Sincronía Winter 2008


Las misiones franciscanas del siglo XVIII: presencia en la cultura colonial mexicana

 

Claudia Macías Rodríguez

Universidad Nacional de Seúl


 

Resumen

La Orden Franciscana en la Nueva España fue la primera y una de las más importantes órdenes que arribaron para adoctrinar, misionar, colonizar y enseñar a los indios. Su estancia se refleja en la arquitectura, en la educación y en las letras. Con el nuevo impulso que recibieron las misiones en el siglo XVII, después de la consolidación de la Conquista y en pleno desarrollo de la Colonia, nacieron nuevas crónicas de exploración y fundaciones que revivieron el género de los conquistadores. Lino G. Canedo señala como punto de partida el año de 1683, fecha en que se estableció el primer Colegio franciscano de Propaganda Fide en la Nueva España. Los colegios-seminarios de Propaganda Fide, además de ser semilleros de escritores, se constituyeron en centros de promoción en el ámbito de las letras, según se desarrolla en el presente estudio.

Palabras clave: crónica, siglo XVIII, franciscanos, misiones, Propaganda Fide

 

 

Porque tu doctrina facilitó y dulcificó la conquista,

y más sabia que Sócrates en la misión americana

impuso música y canto, aparte de ciencia,

esperanza y caridad.

Himno a San Francisco

José Vasconcelos

 

La Orden Franciscana en la Nueva España fue la primera y una de las más importantes órdenes que arribaron para adoctrinar, convertir, misionar, colonizar y enseñar a los indios. Su estancia se refleja en la arquitectura, en la educación, en las letras. José Vasconcelos, en su conferencia "La Idea franciscana en la conquista de América", señala que la de México fue una "conquista que no se limitó a buscar minas, bosques y recursos naturales, sino que entró a nuestros territorios impulsada por el afán de los paisajes nuevos que deleitaban la ambición de los aventureros y por el celo de los franciscanos que buscaban almas que convertir. Y la conversión suponía la enseñanza no sólo de las verdades religiosas, también la ciencia toda y las artes de la civilización europea." (Vasconcelos, 159).

El Estado español era impotente en esos momentos para implantar una organización educativa que le permitiera llevar a cabo una transculturación en el nuevo continente. La ausencia del poder civil, por una parte, y la urgencia de organizarse para cristianizar a la Nueva España por otra, encaminaría a los misioneros a asumir esa tarea (Becerra López, 65). Los primeros en iniciar la acción misionera fueron: Bartolomé de Olmedo, fraile mercedario, y los franciscanos Diego Altamirano, Pedro Melgarejo, Juan de Tecto, Juan de Aora y Pedro de Gante. Este último, fundador de la primera escuela de la Nueva España, en Texcoco, en 1523 (Ricard, 376).

El sistema franciscano de educación en el siglo XVI distinguía tres tipos de institución: el patio, los aposentos y piezas, y la capilla. El patio estaba destinado a la instrucción de las masas; los aposentos y piezas se edificaban junto a la iglesia, a manera de internados para los hijos de los caciques, en donde se enseñaban además de la doctrina cristiana los oficios de sastrería, carpintería, pintura, lectura y escritura. En la Capilla de San José de los Naturales, denominada por Mendieta como "el primero y único seminario que hubo en la Nueva España para todo género de oficios y ejercicios", se programaba la enseñanza de diversas disciplinas, como doctrina cristiana, lectura, escritura, canto y oficios (Becerra López, 67). El apogeo del sistema franciscano estuvo respaldado por la presencia del Colegio de Santa Cruz de Tlaltelolco, el cual mantuvo su primacía hasta que apareció la universidad. Contaba con estudios superiores de tipo universitario, con las asignaturas propias de una Facultad Menor de Artes. El Colegio de Santa Cruz de Tlaltelolco, fundado por el obispo Fray Juan de Zumárraga, vino a ser la cumbre de la labor educativa misionera de los franciscanos, en el siglo XVI. En dicha institución, eminentes miembros de la orden franciscana pusieron todo su esfuerzo para que "estos indios, sabiendo latinidad y entendiendo los misterios de la Sagrada Escritura, se arraigasen en la fe más de veras y confirmasen en ella a los otros que no sabían tanto, y ayudasen a los religiosos que no entendían bien la lengua, interpretando al pueblo en ella lo que les dijesen" (Becerra López, 74 y Kobayashi, 211).

El siglo XVII puede considerarse como un periodo de consolidación, tanto en el aspecto político como en el religioso, aunque para algunos críticos fue un periodo de cierto estancamiento. Pero dichas afirmaciones son relativas. De hecho, la frontera del Imperio español no paró de avanzar y las misiones continuaron extendiéndose junto con ella. Nuevo México, Baja

California, Sonora, Coahuila, Nuevo León, por citar algunas, son regiones cuya evangelización se llevó a cabo en gran parte durante ese siglo. Hacia finales del XVII, comenzó un nuevo periodo de florecimiento para las misiones franciscanas en América. Lino G. Canedo señala como punto de partida el año de 1683, fecha en que se estableció el primer Colegio franciscano de Propaganda Fide en la Nueva España. Gracias a estos colegios-seminarios, los franciscanos pudieron ganar –desde comienzos del siglo XVIII– nuevas conversiones en Texas y en las montañas del Perú, en Chile y Bolivia, en el Ecuador y Colombia. Y gracias también a estos colegios, cuando en 1767 fueron expulsados los jesuitas de todos los dominios españoles, la Orden Franciscana estuvo en condiciones de tomar a su cargo la mayor parte de las misiones de la Compañía, y hasta de acrecentarlas. Los colegios-seminarios de Propaganda Fide fueron, además, semilleros de escritores. Constituyeron centros de promoción en el ámbito de las letras, según se verá en el transcurso del presente estudio.

El título veintitrés de las Leyes de Indias que se refiere al tema de colegios y seminarios, da personalidad jurídica a las instituciones de nivel medio, creadas como solución al problema educativo de las distintas clases y castas de los virreinatos. De las quince leyes de que consta este título, diez están dedicadas a la instrucción y al régimen de los Seminarios Tridentinos. La legislación que el Concilio de Trento, en su sesión veintitrés del 15 de julio de 1563, había dado acerca de las instituciones educativas para el clero, pasó en su mayor parte a la Recopilación de las Leyes de Indias, en correspondencia con el concordato celebrado entre la Santa Sede y Felipe II, como compromiso contraído de difundir la institución eclesiástica en los reinos. La ley primera impone la obligación a los arzobispos y obispos de todas las Indias para "que funden, sustenten y conserven los colegios-seminarios que dispone el concilio de Trento", y a los virreyes, presidentes y gobernadores para que los favorezcan y ayuden." (Becerra López, 30)

Sin embargo, a fines del siglo XVII, los conventos establecidos durante las dos centurias anteriores ya no formaban religiosos misioneros, sino que sus frailes se ocupaban en la vida pastoral de las regiones ya convertidas (Osorio Romero, 148). Secundando la nueva orientación misionera de la Sagrada Congregación de Propaganda Fide, creada por el papa Gregorio VI el 22 de junio de 1622 como organismo central misionero, el movimiento franciscano recibió un nuevo impulso en el sexagésimo octavo Capítulo General, reunido en Toledo el 10 de mayo de 1633. A petición de Fr. José Ximénez Samaniego, Ministro General de la Orden Franciscana, Inocencio XI aprobó la fundación de colegios-seminarios de misiones, mediante el Breve "Universis Christi Fidelibus", del 23 de diciembre de 1679. Dichos colegios serían planteles y semilleros de nuevos misioneros de donde irradiaría la luz evangélica al Viejo y Nuevo Mundo, y por medio de los cuales se consolidaría el fruto de las misiones alentando el espíritu apostólico franciscano. El promotor y fundador de los Colegios Fide para América y España fue Fr. Antonio Llinás (López-Velarde, 145).

A partir del 12 de marzo de 1682, comenzaron los trámites de fray Antonio Llinás en Madrid y en Roma para la fundación del Colegio de la Santa Cruz de Querétaro, el cual fue autorizado con los siguientes documentos: Breve del papa Inocencio XI "Sacrosancti apostolatus officium", del 8 de mayo; Decreto de la Sagrada Congregación de Propaganda Fide, del 15 de junio y confirmación del mismo por la Sagrada Congregación del Santo Oficio, el 16 de julio; Letras Patentes del Comisario General de Indias, del 1º. de abril; Decreto del Capítulo General de Toledo, del 23 de mayo, y tres cédulas reales firmadas entre el 18 de abril y el 8 de mayo de 1682. Se erigió, entonces, el primer colegio de Propaganda Fide dedicado a la Santa Cruz, en Querétaro. El provincial ordenó la entrega del Convento de la Cruz y, luego de recibido, se inició la construcción de un claustro más amplio y de la iglesia con las aportaciones del primer conde de Regla, Pedro Romero de Terreros, y de Juan Caballero y Ocio. Los frailes del colegio, cuyo deseo era seguir el ejemplo de los primeros misioneros franciscanos del siglo XVI, tenían que perfeccionar sus estudios de filosofía y teología, y muy especialmente aplicarse al conocimiento de las lenguas aborígenes.

Isidro Félix de Espinosa, cronista de este primer colegio, dice: "esta prerrogativa de ser en todas las Indias Occidentales el primer Colegio de Propaganda Fide es muy digna de apreciarse, acrecentando sus glorias el haber sido fecundo seminario de seminarios no sólo [de] los que irán expressando [sic] a su tiempo, fundados en estos reinos, sino [de] otros muchos que fundó en la Europa después de éste el mismo V. P. Linaz, propagador heroico del Apostólico Instituto" (Espinosa, 177). Así pues, bajo la influencia del Colegio seminario de Santa Cruz se fundaron otros colegios, como el de Guadalupe de Zacatecas en 1707, el de San Fernando de la ciudad de México alrededor de 1731, el de San Francisco de Pachuca en 1734, el de San José de Gracia de Orizaba, el de Nuestra Señora de Zapopan, el de San Luis Rey de California, el de Cristo Crucificado de Guatemala, el de Ocopa de Perú y el de Tarija de Bolivia, otros en Chile, en Argentina y muchos más que seguirían apareciendo hasta su ocaso definitivo, a fines del siglo XIX (Casado Navarro, 82).

Los territorios comprendidos en el México central se encontraban ya evangelizados al inicio del siglo XVII; en consecuencia, el rey prohibió en 1717 la fundación de nuevos conventos y sólo admitió aquéllos que surgirían con el estatuto de Propaganda Fide. Este detalle es de singular importancia, porque a poco tiempo de fundados los colegios de Propaganda Fide, la corona privilegiaba ya la elección de sus miembros en la empresa misionera. La prueba más contundente es que el 27 de mayo de 1690 se expidió una cédula real dirigida al Conde de Gálvez para que encargara las misiones de Texas a los religiosos de San Francisco, recomendando que fuesen miembros del Colegio de la Santa Cruz de Querétaro (Carreño, 233). Sin embargo, Felipe V, mediante cédula real del 27 de enero de 1704, derogó las cédulas anteriores que prohibían nuevas fundaciones y concedió la del Colegio en la Ermita de Ntra. Sra. de Guadalupe, "distante una legua de la ciudad de Zacatecas", bajo las mismas reglas y condiciones con que se fundara el de Santa Cruz de Querétaro.

El cronista Espinosa dice acerca de la fundación del Colegio de San Fernando en la ciudad de México: "la nobilísima ciudad, recopilando en su informe los frutos que ha producido el Instituto de Propaganda Fide, con las tareas de su trabajosa predicación en peligrosos climas, caminos y desiertos, y entre diversas, varias y feroces naciones, siendo tantos los frutos que en todas partes claman por gozar en tan santo beneficio; y que siendo la Provincia de el [sic] Santo Evangelio la principal y cabeza de las demás de estos reinos, sería muy conveniente se fundasse [sic] el Colegio" (Espinosa, 829). Conviene destacar en esta cita la peculiar adjetivación que utiliza el cronista, "peligrosos climas, caminos y desiertos", "feroces naciones", en una crónica de 1746, en pleno siglo XVIII. La solicitud fue recomendada al Rey por el Marqués de Casafuerte en informe del 1º. de septiembre de 1731 y se concedió la real cédula de fundación el 15 de octubre de 1733. Con el nuevo impulso que reciben las misiones, nacen paralelas nuevas crónicas de exploración y fundaciones que reviven el género nacido a raíz de la conquista. Dichas crónicas en ocasiones parecen ignorar el siglo XVIII en el que se escriben, por el tono de asombro ante lo desconocido y la descripción del ambiente tan semejante al realizado por Bernal Díaz del Castillo dos siglos antes.

La evangelización de zonas como Sierra Gorda, Río Verde y los extensos territorios del norte de Nueva España quedaron entonces en manos de los conventos de Propaganda Fide de Santa Cruz en Querétaro, de Guadalupe en Zacatecas, de San Fernando en México, y de San José de Gracia en Orizaba. Dichos conventos aunque pertenecientes a la Orden Franciscana, debido a los objetivos específicos que debían cumplir, mantenían su independencia y autonomía respecto de las Provincias de la Orden (Osorio Romero, 148-149). Recordemos que son tres las órdenes franciscanas, todas ellas aún vigentes en nuestro tiempo: la de los Frailes Menores, la de las Hermanas Clarisas –ambas fundadas por San Francisco–, y la Tercera Orden, llamada en sus comienzos de los Hermanos de la Penitencia. Al fundarse el Colegio Apostólico de Propaganda Fide San José de Gracia, en Orizaba, los terciarios de la parroquia solicitaron a su presidente, fray Justo Buenaventura Bestard, poder ingresar en su iglesia, de lo cual resultó una división entre los hermanos, ya que unos continuaron adscritos a la iglesia del Colegio y otros a la parroquia. La Sagrada Mitra intervino y le llamó la atención al P. Bestard, ya que "no estaba en sus facultades establecer en su iglesia el Tercer Orden", y le mandó notificar a la mesa directiva del nuevo Tercer Orden que se abstuvieran de concurrir allí con carácter de terceros, bajo las penas del derecho canónico (Iguiniz, 75).

Por otra parte, el ansia de descubrir nuevas tierras de misión no se aminoró en el siglo XVIII, y los misioneros continuaron su obra de evangelizadores ciertamente, pero también de descubridores: "porque cada día avanzan por tierras infecundas a veces, exhuberantes [sic] en ocasiones, para abrir nuevos centros de protección espiritual, moral, social para indios y para españoles" (Carreño, 232). Pero la historia pondría a prueba dicha misión. El 25 de junio de 1767, los jesuitas salen de México. Ante estas circunstancias, los franciscanos siguen dos nuevas direcciones, especialmente después de la expulsión de la Compañía de Jesús: hacia tierras más al noroeste de Nuevo México y Arizona, y hacia el oeste en lo que entonces era Sonora y hoy son Sonora y Sinaloa, y en las Californias. Julio Jiménez Rueda dedica algunas líneas en el apartado correspondiente al siglo XVIII de su Historia de la literatura mexicana, a la aparición de las primeras crónicas franciscanas del Colegio de Querétaro de Propaganda Fide: "con noticias sobre la colonización de lo que fueron las Provincias Internas", sin mencionar ni un título siquiera de ellas (Jiménez Rueda, 154).

Las constituciones especiales promulgadas por el Ministro general, P. Marino Sormano (Roma, 7 de abril de 1686), que fueron confirmadas por el Papa Inocencio XI, ordenaban en el artículo 65 la elección de un "escritor" que tendría las funciones de un cronista. Su inclusión en las constituciones de los Colegios de Propaganda Fide obedecía al interés de los superiores generales de la Orden por los estudios históricos que venían promoviendo desde algunos decenios atrás. Un cronista para cada provincia. De hecho, los franciscanos habían destacado en el siglo XVI por su labor como cronistas, baste mencionar los nombres de Juan de Torquemada y los Veintiún libros rituales de la Monarquía Indiana, Jerónimo de Mendieta y la Historia Eclesiástica Indiana, Diego de Landa y la Relación de las cosas de Yucatán, Bernardino de Sahagún y su Historia General de las cosas de Nueva España, clásica gala de la Orden franciscana, todos, verdaderos e ilustres historiadores. Y en el siglo XVII, qué decir de la obra de fray Antonio Tello, en la provincia de Santiago de Jalisco, Crónica miscelánea de la Santa Provincia de Xalisco en 6 libros; de Juan de Acevedo, en la provincia de Yucatán, Arte de la lengua de los yucatanos, Instrucciones catequéticas y morales para los indios, Manual o compendio elemental del idioma yucateco y una Miscelánea maya. Alonso Ávila, en la Provincia del Santo Evangelio, Panegírico de Nuestra Señora del Pilar de Zaragoza (1679). Juan Mendoza, en la ciudad de México, varios tomos de Sermones y panegíricos, publicados de 1672 a 1686. Pedro Aguirre, mexicano por nacimiento, cronista y provincial de los franciscanos de la provincia de san Diego de México y calificador de la Inquisición, Apología por la precedencia de los religiosos de la provincia de San Diego de la Nueva España.

Y en el siglo XVIII, las misiones franciscanas viven su nuevo apogeo. Con la fundación de misiones que se incrementaría a lo largo del siglo en América del Sur y en el norte de México, con los Colegios de Propaganda Fide que habían recibido la orden de nombrar un cronista para cada lugar y expedición, no es posible pasar por alto tan prolífica labor. Siglo XVI y XVIII se unen por medio de un mismo género, y de la inmensa producción de crónicas enlistaremos algunas representativas de las regiones hacia donde se expandieron los franciscanos:

- José Diez, y sus obras Crónica del Colegio de Propaganda Fide de Querétaro, Noticia sobre las misiones de Guatemala, y Conquista de Talamanca;

- Isidro Félix de Espinosa, del Colegio de Querétaro, misionero en Texas, fundador del Colegio de Propaganda Fide de San Fernando, y su Crónica apostólica y seráfica de todos los colegios de Propaganda Fide de esta Nueva España, de misioneros observantes (1746);

- Antonio Díaz del Castillo, de la Provincia del Santo Evangelio, con Mano religiosa del muy reverendo P. Fray Joseph Cillero;

- Juan Agustín de Morfi, visitador en Nuevo México como acompañante de Teodoro de Croix, primer comandante de las provincias internas y su Viaje de indios y diario del Nuevo México;

- Juan Arricivita, autor de Crónica seráfica y apostólica del Colegio de Propaganda Fide de la Santa Cruz de Querétaro en la Nueva España;

- Pablo de la Purísima Concepción Beaumont, del Colegio de la Santa Cruz de Querétaro, cronista de la Provincia de Michoacán, y su Tratado del agua mineral caliente de San Bartolomé (1772), y la Crónica de la Provincia de los Santos Apóstoles San Pedro y San Pablo de Michoacán, en 3 volúmenes;

- José Joaquín Granados y Gálvez, franciscano obispo de Sonora y de Durango, con Tardes americanas. Breve y particular noticia de la gran nación Tulteca y Viajes al Río Colorado;

- Bartolomé García, y su Manual para administrar los santos sacramentos de penitencia, Eucharistía, extremaunción y matrimonio: dar gracias después de colmulgar y ayudar a bien morir a los indios de las naciones pajalates, orejones, pacaos, tilijayas, alasapas, pausanes y otras muchas diferentes, que se hallan en las misiones del Río de San Antonio y Río Grande, pertenecientes al Colegio de la Santísima Cruz de la ciudad de Querétaro, como son los pacuaches, mescales, choyopines, venados, y toda la juventud de pihuaques, borrados, sanipaos y manos de perro", publicado en 1760.

La nómina no pretende agobiar sino ser una muestra de la existencia de obras que esperan un estudio, ya que podemos considerar que la semejanza con las crónicas del siglo XVI salta a la vista tanto en títulos como en temáticas. La diferencia sustancial estaría en el entorno geográfico que nos remite a territorios no explorados por los primeros conquistadores, como el Río Colorado, el Río Grande, Texas y Nuevo México. Alberto María Carreño, en su conferencia sobre "Algunos franciscanos del siglo XVIII", da noticia de un interesante diario derrotero que siguió fray Francisco García en su viaje de octubre de 1775 al 17 de septiembre de 1776, por los entornos del Río Colorado, para reconocer las naciones que habitaban sus márgenes y los pueblos de Moqui de Nuevo México: "A este Diario acompañó un Mapa que ha formado el Padre Fr. Pedro Font con el mayor cuidado y estando yo presente para darle además de las noticias del Diario las que puedan servir para que salga exacto" (Carreño, 243). Fray Francisco García egresó del Colegio de la Santa Cruz de Querétaro, por lo cual Carreño exclama: "¡Qué pocos, si hay algunos, conservan en la mente los nombres de Font y de García! Y ambos florecieron en el siglo XVIII" (Carreño, 235). Ciertamente, hay muchos nombres que quedaron en el injusto olvido, todos franciscanos, todos vivieron bajo el mismo espíritu de los colegios seminarios FIDE y, buen número de ellos, cronistas en pleno siglo XVIII.

La obra de Agustín de Vetancurt ilustra el siglo XVII. En su destacada actividad de bibliógrafo, Vetancurt elaboró un índice de las Principales obras que escribieron los frailes franciscanos, en Nueva España, durante los siglos XVI y XVII, en el cual él mismo se incluye (Ocaranza, t. 2, 67-68). De hecho, con el fin de guardar en el orden más conveniente las bibliotecas de los conventos franciscanos de México, Puebla y Santiago Tlatelolco, el venerable Definitorio expidió un decreto el 3 de agosto de 1705, en el cual se mandaba que a fin de conservar las librerías, se imponía por necesidad nombrar un Lector de Teología para el cuidado de cada una, imponiéndose la obligación estricta de impedir "que se saque libro alguno, si no fuere de los Duplicados" (Ocaranza, 229). De esta manera, el siglo XVIII parece seguir la huella de Vetancurt y la atención de los franciscanos por las bibliotecas y los trabajos relacionados con ellas será singular. La biblioteca del Colegio de Nuestra Señora de Guadalupe de Zacatecas, por ejemplo, contaba en 1780 con 4,500 volúmenes, y hacia 1859, había aumentado su acervo hasta los 25,000 ejemplares. Esta biblioteca, formada desde 1711, significaba un enorme esfuerzo en su época, considerando el costo de los libros y las distancias desde las que debían transportarse, por lo cual adquirió una doble significación. En primer término, porque permite evaluar la importancia concedida a la cultura impresa por los frailes evangelizadores y, en segundo, por la manera en que la biblioteca se fue enriqueciendo mediante la adquisición constante de obras que iban de acuerdo con las inquietudes e intereses de los distintos frailes que profesaban en el colegio (Lafuente López, 24).

La biblioteca de San Fernando, compuesta por 11,549 volúmenes, comprendía diez divisiones, a saber: Biblias, sus expositores y concordancias; Santos Padres y otros escritos antiguos; derecho canónico, civil y regular; historia eclesiástica y profana; filosofía, matemáticas y medicina; teología dogmática y escolástica; predicables, catequistas, retórica sagrada; moral, casuistas; ascéticos, místicos, espirituales; letras humanas, varia erudición. Fue una de las más grandes bibliotecas novohispanas, junto con las de San Pedro y San Pablo de los jesuitas, y la de la Universidad. Por su parte, la biblioteca del Convento de San Francisco de México fue el acervo bibliográfico más importante de la provincia (Osorio Romero, 154-155).

En el año de 1747, el provincial Bernardo de Arratia nombró bibliotecario a Francisco de la Rosa Figueroa, quien resultó ser un bibliotecario singular. De la Rosa Figueroa procuró el crecimiento de la biblioteca por diversos medios. En 1752 llegó a formular, incluso, un plan para adquirir 5 mil pesos para libros, su idea era la siguiente: tenía escritos tres libros para la predicación entre los indios. El primero se llamaba Arte o Florilegio de Artes, del cual decía que era "tan exquisito y curioso que aunque se impriman mil; abaluado, en precio ínfimo, a dos pesos, aseguro se vendieran todos". El segundo era una obra bilingüe intitulada Thesoro catequético indiano de doctrina Xptiana, moral y política para indios, "libro que impreso lo comprarían los doctrineros de los indios, y hasta los mismos indios, y aun los españoles, sin escusar dar por él quatro pesos", decía el autor. Y así un tercero que, a decir del mismo, sería "deseadísimo en todo el reyno, porque ya no los hay, que aunque se impriman mil luego se vendería a dos pesos". La Provincia le financiaría la impresión del primero y el producto de la venta sería suficiente para pagar a la Provincia y para financiar la impresión de la segunda obra; de igual manera, ésta daría pie a la tercera y al fin reuniría más de 5 mil pesos que enviaría a Europa para la adquisición de libros; con lo que sobrara se podría utilizar para publicar "algunas singularísimas obras póstumas manuscriptas de la misma librería", cuyo producto también ayudaría para fortalecer el acervo de la biblioteca (Biblioteca Nacional, Fondo Franciscano, doc. 1449, fols. 46-47). Por desgracia, su plan se vino abajo con la secularización de los conventos.

Otra de las labores de Francisco de la Rosa Figueroa, fue la de formar colecciones con los volúmenes de la biblioteca, una de las cuales se conserva en la Biblioteca Nacional. Se trata de la llamada Laurea Evangelica Americana, que consiste en más de cien tomos de sermones predicados. De la Rosa agrupó los sermones de acuerdo con su procedencia: sermones predicados por obispos, por jesuitas, franciscanos, agustinos, etc. La importancia de la Laurea Evangelica para conocer la predicación en América es fundamental; el mismo De la Rosa Figueroa se jactaba de que "a su imitación no se hallaría en la más copiosa librería de la América, y mucho menos de la Europa". Para distinguirla fácilmente la mandó encuadernar con pergamino blanco y rótulos rojos. Esa tarea le llevó diez años (Biblioteca Nacional, Fondo Franciscano, doc. 1449, fol. 129).

Sin embargo, el más importante instrumento de trabajo que Francisco de la Rosa Figueroa redactara para auxilio de la biblioteca y de sus usuarios, es una obra histórica y ejemplar en su género. En 1772, él mismo resumió su contenido en el título: "Diccionario bibliográfico alfabético e índice sylabo repertorial de quantos libros sencillos existen en la librería de este convento de N.P.S. Franco. de México, ordenado con toda proligidad y distinción assí por títulos, como por apellidos de sus autores por fr. Francisco Antonio de la Rosa Figueroa, Predicador, Apostólico Notario y Revisor de libros por el Santo Oficio y bibliotecario de este dicho Convento, para que con toda facilidad se hallen según el orden de la letra inicial alfabética, continuada por las respectivas clases y facultades colocadas en las marcas y números que por todas las cámaras distinguen en los estantes las tajas superiores a las cuales remite este diccionario, indicando assí los números correspondientes en los libros como en el inventario cuyas páginas se indican" (Biblioteca Nacional, Fondo Franciscano, doc. 1449, fol. 2.B). El libro contenía mil treinta y dos páginas y estaba dividido en varias secciones. La quinta sección es singularmente importante por su tema: "Enchiridion de Autores Americanos." En esta sinopsis alfabética, se reunían los apellidos de todos autores americanos. Dicho índice fue consultado en su propio momento, como él mismo nos indica, por "el Ilmo. Sr. Dn. Juan Joseph de Eguiara, obispo electo de Yucatán y honra del criollismo y de la República literaria que estaba trabajando su obra ilustrissima de la Bibliotheca Mexicana, me lo pidió y se lo tuvo en su casa más de seis meses con que se enriqueció de noticias [tanto] que apreció mucho su doctitud y erudición" (Ídem). Debemos, por tanto, recuperar esta obra como una de las primeras bibliografías hispanoamericanas y como otra de las fuentes de la célebre Bibliotecha Mexicana (1755) de Eguiara (Osorio Romero, 170).

Por otra parte, antes de la fundación de los colegios-seminarios de Propaganda Fide, los franciscanos habían obtenido un logro educativo de gran significación en su momento. Fernando Alonso González, Comisario General de la Orden Franciscana en la Nueva España, anuncia con gran gozo al Ministro de la Provincia de San Pedro y San Pablo de Michoacán que el Colegio franciscano de Celaya ha sido ascendido a la categoría de Universidad. Aquello sucedió el 2 de noviembre de 1729 (Ocaranza, t.1., 283). Entre las disposiciones para la nueva universidad se incluían algunas que guardan interés especial para las letras de la colonia: "Todos los estudiantes, religiosos o seglares, presentarán al Vice-rector en la antevíspera de la Noche Buena, coplas hechas en obsequio del Niño Jesús recién nacido, y de su Sma. Madre y Señor S. Joseph. De todas se hará un juicio académico en el que tomarán parte el propio Vice-rector, los Lectores y Maestros, obsequiándose a los premiados de una merienda, una medalla o rosario" (Ocaranza, t. 1., 286). Estamos ante la convocatoria de unos Juegos Florales de villancicos, con el correspondiente impulso a las artes líricas.

De hecho, los colegios de Propaganda Fide verían pasar por sus recintos a escritores que no sólo serían cronistas; citaremos a cuatro como ejemplo: José Antonio Plancarte, autor de Panegírico hispano-latino a la Inmaculada Concepción de María (1798), a Joaquín Bolaños que publica en 1792 La portentosa vida de la muerte, emperatriz de los sepulcros, vengadora de los agravios del Altísimo, y muy señora de la humana naturaleza", obra en la que, según Emmanuel Carballo, se hallan representados los esfuerzos en pro de la novela criolla durante la colonia (Carballo, 47); a Manuel Martínez de Navarrete, quien a los 19 años marcha a Querétaro para hacer su noviciado con los franciscanos, y adonde volvería luego para cursar teología. La Sociedad de Bibliófilos Mexicanos dedica su quinto volumen a la poesía inédita de este poeta; Luis G. Urbina, por su parte, hace referencia a rasgos biográficos del autor: "bajo las arcadas del claustro de Querétaro, el joven fraile comenzó a soñar silenciosamente y a metrificar sus sueños. Sus estudios de latín diéronle considerable fuerza expresiva y pulieron su versificación". Luis G. Urbina dedica varias páginas de su crítica a Navarrete, y en ella incorpora los juicios que Meléndez Valdés y Menéndez Pelayo, entre otros, hicieron de la obra del franciscano (Urbina, 56-57).

Y, finalmente, fray Diego Miguel Bringas que aparece en pleno cierre del siglo XVIII y en los albores del XIX. En este momento, cuando los aires de Independencia comienzan a dominar el ambiente, "aparece una forma absolutamente nueva en la Colonia: la proclama política, la arenga revolucionaria", dice Luis G. Urbina, y agrega: "las letras entonces prestan un servicio real, urgente, magno, al desarrollo de la vida colectiva." (Urbina, 72). Entre los autores que Urbina inscribe en esta nueva línea de la literatura se encuentra fray Diego Miguel Bringas, cuyos sermones "son una apretada malla de razonamientos jurídicos, teológicos y políticos, por entre cuyos hilos saltan las imprecaciones declamatorias, las violentas interjecciones, los vocablos iracundos." (Urbina, 73). Pero el dato que nos interesa de la opinión crítica de Urbina es cuando afirma: "Este fraile del Convento de Santa Cruz de Querétaro no manejaba el idioma con elegancia ni limpieza, pero sí con sobriedad y facilidad. Gran efecto debieron de haber hecho sus peroraciones, declamadas bajo las bóvedas resonantes de las iglesias, sobre un concurso preparado para los actos litúrgicos." (Ídem.).

Mediante este recorrido por las diversas áreas culturales que comprendió la empresa misionera franciscana, podemos constatar que hasta el siglo XIX llega todavía la influencia de los colegios de la Propaganda Fide y más precisamente del de Santa Cruz de Querétaro, fundado con dos siglos de anterioridad, además de la riqueza que significó la organización para enfrentar el reto que con gran tino y sabiduría resolvieron con la expulsión de los jesuitas, al quedar prácticamente como única congregación al frente de la expansión de la evangelización y, mediante ésta, de la cultura en su totalidad durante el periodo colonial de América.

Bibliografía

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Sincronía Winter 2008