas, insertarlas en el revólver […]. (Iglesias, 2013, p. 212)

Es así que, a partir de una puesta en escena de las muertes duras, las narradoras mexicanas actuales se distancian de las generaciones de escritoras de la primera mitad del siglo XX y dialogan abiertamente con sus pares varones de generación. Una vez más, como señalaría oportunamente Felski (1989), no existe una escritura femenina en sí misma, sino procesos de conciencia feminista que se perciben abiertamente o no en las novelas escritas por mujeres. En este caso, las muertes duras y la inversión de los roles de género son leves destellos de un programa feminista que no termina de consolidarse, por lo que habrá que esperar el paso del tiempo y la madurez escritural para determinar, en última instancia, si tanto ésta como las siguientes generaciones de narradoras mexicanas responden al llamado lanzado por Rivera Garza y crean, finalmente, un arte autónomo basado en la comunalidad.

Conclusión
El tema de la muerte es recurrente en la literatura mexicana. Juan Rulfo, como uno de sus máximos exponentes, logró expresar el sentimiento profundo de un pueblo que mantiene arraigados en su memoria a sus muertos. Sin embargo, el paso del tiempo y de los acontecimientos, han vuelto la representación de la muerte en algo abrumador, que sobrepasa al lector al mostrarle formas duras de aniquilamiento de los otros y de las otras.
Los narradores y, muy en particular, las narradoras nacidas a partir de la década de 1970, no hacen sino evidenciar las consecuencias de las necropolíticas implementadas por el necropoder del Estado, lo cual trae aparejado consigo el surgimiento de los sujetos endriagos. Si bien es cierto que la literatura no es un reflejo de la realidad, sino una representación de la misma y, en consecuencia, nada lógico sería señalar que las novelas, Señorita Vodka, Por el lado salvaje y Perra brava aquí estudiadas, son el resultado inminente de esta situación de necroempoderamiento, sí es válido sostener que la narrativa de las autoras mexicanas actuales representa con muy buen grado de verosimilitud el contexto violento de México en la primeras dos décadas del siglo XXI.
Las protagonistas de las historias, situadas en mundos caóticos, se convierten en esas sujetas endriagas que ven en las prácticas necrófilas y el ejercicio de su sexualidad, estrategias de sobrevivencia, pero también de dominio y control que terminan disfrutando. Las vidas de las protagonistas transitan así de una subordinación, al no ajustarse a los performativos sociales que marcan a la docilidad, a la pasividad y a la entrega como rasgos tradicionalmente femeninos, a una supuesta liberación y emancipación que, no obstante, vuelve a atarlas al binarismo de género.
Así pues, estas propuestas tienden hacia una apuesta feminista que no se consolida y, aun cuando tampoco logran trascender hacia una escritura de la comunalidad, el tratamiento de la muerte y del necroempoderamiento obtenido a partir de ella, resulta digno de estudiarse pues, sin duda, nos prefigura la etapa de arte autónomo tan acariciado por la ginocrítica. Esperemos, por lo tanto, a que el tiempo permita la maduración escritural tan necesaria al desarrollo propio de las literaturas otras.

Referencias
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