Tiempo y destino en Apariencias de Federico Gamboa

Time and destination in Appearances of Federico Gamboa

Daniel Santillana García
Universidad del Claustro de Sor Juana (MÉXICO)
CE: dsantillana@elclaustro.edu.mx   

DOI: 10.32870/sincronia.axxiv.n77.14a20


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Recibido: 17/07/2019
Revisado: 07/10/2019
Aprobado: 19/11/2019

RESUMEN
En estas líneas dedicaré mis esfuerzos a estudiar Apariencias (1892) de Federico Gamboa (1864-1932). A través del análisis de esta narración desarrollaré mi concepción de la “novela decimonónica mexicana como novela del incesto”, asunto que ya he abordado en ocasiones anteriores.
Aunque Gamboa no es un autor desconocido, hasta el día de hoy Santa ha sido centrado la atención de los críticos. A ella se le han dedicado cientos de páginas en México y en el extranjero, así como varias tesis y el libro de Olea Franco en el cual participaron un buen número de intelectuales mexicanos. Santa ha inspirado, además, dos versiones fílmicas, el trabajo de Agustín Lara, e incluso un cómic centrado en la figura de Hipólito. El resto de la obra de Gamboa ha obtenido menos atención de la crítica. Poco hay sobre sus novelas cortas y mucho menos sobre Apariencias a la que, en términos generales, se ubica como naturalista, pero siempre a la sombra de Santa. Federico Gamboa no es, por lo tanto, un autor desconocido, pero sus Apariencias no han sido examinadas con la minuciosidad de su Santa, situación a la que hoy pretendo empezar a poner remedio.

Palabras clave: Novela mexicana del siglo XIX. Apariencias (1892). Incesto.

ABSTRACT
In these lines I am going to work on Apariencias (Semblances) (1892) by Federico Gamboa (1864-1932). Through the analysis of this story I will develop my conception of the "Mexican nineteenth century novel as a novel of incest," a subject I have addressed on previous occasions.
Although Gamboa is not a forgotten author, until today critics has been focused their attention on Santa. Hundreds of pages have been dedicated to her in Mexico and abroad, as well as several theses and the book by Olea Franco in which a good number of Mexican intellectuals participated. Santa has also inspired two film versions, the work of Agustin Lara, and even a comic book focused on the figure of Hippolytus. The rest of Gamboa’s work has gained less attention of the critics. There is little about his short novels and much less about Apariencias to which, in general terms, critics studies as a naturalist novel, and always in Santa’s shadow. Federico Gamboa is not, therefore, a forgotten author, but his Apariencias have not been examined with the thoroughness of his Santa, a situation which I intend to begin to remedy today.

Keywords: Mexican novel of the 19th century. Apariencias (1892). Incest.

Introducción
El objetivo de este ensayo es hacer una propuesta para la reconsideración de la narrativa mexicana de fines del siglo XIX. El modelo para tal examen será Apariencias (1893) de Federico Gamboa (1864-1932).  
La ventaja (paradójicamente, también, la dificultad) de estudiar Apariencias estriba en el desinterés que la ha rodeado a lo largo de los años . Apariencias no ha compartido la suerte de Santa (1903) que, por el contrario, sí cuenta con un amplio reconocimiento del público mexicano, varias ediciones, así como numerosos estudios críticos. A Santa se han dedicado gran cantidad de tesis, artículos, ponencias en congresos, un libro de José Luis Martínez y uno de Olea Franco, dos versiones fílmicas, la partitura de Agustín Lara, e incluso un cómic centrado en la figura de Hipólito. Muy poco, por el contrario, hay escrito sobre Apariencias a la que, en términos generales, se ubica como naturalista, pero siempre a la sombra de Santa. En tal sentido, Apariencias no ha formado un entramado de ideas recibidas, crítica hecha ad-hoc, y críticos y académicos cuya expectativa consiste en constatar que, la lección que el relato ha suscitado, se recicla una vez más.  
 No me interesa, por lo anteriormente expuesto, debatir sobre los rasgos naturalistas o no naturalistas de Apariencias, sino estudiarla como un texto que devela los pormenores del imaginario colectivo mexicano decimonónico. Aunque no ignoro la diversidad de significados del término imaginario colectivo, y reconozco su normalización, incluso, en el habla coloquial, me ciño al sentido que le otorgó la Mitocrítica de Gilbert Durand.
Según Durand (1993) el “imaginario” sería el fondo común e inconsciente, la reserva arquetípica de todas las representaciones humanas en un momento determinado de la historia (pp. 16 y ss.). Me interesa, entonces, descubrir ¿cuál era el fondo inconsciente común a los mexicanos durante el siglo XIX? Apariencias, creo, me permitirá aproximarme a una respuesta.

Hacia una caracterización de la novela mexicana del siglo XIX
Mi lectura de Apariencias gira en torno a mi concepción de la “novela decimonónica mexicana como novela del incesto”, cuyo correlato es el sentimiento de orfandad, sobre el cual se construye también el relato de Gamboa. 

Argumento de la novela
La primera parte de la novela transcurre durante la Intervención francesa, en las inmediaciones de Villanueva, pueblo del interior de la República. El avance de los invasores determina que don Luis Verde, abogado oriundo del lugar, solterón en su primera madurez, y quien, debido a su éxito profesional, se encontraba recorriendo las capitales europeas, enterado de la orfandad del menor Pedro Lújar, se haga cargo de su tutela, en virtud de la amistad que lo unía al progenitor del niño.
La segunda parte de la novela se inicia nueve años después (Gamboa, 1965, p. 56). Pedro es pasante de abogado y se encuentra redactando los párrafos finales de su tesis. Al considerar lo que ha sido su vida desde que salió de Villanueva, recuerda, sobre todo, los conceptos de Don Luis en torno a la decadencia de occidente, al valor real de la vida humana y al mucho mal que ella propicia. Don Luis, escandalizado por la corrupción imperante en el mundo, y de la cual él mismo no siente estar exento, constantemente ha precavido a Pedro contra la tentación de casarse y, sobre todo, de ser origen de ese cáncer que se llama familia.       
Don Luis quien, en su círculo social, ha presentado a Pedro como su hijo, madura su plan de “retirarse del bufete y dejársele [sic] encomendado a un muchacho tan sensato, que concluía brillantemente su carrera, que le sobraban juicio y tendencias inmejorables” (Gamboa, 1965, p. 70).
Antes de dar remate a su carrera, y ocupar el despacho de su padre, Pedro parte al Puerto de Veracruz en compañía de su mejor amigo de la facultad, para tomar sus últimas vacaciones como estudiante. En Veracruz, Pedro se hace novio secreto de Magdalena, hermana de su amigo. Al separarse de ella, un mes después, para tornar a la Ciudad de México, le promete a su novia realizar los preparativos necesarios para la formalización de su enlace.
Al regresar a México, Pedro se entera, casualmente, de que don Luis ha cortejado durante el último mes a la joven huérfana Elena Orteza hija de cierto acaudalado cliente de don Luis. Elena, quien es dos años más joven que Pedro, ha respondido afirmativamente a la propuesta matrimonial de don Luis, por lo que el abogado se ha enfrascado en la compra de los ajuares necesarios y la edificación de una mansión nueva.           
Pedro queda prendado de su madrastra desde el momento en que la conoce. En los meses posteriores a la boda de su padre, Pedro lucha, inútilmente, por desechar los sentimientos que ella le provoca. Mas la pasión se desarrolla hasta doblegarlo cuando averigua que, tras la insistencia de su papá para que devolviera su palabra a Magdalena, se encontraba el particular interés de Elena en el asunto. A la luz de este hecho, reinterpreta todas las atenciones y ternuras que Elena le había dispensado y que él pensó se debían al lugar que, como hijo, le correspondía dentro de la familia. Cuando ya ha jugado ampliamente con la idea de adulterio y está a punto de sucumbir, en una fiesta que don Luis le brinda a su esposa para celebrar su recuperación de una fiebre cerebral que la tuvo al borde del sepulcro, Pedro descubre que la mayor parte de los concurrentes, hombres y mujeres de lo más distinguido y honorable de la sociedad, están viviendo una relación adúltera, que todo es apariencia, que tras los elegantes vestidos y joyas que ostentan, se encuentran seres corrompidos por la lujuria y los instintos; tal como don Luis le había enseñado.
A los pocos días de la fiesta, el engaño toma ocasión de concretarse, cuando don Luis, por asistir a un debate importantísimo en la Cámara de Diputados, deja a Pedro encargado del cuidado de Elena.
La tercera parte de la novela comprende el relato de las relaciones ilícitas de los jóvenes protagonistas.
El adulterio de Elena es sórdido, atormentado, doloroso, lleno de culpa, pero irremediable. Hasta el día en que, por un descuido de la pareja, don Luis los descubre. En un primer momento de desconcierto, don Luis se conforma con expulsar a Pedro para siempre de su casa, mientras Elena, quien ha sufrido una recaída de su mal en el cerebro, agoniza sin atención médica al pie del lecho. Instantes después de esta decisión, don Luis se reprocha no haber matado a Pedro, pero en seguida comprende que la vida será el mayor tormento que puede darles a los jóvenes; por lo que manda a buscar al médico y le encarga que salve a Elena. Su venganza, piensa, estará completa si logra hacer que la joven pareja viva separada y consumiéndose arrepentida el resto de sus días.

Análisis de la novela
Dos son las principales vertientes por donde transita Apariencias, ellas son: el problema del tiempo, que se desglosa en el subtema del destino; y el asunto del incesto, que es, en sí mismo, una amenaza.

El tiempo
En Apariencias, el bien y el mal, que están claramente enfrentados, asumen una índole material que se concreta en la temporalidad. Temporalidad cuya característica fundamental es su sentido negativo. Sentido que emana de su facultad para mudar las cosas, para trastocar el ser de las mismas.
El tiempo disuelve también el espacio, así como los objetos que lo pueblan y le confieren estructura. No obstante, al referirse al espacio, el narrador introduce una distinción que lo dota de ciertas posibilidades de concreción positiva. La idoneidad del espacio radica en su resistencia al cambio. En este sentido, la materia que se despliega en el espacio positiva o negativamente considerado se subdivide, a su vez, en dos. Los elementos negativos del espacio serán aquellos que participen, en mayor medida, de la naturaleza cambiante del tiempo, estos son: el viento, la mar y el relámpago de la tormenta, todos ellos como marco de sucesos importantes de la novela. Elementos de índole contraria a la negatividad cronológica son la piedra, el camposanto y la sepultura.  
Desde luego, si el tiempo es negativo, entonces sólo el no tiempo es
positivo. En la novela, el tiempo en sentido positivo, esto es, el no tiempo, existe, en tanto negación de una característica fundamental de la temporalidad; es decir, como ausencia de movimiento.         
En Apariencias, insisto, el tiempo es negativo porque transcurre, y agota la tasa de los días que nos han sido asignados. 
En Apariencias, los personajes padecen por su incapacidad para detener el fluir del tiempo, que es cambio e inestabilidad. Pedro, por ejemplo, no puede permanecer en su pueblo natal ni en la casa de su padre; don Luis es incapaz de permanecer en el estado de soltería que se había edificado. La ciudad y el país cambian y siguen la ruta del progreso y la “civilización”. El no tiempo es la lápida, la loza de mármol que coloca Pedro a la memoria de su padre, y que valora altamente el narrador, en el siguiente tenor:

Después de llevada a cabo la operación sintióse Pedro satisfecho; parecíale que aislaba a su padre de miradas y ruidos indiscretos, que impedía profanaciones, cerraba una puerta que debe estar cerrada y aumentaba la quietud de ese sueño solemne […] algunos pensamientos y violetas, en su crecimiento, llegaron a colocarse a la altura de la inscripción [de la lápida] como si fueran […] incorruptibles guardianes que ocultaran el tesoro con sus propios cuerpos. (Gamboa, 1965, p. 51).

En esta razón se cifra la crueldad del castigo que don Luis descarga sobre los infieles, los condenará a seguir cambiando; de esta forma su amor no permanecerá, por ello añade el narrador: “A partir de entonces, [Pedro] viviría si don Luis le permitía vivir. Y devorado por el remordimiento, [Pedro] murmuraba al marcharse: — ¡Qué no me lo permita, ¡Dios mío, que no me lo permita! ¡Sería una crueldad!” (Gamboa, 1965, p. 217).
La muerte, por conferir a la corriente de los años la naturaleza inalterable de la roca, es el refugio salvador de la conciencia. Sólo gracias a la muerte queda finalmente cancelado el cambio, y, entonces, se hace realidad la eternidad de un estado.

Destino
La valoración negativa del tiempo incluye la crítica al progreso y dos de sus símbolos más importantes: la vida en la gran ciudad y el sistema ferroviario. La vida en la ciudad provoca, por ejemplo, la denuncia de cierta habitante de Villanueva, quien al enterarse de que Pedro marcha a México, expresa:

¿Conque a estudiar, ¿eh? ¿Y quién te ha metido esas locuras por la cabeza? ¿Qué vas a estudiar, vamos a ver? […] ¿Acaso no sabes lo que es ni para lo que sirve el tal México? ¡Pues es un nido de porquerías y de indecencias! (Gamboa, 1965, p. 46). 

Años más tarde, Pedro obtiene su primer triunfo profesional al defender al telegrafista de la compañía de trenes quien, bajo los efectos del alcohol, provocó un choque entre dos convoyes. Después de tal triunfo, mientras se encuentra urdiendo el adulterio, Pedro tiene un sueño en el que se sintetizan dicho accidente y el deseo por Elena:

Soñó encontrarse en la cima de una montaña desde la que miraba perfectamente el curvo sendero de la falda. A poco escuchaba el jadear de una locomotora, y luego, el de otra; saltaba a la vía un hombre que no reconoció de pronto, el guardagujas que daba pase libre a entrambos trenes, levantando la linternilla a la altura de su cara: era don Luis. Pero […] ¿Por qué habría ido a parar en guardagujas y por qué daba vía expedita a dos trenes que marchaban en direcciones encontradas? Quiso advertirle a gritos, pero no le salía la voz de la garganta; quiso entonces correr, retirarle del peligro, pues se acercaban las máquinas, ya estaban ahí, sus farolas delanteras arrojaban un resplandor rojizo y espantoso, y tampoco pudo; parecía enclavado en el sitio, condenado a presenciar la desgracia que con gran estruendo tuvo lugar, mezclándose en su pesadilla, las monstruosidades de ésta y los detalles del género aprendidos de memoria cuando el proceso del telegrafista (Gamboa, 1965, p. 193).

En la cita anterior es notorio el uso de elementos sensuales (el jadeo, los delanteros rojizos, el calor que emana de las máquinas, las que terminan mezclándose de manera espantosa mientras don Luis las mira) que erotizan la colisión. Al describir de esta forma el encuentro de los trenes, el choque deviene en un símbolo del acto sexual, que le confiere a la pesadilla de Pedro un carácter premonitorio. 
El tiempo, como vemos en las dos citas anteriores, cumple inexorablemente una serie de acontecimientos determinados con anticipación: en el primer caso, la anciana le señala lo que encontrará en México; en el segundo, el sueño apunta a don Luis como quien está propiciando el fatal acontecimiento.
Meses más tarde, la fiesta que antecede a la consumación de su falta, le muestra a Pedro a toda la sociedad en un baile de apariencias, reproduciendo, de diversas formas, el delito proditorio que él planea realizar. Pero con anterioridad, cuando todavía no había conocido a quien sería su madrastra, Pedro meditando sobre la fatalidad, había concluido:

Aquí estamos nosotros dos, don Luis y yo, empeñados en penetrar a otros senderos, no conformes con el que poseíamos; en renunciar a nuestro bienestar actual, y ¿por qué? ¡Pues por una friolera, por casarnos! ¿Acaso el matrimonio es inevitable? Así lo parece, supuesto que hombres de reconocida valía como don Luis, enemigos del vínculo cuando jóvenes, caen a la larga, cuando menos les conviene […] Triste afán que nos impulsa a cometer locuras, y del cual yo, sin ir muy lejos, soy una lamentable confirmación. Antes de tener fuerzas con que bastarme a mí solo, se me ha ocurrido invitar a una extraña a que participe de incierto porvenir, sin otra base que buenos deseos. (Gamboa, 1965, p. 93).   

El narrador de Apariencias supone, pues, que los acontecimientos que darán forma a cada vida particular fueron aderezados mucho tiempo antes de la aparición del sujeto en el mundo. El destino prevé el instante en que el nicho correspondiente será ocupado por el sujeto para quien se construyó tal nicho. Por ejemplo, Pedro y Elena, dice el narrador, “no comprendían que ese [súbito sonrojo] era el primer peldaño de su mutua inteligencia, el primer vagido de un futuro delito que ya vivía, por más que no viera aún la luz” (Gamboa, 1965, p. 144). Y un poco más adelante, en la descripción de la fiesta que antecede a la traición, dice el narrador: “[Pedro pensó que] a él no le sorprenderían a Elena retratada en el corazón, ni a Magdalena enterrada en la memoria, ni a Don Luis asaltado en un próximo futuro” (Gamboa, 1965, p. 168). Y más tarde añade el narrador, antes que don Luis se dirigiera a la infausta sesión de la cámara de diputados:

Elena y Pedro se miraban aterrados […] con mirada idéntica a la que entre sí deben tener los homicidas antes de herir a la víctima que duerme descuidada, o a la de los ladrones junto al cofre, abierto por olvido, y que de balde luce la complicada máquina que le hacía invulnerable (Gamboa, 1965, p. 178).

En lo particular, Pedro, advertido de sus deseos y debilidad, cuando todavía era tiempo, había intentado huir. Preparó un largo viaje por Europa, dejó de visitar la nueva casa de sus padres, pretendió acelerar su enlace con Magdalena, pero en cada ocasión sus planes fracasaron. Una noche, cuando todavía se debate frente a la posibilidad de escapar o no, un vendedor de periódicos lo importuna gritando: “¡El Porvenir de mañana!; ¡El Porvenir de mañana!”; a lo que él contesta: “¿Me dejarás en paz?” (Gamboa, 1965, pp. 131 y 132), hasta que comprende que sin importar cuánto lo intente, no puede librarse de aquel grito, si no acepta lo que le ofrecen: el porvenir de mañana. Entiende, entonces, que su única esperanza se halla en la muerte; así lo asegura al hermano de Magdalena tras hacerle completa confesión de su vínculo incestuoso con Elena (Gamboa, 1965, p. 203). Después, en referencia metaliteraria, al contemplar el final de la Carmen de Bizet, Pedro y Elena se estremecen “cual si en efecto la muerte los hubiera rozado con sus alas y les hubiera dicha que los codiciaba” (Gamboa, 1965, p. 211).
En relación con el engaño de que será víctima don Luis, el primer barrunto de que este hecho futuro es inevitable, lo tiene Pedro apenas enterado de los planes de su padre:

Él, Pedro, debíale muchos favores [a don Luis] para hacerse cómplice con su silencio de un delito tamaño; le hablaría claro en cuanto viniera a pelo; le haría ver los horrores de un porvenir nada envidiable; de la triste suerte que, por lo general, corren los que se casan viejos, y si le apuraban demasiado, hasta los que se casan jóvenes (Gamboa, 1965, p. 91).

Don Luis es, sin embargo, el primero en intuir la potencial rivalidad que podría enfrentarlo con su hijo, por ello, al enterarse de que Pedro desea casarse, don Luis:

[…] comenzó a informarse con sincero interés de las virtudes de Magdalena. Había algo de egoísmo [en ello] pues no se le olvidaba lo que pensó una mañana entera, cuando recibió la carta de doña Dolores, respecto de un matrimonio entre Elena y Pedro […] con el casamiento de Pedro, el asunto variaba; desaparecía un enemigo temible. (Gamboa, 1965, p. 95).  

Sin embargo, a pesar de todas las prevenciones, de toda su racionalidad y de todo el bagaje cultural con que los ha dotado la civilización para enfrentar sus pasiones, ninguno de los tres protagonistas es capaz de evadir el desenlace fatal que los aguarda, porque al hombre no le es dado alterar lo que ha sido decretado por esa deidad enloquecida oculta tras el paso del tiempo.

Incesto
Como he asentado en mis estudios anteriores sobre la novela mexicana decimonónica como novela del incesto, esta caracterización implica las nociones de orfandad, identidad/ alteridad, y desarticulación/ desaparición del núcleo familiar.
De las nociones señaladas, en Apariencias, dos son las circunstancias que conducen a los protagonistas al incesto. En primer lugar, la orfandad de los jóvenes. En segundo lugar, el cuestionamiento de los valores que sustentan la existencia de la familia.
La orfandad de los protagonistas incide en el desconocimiento recíproco de los miembros del grupo familiar. En tal sentido, por ejemplo, Pedro argumenta, como lenitivo de su falta, su inadvertencia (o indiferencia) con respecto a los lazos familiares que, de otra suerte, le conferirían identidad, así como su rechazo a tales vínculos. Pedro desarrolla el núcleo de su alegato justificativo ante su antiguo condiscípulo de la facultad, con las siguientes palabras:

Gran parte del cariño que sientes por tus vástagos, afirma Pedro, aunque en realidad no lo sintieras, creerías sentirle, porque […] desde pequeñito has visto y oído que los hijos “deben” querer a los padres y los padres “tienen” que querer a los hijos […] y si no ¿dime por qué se han dado casos de que hijos que no conocían a sus padres, o viceversa, se han odiado y hasta exterminado en ocasiones, al encontrarse rivales por una misma persona o por una misma idea? (Gamboa, 1965, p. 206).

La persona por cuyo amor se enfrentan los “hijos que no conocían a sus padres, o viceversa”, y que Pedro no identifica claramente en la cita anterior, es, a mi parecer, la madre. Por obtener el amor de ella, “hijos y padres se han odiado y hasta exterminado en ocasiones”; porque el amor filial, como afirma Pedro al inicio de la cita anterior, no es un sentimiento que germine naturalmente: los padres aprenden, por influencia de la cultura y la sociedad, a amar a sus hijos y los hijos a los padres. De donde, la ignorancia o el debilitamiento de los lazos familiares (por agotamiento de la sociedad o la cultura) harían posible la rivalidad entre padres e hijos. Una vez desarrollados estos argumentos que enmarcan la historia de su aventura con Elena, Pedro continúa diciendo:

Te doy mi palabra de honor de que su esposa [de don Luis] no me produjo impresiones torcidas, ni un mal deseo, nada, nada. Me gustó porque es lindísima, pero nada más; al casarse con don Luis, consideré que mi familia se aumentaba y hasta incestuoso me habría parecido el codiciar a Elena, siquiera en el pensamiento (Gamboa, 1965, pp. 206 y 207). 

Declaración que deja en claro la identidad Elena-mamá que establece Pedro, desde el momento en que la conoce. (Elena, por su parte, afirma el narrador, también le construye a Pedro una identidad infantil, de hijo-amante: “[Elena] le adivinaba el gusto [a Pedro], las genialidades, le hablaba como a persona grande y le arrullaba como a chiquillo” (Gamboa, 1965, p. 213). 
A continuación, Pedro le confiesa a su amigo, cómo, sin darse cuenta, su ser moral fue finalmente sometido a la voluntad que partía de Elena. Es importante subrayar que, en todo momento, incluido éste en el que intenta traducir en palabras sus acciones, Pedro afirma que sus sentimientos por Elena no poseen un sustento racional, es decir, que él cree haber sido vencido por una fuerza innombrable e inconsciente; por algo que no puede ser asido por su conciencia moral de ser civilizado:

Yo vivía contento y feliz; volví de Veracruz lleno de ilusiones y de proyectos; enamorado de tu hermana, decidido a trabajar y economizar mucho para casarme pronto […] don Luis […] hízome conocer a su novia, se casaron, y nos separamos él y yo, aunque continuamos viéndonos diariamente […] De pronto, sentí un golpazo muy adentro; Magdalena se empequeñecía en mi memoria, a ratos se borraba del todo y yo tenía que llamarla a voces para que volviera. Elena, en cambio, tomaba posesión de mi ser moral como conquistador del siglo XVI; monopolizó mis ideas, esclavizó mi albedrío. En un principio, no me di cuenta exacta, atribuía yo el fenómeno a diversas causas. (Gamboa, 1965, pp. 206 y 207).

Pedro reconoce, y así lo enuncia en la cita anterior, que la presencia que lo ha subyugado no se ha impuesto sin lucha sobre su conciencia. Él está al tanto de que su mente ha sido escenario de un enfrentamiento entre dos figuras femeninas: Elena y Magdalena, la madre y la novia, y sabe, también, que la primera de ellas ha terminado por engullir la segunda presencia. Todo esto, reitero, Pedro lo entiende y lo enuncia, no obstante, hay algo que se oculta a su percepción: no alcanza a distinguir que, en virtud de su triunfo, el control de su sexualidad ha quedado en manos de Elena.
En ese punto de la conversación con su amigo, Pedro, para dar cuenta de lo que le había pasado, recurre a la metáfora (acto con el que muestra su incapacidad para explicarse su propio comportamiento) de un fuego que por incuria deriva inevitablemente en incendio que acaba con la vida del inocente inquilino de la planta alta del edificio y que se acuesta a dormir sin sospechar lo que está sucediendo abajo (Gamboa, 1965, p. 207). Muy significativa es esta distinción entre lo alto y lo bajo, sobre todo si la traducimos a términos físicos y corporales. Además, en esta descripción Pedro usa palabras que actualizan las imágenes del sueño en el que las locomotoras se estrellaban. Así establece, nuevamente, la irrevocabilidad de los hados, y, al mismo tiempo, confiere a los sueños, a lo irracional (el incendio de los pisos inferiores), un carácter rector para su vida.               
En segundo lugar, como ya dije anteriormente, el incesto aparece tras el cuestionamiento de los valores que sustentaban la existencia de la institución familiar, lo que establece el marco desde el cual don Luis como paradigma, reflexiona y dramatiza las causas y consecuencias de la desarticulación de dicha institución. Desarticulación palmariamente incontrovertible tras el descubrimiento del adulterio:

¿Qué hago ahora? [se pregunta entonces don Luis] ¿Quién es más culpable Elena, Pedro o yo? ¿Yo?... Yo soy culpable, soy un olvidadizo de lo que debemos esperar de nuestros semejantes. La gente, en cuanto sepa esto, me señalará con el dedo, me obsequiará una burlona conmiseración […] El amor, la amistad, el deber, todos los grandes sentimientos, ¿no existirán en realidad? ¿Será todo apariencia? (Gamboa, 1965, p. 119)

Al comparar este monólogo, en el que la incertidumbre hace presa de don Luis, con el fragmento en el que Pedro descubre la verdadera personalidad de los asistentes al baile, salta a la vista otro cambio de roles:

No le cupo duda […] y Pedro pensó en lo horripilante de las apariencias; en todo el fingimiento que domina en las reuniones; pensó en todas las pasiones buenas y malas que encerramos debajo del frac y debajo de las flores que guarnecen los corpiños femeniles; pensó en lo que hacían estas personas y en lo que él estaba resuelto a cometer (Gamboa, 1965, p. 168). 

En la primera de estas dos citas, en el monólogo de don Luis, notamos que, quien había sido maestro, quien se preciaba de estar al tanto de la naturaleza humana, se convierte en el aprendiz que duda de la veracidad de sus valores y filosofía personal. En la segunda cita, Pedro, quien hasta ese momento recibía las lecciones del maestro, asciende y ocupa el lugar de mentor. Este cambio de roles, simbólicamente considerado, dramatiza el momento en que el hijo usurpa el lugar del padre. 

Infecundidad
En Apariencias, el incesto es consecuencia de una circunstancia de la que raramente se habla en la novela mexicana del diecinueve: la impotencia del padre, que en relación con el tema del tiempo atañe a la provecta edad del mismo.
El desdoro que don Luis sufre por su edad, constituye, por lo tanto, una extensión de la valoración negativa del tiempo, que a su vez precisa la negatividad del espacio. Por ello, en la novela, los espacios con los que las figuras paternas se relacionan son retratados como prolongaciones del ser decadente de dichas figuras; y constituyen —por la misma debilidad que caracteriza a los ancianos padres, particularmente a don Luis— una dimensión de la que los jóvenes se apropian, bien sea de forma violenta, o bien de manera pacífica. En ningún caso, los espacios paternos son apreciados de forma positiva.
La impotencia de don Luis, por otra parte, suscita paulatinas expresiones de reconocimiento en los tres personajes principales de la novela. El propio don Luis es quien primero manifiesta conocer su condición física; a continuación, le tocará descubrirlo a Elena y, por último, lo averiguará Pedro.
Don Luis confiesa estar al tanto de su situación en un monólogo que antecede a la declaración de sus sentimientos a Elena, al considerar que ella lo trata

Con esa confianza que las muchachas tienen en los hombres que principiamos a pasarnos y que, sin abdicar del sexo, ofrecemos pocos peligros. Pueden aproximársenos sin temor, como se aproxima cualquiera a un fuego que se extingue, que no puede quemar y en cambio comunica un dulce calor que reconforta y acaricia (Gamboa, 1965, p. 95).  

La impotencia de don Luis tiene dos consecuencias más: determina la insatisfacción sexual de Elena, mientras le permite a Pedro abandonar, paulatinamente, los espacios y los roles propios de hijo para ocupar los que le pertenecerían a la autoridad paterna.
Desde luego, la crisis del matrimonio de don Luis y Elena es un proceso que se desarrolla lentamente, por etapas, y que tarda dos años en concluir. Primero, Elena se percata de su particular situación gracias a las jornadas en las que Pedro le describe los coloquios amorosos que sostuvo con Magdalena; oyéndolo comprende lo singular que fue el cortejo que la llevó al matrimonio y cuán peculiar han sido sus primeros meses de casada:

¿Con que así era el amor? Pues lo que es a ella, la habrían engañado, porque nunca le habían dado manjar tan exquisito […] En ocasiones, [Elena] sentía una cólera sorda hacia don Luis, que nunca tuvo para con ella lenguaje semejante; que, si acaso él le poseía, se había pasado de egoísta sin ofrecerle la menor sílaba (Gamboa, 1965, p. 127).

Más tarde, merced a las pláticas con Pedro, Elena deduce sus propias carencias, define sus necesidades y justifica el paulatino rencor contra su esposo.
Inicialmente, al sentir la indiferencia de su marido, lucha para interesarlo sexualmente. Posteriormente juzga que tener vida sexual con él, es la única forma de alejar de ella la imagen y las palabras de Pedro cuando descubre que, tanto una como las otras, se están convirtiendo en un apremio a su naturaleza. Tras el fracaso de sus planes para seducir a su marido, en el ánimo de Elena queda comprobada la impotencia de don Luis.

Don Luis estaba ya acostado, pues, aunque poseía cama y cuarto aparte, rara vez dejaba de dormir con Elena […] en lugar de ardores carnales, experimentaba, con la idolatrada vecindad, un íntimo y castísimo bienestar. Gustaba de los innumerables encantos de su mujer, más con la vista que con ninguna otra cosa; la vista sola no le exigía esfuerzos ni le perjudicaba (Gamboa, 1965, p. 134).

En el cuadro que sigue a la escena anterior, Elena expone sus necesidades físicas en una nada ingenua conversación que culmina en dos preguntas con doble intención, todo con el afán de interesar sexualmente a su marido:

¡Para dormirse estaba Elena! Volvió a la carga […] acercóse a don Luis y, por sobre su hombro, apoyado un codo en las almohadas, continuó: — ¿Si vieras lo que [Pedro y Magdalena] se querían, lo que siguen queriéndose? Y […] le narró lo que ella estimaba piedras angulares del edificio de su dicha inmediata, los detalles más salientes y más apasionados. ¿Por qué habían hecho todo eso?
¿Qué clase de cariño era el que se tenían? (Gamboa, 1965, p. 135).

Don Luis responde, entonces, a ambas, conversación y pregunta, con una declaración contundente que la coloca a ella, crudamente, frente a lo que será el resto de su vida matrimonial:

— ¡Es natural, hijita; así se quieren los muchachos!
Muda y aterrada por la respuesta se quedó Elena ¿así se querían los muchachos? Luego, don Luis que ya no lo era, ¿jamás la querría de esa forma, no complacería sus más secretos afanes, sus más recónditos ensueños? Fue lo peor que se sintió enferma de deseos, que veía en la sombra perfilarse las figuras de Magdalena y Pedro, asidos del brazo, caminar risueños y felices hacia una tierra de promisión que ya nunca conocería ella. El único que podía y debía acompañarla confesábase vencido, renunciaba a intentarlo siquiera y, en tanto, la venturosa pareja reaparecía, volvía a desvanecerse […] después, nada; nunca recordó la continuación [de la visión], porque una fiebre cerebral fue el resultado físico de la noche (Gamboa, 1965, pp. 135 y 136). 

Elena acude, entonces, a la Iglesia con ánimo de buscar una salida, que, sin atentar contra su matrimonio, pueda brindarle paz a su ser atribulado. El descalabro de esta opción la coloca sin ambages frente al adulterio. Todavía, minutos antes de la cita fatal, Elena esperaba poder pedir socorro a su madre exponiendo ante ella sus sentimientos, sin embargo, su madre le manda un recado para avisarle que ese día no podrá verla. Elena puede entonces constatar que su impulso sexual ha sido más poderoso que ella, su madre, don Luis, las convenciones sociales y Dios mismo, pues ninguno de ellos ha podido gobernarlo. Sin embargo, la realización de sus apremios no le dispensan paz, por el contrario, cada cita agudiza el discernimiento de su propia ubicación entre la impotencia física de su marido y la impotencia moral de su amante:

[…] aunque los cardos y abrojos abunden en todos los senderos de la vida, la mujer está organizada para que el hombre que elige por compañero se los arranque con suavidad y cure después con sus besos las pequeñas heridas. Elena tenía que llorar éstas en silencio, porque don Luis estaba imposibilitado de verificarlo por sus años, y Pedro se los arrancaba sin miramientos, debido a la falta de tiempo y de derechos (Gamboa, 1965, p. 195).

Elena pudo entonces, reconocer que ni la fidelidad ni el adulterio constituyen estados adecuados a su ser y que ella, por la posición que ocupa entre estos dos hombres, comparte la impotencia física de uno y la impotencia moral del otro.  
Como es natural, el último en establecer la impotencia de don Luis es Pedro. Por lo menos en dos ocasiones se lo pregunta directamente a Elena y ella le describe claramente su vida matrimonial (Gamboa, 1965, pp. 193 y 198). En este sentido, Pedro se siente exonerado y casi, dice el narrador, inclinado a culpar al propio don Luis por lo que sucedió.
Finalmente, don Luis, con cuyo monólogo culmina la novela, comprende que ni él, ni Pedro ni Elena han podido actuar de otra manera, y que han sido las fuerzas que emanan del instinto natural las que, una vez más, han obtenido la victoria sobre las realizaciones de la civilización. 

Conclusiones
En el presente artículo, me he propuesto realizar la lectura analítica de una novela de fines del XIX: Apariencias.
He abordado esta novela desde las consideraciones tiempo-espaciales del narrador y he develado, en él, una condena a la noción del progreso, pero, de forma simultánea, un planteamiento objetivo en torno a la inexorabilidad del mismo. En segundo lugar, he pretendido destacar en el texto la aparición de la temática del incesto en una vertiente singular: la de “padre impotente”. Pienso que esta lectura me permitirá, en el futuro, avanzar en la caracterización de Apariencias como novela que es parte del “imaginario” de la época. Concepto que en términos de Gilbert Duran se refiere a un mito que, sincrónicamente considerado, articula la producción artística de una época, una cultura o una generación. De donde, dada mi propuesta a futuro, el presente artículo se constituye como la primera parte de lo que, espero, sean más artículos en torno a la narrativa general —y no sólo de Santa— de Gamboa.

Referencias
Durand, G. (1993). De la mitocrítica al mitoanálisis. Barcelona/ México: Anthropos/ UAM.
Gamboa, F. (1965) “Apariencias”. Novelas. México: FCE.
Quesada, E. (1893). Reseñas y críticas, Buenos Aires: Félix Lajouane.


Sin embargo, a un mes de ponerse en circulación Apariencias, se publicó, en la prensa argentina, una severa crítica. Cfr. (Quesada,1893, pp. 327 y ss.)