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Elementos Dogmáticos de la Racionalidad Moderna.
Dogmatic Elements of Modern Rationality.
Alonso Nava Amezcua
Departamento de Filosofía. Universidad de Guadalajara (MÉXICO)
CE: alonsonava2005@hotmail.com ID ORCID: 0000-0001-5655-0106
DOI: 10.32870/sincronia.axxiv.n78.6b20
Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial 4.0 Internacional.
Recibido: 08/01/2020
Revisado: 13/04/2020
Aprobado: 11/05/2020
RESUMEN:
Llamamos Modernidad al proceso cultural y civilizatorio que comenzó a prevalecer en la Europa de finales del siglo XVI y principios del XVII, comúnmente, de manera ingenua se establece que esta revolución socio-cultural fue el milagroso resultado del singular genio de héroes intelectuales como René Descartes y Galileo Galilei. Pero, como usualmente sucede, al prestar un poco más de atención a la historia se aprecia que la realidad es un poco más compleja. Algunos autores como Stephen Toulmin aseguran que este proceso civilizatorio tuvo dos grandes puntos de partida, por un lado, el humanismo premoderno y por otro la racionalidad surgida de la filosofía natural del siglo XVII. El objetivo del presente trabajo es profundizar en las fuentes que dieron lugar a este periodo histórico, principalmente en la racionalidad, proponiendo que ésta no fue sólo resultado de la apremiante realidad social de la Europa del siglo XVII, como aseguran Toulmin y algunos otros autores, sino que esta racionalidad es una consecuencia directa del cambio de visión que significó la reforma protestante, es decir, la reforma protestante es la fuente del cambio de actitud frente al mundo y por tanto, del surgimiento de la racionalidad que termina siendo el elemento medular de la ciencia Moderna y contemporánea.
Palabras clave: Modernidad. Protestantismo. Racionalidad. Positivismo. Dogmático.
ABSTRACT
We call Modernity to the cultural and civilizational process that began to prevail in Europe in the late sixteenth and early seventeenth centuries, commonly it is established that this socio-cultural revolution was the miraculous result of the unique genius of intellectual heroes like René Descartes and Galileo Galilei. But, as usually happens, paying a little more attention to history we observe that reality is a little more complex. Some authors such as Stephen Toulmin assure that this civilizing process had two great starting points, on the one hand premodern humanism and on the other the rationality that emerged from the natural philosophy of the 17th century. The objective of this work is to delve into the sources that gave rise to this historical period, mainly in rationality, proposing that this was not only the result of the pressing social reality of Europe in the 17th century, as Toulmin and some other authors assure, rather this rationality is a direct consequence of the change of vision that the Protestant reform meant, that is, the Protestant reform is the source of the change of attitude towards the world and therefore, of the emergence of rationality that ends up being the core element of the Modern and contemporary science.
Keywords: Modernity. Protestantism. Rationality. Positivism. Dogmatic.
1. Introducción
Cuando hablamos de Modernidad muchas veces en lo primero que pensamos es en esa llamada ciencia Moderna y sus grandes logros. Pensamos en el rompimiento del dogmatismo medieval gracias a grandes genios como Descartes o Galileo, pero no pensamos –o por lo menos no queda tan claro– de dónde vino ese rompimiento cultural, y civilizatorio, cuáles fueron sus fuentes o si fue el resultado aislado de grandes mentes iluminadas. El presente trabajo tiene como objetivo profundizar en las fuentes de dicho proceso cultural, para tratar de determinar –más que nada– el origen de la racionalidad científica de la filosofía natural, racionalidad que será el fundamento del posterior positivismo que a la larga determinará la agenda de la llamada ciencia Moderna.
El tema de la Modernidad ha sido tratado ya por diversos autores como Habermas, Enrique Dussel o Niklas Luhmann por citar a algunos, pero el enfoque del presente trabajo es novedoso por centrarse de manera fundamental sobre la racionalidad. Me propongo retomar la tesis de Stephen Toulmin plasmada en su publicación de 1990 Cosmopolis: the hidden agenda of modernity, tesis que señala que, por una parte, la Modernidad tiene dos grandes puntos de partida, la herencia del humanismo premoderno y la racionalidad proveniente de la filosofía natural; a su vez dicha racionalidad fue producto –como señala el autor– del caos y la incertidumbre que reinaba por toda Europa durante el siglo XVII. En el presente texto retomaré la tesis de Toulmin, pero señalando otro factor fundamental para el surgimiento de dicha racionalidad científica, el elemento dogmático o religioso, el cual propongo surgió de la reforma del credo cristiano por parte de Lutero y Calvino.
Plantearé que si bien el caos generalizado por toda Europa fue un elemento fundamental de dicha trasformación socio-cultural, la cual culminó con la racionalidad de la ciencia Moderna, el elemento más importante para dicho surgimiento fue el elemento dogmático, es decir, el caótico contexto social de la Europa del siglo XVII se puede entender como el factor detonante, más no la fuente, de una actitud ante la realidad que ya se encontraba arraigada en la fe del creyente reformado. Actitud (racionalidad) cuyas raíces podemos encontrar en los antecedentes premodernos como el escepticismo humanista, pero –sobre todo– en las profundas trasformaciones que planteó la reforma protestante, transformaciones ideológicas producto de una novedosa interpretación del credo cristiano. Reforma que transformó radicalmente el contexto socio-cultural de la Europa de los siglos XVI y XVII, principalmente de los países septentrionales arraigando una nueva forma de vivir la fe y con ello una nueva forma de concebir el mundo, del que –propongo– se desprenden los principales elementos que caracterizan la racionalidad positivista de la ciencia Moderna.
Por racionalidad (o racionalidad científica) debemos entender la actitud que comenzó a prevalecer en Europa a finales del siglo XVI y principios del XVII, actitud que pretendía que la razón es cierta facultad que Dios le otorgó al hombre para desentrañar la verdad, para tener acceso a los principios básicos e inmutables que rigen la realidad natural que nos rodea. Actitud que, como propongo a manera de tesis, no sólo es producto de la necesidad de certeza impuesta por el caótico ambiente social del siglo XVII como afirma Toulmin, sino que es producto de una transformación en la fe, una transformación en la forma de concebir el credo cristiano y con ello, una transformación en la forma de concebir la propia realidad, desencadenando una nueva actitud ante la vida y, por supuesto, ante la realidad natural.
Procederé, primero, a realizar un análisis de los dos elementos reconocidos como punto de partida de este periodo Moderno, el humanismo premoderno del siglo XV y XVI y, lo que aquí nos ocupa, la llamada racionalidad científica proveniente de la filosofía natural. Posteriormente, se realizará un análisis de los elementos más relevantes de la reforma protestante, para terminar con un apartado de integración en el cual se intentará dar respuesta a la principal interrogante aquí: ¿El fundamento de la actitud racionalista ante el mundo es producto sólo del caótico escenario en la Europa del siglo XVII o más bien es producto de un cambio de visión ante al mundo, un cambio de visión enraizado en la transformación de la fe cristiana?
Es necesario aclarar que el presente trabajo no pretende contraponer catolicismo versus protestantismo, ni realizar ningún tipo de proselitismo en materia religiosa, tan sólo es un esfuerzo académico por rastrear ese elemento dogmático que se encuentra presente en esta nueva era que llamamos Modernidad, elemento que no encontramos en la llamada Edad Media (por lo menos no explícitamente como en la era Moderna), y que juega un papel fundamental en el surgimiento de este proceso civilizatorio, el cual –considero– no es tan sólo el resultado de la premura reinante en Europa como propone Toulmin.
2.- Modernidad
Llamamos “Modernidad” al proceso cultural y “civilizatorio” que comenzó a prevalecer en la Europa de finales del siglo XVI y principios del XVII. Contando como característica esencial la adopción de métodos racionales para el estudio de las diversas áreas de investigación, y teniendo como principales expositores a Bacon, Galileo, Descartes y Hobbes.
…personas en Europa Occidental y Norte América generalmente aceptan dos declaraciones acerca de los orígenes de la Modernidad y la era moderna: viz, que la edad moderna comienza en el siglo XVII, y que la transición de lo medieval a los modos modernos de pensamiento y práctica descansan sobre la adopción de métodos racionales en todos los campos serios de investigación intelectual –por Galileo Galilei en física, por René Descartes en epistemología- cuyo ejemplo pronto fue seguido en teoría política por Thomas Hobbes[1] (Toulmin, 1990, p. 13).
Comúnmente, de manera ingenua se establece que esta revolución socio-cultural fue el milagroso resultado de, por un lado, el hastío del dogmatismo y “obscurantismo” medieval y, por otro, del singular genio de héroes intelectuales como René Descartes y Galileo Galilei. Pero, como usualmente sucede, al prestar un poco más de atención a la historia se aprecia que la realidad es un poco más compleja. Lo que sí se puede asegurar es que durante este periodo se comenzaron a implementar ─como asegura Toulmin en la cita anterior─ métodos racionalistas con pretensiones formales en todos los campos serios de investigación. El formato más común que se adoptó fue el sistema axiomático-deductivo euclidiano, comenzando por Galileo en física, Descartes en epistemología, el cual posteriormente fue importado a la teoría política por Hobbes y su Leviatán[2].
Si bien, los aproximadamente mil años de la llamada Edad Media (476-1453, 92)[3] no presentan un desarrollo de la ciencia pragmática como nosotros la conocemos, es una época de florecimiento cultural y literario que dista mucho de ser un periodo realmente “obscuro”. Lo que sí podemos afirmar, de manera indiscutible, es que el proceso de producción, desarrollo filosófico y cultural es completamente distinto al surgido en el siguiente periodo histórico, el Moderno. Podemos afirmar que existió una verdadera revolución cultural que transformó la producción intelectual de la Europa de los siglos XVI y XVII, y con ello, la forma de pensar y actuar de la población europea.
De forma general podemos encontrar dos distintos puntos de partida para este fenómeno Moderno, uno humanista surgido todavía en la Edad Media y otro científico que descansa en la filosofía natural del siglo XVII. Para considerar este primer punto, el humanismo que denominaré “premoderno”, debemos voltear hacia la filosofía de la “alta escolástica”, que se desarrolló desde los siglos XI hasta principios del XVI. Periodo filosófico caracterizado, primero que nada, por la introducción de novedosas ideas provenientes de la filosofía árabe y judía ─resultado de las cruzadas y de la expansión del islam─ y con ello la introducción (o reintroducción) de los clásicos griegos, principalmente Euclides, Platón y Aristóteles. Y, como segunda característica esencial, el punto culminante de una discusión que marcó a la escolástica desde sus inicios, el famoso problema de los universales, que contrapuso a realistas contra conceptualistas y, finalmente, contra nominalistas.
El nominalismo de Guillermo de Ockham en el siglo XIV acertó un duro golpe al realismo aristotélico-escolástico, separando la filosofía de la teología, sentando así las bases del futuro escepticismo humanista. Este escepticismo atribuía tan sólo una validez subjetiva a las nociones generales y a su fundamento racional, argumentando que la misma deducción racional no puede establecer conclusiones permanentes y universales, dando pie al cuestionamiento de los mismos dogmas de la iglesia y a su imposición autoritaria (Fisher, 1957, p. 94). Este escepticismo premoderno, que floreció principalmente en la literatura humanista, situaba al hombre como foco principal, reconociendo la subjetividad y el contexto, negando por ello, los conceptos de “certeza absoluta” o “verdad irrefutable” que, consideraban, dan lugar a dogmatismos peligrosos para el mismo ser humano.
Como principales exponentes de este escepticismo humanista premoderno podemos citar a integrantes de la escuela de Salamanca como Francisco Suarez o Francisco de Vitoria, o a pensadores como Erasmo de Rotterdam o a Michel de Montaigne. Humanistas dedicados a la literatura que abogaban por la tolerancia ─principalmente religiosa y filosófica─ tratando de reconciliar puntos de vista, profesando su escepticismo ante interpretaciones “absolutas” o “incuestionables” principalmente de las Santas Escrituras y del dogma cristiano. Incluso, como afirma Toulmin, durante la etapa premoderna (antes de la reforma luterana) en la que reinaba este escepticismo humanista, las cuestiones morales y religiosas eran cuestiones de abierta discusión en las distintas provincias eclesiásticas, teniendo a la curia papal sólo como una guía de los dogmas y principios generales y no como una autoridad en cada caso particular, como efectivamente llegó a ser después de la llamada Contra-Reforma producto del concilio de Trento (Toulmin, 1990, p. 136).
Este renacimiento intelectual producto ─como dije─ de la llegada de ideas revolucionarias provenientes de oriente medio, así como de los clásicos griegos de primera mano, y del esfuerzo de adaptar estas formas de pensar a la estructura teológica cristiana, produjo un nuevo interés académico, sembrando la semilla de la inquietud filosófica en nuevas generaciones de pensadores, hasta llegar al apogeo de las ideas nominalistas de los siglos XIV y XV, y con ello, el surgimiento del escepticismo humanista del XVI.
Pues bien, uno de los rasgos característicos del inicio de este proceso civilizatorio denominado Modernidad es esta mencionada renovación del espíritu intelectual, del afán de cuestionar y preguntar, encarnado todo en torno a una visión humanista y por tanto escéptica y antidogmática. Renovación que marcó a las nuevas generaciones de pensadores de toda Europa durante los siglos XV y XVI. Por otra parte, este proceso civilizatorio cuenta con un segundo componente formal, la racionalidad o positivismo de la filosofía natural de los siglos XVI y XVII.
Actualmente, cuando pensamos en la racionalidad pensamos en un proceso intelectual que nos permite justificar nuestras creencias, tomar decisiones, adoptar ciertas actitudes, etcétera. De igual forma, a la razón la concebimos como una capacidad que nos permite mantener creencias basadas en justificaciones que no dependen de manera directa de la experiencia, es decir, la razón nos proporciona justificaciones que no recaen en la percepción o en la memoria, o en el testimonio de otros (Rodríguez, 2017, p. 41). Pero al hablar de la racionalidad o racionalidad Moderna nos estaremos refiriendo a la concepción ─arraigada durante este proceso histórico─ de que la razón es aquella facultad que nos permite desentrañar verdades, sin importar si hablamos de verdades que dependan de la experiencia o no.
Como se mencionó, esta concepción de una cierta capacidad que nos conduce hacia el desentrañamiento de verdades universales e intemporales, surge del seno de la filosofía natural, es el elemento cientificista al que nos remite Toulmin al hablar (además del humanismo premoderno) de los dos puntos de partida de la Modernidad (Toulmin, 1990, p. 43). Nos encontramos entonces con un reclamo por lo universal, lo intemporal, lo abstracto y lo formal, nos encontramos con una “búsqueda de certeza” que exige ampliar los resultados de los métodos lógico-matemáticos al campo de la filosofía natural. Así, surge a partir de la filosofía natural de los siglos XVI y XVII, una necesidad de encontrar ─entre fenómenos─ relaciones cuantitativas invariables e intemporales, que permitan la predicción de dichos fenómenos y con ello, la manipulación de los mismos, por tanto, dejan de tener un valor central (por lo menos dentro del campo de la filosofía natural) los porqués siendo reemplazados por los cómos.
Esta búsqueda por la certeza de las relaciones cuantitativas invariables desencadena un rompimiento entre la razón integral que busca explicar de forma cabal un fenómeno y la razón que sólo busca manipular dicho fenómeno. Tenemos por tanto, surgiendo como uno de los dos puntos de partida del periodo histórico Moderno, un método racional parcial que confía ciegamente en que la razón es el instrumento que brindará verdades universales, invariables e incuestionables, pero sólo de las relaciones cuantitativas (estructurales) que prevalecen entre los fenómenos[4], dando lugar a una racionalidad pragmática sesgada que sólo le interesa lo positivamente dado, es decir, lo medible, lo modificable y por tanto lo controlable: “la racionalidad pragmática dominante es aquella que no ve sólo la realidad como objeto de explicación, sino como objeto de producción” (Linares, 2008, p. 380). Este sesgo en el proceso racional, este rompimiento entre la explicación y la manipulación, da lugar al surgimiento de la llamada razón instrumental ampliamente abordada desde la escuela de Frankfurt hasta la contemporánea filosofía de la ciencia o de la tecnología.
El racionalismo moderno, el triunfo de las luces del entendimiento sobre la penumbra del mito, que implica la reducción de la especificidad de lo humano al desarrollo de la facultad raciocinante y la reducción de ésta al modo en que ella se realiza en la práctica puramente técnica o instrumentalizadora del mundo, es el modo de manifestación más directa del humanismo propio de la modernidad capitalista (Echeverría, 2005, p. 151).
Esta razón sesgada (y principalmente la confianza ciega y dogmática en ella) es uno de los elementos, como se mencionó, que dan forma a la Modernidad, la tesis de Toulmin ─ como se dejó claro en la introducción─ y algunos otros autores es que las condiciones sociales apremiantes en Europa durante el siglo XVII llevaron a la población a adoptar este pragmatismo buscando asegurar un poco de certeza en tiempos desesperados, lo que intentaré mostrar es que además de este contexto social, uno de los elementos fundamentales para abandonar la casuística aristotélica medieval fue la aceptación generalizada (y sus implicaciones) de la reinterpretación del dogma cristiano.
Así pues, por racionalidad (o racionalidad científica) se concebirá la creencia dogmática del individuo Moderno, en que la razón es aquella facultad que legítimamente desentraña verdades, aunque verdades de tipo positivo y no metafísico, es decir, por racionalidad se entenderá la confianza Moderna en que la razón puede mostrar las relaciones invariables que existen y determinan los fenómenos naturales, mostrando así las causas o “leyes” que efectivamente rigen la realidad que habitamos.
3.- La Reforma Protestante
Como señalé, el sistema filosófico aristotélico relacionado íntimamente con la escolástica fue perdiendo primacía durante los últimos siglos del periodo medieval. Esto dio por resultado que todo el sistema teológico y ético medieval fuera cuestionado por los renovados humanistas, buscando nuevos fundamentos para los dogmas de la fe y una renovación de los obsoletos protocolos católicos.
Existía, entonces, una marcada tendencia a examinar los fundamentos de la religión católica, “a poner en duda las doctrinas tradicionales de la Iglesia, y a sujetar todas las doctrinas del credo a una investigación concienzuda y a pruebas racionalistas” (Fisher, 1957, p. 426). Podemos mencionar también, algunos otros factores que jugaron un papel primordial en el cuestionamiento del sistema católico-romano. Primero, a principios del siglo XVI se podía atestiguar ya el desarrollo y consolidación de las diversas naciones, forjando cada una de ellas su propia identidad, cultura, tradiciones, leyes e instituciones, dando lugar al nacimiento del sentimiento nacionalista y por ello al recelo a la intervención extranjera, ya sea encarnada por alguna otra nación-estado o por un gobierno eclesiástico extranjero (romano). Segundo, este afán revisionista de las doctrinas y protocolos de la Iglesia llevó a cuestionar la misma secularización del papado. Es decir, a esas alturas los papas habían renunciado virtualmente al elevado puesto de “Vicario de Cristo”, habían dejado de ser los custodios morales y religiosos de la sociedad, para convertirse en mundanos príncipes temporales de un determinado Estado, inmiscuyéndose en contiendas políticas, en ambiciosos negocios y, ya no se diga, en intrigas morales y libertinaje cortesano. Como tercer punto, podemos citar también una segunda influencia filosófica (aparte del escepticismo humanista) de vital importancia para la reforma. El trabajo de los así denominados “místicos”, tales como San Bernardo, San Anselmo, San Víctor, Buenaventura, entre otros, quienes a través de sus obras debilitaron ─al igual que el nominalismo que culminó en el escepticismo humanista─ la influencia del sistema escolástico aristotélico, conduciendo a los humanistas premodernos hacia una práctica religiosa más interior y espiritual, tendiendo con ello a destruir la excesiva estima de los sacramentos, las ceremonias exteriores, los protocolos y las celebraciones características de la iglesia católica-romana.
Tenemos entonces una serie de factores que llevaron, primero a Lutero y enseguida a una serie de pensadores ilustrados principalmente de países septentrionales encabezados por Juan Calvino, a cuestionar la autenticidad del credo católico, proclamando entonces una reforma del cristianismo basada en supuestas interpretaciones más racionales de los textos bíblicos y con ello de la ética, y la conducta del “verdadero” cristiano. La importancia de este fenómeno socio-cultural ─como veremos─ recae en su influencia sobre el pensamiento y conducta de los hombres de la mayoría de la Europa del siglo XVI y XVII, brindando las bases del pensamiento Moderno que aquí nos interesa, sembrando las raíces del individualismo, del racionalismo, de la libertad (en su sentido negativo[5]) como dogma fundamental y por supuesto, como lo señaló Max Weber, de la ética capitalista.
Este cuestionamiento de la doctrina católica comienza como una protesta del propio Lutero ante ciertos excesos, tergiversaciones y malentendidos que él, gracias a esos factores ya mencionados que propiciaron la revisión de dicho dogma, encuentra en la práctica católica, tales como la venta y condicionamiento de indulgencias, pero derivó en todo un movimiento que verdaderamente reformó el credo judeo-cristiano señalando importantes diferencias teológicas entre este cristianismo reformado y el viejo catolicismo.
Para comenzar, podemos apreciar dos principios clave en el credo protestante. Uno, que es el de trasladar toda autoridad en materia de fe a la Biblia, despojando de la superioridad que sobre ésta tenía la opinión de sacerdotes, cardenales, obispos y, por supuesto, el Papa. Segundo, que el cristiano no necesita más que su fe en Dios y su hijo Jesucristo para obtener la salvación eterna y formar parte de la iglesia de Cristo, sin necesidad de “ganarse” la salvación a través de cierto tipo de comportamiento, ni justificación, ni ninguna autorización o permiso de alguna otra persona sobre este mundo.
El protestantismo sea cual fuere la diversidad de formas en que ha aparecido, y a pesar de la diversidad de carácter y opinión observada en sus caudillos, se distingue como sistema de fe por dos principios. Estos son el de la justificación sólo por la fe, y el de la autoridad exclusiva de las Escrituras (Fisher, 1957, p. 410).
Estos postulados básicos del protestantismo remiten a la mencionada racionalidad al establecer como único dogma de fe una serie de textos, si bien, escritos por hombres, pero “inspirados por Dios” y por tanto verdaderos, únicos e inmodificables, y al absortar a su análisis y reinterpretación racional despojada de los viejos prejuicios de la doctrina católica. Remiten al individualismo al establecer que el sujeto por sí mismo puede acudir a estos textos e interpretarlos sin la potestad de nadie más. De igual forma remiten a la libertad (negativa) y al egoísmo al establecer que la justificación del cristiano y su salvación eterna es únicamente a través de la fe, sin importar las obras ni los méritos morales de los hombres.
Esta última característica, la justificación tan sólo por la fe, es un punto importante del pensamiento Moderno, por lo que requiere un análisis detenido. Al momento de volver a la Biblia como la única autoridad de la fe, se da una interpretación de las Escrituras distinta a la católica: en vez de que la salvación provenga de los méritos del sujeto a lo largo de su estancia mundana, el protestante lo reinterpreta como un acto puramente gratuito que dimana de la misericordia de Dios. Dimana del sacrificio de Cristo por todos los hombres, y de la aceptación ─por parte del pecador─ de este sacrificio por un puro acto de fe, independientemente de los méritos morales del mismo y, por supuesto, también independiente de ritos o ceremonias, así como de la intervención de sacerdotes o de la misma iglesia como institución.
En cuanto a la naturaleza humana, la visión judeo-cristiana propone al ser humano como caído de la gracia divina al ser arrojado del paraíso. Pero en el catolicismo encontramos una naturaleza no totalmente caída o salida de la gracia divina, por lo que puede redimirse a través de sus actos, como la misericordia, la humildad, el desprendimiento de lo mundano, la sumisión a la iglesia, entre otras. Mientras que en el protestantismo encontramos una naturaleza completamente caída, únicamente redimible a través de la gracia de Dios, independiente de los actos del pecador. Como podemos apreciar, esta es una interpretación totalmente contraria a la interpretación católica, en la cual la salvación está condicionada a los méritos del sujeto y no puede llegar sin la mediación de una única y legítima iglesia institucionalmente constituida.
De este principio de salvación gratuita se desprende un elemento muy importante. Que tan sólo la voluntad divina ─sin importar los méritos del sujeto─ determinará quién será un elegido a la vida eterna y quién no, esta voluntad divina es la última causa de la salvación de algunos y de la perdición de otros (Fisher, 1957, p. 231). Este postulado se conoce como la “predestinación” de la doctrina protestante, principalmente de la calvinista. Esta predestinación entonces, establece la completa dependencia del sujeto a la voluntad de Dios, por lo que ─como veremos más adelante─ no puede negarse a los designios de Dios ni perder su tiempo pensando en la salvación de los demás, lo que determina ─como sugerí─ un punto clave en la constitución del individualismo y egoísmo propios del pensamiento Moderno.
Precisamente esta predestinación libra al cristiano de una importante carga ─presente en el católico─ al no estar su salvación ligada a méritos en este mundo. Si bien, existe una ley divina de la cual se deriva un estricto código moral que el cristiano reformado está obligado a observar rigurosamente (y así demostrar públicamente ser un elegido), no debe preocuparse del bienestar ajeno. Es decir, existe un extenso conjunto de conductas prohibidas para el “verdadero” cristiano (como apostar, beber o blasfemar), las cuales debe acatar pues de lo contrario evidenciaría no ser un legítimo “elegido”, pero no tiene la necesidad de hacer nada por nadie para garantizar así su salvación, no necesita hacer “buenas obras” en beneficio de alguien más, tan sólo debe preocuparse por su propio beneficio y acotarse al estricto código de conducta de su iglesia.
Incluso, proveniente de esta misma predestinación, no necesita justificar su conducta con nadie más, pues sólo Dios será su confidente y sólo de Él dependerá su salvación, eliminando así también la necesidad de confesión y penitencia existente en el dogma católico (Weber, 1991, p. 62). De ahí que el protestante ya no tenga necesidad de una orden sacerdotal, pues personalmente puede acudir a Dios cuando la preocupación le aqueje y no necesita de ningún juez (excepto el mismo Dios) para expiar sus pecados. Esto genera una importante diferencia con el catolicismo, en donde el sacerdote juega el medular papel de mediar entre el creyente y la salvación otorgada por Dios, así como también, desempeña un cargo judicial al tener que escuchar las confesiones y señalar las penitencias que seguirán guiando al creyente por el camino de la salvación. Por ello, el mundo del cristiano reformado se vuelve individualista pues no necesita de nada ni de nadie (excepto de él mismo) para cumplir su deber como “cristiano elegido”, mientras que el mundo católico permanece bajo el paradigma de una comunidad en la cual unos dependen de otros y conforman así una única y legítima iglesia.
El otro elemento importante a resaltar es el surgimiento de la racionalidad protestante. Así como exige rigurosidad en el análisis de las Escrituras para evitar las supuestas malinterpretaciones católicas, también rigurosamente adapta toda esta interpretación a la vida del creyente, adapta la racionabilidad del ascetismo cristiano a la vida del mundo, la vuelve por tanto metódica y positivista (Weber, 1991, p. 75). Como no existe más autoridad que las mismas Escrituras, las vuelve una ley impositiva que recae sobre cada elemento de la vida del creyente, subyugando el sentimiento y la voluntad, no dejando más espacio que el cumplimiento de ésta. Transforma ─principalmente al Decálogo─ en un sistema estricto y autoritario de “Deberás” y “No Deberás”, pues dogmáticamente acepta la incuestionabilidad de las Escrituras y la interpretación única de éstas, haciendo de la “razón” la herramienta para acceder a ella (Walzer, 2008, p. 51).
Si bien, esta Reforma surgió gracias al tolerante ambiente del escepticismo humanista premoderno, inmediatamente se volvió un movimiento dogmático e intolerante. Se elevó a nivel de dogma incuestionable no sólo el contenido de las Santas Escrituras, sino también la idea de una única y correcta interpretación de ellas, tildando a cualquier interpretación distinta (ya sea católica o de las distintas sectas protestantes que paulatinamente fueron apareciendo a lo largo y ancho de Europa) de error interpretativo e incluso de blasfemia, desatando así una persecución religiosa no sólo por parte de la iglesia católica romana a través de la llamada Contra-Reforma, sino también por parte de las mismas sectas protestantes que cada vez se afianzaban más, principalmente en los territorios septentrionales[6].
El sentimiento religioso que animaba a los primeros reformadores a denunciar las extravagancias de la iglesia católica pronto desapareció, degenerando en una rigidez teológica con fines primordialmente políticos, que servían para justificar el poder de un príncipe en un determinado territorio, creando así un ambiente de hostilidad e intolerancia religiosa que desencadenó las llamadas “Guerras de Religión” culminando con la guerra de los Treinta Años en el siglo XVII.
Incluso esta intolerancia dogmática llevó a Lutero y a todo su movimiento a descalificar el escepticismo humanista, principalmente el de Erasmo, porque éste consideraba posible distintas interpretaciones de un mismo pasaje bíblico, acusándole de “incapaz” de ver la correcta interpretación que “la razón señala” (Fisher, 1957, p. 462). Podemos ver entonces que la llamada racionalidad (que se concreta, como veremos, en la filosofía natural del siglo XVII) comienza a nacer en el dogma protestante. Comienza a existir una intolerancia religiosa que va de la mano con una intolerancia intelectual, que pretende privilegiar una forma de pensar e interpretar por sobre las demás, que vuelve a aludir a los viejos conceptos de “certeza absoluta” y “verdad universal”.
Lo que es cierto, es que este protestantismo promovió mucho más la intelectualidad de sus feligreses (aunque fuera de manera intolerante y dogmática) que el catolicismo, el cual poco a poco fue perdiendo terreno en el mundo de la producción intelectual. El cristiano reformado no sólo tenía el derecho de leer la Biblia sino también la obligación. Cada creyente compartía la misma gracia impartida por Dios, por lo que era igualmente capaz de leer la Biblia y lograr la correcta interpretación de la misma. Por el contrario, la iglesia católica compartía (y comparte hasta la fecha) la idea de que la interpretación de las Sagradas Escrituras corresponde exclusivamente a la misma iglesia como institución, por lo que sólo los iniciados (los servidores de la iglesia encabezados por el Papa) pueden determinar el significado de los pasajes bíblicos, considerando al creyente común como incapaz de realizar esta interpretación, e incluso ─según lo establece el concilio de Trento─ la lectura de los textos bíblicos por parte del individuo común puede perjudicar más su fe que beneficiarla, por lo que debe conformarse con las “verdades” que la iglesia le proporciona (Fisher, 1957, pp. 471-472).
Tenemos pues, algunos elementos característicos del pensamiento Moderno surgiendo desde el seno de la misma reforma protestante: el individualismo, el egoísmo, la intolerancia intelectual y la racionalidad (así como también el fomento de la intelectualidad).
Gracias a esta “predestinación” el cristiano reformado percibe su vida como metódicamente ordenada y predeterminada hasta en el más ínfimo detalle, y a su razón como la vía por medio de la cual le son comunicados los designios divinos. Por coherencia se traslada entonces esta predeterminación y orden a la realidad en su conjunto, el mundo se concibe como ordenado, es decir, como un conjunto de interacciones continuas regidas por una serie de principios o reglas inviolables que aseguran dicho orden, a diferencia del misticismo promovido por el catolicismo medieval donde encontramos la idea de una realidad controlada por la voluntad divina y por tanto –igual que dicha voluntad divina– inescrutable. Concibe pues a la naturaleza como un todo ordenado por el poder supremo de Dios, concibe a cada fenómeno que percibe como partícipe de un plan predeterminado que continuamente se está llevando a cabo, en el cual no existe el azar ni los cabos sueltos, todo tiene una relación fija dentro de una estructura establecida, y la razón humana es esa facultad, otorgada por Dios, para descifrar esa estructura, y de ese modo identificar el llamado divino para convertirse así en el administrador de la voluntad del Señor.
Necesita pues, racionalizar tanto sus acciones como la realidad que le rodea, cree que a través de la razón logrará descifrar los designios divinos, logrará ser partícipe de la voluntad de Dios y con ello cumplirá fielmente su llamado (calling), asegurándose pues de no ponerle trabas a las determinaciones supremas y con ello conservar su lugar como elegido a gozar de la vida eterna en el paraíso. Por lo anterior, confía en que su razón es trascendente, en el sentido que trasciende el cambio, la mutación, el devenir continuos que los sentidos atestiguan, es aquella facultad que Dios le otorgó al hombre para acceder a sus designios, para reconocer sus mandatos.[7] Es una facultad aplicable a la realidad en la cual se encuentra inmerso el sujeto, es una facultad que logra encontrar las causas de los fenómenos así como sus consecuencias, aunque es necesario aclarar en este punto la diferencia entre causas íntimas y causas naturales, las primeras de carácter metafísico y las ultimas de carácter positivo. Es causa natural toda aquella relación entre fenómenos, necesaria y suficiente, para causar la alteración de algún otro fenómeno. Causas (naturales) a las cuales el cristiano reformado confía ciegamente que su razón le proporciona acceso a diferencia de las íntimas que continuamente son negadas. Por ello, considera que la naturaleza misma tiene ese orden racional, que Dios dotó a la naturaleza con esa particular organización susceptible de ser descifrada por la ardua reflexión racional humana, es pues, parte del plan divino que el sujeto pueda acceder a las causas (naturales) y consecuencias de los fenómenos que le rodean para de esa forma poder seguir el camino que Dios le señala.
La idea que inspira a los calvinistas es esta: Dios, al crear el mundo y darle el orden social, optó por aquello que era positivamente provechoso como medio de honrar su Majestad: no la criatura por sí, antes bien la ordenación de lo creado sometido a su voluntad. Por eso es que el impulso activista desatado en los santos debido a la doctrina de la predestinación, desemboca por entero en el afán de racionalizar el mundo (Weber, 1991, p. 122).
De esta forma, el protestante impone una nueva forma de concebir la realidad, opuesta a la idea católica medieval de lo místico, de lo indescifrable e indeterminado, destruye así un mito, pero por imposición consagra otro, el de una naturaleza racional y ordenada, predeterminada e infinita que se encuentra al alcance del sujeto y que fue puesta ahí por Dios únicamente para el beneficio del creyente, del elegido, que a través de su razón logra descifrar la esencia de esa predeterminación.
Desde la óptica del determinismo cristiano, la ciencia será aquella tarea que pretende encontrar las generalidades que la realidad le ofrece a la razón humana, aquella tarea que pretende develar —de una manera general— las “leyes naturales invariables” que rigen la relación entre los fenómenos que rodean al elegido, para de esta forma identificar el destino que le ha sido asignado (dominar el mundo). Es aquella tarea de escudriñar racionalmente la realidad externa al sujeto buscando las generalidades ocultas que la predeterminación divina ha establecido al momento de la creación. Confiando ciegamente en que estas generalidades o leyes naturales existen, que son únicas e inmutables y que son susceptibles de ser encontradas por la razón, la cual, por ende, proporciona respuestas únicas y universales atribuyendo cualquier resultado divergente o no general ni universal a la incorrecta y no bastante ardua reflexión racional.
4.- Racionalidad Moderna
Después de haber completado nuestra visión de los fundamentos de la reforma protestante, pasemos ahora a revisar el nacimiento de esta era Moderna en el siglo XVII. De acuerdo a la tesis de Stephen Toulmin, el segundo componente de la Modernidad, el cientificismo (o racionalidad)[8] proveniente de la filosofía natural del siglo XVII, es producto de las características contextuales de este periodo histórico en particular. Por mi parte retomaré el argumento de la contextualidad de Toulmin, pero siempre haciendo énfasis en que estos factores contextuales, tanto políticos como sociales, fueron tan sólo el detonante (no la fuente) de una actitud que ya florecía en la conciencia del europeo septentrional, una actitud fundada en su nueva y reformada concepción religiosa.
Pues bien, esta protesta y rechazo en contra de la autoridad de la iglesia católica romana generó, por supuesto, una reacción por parte de ésta. Primero, declarando a estos inconformes como herejes y persiguiéndoles a lo largo y ancho de las provincias europeas y segundo, convocando a un concilio ecuménico para tratar los argumentos de los protestantes inconformes, la posición de la iglesia católica ante este movimiento y la reestructuración y reafirmación del dogma católico. Este concilio se llevó a cabo en Trento entre el año 1545 y el 1563, culminando, si bien, con una reforma estructural de la iglesia romana, también con una reafirmación de la doctrina católica en contra del credo protestante, declarándolo hereje[9] y por ello blanco de persecución y erradicación, a este movimiento se le denominó Contra-Reforma o Reforma Católica.
A causa de este contraataque católico se desencadenó, primero, una guerra en Francia entre católicos y calvinistas, conocida simplemente como las “Guerras de Religión”, confrontación que tuvo lugar entre 1562 y 1598. Posteriormente, este conflicto entre reformistas y contrareformistas se trasladó más al norte, al Sacro Imperio Romano-Germánico, desencadenando uno de los más sanguinarios y cruentos conflictos europeos hasta antes del siglo XX, esta guerra fue conocida como la “Guerra de los Treinta Años”, y se verificó entre el año 1618 y el 1648, año de la firma de la famosa Paz de Westfalia.
Este conflicto inició en tierras germánicas motivado por la intolerancia religiosa que reinaba en toda la Europa de los siglos XVI y XVII, pero paulatinamente fueron interviniendo más y más naciones hasta terminar en un conflicto generalizado por todo el continente, con pretensiones diversas y ya no sólo religiosas. Como mencioné, este es uno de los conflictos más crueles y sangrientos que se encuentran en la historia de Europa (hasta el siglo XX), sembrando una miseria generalizada que afectaba principalmente a los países de Europa central: Alemania, Francia, Suiza, Suecia, Países Bajos, Dinamarca, etcétera[10]. Entre otras causas (como las enfermedades y el hambre), la fuente de tanta miseria fue el generalizado empleo de mercenarios, que tenían permitido robar y destruir poblaciones arrasando todo a su paso, por lo que cada poblado invadido (por uno u otro bando sin distinción) era abandonado a las “desenfrenadas pasiones de una soldadesca salvaje y feroz” (Fisher, 1957, p. 384). Según las estimaciones del historiador y teólogo George Park Fisher, la población de Alemania disminuyó de un veinte a un cincuenta por ciento en estos treinta años (Fisher, 1957, p. 388); en Augsburgo la población se redujo de ochenta mil personas al iniciar este conflicto a tan sólo diez y ocho mil en 1650 (Fisher, p. 388); en 1641 la población de Wurtemburgo contaba con cuatrocientos mil habitantes los cuales se redujeron a cuarenta y ocho mil en seis años (Fisher, p. 388).
En fin, podemos apreciar la magnitud del conflicto y el grado de incertidumbre y desconfianza al que estaba sometida la población desde el inicio de la persecución religiosa aproximadamente en 1524 (con la llamada “Guerra del Campesinado”) hasta el fin de esta guerra en 1648. Por lo que ─de acuerdo a la tesis de Toulmin─ este reclamo por lo universal, lo intemporal, lo racional, lo abstracto y lo formal, fue una respuesta a la incertidumbre que reinaba en el caos europeo de la primera mitad del siglo XVII, fue una búsqueda desesperada por algo de certeza y confianza en una época en que la sociedad parecía desmoronarse junto con la fe y la esperanza de vida.
La “Búsqueda de Certeza” de los filósofos del siglo XVII no fue mera propuesta para construir abstractos e intemporales esquemas intelectuales, soñados como objetos de puro y separado estudio intelectual. En cambio, esto fue una respuesta temporal a un específico desafío histórico –el caos político, social y teológico encarnado en la Guerra de los Treinta Años[11] (Toulmin, 1990, p. 70).
Me parece que Toulmin acierta al sugerir que la racionalidad es una respuesta al caos y a la incertidumbre del particular contexto histórico, pero creo que esta respuesta es un poco más sutil. El sujeto (o la sociedad) en crisis no sólo busca certeza en respuesta a la incertidumbre, sino también refugio ideológico y espiritual. Y este refugio lo encontró en el dogma cristiano reformado que hacía énfasis en el individuo (y no en la iglesia como un todo) como elemento esencial del cristianismo, individuo que sólo tiene como herramientas su razón y su fe, pero que le son suficientes para desarrollar todo su potencial como elegido al reino divino. En una época de crisis –como afirma Toulmin– en la que no se podía confiar en nada ni en nadie, mucho menos en una institución eclesiástica extranjera y lejana (ni en sus funcionarios), el individuo sólo podía confiar en él mismo y en la herramienta que Dios le proporcionó al haberlo creado a su imagen y semejanza, la razón. Sólo le quedaba confiar en su razón y en la certeza de que Dios, al crear el mundo y ponerlo a su disposición, lo hizo inteligible a su facultad racional, no dejando lugar a relativismos e incertidumbres, pues esto significaría que también (y este es el punto medular) en cuestiones de fe y religión podría haber relativismos y no una “única” y “verdadera” interpretación bíblica. Es decir, si el cristiano reformado apostaba por un formalismo e intolerancia al hablar de interpretación bíblica y doctrina cristiana, debía trasladar (por coherencia) ese formalismo e intolerancia a cualquier otro elemento de la actividad humana, de ahí el formal, riguroso e intolerante código ético y, también, la necesidad de interpretar la realidad de una única y exclusiva manera, una manera intemporal, universal y formal.
Tenemos entonces los dos elementos que constituyen la racionalidad Moderna. Por un lado, la rigidez e intolerancia reformista, que para justificar su interpretación de la doctrina cristiana como única y legítima debe también justificar su interpretación de toda realidad como única, legítima, intemporal y universal, y por otro, la necesidad ─como afirma Toulmin─ de buscar certeza en un contexto histórico caótico y devastador.
Esta transformación desde la tolerancia humanista premoderna hasta la intolerancia Moderna, viene surgiendo ─como señalé─ desde el comienzo de este movimiento protestante con la descalificación, por parte de Lutero, del subjetivismo y la tolerancia de Erasmo. A lo largo de estos poco más de cien años (1524 – 1648) se va forjando una desconfianza en el escepticismo humanista premoderno y, sobre todo, una desconfianza en los incrédulos, una desconfianza en quien no adopta fanáticamente uno de los dos bandos en disputa, y se forja también una necesidad de demostrar de manera incuestionable que la posición propia es la posición correcta, descalificando tajantemente las contrarias sin dejar lugar a relativismos y mucho menos a la tolerancia. Cabe mencionar aquí que la propia intolerancia y fanatismo famosos de la iglesia católica y su inquisición, son producto también de este complejo proceso civilizatorio llamado Modernidad. Es decir, esta intolerancia y afán de persecución de la iglesia católica es resultado del concilio de Trento, como respuesta al peligro que sobre la posesión del poder en Europa significaba este nuevo movimiento protestante. La iglesia católica adopta (al igual que el protestante) una posición fanática e intolerante para intentar así, defender el inmenso poder que había acuñado a lo largo de la Edad Media y que ahora se veía amenazado principalmente en el norte de Europa. Posición fanática y dogmática que se adopta como estrategia defensiva o de contraataque, pero que ─como bien señala Toulmin─ sería impensable en el catolicismo medieval de Tomas de Aquino.[12]
Al hablar de que la era Moderna está fuertemente influenciada por la reforma protestante, me refiero a una influencia intelectual e ideológica que recorría la Europa de punta a punta, sembrando el germen de la renovación y la racionalidad, y no meramente a proselitismos religiosos o a peleas entre bandos. Es decir, no importa la religión que abrigara un sujeto (como Descartes o Galileo que fueron fieles católicos), sino la influencia que había en su pensamiento de estas nuevas doctrinas en boga, como el individualismo y la racionalidad (que posteriormente dan lugar al positivismo), ideas sobre las que ya hemos hablado.
Cuando se habla de Modernidad, se hace referencia ─como señalé al principio de este texto─ a un proceso de reforma cultural iniciado principalmente por pensadores como Bacon, Descartes, Galileo y Hobbes. Como acabo de señalar, no es necesario que estos pensadores fueran forzosamente feligreses de alguna secta protestante para ver la influencia que la Reforma tuvo en su pensamiento, como ejemplo tenemos el caso de René Descartes. Primero, el calvinismo es una doctrina netamente francesa, es producto de la inteligencia y el espíritu de esta nación, y aunque su iniciador haya tenido que resguardarse en Ginebra para huir de la persecución, es indiscutible que su influencia penetró profundamente en el espíritu de sus compatriotas. Si bien, René Descartes fue educado por jesuitas y siempre se mantuvo fiel a su doctrina religiosa de infancia y a su tradición familiar, es evidente la influencia que sobre él tuvieron las ideas reformistas protestantes, reforzadas al vivir la mayor parte de su vida en tierras de amplio florecimiento protestante como Holanda, Alemania y Dinamarca y, por verse rodeado de influyentes cristianos reformados como Isaac Beeckman o Johan Faulhaber (Fisher, 1957, 477).
Por otra parte, basta echar una mirada superficial a su método para apreciar la influencia reformista. Proponía, para comenzar, separar la teología de la filosofía (herencia humanista que ya mencionamos) y enseguida, desechar todo tipo de suposición o proposición proveniente de fuera, desechando toda autoridad, para de esta forma comenzar de cero con el examen de las intuiciones de la inteligencia humana, para así, partiendo de intuiciones claras y distintas, crear todo un sistema filosófico cuya espina dorsal es la razón deductiva e inductiva, es decir, la razón lógico-matemática. Podemos apreciar un rechazo a la autoridad aludiendo a las propias facultades intelectuales del sujeto, premisa medular del reclamo protestante; tenemos también la confianza plena en una facultad intrínseca humana que conducirá al sujeto hacia la verdad inmutable, la razón; y por último, tenemos el individualismo al que Descartes anima al no dar por sentada ninguna verdad ya establecida, proponiendo que el sujeto debe partir de cero con el análisis de sus propias intuiciones y así establecerlas todas, teniendo como único parámetro de juicio esa facultad racional compartida por todos los seres humanos.
La filosofía, según él [Descartes], no debe dar por sentada ninguna verdad, sino establecerlas todas; ni debe ser tampoco la esclava o auxiliar de las demás ciencias, sino que ella misma tiene el derecho de citar a todas a un examen ante su propio tribunal. ¿Quién no verá en esta transformación efectuada tanto en el carácter como en la posición relativa de la filosofía, la actividad tanto del humanismo como de la Reforma? (Fisher, 1957, p. 478).
Por ello, a pesar de los reclamos sobre el catolicismo de Descartes o Galileo, o aquellos sobre el inicio de la Modernidad en la Italia católica o en la Francia mixta, propongo que la raíz de la racionalidad moderna es la secularización de esta novedosa reinterpretación del credo judeo-cristiano, sin importar la ambigua persecución desatada entre católicos y las distintas sectas protestantes. Es por eso, que sin importar realmente si alguien (Descartes, Galileo o alguien más) fue el primero en teorizar estas ideas fuera del contexto religioso, podemos asegurar que la mayor parte de la Europa de la primera mitad del siglo XVII estaba dispuesta a aceptar estas premisas, entronando a la racionalidad lógico-matemática como la virtud más valiosa del ser humano, repudiando las emociones como distractoras de la correcta deliberación y causantes de las disputas que tenían sumida en tanta miseria a la humanidad. Así, lo que en Descartes comenzó como una distinción teórica entre el “poder intelectual de la razón humana” y las “causas fisiológicas de las emociones”, se transformó rápidamente en una distinción práctica y avalada por la mayoría entre lo bueno (racionalidad) y lo malo (sentimientos e impulsividad) (Toulmin, 1990, p. 135).
De esta forma se abandonó el escepticismo humanista que dio lugar a este proceso civilizatorio, reemplazándolo con una estricta racionalidad que perpetuó el dogmatismo de las mismas guerras de religión, llevando la intolerancia también al plano de la intelectualidad. Proceso que conlleva un rechazo a cualquier tipo de relativismo conceptual, aceptando únicamente los conceptos universales y atemporales, sobre los cuales se pretendía obtener certeza en una época en que lo único seguro era la incertidumbre. Este cambio de actitud, esta devaluación de lo particular, lo contextual, lo temporal y concreto, fue un pequeño precio a pagar por una teoría racional que asegurara objetividad universal y atemporal, sobre la cual fundar las futuras conductas y las acciones de la humanidad.
La rígida concepción natural del modelo protestante, que ─como vimos─, pretende que la realidad es asequible al intelecto humano de una manera única e inmutable para todos, demanda entonces que la filosofía abandone los estudios de caso, que deje atrás la casuística particular, y se enfoque en la búsqueda de conceptos abstractos, de ideas y principios generales a través de los cuales se dé cuenta de la estructura racional de la naturaleza, y a partir de ahí, únicamente deducir cada caso particular. Por primera vez, renegando del legado aristotélico, el análisis lógico fue separado de, y valorado por encima de, la retórica, el discurso, la argumentación y la ética.
Aristóteles (1994) propone en el libro quinto de su Metafísica los cuatro principios (o causas) de las que depende una cosa, y que son el objetivo de un proceso racional integral. La causa material, o aquello de lo que algo está hecho; la causa formal, lo que el objeto es; la causa eficiente, o aquello que produce ese algo; y la causa final, o aquello para lo que existe ese algo. Este proceso moderno se desentiende de dichas causas y su búsqueda, concentrándose únicamente en encontrar las regularidades que la realidad predeterminada ofrece, regularidades que podemos entender como leyes naturales que rigen la realidad, relacionando cuantitativamente los fenómenos para así proporcionar una guía en la práctica, una guía en el actuar en el mundo. La búsqueda de estas leyes naturales se podría entender, y algunos autores lo hacen, como la conservación de las causas eficiente y material por parte de los pensadores Modernos, pero como tal se acaba la búsqueda de causas, reemplazándose por la búsqueda de las regularidades cuantitativas que encontramos al analizar las relaciones entre los fenómenos, esto en algunos casos se podría interpretar como “aquello que produce ese algo”, pero no en todos, por ello en un sentido estricto como lo establece el programa del positivismo desde Comte, esto [“lo que produce algo”] sigue siendo una causa íntima inútil de perseguir.
…el carácter fundamental de la filosofía positiva es considerar que todos los fenómenos están sometidos a leyes naturales invariables. El descubrimiento preciso de estas leyes i su reducción al menor número posible, son el fin de todos nuestros esfuerzos, considerando como absolutamente inaccesible i vacía de sentido para nosotros la investigación de lo que se llaman las causas, sea primeras, sea finales(Comte, 1875, p. 81).
Este proceso Moderno o Ilustrado, pretende imponer un escrutinio racional que sólo tome en cuenta esta relación invariable que encontramos entre fenómenos y que podemos presentar cuantitativamente, tratando así de evadir la incertidumbre (social y cultural que se ha mencionado), y la subjetividad de paradigmas al interpretar la realidad y su relación con los dogmas de fe. Y es por lo anterior, que estas investigaciones de orden positivo (encontrar la razón cuantitativa que encontramos detrás de la relación de los distintos fenómenos, es decir, las causas naturales) prevalecen, pues son las únicas (causas naturales) que se pueden ─potencialmente─ controlar, son las únicas que prometen entonces concretizar el designio divino de someter a la naturaleza quedando a completa disposición de la humanidad.
Así, observamos cómo la tarea de este nuevo movimiento intelectual fue olvidarse del por qué y el para qué, y concentrarse en descubrir los vínculos entre la realidad material cambiante, inestable y particular y, el razonamiento lógico-matemático inmanente y universal. Su interés fue concentrarse tan sólo en lo positivamente dado a la razón (leyes naturales invariables) para lograr un marco teórico único y universal que contrarrestara ─como propongo─ la tan peligrosa subjetividad imperante durante el siglo XVII. Esto dio por resultado una razón sesgada, una razón de un solo nivel, un razonamiento que tan sólo busca las relaciones entre efectos, dejando de lado cualquier otra pregunta sobre los antecedentes de dicha relación causa-efecto.
Este movimiento intelectual propone como clave de la comprensión y dominio del mundo natural, evitar la interminable argumentación metafísica y centrarse ─sin necesidad de por qués y para qués─ únicamente en las causas concretas o naturales. Centrarse en lo material y por tanto cuantificable. Centrarse en lo cuantificable y por tanto predecible. Centrarse en lo predecible y por tanto manipulable.
Debido a las particularidades de esta cosmovisión (no sólo Moderna como afirma Toulmin, sino también cristiana reformada), el sueño de esta era histórica, de esta racionalidad, se consagró en el gran sueño llamado positivista compuesto de tres elementos: la pretensión de un método racional infalible que proporcionara las verdades y toda la estructura de la naturaleza, logrando así poner realmente al servicio del hombre este mundo natural otorgado por Dios; el sueño de una ciencia unificada cuya espina dorsal fueran principios físicos aplicables a cualesquier contexto de investigación natural; y un lenguaje científico y exacto que nulificara los posibles errores y malentendidos producto de la manipulación humana y de la intercomunicación. Este gran sueño racional pretendía por ello, descontextualizar todo estudio científico, concentrándose tan sólo en lo general, en lo abstracto y universal, despreocupándose de las particularidades históricas y culturales. Siempre resguardándose (aunque no siempre de manera explícita) en el dogma de fe protestante de que la naturaleza es única, inmutable y decodificable y fue puesta ahí, para el provecho del elegido (no para el provecho de la humanidad ─como este concepto puede significar contemporáneamente─, sino tan sólo para el provecho del verdadero cristiano que a través de su fe confirma ser parte de los elegidos a la salvación eterna) por lo que éste ─a través de su razón─ debía tener pleno acceso a ella.
Esta visión, de un trasfondo natural inmutable, compuesto de principios abstractos y generales, que llevó a Newton ─como heredero inmediato de este proceso Moderno─ a crear la cosmovisión más aceptada universalmente por más de trescientos años, creó también un modelo social igual de rígido e inmutable, con principios generales y abstractos, pero, sobre todo, con jerarquías inamovibles. Visión social que establece ciertos poderes como eje central sobre el que giraban algunos otros de menor jerarquía, y así sucesivamente (en alusión a la cosmovisión física newtoniana), perpetuando por ello, un modelo social de clases y géneros (y posteriormente de razas) inamovible e incuestionable. Modelo social que hace referencia a la creencia de que la realidad es así porque así debe ser, remitiéndose al dogma (protestante por supuesto) de que así Dios creó al mundo y a la sociedad, y no es papel del creyente, ni cuestionar las determinaciones divinas ni mucho menos intentar cambiar o estropear el plan de Dios[13].
Aunque también se debe señalar que este nuevo método racional, que pretendía encontrar respuestas generales, universales e intemporales en la naturaleza misma, dio lugar a grandes cuestionamientos de los dogmas y creencias tanto protestantes como católicas, haciendo cada vez más incompatibles la ciencia y la teología. Si bien esta filosofía natural, este cuestionamiento empírico a la naturaleza, puso en duda muchos supuestos del dogma judeo-cristiano, nunca puso en duda toda esta cosmovisión “newtoniana” del mundo natural y social, nunca puso en duda esta reinterpretación del sujeto y su realidad. Realidad ya establecida, rígida e inmutable, individualista, egoísta y con marcadas jerarquías, en la cual el sujeto no es parte de la naturaleza, sino que ésta es tan sólo materia prima puesta a su plena disposición, materia prima lista para ser analizada racionalmente, decodificada y, posteriormente, explotada sin miramientos.
5.- Conclusión
Para concluir tenemos que realizar una recapitulación de lo dicho. Llamamos Modernidad al proceso civilizatorio o cultural que comienza a prevalecer durante el siglo XVI y XVII. Este proceso civilizatorio se identifica principalmente por su individualismo y su racionalidad, más que nada por la racionalidad positivista propia de esa era que da lugar a la llamada ciencia Moderna. Según la tesis de Stephen Toulmin, esta racionalidad científica Moderna surge de la necesidad de certidumbre en un contexto socio-histórico caótico, pero –como vimos– falta un elemento fundamental, el elemento dogmático surgido de la Reforma protestante del cristianismo.
Esta reforma del credo cristiano nos presenta ciertos elementos clave para entender la racionalidad científica que estamos abordando. El individualismo al proponer una relación personal con Dios y no una comunitaria mediada por una institución eclesiástica; la autoridad única y absoluta de las Santas Escrituras desechando cualquier autoridad personal sobre ellas; la justificación de la salvación tan sólo por la fe que deriva en el dogma de la predeterminación, a diferencia de la salvación del católico que está sujeta a los “buenos” actos que realice en esta vida mundana.
Podemos encontrar entonces, la justificación dogmática del positivismo que encontramos detrás de la llamada ciencia Moderna. Primero, al proponer como única autoridad en materia de fe a la Biblia se desestima toda idea de intuicionismo o iniciación sacerdotal o revelación mística, suplantándolas con el supuesto de que la razón es la única herramienta que el creyente necesita para descifrar los mandatos divinos comunicados en esos sagrados documentos. Por ende, si la Biblia es descifrable racionalmente, la realidad material también debe serlo, puesto que ésta fue puesta para la satisfacción de nuestras necesidades, no requerimos entonces más que nuestra razón para descubrir cómo actuar dentro del mundo. De la misma forma, si la vida del creyente ya se encuentra predeterminada, la salvación no está ligada al azar ni al comportamiento o decisión del mismo creyente ni de nadie más, la realidad debe ser similar, la realidad como predeterminada debe presentar continuidad, regularidad y universalidad. Aludiendo al individualismo y al egoísmo se puede plantear que la función del creyente no es entender los por qués y para qués (causas íntimas) del mundo material, sino entender los cómos de esa regularidad predeterminada para así poder actuar en el mundo, para así poder concretar el mandato bíblico de dominar a la naturaleza.
Se presenta pues un reclamo por lo positivamente dado, por encontrar –como menciona Comte (1875)– esas regularidades que rigen los fenómenos naturales, para de esa manera asegurar la transformación y el aprovechamiento de la realidad material. Y al igual que la Biblia es la única autoridad en materia de fe, el mundo (y por tanto el acceso empírico al mismo) es la única autoridad en materia de ciencia, entendida ésta en términos positivos, como “el descubrimiento preciso de estas leyes [que relacionan invariablemente fenómenos] i su reducción al menor número posible”. Y de manera similar que en la Biblia, el acceso al mundo material es tan sólo a través de la razón, desestimando –como se mencionó– cualquier sugerencia de intuicionismos o revelaciones místicas.
Tenemos entonces algunos elementos del positivismo que dan lugar, en la contemporánea filosofía de la ciencia, a la llamada Concepción Heredada (Recieved View). La ciencia se enfocará en las causas naturales y no en las íntimas; el fundamento de la ciencia será su carácter empírico y de ahí su objetividad y neutralidad; se pretende establecer la relación cuantitativa entre fenómenos de ahí que el lenguaje lógico-matemático sea el lenguaje propio de la Modernidad; toda búsqueda por leyes naturales será una búsqueda por principios universales y no contextuales ni históricos; toda teoría deberá ser un sistema axiomático, principios universales de los cuales –a través de la razón– se deriven casos particulares. Como podemos observar, detrás de estos principios es indudable la influencia ideológica[14] del protestantismo que acabamos de esbozar: el rechazo de las causas íntimas por considerarlas inútiles (pragmáticamente hablando), ilusorias e inalcanzables; el mundo es la única autoridad (como la Biblia lo es) por tanto el único camino es el empírico; la razón es la única herramienta para descifrar los designios divinos, la validez racional sólo puede asegurarse a través de las inferencias deductivas propias de la lógica y las matemáticas, y es por ello que toda teoría debe ser un sistema axiomático deductivo; como la Biblia tiene una única interpretación, (por coherencia) el mundo también debe tener una única forma de interpretarse, por lo que la razón nos asegurará principios universales, únicos e intemporales. El problema aquí, pasa de este plano ideológico o dogmático a las complicaciones formales, al enfrentarse este procedimiento con el famoso problema de la inducción denunciado por Hume, que lo podemos entender como el talón de Aquiles de toda esta tradición positivista fraguada desde este contexto Moderno.
Pues bien, tenemos entonces una era Moderna caracterizada –entre otras cosas– por su racionalidad científica, punto de partida tanto de la ciencia Moderna como de la contemporánea. Racionalidad que propongo tiene tres elementos fundamentales, el contexto premoderno y el caótico contexto social del siglo XVII como afirma Toulmin, pero también un importante elemento desestimado por el autor, el elemento dogmático surgido de la Reforma del credo judeo-cristiano. Elemento dogmático que tenemos que identificar y tomar en cuenta al momento de replantear –en nuestros días– esta visión, tanto de la ciencia, la sociedad, el sujeto y su relación con el mundo.
Referencias:
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Beuchot, M. (1997). El Problema de los Universales. México: UAEM.
Bonatto, J. (1956). Historia de la Iglesia. México: Editora Latinoamericana
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Echeverría, B. (2005). La Modernidad de lo Barroco. México: Ediciones ERA.
Fisher, G. P. (1957). Historia de la Reforma. Costa Rica: Editorial Caribe.
Hobbes, T. (1996). Del Ciudadano y Leviatán. Madrid: Editorial Tecnos.
Linares, J. E. (2008). Ética y Mundo Tecnológico. México: FCE
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Toulmin, S. (1990). Cosmopolis: The Hidden Agenda of Modernity. Chicago: The University of Chicago Press.
Toulmin, S. (2003). Return to Reason. Massachusetts: Harvard University Press.
Walzer, M. (2008). La Revolución de los Santos. Argentina: Katz Editores.
Weber, M. (1991). La Ética Protestante y el Espíritu del Capitalismo. México:Premia Editorial.
[1] Versión original en inglés, traducción propia del autor.
[2] Como se mencionará más adelante, un elemento fundamental para comprender este periodo histórico es el intercambio cultural que existió entre Europa y el Medio Oriente, lo que produjo la reintroducción de los clásicos griegos de primera mano, como Aristóteles y Euclides. Siendo este último el portador de un novedoso (por lo menos novedoso en la Europa medieval) método formal para tratar la geometría, el llamado sistema axiomático-deductivo, sistema adoptado por la mayoría de autores propios de este periodo Moderno.
[3] De manera ambigua se suele establecer el periodo histórico conocido como Edad Media desde la caída del Imperio Romano de Occidente en el 476 de nuestra era hasta, por un lado, la caída del Imperio Bizantino (y la invención de la imprenta por Gutenberg) en 1453 o, por otro, el descubrimiento de América por Cristóbal Colon en 1492.
[4] En términos epistémicos, lo que tenemos aquí es el renacimiento ─por parte de Descartes, Galileo y algunos otros─ del llamado realismo crítico, que propone, a grandes rasgos, que no todas las propiedades percibidas pertenecen de manera natural a los objetos, sino que muchas de las propiedades son producto del mismo sujeto cognoscente como las llamadas por Locke “cualidades sensibles secundarias”. Mientras que las cualidades primarias (que si pertenecen objetivamente a los objetos) son sólo estructurales y por tanto cuantitativas.
[5] Para una discusión sobre las distintas formas en las que podemos concebir a la libertad (libertad negativa o positiva) remitirse a: Berlin, I. (2003). Cuatro Ensayos Sobre Libertad. Madrid: Alianza Editorial.
[6] Para ver más sobre la historia y desarrollo del protestantismo, y sobre esta persecución generalizada, remitirse a: Fisher, G. P. (1957). Historia de la Reforma. Costa Rica: Editorial Caribe.
[7] Y sólo reconocer sus mandatos, pues la voluntad de Dios sigue siendo —para el protestante como para el católico— indescifrable, es decir, por medio de la razón, el protestante cree poder reconocer su llamado y los designios que Dios le tiene preparados, pero no descifrar cuáles son las intenciones divinas ni descubrir la “lógica” del plan de Dios.
[8] En Toulmin esta confianza en que la razón puede proporcionar certeza, verdades universales e intemporales en ocasiones aparece como cientificismo, en el contexto de este trabajo lo hemos llamado racionalidad.
[9] Se declararon ideas herejes principalmente la predestinación, la justificación tan sólo por la fe, la negación de la transustanciación en el sacramento de la eucaristía, y la relación individual e independiente con Dios, que negaba la necesidad de una legítima Iglesia institucional.
[10] Precisamente la región europea en donde surgió y tuvo más auge el proceso civilizatorio Moderno y por ello la nueva producción intelectual marcada por el cientificismo o la racionalidad.
[11] Versión original en inglés, traducción propia del autor.
[12] Incluso el famoso “Caso Galileo” es el resultado no de “obscurantismos” ni “dogmatismos” medievales, me atrevería a decir que ni siquiera es un verdadero asunto de fe, sino el resultado de este ambiente de intolerancia y este espíritu de persecución con el que obraba la iglesia católica, tratando de luchar de manera desesperada en contra de sus opositores, que al parecer día con día le ganaban terreno. Galileo en realidad cometió tres errores políticos: hablar sobre temas (astronomía) de los cuales sólo tenían licencia de hablar los dominicos y franciscanos y, por supuesto, contradecirlos; interpretar en su defensa, de manera distinta a la posición oficial católica, algunos pasajes bíblicos; y tercero, haber ridiculizado (o al menos aparentar haberlo hecho) al Papa Urbano VIII en su “Dialogo sobre los principales sistemas del mundo”: “…. se ha alegado que las enemistades personales, el rencor de los opositores científicos de Galileo, y el odio de los Barbarini contra los Medicis, además de la creencia del Papa de que había sido puesto en ridículo de una manera oculta en el Dialogo condenado, fueron las verdaderas causas de los procedimientos contra Galileo; pero la verdad es que esas influencias hostiles habrían sido impotentes si no hubiera existido en esa época un espíritu intolerante que se complacía en la persecución” (Fisher, 1957, p. 466).
[13] Lo que se pretende plantear no es que no hubiese jerarquías inamovibles antes de la era Moderna, sino que el pensamiento Moderno en general, creó una nueva estructura social cosmopolita perpetuando las relaciones de clase y género, extendiéndolas –gracias a la expansión colonial europea- a las relaciones de raza. Esta nueva estructura proporcionó respetabilidad a las relaciones jerárquicas europeas entendiéndolas como parte de ese plan divino, y por tanto, como se ha expuesto, entendiéndolas como plenamente racionales y por ello, incuestionables e inmutables. La Modernidad conlleva múltiples contradicciones, las cuales no se entienden (o por lo menos no parecen tan racionales) desde una perspectiva que no sea la del cristiano reformado de la Europa septentrional, el cual las impuso a la fuerza al resto del mundo. Estas contradicciones implícitas en la visión Moderna, los choques culturales que produjo y sus consecuencias hasta la fecha, no son tema del presente trabajo, pues se necesitaría un nuevo enfoque de análisis más bien político y sociológico. Para ver más al respecto remitirse al texto: Echeverría, B. (2005). La Modernidad de lo Barroco. México: Ediciones ERA. O al propio Toulmin: Toulmin, S. (1990). Cosmopolis: The Hidden Agenda of Modernity. Chicago: The University of Chicago Press.
[14] El término “ideología” se utiliza aquí en su acepción peyorativa como sinónimo de falsa creencia, y no en el sentido complejo de la sociología como representación colectiva de un determinado sistema social
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