El problema de la lectura autobiográfica en La ciudad y los perros de Mario Vargas Llosa.

The problem of the autobiographical reading in La ciudad y los perros by Mario Vargas Llosa.

Amador Solís Lausmeg Teiccauh
Universidad Autónoma del Estado de Morelos (MÉXICO)
CE: zoeth64@hotmail.com ID ORCID: 0000-0002-2902-5442

DOI: 10.32870/sincronia.axxiv.n78.20b20

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Recibido: 05/03/2020
Revisado: 27/04/2020
Aprobado: 05/05/2020

RESUMEN:
En este artículo se presenta una revision de lo que la crítica especializada ha dicho sobre la perspectiva de lectura autobiográfica de la novela La ciudad y los perros de Mario Vargas Llosa, intentando contestar al mismo tiempo sus argumentos en favor de la posibilidad de una lectura de esta condición. Posteriormente, se realiza un breve análisis del proceso de autofiguración que se presenta en la novela.

Palabras clave: Mario Vargas Llosa. La ciudad y los perros. Lectura autobiográfica. Escrituras del yo.

ABSTRACT
This article presents a revision of what specialized criticism has said about the perspective of the autobiographical reading of the novel The time of the hero by Mario Vargas Llosa, trying at the same time to respond at the arguments that they present in favor of the possibility of a study of this kind. Thereupon presents a brief analysis of the process of autofiguration that can be found in the novel.

Keywords: Mario Vargas Llosa. The time of the hero. Autobiographical reading. Literature of the self.

Introducción
Ninguna duda cabe que la novela La ciudad y los perros se ha ganado ya un lugar dentro del parnaso literario que conforma tanto el campo de las letras hispánicas como el de las universales. Una suntuosa y elaborada edición conmemorativa editada por la Real Academia Española (RAE), por un lado, y la entrada de la novela (junto a toda la obra literaria de Vargas Llosa) a la prestigiosa colección de la editorial francesa La Pleyade en donde figuran todos los iconos y nombres importantes del canon literario (desde Homero hasta Proust pasando por Shakespeare), por el otro, atestiguan el hecho de manera clara y documental. Evidente es que se trata de una novela que ha sido estudiada de manera exhaustiva dentro del círculo académico, e innumerables libros, artículos y estudios han sido publicados con el objetivo de desentrañar la complejidad del texto. Sin embargo, es de notar que uno de los aspectos que más saltan a la vista en la composición de la novela, como es el caso del elemento autobiográfico que sirve de base para la creación del mundo imaginado de la obra, ha sido una de las perspectivas más abandonados en los análisis críticos de la novela.  
            Es ya de conocimiento general que Mario Vargas Llosa uso fragmentos de su propia vida como detonante para la creación de la historia de su novela La ciudad y los perros. Los dos escenarios de la diégesis (el colegio y la ciudad) y muchas de las acciones que en ellos se desarrollan se basan en una vivencia concreta en la vida del autor: su estancia durante la primera adolescencia en el colegio militar Leoncio Prado. Javier Cercas (2012) en su ensayo “La pregunta de Vargas Llosa” resume la dinámica de representación autobiográfica en el texto de esta manera:

Dos de los protagonistas de la novela comparten muchos rasgos biográficos con él; me refiero a Alberto Fernández y Ricar­do Arana. Igual que Alberto, Vargas Llosa era conocido en el colegio militar como el Poeta; igual que Alberto, Vargas Llosa escribía, a cambio de ci­garrillos, novelitas pornográficas y cartas de amor, estas úl­timas a petición de los cadetes que no sabían escribir cartas de amor a sus novias; igual que Alberto, entre 1948 y 1950 Vargas Llosa hizo, durante los fines de semana, la vida de los adolescentes acomodados de Miraflores, una vida memo­rablemente recreada en la novela y consistente en jugar al fútbol, en nadar en la piscina o correr olas en las playas de Miraflores, del Regatas o de La Herradura, en asistir a misa de once y a las matinés de los cines Leuro o Ricardo Palma yen pasear más tarde por el parque Salazar. Las similitudes entre la infancia y la adolescencia de Vargas Llosa y las de Ricardo Arana son todavía más acu­sadas. Igual que Vargas Llosa, Arana conoce a su padre a los diez años, tras haberse pasado la vida creyéndolo muerto; igual que Vargas Llosa, Arana es un niño mimado y consentido, «inocente como un lirio», que, hasta la rea­parición de su padre, vive con su madre y con la familia de su madre; igual que Vargas Llosa, Arana entabla una guerra sorda con su padre, siente celos de él, se siente ex­cluido de la relación entre él y su madre, se siente solo y añora su familia y su vida anterior y odia Lima, la ciudad a la que sus padres lo llevan desde Chiclayo como a Vargas Llosa lo llevaron desde Piura; igual que el padre de Var­gas Llosa, el padre de Arana es un energúmeno que mal­trata y pega a su mujer, le maltrata y pega a él mismo, le obliga a conocer el rencor y el odio y el miedo y finalmen­te le inscribe en el Leoncio Prado para que los militares extirpen al niño caprichoso y engreído que todavía hay en él y lo conviertan a base de golpes y disciplina en un hom­bre o en lo que él considera que debe ser un hombre. Y no faltan episodios de la peripecia de Arana que parecen re­producir, apenas levemente transfigurados, episodios de la peripecia de Vargas Llosa; así, cuando se cuenta en la no­vela que, la primera vez que el Jaguar pega a Arana, este [sic] junta las manos y se arrodilla ante aquel, para que no siga pegándole, es imposible no recordar un pasaje no menos espeluznante de las memorias de Vargas Llosa:
Cuando [mi padre] me pegaba, yo perdía totalmente los papeles, y el terror me hacía muchas veces humillarme ante él y pedirle perdón con las manos juntas (Cercas, 2012, p. 481).

Como se puede observar el juego de representación autobiográfica en la novela se produce en dos personajes: Alberto y Arana, lo cual desde ya nos propone una serie de problemas muy complejos sobre la representación del yo a través de la escritura en esta obra, al poner en marcha dicha representación no a través de un personaje, como suele ser lo habitual, sino a través de dos. En ese sentido, la novela de Vargas Llosa se acerca a la concepción moderna sobre el yo en la primera mitad del siglo XX, en donde ya no se habla del yo como una unidad absoluta con propiedades invariables, sino de un yo fragmentado de variables múltiples y distintas posibilidades que preocupó a diversas ciencias a lo largo del mismo siglo. Como señala Manuel Alberca (2007) en su ensayo El pacto ambiguo. De la novela autobiográfica a la autoficción, en el yo habitan una legión indeterminada de yos, así lo defienden y lo exponen las ciencias del hombre del siglo XX, como la psicología, la sociología y la antropología. (p. 19) En ese sentido, el ejercicio de Vargas Llosa es una imagen ficcionalizada “de ese imaginario de nuestra época que concibe al fragmentado e inestable sujeto moderno como un hervidero de múltiples Yos”. (Alberca, 2007, p. 20)
            A pesar de esta complejidad, no obstante, lo que nos encontramos con el caso de La ciudad y los perros es que la lectura autobiográfica de la obra en general suele ser estigmatizada hasta el punto de ser considerada impropia, novicia, poco rigurosa o de mal gusto. En la primera parte de este artículo se hará una breve revisión de lo que la crítica especializada a dicho sobre la lectura autobiográfica de la obra y se intentará identificar los problemas de dichas aseveraciones, mientras que en la segunda se expondrá un breve análisis de la obra a través de dicha lectura autobiográfica, con lo que se pretenderá mostrar toda la complejidad que realmente encierra esta perspectiva de la novela.

El contexto de la crítica y el problema del horizonte de experiencia
Sin duda el problema de la lectura autobiográfica para la crítica de esta novela debe ser abordado desde lo que Hans Robert Jauss llamó el horizonte de experiencia en su teoría de la estética de la recepción (2000). Ana Isabel Broitman (2015) resume el punto de vista del autor alemán de esta manera:

Para Jauss, el sentido de una obra se constituye como resultado de la coincidencia de dos factores: el horizonte de expectativas (código primario implicado en la obra) y el horizonte de experiencia (código secundario suplido por el receptor). Este último incluye las expectativas concretas, condicionadas por circunstancias sociales y biográficas que limitan las interpretaciones posibles. De esto se deduce que nadie puede leer lo que su época o su inserción social no le permiten. (p. 46)

Aplicando lo dicho al tema que nos ocupa, nos permite deducir que no era posible para los críticos de la época (década de los sesenta) elucidar en un primer momento con propiedad toda la complejidad que encierra la lectura autobiográfica de esta obra, pues estaban inmersos en un contexto en el que no sólo el desconocimiento del tema era algo generalizado, sino que la corriente principal de los estudios literarios iba en sentido contrario, pues se enfocaban en el estudio de los textos en su inmanencia. Tesis como la de la muerte del autor y enfoques como los estudios estructuralistas, formalistas o narratológicos era lo que estaba en auge en aquel momento. En filosofía precisamente avanzaba con fuerza el enfoque deconstruccionista de los postestructuralistas, en el que se hacía crítica a toda noción de discurso basado en una lógica logocentrista. Uno de los conceptos discursivos que disfrutaban el privilegio de dicho logocentrismo era el concepto de sujeto, por lo que toda noción de teorizar a partir de una perspectiva que se le acercara a dicho concepto comenzó a observarse con escepticismo[1]. De esa manera, por un desconocimiento más bien inherente al contexto en el que estaban inmersos, la crítica especializada de la obra se dedicó a rechazar y a estigmatizar la lectura autobiográfica de la novela. No hace falta decir que, de acuerdo al factor discursivo de interrelación de la práctica de la crítica literaria, donde las primeras aproximaciones muchas veces marcan el camino que seguirán las posteriores, dicha estigmatización no fue sólo exclusiva del periodo cercano a la publicación de la novela, sino que sigue imperando hasta nuestros días.

La crítica contra la lectura autobiográfica
Pero pasemos a revisar propiamente las opiniones de la crítica especializada respecto a la lectura autobiográfica. Para este propósito nos concentraremos en hacer un repaso por el apartado crítico que se reúne en la edición conmemorativa del cincuentenario de la novela, editado por la RAE. En el sentido discursivo de la construcción del canon de la crítica, este tomo conmemorativo realiza una tarea muy importante, pues la sola agrupación de estos textos en una edición de esta envergadura (publicada por la autoridad que lo hace), se encarga de empoderarlos situándolos en una posición de privilegio respecto al resto de la crítica, es decir, los ubica en un lugar como en una especie de mayor o más alta autoridad. Siendo así, se entenderá que se tomen estos estudios como referencia en este trabajo para un rastreo del sentido que la crítica ha otorgado a la lectura autobiográfica de la novela.  
            El apartado crítico de la edición está conformado por textos de José Miguel Oviedo (2012), Darío Villanueva (2012), Javier Cercas (2012), Marcos Martos (2012), García de la Concha (2012), Efraín Kristal (2012) y Carlos Garayar (2012). Importante será declarar desde este momento que se excluye en esta lista el trabajo de John King, “Una ficción incendiaria”, pues se enfoca más bien en la parafernalia editorial que rodeó a la novela (fenómeno que posteriormente fue llamado “Boom latinoamericano”) y no aborda en ningún momento la reflexión en torno a la lectura autobiográfica.
            Podemos dividir estos trabajos en tres grupos generales: 1) los que rechazan la perspectiva autobiográfica porque creen en el análisis del texto a partir de su inmanencia, donde no puede entrar nunca un elemento fuera del texto, aquí se ubicaría la perspectiva de García de la Concha; 2)  los que rechazan el enfoque autobiográfico por creer que toda la literatura en general es fundamentalmente autobiográfica, en la medida en que el autor parte siempre a escribir desde de su experiencia personal y visión del mundo, aquí enumeramos los textos de Cercas y Martos; 3) los que rechazan la perspectiva autobiográfica por considerarla una manera del realismo más rancio, es decir de la intención de buscar la realidad en la literatura y viceversa, abriendo el consabido debate dicotómico entre realidad y ficción, en este grupo se encontrarían los textos de Oviedo, Villanueva, Garayar y Martos, siendo pues la mayoría de los críticos. Mención aparte merece el texto de Efraín Kristal (2012), “Refundaciones literarias y biográficas en La ciudad y los perros”, cuya objeción contra la lectura autobiográfica de la novela se reduce a un reparo un tanto ingenuo que, no obstante, y de manera irónica, es también el que de forma más interesante posibilita la discusión en torno al elemento autobiográfico de la obra y la literatura del yo en general.

La reticencia en el concepto del texto como unidad autónoma
Comencemos analizando pues la perspectiva del primer grupo. En su texto “Una novela en circulo”, García de la Concha (2012) se expresa de esta forma acerca de la posibilidad de la lectura autobiográfica:

[Vargas Llosa c]onfirma [a través del prólogo] el sustrato biográfico de La ciudad y los perros […] Pero conviene no olvidar que, como dice Faulkner, «la memoria crea antes que el pensamiento recuerde»; es decir, que todas esas pretendidas y parciales identidades son preliterarias y por tanto no significativas como elementos de interpretación del discurso. (p. 64)

La cita ejemplifica claramente la pretensión del análisis de los textos en su inmanencia a la que hacíamos alusión más arriba: el análisis literario debe ceñirse sólo al contenido del texto, automáticamente todo elemento externo queda ignorado por descontado. Si bien tal enfoque es válido en sí mismo, se puede observar que el autor intenta reducir la libertad de interpretación del texto restringiendo según su perspectiva lo que tiene significación y lo que no, el problema es pues mermar la posibilidad de exégesis del texto al pretender y provocar que los análisis se muevan únicamente por una sola línea unilateral de lectura. De dicha reducción proviene además un problema semántico en la afirmación del autor, pues denomina al elemento autobiográfico como un ente “preliterario”, es decir que existe únicamente antes del texto, como especie de fuente de inspiración para el proceso de representación, lo que implica que una vez el texto está terminado, éste se vuelve una unidad autónoma en lo que al análisis respecta. En realidad, el elemento autobiográfico no es preliterario, sino extratextual, pues éste no desaparece una vez que el texto está completado, sino que sigue rondando a su alrededor de manera discursiva, como una posibilidad siempre latente de otorgarle significación.
            Por lo demás, sobra decir que dicha perspectiva inmanentista de la literatura ya ha sido superada en el campo de la teoría literaria. Precisamente la teoría de la literatura del yo surge como una respuesta que supera la tesis de la muerte del autor pues, por una parte, vuelve a traer su figura al centro del análisis y del discurso y, por la otra, no cae en la pretensión pre postestructuralista, por así decirlo, de afirmar que aquello que es su objeto de análisis y estudio sea realmente algo más que puro texto. Es decir, si por un lado la teoría de la literatura del yo o enfoque autobiográfico rema en contra de los postulados inmanentistas sobre la autonomía del texto, por el otro también aprendió de sus avances y los incorpora a su enfoque. Dicho de otro modo, la teoría de la literatura del yo no es ajena a la evolución de la teoría literaria. Una muestra clara de ello es que hasta los postulados negacionistas de Paul de Man en su trabajo “Autobiografía como des-figuración” (2007) han sido asimilados e incorporados por la crítica de la lectura autobiográfica, algo que retomaremos más adelante.    
            En suma, el enfoque de García de la Concha es perfectamente válido en cuanto a su análisis mismo se refiere, pero al momento de intentar imponer restricciones a perspectivas ajenas, futuras y posibles, cae en un reduccionismo mermado por un prejuicio inmanentista que, al no estar realmente al corriente de las discusiones presentes en cuanto a los permisos y libertades que posee el análisis literario en la actualidad, el intento de restricción resulta más bien anacrónico.

“Todo (o nada) es autobiográfico”, una generalización poco pertinente
Vayamos ahora a la examinación del segundo grupo. En este se enmarca el trabajo de Javier Cercas, “La pregunta de Vargas Llosa”, y el de Marcos Martos “La ciudad y los perros: áspera belleza”. Revisemos pues sus reflexiones a propósito del enfoque autobiográfico. Dice Cercas (2012) al respecto:

Vargas Llosa ha declarado muchas veces que su estancia adolescente en el Leoncio Prado […] le proporcionó las experiencias con que escribiría su primera novela; la pregunta es: ¿significa esto que La ciudad y los perros es una novela autobiográfica? La respuesta es sí, por supuesto. Para empezar, porque todas las novelas lo son, al menos en la medida en que en ellas el novelista reelabora literariamente su experiencia personal —lo que ha vivido pero también lo que no ha vivido: sus sueños, sus lecturas, sus obsesiones— para dotarla de una significación universa […] A la vista de estas coincidencias [entre la vida del autor y los personajes y acciones de la novela], algún lector chismoso podría deducir que, igual que la Pies Dorados o el profesor Fontana son en principio trasuntos ficticios de personas reales, Arana es en principio un trasunto ficticio de Var­gas Llosa, o simplemente que Arana es Vargas Llosa, o que lo es Alberto; la deducción peca de escasa: la realidad es que Vargas Llosa es Arana y Alberto y el Jaguar y Gamboa y todos los demás personajes de La ciudad y los perros (in­cluidos por supuesto la Pies Dorados y Fontana), igual que Cervantes no es don Quijote ni Sancho Panza sino don Quijote y Sancho Panza y Sansón Carrasco y el Caballero del Verde Gabán y Dulcinea y todos los demás persona­jes del Quijote, porque los protagonistas de una novela son «yos hipotéticos» del autor, por decirlo como dice Milan Kundera, o, por decirlo como dice Unamuno y ha recor­dado Héctor Abad Faciolince, «yos exfuturos», es decir, «eso que no somos, pero que podríamos llegar a ser o que pudimos haber sido», posibilidades no realizadas de noso­tros mismos. (p. 483)

Marcos Martos (2012) por su parte dedica un espacio mucho más breve al análisis de este aspecto, aunque recala básicamente en la misma conclusión:

Mario Vargas Llosa[,] que en el aspecto temático tiene sus fuentes pri­marias en la propia experiencia vital del autor y bastante menos en los libros que devoraba. Como él mismo ha dicho, para escribir su novela tuvo que ser, de niño, algo de Alberto y del Jaguar, del serrano Cava y del Esclavo (p. 21)

Cabe resaltar, además, que tanto Cercas como Martos extraen estas afirmaciones influidos por las palabras del propio Vargas Llosa en un prólogo agregado de forma posterior a la novela en 1997. Dice ahí el autor:

Para inventar su historia [de la novela], debí primero ser, de niño, algo de Alberto y del Jaguar, del serrano Cava y del Esclavo, cadete del Colegio Militar Leoncio Prado, miraflorino del Barrio Alegre y vecino de La Perla, en el Callao. (Vargas, 2012, p. 3).

El comentario de Cercas resulta en realidad bastante complejo de desglosar, pues invoca una variedad de enfoques que para su correcta aclaración deben ser tratados por separado. Comencemos por aquel en donde su opinión empata claramente con la de Martos: a grandes rasgos, toda la literatura en su extensión es autobiográfica, y el autor nunca está únicamente presente en un solo personaje, sino en todos aquellos que inventó.
            Como ya señalaba Alberca (2007) en su estudio El pacto ambiguo, existe una tendencia generalizada por considerar a toda la literatura en sí misma como autobiográfica hasta cierto punto, en el sentido en que el autor parte siempre desde su experiencia en el mundo a la hora de escribir, por lo que el texto producido se verá siempre atravesado por su cosmovisión y perspectiva personal. La obra en cuestión se vuelve de alguna manera una extensión de la personalidad y visión del mundo del autor, y en ese sentido posee en mayor o menor medida cierto tinte autobiográfico. Ya que todos los personajes fueron producto de la visión del mundo del autor, éste está presente en todos ellos, y no puede ser reducida su representación a uno solo.
            Ahora bien, decir que nada o todo es autobiográfico es sólo un modo de tapar la complejidad de los textos a través de un razonamiento artificial destinado a hacerlo encajar todo, sin explicar propiamente su funcionamiento. Como señala también el autor malagueño (2007), eso no es más que una generalización vacía que sólo dificulta y entorpece el análisis, pues borra la diferencia existente entre los textos para pretender agruparlos dentro de una categoría universal que, en su pobre intento por esclarecer una cuestión, termina sin explicar nada en realidad. “Todas las novelas son autobiográficas […] es tanto como no decir nada, pues, siguiendo el mismo criterio, se podría argumentar todo lo contrario, si no se matiza cuándo, por qué y en comparación a qué se hace tal afirmación”. (Alberca, 2007, p.102)
            No podemos, por cierto, dejar de llamar la atención en el adjetivo peyorativo que Cercas elije para denominar a un hipotético lector posible, que tuviera la osadía de hacer una lectura a la manera autobiográfica, tildándolo de ‘chismoso’. Ello hace recordar las innumerables burlas que han sufrido no sólo las lecturas que pretenden adentrarse en este campo, sino los textos autobiográficos en sí mismos. Recuérdese sólo brevemente a propósito de esta cuestión el comentario de Sylvia Molloy (1996) acerca de la recepción de las autobiografías de Sarmiento y Vasconcelos, cuyas publicaciones generaron un rechazo inmediato de parte de sus contemporáneos: Sarmiento fue acusado de frivolidad por parte de sus colegas y el texto de Vasconcelos fue comparado con los boleros de Agustín Lara. (p. 17). Tal diatriba, además de innecesaria, es también restrictiva y opresora, pues reduce la libertad de interpretación del texto.
            Respecto al argumento sobre que la esencia del autor no está presente en un solo personaje sino en todos los de su mundo imaginado, eso incumbe a otras esferas de análisis que nada tienen que ver con la lectura autobiográfica, pues esa afirmación pareciera invocar los antiguos enfoques dedicados a analizar el proceso de poiesis o creación de la obra artística per se en su totalidad. La preocupación de la lectura autobiográfica respecto al proceso de representación se reduce específicamente al proceso de representación del yo, lo cual conlleva un complejo proceso de auto conocimiento, auto entendimiento, y en general a todo un proceso de construcción de la subjetividad a través de la escritura por parte del sujeto que firma el texto. Esto último nos permite también tratar el otro punto tocado por Cercas: precisamente, de lo que hablamos en la lectura autobiográfica es de un yo posible, de una posibilidad de ser, no de un yo que sea la fiel imagen de la persona real y física. Pero está posibilidad ni se da en todos los personajes ni es un procedimiento que pueda simplificarse en enunciados generalizadores, pues es igualmente un proceso complejo que puede ir creciendo en intensidad según se cumplan ciertos factores, lo cual lo hace un elemento digno de analizarse.
            Es verdad que el autor al momento de crear a un personaje cualquiera expone siempre en el texto su experiencia general del mundo, pero no siempre expone su experiencia ontológica interior, importante matiz. Desde la teoría autobiográfica se cree que este último proceso aparecería claramente y con intensidad considerable cuando el autor plasmara un personaje que compartiera rasgos biográficos con él, lo que convertiría a ese personaje en una verdadera posibilidad de yo a través de la escritura o, dicho en otras palabras, una autofiguración.
            En ese sentido, la posibilidad de explorar y entender cómo Vargas Llosa comprende su vida, su pasado y a sí mismo desde su interioridad y subjetividad, se da sólo por medio de Alberto y el Arana, y no por el Jaguar, el Boa y el resto de personajes. Dicho de otra forma, el yo posible es mucho más verdadero, intenso, significativo y digno de análisis en los personajes de Alberto y Arana, que, en el resto, ya que éstos, al ser contenedores biográficos de la vida del autor, implican una autofiguración.  

Realidad versus ficción, un debate superado y olvidado
Vayamos pues ahora a la perspectiva del tercer grupo, la que adjudica al enfoque autobiográfico el debatirse en torno al falso dilema entre realidad y ficción. Es inevitable abrir esta enumeración con la mención de José Miguel Oviedo (2012) y su texto “La primera novela de Vargas Llosa”, quien ha sido declarado el primer crítico vargasllosiano[2], tanto por la crítica en general como por el propio Vargas Llosa (Vargas, 1993, p.31), pues fue el primero en escribir un libro dedicado al análisis de la totalidad de la obra del autor.
            En su análisis Oviedo propiamente no ocupa ni un sólo espacio en elucubrar sobre la lectura autobiográfica, su estudio de la novela se concentra en lo que podríamos denominar el método tradicional de análisis, el cual se enfoca en la forma y el fondo. La referencia más próxima que encontramos al respecto es una mera descripción del motor autobiográfico del texto, es decir, se limita a enlistar de forma cronológica los episodios de la vida del autor que sirvieron como punto de partida para la construcción de las acciones en la diégesis de la novela. La explicación que Oviedo otorga a dicho método son las pretensiones realistas de Vargas Llosa durante su primera etapa como novelista, influido no sólo por las ideas de Jean Paul Sartre sobre los propósitos comprometidos de la literatura, sino bajo los modelos realistas de Flaubert y Balzac que le sirvieron como inspiración (p.34). No obstante, deja en claro que dicho elemento no va más allá de la categorización del autor y del proceso natural de representación en la literatura, y califica de “lectura superficial” aquel intento de tomar al pie de la letra lo expuesto a través de lo narrado, es decir, de creer que la novela es una diatriba literal en contra de objetos concretos en la realidad, en este caso el Leoncio Prado (p.35). Oviedo, además, en su libro de crítica canónica sobre la obra de Vargas llosa, La invención de una realidad

[...] concluía que la síntesis de los rasgos fundamentales que [...] carac­terizan [la obra de Vargas Llosa] está en tres grandes planos armonizables entre sí: el plano de lo real, el humano-trascendental y el del len­guaje. Según el crítico, las raíces de la novelística de Vargas Llosa se encuentran, inexorablemente, en la realidad; des­de ella se produce siempre un salto hacia una problemáti­ca trascendente, de significado profundo, ya mítico, ya moral, lo que le permite al escritor desarrollar lo costum­brista americano en términos de universalidad; y, en todo caso, tanto lo uno como lo otro se fía a la resolución de un  mismo problema, el de la pertinencia expresiva, la búsque­da y el hallazgo de un lenguaje narrativo ajustado con pre­cisión al ambicioso objetivo propuesto.” (Villanueva, 2012, p. 121)

Darío Villanueva, el director de la RAE, reduce también por su parte la presencia del elemento autobiográfico al proceso natural de composición de la novela pues, afirma, básicamente cualquier tipo de ficción se sirve de la realidad para la génesis de su mundo novelístico. Para ello cita las palabras de Vargas Llosa en su obra Cartas a un joven novelista (algo que, de hecho, también hace Cercas en su trabajo, citando exactamente el mismo pasaje), la cual ha sido muchas veces tomada por la crítica como una poética de la obra del autor peruano, en donde expone su propio método de composición. Al respecto del detonante de la realidad como base para la ficción, cita Darío Villanueva (2012) de esta obra:

En sus Cartas a un joven novelista, para justificar algo que está muy presente en su propia obra —me refiero al fundamento de casi todas ellas en la experiencia del propio escritor— Vargas Llosa recurre al símil de un «striptease in­vertido», pues el novelista, al contrario del stripper, «iría vistiendo, disimulando bajo espesas y multicolores prendas forjadas por su imaginación aquella desnudez inicial, punto de partida del espectáculo» […] Pero tales experiencias no son más que la sustancia de contenido de un universo de ficción creado con palabras y dotado de una textualidad eminente cuando de una verdadera creación literaria hablamos. Todo se somete al logro de una forma artística, de un estilo pertinentemen­te elegante y de una composición armoniosa, que acre­diten la pertenencia de una novela concreta al ámbito de la literatura, una de las bellas artes. (Villanueva, 2012, pp. 108-109)

Por último, citemos la afirmación de Garayar (2012) al respecto en su estudio “La ciudad y los perros: la creación de un lector”, en donde comenta que el realismo del autor y la novela tiene como fin únicamente perseguir la verosimilitud en el texto literario:

[...] por «comodidad narrativa», para emplear la expresión de Bor­ges, distribuyó en dos personajes episodios extraídos de su biografía —el Esclavo, en lo referente a la relación con el padre; Alberto, en lo que tiene que ver con su adolescencia miraflorina—, así también otros aspectos de la realidad están presentes —o ausentes— en la novela más por su eficacia narrativa. El realismo vargasllosiano no es, desde luego, el tradicional; da cuenta, sí, de la realidad, pero figurándola antes que reproduciéndola. Su preocupación no es la verdad, sino la verosimilitud. (p. 514)

Esta insistencia por parte de la crítica en torno al tema del realismo y el debate realidad versus ficción resulta más bien entendible si consideramos que obtiene sus raíces del horizonte de experiencia que poseía la crítica en su momento, recordemos nuevamente la perspectiva de Jauss (2000) al respecto:

La recepción interpretativa de un texto presupone siempre el contexto de experiencia de la percepción estética: la cuestión sobre la subjetividad de la interpretación y el gusto de lectores o sectores de lectores diversos, sólo puede formularse de una manera lógica si se ha aclarado antes cuál es el horizonte transubjetivo del entendimiento que condiciona el efecto del texto. (pp. 164-165)

El horizonte de experiencia de la crítica se modifica por influjos como el hecho de que Vargas Llosa mismo se denomine como un escritor realista o un heredero de dicha escuela (Vargas, 2002, p. 18), y aunque es importante aclarar que resulta inapropiado reducir la presencia de lo autobiográfico en la novela a un puro procedimiento de realismo literario, revisemos primero el contexto en el que se insertaba la novela en las fechas de su publicación, para poder entender el trasfondo de la crítica sobre estas disertaciones.
            Cuentan Carlos Garayar y Marcos Martos (ambos autores de procedencia peruana que se encontraban en el país en el momento que la novela circuló por primera vez, lo que les permitió observar el fenómeno de cerca) en sus trabajos que, en el Perú, los lectores cometieron el error de leer de manera literal la novela, y que cuando Vargas Llosa mencionaba en el texto a un lugar o una institución, se pensaban que el autor estaba realizando una denuncia directa. Tal fue lo que pasó con el caso del colegio militar Leoncio Prado, cuya imagen en la novela termina por los suelos en el mejor de los casos. Marcos Martos (2012) lo expone de esta manera:

En las primeras lecturas entre los peruanos, predominó el fantasma de la crónica. Las calles y los barrios mencionados en la novela nos eran conocidos y el Colegio Militar Leoncio Prado estaba en la imaginación de todos los pobladores de Lima, sobre todo en los sectores populares que aspiraban a que un vástago de sus familias pudiese estudiar en sus aulas […] La tentación de leer la novela como espejo literal de la realidad fue, pues, muy grande […] la discusión del texto comparándolo lite­ralmente con la realidad. Las sutilezas de la verosimilitud que en textos teóricos Mario Vargas Llosa ha explicado con diáfana claridad, diferentes a la seca verdad, no eran adver­tidas por los lectores del Perú. (pp. 22-23)

Y Carlos Garayar (2012), por su parte:

generó entusiasmo, pero también desconcierto, rechazo y aun insultos. La mayoría de sus detractores le reprochaba haber fal­seado la realidad. Si una novela mencionaba a una institu­ción con nombre propio, no podía faltar a la verdad: el Colegio Militar Leoncio Prado no era así; los cadetes no habían cometido, ni eran capaces de cometer, las barbari­dades que se relataban en la novela; los principios de la vida militar habían sido caricaturizados por quien, segu­ramente, expresaba de esa manera su resentimiento […] Se le inventaron motiva­ciones oscuras al autor —habría sido expulsado por inmoral y quería vengarse— y, desde la otra orilla, se imaginó un auto de fe en el que se habrían quemado mil ejemplares de la novela. Yo estuve en el colegio un año más y puedo asegurar que, por lo menos hasta fines de 1964, no hubo ninguna quema ni nada parecido a una ceremonia de desagravio. (pp. 499-500)

Los problemas que presentan tales interpretaciones son claros. No obstante, atribuir el acto del autor de representar parte considerable de su vida a través de la novela al consabido al proceso técnico de realismo y verosimilitud es un problema aparte y directamente un error. Básicamente este grupo de críticos reduce la discusión en torno al elemento autobiográfico en el texto a una discusión sobre la presencia de la realidad en el texto literario de ficción, es decir cayendo en la consabida dicotomía clásica entre realidad y ficción; historia y literatura; verdad y mentira. En ese sentido, parecieran insinuar que una lectura autobiográfica de la novela es como hacer una interpretación donde el lector le confiere demasiada importancia a la realidad y la tomara como factor central de su lectura, como si fuera buscar a la persona de carne hueso de la vida real en el texto, y nada más lejos de la realidad del enfoque autobiográfico.
            Toda esta problemática se resume en el error de que constantemente se le atribuye a la lectura autobiográfica propiedades y preocupaciones que ésta que no posee ni trabaja actualmente, como el de esta supuesta discusión por la dicotomía del referente. El dilema es por demás conocido: existe un problema en el acto del autor de representarse a sí mismo por medio de la escritura pues, cuando eso sucede, ¿cuál termina siendo ahora el referente de ese texto? ¿La realidad o la imaginación? Y por ende, ¿en qué esfera se mueve ahora la obra? ¿En la historia o en la ficción?.
            Y aquí entra nuevamente el problema del horizonte de experiencia en la crítica, después de todo, no podemos olvidar que la crítica al igual que la literatura posee sus cimientos en la tradición que le precede. Siendo así, no podemos olvidar tampoco a uno de los pilares determinantes que, aún hasta nuestros días, sigue conduciendo el rumbo de los estudios literarios, la Poética de Aristóteles. Dice Manuel Alberca (2007) al respecto que la novela autobiográfica “no ha existido prácticamente para la teoría y la crítica literarias [por]que no entraba dentro del canon de orientación aristotélica, según la cual la literatura estaba constituida sólo por textos ficticios y excluía los de carácter histórico” (p. 102), una división disciplinaria de los métodos de representación que expone el filósofo griego en la célebre comparación entre historia y poesía (es decir literatura) con la que comienza el apartado nueve de su Poética. Así pues, dado que la historia de la crítica se fundó en gran parte en base a la lógica aristotélica, no es de extrañarnos que se omita el análisis profundo y apropiado de textos que por naturaleza rompen dicha lógica y la desafían.
            Por otro lado, la relación entre autobiografía e historia (entendida como oposición a ficción) es una discusión que ha perseguido al género desde sus primeros esbozos. Ya en el siglo XIX Dilthey se encargó de anclar de alguna manera a los textos autobiográficos al campo de estudio de la historiografía, postulando la importancia que encierra este tipo de narrativa para la comprensión histórica (Loureiro, 1991, p. 2)[3]. Sylvia Molloy (1996) por su parte va a reafirmar en este punto a Dilthey al confirmar que el carácter histórico que se le adjudicó al texto autobiográfico marcó la recepción del género en Hispanoamérica durante el siglo XIX, donde dichos textos sólo obtuvieron carta de validez para el público, tanto crítico como lector, como material de documento histórico (p. 19-20). José Amícola (2007) también va a hacer lo propio en lo que respecta a los textos denominados como memorias, de los cuales dice vivieron su época de gloria en los siglos XVI y XVII, como documentos que presentaban hechos socialmente interesantes o una interpretación subjetiva de la época, es decir históricos, obteniendo su recepción mayoritariamente por parte de la elite social (p.16). De esa forma podemos comprender que por mucho tiempo y aún hasta nuestros días, las escrituras del yo en general se estudiaran o como ficción (novelas autobiográficas, bildungsroman, memorias ficticiasy falsas autobiografías) o como historia (memorias, autobiografías, diarios y cartas).
            Las preocupaciones de la lectura autobiográfica y la teoría de la literatura del yo en general, no obstante, no se mueven por ese plano dicotómico actualmente. Plano que por otra parte ha sido ya ampliamente estudiado por la tradición sin mucho provecho pues, todo hay que decirlo, sólo conduce a callejones sin salida. Aplicando el caso a nuestro objeto de estudio, al realizar la lectura autobiográfica de La ciudad y los perros lo que nos preocupa no es identificar a la persona de Mario Vargas Llosa con los personajes de Alberto y Arana, y atribuirle a la persona física los diálogos y las acciones de los personajes en la obra. Lo que la lectura autobiográfica tiene como objetivo es observar el proceso de construcción de la subjetividad. Cómo el autor, al ficcionalizarse a través de un alter-ego literario, ofrece un yo posible, una manera en la que él se vio a sí mismo en su momento y con la que, de manera inconsciente, desea ser visto también. Dicho de una manera, en el análisis autobiográfico lo importante nunca va a ser el qué, sino el cómo. Rescatamos nuevamente las palabras de Sylvia Molloy al respecto:

Decir que la autobiografía es el más referencial de los géneros —entendiendo por referencia a un remitir ingenuo a una “realidad”, a hechos concretos verificables — es, en cierto sentido, plantear mal la cuestión. La autobiografía no depende de los sucesos sino de la articulación de esos sucesos, almacenados en la memoria y reproducidos mediante el recuerdo y su verbalización. (1996, p.16) 

La autofiguración del yo
Esta problemática en torno al referente puede comprenderse mejor trayendo de nuevo a colación el texto de Paul de Man (2007) y la recepción que tuvo éste por parte de la crítica de la literatura del yo, mencionado ya más arriba. Paul de Man (junto con toda la tradición postestructuralista, en una postura donde podríamos insertar incluso a uno de sus grandes referentes como lo es Nietzsche) tilda a la autobiografía de una imposibilidad porque él declara que en el texto autobiográfico nunca está el yo presente, sino que tal unidad lingüística es sólo eso, puro texto, puro lenguaje. Lo interesante a este respecto es observar que la teoría autobiográfica no va realmente en contra de esa afirmación, sino que la retoma.
            La teoría de autofiguración, la cual ha sido abordada por diferentes autores desde perspectivas y matices distintos como Molloy (1996), Amícola (2007) y Pozuelo Yvancos (2012), entre otros, puede ser considerada como uno de los modos de análisis más actuales en lo que a teoría de literatura del yo se refiere. Dicha aproximación asume desde un inicio que al abordar los textos literarios del yo no está estudiando realmente a la persona física, real y concreta (la cual tampoco le interesa, dicho sea de paso), sino a una figura, un proceso de figuración que comienza como una imagen de sí mismo que monta el autor en su mente (Pozuelo, 2012) y termina con una figuración por escrito hecha en un texto determinado, una figura del yo, una autofiguración. Es decir, un yo textual, que por descontado no es el mismo que el yo personal real y física, aplicando a su modo las máximas de Rimbaud o Gonzalo Torrente: “Yo es otro”, o, “Yo no soy yo, evidentemente”.
            No obstante, este proceso implica procedimientos muy complejos que de ninguna manera se pueden obviar o ignorar como pretendidamente se ha querido hacer. En este punto, la teoría autobiográfica sí que se separa del postulado de Paul de Man, pues como señala Angel G. Loureiro (1991), el autor belga pensaba que, dado lo expuesto anteriormente, la autobiografía era un intento cognitivo frustrado, cuando en realidad se trata de “en rigor, un intento de reconstrucción del Yo a nivel cognitivo y, al mismo tiempo, un acto performativo de afirmación de ese mismo Yo, por el que esas dos operaciones no se anulan mutuamente, sino que, por el contrario, ellas se potencias. (Amícola, 2007, p.210)  
            Sylvia Molloy (1996) por su parte cree que la manera correcta de estudiar los textos de las escrituras del yo sería el estudio del proceso de autofiguración, “con el fin de deducir las estrategias textuales, las atribuciones genéricas y, por supuesto, las percepciones del yo que moldean los textos autobiográficos hispanoamericanos” (p. 19). Apunta además sobre lo que el estudio de la autofiguración puede revelar: “la imagen de sí existe como impulso que gobierna el proyecto autobiográfico. Además de fabricación individual, esa imagen es artefacto social, tan revelador de una pisque como de una cultura.”  (p. 19).

La ciudad y los perros dentro de la tradición de las escrituras del yo
Antes de analizar el proceso de autofiguración que opera en La ciudad y los perros será importante ubicar la novela dentro de la tradición de las escrituras del yo, pues conocer el contexto en el que se sitúa el texto nos ayudará a identificar cuáles son los procesos de autofiguración más cercanos a su mecanismo.
            Las escrituras del yo alcanzaron uno de sus puntos álgidos durante el siglo XVIII, con la apertura del género autobiográfico por parte de Rousseau y sus Confesiones. A partir de ahí los textos en primera persona cuyo propósito residía en darse a la tarea de una construcción de la subjetvidad, se dividieron en dos ramas: por un lado, estaban los entusiastas del nuevo género inventado por Rousseau, que seguían con ahínco el ejemplo del autor francés y ocuparon sus esfuerzos en escribir su propia vida en forma de autobiografía, en ese campo se agrupan celebres nombres como Goethe, Benjamin Franklin, Chateaubriand, Newman y Stendhal; por el otro lado estaba la literatura, la cual comenzó a asimilar las técnicas del nuevo género de moda y derivó en varios planos cercanos al registro autobiográfico. Tal es el caso de casi todo el movimiento del romanticismo y su consabido registro de habla a través de la partícula del “yo”, que muchas veces se cita como uno de sus características fundamentales. O el caso de la bildungsroman o novela de formación, cuyo objetivo era ocupar todo el espacio narrativo en contar la vida de un personaje, desde su niñez hasta su entrada a la sociedad durante la primera juventud, a través del registro del yo, a la manera más pura de una autobiografía[4]. La fiebre de la bildungsroman se prolongó, como se sabe, hasta pasado el siglo XX[5], y es precisamente en esa tradición, de acuerdo con la crítica (Oviedo, 2012, p.57; Harss, 1969, p. 428), en la que se inscribe La ciudad y los perros de Mario Vargas Llosa.
            A esta reflexión habría que añadir quizá que la propia obra de Vargas Llosa se inscribe dentro de una línea ascendente de intensificación de lo autobiográfico, pues es posible encontrar en ella una progresión de la representación autobiográfica que se va acrecentando. Así, de ejercicios de novela autobiográfica como La ciudad y los perros y, en menor medida, Conversación en la catedral, pasa a un ejercicio autoficcional con La tía julia y el escribidor y a una autobiografía clásica con El pez en el agua (1993). Por no mencionar otros textos diversos como Cartas a un joven novelista que Darío Villanueva (2012) denomina como “tratado narratológico escrito como si fuera una autobiografía” (p.107), y cuyo paratexto de la cuarta de forros en las ediciones de Alfaguara y Debolsillo rezan las siguientes palabras de Vargas Llosa: “se trata, pues, de un libro muy personal y, en cierto modo, de una discreta autobiografía.” O su discurso del premio nobel “Elogio de la lectura y la ficción”, cuyo carácter autobiográfico está fuertemente marcado.

La ciudad y los perros como una novela autobiográfica
A esta corriente apenas mencionada de la literatura o ficción que siguió la herencia de la autobiografía de Rousseau, pero insertada dentro del registro literario (con un despliegue de las técnicas que le son propias), Manuel Alberca (2007) la denomina como novela autobiográfica. De esa manera forma un puente evolutivo entre el contexto de las escrituras del yo que iría desde la autobiografía, a la novela autobiográfica, a la autoficción. Así pues, podemos considerar de acuerdo a esa categorización contextual, a La ciudad y los perros como una novela que se inscribe dentro de la tradición de las escrituras del yo como novela autobiográfica.
            La aproximación a la obra como novela autobiográfica resulta pertinente cuando revisamos la dinámica que encierra dicho mecanismo. Alberca (2007) sitúa como base estructural de la novela autobiográfica una necesidad de ocultación, la cual se manifiesta a través del encubrimiento de la identidad nominal. Es decir, por el hecho de que el personaje en cuya idiosincrasia está depositada la biografía del autor, no lleve el mismo nombre que la persona real que firma el texto. En el caso que nos ocupa, en el hecho que Alberto Fernández y Ricardo Arana no lleven por nombre Mario Vargas. De acuerdo a esto, dice Alberca (2007), “la novela autobiográfica responde de manera simultánea a dos movimientos aparentemente contradictorios: la urgencia de expresión y la necesidad de ocultación. “(p. 104)
            La estrategia del ocultamiento debe sus motivos a la reminiscencia de un hecho o memoria dolorosa, que el autor se siente mucho más cómodo contando a través del velo de la ficción que en un texto abiertamente testimonial, en el caso de La ciudad y los perros este trauma correspondería a la tormentosa relación con su padre y a sus horribles años de estancia en el colegio militar Leoncio Prado. El autor resume dicho periodo de esta manera en su autobiografía El pez en el agua:

En los años que viví con mi padre, hasta que entré al Leoncio Prado, en 1950, se desvaneció la inocencia, la visión candorosa del mundo que mi madre, mis abuelos y mis tíos me habían infundido. En esos tres años descubrí la crueldad, el miedo, el rencor, dimensión tortuosa y violenta que está siempre, a veces más y a veces menos, contrapesando el lado generoso y bienhechor de todo destino humano. (Vargas, 1993, p. 53).

A este respecto, retomamos a Alberca (2007):

La novela autobiográfica, hasta cierto punto la mayoría de las novelas del yo también, se organizan y cobran sentido en torno a un secreto, vergonzoso o no, personal o familiar, y a su desvelamiento personal o completo, cuya presencia latente organiza el relato, y hasta cierto punto la vida de su autor. El autor no ha sabido o podido canalizar literariamente aquello que es motivo de vergüenza, quizá tampoco de asumirlo de otra manera que ocultándolo para después revelarlo con cálculo y siempre tras la máscara de la ficción. El secreto, sea del tipo que sea, si es un verdadero secreto, revela su fuerza y su excesiva carga en la contradictoria necesidad de comunicarlo y compartirlo con otros, y pone de manifestó también el riesgo que conlleva revelar algo que le hace frágil y vulnerable frente a los demás. La revelación del secreto en el molde de la ficción tiene para el autor la innegable ventaja de poder verbalizar el tabú y de liberar la carga de su prohibición, es decir, cumple una función catártica. (p. 110).

Como dice el autor malagueño, la presencia del trauma quizá sea aplicable a la mayoría de las escrituras del yo, pues también Sylvia Molloy (1996) argumenta que la presencia de la crisis o la aparición de “un yo en crisis” desde la perspectiva de la subjetividad, juega un papel muy importante para la plena manifestación del yo a través del texto autobiográfico (p.13). El despliegue de dicho trauma a través de la escritura permitirá al autor liberarse de él, de esa manera, tal ejercicio muchas veces se convierte en una consecuencia “del resentimiento personal, del ajuste de cuentas y de la purga íntima, que exige tanto la defensa de sí mism[o] como el ataque vitriólico del otro”, donde el autor aprende “cómo gestionar el secreto y la tremenda carga de fracaso que conlleva no hacerle frente, y, para no resultar dañado al revelarlo abiertamente echa mano de esa tensión entre la transmisión de lo íntimo y el cálculo ficticio” (Alberca. 2007, p.111).

Literatura como psicoanálisis
De esa manera, el proceso de purgación de la escritura autobiográfica es bastante parecido a la purgación alcanzada a través del método psicoanalítico, donde el objetivo es curar el trauma a través del proceso de hacer consciente lo inconsciente. Para entender esto es importante hacer énfasis en la importancia que tiene el elemento de la memoria tanto en los textos autobiográficos como en el proceso psicoanalítico. Rescatamos a este respecto las palabras de Tzvetan Todorov:

Es sabido que el psicoanálisis atribuye un lugar central a la memoria. Así, se considera que la neurosis descansa sobre ese trastorno particular en la relación con el pasado que consiste en la represión. El sujeto ha apartado de su memoria viva, de su conciencia, algunos hechos y sucesos sobrevenidos en su primera infancia y que le resultan, de un modo u otro, inaceptables. Su curación —mediante el análisis—pasa por la recuperación de los recuerdos reprimidos. Pero ¿qué hará con ellos el sujeto, a partir del momento en que los haya reintegrado a su conciencia? No tratará de atribuirles un lugar dominante—el adulto no podría regular su vida según sus recuerdos de infancia—, sino que más bien los hará retroceder a una posición periférica donde sean inofensivos; a fin de controlarlos y poder desactivarlos. Mientras estaban siendo reprimidos, los recuerdos permanecían activos (obstaculizaban la vida del sujeto); ahora que han sido recuperados, no pueden ser olvidados, pero sí dejados de lado. (2000, p. 24).

La relación entre autobiografía y psicoanálisis es defendida por uno de las figuras emblemáticas de las escrituras del yo, Serge Doubrovsky (2012)[6], quien propone la práctica misma de la escritura autobiográfica como una manera incluso de reemplazar el proceso psicoanalítico, tesis que defiende en su texto “Autobiografía/Verdad/Psicoanálisis”. Ahí el autor francés declara que, a su modo de ver, la práctica de la escritura de textos autobiográficos que tanto proliferó el siglo XIX tuvo su continuación en el siglo XX a través de la narración psicoanalítica del paciente clínico, por un lado, y la ficción autobiográfica por el otro (Doubrovsky 2012, p.57). Para Doubrovsky (2007) además, el trauma, que de acuerdo a la terminología de los postulados de Freud regresa a la psique a través del inconsciente a la manera de un fantasma, tiene su manifestación por medio de la diégesis novelística: “la escritura proporciona al fantasma, mediante la ficción que instaura, el cumplimiento sin cesar denegado por la realidad.” (p. 54)
            También Lacan vio en el relato clínico una forma cercana a la escritura ficcionalizada, como "un pasado historizado en el presente" donde "se trata menos de recordar que de reescribir la historia" (Heuser, 1999, p. 170). No obstante, habría que recordar el íntimo vínculo que ya existía para la crítica entre el psicoanálisis y la práctica novelística como tal. Revísense por ejemplo a este propósito la siguiente cita de Javier Cercas en el estudio ya tratado más arriba “La pregunta de Vargas Llosa”:

[...] hay que leer La ciudad y los perros como un exorcismo median­te el cual su autor trató de hacer las paces con su infancia y su adolescencia, y sobre todo con la experiencia horrible pero literariamente enriquecedora —para Vargas Llosa solo las experiencias horribles suelen ser literariamente enri­quecedoras— de sus tres años en el Leoncio Prado. (p. 483)

Estas palabras de Cercas, que están ubicadas a posteriori de su diatriba contra la lectura autobiográfica, encierran irónicamente toda la esencia de la novela autobiográfica en sí y de su lectura. Pero tal similitud no se presentaba sólo para la crítica, recordemos el caso del propio Mario Vargas Llosa y su tesis de la literatura como una forma de exorcizar los demonios del pasado. Dice lo siguiente el autor peruano en su estudio Historia de un decidido,al respecto de la relación del autor con sus demonios y las consecuencias que esto produce en su obra literaria:

El por qué escribe un novelista está visceralmente mezclado con el sobre qué escribe: los ‘demonios’ de su vida son los ‘temas’ de su obra. Los ‘demonios’: hechos, personas, sueños, mitos, cuya presencia o cuya ausencia, cuya vida o cuya muerte lo enemistaron con la realidad, se grabaron con fuego en su memoria y atormentaron su espíritu, se convirtieron en los materiales de su empresa de reedificación de la realidad, y a los que tratará simultáneamente de recuperar y exorcizar, con las palabras y la fantasía, en el ejercicio de esa vocación que nació y se nutre de ellos, en esas ficciones en las que ellos, disfrazados o idénticos, omnipresentes o secretos, aparecen y reaparecen una y otra vez, convertidos en ‘temas’ […] El proceso de la creación narrativa es la transformación del ‘demonio’ en ‘tema’, el proceso mediante el cual unos contenidos subjetivos se convierten, gracias al lenguaje, en elementos objetivos, la mudanza de una experiencia individual en experiencia universal […] la ruptura no es el resultado de un hecho único, la tragedia de un instante, sino un lento, solapado proceso, el balance de una compleja suma de experiencias negativas de la realidad. En todo caso, la única manera de averiguar el origen de esa vocación es un riguroso enfrentamiento de la vida y la obra: la revelación está en los puntos en que ambas se confunden. (2012, p. 90).

Las similitudes entre el planteamiento de Alberca sobre la memoria dolorosa, la autobiografía como psicoanálisis de Doubrosky, y la del exorcismo de los demonios por medio de la literatura de Vargas Llosa, salta a la vista, claves todas que nos ayuden a comprender el mecanismo que opera en la novela La ciudad y los perros, y la razón de por qué el autor novela su biografía en ella.

Yo somos muchos: la fragmentación del yo en el contexto del siglo XX
En este punto podemos regresar ya al último texto crítico que dejamos pendiente de la edición conmemorativa de la RAE, el estudio de Efraín Kristal “Refundaciones biográficas y literarias en La ciudad y los perros” (2012). En su texto, el autor se limita a desechar la perspectiva autobiográfica a partir de una consideración bastante simple, dice el autor: “La novela, entonces, está inspirada en su biogra­fía, pero no es autobiográfica porque Vargas Llosa trans­formó elementos de su adolescencia para elaborar el pasado de dos personajes distintos” (p. 546). Para Kristal (2012) la perspectiva autobiográfica no es posible debido a lo que él entiende como tradición autobiográfica, que es la representación de un yo en solitario en la que despliega precisamente toda su individualidad.
            Como se mencionó más arriba, esta objeción quizá en demasía elemental, es al mismo tiempo la que más apropiadamente posibilita la discusión en torno al enfoque autobiográfico. Pues precisamente ella viene a reafirmar la condición de La ciudad y los perros como uno de los mayores exponentes de la dinámica de la literatura del yo del siglo XX. La proliferación de la autobiografía primó durante gran parte del siglo XVIII y todo el XIX, gracias a los preceptos instaurados por los pensadores ilustrados como la autonomía del sujeto, el individualismo burgués, el modelo económico capitalista y la posibilidad de llegar a una verdad. En el siglo XX[7] no obstante el panorama cambia radicalmente debido al fenómeno histórico y cultural conocido como modernismo, que ponía en cuestionamiento tales postulados propuestos por la ilustración y los desafiaba. Uno de los postulados que entró bajo sospecha fue la noción de sujeto y su supuesta unidad, contrapunto que derivó en su consecuente fractura y fragmentación. Recuérdese a este propósito por ejemplo los postulados de Freud que desmentían la unidad del sujeto desmantelándola en tres unidades distintas.
            Tal panorama encontraría resonancia dentro del campo del ejercicio literario, los autores comenzarían a desconfiar de la posibilidad de representar sujetos aún en el campo literario, por lo que optarían por representar personajes en ruptura y fragmentación. Otras prácticas que entraron en escena fueron la proliferación del tema del doble o la negación del concepto de protagonista como presencia que domina el relato.
            Dentro de este panorama de sospecha ante la unidad del sujeto, la literatura del yo encontró que a través de la representación por medio de la ficción se posibilitaba un medio válido para la construcción del yo que el que operaba en la autobiografía, pues la sola categoría de lo ficcional en el texto implicaba ya que se había desechado cualquier pretensión de verdad. Al mismo tiempo el campo de la ficción resultaba perfecto para desarrollar la complejidad del yo que es muchos yos en realidad, pues al abandonar la representación ficticia toda intención de verdad, el yo literario se concebía justamente como un yo posible que representaba un solo escenario de sus infinitas probabilidades. A este respecto corresponde que en lo que concierne a las obras literarias, cuando un autor se plasma a sí mismo a través la dinámica de la ficción, se diga que se está desdoblando, ya no representando, pues se asume que la ficción produce un yo posible que se aleja de la referencia real y física. De esa forma en La ciudad y los perros se puede hablar de un doble desdoblamiento, al presentarse esta dinámica a través de dos personajes distintos.
            Aquí pues nos encontramos ante una serie de preguntas centrales referentes a la lectura autobiográfica de La ciudad y los perros: ¿por qué la división tan claramente marcada de su biografía en dos personajes distintos por parte de Vargas Llosa? ¿Cuáles son las repercusiones en el texto? ¿Y cuáles en la autofiguración del yo? Para entender la naturaleza de este juego dicotómico es preciso entender la relación que Vargas Llosa tenía entonces (durante la época de publicación de la novela, es decir los años sesenta) con la política del comunismo y la tesis del escritor comprometido.

Vargas Llosa y la política, o de cómo la ideología permea la escritura
Tanto antes como después de la fecha de publicación de la novela (1963) Vargas Llosa tuvo serias implicaciones y permaneció siempre cerca de la ideología izquierdista del comunismo. En el capítulo 11 de su autobiografía, titulado “Camarada Alberto”, Mario Vargas Llosa hace una breve rememoración de cómo descubrió la teoría marxista al entrar a la Universidad de San Marcos, hecho que lo llevó posteriormente a unirse como miembro del partido comunista peruano Cahuide (anécdota vivencial que después serviría como inspiración para la trama central de Conversación en la catedral). Afiliación (que no siempre militancia) que se prolongó durante toda la década de los sesenta, con su cercanía al régimen cubano instaurado por la revolución, fenómeno histórico que en aquel entonces era idealizado por los intelectuales latinoamericanos. La primera visita del autor al territorio cubano fue precisamente en 1962, para cubrir como reportero los efectos de la crisis de los misiles. Mientras que su clara participación dentro del movimiento cultural auspiciado por el régimen, que tenía las claras pretensiones de afiliar a los intelectuales a su causa (Valle, 2012), está documentado por el hecho de que en 1965 formara parte del jurado del premio de novela Casa de las Américas, junto con Lezama Lima y José Cela, además de ser en varias ocasiones miembro del comité editorial de la revista del mismo nombre.
            La ciudad y los perros no fue ajena a este contexto, José Miguel Oviedo (2012) comenta que uno de los motores fundamentales que operan en el texto son las ideas de Sartre sobre los conceptos de escritor y literatura comprometida:

[...] algunos de los influ­jos directos y reales (a veces reconocidos por el propio autor) que operan sobre la novela, como confirmación de algunas observaciones que, al respecto, aparecen más arri­ba. Provienen de tres fuentes fundamentales: el pensamien­to de Sartre, con sus ideas de «libertad situada» y compro­miso (pp. 57-58)

Tesis que por otra parte fue confirmada después por el propio autor, en el prólogo antes aludido de 1997, donde reza: “Para inventar su historia, debí primero [haber] creído en la tesis de Sartre sobre la literatura comprometida” (Vargas, 2012, p. 3). Garayar (2012) por su parte dice respecto a la afiliación del autor a dicha ideología:

Eran tiempos en los que se discutía con pasión sobre la función social de la literatura y se esperaba de esta una posición combativa. En el prólogo a la última edición de la novela, incluido en esta edición, su autor dice que para escribirla tuvo que ser un poco de varios de sus persona­jes y también haber «creído en la tesis de Sartre sobre la literatura comprometida» (p. 3). En sus declaraciones y textos de esa época y de años inmediatamente posterio­res, como «La literatura es fuego», de 1967, reivindica el papel subversivo del escritor (p. 513)

De acuerdo también a Rodríguez Monegal (1972), Vargas Llosa sufrió una persecución por parte de la derecha del Perú no sólo por el contenido de la novela en sí (se asumió que era un ataque frontal en contra de los militares), sino por relacionar el contenido de ésta con la afiliación del autor con la causa de la revolución cubana. Mas aún, en un conversatorio sobre La ciudad y los perros auspiciado por el departamento cultural cubano Casa de las Américas, en el que estuvo presente el autor, Vargas Llosa fue interpelado sobre la noción autobiográfica del texto, perspectiva que él se encargó de negar (Agüero, Larco, Fornet, Vargas, 1965, p. 76). Tal opinión, dicho sea de paso, también sugestionó ya desde ese momento a la crítica en contra de esta lectura.
            El contexto anteriormente expuesto nos ayuda a entender el recelo expresado por Vargas Llosa ante la posibilidad de que su texto fuera leído de manera autobiográfica durante la época, pues tal no recaía únicamente en un pudor de índole personal, sino que poseía connotaciones ideológicas. El hecho de dedicar el oficio de la escritura al examen de la vida personal rozaba peligrosamente los valores del individualismo burgués, al cual estaba enfrentado de acuerdo a la ideología política y discursiva en la que entonces se encontraba inscrito. Esto daría, además, otra interpretación a la estrategia de ocultamiento a través del encubrimiento de la identidad nominal, dice Alberca (2007) al respecto, el autor:

[...] se sirve de un registro que le permite hablar de sí mismo tras el disfraz ficticio sin poner en peligro su prestigio social. De este modo, escapa de la reprobación moral y de la acusación de narcicismo autocomplaciente […] Para no ser reprobado o acusado […] el novelista se oculta tras la máscara novelesca por pudor y por pura necesidad de autodefensa. (p.103-104).

 

El doble desdoblamiento del yo: Alberto y Arana, el poeta y el esclavo
Todo esto nos ayuda a entender la dinámica de autofiguración a través de dos personajes que se presenta en La ciudad y los perros, pues en la novela se nos presenta a Alberto y Arana como personajes pronunciadamente antitéticos: de personalidad opuesta (Alberto es carismático e ingenioso, lo que le granja salvarse del bullying de sus compañeros, pues lo respetan por su habilidad para insultar, mientras que Arana es débil, introvertido y taciturno, lo que provoca que sea el centro del bullying y la crueldad de toda la cuadra); de clases sociales distintas (Alberto pertenece a la clase alta mientras que Arana a la clase baja)[8]; y con una suerte en el desenlace del libro radicalmente distinta (Alberto se introduce a la sociedad como miembro privilegiado de la burguesía, y su vida llena de comodidades le permite rápidamente olvidar el infierno que significó el colegio, mientras que Arana es asesinado a la mitad de la novela).  
            Incluso, en el propio reparto de experiencias de la vida del autor, Arana parece llevarse aún ese aspecto la peor parte. En relación al padre, figura central del trauma del autor durante su niñez, su persona se divide y reparte así mismo entre los dos personajes, y con ello, sus vicios: el de mujeriego y el de golpeador, a Arana le toca lidiar con este último, que es el peor. (Kristal, 2012, p. 546). La desigualdad incluso queda al descubierto en la elección de sus sobrenombres, “el poeta” para Alberto y “el esclavo” para Arana, siendo este último bastante significativo en lo que refiere a la escala de valores de la representación social.
            Relacionar este doble desdoblamiento con la ideología política del autor y su afiliación a la tesis del escritor comprometido, nos permite deducir que en la autofiguración de La ciudad y los perros opera un desdoblamiento del yo que sigue a la lógica del esquema marxista del poder, donde se propone un sistema binario de opresor y oprimido. Así pues, Alberto representaría al burgués en todo su privilegio e hipocresía, mientras que Arana haría el papel del oprimido, es decir de víctima, lo que explica tanto su muerte a la mitad de la novela como la semántica de su sobrenombre. Se cumpliría de esta manera en la autofiguración de La ciudad y los perros lo que Doubrovsky denominó como el estado último de la fractura del sujeto en el pasado siglo, el poder habitar al mismo tiempo dos polos opuestos en la representación social:

El campo de la palabra […] abre el espacio de un goce prohibido e inédito: ocupar los dos lugares simétricos incompatibles […] Este ser de huida en perpetuo desdoblamiento instala el relato de su historia personal en una contradicción incesante […] He ahí repercutida, en el lugar mismo donde intenta curarla o resolverla, la propia fractura del sujeto, la doble postulación contraria de su deseo: ocupar simultáneamente dos lugares antitéticos (p.54-59)

Vargas Llosa (1993) vivió durante su niñez, en esa época tormentosa junto con su padre, la posibilidad de sustraerse de dicho infierno a través de la visita semanal que realizaba a la casa de sus tíos, los cuales vivían en Miraflores (barrio de la alta burguesía durante la época), memorias que más tarde, una vez afiliado a la ideología marxista, pudieron haberle influido un sentido de culpabilidad, que intenta enmendar a través de está autofiguración en Alberto, cuya figura se convierte en el centro de la crítica de la novela. Dice Kristal (2012) respecto al desenlace de Alberto en la novela, citando además las palabras del autor en entrevista con Luis Harss:

[...] la transformación final de Alberto en un in­dividuo indiferente a la inmoralidad aclara el tema principal de la novela: el triunfo de la institución corrupta que con­tribuye a la reproducción de una sociedad viciada que los cadetes creían violentar con sus secretas transgresiones, pero que en realidad estaban ayudando a consolidar. Se trata una sociedad que sabe disimular sus injusticias. Así, el tema de La ciudad y los perros entronca con la convicción que Vargas Llosa tenía de la burguesía peruana en su épo­ca socialista como una clase social que carece de escrúpulos morales: de una manera muy indirecta, muy insidiosa, muy hipócrita [se manifiesta la violencia en la sociedad peruana en] el caso de las familias que pertenecen a una alta burguesía, que no tienen la im­presión de ser los beneficiarios de la violencia [del] ambiente, pero de todos modos están condicionados por ella (Harss, 1966, p. 433 y pp. 554-555)

En la autofiguración de autores literarios, muchas veces se produce una representación de la figura del escritor, es decir que los personajes que son el envase de su biografía muchas veces son escritores también por afición o profesión. Esto es lo que ocurre en La ciudad y los perros con Alberto, pero al ser este personaje el centro de la crítica, su oficio resulta deleznable. Su literatura gira en torno a temas eróticos y sexuales, por lo que resulta evasiva según la tesis del escritor comprometido. Además de eso, resulta profundamente hipócrita, pues Alberto no posee las experiencias necesarias para escribir dichos relatos Dice Kristal a este respecto:

Es irónico que sea él —que aceptó la determinación de su padre para internarlo en el colegio Leoncio Prado por la humillación sentida al fracasar en su romance con He­lena, una muchacha de su propia clase social— quien escriba cartas de amor para las enamoradas de sus condis­cípulos y que los cautive escribiendo cuentos pornográ­ficos que relatan aventuras sexuales del jirón Huatica, la calle de prostíbulos frecuentada por los cadetes del Leon­cio Prado, cuando son ellos, y no él quienes han tenido experiencias sexuales. (2012, p.547).

No olvidemos por otra parte que la crítica a la burguesía fue un tema central de la obra de Vargas Llosa durante la época. Así, Los cachorros (1967) gira en torno a Pichula Cuellar, un niño miembro de la burguesía limeña que, debido a una castración sufrida por la mordida de un perro, y al perder su virilidad, sufre una exclusión progresiva por parte del círculo burgués que lo rodea, la cual acaba destruyéndolo. Conversación en la Catedral (1969) plantea esta misma cuestión dicotómica, en la figura de Zavala, que pertenece a una de las más poderosas familias burguesas del país, pero que al entrar a la universidad de San Marcos y afiliarse al marxismo, adquiere una supuesta conciencia de clase y se pasa toda la vida sintiendo una profunda culpabilidad y centrando su odio en la figura de su padre, en la que observa al capitalista por excelencia.
            Finalmente, la posición antitética entre los polos de opresor y oprimido por parte de los personajes, se ve reforzada por el propio privilegio del que cada uno goza en el texto narrativo. Mientras que Alberto, quizá como símbolo de su condición de burgués dado al individualismo, goza alternamente del privilegio al acceso a la narración directa en primera persona, Arana, quizá como símbolo de su condición de víctima, es alguien sin voz, que no sólo nunca llega a obtener el privilegio de narrar desde la primera persona, sino que encima él no es dueño de su pasado, pues es un ser desprovisto de memoria. Dice Tzvetan Todorov en su libro Los abusos de la memoria que:

[...]se puede comprender por qué la memoria se ha visto revestida de tanto prestigio a ojos de todos los enemigos del totalitarismo, por qué todo acto de reminiscencia, por humilde que fuese, ha sido asociado con la resistencia antitotalitaria [pues] la reconstrucción del pasado ya [es] vista como un acto de oposición al poder (2000, p. 14).

Si la memoria es el único elemento con el que el individuo contará siempre para luchar en contra del discurso oficial del poder, el Esclavo, de acuerdo a la semántica de su nombre, está completamente desarmado, pues carece de ella. Su memoria está depositada únicamente en manos del narrador omnisciente, y es éste el que se encarga de la narración de su pasado. De esa forma la novela siempre abre el relato de su pasado con marcas textuales que acentúan el olvido del personaje (Oviedo, 2012): “Ha olvidado la casa de la avenida Salaverry” (p. 14), “Ha olvidado los hechos mi­núsculos” (Vargas Llosa 2012, p. 199), etc. De acuerdo a Oviedo (2012), este “acorde conmovido” por parte del narrador en torno a la posición de Arana “parece señalar su condición singular, su calidad de víctima (la oveja entre los lobos), concluyendo que “Arana no guarda memoria de los hechos mismos, sino de su propia humillación”. (p.55)
            De esa manera La novela nos lo presenta como un ser cuya ontología se ve reducida a la sensación pura del dolor: es puro cuerpo, puro sufrimiento. Esto acentúa su condición de víctima (de esclavo), si retomamos las palabras de Amícola (2007), quien dice que tradicionalmente el sujeto que opera desde el poder se auto conoce desde la esfera de la conciencia pura y de la razón, a diferencia del ser marginal que se construye a través el cuerpo, pues es realmente lo único que conoce al ser éste el elemento al que la estructura de poder lo ha reducido.

Referencias:
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[1] Dentro de este contexto Paul De Man, célebre deconstruccionista, publica su así mismo célebre ensayo “Autobiografía como des-figuración” en la década de los 70, donde intenta argumentar sobre la imposibilidad del género autobiográfico. (2007).

[2] A estas alturas, no sería exagerado decir que el trabajo crítico de José Miguel Oviedo es ya un elemento extratextual determinante en la obra de Mario Vargas Llosa. Más aún, incluso ignorando su trabajo de exégesis sobre la obra del autor, su presencia en el círculo cercano de amistades y conocidos de Vargas Llosa jugó también un papel determinante. Amigo íntimo de Mario Vargas Llosa, fueron compañeros de colegio desde la niñez, compartieron espacio de trabajo en la redacción del diario El Comercio, y tuvieron ambos formación literaria, lo que los hizo crecer a la par compartiendo el ambiente cultural del Perú. En referencia a la parafernalia de La ciudad y los perros cuenta Oviedo que fue él mismo quien tituló la novela, pues fue quien se lo propuso a Vargas Llosa después de que éste pretendiera y desechara para el libro los títulos de Los impostores y La morada del héroe.  (Oviedo, 2012, p. 34)

[3] “Dilthey propone estudiar la configuración histórica de una época tomando como modelo y punto de partida el estudio de las autobiografías, las cuales le ofrecerán las formas peculiares en que el ser humano organiza su experiencia en un momento histórico determinado” (Loureiro, 1991, p.2)

[4] Igualmente, muchos de estos textos eran en realidad autobiografías ocultas o disfrazadas, donde si se revisaba con atención la vida del autor que firmaba el texto, se podía identificar claramente una relación entre autor y personaje. Tal es el caso de dos bildungsroman celebres y fundacionales como Las penas del joven Werther de Goethe y David Copperfield de Charles Dickens.

[5] Para enumerar sólo unas pocas obras maestras con estructura de bildungsroman del pasado siglo, tenemos títulos como En busca del tiempo perdido de Proust, El retrato del artista adolescente de Joyce, La montaña mágica de Thomas Mann, Bajo las ruedas de Herman Hesse, El guardián entre el centeno de Salinger o Matar a un ruiseñor de Harper Lee.

[6] Autor de ficción cuya obra se caracteriza por ser acaso la primera que pone en marcha el elemento autobiográfico con una plena autoconciencia de sus implicaciones teóricas y desde el conocimiento de la crítica de dichos textos, por lo que en su trabajo se presenta un juego importante respecto a la ruptura de los límites que hasta ese momento habían sido impuestos por la crítica. Es autor así mismo de artículos teóricos en torno a los textos literarios del yo. Se le atribuye la invención del neologismo de autoficción en 1977, fruto de una discusión teórica que sostuvo con Philippe Leujene respecto a los postulados de éste en su obra El pacto autobiográfico.

[7] Propiamente dsde finales del siglo XIX con nombres como los de Baudelaire en el arte y Nietzsche en filosofía.

[8] Dice Efraín Kristal (2012) que, en este sentido, el personaje de Teresa es una figura clave para entender el juego de clases sociales en la novela:  Teresa es un personaje con el cual Vargas Llosa aclara las jerarquías sociales de su novela: el colegio Leoncio Pra­do representa para Alberto un contacto con adolescentes de clases inferiores a la suya, pero para Teresa y su tía es una institución prestigiosa. El mundo de Teresa y su tía es, a su vez, socialmente superior al que el Jaguar ha conocido de niño, pero inferior al de Ricardo. Teresa es una conquis­ta fácil para Alberto que todavía no sabe cómo imponerse con las muchachas de su propia clase social, las que perte­necen al sector dominante del país. (p.548).