El fracaso de la Revolución Mexicana en La feria de Juan José Arreola
Marcela Moreno Espinoza
Universidad de Guadalajara
El propósito del presente trabajo es demostrar que en la novela La feria de Juan José Arreola, cuyo objeto primordial es la descripción de las fiestas realizadas en honor al santo patrono de Zapotlán, subyace una denuncia tácita al despojo de las tierras de los indígenas del sur de Jalisco y al infructuoso reparto agrario instaurado por la Revolución Mexicana. En esta novela se manifiesta ampliamente el fracaso de los ideales revolucionarios por medio de distintas voces, hechos y el discurso mismo que la compone. Para llevar a cabo este objetivo se ha realizado un acercamiento a la novela a partir de tres niveles: diegético, discursivo e intertextual, recurriendo a los diferentes momentos históricos que abarca la novela en los que se desarrolla el tema de la tierra.
i. La feria: una novela-espejo de la realidad mexicana
La feria, única novela del escritor zapotlense Juan José Arreola (1918-2001), fue publicada en 1963 cuando el escritor contaba con 55 años de edad. Ésta responde a la necesidad personal del autor por realizar un homenaje a su ciudad natal y reflejar el mundo de su infancia y juventud:
Representa, antes que nada, lo que ya he dicho: cumplir con ciertas voces que no querían apagarse en mí, y también, darle salida a lo que soy debajo del literato aparente: el payo jalisciense, el niño que fui y que pasó su vida en el campo viendo el desarrollo de las labores agrícolas y escuchando los dichos y las canciones de los campesinos, el niño afligido, en fin, por el drama de la conciencia y del erotismo que despierta y que en mí no ha acabado de abrir los ojos.1
La feria es una novela que muestra la capacidad de Arreola por reunir armónicamente distintos elementos, propios y ajenos, bajo un mismo título. Esta novela puede definirse como una obra sincrética que en sus páginas condensa textos pertenecientes a diversas tradiciones culturales, estableciendo un diálogo complejo y significativo. Se trata de un diálogo que manifiesta la presencia, en algunas ocasiones explícita y en otras aludida, de muchas ramas de la literatura universal, al mismo tiempo que reafirma su mexicanidad al abordar algunos de sus temas y problemáticas característicos. Como resultado de esto, es posible percibir en la obra el rico universo lingüístico del sur de Jalisco, y cómo, de manera natural, Arreola presenta en las voces de los personajes parte de sus reclamos y problemáticas.
Al explicar a Emmanuel Carballo algunas características de su narrativa, Arreola confiesa su interés por abordar los fenómenos que conformaban su realidad circundante: “(…) quise no desentenderme en Confabulario y en La Feria de la realidad social que me rodea. Repetir las palabras de los tlayacanques (los desposeídos de la tierra) tiene para mí el valor del alegato en favor de su causa”,2 y de esta manera retomar uno de los temas más recurrentes en la historia del los pueblos indígenas de México.
Al momento de la publicación de La feria, Arreola fue objeto de diversos juicios por parte de la crítica especializada que iban desde acres opiniones por su afrancesado amaneramiento, hasta apasionados comentarios que lo tildaban de genio notable dentro de su especie, sin dejar de lado el elogio a una erudición desbordada, a su sentido del humor y maestría en la manipulación del lenguaje, así como a su capacidad de inventiva. De la novela en específico, se hablaba de una influencia de autores vanguardistas en su construcción; de que a pesar de que situaba su espacio en un pueblo de la provincia mexicana no se le consideraba como una obra arraigada en la realidad nacional.
De manera paulatina los estudiosos de su obra lograron desechar la falsa noción que se tenía de Arreola como un autor europeizante, sustituyéndola por la de alguien interesado en descubrir diversos aspectos sociales de México a través de un estilo siempre novedoso, tal como Vicente Leñero comentó alguna vez:
Siento que [Arreola] trae a la literatura mexicana el aporte o viento favorable de la concreción, frente a novelistas profusos difusos, como Martín Luis Guzmán, de una prosa de pronto interminable, o frente a las grandes tiradas de todos los grandes escritores de la Revolución mexicana, por un lado. Por otro lado, frente a la temática indigenista y siempre preocupada por lo social, Arreola trae un poco no sólo la palabra breve, corta, la imagen exacta, ingeniosa, la historia pequeñísima, un humor que era muy saludable para la literatura mexicana, que estaba preñada y en algún modo cargada de nacionalismo, y que no se le quitó lo nacional, pero se purificó con un nuevo viento de la literatura de otros países… su gran cultura.3
A pesar de que La feria no es considerada dentro de los textos que conforman la tradición de la novela revolucionaria –principalmente por la fecha de su publicación–, sí puede asegurarse que comparte algunas de sus principales características; a saber, el protagonismo de un pueblo, la posesión de la tierra, la búsqueda de una expresión propia al tratar de descubrir una realidad enteramente mexicana y su construcción episódica.
Si la historiografía mexicana se ha dedicado de manera abundante a estudiar distintos aspectos del conflicto revolucionario –como sus principales actores, desarrollo e ideologías–, múltiples obras literarias, entre ellas la novela de la que se ocupa este trabajo, se han encargado de consignar la relevancia del pueblo y de los hombres de campo. Arreola, en su característica brevedad, ofrece en La feria al lector un sintético y revelador retrato de la situación de los indígenas campesinos del sur de Jalisco.
Es así que Arreola en La feria, como en algunos cuentos de Confabulario, manifiesta su interés por los reclamos de los indígenas, maltratados por los cacicazgos y desposeídos de sus tierras. Demuestra con desilusión los vanos resultados obtenidos de la revolución, de entre cuyos ideales, plasmados por Ricardo Flores Magón en su libro La Revolución del Sur 1912-1914, se encontraban “Tierra y libertad”:4 “Soy Juan Tepano, el más viejo de los tlayacanques, para servir a usted: nos lo quitaron todo...”.5
ii. La Feria: muchos universos, una sola tierra
La feria, escrita en un estilo que rompe con la forma lineal de narrar, recurre a técnicas como la simultaneidad, la fragmentación y la polifonía, siguiendo con una tradición impuesta por autores casi contemporáneos a Arreola como Joyce, Faulkner, Papini y Sartre. Esta novela, poco tradicional para la narrativa mexicana de su época, relata la vida del pueblo de Zapotlán el Grande a lo largo de seis meses, más o menos, por medio de 288 fragmentos en los que se cuentan las historias de sus distintos habitantes, dotándola así de una estructura dialógica y fragmentaria.
Tales historias, independientes unas de otras, giran alrededor del tema de las fiestas patronales realizadas en honor al Señor San José, eje central de la novela; reflejan posturas ideológicas contrastantes por medio del habla de personajes pertenecientes a distintas clases sociales y económicas, creando una compleja red de relaciones entre diálogos y discursos, tal como lo explica Bajtín en Problemas de la Poética de Dostoyevski.6 Los sucedidos del pueblo se construyen desde distintas perspectivas y de manera simultánea (reforzada por la estructura fragmentaria); los hechos se dan a conocer al lector por voces que comentan algún suceso o por una cadena de fragmentos que dan pie a historias con un mayor desarrollo.
Los 288 fragmentos plantean diversas problemáticas que conforman a su vez diversos hilos narrativos; éstas son las fiestas patronales que incluyen la historia y culto del Señor San José, así como su trascendencia dentro de la vida cultural y social del pueblo; la religión, el pecado y la culpa; el amor, la sexualidad y la mujer; la literatura; y destacando sobre ellas el problema de la tierra. Las siguientes narraciones con sus respectivas premisas abrevan de esta cuestión: a) Juan Tepano y los tlayacanques, el reparto de tierras y la marginación indígena; b) el zapatero que se lanza a la aventura de la siembra, el cultivo y tratamiento de la tierra; y c) la denuncia de los actos corruptos de las autoridades por medio de voces históricas y actuales. Estos hilos narrativos se distribuyen temporalmente en cuatro etapas históricas: la época novohispana, la de las Leyes de Reforma, el reparto de 1902 y la Revolución Mexicana.
La historia general de La feria abarca dos tiempos de la vida de Zapotlán el Grande: el primero, que refiere la anécdota principal de las fiestas patronales, se ubica en la época actual de la novela, y por algunos indicios anecdóticos se sabe que es posterior al periodo revolucionario y al reparto agrario de la época cardenista; mientras que el segundo, abarca un periodo más amplio, puesto que va desde la fundación del pueblo hasta el presente de la novela.
iii. La tierra de Zapotlán: un problema antiguo
La novela se encarga cuidadosamente de relatar cómo los indígenas del valle de Zapotlán –Tlayolan en su periodo prehispánico– fueron víctimas del abuso por parte de las autoridades civiles y eclesiásticas desde el periodo colonial hasta las primeras décadas del siglo xx, al ser despojados de su terruño. Esta larga historia de infructuosos reclamos se hace presente en muchos fragmentos del texto en la voz de Juan Tepano, Primera Vara de los tlayacanques, como el que a continuación se lee:
Como usted sabe, todos los indígenas de Zapotlán son muy creyentes, ya ve, todo lo que pueden y hasta lo que no, se lo gastan en hacer sus devociones. Pues precisamente por creyentes se quedaron sin tierras. El Rey de España mandó dividir todo esto en cinco comunidades indígenas, cada una con su tlayacanque, y los frailes las convirtieron en Cofradías, cada una con su santo y su capillita. Y a la hora que se vino la Reforma, en vez de que las capillas fueran de las tierras, resultó que las tierras eran de las capillas, y por lo tanto, del clero. Fueron puestas en venta, y ya sabe usted quiénes las compraron. Vaya, si no, a buscar los nombres en los archivos. Desde entonces data el verdadero pleito. Y como los Indios tenían después de todo razón, al estar dale y dale, se ordenó el famoso reparto de 1902, que fue el fraude más grande y vergonzoso que registra la historia de este pueblo. Y aquí tiene usted ahora a todos estos pobres indígenas, que siguen muy devotos, acusados de revolucionarios y con las manos vacías, levantadas en alto, pidiendo justicia... (frg. 50, p. 32).
Al final de este fragmento puede verse que para la novela el sentido la Revolución Mexicana se restringe a la lucha por la tenencia de la tierra. En sus memorias Arreola cuenta, en efecto, haber conocido a Juan Tepano, quien le contó acerca de las disputas de sus antepasados por recuperar sus tierras en el valle de Zapotlán. Ello, sumado a consultas de documentos relacionados con la historia del sur de Jalisco, contribuyó a delinear el sentido social que subyace en La feria y el concepto de revolución según esta obra. El primer fragmento que se encarga de abrir el texto representa uno de muchos indicios que constituyen el hilo narrativo tocante a dicha problemática: “Antes la tierra era de nosotros los naturales. Ahora es de las gentes de razón. La cosa viene de lejos ... Lo cierto es que la tierra ya no es de nosotros y allá cada y cuando nos acordamos. Sacamos los papeles antiguos y seguimos dale y dale” (frg. 1, p. 7). El “antes” y el “ahora” de esta idea exponen el proceso por el que ha pasado la distribución de las tierras: el “antes” acompaña al “nosotros los naturales” y el “ahora” a “las gentes de razón”.
Durante toda la novela se describen los distintos momentos históricos –ya sea en voces anónimas, o de los mismos tlayacanques, e incluso de las autoridades– en que se intentó de manera infructuosa realizar una repartición justa. No obstante, es en este primer fragmento donde se presenta la pervivencia del reclamo, cuya existencia se alarga por casi cuatro siglos, así como la instituciones implicadas en el litigio: “Señor Oidor, Señor Gobernador del Estado, Señor Obispo, Señor Capitán General, Señor Virrey de la Nueva España, Señor Presidente de la República... Soy Juan Tepano, el más viejo de los tlayacanques, para servir a usted: nos lo quitaron todo...” (frg. 1, pp. 7-8). La feria deja en claro la magnitud de esta problemática que, como bien explica Enrique Semo en La historia de la cuestión agraria mexicana, ha abarcado varias etapas y diversos grupos sociales:
La tenencia de la tierra conoció grandes cambios estructurales. Al principio, la tierra era propiedad del Estado, la Iglesia, los hacendados, las comunidades y los rancheros. Al final, este panorama se había simplificado considerablemente. En varias etapas, los gobiernos virreinales y los del México independiente otorgaron dotaciones que fueron aprovechadas principalmente por los grandes propietarios.7
Es a partir de la mención a las autoridades e instituciones dominantes de cada momento histórico, según exhibe este pasaje de la novela, que se descubren cuatro eventos cruciales para esta problemática, mismos que se explican en los siguientes apartados.
1) La época novohispana
Este momento inicial se localiza en el fragmento primero. Ahí se incluyen tres sucesos históricos concernientes a la fundación del pueblo: las labores educativas y de evangelización del misionero fray Juan de Padilla desde su llegada a Tuxpan; la mítica conquista de Sayula en 1529 por el militar don Alonso de Ávalos –primo de Hernán Cortés–; y el tercero, el juicio que la Santa Inquisición efectuó en contra de don Francisco de Sayavedra. En este último hecho, velado por el relato acerca del personaje, se denuncia el primer despojo: “La cosa viene de lejos. Desde que los de la Santa Inquisición se llevaron de aquí a don Francisco de Sayavedra, porque puso su iglesia aparte en la Cofradía del Rosario y dijo que no les quitaran la tierra a los tlayacanques” (frg. 1, p. 7). Con la breve mención a este sucedido, el autor evidencia que a la llegada de los conquistadores y la Iglesia a México, los representantes de ambos grupos se adueñaron de los campos de cultivo de los indígenas del sur de Jalisco usurpando las tierras comunales. Algunas de las propiedades de la comunidad indígena pasaron a manos de particulares y el resto permaneció al cuidado de los indígenas, bajo el nombre legal del clero, denominadas como cofradías, descrito por Juan Tepano en el fragmento 50 citado anteriormente.
El narrador que se encarga de entretejer el discurso total de la novela expresa su frustración con un oscuro sentido del humor ya que en el fragmento 286, correspondiente a la parte final, introduce la voz del rey de España, quien en 1583 (según el propio texto en el fragmento 39) emitió un mandato a favor de los naturales:
Quiero que me deis satisfacción a mí y al mundo del modo de tratar estos mis vasallos... Y tengo de mandaros hacer gran cargo de las más leves omisiones en esto, por ser contra Dios y contra mí, y en total ruina y destrucción destos reinos, a cuyos naturales estimo y quiero que sean tratados como lo merecen vasallos que tanto sirven a la monarquía y la han engrandecido y lustrado. Yo el Rey. (frg. 285, p. 181)
Este mandato se encabalga con el fragmento consecuente en el que una voz desconocida de los participantes de las festividades clama: “—Pasen a tomar atole, todos los que van pasando...” (frg. 286, p. 181). Esta frase hace referencia al dicho popular “Dar atole con el dedo”, el cual en el habla mexicana significa embaucar, engañar, defraudar. Por lo tanto la unión de ambos fragmentos implica una visión fatalista e irónica respecto del destino de la lucha de los indígenas, vislumbrando para ellos un desenlace poco favorable.
El fragmento 4 explica en voz de un personaje anónimo la manera fraudulenta en que fueron tomadas las tierras de cultivo de sus dueños originales por medio de una descriptiva relación:
…Denuncio a Vuestra Majestad las mil maldades y las mil ventas y reventas de que son objeto estas tierras. Y es que un oficial barbero, herrero, zapatero y otros hombres viles que no son labradores, teniendo amistad con uno de vuestros oidores e visorreyes, obtienen luego con seis testigos de manga beneficio de tierras, y antes de que hayan sacado el título las tienen ya vendidas a los señores principales en trescientos y en quinientos y en mil pesos, y en dos mil y en tres mil y en cinco mil pesos... (frg. 4, p. 9)
Así, los siglos de dominación española transcurrieron en una aparente calma permitiendo, según su conveniencia, la disolución de las propiedades comunitarias indígenas, fomentando el mantenimiento de grandes haciendas y pasando por alto la usurpación de tierras indígenas por parte del clero, causando un paulatino y profundo disgusto entre las clases campesinas.
2) Las Leyes de Reforma
Ya del México independiente, en la novela se retoman varios momentos referentes al destino de la tierra marcado por las leyes expedidas entre 1859 y 1860 por el entonces presidente, Benito Juárez. Al respecto, la atención se concentra en destacar que cuando se realizó la promulgación de dichas leyes, el Estado mexicano se encargó de expropiar las posesiones eclesiásticas para venderlas como “bienes de manos muertas”, es decir, los bienes de la Iglesia católica y de distintas órdenes religiosas que estaban bajo la protección de la Corona española. Este hecho representa la segunda pérdida de las tierras para los indígenas, puesto que a pesar de que el objetivo de dichas leyes no era el de expropiar a los pequeños campesinos “en muchos lugares hacendados, rancheros y licenciados se aprovecharon de la ocasión para hacerse de tierra a costas de aquéllos”.8
Juan Tepano explica en varias ocasiones cómo las tierras de los tlayacanques dependientes de las cinco cofradías zapotlenses, amparadas por las autoridades eclesiásticas pasaron a manos de hacendados: “...es claro que los hacendados han llevado rivalidad contra todos los indígenas, por haber oído el decreto que dice que les pertenecen en absoluto dominio bienes que administraba el clero” (frg. 43, p. 28); así como algunos de los negocios fraudulentos que el clero realizó previniéndose de la pérdida:
El año de 1846, un señor Cura cuyo nombre no viene al caso, anticipándose a las Leyes de Reforma, le vendió a un rico de aquí casi todos los terrenos de la Cofradía de Nuestro Amo, como si fueran suyos. Sabe usted, toda esa parte de llano y monte que ahora se llama el Rincón del Zapote. Y todavía hay quienes se asusten porque don Benito está allí en el parque, dándole la espalda a la Parroquia. (frg. 31, p. 23)
De esta manera, Arreola, además de culpar a la Reforma de minar las bases legales de la tenencia de la tierra y a los hacendados de la sustracción de tierras comunales, también insiste en el papel crucial que desempeñaron las autoridades eclesiásticas en esta problemática. En el fragmento 34, una voz anónima se queja amargamente de la injusticia: “...Tengo gran lástima de ver que su Majestad y los del Consejo y los frailes se han juntado a destruir estos pobres indios y gasten tanto tiempo y tanta tinta y papel en hacer y deshacer y dar provisiones unas en contra de otras, y mudar cada día la orden de gobierno...” (frg. 34, p. 24).
Como puede verse la Iglesia tampoco sale muy bien librada; antes de la Reforma esta institución en general y miembros de ella en lo individual, a pesar de los reglamentos internos de las órdenes religiosas, lograron acumular considerables fortunas por la compra-venta de propiedades agrícolas, y con la expropiación de sus bienes en la década de 1860 se “benefició sobre todo a la clase de los hacendados que pudieron adquirir a precios muy baratos las tierras de la Iglesia y redimir sus deudas en condiciones favorables”.9 Tal aspecto queda claro en el fragmento 38 de la novela: “...Don Fulano tiene muchas tierras, así de labranza como huertas que el cabildo le ha dado y dizque él ha comprado de personas particulares. Son en mucha cantidad y las tiene usurpadas y tomadas con mal título y derecho, porque las personas de quienes las ha habido no se las podían vender porque las tales personas no tenían facultad para ello...” (frg. 38, p. 26).
Además de relatar los hechos por medio de voces anónimas en la diégesis, Arreola se vale de los textos bíblicos en múltiples ocasiones para criticar tal situación, es decir, en un nivel intertextual. Al respecto, explica a la cuentista chilena Eliana Albala: “En La Feria hay más documentación de lo que aparentemente se cree; tanto en lo que se refiere al trasfondo bíblico (evangélico y seudoevangélico) en que está apoyada, como en los hechos históricos: muy aislados, brevísimos, pero que han sido realmente los soportes de la historia de Zapotlán”.10
De entre las tantas citas tomadas de la Biblia que se insertan en La feria pueden encontrarse varios pasajes de los profetas del Antiguo Testamento que, al contextualizarse con lo relatado en la novela, presentan a la Iglesia como enemiga de los intereses de los indígenas; sin embargo, el que instaura esta dinámica de manera contundente es el primer epígrafe, perteneciente al libro del profeta Isaías:
Él hizo mi lengua como cortante espada; él me guarda a la sombra de su mano; hizo de mí aguda saeta y me guardó en su aljaba.
Yo te formé y te puse por alianza de mi pueblo, para restablecer la tierra y repartir las heredades devastadas.
Isaías, 49-2, 8
El epígrafe de Isaías funciona como una pista que introduce al lector en el universo bíblico, indicándole que en el texto encontrará más indicios de esta naturaleza. Éste es tomado de manera literal pero no en forma continua, ya que el primer enunciado: “Él hizo mi lengua como cortante espada; él me guarda a la sombra de su mano; hizo de mí aguda saeta y me guardó en su aljaba” corresponde al versículo 2 del capítulo 49 del texto bíblico, mientras que el segundo: “Yo te formé y te puse por alianza de mi pueblo, para restablecer la tierra y repartir las heredades devastadas” al versículo 8 del mismo capítulo. El pasaje completo al que pertenece el versículo 2 forma parte del “Segundo canto del Siervo”, donde el profeta se presenta como el portador de la palabra de Dios ante las naciones: “1¡Oídme, oh costas, y atended, oh pueblos lejanos! Jehovah me llamó desde el vientre; desde las entrañas de mi madre mencionó mi nombre. 2Hizo de mi boca una espada puntiaguda; me cubrió con la sombra de su mano. Hizo de mí una flecha afilada; me guardó en su aljaba.”11 La cita es tomada en forma literal a excepción de la palabra “boca” (palabra utilizada en distintas versiones consultadas) que es trocada por “lengua”, reforzando así la oralidad de la novela. El versículo 8 continúa con el canto pero hace referencia a la “Alegría del retorno” del pueblo judío: “8Así ha dicho Jehovah: 'En tiempo favorable te he respondido, y en el día de salvación te he ayudado. Te guardaré y te pondré por pacto para el pueblo, a fin de que restablezcas la tierra y poseas las heredades desoladas ...”.12 Por lo tanto, este segundo versículo indica, desde la perspectiva intertextual, que la devolución de la tierra a los indígenas desposeídos es una de las temáticas centrales de La feria, y sitúa a la Iglesia como uno de los principales sujetos implicados en dicha problemática.
De esta manera la fe y la tierra, temáticas fundamentales de la novela, están enlazadas de manera férrea y quedan instituidas así en el fragmento 14 dentro del relato donde el mismo fray Juan de Padilla, en la cima del cerro de la Cruz Blanca prometió a Dios cuidar las almas de los zapotlenses: “Venía con el hábito raído y con las sandalias deshechas, y bendijo desde aquí la tierra virgen, antes de sembrarla con Tu palabra. Yo soy ahora el aparcero, y mira Señor lo que te entrego. Cada año un puñado de almas podridas como un montón de mazorcas popoyotas” (frg. 14, p. 14).
3) El reparto de 1902
Entre 1902 y 1909, durante la última etapa del porfiriato, las autoridades gubernamentales realizaron una nueva distribución de las tierras de la zona sur de Jalisco, y es durante ese periodo que ocurre la “tercera pérdida” de los indígenas campesinos. En La feria, Arreola describe por medio de la voz de uno de los indígenas que luchaban por la restauración de sus propiedades –y éste a su vez por la de Juan Tepano– la infructuosa acción de la Junta Repartidora de Tierras, grupo encomendado a efectuar la reposición. Tal organización facultada para efectuar una división justa inclina la balanza hacia los intereses de los propietarios ricos sobornando a dos representantes indígenas que firman en contra de los intereses de su grupo; hecho que queda plasmado en el fragmento 35:
Juan Tepano nos lo estuvo contando todo, lentamente, usando los términos, como quien lleva mucho tiempo de hablar con abogados y huizacheros, lentamente, mientras acariciaba su antigua Vara de Justicia, hecha de madera incorruptible, con casquillo y contera de plata. Cerca del puño, a la Vara le colgaba un listoncito tricolor...
—La cosa como ustedes saben, viene de lejos y no estamos conformes. Cómo vamos a estar conformes, siendo que la última vez que nos hicieron justicia, los de la Junta Repartidora de Tierras lo arreglaron todo a puerta cerrada, aunque nos citaron a todos en la plaza. Nos juntamos como cinco mil, afuera, y ellos adentro no llegaban ni a veinte. Bueno, serían treinta o cuarenta. Metieron a dos indios cabezales, para que es más que la verdad, a un tlayacanque y a un tequilastro, de nombres Adrián Esteban y Santiago Hernández, que le decían Vera. Pero los escogieron muy bien porque ya los tenían comprados desde antes, y con ellos firmaron el acuerdo a nombre de todos nosotros. Como no sabían leer ni escribir, estos dos nomás pusieron su crucecita al pie de la iniquidad... El licenciado que les hizo la documentación a los interesados, fíjense lo que son las cosas a la hora de la hora sin querer nos ayudó, porque dejó dicho en cada escritura de reparto que él no se hacía responsable, y que allá cada quien se las arreglara después como pudiera si nosotros le hacíamos el reclamo. (frg. 35, p. 24-25)
El fragmento siguiente reproduce una de las cláusulas que exime a los miembros de la junta de toda responsabilidad relacionada con la transacción que se realice o con la calidad del terreno, enfatizando lo injusto del reparto: “Novena: Los miembros de la Comisión Repartidora quedan exentos de toda responsabilidad personal con motivo de esta venta, y el comprador queda entendido que, en el remoto caso de pleito contra todas o alguna de las propiedades que adquiere, lo afrontará por su exclusiva cuenta y riesgo” (frg. 36, p. 25).
Más adelante se descubren otros métodos empleados por los terratenientes para lograr que las autoridades favorezcan sus intereses: la intimidación a los líderes campesinos a través de amenazas, y por la creación de falsos anónimos:
Como esto de los anónimos está de moda, a mí se me ocurrió que los principales dueños de tierras, que somos los más perjudicados, nos mandáramos unas cartas muy mal hechas en que se nos pidiera dinero con amenaza de muerte, para achacárselas a los tlayacanques. Así podremos meter en la cárcel a dos o tres indios de los más encalabrinados, para que todos se pongan en paz. Yo le dicté las cartas a uno de mis mozos, que apenas sabe escribir. No quería, pero lo asusté con la pistola y le prometí unos centavos.
Hoy en la tarde el cartero me trajo mi anónimo y se lo enseñé a mi mujer. Se mortificó mucho y le empezó una Novena a San Judas Tadeo, para que me cuide.
Mañana voy a presentar la acusación al juzgado, a ver si no me sale el tiro por la culata. (frg. 214, p. 139)
El fragmento 222 relata cómo uno de los indígenas campesinos fue orillado inútilmente a delatar a uno de los líderes de la comunidad como el presunto autor de los anónimos, dando como resultado el encarcelamiento por tiempo indefinido y la acusación de ser el culpable de tales misivas:
No me pudieron probar nada, pero salí formalmente preso. Me encerraron en la cárcel grande. Quise que me sacaran con fianza, pero no se pudo. Mandé por un amparo a Guadalajara y me lo negaron. Pero mi defensor obtuvo que los tres individuos rectificaran sus declaraciones, y entonces dijeron la pura verdad: a punta de pistola los hicieron firmar la acusación contra don Mucio y yo, a deshoras de la noche. Que no se echaran para atrás porque los mataban, y que luego que estuviéramos presos nosotros, ellos saldrían libres y con dinero ganado.
Pero aquí estamos ellos y yo juntos en la cárcel. (frg. 222, p. 146)
Como lo revela el desarrollo de este hilo narrativo, el litigio por las tierras parece evolucionar de una forma u otra; por lo menos puede decirse que las aguas comenzaban a moverse de nuevo. Esto, hasta el año de 1909, fecha mencionada en tres ocasiones para referirse a tres sucesos importantes: el primero, del fragmento 25, no se relaciona con el tema en cuestión, sino que se emparienta al culto al santo patrono Señor San José, quien significativamente en la explicación que hace del desarrollo de las festividades en su honor menciona que es considerado el patrono de la iglesia socialista, cuyas letanías fueron aprobadas en 1909; el fragmento 37, hace referencia a un nuevo estancamiento legal y burocrático causado por la llegada de la revolución a Zapotlán en ese año; y el 45, indica que el litigo detenido en dicho año volvió a ponerse en circulación concluida la guerra. Así, el inicio de la revolución implica más que un conflicto bélico para los indígenas zapotlenses, la paralización de una larga lucha de dimensiones históricas.
4) La Revolución
La llegada de la Revolución a la zona sur de Jalisco se manifiesta sólo en siete fragmentos; no obstante, éstos son pieza clave para que el lector comprenda las consecuencias de dicho movimiento armado: 5, 6, 28, 37, 45, 46, y 135. Mientras que el 5, 6 y 28 abordan el aspecto bélico y violento de la lucha, el 37 marca el inicio de la revuelta, y el 45 y 46 exponen cómo las demandas e ideales revolucionarios no fueron satisfechos de manera tangible.
El fragmento 135 es caso aparte, puesto que se incluye dentro del coro de voces que confiesan sus pecados. En éste una voz admite haber actuado mal respecto del asunto: “... de que me quedé con las tierras por menos de la mitad de lo que valían, de que recibo prendas, de que digo malas palabras, de que pagué testigos falsos, de que fui de la Junta Repartidora de Tierras... ¡Ay de los que juntan casa con casa y campo con campo hasta ocuparlo todo! ... en la revolución yo lo denuncié... (frg. 135, p. 83)”. El enunciado entre signos exclamativos halla su lugar en el capítulo 5 del texto bíblico del profeta Isaías: “8 ¡Ay de los que juntan casa con casa y acercan campo con campo, hasta que ya no queda más espacio, y así termináis habitando vosotros solos en medio de la tierra!9”13 En la Biblia, los capítulos de Isaías que van del 1 al 5 reflejan la preocupación del profeta por el pueblo de Jerusalén que se ha corrompido a causa de la prosperidad que había alcanzado su región. La cita mencionada condena a los ricos precisamente por haber robado el campo de los pobres. La función de este intertexto dentro de la novela es la misma que la de su texto original: censurar a los ricos que han abusado de los pobres, criticar las acciones corruptas de los terratenientes en contra de los tlayacanques. Resulta interesante la postura bíblica respecto de la posesión de tierras, ya que hasta ahora la doctrina social de la Iglesia católica condena el latifundio como escandaloso e ilegítimo puesto que ofende los designios de Dios por ser responsable de las diferencias sociales. Según ella, ningún hombre tiene derecho a poseer más de lo necesario para vivir mientras otros pasen necesidades.14
Con sólo estos fragmentos, junto a todo el contexto de la novela, Arreola deja en claro su postura frente a esta serie de luchas y revueltas conocidas como la Revolución Mexicana: la derrota de los indígenas zapotlenses significa el fracaso de los ideales revolucionarios. Antonio García de León apunta al respecto lo siguiente: “La transformación de un país eminentemente agrario en un país agrícola autosuficiente, que fuera uno de los sueños que realizara la Revolución, quedará sin embargo frenada por nuevas formas de dependencia y subordinación”.15
En el quinto fragmento de la novela, el primero que hace referencia a esta etapa, se introduce, realzando el carácter popular de la obra, un corrido perteneciente a dicho movimiento armado:
Voy a contarte Aniceta
lo que hizo Fierro de Villa:
en Tuxpan dejó el caballo
y en Zapotiltic la silla.
En seguida, la voz de un habitante de Zapotlán describe a un interlocutor silencioso el ambiente que reinaba en el pueblo durante aquella época, esto lo hace narrando su propia experiencia:
—Este pueblo, aquí donde usted lo ve, con todas sus calles empedradas, es la segunda ciudad de Jalisco, y en tiempos de la refulufia fuimos la capital del Estado, con el General Diéguez como Gobernador y Jefe de Plaza. Quisiera no acordarme. Carrancistas y villistas nos traían a salto de mata desde Colima a Guadalajara, pariendo chayotes. Y a la hora del ¡quién vive! no sabía uno ni qué responder. Si usted se quedaba callado, malo. Si contestaba una cosa por otra, tantito peor. Diario teníamos fusilados y colgados, todos gente de paz. Entraban y salían de aquí jueves y domingo. Y los postes del tren a todo lo largo de la vía tenían cada uno su cristiano, desde Manzano a Huescalapa, y ni siquiera nos daban permiso de bajar a los ahorcados que estaban allí cada quien con su letrero, para escarmiento del pueblo. Otro día le cuento.
El tercer párrafo de este fragmento se encarga de cerrar con otro verso del mismo corrido:
De Tuxpan a Zapotlán,
de una carrera tendida
el Napoleón de petate
llegó escapando la vida. (frg. 5, p. 10)
Este fragmento introduce al lector en el ambiente revolucionario por medio de dos aspectos diferentes: por un lado, recurriendo al legado oral de los corridos, proporciona un sentido popular a la lucha; y por otro, acude a la narración proporcionando una noción colectiva. A pesar de que en este fragmento no se toca la temática agraria sitúa al lector en un ambiente y en una época determinados.
El sexto fragmento es el segundo de los que hacen una mención directa al conflicto revolucionario; en voz de un caudillo anónimo se relata la llegada de la lucha armada al sur de Jalisco:
...como desde mi llegada a la Loma de los Magueyes instalé mi telégrafo al pie de un poste de la vía del ferrocarril que pasa por la falda a poca distancia de la cumbre, rendí parte al General Diéguez sobre la superioridad del enemigo y de que sus cargas eran muy frecuentes y a fondo. No nos inquietábamos por lo que tocaba a nuestra línea de batalla, pero nuestros flancos descubiertos podían ser de un momento a otro ocupados. Era de imperiosa necesidad que me mandara el resto de mi brigada para cubrirlos, consistente en los Batallones 18° y 20°. Me contestó que el 20° había sido enviado con anterioridad a Pihuamo para combatir a Aldana, Bueno y demás jefes que yo conocía. El 18° estaba ocupado en cubrir la entrada de Tamarilla a Zapotlán. Finalmente me dijo que el 11° Batallón ya debía encontrarse entre nosotros, y que el General Figueroa estaba a punto de salir con su Regimiento para cubrir el camino de Sayula a San Gabriel. (frg. 6, pp. 10-11)
La violencia y muerte se hacen patentes en el fragmento 28, que trae a colación la batalla entre carrancistas y villistas, y el descarrilamiento que sufrió el tren del ejército de Manuel M. Diéguez:
En la Cuesta han ocurrido muchas muertes y desastres, sobre todo dos: el descarrilamiento y la batalla de 1915. La batalla la ganó Francisco Villa en persona, y a los que lo felicitaron les contestaba: "Otra victoria como ésta y se nos acaba la División del Norte." Les dio a sus yaquis de premio quince días de jolgorio en Zapotlán, a costillas de nosotros. El descarrilamiento también lo perdió Diéguez, y es el más grande que ha ocurrido en la República, con tantos muertos que nadie pudo contarlos. No se perdió mucha tropa porque el tren iba atestado casi de puras mujeres, galletas y vivanderas, la alegría de los regimientos. (frg. 28, p. 20-21)
La lucha de los indígenas campesinos por sus tierras usurpadas se presenta en muchos de los fragmentos de la novela y esta lucha continua se da por medio de distintos recursos, ya sea el reclamo a las autoridades por la vía legal, la perseverancia y fuerza moral y su capacidad de organización bajo un sentido comunitario. Sin embargo, los esfuerzos se ven mermados con la llegada de la revolución al pueblo, es decir, la revolución detiene la lucha, el progreso en pos de la causa. El fragmento 37 denomina al conflicto como la “revuelta” y manifiesta abiertamente una visión pesimista de sus consecuencias:
—Nada de remoto caso. Como no podíamos quedar conformes, luego luego nos pusimos a reclamar, y para qué es más que la verdad, nos dieron la razón, pero no la tierra. Lo que sea de cada quien, el señor don Porfirio, como todas las autoridades antiguas, dijo que se nos hiciera justicia. Y desde entonces nos han dado largas. El pleito se paró en 1909 porque vino la revuelta y luego los cristeros y tantos otros trastornos... Fíjense, a nosotros de nada nos ha servido el agrarismo, nomás hemos visto pelear a los hacendados y a los agraristas, que algo salen ganando unos y otros. Pero de la Comunidad Indígena nadie se acuerda, y nosotros somos los meros interesados, los primeros dueños de la tierra... (frg. 37, pp. 25-26)
El fragmento 45 es uno de lo más importantes para dejar clara la postura del autor respecto del tema. El primer enunciado es contundente ya que expresa de manera concreta que una de las consecuencias de la revolución en el sur de Jalisco implicó el estancamiento de la histórica lucha, al mismo tiempo involucra a las autoridades eclesiásticas como uno de los actores responsables.
—Les dije que la Revolución dejó parado el pleito. Quién se iba a acordar de los indios de Zapotlán en todo ese tiempo. Pero a nosotros no se nos olvida, y cada que podemos, sacamos los papeles, los antiguos y los nuevos que dicen siempre lo mismo: que tenemos razón y que somos dueños de la tierra... Déjenme que me acuerde... sí, fue un año de mucha seca. Desesperados ya de que no lloviera, sacamos al Santo Patrón sin permiso de las autoridades. Ya saben, nosotros siempre hemos sido muy creyentes... Un coronel que era Jefe de Plaza nos llamó la atención porque estaba prohibido sacar al Santo. Pero nos dio a entender que podíamos hacerlo si pagábamos una multa, cada que quisiéramos. Fuimos con el señor Cura para que nos aconsejara, y entonces a él se le ocurrió que a nombre de nosotros le reclamáramos al Gobierno la casa del curato. Se había quedado con ella desde en tiempo de los cristeros, y primero fue cuartel y luego oficina de los agraristas. Antiguamente, antes que de la iglesia esa casa del curato fue de nosotros. Y así nos fuimos a decirlo a México con los papeles en la mano, porque todas las casas y las capillas que teníamos, también nos las quitaron. Las vendió el municipio como si fueran suyas. Y un señor allá en México nos atendió muy bien. No nos devolvió el curato, pero viéndonos indios nos preguntó que si teníamos tierras. Le dijimos que no, que nos las habían quitado, y cómo y cuándo. Entonces él nos dijo: “Píquenle por allí”. Y nos dijo que el gobierno estaba haciendo justicia. Dejamos lo del curato por la paz y resucitamos el pleito de 1909. Ya ven ustedes, la ocurrencia fue del señor Cura, pero yo creo que fue más bien de Señor San José. (frg. 45, p. 29-30)
De manera aparente, durante el Porfiriato se trató de hacer justicia a las comunidades indígenas, sin embargo revela una enorme contradicción cuando se descubre que al final los únicos beneficiados con los repartos efectuados fueron los terratenientes. Las Juntas Repartidoras de tierras establecidas en ese periodo detuvieron el proceso, más que concluirlo regresando las tierras a los tlayacanques. En el fragmento 46 se introduce por única vez un personaje, don Cristóbal, que representa a los terratenientes ricos que valiéndose de un proceso fraudulento se adueñan de las tierras de la comunidad:
El señor don Cristóbal se nos ha introducido arbitrariamente de un año acá, y nosotros sin poderle impedir. Él, valiéndose de la Revolución, pidió al señor Juez que lo pusiera en posesión. Y visto él que no le impedimos nada, nos cerró la entrada de la laguna, y reconoció años de rentas de tierras de nuestras propiedades. Se valió del gobierno actual diciendo que nada nos debía, y nos hizo infelices sin tener de qué echar mano. Nos quitó las sementeras de este año y no nos deja ni sembrar. (frg. 46, p. 30)
Este fragmento es de los más emblemáticos. En él se expresa reiteradamente la impotencia de los indígenas por salir airosos de su problema y para ello hecha mano de frases que enfatizan su impotencia como “sin poderle impedir”, “no le impedimos nada”, “sin tener de qué echar mano”.
Por último, debe mencionarse que la voz de los indígenas se intercala paralelamente a lo largo de toda la novela con el diario de siembra del zapatero-agricultor –al que se alude en el fragmento 4 ya citado–, quien especifica que adquirió las tierras para emprender su aventura agrícola por un bajo costo pero después de un largo proceso burocrático. Este personaje sabe de antemano que dichas tierras habían pertenecido a otros agricultores y no lo toma en cuenta para comenzar a trabajarlas:
¡Ya soy agricultor! Acabo de comprar una parcela de cincuenta y cuatro hectáreas de tierras inafectables en un fraccionamiento de la Hacienda de Huescalapa, calculada como de ocho yuntas de sembradura ... Lo único que me ha extrañado un poco es que para la operación de compraventa han tenido que hacerse toda una serie de trámites notariales muy fastidiosos. El legajo de las escrituras es muy extenso. Tal parece que esta tierra, antes de llegar a las mías, ha pasado por muchas otras manos. Y eso no me gusta. (frg. 3, p. 8-9)
La empresa infructuosa de la siembra del zapatero agricultor se hace patente a lo largo de toda la novela, demostrando su poca pericia en el asunto, pero sobre todo, reflejando los conflictos que envolvían a la tenencia y manejo de los terrenos que trabajaba. Al final, al igual que todos los proyectos y acciones emprendidos en la novela, fracasa de manera rotunda al perder la cosecha del terreno de Tiachepa y utilizar las ganancias del Tacamo para pagar sus deudas originadas por una absurda cadena de trámites: “Resultó que aparte del peligro que hay por lo de la Comunidad Indígena, el Tacamo estaba en litigio entre dos hermanos. Y el que me lo vendió no era dueño de todo. Ayer me citaron en el juzgado, y yo no soy para esas cosas. Mi compadre, que es colindante, ya tenía pleito anterior con estos herederos y va a jugarse el todo por el todo.” (frg. 257, p. 164-165).
iv. A manera de conclusión
La feria, por medio de su construcción polifónica y dialógica actúa como portavoz de una comunidad entera cuyos contrastes conforman el crisol que define al pueblo de Zapotlán el Grande. Algunas de las tantas voces e historias que pueden escucharse dentro de ese conglomerado ponen de manifiesto la infructuosa lucha de los indígenas por recuperar la tierra de sus antepasados.
La gran cantidad de fragmentos dedicados a este hilo narrativo demuestran la importancia que Arreola le concedía a las luchas sociales y enfatizan dicha problemática al practicar un recorrido por cada una de sus etapas históricas que va desde la época novohispana hasta los años posteriores al conflicto revolucionario.
La llegada de la revolución a Zapotlán el Grande significa el paro de la lucha en pos de reponer y redistribuir la tierra; contrario a sus ideales, la revolución detiene el pleito que se estaba llevando a cabo, dejó todo parado como un “año de secas”.
El fracaso de los indígenas en la lucha por sus tierras va más allá de representar una serie de sucedidos en Zapotlán el Grande ya que ellos representan una situación grave acaecida en México. Los actores involucrados en esta problemática no sólo atañen a esta región sino a todo el país: los indígenas campesinos, los ricos terratenientes, la Iglesia, el gobierno y sus instrumentos como la Junta Repartidora de tierras. Este aspecto confirma lo dicho anteriormente respecto de que La feria es una síntesis, una sinécdoque que refleja la realidad nacional desde una de sus más amargas facetas: el reparto agrario.
El pueblo de Zapotlán el Grande se encarga de constituir un símbolo de la derrota de los ideales de la revolución puesto que manifiesta una dolorosa desilusión para el pueblo mexicano en cuanto a la impartición de justicia, el respeto por las comunidades indígenas y el equilibrio social.
En esta época en que se celebra el primer siglo del triunfo de los ideales revolucionarios, ¿no sería justo preguntarnos cuál es el estado actual de las consignas respecto de las tierras de los pueblos indígenas y campesinos en México? Sin duda, Arreola ha puesto “el dedo sobre la llaga” retomando este tema dentro de su novela y es a nosotros a quienes corresponde realizar una profunda y crítica reflexión respecto de las consecuencias que se han obtenido de esta problemática.
Bibliografía
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Semo, Enrique. Historia de la cuestión agraria mexicana. El siglo de la hacienda 1800-1900. México: Siglo xxi, ceham, 1988.
1 Emmanuel Carballo. Protagonistas de la literatura mexicana. México: Ediciones del Ermitaño, 1989, p. 487 (Col. Torre de papel).
2 Ibid., p. 486.
3 Vicente Leñero entrevistado por Víctor Manuel Pazarín. Arreola, un taller continuo. Guadalajara: Editorial Ágata, 1995, p. 44.
4 Véase Ricardo Flores Magón. Antología. México: unam, 1993.
5 Juan José Arreola. La feria. México: Joaquín Mortiz, 1963, p. 8. Para mayor comodidad del lector, las citas que se hagan de La feria en lo que resta de este trabajo, serán indicadas dentro del texto entre paréntesis, señalando el número de fragmento y página correspondiente.
6 Bajtín utiliza los términos dialogismo y polifonía para referirse a la convivencia de voces, además de los diferentes tipos socioculturales en que los discursos se manifiestan, entremezclan e interfieren en una novela. Algunas de las manifestaciones concretas de estos fenómenos se dan a partir de elementos narrativos, tales como simultaneidad de voces, narradores y personajes, o por la inserción de diferentes discursos en un mismo momento. Véase Mijaíl Bajtín. Problemas de la poética de Dostoyevski. Trad. Tatiana Bubnova. México: fce, 2005 (Col. Breviarios, 417).
7 Enrique Semo. Historia de la cuestión agraria mexicana. El siglo de la hacienda 1800-1900. México: Siglo xxi, ceham, 1988, p. 2.
8 Ibid., p. 6.
9 Ibid., p. 127.
10 Juan José Arreola entrevistado por Eliana Albala. “Rompecabezas de un mundo”. Arreola en Voz Alta. México: conaculta, 2002, p. 237.
11 Biblia Reina-Valera. Isaías 49: 1-2.
12 Biblia Reina-Valera. Isaías 49: 8.
13 Biblia Reina-Valera. Isaías 5: 8-9.
14 Véase Phillip Berryman. Teología de la liberación. México: Siglo xxi, 1989, p. 51.
15 Antonio García de León. "Grandes tendencias de la producción agraria". Historia de la cuestión agraria mexicana, op. cit., p. 85.