Sincronía Fall 2008

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EL PADRE PLACENCIA EN ATOYAC

José Concepción Martín

Universidad de Guadalajara


 

El sacerdote poeta Alfredo Ramón Placencia Jáuregui nació en Jalostotitlán, Jalisco, el 15 de septiembre de 1875 y murió en Guadalajara el 20 de mayo de 1930. Estudió en el Seminario Conciliar de San José en Guadalajara, de 1887 a 1899. En este último año, el 17 de septiembre, fue ordenado de presbítero. En este artículo lo vamos a ver como párroco de Atoyac, Jalisco, del 23 de enero de 1920 al 9 de julio de 1921. Antes ejercio su ministerio en Nochistlán y San Pedro Apulco, Zacatecas; luego en Bolaños, San Gaspar (Jalostotitlán), Guadalajara, Amatitán, Ocotlán, Temaca, Portezuelo, Jamay, El Salto, Acatic y Tonalá, Jalisco. Veamos su actuación en Atoyac, a través de sus cartas.

1920. El padre Ramírez Mercado apunta (Antología, p.9) que la administración de Placencia en Atoyac se desarrolló del 23 de enero de 1920 al 9 de julio de 1921. No le fue nada bien. Algo veremos en lo rescatado en la serie "Parroquias", Atoyac, caja 4, carpetas 7 y 9. Encontré diecinueve folios, algunos escritos por ambos lados.

El primero es del 6 de mayo: firmado por el párroco Placencia y el padre Ildefonso Ruiz, dirigido al arzobispo Orozco. Se refiere a problemas que resienten los feligreses de algunos ranchos de la Vicaría de Unión de Guadalupe, que pertenecían a la parroquia de Atoyac y acaban de pasar a la recién creada de San Andrés Ixtlán. Se notan problemas de límites también con la parroquia de Zapotlán (Ciudad Guzmán). Piden Placencia y Ruiz al Arzobispo que sentencie sobre los problemas "como lo estimare justo y conveniente". (Carpeta 7.)

El 16 de julio envía Placencia al arzobispo Orozco una larga y amarga carta de denuncia contra su colega el padre Figueroa:

(…) Desde mucho antes de que viniera yo a encargarme de esta parroquia, me constaban ya las muchas dificultades que presenta su administración para el pobre párroco; dificultades que se han siempre originado de la indebida, inconveniente y gravísima intervención en el despacho de los asuntos parroquiales, del padre don Atanasio Figueroa y del finado licenciado Rafael Gutiérrez, a quien ha heredado su hijo Josemaría en todo lo que tuvo aquel señor de intruso y de adelantado.

 

Muerto ya el Licenciado y no creyendo que hubiera favorecido a nadie con herencia tan desgraciada, como fue su espíritu de argüende y de intromisión, y quedando como único enemigo de cura y de la parroquia el padre Figueroa, llegué a abrigar la esperanza de ganarle la voluntad y de hacer de él un buen auxiliar que de mucho me serviría, dados los veinte años que cuenta de vivir aquí y el vasto conocimiento que tiene de todos los asuntos y hasta del último clavo de la parroquia.

Pero me he equivocado, y después de seis meses de inútiles labores y tentativas, me confieso vencido, y hallo de conciencia exponerlo así a Su Señoría (…), a fin de que se digne ayudar a salvar estas dificultades en la forma y manera que Su Ilustrísima estime convenientes.

La pena principal del párroco consiste en que el padre se niega a reconocerle de hecho su autoridad, aunque de palabra no deja de confesarla; y tiene acostumbrados a los fieles a que primero han de acudir a él a todo arreglo que con el párroco debiera hacerse. Con él tienen que acudir los rancheros a pedir sus bautismos y confesiones, con él a arreglar la celebración de funerales, triduos, &&, y no vienen nunca conmigo, si no es cuando él, el padre, los ha mandado para que les haga yo los quehaceres solicitados.

Aun cuando no se le haga encargo alguno, él hace presentaciones, abre estantes, maneja libros, registra documentos, y si a algún fiel se le van los pies y entiende que yo soy el párroco y en su presencia me trata algún asunto, el padre me quita la palabra y se adelanta a resolver.

Aquí el cura no puede celebrar la misa sino hasta que él ha dicho la suya, o si quiere celebrar a la vez, debe hacerlo no en el altar mayor, porque ese es exclusivo suyo, sino en algún altar de los laterales.

Él tiene en cajón separado y asegurados bajo llave los mejores ornamentos, que son de la parroquia, para su servicio personal, y siendo de secreto el sagrario, se ha cuidado, por más que se lo he pedido, de revelármelo, pues se concreta a hacerme borucas.

Estas cosillas, Ilustrísimo señor, bastan (…) para hacer la vida al desgraciado cura cansada e insostenible; aparte de la actividad y celo con que trabaja por que los feligreses tengan al párroco por tonto, necio, flojo imprudente, ignorante, descortés, inoportuno y abominable.

"Aquí todo está muerto" es la palabra con que saluda siempre al que viene de fuera, y ese es el exordio de un discurso ofensivo contra el párroco, que nunca omite.

Acaba de cometerme una falta gravísima, que acaso debería comunicar en oficio separado a Su Ilustrísima, y es la siguiente:

El Libro de Gobierno de la Parroquia que está actualmente en registro se ha perdido, y presumo que no puede ser más que él quien se lo haya sacado, pues no entró nadie más que él a la casa cural en unos días en que la casa quedó sola, por haber ido yo a recetarme a Guadalajara.

La casa quedó cerrada, pero él forzó una puerta, so pretexto de atender al despacho parroquial, y el libro mencionado no aparece por todo esto.

Dos personas hay aquí que abominan ese libro y que repetidas veces me han suplicado lo rompa o lo queme: el padre y Josemaría Gutiérrez, el hijo del Licenciado; y lo abominan porque en ese libro el señor cura don Luciano González, que no sabía qué hacer con estos beatos, quiso dejar un aviso a los futuros párrocos sobre lo impertinentes y atrevidas que dichas personas eran, a fin de que supieran de quién cuidarse y desconfiar.

De Pepe no creo que se haya sacado el libro, porque, como dije antes, él no sé que haya entrado al curato durante mi ausencia, pero sí me atrevo a sospechar que el padre se lo sacó.

Sobre lo que deba hacer al respecto de esto, aguardo que Su Señoría me haga favor de orientarme; y si el libro, al cabo, no parece, como temo que no parezca, aunque con verdadera instancia y energía se lo he reclamado al padre, le ruego a Su Señoría me permita, al abrir un nuevo libro, (…) hacer una explicación al comenzar de por qué no existe en el archivo el libro que debería ir marcado con el número 5.

Hallo muy de justicia inmortalizar a estas personas con una inmortalidad desdichada; de otra suerte, dejaría yo en esta parroquia la memoria abominable y tristísima de haber sido un hombre sin conciencia, ni carácter ni dignidad. El Gobierno, resida en quien resida, siempre ha de ser Gobierno.

Si Su Señoría me preguntara cuál es mi humilde parecer respecto de lo que convenga hacer con el padre Figueroa, yo decidiría: que la Autoridad Eclesiástica se acuerde de que es Autoridad, y que prescindiendo de las consideraciones que indebidamente se guardan siempre al dinero, o removiera al padre Figueroa, confiriéndole alguna parroquia, que en mi concepto bien puede desempeñar, o separándome a mí de esta, se le encomiende al mismo padre, por más que nadie en todo el pueblo lo aceptaría.

Seis meses he estado sufriendo en silencio y buscando el remedio de mal tan grave por cuantos caminos ha puesto Nuestro Señor a mi alcance; pero entendiendo que esto ya es un escándalo, pues los fieles están dándose cuenta exacta de la rebeldía del padre, y que arguye contra mí una falta de conciencia y de carácter, me veo en el penoso caso, en que no pensé nunca que me vería, de poner estas cosas en el conocimiento de Su Señoría, con el fin, no tanto de descansar yo, que bien merezco sufrir algo por mis pecados, sino más bien de que algo ordene Su Señoría, conducente al bien de la parroquia y a la regeneración del mencionado padre Figueroa. (…) (Carpeta 9.)

Sigue una carta mecanografiada, un poco más larga que la anterior, no de Placencia sino de su colega el padre Salvador Martínez. Está fechada en Atoyac el 29 de julio de 1920, dirigida al arzobispo Orozco. Hay petición de cambio y quejas. En tres ocasiones menciona al padre Placencia, para alabarlo por sus atenciones fraternas. Confirma lo entrometido del padre Figueroa. Es también un documento, tal vez desconocido, sobre la agresividad del Gobierno hacia los sacerdotes católicos, precursora de la Guerra Cristera. Transcribo en su totalidad:

Alcanzo a darme cuenta de que Su Señoría (…) ha tomado como una señal de indisciplina mis repetidas instancias en rogarle que en atención a mis enfermedades venga en hacerme la gracia de concederme el permanecer indefinidamente en Guadalajara, en donde podré atender con más eficacia a la curación del reumatismo articular que vengo padeciendo hace tiempo.

El señor cura Placencia podrá informar mejor que yo a Su Señoría del estado en que me encuentro actualmente, ya que ha sido testigo de la caída que acabo de sufrir, yendo a una confesión de rancho. Confieso que el animal que me tumbó no es un animal bronco, pero sí es absoluta la falta de fuerza que tengo en las coyunturas de las piernas; pues por prescripción médica hace once meses mis alimentos son legumbres y tortillas, y nada de alimentos fuertes como carne, licores, &&&.; y como resultado de esto carezco de toda fuerza para el trabajo de a caballo. Así es que montando a caballo, cualquier movimiento más o menos desatento y brusco del animal basta para tirarme al suelo y sin remedio; pues el otro día duré más de tres horas en el lodazal.

Manifestarle a Su Señoría esto me apena demasiado, pues no deja de ser muy duro y sumamente vergonzoso para un sacerdote de vergüenza el extender la mano para recibir la mesada que de justicia no se ha ganado; pues consta perfectamente que por la grandísima bondad del señor cura Placencia me he estado alimentando de la caridad de los fieles.

Manifesté a Su Señoría (…) en la última vez que tuve la honra de saludarle en el Palacio Arzobispal que iban en menos de tres años siete destinos, obedeciendo siempre, aunque con muchas incomodidades y dejando a mi familia enferma en Guadalajara de mucha gravedad y marchando solo como soldado valiente, obedeciendo con gusto a las órdenes superiores de mi legítimo jefe.

El reumatismo que estoy actualmente padeciendo es a causa de las muchas necesidades, hambres y persecuciones, derrames de bilis, unas veces por no tener las parroquias con qué pagarme, otras ocasiones por carencia de alimentos, otras porque me hincaban para fusilarme; deduciendo de todo esto que del año de 1914, en que empezó la revolución, hasta el año pasado, donde fui nombrado capellán de las monjas josefinas de Lagos, unas ocasiones pedía limosna en los ranchos de San Miguel el Alto, otras ocasiones manteniéndome con calabaza tatemada y miel, como sucedió en Cuquío y en Tecomatlán, donde fui nombrado capellán fijo, y nunca por aquellos ranchos desiertos haberse parado ni un sacerdote y lejos de la parroquia me movía a compasión de aquellos infelices, bautizándoles sus niños mayores de edad, quitándolos de la vida obscena que llevaban y llamándolos, mediante los sacramentos, especialmente el de la penitencia, a vivir como cristianos.

Y ya que de trabajos tratamos (sirve que cumplo con una de las últimas circulares del Gobierno Eclesiástico) le hago saber a Su Señoría que en San Miguel el Alto, por las avanzadas de soldados que transitaban constantemente y me buscaban como oro molido para asesinarme, unas ocasiones pasaba toda la noche en los macheros, otras veces acostado al pie de las cercas, pasando las avanzadas de revolucionarios casi por encima de mí, exponiéndome de esta manera a que hubiera sido víctima de tantos infelices.

Cerca de cinco años administré yo solo, no haciendo el señor cura ni otro ministro ningún caso de la administración; porque el señor cura con un "NO VOY, QUE HAGAN UN ACTO DE CONTRICIÓN" se quitaba el trabajo. De manera que me vi obligado a hacer las confesiones a pie de cinco y más leguas, disfrazado para despistar a los contrarios de distintas figuras, con la ampolleta en el seno, el chirrión en la mano, y arriando un burro y sin sotana ni cosa que pudiera delatarme como nocivo. Otras ocasiones entre las engordas de cerdos, dándola de porquero, y con la cabeza amarrada con un paño. En el combate tan terrible que hubo en San Miguel me llovían las balas por dondequiera, con el fin de quitarme en esa ocasión y en otras las bestias en que iba montado.

Los pocos centavos que me daba el señor cura de Cuquío eran tan pocos que llegó tiempo en que el padre Felipe Mercado y yo pidiéramos limosna a la luz del día y por las calles; y esto mismo se repitió con grandísima vergüenza para mí, en Lagos, en donde tuve que repartir algunos recaditos muy atentos entre los ricos piadosos, entre los cuales también se contaba el presidente municipal que, siendo amigo mío, me hizo favor de facilitarme los gastos suficientes del tren hasta Guadalajara, viviendo por esta razón infinitamente reconocido a todas las personas, pues quién la cuartilla, quién el medio, quién el real, nadie me despachó desconsolado. Y no pudiendo permanecer más en ese destino por obligarme las monjas a levantarme a las cinco de la mañana, y no poder sostenerme únicamente con treinta pesos. Y ahora actualmente, Ilustrísimo Señor, en este destino de Atoyac, gracias a la bondad del señor cura Placencia para conmigo, ya me estuviera muriendo de hambre, pues el pobre señor cura tiene qué andarse avergonzando por las calles con los ricos que cree piadosos para juntarme no la mesada, porque no se desprenden tanto, sino una caridad apenas para mí.

Respecto de misas no tratemos más, pues aquí es un pueblo de protestantes y de gente indiferente, que los párrocos antecesores a este señor cura no sé en qué pasarían el tiempo, porque piedad no la hay. Desde luego nada de misas, y las pocas que hay se las llevan los parientes y conocidos al padre Figueroa, pues él es el que manda en el pueblo.

Nunca dejé mis destinos, Ilustrísimo Señor, a pesar de los sufrimientos que he tenido. He sido obediente en ir prontamente a mis destinos, sin réplicas, a pesar de las muchas penalidades por las cuales he atravesado. Me he visto a la orilla del sepulcro, como sucedió en Cocula, por la fiebre española que me dio por la binación de las misas en las haciendas de Santa María y La Sauceda; pues acababa de predicar y en mis hombros sostenía la humedad a tres leguas de distancia, nadando entre los lodazales para llegar a mi deber de la segunda misa en la otra hacienda.

Después ya mi familia no se animó a sufrir conmigo y me dejaron solo, yendo por esta causa sin poder dar ni un paso al hospital de Zacoalco, como uno de tantos pobres desamparados, sin quien se compadeciera de mí.

Ruego humildemente a Su Señoría (…) si a bien lo tuviere, se digne hacerme el favor de gastar en mí un poco de compasión y misericordia, pues en el Santo Ministerio he quedado inutilizado, y esta es la verdadera Religión, como dice el apóstol Santiago, y después san Pablo, que dice: "El que no tiene cuidado de los suyos y especialmente de los domésticos (como soy yo de Su Señoría) es peor que un infiel y ha negado la fe."

Por obedecer prontamente en el destino a Tototlán, salí de Tepatitlán con la pierna herida, chorreando sangre y colgada del caballo, por un golpe que me dio el caballo. Hasta ahora nunca he merecido un destino cómodo y en que alcance siquiera a comer.

Murió mi señora madre sin verla, por estar con la pierna, así, colgada, colgada para que no corriera el cáncer. Y para no hacerle larga la cuestión, siendo incontables los sufrimientos, creo inútil referírselos a Su Señoría, por ser ajeno eso al carácter de un hombre; refiriendo lo dicho solo por obedecer a la circular a que me referí.

Únicamente voy a hacerle a Su Señoría esta petición: que tenga la bondad de hacerme el favor de concederme su superior licencia para permanecer por tiempo indefinido en Guadalajara curándome, y siempre prestando mis servicios según mis fuerzas y administrando el sacramento de la Penitencia a hombres y mujeres en Guadalajara y las parroquias limítrofes, según lo permitan mis pocas fuerzas, por ser estas dolencias del reumatismo compañeras de toda mi vida.

Quedando por tan singular favor muy agradecido a Vuestra Señoría (…) esperando que Dios Nuestro Señor le pague esta caridad.

(…) Atoyac, julio 29 de 1920. Salvador Martínez. (Carpeta 9.)

El siguiente 10 de agosto, el padre Placencia escribió a su amigo el padre Antonio Correa, su condiscípulo en el Seminario de San José de Guadalajara. Ahora es secretario de la Sagrada Mitra. Placencia no le escribe al funcionario sino al amigo; incluso usa papel membretado como "correspondencia particular". Placencia le comenta de Atoyac, concretamente del padre Figueroa, del padre Martínez y de sus planes a futuro: ya está pensando en buscar salir de Atoyac. Digamos que es correspondencia entre amigos pero que no puede en realidad desvincularse de los temas administrativos transcritos anteriormente. Nótese el tono diferente:

Muy estimado amigo y fino condiscípulo:

¿Cómo ves? El asunto del padre Figueroa, ¿quedará así? Yo lamentaría en el alma que la baraja indigna de un rico perdiera con la de un pobre a quien asiste la justicia.

El padre es muy poco grave, a pesar de que cuenta cerca de cincuenta años, y ha puesto al tanto a todo el pueblo de lo que le pasa; y ya tú deberás entender que lo hace de suerte se crea en su inocencia, aunque nadie cree, está bastante desprestigiado.

Es doctrina de él que ningún cura ha podido ni ha de poder nunca arrancarlo de aquí, y que ninguno ha habido que no haya sentido lo frío del MACHETE. Todo esto huele a mitote, y, ajeno mi carácter a eso, preferiría perder hasta la tierra por no verme metido en ello.

Yo tengo fe en el Prelado (arzobispo Orozco); no olvido que supo aplicar el remedio que Tuxtla Gutiérrez pedía a gritos.

Pasando a otro asunto, ¿no fuera posible que se adscribiera al padre Martínez a Mexicaltzingo? Acaba de decirme que iría con gusto. (Carpeta 9.)

La copia del reverso de esta misiva entre amigos está con faltante de alrededor de tres letras del lado derecho. Intentaré una reconstrucción por el contexto:

Una vez que salga el padre Figueroa, estimo conveniente mi salida de aquí, y aun necesaria; porque creo que esta era la labor en que (pen)só DIOS cuando me trajo aquí.

El Prelado es muy generoso (hazme favor de decirle que así pienso de él) y quiero y aguardo muy confiadamente que me haga la ca(ridad) de dejarme ir por un poco de tiempo a Chilapa. Tengo veinte años de trabajar y en todo ese tiempo ni un solo día he tenido de vacaciones. ¿Hallaría injusto el Prelado concederme por junto los veinte (días) de vacaciones a que en todo ese tiempo he tenido derecho?

El Prelado ha creído que yo he pensado en irme por algún r(…)miento. Convéncelo tú de que no es eso lo que allá me lleva, sino la necesidad de ponerme a hacer adobes para descansar.

El Ilustrísimo señor Campos (obispo de Chilapa) es mi amigo y quiero probarle que la amistad con que se ha dignado distinguirme no ha de ser nunca por mí (mal co)rrespondida. Por esto quiero ir a darle una ayudadita con aquella pobre (gente).

Perdona mis molestias, Antonio, pero me inspiras confianza y tengo gran fe en el amigo y condiscípulo.

Tu amigo que besa tu mano y se encarga a tus oraciones. Alfredo R. Placencia. (Carpeta 9.)

El mismo 10 de agosto firma el padre Placencia el oficio al arzobispo Orozco, aludiendo de nuevo a la desaparición del Libro número 4 de Gobierno:

Ilustrísimo (…) señor:

No en un momento desocupado, porque aseguro que nunca lo tendrá, pero sí cuando lo crea conveniente y menos molesto, le agradeceré (…) se digne leer reposada y juiciosamente la explicación que sigue, relativa a la desaparición del Libro nº 4 de Gobierno de esta parroquia, de que ya tiene noticia Su Ilustrísima.

Los que hemos sido puestos por DIOS para gobernar entiendo que deberemos insistir en que la justicia se haga, aunque perezca el mundo.

Yo no he pensado ni por un momento en que el asunto que llevé al conocimiento de Su Ilustrísima quede dormido, porque ello redundaría en perjuicio y ruina de esta parroquia; y si tal sucediere porque me faltare energía, merecería ser contado para toda la vida entre los inútiles.

Yo no hallo que me haya hecho DIOS otro don que este de no consentir en que sea tenida en nada la Autoridad. ¿Qué voy a responderle a DIOS en el día de la muerte si no hubiere sabido o querido hacer lo único de que me hizo un tanto capaz?

Con todo, pensando como pienso de DIOS, aseguro que satisfecha quedará su Divina Majestad con que siquiera haya hecho yo la pequeña parte que estaba en mi mano y en mi deber.

Pienso que la energía actual de Su Ilustrísima es todavía la misma cuyo azote no habrá olvidado Tuxtla Gutiérrez, y en ella queda esperando su hijo en CRISTO, que besa su mano y aguarda su pastoral bendición. (Carpeta 9.)

Este oficio está mecanografiado, pero en el margen superior izquierdo hay una anotación manuscrita: "Carta al padre Figueroa que se presente". Lo anterior fue el preámbulo de la larga EXPLICACIÓN RELATIVA A LA DESAPARICIÓN DEL LIBRO NÚMERO 4 DE GOBIERNO, DE ESTA PARROQUIA DE ATOYAC, JALISCO, firmada por Alfredo R. Placencia, con fecha 11 de agosto de 1920. Tiene tres páginas y media, tamaño oficio, a espacio sencillo. Parece un soliloquio. Abunda en ironías y mordacidades. Tal vez no lo escribió en presencia de Dios:

El padre Atanasio Figueroa lo ha querido, y muy mal amigo tendría que ser yo, si no le secundara el humor, haciéndolo célebre, al abrir el Libro número 5 de Gobierno parroquial, con una triste y desdichada celebridad.

En la serie de libros de este ramo, falta el número 4, de cuya desaparición no pueden ser otros los responsables que el mencionado padre Figueroa y el señor Josemaría Gutiérrez. ¿Qué razones hayan tenido estos señores para ello, y por qué recaiga sobre ellos, y más sobre el primero el peso de mis sospechas? Eso es lo que me propongo explicar.

El padre Figueroa es hijo de Atoyac, lleva veinte años de vivir aquí, y, como él mismo lo dice en todos los tonos y a todos los párrocos (y eso hasta en tiempos de paz y cuando el cura se está dejando) TIENE QUE COMER.

El ser hijo de Atoyac como que lo ha autorizado para que se vuelva inoportuno y testigo molestísimo de todos los actos parroquiales; el contar veinte años de vivir aquí le ha ayudado de manera admirable para tener más ascendiente que el cura sobre los fieles; y el tener que comer (como si por mendigos trabajáramos los demás) lo ha ensoberbecido y vuelto admirable desconocedor de toda autoridad. De todo lo cual se ha originado que lleva esta pobre parroquia veinte años de estar sin cura, y que el infeliz sacerdote a quien DIOS y la Autoridad Eclesiástica han señalado con este encargo, lo sea, ciertamente, pero de mampara y nomás de nombre.

Todos los curas de Atoyac hemos sufrido de veinte años a esta parte las penas y mortificaciones que no es nada difícil imaginar, y de todos, nomás el padre Luciano González tuvo el valor necesario para dejarlo bien definido en el libro de Gobierno, cuya desaparición se lamenta, a fin de que esto sirviera de aviso a los párrocos venideros y supiéramos la manera de conducirnos con el padre y de gobernarlo.

Compañero del padre Figueroa fue el licenciado Rafael Gutiérrez, hombre que intentó ser piadoso y que lo fue, ciertamente, pero con una piedad desorientada, llegando este señor a llenarse de tanto celo por la casa y por los intereses de DIOS, que se creía como único responsable de la parroquia, y en todo quería inmiscuirse, sin dejar al párroco libertad para nada, y teniéndolo siempre, quienquiera que hubiese sido, como hombre ignorante, torpe, impolítico, de ningún celo y de menos luces.

Por esto, ardiendo siempre en el celo de la salvación de las almas, era el primero en discurrir para la salvación de las mismas, que fueran los curas acusados ante la Superioridad Eclesiástica cada lunes y martes, y tenía que ser su firma la primera que autorizaba los malvados ocursos que a la Sagrada Mitra se dirigían y encargábase él mismo de recoger la de todo verdadero creyente (¿) para tan criminal y afeminado objeto.

Quería este señor promoverlo y que a él se le debiera todo; comunicaba su pensamiento al párroco, y bastaba que este en alguna ocasión no encontrara oportuno para el buen gobierno de su parroquia lo que aquel señor discurría, para tenerlo por eso desde aquel momento como un enemigo suyo personal, como una rémora, para la parroquia, y para DIOS casi como un descarado perseguidor.

El licenciado ha desaparecido, murió hace más de un año; pero, por desgracia, quedó su hijo Josemaría, a quien el licenciado heredó, al morir, con todo aquello que él tuvo en la vida de mal piadoso, y de intruso y de adelantado.

En las virtudes del licenciado no han creído mas que los suyos, y en las del hijo solamente él mismo ha creído.

Este, hallándose en el deber de reverenciar a su padre, en lo cual hace bien, pues tal es el deber de todo hijo, quienquiera que haya sido su padre, maldice, como el padre Figueroa, el libro mencionado, por la misma razón que el padre, toda vez que el señor cura don Luciano, al lado de la de este, hizo aparecer la figura del licenciado, tal como este era, sin quitarle ni ponerle.

El padre, por repetidas ocasiones se me ha acercado a hablarme de lo inconveniente que está ese libro; y Pepe, como los curas de Atoyac han dado en llamarle, sea por miedo a sus intrigas y acusaciones, sea porque les parezca cómico que a un José, hijo de rico, que seguido visita a los padres de la Compañía, se le llame Chepe, a secas, o Chema, o sencillamente José, como se les llama a los hijos de los pobres que llevan este nombre; PEPE, digo, al acercarse la visita pastoral que hizo a esta parroquia el (…) señor arzobispo Francisco Orozco y Jiménez, en mayo del presente año, queriendo ocultar al Prelado lo que el licenciado fue, se acercó a suplicarme que hiciera de alguna manera por desaparecer ese libro, autor de tamaña y tan injusta difamación.

¿Cómo iba PEPE a sufrir que el Prelado tuviera conocimiento de las glorias desventuradas de sus mayores? ¿Qué cara le quedará a Pepe para seguirse colando entre los padres de la Compañía? ¿Qué iría a pensar de PEPE el Ilustrísimo señor Arzobispo, después de que este señor tanto lo ha distinguido con su confianza y con su cariño, como me consta? No, estas cosas son más que serias para el pobre de PEPE, y, palabra, que dadas su susceptibilidad y educación eminentemente extremadas, alcanzan bien a matarlo de vergüenza y de pena al no adelantarse a remediarlas.

El (…) señor Arzobispo va a dejar de tenerlo como el alma y el todo de la Acción Social en Atoyac; dejará de pensar el Prelado que PEPE es magnánimo y gran católico; y, sobre todo, en lo sucesivo, las indicaciones de PEPE a la Sagrada Mitra perderán toda su fuerza y la parroquia se irá por el voladero. Contando PEPE con la gratuita estimación del Prelado, la parroquia estará salvada, los curas que la gobiernen se irán con tiento, podrá cogérseles del cogote, se les removerá cuando parezca conveniente a PEPE, y, sobre todo, será por todo ello Nuestro Señor debidamente glorificado.

Así que estaba en la conciencia de PEPE que alguna fechoría debía hacer con ese libro, y, para lograrlo, no había más remedio que hablar conmigo, ya que mi poca energía y mis ningunas luces, de que PEPE, al igual que el padre, han llegado a formar conciencia, constituía para ello una singular oportunidad; al dejarla pasar, acaso nunca más volvería. Por esto me suplicaba PEPE; la cosa era grave y no había que perder el tiempo.

El padre Figueroa, entretanto, no trabajaba con menos actividad. Simuló a cada paso que me quería, dio en llamarme en mi cara, y por muchas veces, el hombre providencial; me aseguró en repetidas ocasiones que tal como yo era el cura que Atoyac, en su concepto, necesitaba; que se notaba un cambio en todas las casas y en todas las cosas; que los partidos que han dividido al pueblo y que causan la muerte, iban fundiéndose en uno solo; que los protestantes, con mi labor prudentísima, estaban de capa caída; que yo tenía dominada la situación y que no debía pensar nunca en separarme de esta administración.

Yo oía siempre estas cosas con verdadera pena, aunque no llegué a manifestárselo nunca, por más que el ánimo me sobraba, porque me convenía, y mucho, hacer el papel del mudo, a fin de que tanto él como PEPE se pisaran mejor la mano, como se dice.

¿Cómo iba yo a creer en semejantes barbaridades? Por una parte, sería necesario no tener formada la conciencia de (lo) que valgo y de lo que soy, y, porque no me dejaba el mismo padre creerle, ya que su conducta estaba en contradicción abierta con sus palabras.

Porque me digo: "Si las cosas van bien como yo las llevo, ¿por qué el padre no me deja gobernar? Si me encuentra capaz de unir hasta los partidos, ¿por qué me siembra la desunión y él mismo se me desune? Si los protestantes mismos me guardan alguna consideración, ¿por qué no quiere guardarme ninguna él?" Según el padre Figueroa, de agua de linaza tiene que ser el cura que salvará a Atoyac.

Lo hasta aquí escrito hace pensar mal tanto del padre como de PEPE; pero me he permitido hacer recaer mi sospecha más grave sobre el primero por la siguiente razón:

La desaparición del libro aconteció entre los días 6 y 9 del mes pasado. Habiendo tenido que salir yo para Guadalajara en aquellos días, y habiendo quedado sola absolutamente la casa cural, hubo que cerrar cuidadosamente las puertas y ventanas. El padre, so pretexto de asentar alguna partida, cosa que hubiera podido hacer en su cartera o en cualquier otro papel, sin constituirse en reo de ninguna falta, tuvo que abrir una ventana y seguir abriendo las otras puertas, las cuales continuaron así hasta el día 19, en que yo regresé de Guadalajara.

Supo o pudo el padre aprovecharse de una circunstancia bellísima que en esos días se le presentó. Habiendo sido adscrito a esta parroquia, como ministro, el padre Salvador Martínez, llegó este señor a la población el día 9 de julio, habiéndose hospedado en el que aquí llaman hotel, y que no es otra cosa que una modesta casa de huéspedes. Figueroa, queriendo ser cortés con el padre Martínez, corrió a sacarlo de dicho hotel, creyendo indigna de aquel señor la posada que se había escogido; pero no le ocurrió (o le ocurriría, pero no le convino) llevarlo a su propia casa, la de Figueroa, sino que lo introdujo al curato, en donde, por razón natural, el padre Martínez estaría peor, dado que no había en él persona alguna que pudiera atenderlo ni bien ni mal.

Aquí fue, pues, donde lo instaló, le agenció un cabo de vela de cera para que se alumbrara y viera dónde quedaba, y púsolo en posesión de las dos únicas camas que son de mi propiedad para que escogiera la que mejor le agradara. El padre Martínez se resistía a aceptar una finura tan original y tan torpe, pero acordándose de la buena cordialidad que nos ha unido, acabó por meterse, prendió su cabo de vela, encomendóse a DIOS y echóse a dormir en la pobre y mala cama que le cogió más cerca.

El padre Figueroa la supo hacer; pues habiendo en la casa huésped, las puertas deberían naturalmente quedar abiertas, y los libros y las demás cosas mías y las de la parroquia a disposición de la rueda, como se dice.

Sabiendo aprovechar el padre debidamente lo ingenioso de su hidalguía, podía sacarse muy bien el libro, sin que pudiera yo precisar, en caso ofrecido, a ninguna persona como culpable.

Debo advertir que el padre Figueroa sabe en dónde está cada cosa, tanto las mías como las de la parroquia, y nunca ha tenido ningún inconveniente para abrir un estante, coger un libro y ponerse a escribir en él, lo mismo que para abrir una puerta o forzar una ventana, como acaba de hacerlo.

¿Por qué hace esto el padre con el pobre hombre que él juzga providencial? ¿No me habrá encontrado capaz el padre de entender el menosprecio que esta conducta suya le hace a mi autoridad y a mi persona? ¿Habrá el padre Figueroa creído, si tantas dotes para gobernar confiesa y me dice que recibí del cielo, que nunca me le abriré de capa ni saltaré a la arena, en defensa de mis legítimos derechos?

Así es como sueña el padre los párrocos de su tierra; pero no siendo esto posible, por cuanto DIOS acostumbra siempre y a todas horas velar por sus intereses, viene de ahí la lucha dolorosa y continua sostenida por los curas de veinte años a esta parte, viéndose todos ellos tentados a hacer lo que se cuenta que hizo un indio comisario de Tonalá, en los tiempos en que el general Tolentino gobernaba el estado de Jalisco. Le pasaba al indio con ciertos catrines acomodados de Guadalajara, lo que hace veinte años nos acontece a los curas de Atoyac con el padre Figueroa y con Pepe Gutiérrez.

Entraron aquellos catrines por las calles de Tonalá, a caballo, corriendo, descargando las pistolas y llenando de pánico a los niños y a las mujeres.

El comisario (en los tiempos a que me vengo refiriendo Tonalá era comisaría) teniendo un poco de valor civil y dándose cuenta de que era la Autoridad, tuvo que sentirse naturalmente desagradado, pero no pudiendo meter en cintura a aquellos trastornadores del orden, ya por lo inesperado del mal suceso, ya porque le faltaban los elementos indispensables para ello, limitóse a formar como él pudo, una lista con los nombres de aquellos canallas a quienes sirvió de burla, y se presentó ante el mismo general Tolentino, para pedir en el nombre de la justicia, que se hiciera con aquellos sujetos la ejecución que él, por las razones que quedaron apuntadas, había sido incapaz de hacer.

Prometióle el gobernador que se haría todo tal como lo deseaba; pero sea por aquella criminal consideración que a veces gastan con los ricos los que gobiernan, haya sido por la multitud de atenciones y de negocios que de ordinario abruman al que gobierna, el general no volvió más a acordarse del encargo del pobre indio.

Tenaz este, como yo y todos los de su raza, estúvose pendiente del negocio que entre manos traía, y en vista de que nada había hecho el gobernador de lo que tanto y con tanta justicia le había pedido, volvió a presentarse delante de él, llevando en esta vez la vara tradicional que siempre entre los indígenas porta en la mano aquel que representa la Autoridad, y dice así a Tolentino, mostrándole aquella vara:

"Señor Gobernador: nomás he venido a que me diga ¿qué es esto que traigo en la mano?"

"¡Hombre!, eso que traes en la mano es una vara", le contestó Tolentino.

"Su Merced se ha equivocado",repuso el indio. "Fíjese bien y dígame: ¿cómo se llama esto que me está viendo en la mano?"

Acordóse el gobernador entonces de la costumbre esta de los indígenas, y caído en la cuenta, hace al indio que explique lo que con aquello le quiere decir.

El indio le echó en cara entonces al gobernador el criminal miramiento gastado por él con aquellos vagos, con tan grave desprestigio y desdoro de su gobierno.

Indudablemente, Tolentino sabía gobernar; echóse luego a buscar la lista que el indio le había llevado, y, encontrada esta, mandóla al presidente municipal con el mismo indio, ordenándole encarcelara por treinta días y sin admitirles ninguna multa, a aquellos escandalosos, de quienes el indio se había quejado.

En este caso estamos los curas de Atoyac, hace veinte años. El cura es el indio, y el padre Figueroa y Pepe Gutiérrez los ricos que han hecho, y seguirán, ¿quién sabe hasta cuando?, haciendo su juguete de cada cura.

Y me dan ganas de presentármele un día al (…) arzobispo don Francisco Orozco y Jiménez, que metió en cintura a Tuxtla Gutiérrez, y mostrándole la vara de la Autoridad parroquial, que tiene puesta en mis manos por su bondad, decirle (al cabo no tengo miedo ni estoy tampoco engreído con la parroquia): "Ilustrísimo Señor: nomás he venido a preguntarle: ¿qué es esto que me tiene puesto en las manos?"

Siempre he opinado que el (…) señor Arzobispo es hombre valiente y recto, y, siéndolo, tendrá que confesar que lo que me ha puesto en las manos es una vara, la misma suya, y sabrá tomar sus medidas con el padre Figueroa y tomará nota de quién es Pepe Gutiérrez, con lo cual descansarán los curas que vengan después de mí.

No me doy cuenta de haber sido benéfico para Atoyac en los seis meses durante los cuales me ha hospedado, y con verdadera decencia y caridad, en su seno; pero si lograre que tome nota la Superioridad Eclesiástica de quiénes son estas personas, de quienes fundadamente sospecho que hayan desaparecido el libro de gobierno en cuestión, habré hecho lo que DIOS no les dio licencia de hacer a los curas que por espacio de veinte años han gobernado a Atoyac, y podré con la tranquilidad del sacerdote Simeón decirle al Señor: "Señor: puedes sacarme ya de Atoyac. He inmortalizado a estos pobres con la triste celebridad que ellos se merecieron y puedo cerrar los ojos en paz."

Atoyac, Jalisco, agosto 11 de 1920.

Presbítero Alfredo R. Placencia. (Carpeta 9,)

¿Leyó el arzobispo Orozco esta larga y encendida "Explicación…" que no está expresamente dirigida a él? Dios sabe. Veamos los dos oficios que escribió Placencia el día 12 siguiente: el primero al Arzobispo y el segundo a su amigo el secretario padre Antonio Correa. Al Arzobispo: "(…) De acuerdo con lo ordenado por Su Señoría (…) ayer se presentó ante mí el padre Figueroa y juró no haber tomado él el libro de gobierno desaparecido. (…)" (Carpeta 9.)

A su "muy querido amigo y condiscípulo" el padre Antonio Correa:

(…) Con poco arregló el padre; pero arregló. Y digo con poco, no porque sea poca cosa un juramento, sino porque se trata de Figueroa. El juramento sería mucho para conciencias como la del leguito don Luis Navarro, por ejemplo.

Si Figueroa hubiera sabido que en eso topaba todo, ¡desde cuándo se hubiera sacado el libro! Me acuerdo del Ilustrísimo señor Ortiz que les daba permiso a los amancebados para que siguieran viviendo juntos y ayudándose con la carga de la vida, siempre que le juraran que no volverían a tener que ver.

Ahora lo que me preocupa es saber cómo me las seguiré arreglando con Figueroa. Dios dirá. Entre tanto, subsiste la necesidad de que lo remuevan. Las razones que hay para ello son más de las que te dije. Omití otras, porque las expuestas bastan en buen Derecho para el objeto que se persigue.

Si yo fuera soldado y tuviera qué condenar a muerte a alguno, omitiría todo lujo de crueldad, como desollarle los pies y echarlo a andar. Y esto lo hago, aunque no soy soldado, con Figueroa. A toda la gente le anda contando lo acontecido, sin que haya ninguna necesidad, y asegura que ningún cura ha de poder sacarlo, menos yo, el último de ellos.

No te imaginas lo que sufro con los argüendes. Pero este se vino solo. Si yo fuera mitotero, hace seis meses que anduviéramos metidos en este cuento. Como cura ¿no estaba obligado a dar cuenta del libro ese? Compadécete y ayúdame.

Tu condiscípulo y amigo que te respeta y besa tu mano. Alfredo R. Placencia. (Carpeta 9.)

Como posdata agregó: "Si lo crees prudente, muestra al señor Arzobispo mi carta."

Diez días después, Placencia envió al arzobispo Orozco la buena noticia: "Tengo la satisfacción de informar a Su Señoría (…) que hoy ha aparecido el libro de gobierno, que estaba perdido, en mi sala y sobre una cómoda. (…). Atoyac, agosto 22 de 1920." (Carpeta 9.)

El padre Placencia sigue con la idea de ayudar al padre Martínez y por eso manda el siguiente oficio al arzobispo Orozco:

(…) No pudiendo la parroquia, por lo menos mientras estamos en la estación de las aguas, pagar al padre ministro, y siendo, además, en este tiempo, de aquí a febrero, tan pequeño el quehacer y tan llevadero, que bien puedo despacharlo yo solo, me permito mandar al padre Martínez para Guadalajara, a fin de que Su Señoría pueda utilizar sus servicios de este padre en donde y en la forma que lo estimare conveniente su superior prudencia.

Creo de mi deber hacer saber a Su Señoría (…) que quedo satisfecho de los ministerios prestados por el padre en esta parroquia, durante el tiempo que en ella permaneció. (…) Atoyac, agosto 31 de 1920. (Carpeta 9.)

Digamos que, objetivamente, este oficio es a favor del padre Martínez. Pero éste no lo interpretó positivamente y envió al Arzobispo, el 1º de septiembre de 1920, la carta manuscrita que sigue, en la que algo critica el carácter y la actuación del párroco Placencia :

(…) Manifiesto humildemente a Vuestra Señoría (…) que el señor cura de este lugar a los dos días de mi llegada, con el carácter de ministro a la parroquia, me indicó que no podría pagarme, por ser muy pocos los fondos parroquiales, que según me indica, no bastan ni para pagarse él su mesada, y con mucha frecuencia casi todos los días me dice que me vaya, sin conocer la razón de esto. En seguida, obrando contra las disposiciones canónicas prohibió con escándalo de los fieles que, a los dos sacerdotes que estamos en la cabecera, se nos dieran estipendios de misas, así es que de limosna me he estado sosteniendo. Todavía más: los fieles, como son muy ignorantes, me dicen señor cura, y entiendo yo que tal vez le inquiete, puesto que los domingos en el púlpito arenga mucho al pueblo, ofendiendo de distinto modo a las personas de la ACJM y a los católicos a medias, y toda la gente esperando recibir los santos sacramentos me dicen que mejor será irse con los protestantes, pues la Divina Palabra no se oye en la parroquia, y los herejes, por los rumores y escándalos que ha cometido llevando ante las autoridades militares el nombre del padre Figueroa, por cinco aguacates que tomó del árbol del curato para socorrer a una señora, han tomado materia para expresarse mal, como dicen, de los frailes. No tengo cara para permanecer en esta parroquia y tengo mucha vergüenza. Muchos deseos tenía de trabajar dándoles a los fieles ejercicios y misiones en los ranchitos a tanta pobre gente que duerme en el pecado, y trabajar también con instrucciones catequísticas en el pueblo, pero el señor cura ha dicho en sus arengas al pueblo que a los fieles les agradan los padres mitoteros, y esa es la causa por que se me cayeron las alas del corazón. Para justificar más a Vuestra Señoría (…) lo propuesto, me honro en adjuntarle el oficio que me dio el señor cura con el fin de que me vaya pronto, pues yo, sin conocer el genio del señor, empecé por dar algunas explicaciones, especialmente los jueves y tal vez le pareció mal desde un principio.

Por último, como indiqué a Vuestra Señoría (…) en el término de tres años llevo siete destinos, por causas análogas a esta. No puedo trabajar mucho a caballo. Ahora ruego humildemente a Vuestra Señoría (…) si a bien lo tuviere, se digne hacerme el favor de concederme su superior licencia para permanecer en Guadalajara, en esta inteligencia: de aceptar en la ciudad un destino donde gane la congrua sustentación canónica aprobada por el derecho. No puedo cabalgar, las várices son causa de la falta de fuerza en las piernas. Si Vuestra Señoría (…) me hace este favor, espero que Dios Nuestro Señor le pagará esta caridad. (…) (Carpeta 9).

Por la carta anterior, nos damos cuenta de aspectos negativos del párroco Placencia, entre otros el disgusto que tuvo con el padre Figueroa por unos aguacates. Sin embargo, en la carta siguiente, del 29 de octubre de 1920, nos sorprendemos porque intercedió ante don Manuel Alvarado en favor del padre Figueroa, tan poco grato para él:

Muy ilustre señor y respetado maestro:

(…) me permito rogar a Su Señoría se digne conceder al padre Atanasio Figueroa que permanezca en Atoyac mientras dure la gravedad de la señora su mamá.

Esta señora está bastante grave, se ha sacramentado ya, y dado el carácter de la enfermedad y la mucha edad (…), pues tiene setenta y cinco (…) años, es moralmente (sic) imposible que se alivie.

Esta era cabalmente la razón por la cual rogaba a esa Superioridad se le concediera sinodarse en Atoyac, pues para ir hasta allá, tendría que desprenderse de la señora su mamá día y noche, tiempo en que sería posible que la señora muriera, y el padre tiene el deseo (…) justísimo, de no retirarse de la cabecera de la su madre enferma.

Quedo esperando de la vieja y bien probada generosidad de Su Señoría le conceda al padre permanecer aquí mientras la señora se muere o se alivia. Debo decir a Su Señoría que el Prelado le concedió al padre venir cada vez que por esta razón se hiciera necesario. (…)

Su discípulo que mucho lo quiere, aunque no es muy amigo de decírselo (…) Alfredo R. Placencia. (Carpeta 7.)

La respuesta afirmativa de don Manuel está mecanografiada, aunque no firmada, y rayada: "Guadalajara, octubre 30 de de 1920. Se concede que el padre Figueroa permanezca en Atoyac, por los días que sea estrictamente necesario. Así el (…) señor Arzobispo lo decretó. Doy fe". Es válido concluir que el padre Placencia había logrado de su superior que le alejaran al padre Figueroa. Sin embargo, tuvo la humanidad de interceder por él, en vista de la gravedad de la madre.

Por la carta que sigue, se supone que ya no estaban en la cabecera de Atoyac ni el padre Figueroa ni el padre Martínez, pues está pensando el párroco Placencia en alguien que le ayude. Al arzobispo Orozco: "Entendiendo que con la ayuda de algunos vecinos, que así me lo han ofrecido, podré ya pagar un ministro, muy respetuosamente lo pido a Su Señoría (…). Atoyac, noviembre 22 de 1920". (Carpeta 7.) Hasta aquí lo hallado de 1920.

1921. Un telegrama con sello visible del "8 1921" y con agregado manuscrito en la parte superior derecha "2-8-21" (¿febrero 8 de 1921?), de Alfredo R. Placencia al canónigo don Antonio Correa, dice: "Participa Ilustrísimo Señor acaban de entregarme edificios escuelas parroquiales". (Carpeta 7.)

Algunos días después, el padre Placencia pide la intercesión de su amigo el secretario Antonio Correa ante el señor arzobispo Orozco, a quien pone en antecedentes el 3 de marzo: "Confío a la bondad del (…) Secretario el asunto que él le expondrá a Su Señoría. Quedo confiando en que la (…) equidad de Vuestra Ilustrísima (…) despachará favorablemente la petición que el señor Correa se dignará hacerle en mi favor. (…)" (Carpeta 7.) ¿Qué pedía el padre Placencia?

El 19 de mayo firma un escrito tamaño oficio de dos páginas y media sobre unos solares contiguos a la parroquia, al parecer intestados. Lo dirige al señor arzobispo Orozco:

(…) José Basulto y sus tres hermanos que se reconocen herederos de la señora Agapita Basulto, madre del señor cura Secundino Flores Ortiz, han denunciado el intestado de dicha señora y acaban de lograr de los tribunales la sentencia de que (les) sean entregados los bienes (…)

Entre los bienes mencionados figuran (…) solares unidos, que miden, aproximadamente, 28 metros de frente por unos 75 de fondo, (…) contiguos y anexados a la casa cural (…) sirven de patio a la escuela parroquial (…)

Siguen más explicaciones de Placencia. En el anverso del primer folio hay anotaciones manuscritas de alguien de la Secretaría: "Terrenos cedidos por el señor cura Flores Ortiz. No se escrituraron (…) Pide el señor cura (¿Placencia?) se transe con los herederos Basulto." Abajo, con letra manuscrita diferente, dice: "Que se vendan y den parte a los reclamantes". En el anverso del segundo folio, mecanografiada, hay una decisión:

Guadalajara, mayo 29 de 1921. Si como manifiesta el señor cura, hay buena disposición de parte de los herederos del finado señor cura Flores Ortiz, puede de acuerdo con ellos proceder a la venta de los terrenos de que se trata, dando cuenta a esta superioridad del valor de aquellos y pudiendo convenir con los herederos de la señora Basulto sobre la cantidad que ellos pidan para el arreglo, comunicando todo lo que acuerde a este Gobierno. Así el (…) señor Arzobispo lo decretó.

Manuscrito: "Doy fe. A(ntonio) Correa. Srio. (Carpeta 7.)

No hallé más testimonios de la presencia del párroco Placencia en Atoyac, posteriores a la fecha 29 de mayo de 1921. El padre Ramírez Mercado dice que duró ahí hasta el 9 de julio (Antología, p.9). También dice que, en parte, por el disgusto de los aguacates con el padre Figueroa, el párroco Placencia abandonó "sin permiso su parroquia, en la oscuridad de la noche, disfrazado, a pie, (…) hasta la cercana estación del ferrocarril, Techaluta, para ya nunca volver" (p.26).

Luego sucedió lo que alguna vez sugirió el padre Placencia al arzobispo Orozco: el padre Figueroa fue nombrado párroco de Atoyac en sustitución de él. ¿Quién era pues para la Sagrada Mitra el villano de la novela? Ese cambio fue en 1921. En 1926, el padre Figueroa todavía era párroco de Atoyac. (Véase parroquia de Atoyac, caja 4, carpeta 9.)

Seguramente en fecha 15 de julio de 1921 estaba el padre Placencia radicando en Guadalajara, a juzgar por el oficio siguiente, sin firma:

Señor cura don Alfredo Placencia, Ciudad.

Pongo en conocimiento de usted que el (…) señor Arzobispo ha tenido a bien nombrarlo capellán de la Hacienda El Cabezón, perteneciente a la parroquia de Ameca. Este nombramiento es provisional y a reserva de utilizar sus servicios en otra parte de mayor importancia, pues Su Señoría no olvida sus muchos años de fructuoso ministerio, ni su ilustración, prudencia y celo de que ha dado muy buenas pruebas, y que lo señalan para destinos de mayor consideración y de esfera más amplia para su laboriosidad. El señor cura, a quien se servirá entregar el adjunto oficio, le dará las instrucciones necesarias para el mejor desempeño de su cometido.

Reitero a usted mi aprecio y distinguida consideración.

Guadalajara, julio 15 de 1921. (Fuente del AHAG no identificada.)

El original de este atento oficio fue tal vez firmado por el fino amigo Antonio Correa, secretario. No hay reclamaciones, ni reprimendas; más bien alabanzas. Se entiende en un documento oficial protocolario. Sin embargo, tal vez nunca se firmó el original, y no se presentó Placencia en Ameca, pues tres días después le comunican otro destino, en estos términos:

Pongo en conocimiento de usted que el (…) señor Arzobispo, a reserva de utilizar más adelante sus valiosos servicios en un puesto de mayor importancia, ha tenido a bien exonerarlo, como usted lo ha solicitado, de la parroquia de Atoyac y por el presente lo nombra capellán del Santuario de Nuestra Señora de San Juan de los Lagos. El señor Capellán Mayor, a quien se servirá entregar la comunicación adjunta, le dará las instrucciones necesarias para el mejor desempeño de su cometido.

Reitero a usted mi atenta consideración y particular aprecio.

Dios Nuestro Señor guarde a usted muchos años.

Guadalajara, julio 18 de 1921.

 

 

BIBLIOGRAFÍA:

-ARCHIVO HISTÓRICO DE LA ARQUIDIÓCESIS DE GUADALAJARA (AHAG). Serie Parroquias, caja 4, carpetas 7 y 9.

RAMÍREZ MERCADO, José R. Alfredo R. Plascencia. Antología. Seminario de Guadalajara, 1992, 190p.


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