Representaciones en la correspondencia de mujeres a frailes franciscanos a mediados del siglo XIX.

Representations in the correspondence of women to Franciscans friars in the mid-19th century.

María del Carmen Olague Méndez
Doctorado en Ciencias Sociales. Universidad de Colima (MÉXICO)
CE: molague0@ucol.mx ID ORCID: 0000-0003-3259-2525

DOI: 10.32870/sincronia.axxiv.n78.26b20

Licencia Creative Commons
Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial 4.0 Internacional.

Recibido: 29/10/2019
Revisado: 20/03/2020
Aprobado: 24/05/2020

 

RESUMEN
La correspondencia escrita por mujeres de distintos estratos sociales en el siglo XIX a frailes franciscanos del Colegio de Guadalupe, Zacatecas, abre la posibilidad de acercarnos al mundo de la cultura escrita femenina; ya que la estructura epistolar da evidencia de prácticas y conocimientos en torno a la escritura. Las fórmulas de cortesía que componen las cartas eran tanto forma como fondo, pues según las palabras que eligieron sus autoras definieron cómo se representaron a ellas y a su destinatario. En este artículo nos proponemos analizar, las fórmulas de cortesía como parte de la cultura escrita (desde la perspectiva de Roger Chartier) en torno a la práctica epistolar decimonónica femenina, tanto como formas de representación de los frailes como de las mujeres, además de su uso como herramientas retóricas empleando al análisis del discurso como herramienta metodológica.

Palabras clave: Epistolografía. Cultura escrita. Mujeres. Fórmulas de cortesía. Representaciones.

 

ABSTRACT
The correspondence written for women from different social strata in the 19th century to Franciscans friars of the College of Guadalupe, Zacatecas, opens the possibility of approaching the world of female written culture, since the epistolary structure gives evidence of practices and knowledge about the writing. The courtesy formulas that make up the letters were both form and substance, because according to the words chosen by the authors, they defined how they were represented to them and their addressee. In this article we propose to analyze, the courtesy formulas as part of the writing culture (from Roger Chartier’s perspective) around the nineteenth-century feminine epistolary practice, as well as forms of representation of the friars and women, in addition to their use as rhetorical tools using discourse analysis as a methodological tool.

Keywords: Epistolography. Written culture. Women. Courtesy formulas. Representations.


Introducción
El estudio de correspondencia femenina es un instrumento útil para aproximarnos a las voces de aquellas que por otros medios hubieran quedado silenciadas por la historia. Sobre todo, cuando hablamos de mujeres que no pertenecieron a los estratos más altos de la sociedad, las cuales son “difíciles de conocer porque sus huellas no aparecen en la historia oficial ni en los documentos más difundidos” (Vázquez, 2016, p. 48). Las cartas y su estructura formaban parte de la cultura escrita del siglo XIX de la cual formaron parte las mujeres. Ellas fueron enseñadas en el arte epistolar, ya fuera por medio de manuales de epistolares, en las escuelas de primeras letras o simplemente por imitación.
            El análisis aquí presentado se hizo desde la perspectiva de la cultura escrita propuesta por Roger Chartier (1992) que implica un estudio crítico de los textos, es decir, de la historia de todo objeto que lleva lo escrito como vía de comunicación y de las prácticas de socialización en torno a ello. La práctica de la lectura se estudia en torno a los “gestos, espacios y costumbres” (Chartier, 1992, p. 51) que la rodean; analizando la relación entre el texto y la voz (oralidad). Se entiende por representación “relación descifrable entre el signo visible y el referente significado” (Chartier, 1992, p. 58), pues las representaciones que hicieron las mujeres, tanto del sacerdote a quien escribían como de ellas, es parte de nuestro objeto de estudio. El objetivo del presente artículo es analizar, las fórmulas de cortesía como parte de la cultura escrita en torno a la escritura epistolar decimonónica femenina, tanto como representaciones de los frailes como de las mujeres, además de su uso como herramientas retóricas. Se plantea que esta correspondencia sirvió para que las mujeres pudieran ser escuchadas en sus problemáticas exponiendo asuntos, que por otros medios no hubieran recibido atención.
            El corpus[1] epistolar que analizaremos para este estudio está compuesto por 103 cartas escritas por mujeres laicas de distintos grupos sociales a frailes franciscanos de alto rango del Colegio de Guadalupe, Zacatecas. Como vicarios, discretos y guardianes —autoridad superior del colegio—, únicos autorizados para intercambiar correspondencia con mujeres. La carta de data más antigua está fechada en 1822 mientras que la más reciente en 1876. Un periodo caótico en la historia de México debido a la disputa entre liberales y conservadores que culminaría con la secularización del Estado mexicano. A lo cual el Colegio de Guadalupe no fue ajeno debido al proceso de exclaustración de las órdenes religiosas. Estos conflictos fueron familiares a las mujeres de aquella época, como demostró María Manuela Guzmán al escribirle a Fray Romualdo Gutiérrez: “grandísima la angustia de mi alma” (11 de octubre de 1832) en referencia a los saqueos y disturbios característicos del periodo. Los lugares desde los cuales se alzó la pluma de estas mujeres corresponden a la zona centro-occidente del país, como San Juan del Río en Querétaro, Aguascalientes, Guadalajara, San Juan de los Lagos —entre otros— y por su puesto poblaciones cercanas a Guadalupe, como la misma Zacatecas o Fresnillo.
            Todas las cartas que conforman el corpus tienen una estructura similar que la diferencia de otros estilos de escritura. Iniciando por el destinatario, señalado en la parte superior de la misma, junto a la fecha y el lugar de origen, sigue el saludo dirigido al fraile que puede variar dependiendo de la cercanía y del tipo de la relación que tuvieron la mujer y el sacerdote, como “Mi amadísimo tío de mi más distinguido aprecio” (14 de marzo de 1833) o “Señor mío de toda mi consideración y aprecio” (5 de mayo de 1838). Después, el cuerpo, indica el propósito de la carta, espacio de mayor libertad para leer las voces femeninas que buscamos rescatar. Casi para cerrar, en cada carta se encuentra una despedida compuesta por los buenos deseos de la remitente hacia el fraile, que, como el saludo, variaba de acuerdo con el grado de cercanía entre ambos, como “su afectísima hija que Besa su Pie” (2 de mayo s.a.) o “su afectísima servidora” (6 de marzo de 1838). Finalmente, se firma con el nombre y rúbrica de la remitente. Como es evidente, los saludos y las despedidas, aunque varían de una remitente a otra, cuentan con una estructura particular que las distingue del resto de la epístola, por ello son identificadas como fórmulas de cortesía.
            Al respecto, Antonio Castillo ha escrito sobre el papel que jugaron los manuales epistolares en la redacción de cartas a lo largo de la historia, ya sea en el siglo de oro (2005), en el siglo de las luces (2013) o en la España del siglo XX (2003), de modo que la cultura escrita epistolar puede historiarse, desde la teoría, a través de dichos manuales, o desde la práctica, en el análisis directo de la correspondencia. La redacción de cartas no es algo nuevo en la historia, como ya bien apuntó Nora Esperanza Bouvet (2006), tiene sus orígenes prácticamente desde el nacimiento de la escritura, aunque inicialmente la epistolografía surgió como un género de élite, ya que la practicaban únicamente quienes tenían el dominio de leer y escribir (Bouvet, 2006). Ella identificó el uso de manuales epistolares desde la antigüedad clásica, en los que se enseñaba los temas y fórmulas correspondientes que debían variar de acuerdo con la ocasión e intención de las cartas.
            La estructura identificada en la correspondencia de mujeres expone el conocimiento de las reglas epistolares que se manejaron en el siglo XIX, ya sea que la hayan aprendido de forma teórica, en una escuela, por medio de un manual epistolar—como los analizados por Castillo—, o por imitación:

En la larga duración, si algo caracteriza a la carta como actividad de escritura, esto es, sin duda, la sustancial estabilidad de su estructura. Debido a esto es una modalidad escrita perfectamente reconocible, lo que tal vez tenga mucho que ver con un aprendizaje por imitación a partir de las misivas recibidas, esto es, mediante la lectura de la correspondencia de familiares, conocidos o amigos, (Castillo, 2011, p. 31).

En efecto, de una u otra manera, las mujeres aprendieron este tipo de formas ceremoniales que eran una muestra de los valores ilustrados en el proceso de civilización, como aconsejaba en su Retórica epistolar Antonio Marques y Espejo: “Por ceremonial entendemos comúnmente el uso de ciertas formas, a que tenemos reducida la civilidad y cortesía” (1828, p. 5). Ellas escribieron al fraile como quien le escribe a un Señor, como aconsejaba el italiano Emanuele Tesauro en el siglo XVII, “en términos de reverencia, humildad, obediencia, súplica y obsequio” (Castillo, 2005, p. 857). Muy diferente a la escritura dirigida a un súbdito que se desarrolla en “términos de autoridad o señoriles” o de la escritura a los iguales en “términos urbanos y corteses” (Castillo, 2005, p. 857).
            Aunque la escritura de cartas originalmente se trató de una práctica de élite, ya para el siglo XIX se popularizó entre los diferentes estratos sociales, debido a que el movimiento ilustrado de finales del siglo XVIII puso especial atención en la educación de la población. Este proceso de alfabetización alcanzó a las mujeres, aún a las de escasos recursos. Por ejemplo, en la ciudad de Guadalajara, a finales del siglo XVIII la Casa de Maestras de Caridad y Enseñanza cumplía la función de educar a niñas pobres (Gutiérrez, 2004); lo mismo en la Ciudad de México con la fundación en 1753 del interinato femenino La Esperanza o del colegio que sería conocido como Las Vizcaínas en 1767 (Arrom, 1988). En ambos, se alfabetizaron niñas de escasos recursos. Sin embargo, no hay que perder de vista que la educación femenina fue distinta a la masculina, el Obispo Cabañas en un informe escrito en 1816 describió así la educación de las mujeres: “recibir lecciones y a informarse, así en los rudimentos de nuestra Santa Religión y en la práctica de las virtudes, como en todos los oficios propios de su sexo” (Gutiérrez, 2004, p. 142). Esto fue conocido como primeras letras, que consistía en hacer cuentas, leer y escribir (Vázquez, 2019, p.134). A su vez, Valentín Gómez Farías estableció escuelas en las parroquias de la Ciudad de México buscando que “en ellas se enseñara a leer, escribir, el catecismo religioso y el político, además de coser, bordar y otras labores de su sexo” (Vázquez, 2008, p. 95).
            A pesar de la diferencia entre la educación de hombres y mujeres y del énfasis de la época en que la mujer aprendiera las “labores propias de su sexo”, se puede decir que, gracias al movimiento de ilustración, algunas mujeres de escasos recursos en el siglo XIX pudieron acceder a una educación básica que les permitió acercarse a la lectura, pero más importante aún, a la escritura. Así se abrió la posibilidad para que mujeres de distintos grupos sociales tuvieran la posibilidad de emplear la carta como medio de comunicación.

La representación del fraile en la correspondencia
La correspondencia de mujeres laicas a frailes franciscanos del Colegio de Guadalupe Zacatecas, al ser parte de la cultura escrita de la época mantenía la estructura que la carta demandaba, así "la carta debía de respetar y visibilizar el pacto social tratando a cada persona según su rango" (Castillo, 2014, p. 36). El saludo que acompaña a cada carta después de indicar el destinatario, la fecha y el lugar de remisión, tenía una forma sintáctica en particular ajustada al estilo de cada mujer y a la intención de la carta, haciendo que cada sacerdote fuera representado de forma diferente según quién escribía y la relación previa que existiera entre ambos.
            Los saludos a los frailes fueron transcritos de cartas seleccionadas y agrupados en cuatro grupos que se determinaron por el estilo sintáctico y por la representación que se hizo del fraile (muchos saludos son repetidos). El primer grupo corresponde a las fórmulas de cortesía que indican el señorío del sacerdote sobre la mujer, pero de una forma distante:

Muy señor mío de todo mi respeto
Señor mío y de mi respeto
Muy respetado Señor
Reverendo Padre Guardián Fray Antonio del Castillo
Muy Reverendo Padre Guardián del Colegio de Nuestra Señora de Guadalupe
Muy apreciable Padre Presidente Fray Diego Palomar
Muy Reverendo Padre José María de Jesús Sánchez. (Vázquez, 2016).

En términos generales, este tipo de fórmulas se caracterizan por el énfasis en el respeto al fraile y a la figura de autoridad que representaba. En ellas está muy presente el estilo señoril propuesto por Emanuele Tesauro para este tipo de correspondencia. En estos casos se escribe más al líder del Colegio que al sacerdote como persona. Por ejemplo, ese tono de respeto y solemnidad es con el que escribe Mariana Elías a Fray Antonio del Castillo el 27 de agosto de 1849 para avisarle que su hijo político iba rumbo al Colegio para recoger a su compadre, el reverendo Padre Mercado. Una misiva corta que indica el respeto al guardián debido a su envestidura, siendo una autoridad, tanto para ella, como para el compadre. Esa misma distancia es la que se percibe en su primera carta (2 de noviembre de 1848) donde solicitaba para su hacienda “un capellán perpetuo o movible, según lo disponga y le parezca mejor a Vuestra Paternidad”. En las tres cartas conservadas entre ellos dos, no se trata ningún tema personal de Mariana, ni hay muestras de cariño especiales.
            El segundo grupo también corresponde a fórmulas de cortesía que indican señorío, que a diferencia de las anteriores reflejan un grado mayor de calidez, indicando así, cercanía y confianza entre la remitente y el destinatario, aunque todavía de forma moderada:

Mi más estimado Señor
Muy Señor mío y de mi particular aprecio
Señor mío y de todo mi aprecio
Mi estimado Señor de toda mi consideración
Señor mío de toda mi consideración y aprecio
Señor mío de todo mi aprecio
Muy Señor mío de todo mi aprecio y consideración
Muy estimado Reverendo Padre Guardián
Mi apreciable Señor de mi respeto
Mi muy estimado Señor de toda mi estimación
Mi más venerado y respetado Señor de mi atención y cariño
Mi estimadísimo Señor de todo mi aprecio. (Vázquez, 2016).

En ellas podemos ver, que, aunque sigue presente el respeto a la autoridad del sacerdote, se acompaña la solemnidad con muestras de cariño, ya que se consideraban apropiados “los epítetos expresivos” (Marques, 1828, p. 18). Las palabras que se emplearon para representarlo son en especial el aprecio y la estima, además de la consideración y la veneración. Palabras que no se encontraron en las fórmulas del primer grupo. Es el estilo que eligió María Javiera de Landa para dirigirse a Fray Romualdo: “Muy Señor mío y de mi particular aprecio” (5 de febrero de 1828). En ella aprovecha para platicarle sus aflicciones en torno a la pérdida de su cosecha, ya que por cartas anteriores se sabe que contribuía al Colegio de las ganancias de su hacienda. Similar es el sentido en el que le escribe María Josefa Goytia a Romualdo diciéndole: "Recibí hoy la carta del señor Aranda en que me dice que está despachando el negocio como acordamos" (17 de marzo de 1825). Aunque no menciona de qué se trata el negocio.
            Mayor cercanía es la que se percibe entre Fray Francisco Freges y Guadalupe Hornalchea, en la primera carta que se tiene de ella, le saludó como: “Señor mío de toda mi consideración y aprecio” (5 de marzo de 1838), para solicitarle una carta de recomendación para su esposo en un asunto legal que debía atender en la Ciudad de México. El énfasis en las muestras de cariño iniciales parecen ser un recurso retórico en miras de obtener dicha carta: “me he acordado que la confianza y amistad que Usted tiene con el señor don Pedro Ramírez, me puede ser útil” (5 de marzo de 1838). En la siguiente carta fechada un día después que la anterior, saluda de forma más sencilla: “Señor mío de todo mi aprecio” (6 de marzo de 1838), para informarle que le envía unos paquetes de semillas además de solicitar “dos docenas de raíz de ciruela morada para injertar unos árboles” (6 de marzo de 1838). En otra carta fechada un año después, pide de nueva cuenta un favor para su hacienda saludando: “Señor mío de toda mi consideración y aprecio” (25 de junio de 1849); así se hace evidente que el saludo no solo hace referencia al tipo de relación entre remitente y destinatario, sino que se modifica de acuerdo con las necesidades de quien escribe, demostrando que tiene tanto una función representativa como retórica.
El tercer grupo de fórmulas de cortesía corresponde a los saludos de mujeres que tenían algún lazo de parentesco con el sacerdote, sanguíneo o no, que podía variar si se trataba de una sobrina, hermana, madre, comadre o ahijada. En estos casos es posible apreciar en las fórmulas de cortesía las muestras de cariños propias de la relación:

Mi estimado hermano
Mi estimado hermano de todo mi aprecio
Mi amadísimo tío de mi más distinguido aprecio
Mi estimado tío
Mi querido tío de mi consideración
Mi querido tío de mi corazón
Queridísimo sobrino y ahijado a quien aprecio y amo en Jesucristo
Estimado y venerado hijo de todo mi aprecio y cariño
Mi apreciado Compadrito y Señor de mi aprecio
Muy respetable señor y hermano de toda mi consideración y aprecio
Compadrito de todo mi aprecio y consideración
Mi apreciable padrino dueño de mi consideración y respeto
Mi muy amado y querido primo de todo mi aprecio y respeto. (Vázquez, 2016).

Este tipo de cartas son de un estilo más desahogado y sus asuntos tienen un mayor grado de intimidad, mezclando los términos señoriles —no olvidemos que sigue siendo una mujer la que escribe a un hombre, sacerdote y de rango en el Colegio—, con el toque de urbanidad y cortesía propuesta por Tesauro en el trato entre iguales. Como la escritura entre Teresa Ruiz Cortines a su tío Fray Romualdo, a quien le platica de sus afecciones de salud. Su correspondencia refleja distintos niveles de socialización entre el fraile y su sobrina más allá de las letras, como el intercambio bibliográfico entre ambos: “Recibí los cinco libros y le devuelvo a usted tres […] pues sirven de divertirme” (8 de junio de 1833). En otras cartas, ella expresa preocupación por la salud de su tío: “Me causa contento el restablecimiento de la quebrantada salud de Vuestra Paternidad” (13 de febrero de 1834). En el caso particular de esta relación, es posible conocer más matices de su relación por el hecho de que fueran conservadas cuatro cartas intercambiadas entre ellos.
            Dolores González Valdivia al escribir le a su sobrino, Fray Guadalupe González hizo evidente que existía una relación epistolar entre ambos de la cual solo sobrevivieron dos cartas, al decir “quiero que me diga si recibiste una cartita que te dirigí a Aguascalientes contestación de la que tú me escribiste a León” (4 de octubre de 1853), en la cual aprovechó para pedirle una estampita de San José y que la mantuviera en sus oraciones. Así demuestra ese “doble gesto de comunicación escrita” (Bouvet, 2006) propio de la correspondencia, pues este corpus está compuesto de relaciones bidireccionales, aunque solo se conserva una de ellas. En varias cartas hay peticiones, ya sea de objetos, oraciones o favores, como el caso de María Antonia Valdez que con mucho cariño saluda a Fray Antonio del Castillo: “Mi apreciado compadrito y Señor de todo mi aprecio” (17 de noviembre de 1850), para solicitarle permiso en nombre de Fray Miguel para que éste pueda pasar unos días en su casa. Lo que están solicitando va de la mano con la forma en la que escriben y redactan sus fórmulas de cortesía.
            El último grupo corresponde a los saludos que representan un mayor grado de cercanía entre la mujer y el fraile al que escribieron sin tener parentesco. En estos casos las muestras de cariño están acompañadas de una clara referencia a la paternidad acentuada por el uso constante de diminutivos y/o superlativos. Debido a que este es el grupo más extenso, se presentan aquí una selección de los ejemplos más representativos:

Mi muy estimado padre de todo mi aprecio
Mi amado padre
Mi amado padre a quien venero
Mi muy venerado y amado padre en el Señor
Mi amadísimo padre de toda mi veneración y aprecio
Muy venerado padre de mi mayor respeto y atención
Muy amado padre mío en Jesucristo
Mi amado padrecito
Mi veneradísimo y siempre amado padrecito
Mi muy querido frailecito de todo mi aprecio
Mi amadísimo padrecito
Mi apreciadísimo y respetado Padre de toda consideración y respeto
Mi amadísimo padrecito dueño y señor de todo mi cariño
Mi amadísimo padrecito y señor de mi cariño
Mi estimado padrecito de todo mi aprecio
Mi siempre y nunca olvidado padrecito de todo mi respeto y consideración
Mi apreciado padre de mi mayor estimación y cariño
Mi apreciabilísimo padrecito de mi particular atención. (Vázquez, 2016).

En estos casos, el uso de diminutivos es una herramienta discursiva para indicar el grado de afecto de la mujer hacia el fraile. Se emplean el mismo tipo de palabras que en grupos anteriores, haciendo hincapié en el aprecio, el respeto y la veneración, pero se suman las de amor y la referencia constante de la paternidad simbólica del sacerdote a la mujer en mezcla con los pronombres posesivos, demostrando apropiación. Es el caso de María de Jesús Carillo que saluda a Fray José María de Jesús Sánchez como “Mi muy apreciable padrecito de mi mayor aprecio y respeto” (26 de mayo de 1859), esperando que se puedan poner de acuerdo para confesarse. No hay mucha información en la misma, pero se nota que hay un grado de confianza mayor que en las primeras dos categorías ya que queda implícito que él es su confesor desde hace tiempo. Así mismo, es una muestra de las formas de socialización existente entre ambos interlocutores donde la carta funciona como medicación.
            Antonia Carillo también se dirigió a Jesús Sánchez como “padrecito”. Es otro caso en que las cartas manifiestan los distintos niveles de sociabilidad que existía entre ambos interlocutores al escribir: “cosas que las hablaré a Usted el día que vaya” (21 de mayo de 1859). En otra carta, Antonia le dice que al fraile que “es la única persona a quien he mostrado mis trabajos” (30 de abril de 1859). Parece que existía un alto nivel de confianza, por lo menos de ella hacia él.
            En grado de súplica recibe Fray José María Guzmán una carta de María Genara Zapata el 5 de julio de 1852 en la que es saludado como: “Mi siempre y nunca olvidado padrecito de todo mi respeto y consideración”. El énfasis del saludo está en el poder de la memoria y del cariño que ella siente hacia él con la esperanza de ser correspondida de alguna manera, al escribirle que: “no ignora la desgracia en que nos hallamos en este Catorce, pues estoy yo cierta en que las oraciones de Vuestra Paternidad nos tienen con vida. A no ser eso, pobres de nosotras, ya nos hubiéramos acabado”.
            Como se puede apreciar, estos saludos tienen una estructura similar, debido a que forman parte de una cultura escrita propia de la correspondencia decimonónica y dejaban claro que "la retórica epistolar debía reconocer y explicitar el orden social establecido" (Castillo, 2011, p. 23). Sin embargo, la diferencia en el uso de pronombres posesivos, diminutivos y superlativos representa la cercanía y el grado de confianza que existió entre la remitente y el destinatario. Dejando de lado las que indican algún tipo de familiaridad, como el ser sobrinas, hermanas, madres o comadres de los frailes, las de señorío demuestran claramente la dependencia y sumisión esperada de una mujer, ya fuera desconocida o lejana a un fraile.

Representaciones femeninas en la correspondencia
Las voces de estas mujeres son uno de los elementos de mayor riqueza encontrados en la correspondencia, por medio de sus letras, abrieron una ventana para mirar en su cotidianidad y en aspectos de su vida privada que por otros medios hubieran quedado en el anonimato. El grado de honestidad de las cartas es mayor a otras fuentes que explícitamente fueron construidas para circular en el espacio público, pues "por su carácter íntimo, no tienen el afán de convencer a terceras personas ni de llevar a la posteridad a sus autores" (Vázquez, 2019, p. 131). El contenido de las cartas se relaciona con las fórmulas de cortesía tanto para saludar como para despedir. Se decidió rescatar tres temáticas que se encontraron en común en las 103 cartas analizadas, el primero que gira en torno a la salud de las mujeres, eternamente en decadencia, el segundo con las emociones, y el último, analizado en el siguiente apartado con la representación que hicieron sobre de ellas, tanto en el uso de fórmulas de cortesía —en este caso de despedida— como en el contenido de la carta. Para este apartado, el análisis se hizo a la inversa, del contenido a la fórmula de cortesía.
            Comenzaremos con la primera categoría, la salud en decadencia y la representación de los cuerpos enfermos. Por un lado, este tema abre la posibilidad de acercarnos desde la cotidianidad a distintos eventos epidémicos que sacudieron el occidente de México en el siglo XIX. Por ejemplo, la cólera; esta llegó a México proveniente desde Asia en 1833, y el segundo brote de tipo endémico, se dio alrededor de 1850 (Méndez, 2016), la extensión de la epidemia permitió que el rumor y el miedo se propagaran antes que la misma enfermedad en ambos casos. Sobre ello escribió Guadalupe Hornalchea a Fray Antonio del Castillo: "se nos acerca el terrible azote de cólera morbus" (25 de junio de 1849). Muestra el miedo que el rumor infunde ante un mal que parece indetenible. Esto se nota también en la escritura de Dolores González Valdivia a su sobrino, Fray José Guadalupe González: "En esta tu casa no hubo más enferma que yo del cólera mudo, pero ya gracias al Todopoderoso estoy muy aliviada, y ya aquí calmó mucho la epidemia" (11 de agosto de 1850). El miedo ante la enfermedad fue un buen motivo para preocuparse por la salud de los seres queridos, así es congruente, que, al preguntar por el estado de salud del fraile, Dolores González se despida con: “muchísimas expresiones y el afecto de tu tía y madrina que con ansia desea verte y te suplica no la olvides en sus oraciones” (11 de agosto de 1850).
            Hablar de la enfermedad es preocuparse por uno y por el otro. Este fue uno de los temas centrales en las doce cartas que se conservan entre Juana María Guzmán y su hermano Fray Romualdo Guzmán en torno a la epidemia de 1833: “pero ya parece que se acabó la epidemia; publicando yo con mi familia el beneficio tan grande que nos hizo nuestro Señor de librarnos de tan grande enfermedad” (5 de septiembre de 1833). Ella demuestra el amor que le profesa en un sentido filial. Así se van encontrado fragmentos del discurso amoroso clasificados por Barthes (2011) a lo largo de varias cartas, no solo porque ella se despida como “tu afectísima hermana que en Dios te ama”, sino que a lo largo de su discurso se “da lugar a leer en lugar de palabra, el lugar de alguien que habla en sí mismo, amorosamente, frente a otro [objeto amado] que no habla” (Barthes, 2011, p. 17). Este discurso amoroso puede fragmentarse y representarse de muchas maneras, en la agonía y angustia por la separación: “pues cuando paró la epidemia te escribí dándote razón de lo acontecido por acá y suplicándote me dijeras si te había tocado el cólera, y hasta ahora estoy esperando tu contestación. No seas ingrato” (9 de enero de 1834). Aquí vemos cómo el sentimiento de la angustia y el peligro ante al que se ve expuesto el ser querido mezclado con su silencio termina en una sensación de abandono. Por eso Juana siempre se despide esperando verlo: “tu afectísima hermana que en Dios te ama y ver desea” (26 de febrero de 1835).
            Por otro lado, hablar de enfermedades obliga a hablar del cuerpo, pero del “cuerpo que está sufriendo” (Farge, 2008, p. 157). También sobre ello escribió Juana María a su hermano Fray Romualdo Guzmán entre 1831 y 1834:

Yo me he visto bien mala del pecho y aún estoy en lo mismo por no quererme poner en cura (13 de abril de 1831).
Como el viaje lo hice a caballo me vi muy mala del hígado, pero quiso Dios que me alivié (22 de febrero de 1832).
Yo estoy mala del pecho pídele no muera de repente (23 de junio de 1832).
Los hermanos ya están más para morir que para vivir, según se andan muriendo todos los días; yo estoy que no tardo en morir (27 de abril de 1834).
Yo mi salud es quebrantada (26 de noviembre de 1834).

Ella que siempre se despide esperando verlo, que siempre le escribe que le ama en Dios, no pierde la oportunidad de hablar de sí misma y de la extrema fragilidad de su cuerpo (Farge, 2008, p. 176). La salud femenina irremediablemente estaba circunscrita a la esfera privada, en la esfera pública decimonónica no existían espacios para hablar de aquello considerado íntimo. Sin embargo, la carta como una extensión del ámbito privado permitió estos espacios de expresión —sin perder de vista que solo los frailes de alto rango estaban autorizados para recibir correspondencia— con mayor razón cuando se trataba de familia. La aparente privacidad configurada en la carta crea un espacio casi único para que las mujeres puedan hablar de sí mismas y de lo que acontecía con sus cuerpos. Esto se confirma con la correspondencia entre Fray Romualdo y su sobrina Teresa Ruiz Cortés:

Desde la semana pasada iba a escribirle y no me habían permitido mis enfermedades, pues me ha dado un cólico que me ha postrado en cama, pero ya estoy mejor (14 de marzo de 1833).
No se la seguí escribiendo de mi mano por un dolor que tengo en el hombro que no me deja respirar (20 de abril de 1833).

Un diálogo asimétrico que a pesar de la familiaridad no deja de evidenciar la subordinación femenina ante el fraile, tanto por su autoridad espiritual, como masculina. No en vano ella se despide haciendo referencia a su inutilidad como persona: “su inútil sobrina que de veras lo ama y desea ocasión de servirle y atenta Besa su Mano”. Las mujeres nunca perdieron la oportunidad de expresarse a pesar de los pocos espacios existentes y cerrados, “decir el cuerpo, hablar de él, […] expresa algo relativo al derecho a existir más o menos dignamente” (Farge, 2008, p. 170). Hablar del cuerpo y de lo que sucede con él es evidenciar la existencia desde dos dimensiones: la primera desde la psique, con todo el carrusel de emociones que le acompaña, y la segunda, desde la corporeidad, ambos aspectos plasmados en las epístolas. De toda la correspondencia que se conserva, parece que a Fray Romualdo se dirigieron más cartas con esta temática; por ejemplo, en las trece cartas que se conservan de su intercambio epistolar con María Manuela Guzmán—1832 a 1835 y una de 1850—, los padecimientos de salud y de las emociones en torno a ellos eran una constante:

La mía [salud] ha padecido varios quebrantos en este tiempo, pero son nada comparados con los que he padecido en mi interior (27 de julio de 1833).
No le he escrito a Manuel Ignacio como hemos acordado, porque el 26 del próximo pasado diciembre recibí la funesta noticia de fallecimiento de mi hermana Ma. Josefa; y no obstante la prudencia con que me la dieron, me causó gran trastorno. Muchos días estuve deponiendo todo alimento en cuanto lo tomaba (22 de enero de 1835).
Yo estuve veinte y tantos días con unas fuertes punzadas de las reumas en la cabeza, pero ya estoy mejor gracias a Dios (s.f.).
En cuanto le puedo decir a Vuestra Paternidad porque aunque en estos días he estado aliviada de las reumas de la cabeza, estoy ahora con una razonable jaqueca porque a mí no me faltan polillas (s.f.).

María Manuela Guzmán, que siempre se despide de Romualdo como “su afectísima hija que en Dios mucho lo ama y Su Mano Besa”, demuestra con este tipo de correspondencia la confianza que ella tenía depositada en él, al mismo tiempo que habla de las condiciones de salud comunes en el siglo XIX, el azote de las epidemias y de la fragilidad de los cuerpos ante ellas. Entre la lectura y escritura de correspondencia nos damos cuenta que, “es una puesta en obra del cuerpo, inscripción en un espacio, relación consigo misma o con el otro." (Chartier, 1992, pp. 54-55), porque buscaron ser escuchadas en aquello que consideraban digno de ser compartido.
            Las mujeres siempre hablaron de sus padecimientos de salud representándose negativamente, en decadencia, en sufrimiento, malas y al borde de la muerte. Buscaban expresar en la carta cómo sufrían y las fórmulas de cortesía se emplearon para reforzarlo. Por ejemplo, en el caso de María Manuela Guzmán, debido a la cantidad de cartas que se conservan se pudo ver cómo las fórmulas de cortesía cambiaban en función del contenido de la misiva y de su intención. Por ejemplo, en una carta escrita el 8 de octubre de 1832 en la que no le habló a Romualdo de ningún padecimiento, simplemente se despidió como “su afectísima hija que Su Mano Besa”, pero en la que habló de la muerte de su hermana, que la llevó a deponer todo alimento, se despidió como “su afligida hija que lo ama y Su Mano Besa” (22 de enero de 1835). La estructura sintáctica es la misma, pero cambia el adjetivo con el que ella se describió en congruencia con el momento que estuviera viviendo. Esto da pie para entrar en otra esfera del análisis epistolar: los sentimientos. Como bien dijo Arlette Farge, son “las heridas de los cuerpos y los espíritus” (2008, p. 164), pues no se puede separar las unas de los otros.
            Las vicisitudes de la vida diaria podrían acarrear todo tipo de problemas y convertirse en una desgracia, como la pérdida de la cosecha a causa del mal tiempo, "ya verá lo afligida que estoy" (5 de febrero de 1828), le escribía María Javiera de Landa a Fray Romualdo. Una característica de las cartas donde se habla de sentimientos es que la despedida se daba con mucho afecto: “Su más afectísima segura servidora que lo estima, desea verlo y atenta Besa Su Mano”. La carta cumple la necesidad de expresarse: “le noticio todos mis trabajos y vergüenzas que he pasado” (21 de mayo de 1859) le escribía Antonia Carrillo a José María Sánchez. Enfrentar "este acontecimiento tan funesto, mi Reverendo Padre, me tiene sumergida en el más grande dolor" (23 de noviembre de 1859), así informaba María de la Luz Rivas Bracho sobre la muerte de su marido al guardián. Su carta es un medio para expresar su dolor, mientras demuestra la confianza que ella tenía depositada en el fraile reforzándolo con su despedida: “su afectísima servidora que su mano besa”.
            Las cartas nos demuestran que existía cariño entre las mujeres y los sacerdotes, por lo menos de ellas hacia ellos. Amor filial, más no erótico, en el que encontraron una vía de escape para poder hablar. Marques y Espejo, en su manual de escritura epistolar, identificó que los sentimientos solo se hablan entre amigos: “nos vemos casi precisados a hablarle de lo que sentimos, ya deseosos de desahogar nuestros sentimientos, comunicándolos, o bien, porque las reflexiones serias y morales se nos escapan casi involuntariamente cuando el corazón está oprimido” (Marques, 1828, pp. 19-20).Significa que, de acuerdo con los manuales de escritura epistolar, los sentimientos no eran expresados en cualquier tipo de carta, tenía que haber una amistad previa de por medio para que se considerara adecuado este desahogo emocional.
            Debemos tener en cuenta que “el amor, la forma de percibirlo, de expresarlo y de vivirlo es cultural y, por lo tanto, histórica.” (Gonzalbo, 2013, 13). La cultura católica solo veía como buenas las muestras de amor en el ámbito de lo privado y circunscritas a los vínculos familiares, de ahí que la figura del sacerdote sea la de un padre simbólico, quien suple sus necesidades emocionales y en quien pueden depositar su cariño y que sea una figura apropiada para hablar de lo que sienten. Se trata de un vínculo culturalmente construido, es por ello que Gonzalbo identifica al amor filial “como una obligación cristiana” (2013, 17), como parte del deber de los sacerdotes hacia las mujeres.
            En las cartas encontramos algunos fragmentos del discurso amoroso (Barthes, 2011) de las mujeres al fraile, en expresiones que dan cuenta de la angustia, lo insoportable y la mortificación que quedaron plasmadas en la correspondencia en frases como la siguiente: “Hallándome en una aflicción de espíritu tan grande que ya no puedo aguantar” (19 de junio, s.a.) escribe María de la Luz Martínez a Fray Francisco Frejes sobre la salud de su madre y le pide que se compadezca de su “miseria y aflicción”. Con esta carta ella buscaba permiso del Guardián para que el padre Palomar Grande fuera a confesarla a su casa; despidiéndose como “su más humilde criada que sus pies besa”. Para este caso las palabras presentan dos vías de interpretación, la primera como representaciones de sus emociones y de cómo se concebía a sí misma como mujer y la segunda, como un recurso retórico, pues debían ser convincentes para obtener el favor requerido. No se podía solicitar un favor sin antes mostrar amplias muestras de humildad.
            La carta "sirve también de desahogo" (Batticoure, 2015, p. 70), es un vehículo de escape para emociones que no tienen otros medios expresarse. Es el sentido de la carta que le escribió María del Refugio Sierra a Fray José María Sánchez, en la que siente que causa molestia con sus cartas, pero se excusa diciendo que el fraile “es la única persona con quien puedo desahogarme, manifestándole mi intención” (14 de mayo de 1859). Similar es este otro caso dirigido a Fray Romualdo por María Ignacia Peña: “como yo no tengo nadie de mi parte a usted son mis quejas” (s.f.). En estos casos el amor al fraile es un medio para llenar un vacío previo en la vida de estas mujeres que buscaron en ellos fuente de afecto y atención.
            Los sentimientos que paradójicamente tuvieron más presencia en la correspondencia fueron la soledad y la ausencia (Barthes, 2011). Las mujeres los experimentaron, ya fuera en relación con otro ser querido o con el mismo fraile. El amor filial se idealizó, haciendo del sacerdote un padre y amigo, convirtiéndolo en la única fuente de consuelo. Por ello su ausencia duele. Más si se toma en cuenta que en el siglo XIX la mujer dependía de un hombre en muchos sentidos, como escribió María Josefa Ramírez a Fray José María de Jesús Guzmán el 18 de junio de 1852:

Como por correo quería escribir a Vuestra Paternidad para decirle mis penas que hace cinco meses siete días que me quedé sola en el mundo, sin apoyo ninguno, pues con doña Vitalina todo tenía poco, ahora ni poder tener a las chiquitas en mi compañía. Y ahora que ya don Tomás se casó el día de la Santísima Trinidad, temiendo que las saque de Santa María de Gracia, y vaya a poner en trabajos, yo me quisiera morir antes de ver esto (18 de junio de 1852).

El vacío que experimentó María Josefa Ramírez a causa de la soledad tuvo su origen tanto en lo emocional como en lo económico. Pues en muchos casos las mujeres dependían de un hombre para salir adelante. Este tipo de vacío es similar al que experimentaba Juana María cuando su hermano Romualdo no le respondía: “cansada ya de esperar tanto el que me escribas, como me prometiste en tu última para cuando venías, te propongo esta para saber si vives” (28 de enero de 1836).Se lee el silencio de Romualdo que provocó en ella angustia y una gran sensación de abandono ante ese mutismo (Barthes, 2011, p. 208) que tal vez una carta logre romper.
            Existía una dependencia (Barthes, 2011, p. 102) emocional en muchos de los casos, como el de María Manuela Guzmán hacia Fray Romualdo, que a raíz del proceso de secularización de la sociedad y de la exclaustración de las órdenes religiosas se mortificó mucho al pensar que podía perderlo como confesor:

Quisiera patentizarle a Vuestra Paternidad la terrible aflicción en que me hallo, pero no soy capaz de explicársela. Quisiera el Señor por su bondad dársela a entender para que se compadezca de mí, y la sincera confesión que voy a hacer de mi tontera no tenga peor resultado en mi contra. En el caso que a pocos días de haberse ido Vuestra Paternidad, se corrió aquí la voz de la terrible y pronta persecución que se iba a declarar contra los religiosos, y que de un día a otro se esperaba aquí la orden para que salieran los religiosos de este Colegio, […] esto me puso en mayor turbación y aflicción […] que me daban ganas de hasta salir a las calles corriendo y dando gritos […] no tengo expresiones para explicarle la pena que esto me ha causado (25 de mayo de 1833).

Esta carta en particular no la firmó por miedo a que se perdiera en el correo, pero fue identificada por Celina Vázquez como de María Manuela por la letra y el destinatario. Esto corrobora lo planteado por Bouvet sobre el correo, escrito como "maquina poderosa sujeta siempre a desconfianza, que tiene el poder de no hacer llegar la carta al destinatario" (2006, p. 23). Así la carta como tal, no da cuenta de lo más íntimo, su contenido era cuidado porque no se aseguraba su completa privacidad. Es por eso que, algunas la empleaban como una herramienta para ponerse de acuerdo para confesarse con aquel en quien han confiado: “pues solo en Usted he depositado toda mi confianza y es en el único que tengo esperanza me aconseje y me ayude a salir bien en todas mis cosas para conseguir mi tranquilidad que es la que deseo” (14 de febrero de 1851). Le escribía a Fray Antonio del Castillo, María de Jesús Merino despidiéndose como: “mi estimadísimo padre de todo mi aprecio”.

Representaciones en las fórmulas de cortesía
Al igual que los saludos, las despedidas en cada carta estaban elaboradas con fórmulas de cortesía propias de la época que se adaptaban según las necesidades discursivas de quienes escribían, se trataba de “una serie de competencias que se derivan tanto del nivel de alfabetismo e instrucción como del rango de la persona y la diversa intensidad de la práctica” (Castillo, 2011, p. 31). Todas son similares pero adaptadas a la relación que cada mujer tenía con el Padre y al cómo ellas se identificaran ante él. Al igual que los saludos fueron seleccionadas, transcritas literalmente y agrupadas según sus similitudes. El primer grupo corresponde a muestras de aprecio, que son un tanto distantes y que no reflejan la condición de señorío, muy presente en los saludos:

quien lo aprecia, respeta y Besa Su Mano
que te desea felicidades y tu mano besa
su afectísima que le estima y Su Mano Besa
el aprecio de quien desea verlo
Reciba expresiones de toda la familia y mías. (Vázquez, 2016).

La muestra de respeto se engloba en la frase “Besa Su Mano” aunque no hay adjetivos que describan a las mujeres. En este grupo hay muestras de aprecio formales pero la mujer que las escribía no se ponía a sí misma como subordinada del sacerdote, por lo menos en lo que respecta al uso de adjetivos para identificarse, aunque siempre con la ceremonialidad propia de la correspondencia. Muy diferente a las despedidas que corresponden al segundo grupo:

su más afectísima servidora que le ama y atenta Besa su Mano
su afectísima segura servidora que mucho lo aprecia y atenta Besa su Mano
Su más afectísima segura servidora que lo estima desea verlo, y atenta Besa su Mano
disponga usted del afecto de su afectísima Sierva que Su Mano Besa
su atenta segura servidora que Besa su Mano
disponga de la inutilidad de su afectísima servidora
se lo suplica su afectísima criada que humilde sus Pies Besa
su más humilde criada que sus Pies Besa
su humilde súbdita que Su Pie Besa
su muy Atenta y Segura Servidora que su Mano Besa
su muy humilde servidora quien ruega a Dios le conserve muchos años
la más humilde servidora de Vuestra Paternidad que en Dios lo ama y atenta Besa Su Pie
su afectísima servidora Que Besa Su Mano
una inútil servidora que Besa Su mano y a las plantas que se postra
su más afectísima, segura servidora que a Vuestra paternidad Su Mano Besa
su afectísima servidora Que Besa Su Mano
su más afectísima servidora que lo estima y Su Mano Besa
su atenta servidora que Besa su Pie
su inútil servidora que atenta Besa Sus Plantas. (Vázquez, 2016).

Este tipo de despedidas da cuenta de la posición subordinada de la mujer frente al hombre, más en el caso de un sacerdote de alto rango en el Colegio de Guadalupe. En torno a las muestras de afecto, salen a relucir palabras como sierva, servidora, criada, súbdita y la inutilidad. En un lenguaje siempre negativo hacia la persona (Vázquez, 2016, 57) se refuerza dentro de la correspondencia con ciertas frases, como las empleadas por María Manuela Guzmán a Romualdo: “esta miserable pecadora que no lo merece” (30 de diciembre de 1833) o “soy muy tonta” (25 de mayo de 1833). De modo que es claro que se ha apropiado del discurso negativo en torno a la mujer en el siglo XIX.
            El tercer grupo corresponden a despedidas de familiares. Como vimos en el apartado anterior, cuando se trataba de correspondencia entre familiares los temas de las cartas manejaban mayor grado de intimidad y confianza, por ello en las despedidas se acompañaba las fórmulas con muestras de cariño y afecto:

tu afectísima hermana que en Dios te ama
Tu hermana goce en dios. Te ama
Tu hermana, que en Dios te ama y ver desea
Tu hermana que en Dios te ama y aprecia que todavía vivas
tu afligida hermana que Tu Mano Besa
su inútil sobrina que de veras lo ama y desea ocasión de servirle y atenta Besa su Mano
muchísimas expresiones y el afecto de tu tía y madrina que con ansia desea verte y te suplica no la olvides en sus oraciones
Recibe mil memorias y el corazón de tu madrina y tía que mucho te quiere y desea verte
su más afectísima comadre que atenta Besa Su Mano
su afectísima hermana que Su Mano Besa
su afectísima ahijadita que su mano besa y verlo desea
su más reconocida e indigna ahijada que Su Mano Besa
afectísima prima y servidora que verlo desea y Su Pie Besa
su más humilde hija que en Jesucristo lo ama, y a Besa Su Mano. (Vázquez, 2016).

En ellas no hay palabras que demuestren servicio de la mujer hacia al sacerdote porque fueron escritas con mucha mayor familiaridad, de ahí que las palabras en torno al amor, el cariño y el afecto sean las predominantes. Claro, eso no impidió que las relaciones entre estas mujeres y los frailes —parientes suyos— fueran asimétricas, como escribió María Guadalupe Quezada a su tío Fray Romualdo sobre una carta que no le respondió: “soy tan desgraciada que no merecí que usted me contestara” (27 de enero de 1832). Vemos como el discurso católico en torno a la culpa se hace presente para hacer sentir a su sobrina inmerecedora de una respuesta.
            El último grupo de despedidas corresponde a aquellas que se identificaron como hijas del sacerdote:

Su afectísima hija que Su Mano Besa
a su inútil e indigna, pero afectísima hija, que en Dios lo ama y Su Mano Besa
su amante hija que Su Mano Besa
su más indigna hija que en Dios lo ama y su Mano Besa
a ésta su hija que lo ama y ver desea
lo ama esta su hija
su afectísima hija que Besa su Pie
su hija afectísima servidora que Besa sus Manos
Su indigna hija que en Dios lo ama y su salud desea. (Vázquez, 2016).

Las palabras giran en torno al afecto y al amor que profesan como hijas estaban autorizadas por Dios por no dar muestras de pecado ni de trasgresión. Aunque su condición femenina dentro de una cultura católica siempre las colocó en posición de desventaja. Por ello, estas hijas, también se representan de forma negativa, como inútiles e indignas que se encuentran al servicio de su padre espiritual. Esto no era gratuita:

Las enseñanzas religiosas y la vida al interior de los conventos están todavía fuertemente marcadas por los sentimientos y modelos de vida y virtud del medievo, que promueve entre las mujeres, los valores de humildad, la paciencia, el ascetismo, y la caridad, entendidos como el desprecio al propio cuerpo y el temor a un Dios justiciero. (Vázquez, 2019, p. 138)

En términos generales, “la retórica de la humildad era común en las cartas de la época” (Romero, 2009, p. 8). Sin embargo, esta mezcla entre humildad y desprecio a la persona, estaba más relacionada con la enseñanza que recibieron las mujeres, así haya sido en conventos o en escuelas de primeras letras, la educación femenina siempre le dio a la mujer un lugar en la sociedad inferior al del hombre y la circunscribía a la esfera de lo privado. Sus letras reflejan en qué valores fueron enseñadas y cómo se apropiaron de ellos. Es interesante ver que no todas escriben en ese sentido de humildad y servicio al sacerdote, aunque sí son la mayoría las que se presentan de forma negativa haciendo referencia a su condición servil y a su inutilidad. Por lo tanto, se concluye que la elección de dichas fórmulas de cortesía fue en función de la imagen que tenían de sí mismas ante la figura del sacerdote.

Conclusiones
Todas las cartas dan muestra de la cultura escrita de la época, desde cómo se apegaron a un formato que buscaron mantener, hasta el empleo de fórmulas de cortesía, que, aunque similares todas en cuanto a forma, su contenido podía variar levemente de acuerdo con la intención de la carta. No se despide igual una mujer que está pidiendo un favor que aquella que simplemente escribió para preguntar sobre la salud del Padre.
            Así mismo, las fórmulas de cortesía dan cuenta de la cercanía entre la remitente y el destinatario. Hubo quienes escribieron al Padre Guardián solo porque él era la autoridad del momento en el Colegio y el favor iba más hacia su investidura que hacia su persona, por ejemplo, cuando escribían solicitando un permiso para que determinado sacerdote las fuera a confesar a su domicilio. Por su puesto, están las más cercanas que se dieron entre las relaciones familiares como sobrinas y hermanas, que llevan más familiaridad en la fórmula de cortesía a la vez que tratan asuntos con mayor grado de intimidad. En algunos casos la fórmula de cortesía fue una herramienta retórica en aras de conseguir un favor y se usaba para reforzar el contenido de la misiva, por eso no es la misma despedida cuando se trata de solicitar raíces, que cuando solicitan un permiso para un padre confesor. Las muestras de cariño que se emplearon en las cartas son sinceras y congruentes con el contenido, porque de las muchas variaciones que la fórmula de cortesía podía tener se escogía la que mejor representara los sentimientos e intenciones.
            En la correspondencia se construyó un espacio de expresión que difícilmente se podía encontrar en otros medios, por eso se trataron temas en torno al cuerpo, la enfermedad y los sentimientos. Los gritos de angustia de las mujeres decimonónicas quedaron plasmados para la posteridad sin así haberlo planeado. No por ello se ignoraba la posibilidad de que la carta fuera leída por terceros, de ahí que en ciertas ocasiones se tomaran las debidas precauciones sobre su contenido, pero sí facilitaron la expresión de lo más profundo de su ser con el sacerdote, como en el caso de María Manuela Guzmán a Fray Romualdo Gutiérrez.
            La carta no solo cumplió la función de medio de expresión, sino que acortaba las ausencias entre las mujeres y los frailes. La correspondencia como tal está dirigida a quien no está, pero también, muchas veces, a quien no responde, así que la materialidad de la hoja tiene la esperanza de convertirse en la materialidad del ser querido que se anhela y que no se ha visto.
Por otro lado, el análisis epistolar nos ha permitido analizar las distintas formas de socialización desarrolladas en torno a la escritura, por ejemplo, cuando era usada para poner lugar y fecha para una próxima confesión. En estos casos la carta cumplió una función mediadora entre los tiempos y los espacios en que se podía convivir.

Referencias:
Arrom, S. M. (1988). Las mujeres en la ciudad de México. 1790-1857. México: Siglo XXI.
Barthes, R. (2011). Fragmentos de un discurso amoroso. México: Siglo XXI.
Batticoure, G. (2015). La lectora de cartas. Imaginarios y prácticas en la Argentina del siglo XIX. Zama, vol. 7(7), 67-86. Fecha de consulta: 2 de septiembre del 2019 de http://revistascientificas.filo.uba.ar/index.php/zama/article/view/2188
Bouvet, N. E. (2006). La escritura epistolar. Buenos Aires: Geudeba
Castillo, A. (2014). Sociedad y cultura epistolar en la historia (Siglos XVI al XX). En Antonio Castillo Gómez y Verónica Sierra Blas (coord.) Cinco siglos de cartas: historia y prácticas epistolares en las épocas moderna y contemporánea (pp. 25-53). España: Universidad de Huelva.
Castillo, A. (2013). De reglas y sentimientos. Comunicación y prácticas epistolares en la España del siglo XVIII. En Rafael Padrón Fernández, Rafael (Ed.). Las cartas las inventó el afecto. Ensayos sobre epistolografía en el siglo de las luces. (pp. 173-174) Tenerife: Idea.
Castillo, A. (2011). Me alegraré que al recibo de esta… Cuatrocientos años de prácticas epistolares. Manuescrits, vol. 29, pp. 19-50. Fecha de consulta: 20 de septiembre del 2019 de https://core.ac.uk/download/pdf/38999334.pdf
Castillo, A. (2005). El mejor retrato de cada uno. La materialidad de la escritura epistolar en la sociedad hispana de los siglos XVI y XVII. Hispania, vol. LVX/3, (221), 847-875. Fecha de consulta: 10 de septiembre del 2019 de http://hispania.revistas.csic.es/index.php/hispania/article/viewFile/125/127
Castillo, A. (2003). Los manuales epistolares: Entre el uso y la representación. En Verónica sierra Blas (Ed.) En Aprender a escribir cartas. Los manuales epistolares en la España contemporánea (1927-1945) (pp.13-24), España: Trea.
Chartier, R. (1992). El mundo como representación. Estudios sobre historia cultural. Barcelona: Gedisa.
Farge, A. (2008). Efusión y tormento. El relato de los cuerpos. Historia del pueblo en el siglo XVIII. Madrid: Katz.
Gonzalbo, P. (2013). Introducción. En Pilar Gonzalbo Aizpuru (coord.) Amor e historia. La expresión de los afectos en el mundo de ayer. (pp. 13-24) México: COLMEX.
Gutiérrez, M. P. (2004). Educación y capacitación profesional de las mujeres en México. Siglo XIX. En María de los Ángeles Rebollo e Inmaculada Mercado (coord.) Mujer y desarrollo en el siglo XIX. Voces para la igualdad. (141-147) Madrid: McGraw Hill. Fecha de consulta: 16 de septiembre del 2019 de https://www.academia.edu/15579805/Educacio_n_y_capacitacio_n_profesional_de_mujeres_en_Me_xico._Siglo_XIX
Marques, A. (1828). Retórica epistolar o arte de escribir todo género de cartas, misivas y familiares, con arreglo a la nueva doctrina de los autores más célebres, así como nacionales y extranjeros. España: Gerona.
Méndez, S. M. (2016). “Crónica de una epidemia anunciada: el cólera de 1833 en la ciudad de Veracruz. En Signos históricos, vol. XVIII (36), 44-79. Fecha de consulta: 20 de septiembre del 2019 de http://www.scielo.org.mx/pdf/sh/v18n36/1665-4420-sh-18-36-00044.pdf
Romero, L. (2009). Más que discípula y amiga: Un epistolario de Laura Méndez y Cuenca. Casa del tiempo, vol. 7,7-9. Fecha de consulta: 10 de septiembre del 2019 de http://www.uam.mx/difusion/casadeltiempo/17_iv_mar_2009/casa_del_tiempo_eIV_num17_07_09.pdf
Vázquez, L. C. (2019). La vida privada en el occidente de México. Correspondencia de mujeres. Argos, vol. 6(17), 130-139.
Vázquez, L. C.  (2016). Que besa su mano. Cartas de mujeres a religiosos franciscanos en el siglo XIX. Guadalajara: Editorial Universitaria UDG.
Vázquez, L. C. y Flores Soria D. A. (2008). Mujeres jaliscienses en el siglo XIX. Cultura, religión y vida privada. Guadalajara: Editorial Universitaria UDG

[1] Las cartas actualmente se encuentran en el Archivo Histórico de la Provincia Franciscana, en la Basílica de Zapopán, en el fondo “Colegio de Guadalupe, Zacatecas (siglos XVIII al XIX)” ramo “correspondencia a Guardianes”.  Esta correspondencia fue transcrita por Lourdes Celina Vázquez Parada, quien trabajó en ese acervo desde el año 2000. Fruto de esa actividad es el libro Que besa su mano…Cartas de mujeres a religiosos en el siglo XIX publicado en el 2016 por Editorial Universitaria de la Universidad de Guadalajara. Dicha publicación analiza la correspondencia de mujeres, en especial la correspondencia que Juana María Gutiérrez y María Manuela Guzmán entablaron con Fray Romualdo Gutiérrez. Además, el libro contiene las transcripciones de toda la correspondencia de mujeres con la ortografía actualizada, las cuales se emplearon para la redacción del presente estudio.