Sincronía Winter 2009

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CARIDAD, DEPENDENCIA, Y MIEDO POLITICO: El terremoto de Haití en enero de 2010.

 

Por Korstanje, Maximiliano

Departamento de Ciencias Económicas

Universidad de Palermo Argentina

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Resumen

La pobreza como realidad es una variable de difícil aprehensión. No sólo varía en cada sociedad, sino que además cada uno tiende a percibir que hay gente tiene menos pero hay otros que tienen más; a grandes rasgos, la tendencia de la percepción subjetiva es mantenerse siempre en el medio. En tanto que retórica discursiva desde Roma a hoy, “la pobreza” es una pieza fundamental de la ideología. Por un lado, castiga a quienes por medio de la pereza han contribuido a esa situación mientras legítima las asimetrías preexistentes frente a lo no explicable, lo desconocido, lo maligno. Los hombres que desconocen su futuro justifican sus acciones por medio de construcciones ideológicas que tienen la particularidad de hacer posible que el resto de los grupos no involucrados recobren su estabilidad. La idea, de que un terremoto (devastador) puede ocurrir en cualquier momento y en cualquier lugar, paralizaría la actividad económica de cada sociedad. Para ello, es necesario articular mecanismos defensivos que ayuden al hombre a seguir adelante. Es una regla casi general, que luego de un gran desastre los hombres justifiquen los hechos por medio de construcciones como el castigo divino, el pecado, la corrupción, el autoritarismo, la pobreza etc. El presente ensayo tiene como objetivo discutir críticamente los aportes de Erich Fromm, Michel Foucault, Corey Robin, y Norbert Elías para comprender el rol que juega la seguridad de la población frente a la intelectualización de un futuro que se presenta abierto e incierto. Una lección que el terremoto en Haití y las abundantes víctimas fatales, nos recuerdan una vez más pero que aún nos cuesta aprender: nuestra insignificancia. 

 

Palabras Claves, Seguridad, Miedo Político, Terremoto, Escasez, Hegemonía. 

 

Introducción

En el siglo XVII, T. Hobbes consideraba que cada sociedad y civilización se mantenía unida por acción del miedo. El comportamiento humano se encontraba enfrentado a dos tendencias totalmente dispares pero complementarias. Por un lado, los hombres en su estado de naturaleza pugnaban por dos dinámicas contrastantes. Eran proclives a la guerra y la agresividad pero a la vez se llamaban a la obediencia civil. Según la tesis hobbesiana, la competencia por los recursos naturales con sus vecinos y la búsqueda de vanagloria, lleva a los hombres a entablar el conflicto. Pero paradójicamente, por la vanidad que impulsa al hombre a expoliar y expropiar a sus semejantes es la misma por la cual debe celebrar la paz, evitando (así) que otros se expropien de lo propio. Con el fin último de evitar la muerte o la guerra de todos contra todos, los hombres entran en el estado de civilidad al depositar en un tercero el uso coercitivo de la fuerza. De esa manera, renuncian a su libertad pero se aseguran un estadio de tranquilidad y prosperidad no sólo para ellos sino también para quienes los rodean (Hobbes, 1998).

 

Siguiendo esta línea de razonamiento, se puede afirmar que la razón de ser del Estado es la garantía de la paz, la protección de sus ciudadanos y la estabilidad. La seguridad interna de cada sociedad converge con el sentido de orgullo e identidad nacional. No obstante, dicho proceso a veces se lleva a cabo en forma fragmentada y patológica. Ya sea por complejo de superioridad, o de inferioridad, las consciencias nacionales se estrellan en búsqueda de seguridad, hasta el punto el sentimiento llega a ser insoportable que incluso renuncian al propio ejercicio de la libertad. Un ejemplo claro de la relación entre eficacia, miedo político, seguridad interna, y hegemonía lo demuestra la reacción internacional (sobre todo europea y estadounidense) al último terremoto que azotó el país caribeño de Haití contabilizando en forma no oficial un total de medio millón de muertos. La posición del discurso euro-céntrico que promueve el bienestar material, progreso, civilización y desarrollo como lo tipos ideales a seguir, ha generado un discurso específico que promueve la cooperación y la ayuda humanitaria frente a un sismo que pocos antecedentes ha tenido en cuanto a la magnificencia de su destrucción y penuria sobre el ya sufrido pueblo haitiano. Pero, no todo parece ser lo que es, o mejor dicho, no todo es lo que parece. La posición de la humanidad frente a la tragedia y a lo impensado sufraga por los mares de la caridad, la piedad y la dominación. En el siguiente trabajo, pondremos en conversación a cuatro autores que han aportado su granito de arena en el estudio del miedo político, el ejercicio de la libertad y la necesidad de dominio. Si bien, cabe aclarar, ellos no se han ocupado de la caridad como fenómeno social en sí mismo, sus aportes son (según nuestras consideraciones) más que ilustradores.

 

De esta manera, E. Fromm analiza como nadie el vínculo entre el miedo a ejercer la propia libertad y la reclusión consumista.  A medida que el niño comienza a cortar los vínculos primarios, mayor es su propensión a la autonomía y la independencia. Pero también crece el sentimiento de ser-individual, mayor también es la tendencia a la soledad. Si una vez rotos los vínculos primarios que daban seguridad, el sujeto no puede resolver los problemas que acarrea el abandono del útero materno, caerá en una necesidad de sumisión caracterizada por un constante sentimiento de inseguridad y hostilidad. Un argumento similar al que sigue el francés M. Foucault en dos textos que atraparán al lector. Foucault, a diferencia de Hobbes, entiende que  la historia y el rol del historiador como científico son funcionales al poder hegemónico del momento. La contribución central de Fromm es que el poder no es vertical ni vinculante en un sentido, sino circular. Quien es dominado necesita un dominador que le haga la vida más segura. El asistencialismo y el paternalismo son dos ejemplos claros de la tesis expuesta.

 

La historia y sus métodos no son otra cosa que un ritual más para el fortalecimiento estructural del poder; la historia es funcional al discurso. En consecuencia, la cohesión temporal subsumida bajo la autoridad del Estado se encuentra construida en la necesidad de llevar la guerra hacia fuera de las fronteras; explicado en otros términos, defender la sociedad bajo amenaza biológica, política o militar de un ataque extranjero será el mensaje imperante. La historia legitima a quienes han vencido y calla a quienes han sido derrotados. El adoctrinamiento simbólico y físico sobre el cuerpo, la reclusión, funcionará como el instrumento de disuasión para que los súbditos se sometan a los deseos del soberano. Pero esos deseos pueden, y de hecho lo hacen, chocar con las limitaciones materiales del medio ambiente como por ejemplo la escasez por la cual nace el principio contingente de seguridad. Ello no significa que la seguridad nace del miedo como en Hobbes, Spinoza o Fromm argüían sino que surge de la privación misma.

 

M. Foucault llama la atención sobre “el pastorado” cristiano como el movimiento que dio luz a una nueva forma de dependencia en las órdenes religiosas y políticas de Europa medieval. El pastorado cristiano encarna una nueva forma de dominación cuyas características se basan en el perdón, la protección y la piedad. La ley observada y cumplida por los fieles se encontraba acompañada de una promesa de salvación cuyo estatuto de verdad era incuestionable. La piedad no sólo funcionaba como instrumento para hacer frente a las inclemencias de la naturaleza, sino también como forma de elevación simbólica (salvación). No obstante, la Reforma cambió radicalmente las cosas. Si la salvación de los fieles estaba en mano de los prelados, fue precisamente el cisma protestante el que puso al cristianismo pastoral en crisis. Mediante la articulación de la tesis sobre la predestinación, los ministros eclesiásticos católicos perdieron todo tipo de control sobre sus súbditos. Ya sea si el sujeto era “el elegido” (por gracia divina) o “condenado”, en ambas situaciones la posición del pastor como garante de la salvación era inocua. La demografía, el control del territorio y la idea de seguridad reemplazaron (nuevamente) el papel clásico del pastor (Foucault, 2006: 218).

 

Diferente es el ángulo que toma C. Robin cuando sugiere que el mundo político se funda no sólo de las amenazas externas que ponen en peligro a la sociedad, sino también de la simbolización de un enemigo externo que paralelamente permite el ejercicio de poder. Dentro de esta perspectiva, el miedo se comprende como una base o trampolín hacia la dominación de las controversias subyacentes antes del momento crucial que ha despertado a la sociedad. Ese momento mítico es reinterpretado siguiendo una lógica bipolar de amigo/enemigo y genera la movilización de recursos humanos o materiales con fines específicos. En los enemigos, por regla general, se depositan una serie de estereotipos con el fin de disminuir su autoestima y masculinidad. Demonizados no tanto por lo que han hecho sino por sus conductas sexuales, atribuimos a ellos grandes desordenes psicológicos. La incorregibilidad de estas anomalías conlleva a la idea de confrontación y posterior exterminio. El miedo como sentimiento primario sub-político debe ser comprendido en tanto resultado de las creencias se encuentra vinculado a la ansiedad. En este contexto, Robin sugiere que el miedo político no debe entenderse como un mecanismo “salvador del yo” sino un instrumento de “elite” para gobernar las resistencias dadas del campo social. Las aristocracias capturan y re-simbolizan los eventos externos para perpetuar su poder (a veces nombrando chivos expiatorios) y los valores culturales que rigen a la sociedad. Por ese motivo, ninguna catástrofe, por más terrible que sea destruye el poder hegemónico de los grupos Elite. El caso más paradigmático, en la materia, es la teoría del calentamiento global. A pesar de la divulgación masiva de la tesis y de la preocupación general de todos los países, la contaminación atmosférica se ha triplicado. 

 

Finalmente, la tesis de N. Elías nos permite comprender la manera en que la piedad en combinación con el sentimiento de superioridad conduce los hilos de la dependencia y perpetúa las lógicas económicas pre-existentes hundiendo cada vez más a quienes se dice ayudar. Básicamente, el saber y la tensión cultura/naturaleza cumplen un rol primordial en la configuración de la política; no necesariamente distorsionantes (en términos foucaultianos) sino superadores. Eso lo revela, la historia de todas las civilizaciones humanas. Bajo la palabra “furor hegemonialis” o “fiebre hegemónica”, Elías enfatiza que una de las características básicas de los hombres es la necesidad de seguridad interna. Pero este sentimiento, lejos de ser satisfecho definitivamente, actúa en forma entrópica. La sociedad fija su régimen político, su ideología y sus fronteras estableciendo un clima de estabilidad en lo interno pero tarde o temprano comienza a percibir a su vecino como amenazante y peligroso. Hecho que lo lleva a movilizar sus recursos en un enfrentamiento armado. La dialéctica entre la guerra y la paz constituye el eje central para un nuevo estadio de civilización, más refinado y estable.

 

El Miedo a la Libertad

Alternando la tesis de la lucha de clases y el devenir histórico marxiano con las contribuciones del psicoanálisis, E. Fromm se encuentra decidido a comprender las causas y consecuencias del auge del Fascismo en Europa a mediado del siglo XX. Ese es el principio introductorio por el cual Fromm en su introducción señala “hemos debido reconocer que millones de personas, en Alemania, estaban tan ansiosas de entregar su libertad como sus padres lo estuvieron de combatir por ella” (Fromm, 2005: 27). El autor parte de una premisa del pragmatismo inglés por la cual, las tendencias autoritarias no se constituyen como fuerzas ajenas a la voluntad del Estado sino que es una problemática propia del Estado Moderno en donde convergen las propias actitudes y la devoción a un líder único.

 

En consecuencia, la renuncia a la libertad se explica por medio de dos factores, el ansia de sumisión y el apetito de poder. Sin embargo, Fromm reconoce que estas tendencias no son características exclusivas de los totalitarismos sino que también se encuentran presentes en las democracias e incluso en la ley del “libre mercado estadounidense”. Si partimos de la base, arguye Fromm, que los postulados hobbesianos sobre el estado hubieren sido suficientes para explicar la propensión del hombre al mal, no hubiéramos sido testigos de los atroces crímenes que se produjeron durante la segunda guerra mundial contra la población civil. Si el hombre entra en un estado de civilidad para evitar “la guerra de todos contra todos”, ¿como se explica el auge del fascismo precisamente nacido de ese estado de civilización?. Esta pregunta es central para entender el resto del argumento de Fromm contra Hobbes y la posterior introducción de Freud en la discusión. La irracionalidad y el inconsciente individual tan de moda en los círculos psicoanalíticos le llegan a Fromm como anillo al dedo en la explicación de su interrogación previa.

 

A grandes rasgos según Freud, el hombre en cuanto fundamentalmente malo, debe ser domesticado en su naturaleza e instintos. La represión de los factores filogenéticos e impulsos son sublimados en forma de cultura. A mayor presión sobre el individuo mayor civilización y mayores neurosis. Sin embargo, su carácter estático requiere de una revisión. En este sentido, Fromm sugiere comprender las necesidades del hombre como socialmente dadas: “las inclinaciones humanas más bellas, así como las más repugnantes, no forman parte de una naturaleza humana fija y biológicamente dada, sino que resultan del proceso social que crea al hombre. En otras palabras, la sociedad no ejerce solamente una función de represión –aunque no deja de tenerla-, sino que posee también una función creadora” (Ibid. 33).

 

El hombre se integra con otros por medio de la imposición de rol y la división del trabajo. Todo nacimiento y posterior evolución se encuentra condicionado a la imposición cultural y a las normas de la sociedad en la cual está inserto (soledad moral). El grado de su integración es fundamental para comprender su salud mental. El mayor temor en el hombre es el aislamiento. Hablamos de un sentimiento de horror a la soledad. No obstante, Fromm le atribuye erróneamente a esta necesidad la categoría de “ley”; he aquí el error capital que luego discutiremos en la obra del nuestro autor.

 

La tesis central de Fromm es que “el hombre, cuanto más gana en libertad, en el sentido de su emergencia de la primitiva unidad  indistinta con los demás y la naturaleza, y cuanto más se transforma en individuo, tanto más se ve en la disyuntiva de unirse al mundo en la espontaneidad del amor y del trabajo creador o bien de buscar forma de seguridad que acuda a vínculos tales que destruirán su libertad y la integridad de su yo individual” (Ibid. 42). En un desarrollo posterior, el autor sustenta que a medida que el niño comienza a cortar los vínculos primarios, mayor es su propensión a la autonomía y la independencia. A esto se lo conoce como proceso de individuación. Pero a medida que crece el sentimiento de ser-individual, mayor también es la tendencia a la soledad. Si una vez rotos los vínculos primarios que daban seguridad, el sujeto no puede resolver los problemas que acarrea el abandono del útero materno, caerá en una necesidad de sumisión caracterizada por un constante sentimiento de inseguridad y hostilidad.

 

Por medio de la sumisión el sujeto intenta evitar la angustia a ser excluido. Al respecto Fromm aclara “la individuación es un proceso que implica el crecimiento de la fuerza y de la integración de la personalidad individual, pero es al mismo tiempo un proceso en el cual se pierde la original identidad con los otros y por el que el niño se separa de los demás. La creciente separación puede desembocar en un aislamiento que posea el carácter de completa desolación  y origine angustia e inseguridad intensas, o bien puede dar lugar a una nueva especie de intimidad y de solidaridad con los otros” (Ibid. 49).

 

En perspectiva, Fromm sugiere “un miedo” que se torna asfixiante para la libertad del hombre político. El mayor temor del hombre es el aislamiento. Fromm afirma que el autoritarismo tiene un fundamento en el miedo a ser libre, a ejercer la libertad y la angustia que deriva luego de la indecisión. Con un análisis convincente de los regimenes totalitarios fascistas pero también capitalistas, Fromm abre la puerta para una nueva interpretación. El hombre se debate sobre dos tendencias, una al amor a la vida y la otra a la destrucción (necrofilia). Si bien Fromm sigue en parte la perspectiva hobbesiana sobre “la guerra de todos contra todos” introduce nuevos elementos en el análisis como la angustia ante la predestinación que conlleva la idea de un sobre-excitación y constante movimiento propio del calvinismo y el luteranismo en el sentido weberiano.

 

El autor ve en el mito judeo-cristiano de Adán y Eva el símbolo fundador de la libertad y la angustia que por medio del pecado significa para el hombre verse a merced de las fuerzas naturales. Misma inferencia hace Fromm sobre el pasaje de la edad media, en donde la religión acaparaba para sí todas las funciones y privilegios del Estado, hacia el renacimiento y luego a la modernidad en donde “la muerte de Dios” le puso fin a la seguridad propia del hombre. La sociedad medieval, en comparación con la moderna, se caracteriza por una falta sustancial de libertad. Un artesano nacido en esta época no aspiraba a desplazarse grandes distancias lejos de su lugar de nacimiento, siquiera a cambiar de profesión y/o de residencia, mucho menos cambiar de “clase social”. El rol adscripto que se le asignaba al europeo medieval era inamovible. Lejos de ser una edad oscura para el hombre, su arraigo a la tierra lo mantenía seguro de sí y de sus seres queridos. El renacimiento y luego la modernidad no sólo cambiaron para siempre las estructuras elementales y los lazos sociales medievales, sino que pusieron al hombre en una situación de libertad pero a la vez de considerable vulnerabilidad.

 

El renacimiento fue la cultura de una clase rica y poderosa, colocada sobre la cresta de una ola levantada por la tormenta de nuevas fuerzas económicas. Las masas que no participaban del poder y la riqueza del grupo gobernante perdieron la seguridad que les otorgaba su estado anterior y se volvieron un conjunto informe –objetos de lisonjas o de amenazas- pero siempre víctimas de las manipulaciones y la explotación de los detentadores del poder” (Ibíd., 64). La angustia, en este contexto, es una derivada del ejercicio de la propia libertad. Del desamparo que implica valerse por los propios medios. Desde la perspectiva de Fromm, desde este sentimiento el hombre adquiere la necesidad de someter al prójimo, y éste de renunciar a su libertad para ganar mayor seguridad. Básicamente, este ha sido el eje teórico que se encuentra a lo largo de todo el desarrollo del texto, incluyendo a la cultura de consumo capitalista estadounidense, a veces tomada como exponente de la libertad. Fromm, en este sentido, se presenta sumamente crítico con respecto a la enajenación de la cultura consumista americana y su escasa tolerancia a la diversidad y a la incertidumbre. El hombre vive de espaldas a la naturaleza pero se encuentra fundamentado por ella en todos sus aspectos.

 

La Defensa de la Sociedad en Michel Foucault.

Nuestra época moderna se encuentra proclive al aumento de la incertidumbre, desastres naturales,  conflictos y cierta clase imprevistos. O por lo menos así lo percibimos aquellos que como simples ciudadanos nos ha tocado la suerte o desgracia –depende el ángulo- de vivir y pensar en este tiempo. En este contexto, la obra del profesor Foucault Defender la Sociedad permite una mejor comprensión de la lógica bipartita del poder como así también los diferentes mecanismos que ligan a la sociedad con el discurso, la historia, la ley y las fronteras preestablecidas.

 

En el fondo, el filósofo francés llama la atención sobre los discursos hegemónicos y los dispositivos de poder como generadores de personalidad. Para Foucault, “en una sociedad como la nuestra … múltiples relaciones de poder atraviesan, caracterizan, constituyen el cuerpo social; no pueden disociarse, ni establecerse, ni funcionar sin una producción, una acumulación, una circulación, un funcionamiento del discurso verdadero. No hay ejercicio de poder sin cierta economía de los discursos de verdad que funcionan en, a partir y a través de ese poder. El poder nos somete a la producción de la verdad y sólo podemos ejercer el poder por la producción de la verdad. Eso es válido en cualquier sociedad, pero creo que en la nuestra esa relación entre poder, derecho y verdad se organiza de una manera muy particular” (Foucault, 2001: 34).

 

Del párrafo precedente se desprende la idea de “una economía de la verdad” cuya función principal es sentar las bases sociales e institucionales para el ejercicio del poder. El discurso, por su parte, que se construye en torno a determinado valor social el cual se encuentra estructurado por una producción, circulación y recepción de la “supuesta verdad”. En consecuencia, Foucault infiere que el poder adquiere su razón de ser (práctica) en la credibilidad de lo que llaman “verdad”.  La Ciencia considerada el instrumento hacia la verdad no escapa tampoco a la crítica exhaustiva del pensamiento de este brillante filósofo.

 

Foucault llama “genealogía” al bagaje teórico popular que no llega a articularse como una Ciencia propiamente dicha. Desde su perspectiva, las genealogías (como la antipsiquiatría) se mantienen en el pensamiento popular intentando dialogar con la Ciencia. Sin embargo, ésta última no sólo la ignoraría sino que bajo un inmutable silencio tendería a trivializar los hallazgos de la primera. Particularmente, las genealogías deben definirse como “anti-ciencias” o “como una insurrección de saberes.  La Ciencia es en sí una voluntad fuerte de ser poder, y en consecuencia los intelectuales serían de alguna manera funcionales a la estructura política. El sistema se reserva para sí el adoctrinamiento por parte del pensamiento de la misma manera que lo hace con el cuerpo; por medio de la regla moral.

 

Explica el profesor Foucault que el derecho no se constituye necesariamente como un instrumento de legitimidad (luego de la caída del Imperio Romano y el advenimiento de la Edad Media) sino por el contrario como una forma de poder coactivo y de dominación de un grupo sobre el resto de la sociedad. El derecho romano ha sentado las bases de la jurisprudencia y la soberanía de los Estados-Nación generando lazos de adoctrinamientos internos. Aquellos en disidencia con los postulados del derecho son encerrados en prisiones o institutos mentales bajo amenaza de castigo físico.

 

Al igual que E. Fromm, el postulado foucaultiano desafía la concepción inicial de T. Hobbes con respecto a Leviatán, construcción figurada en donde todos depositan su confianza. El Estado y el derecho serían según el desarrollo del filósofo francés construcción de pocos para el adoctrinamiento voluntario de todos. El poder en Foucault no es estático sino que circula generando “cadenas de poder”. No es posible según su argumento hablar de localización del poder, sino circulación o funcionamiento del poder. Quien hoy sufre el poder puede el día de mañana ejercerlo. La persona es una construcción misma del poder cuyo destino es circular en torno a la sociedad. En otras palabras, la sociedad y su sostén político están ubicados de tal forma que en cuanto resultados constitutivos de su accionar, los hombres no se conforman frente-al poder, simplemente son lo que resulta.

 

Asimismo, la guerra no debe ser comprendida como la continuación de la política sino como la expulsión del Estado de Derecho a sus límites externos, dando origen al discurso de la sociedad misma. Dice, al respecto, nuestro filósofo “la paradoja surge en el momento mismo de esa transformación (o tal vez inmediatamente después). Cuando la guerra fue expulsada a los límites del Estado, centralizada a la vez en su práctica y rechazada a su frontera, apareció cierto discurso: un discurso extraño, novedoso. Novedoso, en primer lugar, porque creo que fue el primer discurso histórico político sobre la sociedad  y resultó muy diferente del discurso filosófico jurídico que solía tener vigencia hasta entonces “(Ibíd. 54).

 

La vida no política no representa la paz por otros medios, ni la guerra la continuación de la política. Para Foucault, la guerra se configura como un reestructurador del orden social y no desaparece con la civilidad sino que sigue operando en el interior de la sociedad. Su forma de operación se asocia a la lógica binaria de opuestos. Los grupos civiles se encuentran enfrentados dando origen al conflicto contrastando de dos grupos en pugna. La historia, escribe Foucault, es el discurso de quien “dice la verdad”, su verdad, la verdad que impone por medio de las armas y la masacre dando origen el principio de la ley.

 

La proposición del discurso político habla de un “nosotros” disfrazando los verdaderos intereses del yo. La verdad sólo es una construcción arbitraria asociada a la fuerza de quien ejercer el poder. El discurso del poder intenta trastocar los valores desde lo oculto, desde abajo, desde lo confuso, por todo aquellos que es “condenado al azar”; la oscuridad de la contingencia y el futuro con el fin de pedir a los dioses que iluminen el camino por medio del trabajo y el orden. Se obtiene de este razonamiento un eje construido en la irracionalidad en forma tosca y bruta en la cual “resplandece” la verdad, a medida que ella se va haciendo más elevada la racionalidad se hace frágil y temporal, vinculada ésta última a la ilusión y la maldad. En el otro ángulo del eje se encuentra la brutalidad que se encuentra en oposición a la maldad. De esta forma, la doctrina jurídica separa la justicia, el bien y la verdad de aquellos azares violentos enraizados en la historia. Sin lugar a dudas, Foucault se encuentra orientado a criticar las malas interpretaciones sobre el legado tanto de Hobbes con su Leviatán como de Maquiavelo con el Príncipe.

 

La dialéctica del discurso histórico en ambos reivindicaba la figura del monarca, pero ello era en apariencia, en el fondo ella socavaba su más integra autoridad y “le cortaba la cabeza al rey”. El discurso de la lucha contra el rey surge a mediados del siglo XVII como resultado de diversos factores. Desde luego, dicha conflagración enmascara la verdadera razón de ser de la política la lucha bipolar entre dos bandos antagónicos sin la cual el poder no puede centralizarse. La “lucha de razas” que ha caracterizado, entonces, al siglo XVII y que se ha prolongado hasta mediados del XX, ha sido la idea primigenia “de defensa de la sociedad” como la entiende Foucault (idea que se desarrolla bajo genealogía del racismo). La centralización y posterior reconversión del discurso con respecto a la lucha, adaptación y eliminación de las “razas” sugiere la idea mítica que sólo una de ellas es la verdadera, la autorizada a ejercer el poder. La norma, de la raza que se autodenomina “superior al resto” se encuentra asociada a la idea de “degeneración” del grupo subordinado e instituye su cuerpo de acción legal-racional en un supuesto consenso del Estado Nación.

 

En consecuencia, la cohesión temporal subsumida bajo la autoridad del Estado se encuentra construida en la necesidad de llevar la guerra hacia fuera de las fronteras; explicado en otros términos, defender la sociedad bajo amenaza biológica, política o militar de un ataque extranjero será el mensaje imperante. El adoctrinamiento simbólico y físico sobre el cuerpo, la reclusión, funcionará como el instrumento de disuasión para que los súbditos se sometan a los deseos del soberano. En este sentido, podemos hablar de un “verdadero racismo de Estado” cuya máxima expresión se materializarán en los siglos posteriores con la adaptación de la teoría darwiniana, la creación de la eugenesia, el asenso de los fascismos en Europa y las democracias occidentales cristianas posteriores, o la guerra fría.

 

En el argumento de Foucault, la historia y el rol del historiador como científico son funcionales al poder hegemónico del momento. La historia y sus métodos no son otra cosa que un ritual más para el fortalecimiento estructural del poder. La historia narrada, escrita y transmitida, es siempre la historia de los triunfadores, los poderosos, los soberanos cuyas acciones le dan “continuidad a la ley”. “El Yugo de la ley y el brillo de la gloria me parecen las dos caras mediante las cuales el discurso histórico aspira a suscitar cierto efecto de fortalecimiento del poder. La historia, como los rituales, las consagraciones, los funerales, las ceremonias, los relatos legendarios, es un operador, un intensificador de poder” (Ibíd. 68). El derecho del rey que es fundamentado por medio del relato de sus hazañas va acompañado de la posibilidad de testar a favor de sus herederos. La herencia, y la genealogía surgen como dos mecanismos que replican el discurso histórico del poder. Lo que dice los anales de la historia no sólo fue un evento verídico, sino merece ser contado. No obstante, así como hay un relato que cumple, por sus características de forma, con los requisitos para ser contado, hay otro que es olvidado, desterrado, expulsado hacia fuera de las fronteras del Estado: una historia no contada, mucho menos rememorada. La historia idílica de los viejos Imperios refuerza la identidad de los nuevos imperios, como lo fue la relación entre Roma y la Edad Media. La perpetuación del poder exige una representación magna, digna e investigada de sacralidad religiosa.

 

El discurso político romano tiende a justificar el orden, declarando los derechos sobre el territorio y pacificando el cuerpo social ya sea con violencia o sin ella. Por el contrario, el discurso del siglo XVI y XVII basado en los postulados bíblicos desgarra y fragmenta la sociedad generando la expulsión de lo injusto a los bordes. El orden romano se circunscribía a la forma de representación indoeuropea ligada al funcionamiento de tres órdenes con arreglo a la soberanía; soberanía que es tanto simbólica como territorial. El discurso hebreo en la Biblia deshacer esa especie de organización ternaria sino a una fragmentación binaria del mundo social; a un constante opuesto de enemigos y amigos expresados en dos bandos, justos e injustos, condenados y salvados, ricos y pobres. La historia de Roma había sido adaptada a las necesidades políticas de una Europa que aún (obviamente) no se concebía como medieval.

 

La genealogía de los reyes medievales no se encontraba enraizada en las historia de unos pueblos “bárbaros germánico” carentes de “logos” como lo había sido en la Antigüedad, sino de las costillas de una flamante y gloriosa Roma. Este discurso, que el profesor Foucault ha explicado con exactitud en todo su libro se fundamentaba en el derecho, el respeto a ley, la lógica del conflicto entre dos opuestos, la soberanía, y la genealogía. La reivindicación del conflicto y la imposición de la guerra como forma económica productiva va a reivindicar, según el modelo expuesto, que existen dos grupos cuya conformación étnica no ha sido “mezclada”, que no sólo no han tenido lazos de cooperación o intercambio en el pasado, sino que por diferencias sustanciales (explicadas por incompatibilidad biológica) se han excluido mutuamente. En ese contexto, la historia fundamenta semánticas las bases de lo que hemos de conocer como ideología. La historia crea sentido, y precisamente, por ser lejana en el tiempo se la sacraliza como incuestionable y dogmática. El paso del tiempo combinado a la creación semántica de un arquetipo mítico permite crear un relato anclado en la veracidad del grupo “dominador”. Por su parte, el problema de la raza ha sido un problema del pasado y lo será del futuro. La estatización de lo biológico (por expresión de la manipulación genética), la separación de los grupos étnicos (bajo el cinismo del multiculturalismo) y la defensa de la soberanía (simbolizada en la idea del trabajo del suelo) convergen en la idea que el Soberano y su poder solo son posibles donde el Soberano puede matar.

 

Existe una interesante revisión crítica a Foucault llevada a cabo por K. Puente sobre la forma de concebir el poder. Partiendo de la base que el poder adquiere una naturaleza relacional y se encuentra diseminado por todo el sistema social a la vez que se diferencia (precisamente) de la dominación por la presencia de un grado de libertad, Puente cuestiona la universalidad de la teoría foucaltiana por dos motivos principales: a) la idea de concebir el poder como omnipresente implica que no puede ser operacionalizado y en tanto toma una definición filosófica. Desde esta perspectiva, no sería posible hablar de una Ciencia Política sino simplemente de Filosofía del poder. Por otro lado, y b) la teoría de la libertad y el poder en Foucault tiene muchos problemas a la hora de explicar fenómenos como la esclavitud en donde la dominación y el ejercicio de poder no mantenían una separación tan tajante como el filósofo francés propone. En tanto ilustrativa, original, holística y elegante, Puente sugiere que Foucault pretende explicarlos todo y en ese intento descuida aspectos constitutivos importantes de la política (Puente, 2006).

 

Seguridad Interna y Control de la Población

Las sociedades consideran su seguridad interna en base a la buena fortuna y a los criterios de escasez que de ella se desprenden. En efecto, la escasez debe comprenderse como un estado de impotencia que cualquier Estado quiere evitar. A la interpretación que la sociedad hace de la contingencia, Foucault la llama problema del acontecimiento. La penuria que provoca cualquier alza de precios debido a la escasez está asociada a la autopercepción de que tal estado se ha debido a una falta por parte de la humanidad, ya sea por excesiva ambición o credulidad. Entendida, entonces, la escasez como parte de la “mala suerte” y ésta última de la “mala índole humana”, existe alrededor todo un sistema jurídico y disciplinario con el fin de amortiguar los efectos de la escasez en la población: el control de precios. De esta manera escribe el autor: “el principio de libre circulación de granos puede leerse como la consecuencia de un campo teórico, y al mismo tiempo como un episodio en la mutación de las tecnologías de poder y en el establecimiento de la técnica de los dispositivos de seguridad que a mi parecer es característica o es una de las características de las sociedades modernas” (Foucault, 2006: 51). El libre comercio de granos y mercancías se configura como un mecanismo tendiente a evitar los sublevamientos afianzando la legitimidad del Estado y la seguridad interna. En el fondo lo que se quiere evitar es el “flagelo de la escasez”.

 

Ahora bien, ¿cuál es según Foucault la diferencia entre un dispositivo disciplinario y uno de seguridad?. El dispositivo disciplinario aplica sobre el desvío a la norma jurídica mientras el segundo regula de antemano los factores que infieren en la seguridad interna. Por ejemplo, la articulación de una estrategia de restricción en importación o exportación de granos puede subir o bajar su precio según el resultado deseado en forma anticipada al acontecimiento propiamente dicho. En otros términos, la seguridad tiende a lidiar con la continencia de las decisiones en materia de organización. Asimismo el concepto de seguridad comprende también al disciplinario y legal. El adoctrinamiento de los individuos en sociedad da lugar a la población como un concepto más complejo destinado a formar parte de un sistema holístico de oferta y demanda. Según Foucault, una mala cosecha puede despertar hambre, una suba generalizada en el precio del grano en un país determinado, no obstante, sabiendo de esa situación los países circundantes especularán sobre cual es el momento oportuno (según sus propios intereses) para venderles granos. Como ellos no saben cual será la estrategia de otros proveedores se lanzarán compulsivamente a vender granos e indefectiblemente bajarán los precios. En consecuencia, la escasez definida como tal tiende a ser una “quimera”, término que toma de Abeille. ¿Empero que pasaría si la gente desespera antes y arremete contra los aprovisionamientos de trigo apenas es recibida la noticia de la mala cosecha?.

 

Evidentemente, el sistema económico y político colapsaría, admite Foucault. En este contexto, surge la figura de la población como el colectivo sujeto no sólo a las leyes y la jurisprudencia sino también al contrato social. La población nace como resultado del accionar de la disciplina del Estado y el respeto por la ley, pero por sobre todo, de la obediencia colectiva. A su vez, Foucault afirma que la disciplina encierra en un espacio determinado y aísla al sujeto dentro de ciertos límites (soberanía). Por el contrario, los dispositivos de seguridad tienden a ser centrífugos tratando de abarcar circuitos cada vez más amplios como la psicología, los consumidores, los vendedores, la forma de pensar de los productores, etc.

 

En palabras del filósofo francés, “la disciplina reglamenta todo. No deja escapar nada. No sólo no deja hacer, sino que su principio reza que ni siquiera las cosas más pequeñas deben quedar libradas a sí mismas. La más mínima infracción a la disciplina debe ser señalada con extremo cuidado, justamente porque es pequeña. El dispositivo de seguridad, por el contrario –lo han visto- deja hacer. No deja hacer todo, claro, pero hay un nivel en el cual la permisividad es indispensable. Dejar subir los precios, dejar instalarse la penuria, dejar que la gente tenga hambre para no dejar que suceda otra cosa, a saber, el surgimiento de la calamidad general de la escasez. En otras palabras, el tratamiento de la disciplina aplica al detalle es igual al tratamiento que le dan los dispositivos de seguridad. La función esencial de la disciplina es impedir todo, aun y en particular el detalle. La función de la seguridad consiste en apoyarse en los detalles, no valorados en sí mismos como bien o mal y tomados en cambio como procesos necesarios e inevitables, procesos de la naturaleza en el sentido lato; y se apoyará en ellos, que si bien son lo que son, no se consideran pertinentes, para obtener algo que sí se juzgarán pertinentes por situarse en el nivel de la población” (Ibíd.: 67).

 

Si la disciplina fija la estrategia, la seguridad hace lo propio con el caso, el riesgo y la crisis. La función de la seguridad es crear dentro de la sociedad el consenso necesario para aceptar la situación dentro de ciertos límites que llevan a aislar la peligrosidad. Es precisamente, lo que el autor llama “normalización disciplinaria” la cual consiste en crear un modelo con el cual se identifican los miembros de cierto grupo. Partiendo de la base que lo normal es aquello que puede ser adecuado a la norma, Foucault arguye que las prácticas médicas con respecto a las enfermedades representan un claro ejemplo de cómo trabajan y se crean los dispositivos de seguridad. La vacuna, el ejemplo traído a colación por el autor es sobre la viruela que azotó Europa en el siglo XVII, tiene como característica tomar un aspecto de la enfermedad e inocularla (en dosis reducidas) disminuyendo su peligrosidad sobre el organismo. La vacuna no intenta suprimir la enfermedad, acepta su existencia pero la circunscribe dentro de cierta normalidad fijada arbitrariamente. Estamos, en consecuencia, en presencia del caso el cual tiene como función servir de barómetro a las autoridades médicas. En ocasiones, la enfermedad o el peligro pueden enquistarse en cierto territorio dando origen a lo que Foucault denomina “enfermedad reinante”. Identificada a un especio y tiempo específico, los nacidos en ese territorio poseen cierto riesgo de contraer la enfermedad en tanto que su proximidad geográfica remite a la idea de peligrosidad. A medida que más cerca se esté del territorio infectado o de los grupos infectados mayor será el riesgo de contraer la enfermedad. Lo cierto, en su explicación parece ser que –a diferencia de la disciplina que prohíbe- la seguridad opera desde y en la realidad aceptando la contrariedad pero limitando sus efectos.

 

Bajo dicha lógica, los riesgos diferenciales implican una idea de peligrosidad o amenaza. En el momento en que los casos de contagio duplican o exceden los rangos de normalidad a pesar de las medidas llevadas a cabo para reducirlos, surge el estado de crisis. Por lo tanto, Foucault debe admitir “caso, riesgo, peligro, crisis: se trata, creo de nociones novedosas, al menos en su campo de aplicación y en las técnicas que exigen, pues va a haber precisamente toda una serie de formas de intervención cuya meta será la misma que antes, a saber, anular lisa y llanamente la enfermedad en todos los sujeto en los cuales ésta se presente, o impedir que los sujetos enfermos tengan contacto con los sanos” (ibid: 82). La distancia geográfica entre los enfermos y los sanos remite al aislamiento como mecanismo de profilaxis que articulan las sociedades para mantener un grado acorde de normalidad. Las explicaciones del profesor Foucault apuntan a la ciudad como lugar paradójico de seguridad e inseguridad para la población y su príncipe. El siglo decimonónico es testigo de una nueva forma de concebir la población vinculada a la forma de gobierno en situaciones favorables y adversas. El gobierno de la población y la introducción de la economía como instrumento que permitirá legitimar ese gobierno son dos factores capitales en la construcción de poder. Un poder aplicable a la población en forma recursiva, de arriba hacia abajo (descendente) y de abajo hacia arriba (ascendente). La primera hace referencia al poder de policía mientras la segunda al carisma del príncipe (la posibilidad de dar soluciones a los problemas cotidianos).

 

Resumiendo, los alcances de la tesis foucaultiana apuntan al Estado de justicia como pre-requisito de una época feudal cuyas característica principal es la presencia de la ley. Durante los siglos XV y XVI el estado feudal da lugar a una nueva forma de gobierno que fija las fronteras e instaura una nueva norma basada en la disciplina, o mejor dicho en la administración disciplinaria. Esta nueva forma de dirección encuentra en la masa de población algo más que una variable predictiva de su poder o autoridad, sino su variable más importante. El gobernante es tal en tanto a la calidad de su población. De esta manera, escribe Foucault “un Estado de gobierno que ya no se define en esencia por su territorialidad, por la superficie ocupada, sino por una masa: la masa de la población, con su volumen, su densidad y, por supuesto, el territorio sobre el cual se extiende, pero que en cierto modo sólo es uno de sus componentes. Y ese Estado de gobierno, que recae esencialmente sobre la población y se refiere a la instrumentalización del saber económico y la utiliza, correspondería a una sociedad controlada por los dispositivos de seguridad” (ibid. 137).

 

Así, el profesor Foucault termina una serie de interesantes conferencias y clases, orientadas todas ellas al objetivo discutir acerca de la conformación del Estado moderno y las influencias (en ese proceso) de la población, el territorio y la seguridad. De la coacción a la legitimidad por medio de la creación de población, los príncipes se han esforzado por mantener el control de sus soberanías. Efectivamente, Foucault entiende que el poder “del pastor” aquel quien no sólo cuida de las ovejas sino que además ofrece un camino de “salvación” es una de las primeras herramientas tácticas de los gobiernos occidentales para perpetuar su control sobre los individuos. En este proceso, el cristianismo se ha transformado en una pieza clave ya que delineó cuidadosamente la forma y los pasos que debían seguir los súbditos del Estado en ésta y en la otra vida. No obstante, la posición de la Iglesia y el gobernante encontraron un declive en su legitimidad en el devenir del siglo XVI y XVII ya que eran incapaces de operar sobre la contingencia del medio y explicar el principio del desastre: ¿cómo un Dios que ama su rebaño deja que las pestes o los terremotos hagan estragos en la vida de sus súbditos?. Surge entonces, la idea de una Razón de Estado suficiente y omnipresente para velar por los intereses de todos los individuos. Con la racionalidad y los nuevos instrumentos al igual que con la creación de una nueva imagen de la comunidad para sí, la población, el Estado recurre al poder de policía para reforzar la devoción interna, a la paz interestatal (Westfalia) para alcanzar un equilibrio europeo y a la mejora material sobre los súbditos que promete el mercantilismo; nace, en otras palabras, la economía política como fuente de legitimidad interior y exterior del gobernante. “La razón de Estado, al margen de las teorías que la formularon y justificaron, cobra forma en dos grandes conjuntos de saber y tecnología políticos: una tecnología diplomático-militar, consistente en consolidar y desarrollar las fuerzas del Estado por medio de un sistema de alianzas y la organización de un aparato armado .. el otro conjunto está constituido por la policía, en el sentido que se daba por entonces a esa palabra: es decir, la totalidad de los medios necesarios para acrecentar, desde adentro, las fuerzas del Estado” (ibid. 413).

 

Por todos los puntos expuestos podemos afirmar que en una época, cuyo eje discursivo, se cierne alrededor de las estrategias de gobierno con respecto a la seguridad de la población, el presente texto se constituye como una obra de valor imponderable como así también una cita obligada para todos aquellos quienes quieran desarrollar el tema. El único problema que puede observarse en su construcción es que Foucault no imagina como funciona el Estado postmoderno. O por lo menos, no concibe todavía la desintegración del Estado moderno como hoy la experimentamos.

 

Este hecho sumado a una imagen autorreflexiva de sí y de sus gobernantes (característica insoslayable de la postmodernidad) explicaría la resistencia, y los conflictos que todas las poblaciones occidentales demuestran hacia la policía y el Estado. Desde Atenas, hasta Paris pasando por Buenos Aires, las marchas y contramarchas las cuales culminan con desastres y violaciones contra la propiedad occidental vienen acompañados de un enfrentamiento corporal hacia los cuerpos del estado funcionales a la preservación de la circulación material, la policía. Posiblemente, el futuro del Estado-Nación quede inconcluso, lo cierto parece ser que la relación dialéctica entre población, seguridad y territorio ha dado como resultado el nacimiento de la Economía Política que hoy conocemos. Por otro lado, existe en el imaginario colectivo una exacerbación del peligro y del temor a ser contagiado por una bacteria o virus mortal, a ser víctima de un accidente aéreo, o incluso de un atentado masivo, pero de la misma forma se desconfía del Estado como el órgano capaz de dar respuesta a ese sentimiento. Las hambrunas, desastres naturales o aquellos provocados por el hombre, la maldad, la delincuencia, el crimen, la corrupción, la malnutrición infantil y otros problemas siguen siendo calamidades que operan en la realidad. Mientras el concepto de seguridad las naturalice en estándares de normalidad, la población seguirá coexistiendo con ellas hasta enfrentar el proceso de crisis. En parte, dicha normalidad habla de un estado o un grupo de personas anormales cuya expulsión o reclusión lleva la tranquilidad a la población en general. La paradoja que Foucault quizás vio pero no mencionó es que si el Estado erradica  por aplicación disciplinaria el problema que aqueja a la población, ella misma se disgrega transformándose en un conjunto de personas situadas en un territorio y terminan por desconocer el poder del soberano (desobediencia civil).

 

Por lo tanto, el accionar ambiguo del mismo estado tiene como destino su futura e inevitable desaparición. Una tesis diametralmente opuesta a Spinoza y Fromm quienes comprendían que el miedo no debía ser un instrumento de legitimidad política. En su parte introductoria, de hecho, Foucault admite que un estado de abundancia implicaría una desintegración del cuerpo social. No obstante, manteniendo la incertidumbre para afianzar el vínculo social, el Estado no puede garantizar que no se esté frente a una potencial crisis. En consecuencia, la disciplina es totalmente contraria a la seguridad. Ésta última se encuentra asociada a la noción de contingencia y a un código bipolar de probabilidades. El estado no erradica sobre el individuo probabilidad de ser dañado sino que la mantiene reduciendo sus efectos posibles. Esta estrategia tiene como objetivo mantener la legitimidad por medio de la introducción del miedo; la crisis se comprende cuando la situación desborda la capacidad del Estado para brindar seguridad a su población.

 

La Convergencia entre el temor interno y externo en C. Robin

Al igual que los autores ya examinados, el profesor Robin también reconstruye el mito judeo-cristiano de Adán y Eva. Dios descubre que luego de comer del árbol prohibido, ambos tenían miedo y se esconden. Antes del pecado, el hombre caminaba libremente por el jardín del Edén hasta que el rigor del trabajo esclavizó sus cuerpos y sus mentes. En consecuencia, la imposición ético-moral trajo consigo consecuencias indeseables, el miedo. El autor elabora una análoga comparación de la situación de Adán con respecto a los atentados del 11 de Septiembre de 2001 en donde miles de estadounidenses salieron forzosamente del letargo cultural en el cual se encontraban (Robin, 2009: 16-17).

 

El miedo se construye, de esta forma, como una base o trampolín hacia la dominación de las controversias subyacentes antes del momento crucial que ha despertado a la sociedad. Ese momento mítico es reinterpretado siguiendo una lógica bipolar de amigo/enemigo y genera la movilización de recursos humanos o materiales con fines específicos. En los enemigos, por regla general, se depositan una serie de estereotipos con el fin de disminuir su autoestima y masculinidad. Demonizados no tanto por lo que han hecho sino por sus conductas sexuales, atribuimos a ellos grandes desordenes psicológicos. La incorregibilidad de estas anomalías conlleva a la idea de confrontación y posterior exterminio. El miedo como sentimiento primario sub-político debe ser comprendido en tanto resultado de las creencias se encuentra vinculado a la ansiedad. En este contexto, Robin sugiere que el miedo político no debe entenderse como un mecanismo “salvador del yo” sino un instrumento de “elite” para gobernar las resistencias dadas del campo social. Éste, a su vez, posee dos subtipos: interno y externo.

 

El miedo externo se construye con el fin de mantener a la comunidad unida frente a un “mal” o “peligro” que se presenta ajeno a la misma. En otros términos, esta amenaza atenta contra el bienestar de la población en general. Por el contrario, el segundo tipo surge de las incongruencias nacidas en el seno de las jerarquías sociales. Cada grupo humano posee diferenciales de poder producto de las relaciones que los distinguen y le dan identidad. Aun cuando este sentimiento también es manipulado por grupos exclusivos, su función es la “intimidación” interna. Al respecto, Robin explica “mientras el primer tipo de miedo implica el temor de una colectividad a riesgos remotos o de algún objeto –como un enemigo extranjero- ajeno a la comunidad, el segundo es más íntimo y menos ficticio, se deriva de conflictos verticales y divisiones endémicas de una sociedad, como la desigualdad, ya sea en cuanto a riqueza, estatus o poder. Este segundo tipo de miedo político surge de esta desigualdad, tan útil para quienes se benefician de ella y tan perjudicial para sus víctimas, y ayuda a perpetuarlo (ibid, 45).

 

En su discusión, Robin introduce en la discusión a Alexis de Tocqueville quien a diferencia de los autores antes mencionados, veía en la mayoría una temible amenaza para la democracia. Particularmente, Tocqueville creía que las mayorías populares subsumían el yo político de los ciudadanos en una masa impersonal la cual no permitía disidencias. Si bien, este nuevo régimen político no castigaba directamente a quienes pensaban diferente, los aislaba condenándolos a la soledad y el ostracismo. Las mayorías, según su visión, logran mayorías automáticas sin ningún tipo de liderazgo. Basada en un poder político que otorgaba el derecho a la igualdad, la masa crea el riesgo dentro de sus propias filas y no fuera de él. En este sentido, Robin sugiere que “la descripción de Tocqueville de la mayoría tiránica, pues captaba, su compleja y confusa sensibilidad sobre esta nueva era democrática. Por una parte, Tocqueville tenía una exagerada perspectiva de la omnipotencia de la mayoría y suponía, equivocadamente, que la lucha política entre las fuerzas de la igualdad y las elitistas habían terminado, y que la igualdad había triunfado. Las víctimas del miedo no eran las de abajo, sino las de arriba” (ibid, 157).

 

Al desdibujarse los límites de cada individuo tan ampliamente, el yo democrático crearía un mundo cada vez más aterrador no sólo porque aumenta el nivel de egoísmo, violencia y crueldad sino también la ansiedad. El peligro nace desde dentro de la sociedad expresado tanto en la constitución cultural como psicológica de la personalidad ansiosa. En este caso, la ansiedad no se da por un proceso de individuación y fragmentación del lazo social, sino todo lo contrario: por la sumisión impersonal del yo a una masa anónima. La ansiedad, en otras palabras, es condición in facto esse de la formación cultural de los Estados Unidos de América por ausencia de estructura, línea jerárquica y autoridad. El miedo no viene dado por el uso de la fuerza del Leviatán o del déspota, sino por la ausencia de límites. La propia ansiedad crea las amenazas internas, pone a los hermanos uno contra otro, y los predispone a la desconfianza y pasividad, listos para sacrificar sus propias libertades personales. Tan reaccionario como a veces conservador y revolucionario, Tocqueville clamaba por un papel activo de Europa en la política mundial. No sólo veía con buenos ojos las incursiones europeas en África y Asia sino que vivió con gran entusiasmo la conformación del etnocentrismo del siglo XIX. El profesor Corey es más que elocuente cuando dice “era un gran acontecimiento empujar a la raza europea fuera de su hogar y someter a todas las otras razas a su imperio o influencia. En contra de aquellos, como él, que normalmente difamarían a nuestro siglo por su política insignificante, Tocqueville insistió en que nuestra época está creando algo más grande, más extraordinario que el Imperio Romano sin que nos demos cuenta; es la esclavización de cuatro partes del mundo a manos de una quinta” (ibid, 176).

 

Entre los intelectuales que se han ocupado del miedo político, fue precisamente H. Arendt quien a su manera criticó el papel del totalitarismo tanto de la derecha como de la izquierda. En palabras de Robin, “si a algún otro pensador le debemos nuestro agradecimiento, o nuestro escepticismo, por la noción de que el totalitarismo fue antes que nada una agresión contra la integridad del yo inspirada por una ideología, es sin dudas, a Hanna Arendt” (ibid, 188). 

 

Pero sin lugar a dudas, Arendt es la contratara de T. Hobbes; si en Hobbes el miedo lleva a la idea de una pacificación forzosa, en Arendt la sumisión se corresponde con una evidente falta de confianza personal. ¿De donde proviene tanta disparidad en el pensamiento de ambos filósofos?. Robin parece encontrar una respuesta tentativa asociada a la visión (en Arendt) de un yo cada vez más fragmentado y débil, perspectiva que no tenía (obviamente) Hobbes. Entre Hobbes y Arendt, el yo había sufrido cambios sustanciales producto de revoluciones y contrarrevoluciones políticas. Las contribuciones de Tocqueville en la conformación de una idea que implica “la pequeñez del yo” frente a la libertad han permanecido en la forma de concebir el miedo político de Arendt.

 

Alternando la teoría del “terror despótico” de Montesquieu con la auto-humillación del yo de Tocqueville, Arendt propone una nueva forma de concebir lo político. El “terror total” se encontraba orientado a destruir de raíz la libertad y la responsabilidad por los propios actos en aras de la eficiencia racional. No es en así, enfatiza Robin, la brutalidad de los crímenes cometidos por los Nazis o los Bolcheviques contra los disidentes, lo que hace al totalitarismo sino la impersonalidad y sistematicidad con que a diario se ejercían. El objetivo se presenta como externo al sistema ético-moral por voluntad del más fuerte. Esta forma de pensar, propia del existencialismo alemán del cual Arendt no se podía desprender, le causó serios dolores de cabeza ya que fue acusada por sus propios correligionarios judíos de “traidora”. Las respuestas culturalistas que apuntaban al holocausto y o terror total como resultados de la herencia cultural alemana o rusa, no la convencían en absoluto. Ella sostenía, quizás erróneamente, que lo sucedido en Alemania o Rusia podía ser replicado en cualquier otra nación. Fue así que en su desarrollo, Arendt presentaba a un Eichmann (Eichmann en Jerusalén) desprovisto de una “maldad extrema” casi diabólica, sino como un producto acabado de la lógica legal-racional cuya voluntad crítica había sido colapsada por la ideología Nacionalsocialista.

 

Para H. Arendt el Juicio en Jerusalén de A. Eichmann explica como el mal también, bajo ciertas circunstancias, puede ser banal y superfluo. Eichmann, según la versión reconstruida por Arendt, lejos de ser un cruel criminal, demonizado por un proceso tan irregular desde su inicio con la captura ilegal en Buenos Aires hasta su posterior sentencia final, se corresponde con un hombre cuyas máximas aspiraciones en la vida han sido el asenso social y el posterior reconocimiento que viene con éste. Quizás, arguye nuestra autora, ese haya sido el principal problema de Eichmann ya que olvidaba en su defensa una cantidad de detalles de su relación con los “judíos” que podrían haber salvado su vida. La única motivación cierta de Eichmann en sus políticas de Estado han sido la obediencia a sus superiores y las concreciones de los fines dispuestos burocráticamente (Arendt, 1999: 134). Arendt, nos lleva lentamente, a un mal que se levanta desde la propia esencia humana, un mal no solo casi vano y normal sino también cotidiano. 

 

El Miedo Político en N. Elías.

Humana Conditio es un libro que focaliza en la naturaleza intrínseca de la humanidad, en sus miserias y en aquellas cuestiones que se tornan incomprensibles para el intelecto humano como el mal extremo. Como ensayo filosófico posee interesantes conclusiones y aportes que Norbert Elías propone como corolario del Aniversario del fin de la Segunda gran Guerra y la caída del Nacionalsocialismo. Si bien, el autor había precisado años antes una idea de evolución cíclica, evidentemente, las dos guerras mundiales son un claro revés para su tesis principal (una preocupación que comparte con Fromm y Arendt). Partiendo de la base que la humanidad tiende a ejercer menos violencia sobre el prójimo a medida que se refinan sus costumbres, hábitos y técnicas, las dos, pero por sobre todo la Segunda Guerra pone en jaque todo su desarrollo previo.  ¿Cómo se explica la muerte injustificada de miles de civiles y personas inocentes de un pueblo que según los parámetros de Elías alcanzaba el grado de civilizado?.

 

Dentro de ese contexto, es necesaria una vuelta de tuerca a la teoría antes estipulada que permita comprender los hechos en base a un “diagnostico sociológico”.  Recordemos al lector lo siguiente: en términos del propio Elías, el médico quien elabora su diagnóstico con respecto a la condición de un paciente movido por sus deseos personales, tiene probabilidades de arruinar la objetividad del reporte. Asimismo, el sociólogo debe llegar a un diagnostico, sobre el fenómeno que examina, dejando a un lado sus propia ideología o deseos personales. El principio de objetividad positiva en combinación con un método heurístico comprensivo al mejor estilo weberiano caracterizarán el trabajo de este gran pensador por el resto de su vida. Empero, mejor retornemos a la obra en cuestión. 

 

En la actualidad, la ciencia y la técnica han hecho olvidar al hombre sus temores arcaicos al medio ambiente. La superstición y las creencias religiosas, considera Elías, han dado lugar a formas de creencias más “civilizadas” relacionadas al conocimiento y al avance tecnológico. Hoy un terremoto no es entendido como un castigo divino, sino que es estudiado contemplando todas las posibilidades físicas y variables intervinientes. Aun cuando resulten penosas sus consecuencias sobre la población indefensa, el hombre no mira al cielo preguntándose porque, sino que investiga las verdaderas causas del desastre. La diosa Fortuna ha dejado su lugar a la Ciencia. En palabras exactas del autor, “ante la amenaza de fenómenos naturales extra-humanos, el hombre es capaz de reprimir sus deseos y fantasías. El camino ha sido largo y laborioso, pero ahora, en las sociedades industriales más desarrolladas, se ha llegado a una homogeneidad social del lenguaje y del saber que ya permite a los niños de estas sociedades contemplar la naturaleza domesticada en la que viven sin temor a espíritus y hechiceros” (Elías, 2002: 26)

 

Los peligros y las amenazas, de esta manera, parecen haberse visto reducidas notablemente por medio de la “desmitificación” del mundo natural. No obstante, existen todavía temores y supersticiones de las cuales el hombre moderno no ha podido desprenderse. Elías se encuentra interesado en examinar (en detalle) como actúa el miedo político en las sociedades y su relación con la seguridad, la soberanía y la guerra. A diferencia de Foucault quien consideraba a la guerra como continúa ya sea en períodos bélicos o no, Elías intenta reforzar la apuesta conviniendo una clase de principio o ley humana universal: la necesidad de seguridad y la hostilidad.

 

Para una mejor comprensión del fenómeno, el autor introduce en su discusión al “principio de Prometeo” quien, según cuenta la mitología griega, ha sido castigado por desobedecer los deseos de Zeus y otorgarle al hombre la capacidad técnica de dominio sobre la naturaleza. Misma analogía puede observarse con Adán y Eva y el árbol de la sabiduría. El saber y la tensión cultura/naturaleza cumplen un rol primordial en la configuración de la política; no necesariamente distorsionantes (en términos foucaultianos) sino superadores. Eso lo revela, la historia de todas las civilizaciones humanas. Bajo la palabra furor hegemonialis o fiebre hegemónica, Elías enfatiza que una de las características básicas de los hombres es la necesidad de seguridad interna. Pero este sentimiento, lejos de ser satisfecho definitivamente, actúa en forma entrópica. La sociedad fija su régimen político, su ideología y sus fronteras estableciendo un clima de estabilidad en lo interno pero tarde o temprano comienza a percibir a su vecino como amenazante y peligroso. Hecho que lo lleva a movilizar sus recursos en un enfrentamiento armado. La dialéctica entre la guerra y la paz constituye el eje central para un nuevo estadio de civilización, más refinado y estable.

 

Por ese motivo, se ve en el deber “moral” de conquistarlo y expropiarle sus tierras, una vez que su empresa tuvo éxito considera que su nuevo vecino sigue siendo igual de peligroso y promueve una nueva acción bélica. Esta fiebre hegemónica, exige temporal y constantemente la anexión de nuevos territorios con el fin de reducir la angustia y el temor interno. “Cuando Alejandro hubo derrotado al rey persa, no se contentó con haber eliminado definitivamente el peligro de los griegos mediante la destrucción del reino persa y la formación de un imperio unificado griego-persa. Encontró en las fronteras asiáticas del reno persa pueblos que aún no estaban sometidos a su dominación y que, por consiguiente, representaban una amenaza para sus fronteras recién conquistadas. Cuando hubo vencido también a estos pueblos y ampliados las fronteras de su imperio hasta la desconocida Asia, encontró otros pueblos detrás de las nuevas fronteras que podrían amenazar la seguridad de su reino” (ibid, 35-36).

 

La lucha hegemónica se dirime por la conflagración bélica; y en consecuencia los estados intervinientes se involucran en luchas eliminatorias hasta que quedan dos o tres potencias que pueden logar estabilizar la región por un lapso de tiempo dado. La identidad de cada sociedad fija los valores y mitos por los cuales sus integrantes van a poder comprender los hechos que les rodean. Las sociedades infectadas con la fiebre hegemónica (Macedonia, Roma, España, Holanda, Alemania, Estados Unidos o Rusia entre muchas) construyen alrededor de sí una imagen distorsionada y exacerbada las cuales los llevan a legitimar la expansión territorial. En otras palabras, se instituye un mito de grandeza “por derecho de la historia” o por derecho natural” de la propia nación a pacificar o expandir el grado de civilización a otros pueblos. Aquí, la noción de civilidad y civilización, admite Elías, poco tiene que ver con la verdadera evolución humana la cual se desprende de la dialéctica hegeliana del enfrentamiento entre opuestos. Los hechos que atentan contra ese ego-nacional son distorsionados, olvidados y eliminados del pensamiento colectivo y los sistemas educativos. Ello implica que no sólo la historia sea contada siguiendo parámetros específicos sino también la sociedad refuerza su sentimiento de superioridad por medio de la imposición ideológica. Ideología, no huelga decir, que va a llevar e imponer en los pueblos conquistados.

 

El ejemplo de la derrota en la primera Guerra mundial de La Alemania de Bismarck que el nacionalismo germano no pudo soportar en conjunción al pacto de Versalles dio como resultado un sentimiento que señalaba Alemania había perdido por la traición de quienes habían pactado con Inglaterra y Estados Unidos en vez de las propias desinteligencias militares del propio Kaiser. Esta construcción ideológica no sólo fagocitó el “orgullo” y ese sentimiento de superioridad que ha caracterizado a los “germanos” sino que desembocó en el advenimiento al poder del Tercer Reich. Ricos, pobres, empresarios y campesinos encontraron en la tesis de la “puñalada” la excusa y la explicación que alimentó su nacionalismo. Empero, dicha observación se aplica también a otras situaciones y contextos. Si bien algunos eruditos sostienen que el mundo moderno se ha caracterizado por un alto grado de secularización y racionalidad política, Elías infiere que la ideología ha reemplazado a la religión pero lejos se encuentra aún la humanidad de encontrar un grado de madurez necesario para evitar vivir sin idolatría. La filiación de grupo, en este sentido, se ve acompañada por la solidaridad y el prestigio que condicionan el comportamiento individual de cada uno. “La participación del individuo en el destino y la reputación de su grupo o sus grupos es, como ya he apuntado, un hecho. Pertenece al destino del ser humano; es un aspecto de la conditio humana. Nada es más peligroso que la tendencia a esquivar esta realidad a través del disimulo o la postergación” (ibid: 62).

 

El miedo político en Elías al igual que en Robin, opera en dos dimensiones. Por un lado, el temor a una expoliación física por parte de los adversarios mientras por el otro existe un temor interno a que la “forma de vida” del enemigo destruya las propias instituciones. Entonces, cada grupo intentará demonizar a su rival considerándolo no sólo inferior sino “maligno” o “monstruoso”, creará del él una imagen distorsionada que permita identificar el propio estilo de vida como “el correcto, el virtuoso o el bueno”. Si el otro representa el mal, lo propio comprende al bien.  La dignidad, la pureza y el peligro juegan en esta fase un rol primordial en la organización social (Douglas, 2007). Como ya hemos analizado, Elías intenta presentar “una condición humana” universal que explique la relación entre el temor político y la ideología. En este sentido, los esfuerzos del sociólogo alemán se pueden contrastar con E. Fromm o M. Foucault de quienes nos ocuparemos en un futuro no muy lejano.

 

Conclusiones

Por lo pronto, las contribuciones de Elías y de Foucault nos ayudan a comprender las estrategias que elaboran los Imperios en su proceso de colonización, pero sobre todo la dependencia que se da luego del proceso de “descolonización”. Si en la colonización, los nuevos amos tienden a imponer en situaciones de rebeldía y sedición, ya en la colonización la sumisión por vías pacificas es completa. Como será de dominio público, el último terremoto en Haití que cobró la vida de millares de personas ha despertado la sensibilidad de los países industriales. Solidaridad que lleva no la idea de ayuda sino de intervención. Dicha intervención en vez de solucionar el problema, como la intervención europea en África, agrava la situación. Mezclando piedad judeo-cristiana con una especie de paternalismo imperialista, ven hoy en Haití como en el pasado han visto en África, pobreza, corrupción y exclusión social como causas in facto esse de la terrible situación que experimentan.  Lo cierto, es que el terremoto de Lisboa en 1755, país rico y potencialmente poderoso, no fue menos dramático que el de Haití.  Posiblemente, los efectos secundarios han sido más dramáticos en el país caribeño que en el europeo a raíz de las condiciones materiales en las cuales viven unos y otros, lo cierto es que no son para nada determinantes. Por lo menos eso revela la cantidad de estudios y políticas de prevención o mitigación de desastres en África (Becker, 2009) (Van der Waldt, 2009) (Malele, 2009). Pues entonces, ¿en donde nace, siguiendo el desarrollo realizado hasta el momento, el principio ideológico de hegemonía?. La repuesta, sin lugar a dudas, es de la piedad. Expliquemos mejor este concepto.

 

La pobreza como realidad es una variable de difícil aprehensión. No sólo varía en cada sociedad, sino que además cada uno tiende a percibir que hay gente tiene menos pero hay otros que tienen más; a grandes rasgos, la tendencia de la percepción subjetiva es mantenerse siempre en el medio. En tanto retórica discursiva desde Roma a hoy, “la pobreza” es una pieza fundamental de la ideología. Por un lado, castigan a quienes por medio de la pereza han contribuido a esa situación mientras legítima las asimetrías preexistentes frente a lo no explicable, lo desconocido, lo maligno. Los hombres que desconocen su futuro justifican sus acciones por medio de construcciones ideológicas que tienen la particularidad de hacer posible que el resto de los grupos no involucrados recobren su estabilidad. La idea, de que un terremoto (devastador) puede ocurrir en cualquier momento y en cualquier lugar, paralizaría la actividad económica de cada sociedad. Para ello, es necesario articular mecanismos defensivos que ayuden al hombre a seguir adelante. Es una regla casi general, que luego de un gran desastre los hombres justifiquen los hechos por medio de construcciones como el castigo divino, el pecado, la corrupción, el autoritarismo, la pobreza etc.

 

Al margen de ello, Haití y África -además de la composición étnica de su población- tienen similitudes históricas. Ambas regiones han sido sometidas al euro-centrismo y a la colonización; antropológicamente hablando, los grupos humanos (como ha señalado el profesor Elías) basan sus jerarquías respecto a las diferentes formas de producción y circulación de bienes los cuales a su vez marcan la asimetría entre los estamentos. La guerra inter-tribal es un aspecto esencial de la configuración política ya que como ha visto Hobbes, por un lado el vecino va a querer lo que es mío pero por el otro dos clanes van a celebrar un convenio de no agresión, de comercio o de ayuda para evitar una constante guerra de todos contra todos. Inevitablemente, el devenir del tiempo y de estas guerras va a sedimentar la unión de diferentes clanes en un Estado o Confederación. Paradójicamente, cuanto más cruenta es la guerra más duradera es la paz a la vez que cuanto más duradera es la paz más cruenta vuelve a ser la guerra; el ciclo se repite en forma cíclica. No nos equivoquemos, la guerra es una forma productiva similar al comercio. No es extraño, observar en la mitología nórdica que Odin o Wodan, dios de la guerra también en épocas de siembra era considerado la divinidad del comercio. La clásica teoría antropológica (de Evans-Pritchard, Malinowski, Frazer, y Levi-Strauss) evidencia lo expuesto.

 

No obstante, las intervenciones externas sobre la regulación social de los clanes entorpecen las formas productivas hasta el punto de ser seriamente perjudicial. La colonización lleva consigo la idea de estabilidad, progreso y civilización, por tanto (y en ello se equivoca Elías) las diferentes luchas internas que dan sustento a la propia identidad (por ejemplo en el caso de África, pero también en el de América por parte de España), desaparecen en manos de los conquistadores. Anuladas las propias capacidades del clan para celebrar la hospitalidad (convenio de no agresión) o la hostilidad, la guerra en sí, desarman las estructuras políticas y las unidades familiares; el poder patriarcal o matriarcal se diluye en mano de los nuevos “amos”. Una vez extraídos todos los recursos de la zona conquistada, los imperios se repliegan dando origen al proceso de descolonización. En este sentido, las independencias nacionales van asociadas a dos realidades. La primera es que el independizado (o mejor dicho abandonado) posee menos recursos de subsistencia que antes, pero segundo, al no haber una autoridad política (Leviatán) que ejerza poder en la región, los grupos humanos comienzan lentamente a entablar la guerra entre ellos. Esta realidad, tan ajena y tan hipócritamente solventada por el desarrollo europeo, crea una imagen de subdesarrollo e incivilización que perturba la sensibilidad de los más cultos espíritus.  El caos y el desorden civil en África se explican, según estas mentalidades, por el escaso grado de civilización o por categorías biológicas espurias como la inteligencia. Pero esa verdad, como dijo Foucault, fue marcada por la sangre y la expropiación lo cual genera un gran sentimiento de culpa reprimida. Se introducen, finalmente, la caridad y la piedad como dos formas niveladoras que ayudan a suavizar los efectos nefastos de la conquista. Por lo tanto, a medida que los países industriales y sus campañas de promoción asistencial a pueblos africanos o incluso a Haití, se intensifican, mayores son las erupciones de violencias internas y las revueltas. La colonización y la legitimación ideológica encuentran en el paternalismo el aliado fundamental y en la ayuda al prójimo su más horrenda forma de dominio. De esta forma, la ideología exonera las responsabilidades políticas de los imperios. Así a medida que las mujeres europeas u estadounidenses demandan por la adopción de niños africanos, mayor es el mercado negro y el robo de bebes en esa zona; a la vez que mayor es la ayuda asistencial en alimentos y vacunas mayor es el contrabando, la hambruna, la corrupción y el conflicto, etc. Como han revelado Elías, Robin, Foucault y Fromm en forma tan clara, detrás de este fenómeno se esconde el miedo político y su acción dificulta el verdadero progreso.

 

Referencias

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Douglas, M. (2007). Pureza y Peligro: un análisis de los conceptos de contaminación y tabú. Buenos Aires, Ediciones Nueva Visión.

 

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Frazer, J. G. (1993) La Rama Dorada. Bogotá, Fondo de Cultura Económica.

 

Hobbes, T. (1998). Leviatán o la materia, forma y poder de una República Eclesiástica y Civil. México, Fondo de Cultura Económica.

 

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  Sincronía Winter 2009