Este sitio en donde todo cesa: familia y duelo en tres poetas mexicanos contemporáneos.

This place where everything stops: family and mourning in three contemporary Mexican poets.

Luis Vicente de Aguinaga Zuno
Departamento de Letras. Universidad de Guadalajara (MÉXICO)
CE: luis_vicente_de_aguinaga@yahoo.com.mx ID ORCID: 0000-0002-9520-4262

DOI: 10.32870/sincronia.axxiv.n78.24b20

Licencia Creative Commons
Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial 4.0 Internacional.

Recibido: 30/03/2020
Revisado: 18/04/2020
Aprobado: 02/05/2020

RESUMEN:
Por separado, los temas de la familia y de la violencia son comunes y hasta recurrentes en la historia de la poesía. En la poesía mexicana del siglo XXI, ambos temas parecen, además de comunes, inseparables. Por esta razón, es difícil encontrar motivos propios del parentesco familiar en un poema (la paternidad, por ejemplo) sin encontrar también motivos ligados con el duelo. Como se verá en sendos libros de Javier Sicilia, Patricia Mata y Luis Armenta Malpica, familia, violencia y duelo tienden a presentarse como partes de una estructura expresiva cuyos correlatos están en el presente socio-político, las metáforas del subconsciente o las tradiciones culturales.  

Palabras clave: Familia. Violencia. Duelo. Poesía. Sicilia. Mata. Armenta Malpica.

ABSTRACT
Separetely, the subjects of violence and family are common and even recurrent in the history of poetry. In mexican XXIst century poetry, both of those subjects seem to be not only common, but inseparable. For this reason, it’s difficult to find a family relationship motive in a poem (fatherhood, for instance) without finding a parallel mourning motive. As it will be shown in a number of books by Javier Sicilia, Patricia Mata, and Luis Armenta Malpica, family, violence and mourning tend to be parts of a full expressive structure related to sociopolitical present, unconsciousness metaphors or cultural traditions.

Keywords: Family. Violence. Mourning. Poetry. Sicilia. Mata. Armenta Malpica.

 

Doy inicio a estas páginas con una consideración mínimamente intempestiva. En su libro de 2015, A mis nuevos amigos inmortales, Xel-Ha López Méndez (Guadalajara, 1991) incluye un poema titulado “Mi tío Guillo es puto”. El final del poema se confunde, por un error editorial, con el título y el comienzo del siguiente poema, “De anatomía, doctor, de anatomía”. Según mi lectura, el texto correcto de “Mi tío Guillo es puto” es, de principio a fin, el siguiente:
Mi tío Guillo pudo haberse llamado Magdalena
sobre él llovían las piedras de los inmaculados

mi tío Guillo
el maricón más honesto
trabajador incansable
en no despreciar ninguna verga

mi tío Guillo era discreto
y murió bajo las piedras
como los héroes de todos los terremotos

hizo también la ceniza
el ave Fénix de las entrepiernas
con sus lágrimas bíblicas construyó el amor
la reina de las reinas contentas

nunca ha habido amor más gratis que el suyo
ni adoración al hombre

Descanse en paz el pobre puto
de este pueblo miserable

Ojalá herederos de mamadas colosales
lloren como yo para humedecer la tierra
en la que un cuerpo se pudrirá
como el de todos
(López Méndez, 2015: 42-43).

Dado el vocabulario seleccionado por la poeta, el tío Guillo del poema no es un homosexual en el sentido un tanto neutro de la palabra, sino un puto. El matiz léxico es elocuente y puede sintetizarse así: el “pobre puto” es pobre precisamente por ser puto, ya que la palabra “puto” congrega (para el hablante mexicano contemporáneo) una serie de connotaciones despectivas que hacen de la palabra mucho más que un simple sustantivo. En el habla coloquial de México, “puto” designa no sólo al homosexual de sexo masculino, sino específicamente al homosexual que la sociedad percibe y señala con agresivo menosprecio en razón de los rasgos negativos que, por homofobia, suelen aparejarse a la homosexualidad. Puto significa, entonces, homosexual, pero también cobarde, traidor y desleal.
            La figura característica del poema es la hipérbole. En el poema, que adopta con ironía las particularidades de la oración fúnebre, el recuerdo del tío Guillo es elevado a niveles hagiográficos. Importa recordar, ya que se ha enfatizado lo anterior, el título del poema, “Mi tío Guillo es puto”, en el cual el verbo está conjugado en presente, pese a lo que podría esperarse de la recordación de un muerto. Héroe, mártir y santo ─y simple mortal al fin y al cabo─, el tío Guillo ha muerto, pero en el poema todavía es.
            López Méndez hace coincidir en su poema tres factores de gran relevancia temática: primero, Guillo es miembro de su familia, en la realidad o en la ficción; segundo, Guillo es homosexual, en una sociedad violentamente homofóbica; tercero, Guillo está muerto. A decir verdad, que Guillo sea homosexual no es tan destacable como que su orientación sexual esté definida por la hostilidad exterior. En este sentido, familia, violencia y duelo se presentan, juntos, como partes ─tal vez el sujeto, el verbo y el predicado─ de una frase que López Méndez formula como heredera de una tradición. En los apuntes que siguen trataré de acercarme a tres poetas mexicanos contemporáneos que pronuncian también, cada cual, a su manera, esa misma frase: Javier Sicilia (Ciudad de México, 1956), Luis Armenta Malpica (Ciudad de México, 1961) y Patricia Mata (Guadalajara, 1985).

Javier Sicilia: volver desde las ruinas
En el México de las últimas décadas, pocos libros de poemas han aparecido rodeados de tanta y tan variada información periodística, política y personal como Vestigios (2013), de Javier Sicilia. Esa información, por supuesto, no se compara en abundancia con la que suscitan los acontecimientos deportivos de actualidad o los pactos, traiciones, romances y jaloneos que los partidos políticos y sus representantes ponen, día con día, en escena; pero se trata, eso sí, de una información mayor y sustancialmente distinta de la que suele producirse y divulgarse alrededor de la publicación de un poemario común y corriente. Por decirlo de alguna forma, en México ya se hablaba de Vestigios dos años antes de su publicación, cuando ni siquiera se sabía que su autor lo estuviera escribiendo, cuando ni siquiera se pensaba que sería publicado algún día, cuando no era un livre à venir sino un libro que acaso nunca tendría forma ni contenido, cuando ni siquiera tenía un título con el cual identificarse ni se conocía otra cosa que la última de sus páginas, la que más terriblemente remitía y sigue remitiendo a una realidad cruel, amarga, opresiva, de intolerable violencia.
            La sola existencia de Vestigios, desde su propio título, sería inexplicable sin el asesinato de Juan Francisco Sicilia Ortega, hijo del poeta, el 28 de marzo de 2011. Tanto el homicidio como los acontecimientos posteriores, incluida la renuncia del escritor a seguir cultivando la poesía (y, unos años después, también la novela) y la conformación del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad, son relatados por Sicilia en El deshabitado, novela testimonial publicada en 2016. Vestigios reúne los poemas no coleccionados por Sicilia en libros anteriores ─el más reciente de los cuales, en la fecha de publicación del volumen, era Tríptico del Desierto, de 2009─ y les añade un solo poema escrito después de la muerte de Juan Francisco: el poema, pues, de una doble despedida, del hijo y de la poesía, poema por cuya existencia todos los anteriores resultan justamente vestigios de una existencia previa.
No me interesa dictaminar si el contexto, en este caso, dificulta o desvía la comprensión del texto. Soy bastante sensible al hecho de que todo libro, en realidad, es leído en función de ilusiones, expectativas fundadas o infundadas, mitos y creencias que lo preceden o lo acompañan a partir de cierto momento. Sea como sea, puedo afirmar que Vestigios, desde que fue asesinado el hijo de su autor y éste hizo pública su decisión de no escribir más poemas ─expresando esa decisión, significativamente, con un poema: un último poema que aquí, en este poemario, es con toda razón el texto final de un conjunto de treinta y cinco─, es un libro que muchos deseábamos leer, un libro que ─más corporalmente aún─ muchos anhelábamos tener en las manos, tal vez porque imaginábamos que su pura existencia desmentiría o neutralizaría los acontecimientos que habían desembocado en la tajante determinación del poeta.
            Sicilia dijo adiós a la poesía el 2 de abril de 2011. Se pensaría que, ante la brutal muerte de su hijo, él reaccionaba sacrificando el componente central de su propia vocación literaria, infligiéndose otra muerte, ahora simbólica, para enfrentar una experiencia insoportable sin el que hubiera sido uno de sus principales consuelos. También podría suponerse que Sicilia, en aquel momento, elegía incomunicarse o aislarse respecto a los demás o ante sí mismo; pero lo que hizo fue todo menos eso, cívica y humanamente.
            Vestigios, por todo lo ya dicho, es un objeto extraño, infrecuente, incluso anómalo. Es la obra póstuma de un poeta vivo. Sin embargo, tal vez convenga más que la palabra “póstumo” califique al poeta, no a su obra: en Vestigios ─de ahí su nombre─ figuran las ruinas, los despojos, los restos mortales de una obra interrumpida, pero no interrumpida por el fallecimiento de su autor sino por otra muerte, por una muerte que lo ha llevado, contra su voluntad, más allá de todo posible impulso de creación poética.
            Sicilia, pues, constituye un doloroso ejemplo de poeta que sobrevive, más que a sus poemas ya escritos, a sus poemas aún por escribir, descartados o silenciados in utero por quien, dotado para elaborarlos, ha comprendido que no debe hacerlo tras percibir un desacuerdo esencial entre mundo y palabra, entre realidad y arte. Sería imprudente citar, en este orden de cosas, las palabras finales del Tractatus logico-philosophicus de Wittgenstein, aquel famoso “es mejor callar”, porque Sicilia no eligió el silencio al constatar una limitación de su propio lenguaje sino al advertir la miseria de un mundo que “ya no es digno de la Palabra” (Sicilia, 2013: 61). No es que Sicilia fuera optimista primero y pesimista después, ni que la palabra poética le pareciera todavía útil hace algunos años e inútil ahora, sino que la necesaria relación de sonido y resonancia entre la palabra y el mundo perdió sentido en su perspectiva individual, de modo que buscó el refugio del silencio como ya estaba previsto en sus propios poemas, antes de la catástrofe definitiva:

En este sitio en donde todo cesa
antes del tiempo y después del tiempo
─porque el que estaba vivo ha muerto
y la ciudad se hizo irrespirable─

en este sitio
donde los nombres no se pronunciaron
y el día no es el día
ni la noche la noche
y nosotros
─salidos de nosotros
en la iglesia en tinieblas─
escuchamos
como antes del primer día
aletear el abismo
suspendidos del tiempo

en este sitio
─ni lleno ni vacío─
más allá de la lengua de los vivos
al volver el recodo sin consuelo alguno
compartimos el pan con un tercero
que iba a nuestro lado
y giramos de luz urdidos en la carne
antes del tiempo y después del tiempo
en la quietud que habita en el ahora
en el sereno punto del ahora
(Sicilia, 2013: 40-41).

El “sitio en donde todo cesa” de Sicilia es comparable al verbo en tiempo presente del poema de Xel-Ha López Méndez que cité al comenzar estas páginas. Después de todo, ese punto localizado “antes del tiempo y después del tiempo”, por ser irreductible a toda narración, es, aunque suene paradójico, “el sereno punto del ahora”: una especie de suspensión poética del presente. El poeta que dice adiós a la poesía está respondiendo no sólo a un acontecimiento espantoso sino al desafío de vivirlo en un presente suspendido. Me atrevo a sugerir, a la sombra de las reflexiones de Adriana Kanzepolsky a propósito de los poemas que Tamara Kamenszain recogió en El eco de mi madre (2010), libro de muerte y duelo, que si bien “la escritura poética actualiza y redimensiona algo, trivial o brutal, pero siempre del orden de lo impensado” (Kanzepolsky, 2012: 39), en el caso de Sicilia y de Vestigios, apenas ocurrido lo inconcebible, lo que la escritura no puede anticipar ─no porque narrativamente sea imposible o irracional, sino porque la censura psíquica lo neutraliza por definición─, el poema se ve acorralado entre dos posibilidades poco satisfactorias: o bien se reduce a “ritmar la acción”, alternativa que Rimbaud ya descartara (Rimbaud, 1981: 105), o bien evita mirar el acontecimiento atroz y reconoce su propia superficialidad al tocar otros temas que serán, por fuerza, menos graves.
            En mi lectura, los últimos tres libros de Sicilia conforman una especie de tríptico: un tríptico, cabe decir, al interior del cual hay otro tríptico, ya que Tríptico del Desierto (2009) es el panel central, mientras que Lectio (2004) es el panel izquierdo y Vestigios el derecho. Se trata de tres libros compuestos en un lenguaje radicalmente nuevo (en oposición a sus libros anteriores, publicados entre 1982 y el año 2000, cuya modernidad radicaba, no sin paradoja, en su neoclasicismo) y construidos desde una peculiar crisis del yo, que se desdobla en voces masculinas y femeninas, singulares y plurales, en frases y expresiones en español y en otros idiomas, en citas y paráfrasis explícitas o implícitas. Vale decir que, así como los autores del Nuevo Testamento citaron, parafrasearon y comentaron a los profetas del Antiguo Testamento con el fin de situar a Cristo en el punto más alto de una escuela y de un linaje, así también Sicilia ─poeta no sólo de fe, sino de tradición católica─ cita, parafrasea, comenta y reescribe pasajes de Nerval, Dante, Michaux, Rimbaud, Milosz y, por encima de ningún otro poeta, Paul Celan, como si todos ellos fueran los anunciadores de una revelación por venir, el encuentro en plena luz del espíritu vulnerable de la humanidad con el ángel que habrá de destruirlo: el cuerpo de la verdad sin filtros ni mediaciones.
            En su particular interpretación de símbolos, textos y experiencias, el poeta se conduce ante lo mundano entreverándolo con lo religioso y traza líneas entre la esperanza teologal y el deseo erótico, entre la manifestación de la divinidad y el encuentro amoroso y, como ya se ha visto, entre la profecía y la poesía. Por ejemplo, en el poema titulado “Absconditus II”, una paráfrasis del soneto más famoso de Nerval, “El Desdichado”, le permite hablar desde un yo femenino (el de “la tenebrosa / la viuda inconsolada”) para invertir los elementos de la representación mariana y, sin apartarse de un orden cultural determinado, hacer de la virgen una mujer anhelante de compañía física y de la mandorla o almendra que suele rodearla una metáfora de la vulva. En última instancia, es imposible comprender un cuerpo sin reinventarlo.

Yo soy la tenebrosa
la viuda inconsolada
la perdida
que besaste en la noche sin ser visto

ya nada me consuela
y hacia el hueco desciendo
hacia dentro del hueco más vacío
al ojo de la aguja
buscándote hacia el fondo
donde arden las ascuas y mi almendra
despojada
(Sicilia, 2013: 51)

El tema general, omnipresente y categóricamente ineludible de Vestigios es el del cumplimiento de un plazo, trátese de la conclusión de la vida, del arribo al punto más alto de un camino, del fin de los tiempos o de la terrible pero aceptada inminencia de lo que ha de venir: la desaparición, la muerte, la redención o el amanecer. Uno de los mejores poemas de Vestigios es, en mi opinión, el que se titula “Parusía” (reescritura, entre otras cosas, de al menos dos poemas de Paul Celan) y es en torno a ese problema teológico, el de la parusía, el presentido advenimiento de Cristo, donde Sicilia reúne sus mayores preocupaciones y logra darles una sola forma. Del abierto misticismo político de San Francisco de Asís y Joaquín de Fiore a la muchas veces hermética sensibilidad lírica moderna, concentrada en el agotamiento de la subjetividad, la poesía de Javier Sicilia recorre un camino diverso y accidentado, ético y estético, psicológico y religioso en partes iguales.

Patricia Mata: visión del acantilado
En su artículo titulado “Escritura y duelo en El limonero real de Juan José Saer”, François Degrande sigue la pista de ciertos fenómenos descritos por Freud en Duelo y melancolía para entender la representación de la pérdida y la dialéctica entre duelo y luto en la narrativa del escritor argentino. En particular, Degrande se vale de la pareja compuesta por las nociones de incorporación e introyección, entendidas respectivamente como la forma neurótica y la forma saludable de gestionar el duelo. La incorporación es, grosso modo, una suerte de sustitución metafórica que la persona doliente hace de la persona perdida “bajo la forma de un objeto” que puede “tragarse” y hacer suyo, por miedo a sufrir la pérdida de nuevo (Degrande, 2014: 218), mientras que la introyección es un proceso de apropiación lingüística que supone un enriquecimiento del yo mediante la recuperación, en palabras de Nicolas Abraham y Marie Torok, de “la parte de uno mismo depositada en lo que está perdido” (Abraham-Torok, 1987: 261).
            Ambas operaciones, incorporación e introyección, se asemejan evidentemente a la metáfora y a los tropos literarios en general, en la medida que son figuras de sustitución y, por lo tanto, de desplazamiento imaginario. Por esta razón, como bien observa Jean Allouch desde los primeros párrafos de su Erótica del duelo, la poesía resulta un espacio natural para la observación de tales fenómenos (Allouch, 2006: 9-12). En el texto literario, como todo buen lector juzgará evidente, muchas veces resulta imposible separar el esfuerzo estilístico del trabajo psíquico del autor, sin importar si aquél es anterior o posterior a este último.
            En los poemas iniciales de Acantilado, libro de Patricia Mata, dos o tres detalles me hacen recordar a los Contemporáneos. Pienso en el Ortiz de Montellano de Sueños, y el del “Segundo sueño” en particular, impregnado de anestésicos y rico en delirios visionarios. Pienso también en Villaurrutia, cuyos prólogos a Elías Nandino y al Discurso a los cirujanos de Paul Valéry tratan un tema eminentemente poético: el de la incisión y la penetración en la carne humana, común (según el autor de Nostalgia de la muerte) al médico y al poeta.[1]
            En sentido estricto, la relación entre Acantilado y los Contemporáneos, al menos desde mi perspectiva, se confirma en las partes restantes del poemario, y en particular en la tercera. No por su forma ni por su estilo, sino por sus temas. Los tres temas de Acantilado, que forman uno solo, son, primero, la confusión preoperatoria inducida por los anestésicos, las alucinaciones y equívocos causados por ciertas experiencias traumáticas, en seguida, y las figuraciones del sueño, por último.
            En adelante se verá que dichos temas están vinculados con tres tipos de relación familiar: la relación con el padre, la relación con la madre y la relación de pareja. Las tres relaciones aparecen, además, como fuentes de ansiedad: el temor por la posible muerte del padre, primero; el miedo a ser madre, más adelante; y el sufrimiento por el maltrato en la pareja, finalmente. Cabe preguntarse, por lo tanto, qué contenidos metaforizan esas formas.
            Se me puede objetar, con razón, que los tres temas ─confusión, alucinación y sueño─ en realidad son típicamente románticos y abundan en las letras del siglo XIX. Todos, en última instancia, confluyen en una de las grandes preguntas de Hoffmann, Poe, Nerval o Coleridge: ¿por qué, cuando más nos trastornan el sueño, el dolor, la locura o el delirio, más nos creemos a las puertas de una revelación a propósito de nuestra verdadera identidad? Pero si el tema es, ante todo, una cuestión mental o emocional en los románticos, en algunos decadentistas, modernistas y vanguardistas ―y por aquí se llega, desde luego, al ámbito de los Contemporáneos― el énfasis está puesto en el cuerpo.
            En la primera sección de Acantilado, cuyo título es “Anestesia”, se agrupan ocho poemas referidos a dos operaciones diferentes. El trasfondo anecdótico, en unos, es la cirugía de corazón a la que, si entiendo bien, se sometió el padre de la poeta. En otros, el trasfondo es una cirugía de ojos a la que se sometió la propia escritora. Importa subrayar la diferencia, ya que las implicaciones de una cirugía y la otra son, por supuesto, muy distintas. En la primera están en juego el padre y el corazón; en la segunda, la vista y la identidad personal. Ambas parejas ―los ojos y el yo, el corazón y el padre― importan, como es obvio, no sólo en éste, sino en muchos libros, pero tratándose de Acantilado conviene subrayar lo que diré a continuación.
            Desde los versos iniciales del primer poema, una especie de conciencia enrarecida oscila entre la objetividad más meticulosa y un desvanecimiento paulatino de la realidad. A la poeta, como es de suponerse, no le interesa tanto marcar una frontera como explorar la franja entre la lucidez y la enajenación. Así comienza el volumen:

Le abrieron el pecho
como a un caballo
y me asombré de su fuerza:

de la anestesia

en sus ojos que buscaron
enfocar mi rostro
(Mata, 2017: 15).

Es importante leer esas frases en dos planos: la imagen del pecho abierto, que predomina en la composición, y el encuentro de miradas que subyace a ella. Ver uno solo de los planos conduciría fatalmente a equivocar la lectura. Se diría que una figura mayor, amplia y bien definida, contiene dentro de sí otra figura, esta vez menor, un poco borrosa e incompleta. La emoción característica de Acantilado radica en esa yuxtaposición. Patricia Mata se pregunta, en cierto modo, qué nos angustia más, la exactitud milimétrica del mundo ―donde, por lo visto, hay sitio para todo, incluso para el vacío que las cosas producen al cambiar, al aparecer y desaparecer, al permanecer y al moverse― o la imprecisión de nuestro espíritu, que cree percibirlo todo, pero, al intentar expresarlo, adivina que no ha entendido casi nada. Con el pecho abierto, anestesiados, apenas logramos ver el rostro que tal vez nos mira.
            El volumen prosigue con la sección más bella del conjunto: “Estados alterados”. La tercera, por último, se titula, como todo el poemario, “Acantilado”. En ésta, la poeta se sueña obsesivamente como hija y como madre. Son sueños violentos, ansiosos y terribles; pesadillas de mareas altas, de tempestades y accidentes. Dos miedos de alta densidad simbólica (el temor a la muerte de la madre y el temor a la muerte del hijo) se combinan para expresar uno solo: el horror de la maternidad. El útero es “un acantilado / al centro del cuerpo” (Mata, 2017: 52), y al pie del acantilado rompen las olas de un mar ingobernable.
            Como ya he dicho, el apartado central del volumen es, en mi opinión, el mejor. La experiencia subyacente no es otra que la violencia en la pareja. El asunto, conviene subrayarlo, no es narrado, sino expresado fragmentariamente, por alusiones. La construcción verbal de la víctima es notable, mezclada como está de vergüenza y tristeza, de incomodidad y reconocimiento de sí misma. Ese reconocimiento, de un modo muy significativo, tiene lugar en el delirio, de modo tal que memoria, visión y lenguaje se revelan juntos en un mismo instante. La discontinuidad sintáctica expresa las discrepancias irresolubles entre yo y nosotros, entre presente y pasado:

No tiene por qué ser triste.

Pero desde siempre
he sentido las manos
más grandes que mis manos.

Y saber que no puede
que la piel debe calzar.

Resollar distinto
si la seta me recuerda la lluvia
esa vez que descubrimos:

                               podemos hacerlo todo otra vez
                               y nos turnamos
                               para sostenernos

                               y la lluvia

                               y otra vez.

Pero el cuerpo
oprimido por el cuerpo
la insensatez del aire ocluido.

Culpar a un árbol seco
porque no es mía esta tristeza

                               es ese árbol
(Mata: 2017: 36).

El árbol seco, al final del poema, sustituye la verdadera razón de la tristeza. Quizá el único resquicio por donde asome la causa del malestar sea la oscilación de la primera persona del singular a la primera del plural entre la segunda estrofa del poema (“siempre / he sentido las manos / más grandes que mis manos”) y la cuarta (“esa vez que descubrimos”). Esa primera persona del plural desaparecerá muy pronto, encapsulada en el tiempo pretérito de una “vez” que apenas el recuerdo mantiene viva. En otras palabras, el nosotros del texto parece haberse perdido en el pasado. De ahí el anhelo de restaurar el tiempo en que la primera persona del plural era posible: “podemos hacerlo todo otra vez”. Sin embargo, “el cuerpo / oprimido por el cuerpo” ―un cuerpo, en síntesis, violentado por otro― hace imposible toda restauración del nosotros.
            Debo decir que Acantilado es el segundo libro de Patricia Mata. El primero, Ceda el paso a los dementes, apareció en 2009. Ambos poemarios revelan de un modo conmovedor, aunque también horrible, la inaceptable belleza del sufrimiento.

Luis Armenta Malpica: saludos a la familia
Nada es más importante que la poesía, salvo la música. Y viceversa.
            Greetings to the Family, de Luis Armenta Malpica, es un libro de poemas. Pero también es ―aunque realmente no lo sea, o precisamente por no serlo― un álbum de rock. No sólo porque contenga una lista implícita de canciones. No sólo porque aluda o mencione a Jeff Buckley, Patti Smith o Leonard Cohen. Es un álbum de rock porque la disposición de los poemas que lo componen imita la de los viejos discos y cassettes, con un lado A y un lado B. Lo es, también, porque, al ser un disco, no es un disco de cualquier género musical: aunque proliferante y copioso, el repertorio es, a la larga, identificable, y va de Jim Morrison a Eric Clapton, de Lou Reed a David Bowie. Pero sobre todo lo es porque incluso artistas folk o de otros estilos, de las hermanas McGarrigle a Rufus Wainwright, atraviesan este libro como personajes de una historia sentimental del rock. Bien visto, el ya mencionado Leonard Cohen existe para muchos en esa dimensión de lo que, no siendo rock, lo será eternamente.
            Seis poemas que son seis trípticos forman la primera sección de Greetings to the Family: su lado A. Los tres primeros explotan la homofonía (que no es tal cosa para un angloparlante) de las palabras tree, árbol, y three, tres. Cada tríptico es, entonces, un árbol: uno para Jeff Buckley, otro para Kate McGarrigle y uno más para Nick Drake. Son esos tres poemas los que dan el tono del resto del volumen, si bien la clave rockera del poemario está lejos de agotarse ahí. Se trata de tres elegías fúnebres. En ellas, las muertes precoces de Drake y de Buckley se ven equilibradas por la de Kate McGarrigle, ya en edad madura.
            Cuando alguien muere, la muerte se le reconoce como una cosa propia. Kate muere su muerte; Nick y Jeff, la suya cada cual. Y sin embargo, parece decirse Armenta Malpica, ¿de quién puede ser la muerte, si quien ha muerto ya está libre de toda posesión, de todo enlace, de toda pertenencia?

He tenido a la muerte entre mis brazos
aguanté sus rasguños
y el latido violento de su sangre
en mis sienes. El agudo por qué
incapaz de respuesta
como un ferrocarril en las llanuras.
Pasamos pabellones (estandartes sin puerto)
nos quedamos sin agua
y sin respiro.
De todo esto hace poco (da lo mismo
decir algunos años)
y todavía me asustan los fantasmas
en los cuales sumerjo la cabeza
cada noche. Esa mullida caja
funeral
de la que me sostengo
a cada gota.

Duele más esta muerte
porque ya no es
la mía
(Armenta Malpica, 2016: 22).

El tema de Greetings to the Family, sugerido en el título, está en esa combinación. McGarrigle, madre suave y amable, muere junto a sus “hijos”, rebeldes y profundos. Nick Drake y Jeff Buckley solamente son hijos de Kate McGarrigle a título simbólico, por supuesto. Pero sus hijos verdaderos, Rufus y Martha Wainwright, se hacen oír también en otras páginas. A su vez, los Wainwright fungen como hijos de Leonard Cohen, alejados de Loudon Wainwright III, su padre biológico. Cuando muere Jeff Buckley, por su parte, su padre y precursor, el cantante Tim Buckley, tiene más de veinte años muerto.
            En su ambicioso y muy interesante libro acerca del duelo en la poesía de Juan Gelman, Geneviève Fabry utiliza, entre muchos otros conceptos, la noción de filialidad elaborada por Emmanuel Levinas para explorar, por así decirlo, la otra cara de la paternidad (y, al hacerlo, equilibrar su enorme peso simbólico). El tema de la muerte del hijo es, como se sabe, de gran relevancia tratándose de Gelman. Si el hijo, desde la perspectiva paterna, encarna una forma de alteridad gracias a la cual es posible imaginar, para decirlo con Levinas, “un porvenir más allá [del] propio ser” del padre, la muerte del hijo condiciona traumáticamente al padre a “explorar este tiempo clausurado”, en palabras de Fabry (2008: 184).
            Las relaciones entre padres e hijos tienen lugar, en el poemario de Armenta Malpica, en esa suerte de “tiempo clausurado”. Libre del ayer y del ahora, el padre muerto ―Tim Buckley, por citarlo de nuevo― de alguna forma ve morir a su hijo ―Jeff Buckley, otra vez― y reconoce su muerte como propia. Uno de los méritos de Armenta Malpica consiste, por ello mismo, en dibujar un árbol genealógico imposible, aunque poéticamente vívido y expresivo, de varias generaciones de músicos de rock.
            Hijos y padres, y también hermanos y hermanas, cantan a solas o en coro, toman y se arrebatan la palabra, en esta especie de ópera rock sin música, pero que sólo es música. El tema, como en otros libros de Armenta Malpica, es el amor (y el dolor) filial. Y su técnica, en cierto modo, es afín a ese tema, porque se compone de citas, recreaciones, paráfrasis y, en fin, procedimientos derivativos, recursos de paternidad y descendencia, por decirlo de alguna forma. Martha Wainwright es hermana de Rufus. La palabra hermana suscita en Armenta una evocación de Sister Morphine, interpretada por Marianne Faithfull. Sister Morphine lo hace pensar, en seguida, en Mamá Morfina, el tremendo poema del enigmático Eros Alesi. La morfina, madre o hermana, conduce a la heroína, según fuera cantada por Velvet Underground. Heroin, por su parte, remite al major Tom de David Bowie, pero no al astronauta melancólico de Space Oddity sino al yonqui de Ashes to Ashes. Todos los caminos llevan a todas partes.
            En la segunda parte del poemario, compuesta por doce poemas, la nota personal suena con mayor claridad. Cada texto lleva el título de alguna canción o lo parafrasea (“The Ghost Song”, “Horses and High Heels”, “Goodbye & Hello”, etcétera) pero en todos queda claro, a fin de cuentas, que Armenta Malpica se refiere a sí mismo, habla consigo mismo y se despide de sí mismo. El cauce de la frase, por ello, se duplica, ensanchándose, para dar lugar simultáneamente al hola y al adiós:

Adiós, caro papá. Hola, señora, dulce muerte.
Este día que ahora vamos tejiendo en mi casa estremecida
de mar y vino lila, en pobre paz yo canto al bosque giratorio
y bajo el bosque lácteo. Desde estas hojas de árbol
que han de volar, y caen, para que ustedes sepan
lo que yo: un hombre gira en rudo cabalgar mientras el río
lo traga con el mejor amor, el demasiado, el nunca suficiente.
Adiós al himno: las profundas campanas del ahogado.
Hola a la pobre paz que el sol pone en lo oscuro de este campo.
[…] Adiós al hombre
borrascoso, a la mitad que fui. El miope sordomudo
que perdió la razón de la luz en tus ojos. Éste
es el grito. Ya no nos moverán
de sus orillas
(Armenta Malpica, 2016: 59).

Mamá Morfina, de Alesi, no es la única fuente literaria de Greetings to the Family. En dosis parecidas, Todos los hermosos caballos de Cormac McCarthy, al comienzo del poemario de Armenta, Éramos unos niños de Patti Smith, hacia la mitad, y los poemas de Dylan Thomas, hacia el final, se incorporan al coro. La respiración del poeta se adapta, según el caso, a las imprecaciones, introspecciones o delirios de unos y otros, cantando en todos los tonos y bailando en todos los ritmos.
            No todos los poemas de Greetings to the Family, como ya he dicho, aluden a músicos de rock en estricto sentido. Pero es el rock, en su espíritu de mestizaje y de necesaria hibridez, el que los vuelve a todos miembros de una misma familia. Cuando escuchamos las impresionantes estrofas de Hallelujah sabemos que Leonard Cohen las compuso y cantó memorablemente, pero también recordamos en palimpsesto las versiones de Rufus Wainwright y de Jeff Buckley. La tradición es ese palimpsesto.
            En cierta ocasión, hace ya muchos años, Jaime López dijo que, tratándose de rock and roll, todo México es frontera. En otras palabras, ni Tijuana ni Ciudad Juárez ni Nuevo Laredo están menos o más lejos de Memphis, Nueva York o San Francisco que Monterrey, Guadalajara o Acapulco. La emoción, la mitología y el sonido del rock están y estarán siempre del otro lado, más allá de la frontera, pero también muy cerca, casi al alcance de la mano, como una tentación y una promesa. No se trata, entiéndaseme bien, de un mero asunto de nacionalidades. En realidad, todas las naciones del mundo colindan, como México, con el país del rock and roll. Me refiero a una frontera del espíritu: ¿qué otra cosa representa una canción de rock and roll sino ese mundo libre, intenso y furiosamente sexual que alguna vez miramos del otro lado de nuestras casas, de nuestros países, de nuestras adolescencias, de nuestros cuerpos?
            Para concluir diré que, lejos de ser los únicos, los casos de Javier Sicilia, Patricia Mata y Luis Armenta Malpica deben leerse como ejemplos de la manera como paternidad y filialidad, familiaridad y extrañeza, memoria y presente, violencia y duelo se congregan, en las experiencias individuales y colectivas del México contemporáneo, hasta conformar un imaginario complejo que la poesía descubre y expone con singular profundidad.

Referencias:
Abraham, Nicolas y Torok, Marie (1987): L’écorce et le noyau. París: Flammarion (cit. por Degrande, 2014).
Aguinaga, Luis Vicente de (2016): De la intimidad. Emociones privadas y experiencias públicas en la poesía mexicana. México: Fondo de Cultura Económica.
Allouch, Jean (2006): Erótica del duelo en tiempos de la muerte seca, tr. de Silvio Mattoni. Buenos Aires: El Cuenco de Plata / Ediciones Literales.
Armenta Malpica, Luis (2016): Greetings to the Family. Madrid-San Pedro Garza García: Vaso Roto.
Degrande, François (2014): “Escritura y duelo en El limonero real de Juan José Saer”. Caravelle, núm. 103.
Fabry, Geneviève (2008): Las formas del vacío. La escritura del duelo en la poesía de Juan Gelman. Amsterdam-Nueva York: Rodopi.
Kanzepolsky, Adriana (2012): “La que oyó su nacimiento: El eco de mi madre de Tamara Kamenszain”. Hispamérica, año 41, núm. 122.
López Méndez, Xel-Ha (2015): A mis nuevos amigos inmortales. Antología personal. Guadalajara: Ediciones El Viaje.
Mata, Patricia (2017): Acantilado. Guadalajara: Mantis / Secretaría de Cultura de Jalisco.
Rimbaud, Arthur (1981): Una temporada en el infierno, tr. y pr. de Marco Antonio Campos, México: Premià, 3ª ed.
Sicilia, Javier (2013): Vestigios. México: Era

Pueden consultarse, a propósito de Villaurrutia y sus prólogos a Nandino y Valéry, los párrafos iniciales de “La cabeza entre las manos”, quinto capítulo de mi libro De la intimidad (de Aguinaga, 2016: 99-100)