Sincronía Otoño 2006


Nietszche y el espíritu dionisiaco*

Jorge Olmos Torres


 

I.- El silencio

Alguien ha dicho que sólo un loco podría despertar aquel mundo griego antiguo donde duerme Dionisio, a lo que habría que preguntar: ¿Estaba loco Nietszche? Intentemos, en el transcurso de estas palabras, acercarnos a él, oírlo. Procuremos ir, sin apresuramiento, atendiendo las observaciones de sus biógrafos, tutores y críticos. Para unos El nacimiento de la tragedia se origina de un aspecto emocional sufrido por la muerte temprana del padre y del hermano menor; para otros por las conferencias sobre "El drama musical griego", dictada el 18 de enero de 1870 y "Sócrates y la tragedia" leída el 1 de febrero. Ambos acontecimientos se enlazan sensiblemente hasta la redacción de "La visión dionisiaca", escrita entre julio y agosto de ese año. Otro elemento imprescindible que regirá y se enlazará a los anteriores es el "espíritu de la música", ya que según sabemos, él concebía y escribía desde este espíritu musical. Al inicio del "Ensayo de autocrítica" Nietzsche escribe: El nacimiento de la tragedia "surgió de una cuestión profundamente personal. Durante la guerra franco alemana de 1870/71, en algún rincón de los Alpes vivía sumergido en cavilaciones y enigmas y redactaba mis pensamientos sobre los griegos. Así seguí bajo los muros de Metz, hasta que, por fin, en Versalles, donde se deliberaba sobre la paz, también hacia la paz conmigo mismo. Después, mientras convalecía de una enfermedad que había contraído en el campo de batalla, revisé, de manera definitiva, el ‘nacimiento de la tragedia en el espíritu de la música’"... Trabajó infatigablemente sobre su libro, a pesar de que su salud empeoraba cada día más; de tal modo que se ve obligado a pedir una cancelación de sus obligaciones académicas y se dirige a Lugano con su hermana. Finalmente, en octubre y noviembre concluye el material y hacia los últimos días de diciembre de 1871 el libro aparece publicado. Se puede decir que este año fue el mejor de su vida, aunque la primera respuesta a El nacimiento de la tragedia fue el silencio total.

II.- Arte apolíneo y arte dionisiaco

Originariamente sólo Apolo es el dios del arte en Grecia. Dioniso irrumpió desde Asia, trayendo consigo las más antiguas formas religiosas del mundo asiático. A su aparición Apolo rodeó al poderoso adversario en el más delicado de los tejidos, de modo que éste apenas pudo advertir que iba caminando semiprisionero. Los sacerdotes délficos adivinaron el profundo efecto del nuevo culto sobre los procesos sociales de regeneración y lo favorecieron de acuerdo a sus propósitos político-religiosos. Finalmente, en el culto délfico el año quedó repartido entre Apolo y Dioniso. Los dos salieron vencedores del campo de batalla. Así, entre más crecía vigorosamente el espíritu artístico apolíneo, también se desarrollaba libremente Dioniso. Mientras uno llegaba a la "visión plena, inmóvil", el otro interpretaba "los enigmas y los horrores del mundo y expresaba en la música trágica el pensamiento más íntimo de la naturaleza, el hecho de que la ‘voluntad’ hila en y por encima de todas las apariencias". Así, Apolo y Dionisio son una doble fuente de su arte. Representan antítesis estilísticas, luchando siempre entre sí, y sólo una vez aparecen fundidas en el instante del florecimiento de la "voluntad" helénica, formando la obra de arte de la tragedia ática. En el sueño y la embriaguez se alcanza la delicia de la existencia. Mientras que el sueño es el juego del ser humano individual con lo real, el arte del escultor es el juego con el sueño. La estatua es algo muy real en cuanto figura onírica ya que es la persona viviente del dios. ¿En qué sentido fue posible hacer de Apolo el dios del arte? Sólo en cuanto es el dios de las representaciones oníricas. La bella apariencia del mundo onírico es su reino: la verdad superior, la perfección propia de estos estados, elévalo a la categoría de dios vaticinador y de dios artístico. En él no es necesaria una moderada limitación, pues está libre de las emociones salvajes por su sabiduría y sosiego.

El arte dionisiaco, por el contrario, descansa en el juego con la embriaguez, con el éxtasis. Al ingenuo hombre natural lo elevan hasta el olvido de sí el instinto primaveral y la bebida narcótica. En ambos estados el principio de individuación queda roto, lo subjetivo desaparece totalmente ante la eruptiva de lo general-humano, de lo universal-natural. Se establece un pacto entre hombres y una reconciliación con la naturaleza. Todas las diferencias de estirpe que la necesidad y el atropello han establecido entre los hombres desaparecen: el esclavo es hombre libre, el noble y el humilde de cuna se unen para formar los mismos coros báquicos. Cantando y bailando manifestase el ser humano como miembro de una comunidad superior, más ideal. Se siente prodigiosamente transformado, y en realidad se ha convertido en otra cosa. En él resuena algo sobrenatural. Se siente dios: todo lo que vivía sólo en su imaginación, ahora eso él lo percibe en sí. Ya no es artista, se ha convertido en una obra de arte, camina tan extáticamente e imperturbable "como en sus sueños veía caminar a los dioses". La potencia artística de la naturaleza es la que aquí se revela. Así como la embriaguez es el juego de la naturaleza con el ser humano, así el acto creador del artista dionisiaco es el juego con la embriaguez. Mientras no se ha experimentado en sí mismo ese estado, sólo se comprende de manera simbólica.

En la embriaguez dionisíaca, en el impetuoso recorrido de todas las escalas anímicas durante las excitaciones narcóticas, o en el estallido de los instintos primaverales, la naturaleza se manifiesta en su esfera más alta: vuelve a juntar a los individuos y los hace sentirse como una sola cosa, de tal modo que el principio de individuación aparece, por así decirlo, como un permanente estado de debilidad de la voluntad. Cuanto más decaída se encuentra la voluntad, tanto más se desmigaja todo en lo individual, cuanto más egoísta y arbitrario es el modo como el individuo está desarrollado, tanto más débil es el organismo al que sirve. En aquellos estados brota un rasgo sentimental de la voluntad, un "sollozo de la criatura" por las cosas perdidas: en el placer supremo resuena "el grito del espanto, los gemidos nostálgicos de una pérdida insustituible." El dios Dioniso que recibió el nombre Lysios (que quiere decir "el liberador"), ha liberado a todas las cosas de sí mismas, ha transformado todo. El canto y la mímica de las masas excitadas de ese modo, en las que la naturaleza ha cobrado voz y movimiento, fueron algo nuevo e insólito. "Si alguno de nosotros fuese trasladado de repente a una representación festiva ateniense, la primera impresión que tendría sería la de un espectáculo completamente bárbaro y extraño", y ¿quién no? Y no sólo el mundo cultural griego antiguo nos parecería extraño sino también otras culturas antiguas como la China o la Maya nos causarían esa extrañeza y asombro insólito. Pero el pasado para el presente, desde la visión moderna del mundo, se presenta como un olvido. Desde toda perspectiva actual sobre el mundo pareciera que el presente camina sólo hacia una única dirección: el futuro. El progreso del presente hacia el futuro ve en el pasado un estado "bárbaro" que hay que "superar". Nada dice "al hombre último" la grandeza civilizatoria en que se desarrollaron los pueblos antiguos ni los mecanismos sobre los que erigieron su arte, su cultura y su visión del mundo. Pero para Nietzsche, que ve con desilusión el presente, es importante que imaginemos el mundo cultural antiguo griego; o, mejor, que recreemos ese mundo desde lo que sabemos de él. Por eso hace hincapié en lo que hay y ocurre en la vida artística para poder "ver" el drama griego: se esfuerza en crear un ambiente de los acontecimientos preparatorios del drama antiguo. "El actor sentía que, dice, vestido con su ropaje, representaba una elevación por encima de la forma cotidiana de ser hombre", así como un entusiasmo ante las palabras conmovedoras e impresionantes de Esquilo. Pero no sólo en él sino también en "el oyente se expandía un estado de ánimo festivo inusitado, teniendo sus sentidos frescos, matinales, festivamente estimulados; todo ahí producía un instinto profundísimo." En los inicios del drama, dice Nietzsche, "muchedumbres excitadas de un modo salvaje, disfrazados de sátiros y silenos iban errantes por campos y bosques. El efecto de la primavera incrementaba las fuerzas vitales con gran desmesura y por todas partes aparecen estados extáticos, visiones y una creencia en una transformación mágica de sí mismo, y seres acordes en sus sentimientos marchan por el campo." Y aquí está la cima del drama, que consiste "en que el hombre esté fuera de sí y se crea a sí mismo transformado y hechizado", han alcanzado el estado del "hallarse-fuera-de-sí." Para Nietzsche en el éxtasis "no retornamos a nosotros mismos, ingresamos en otro ser, de tal modo que nos portamos como seres transformados mágicamente." En este espectáculo del drama, señala, lo que está en juego es el "suelo y la creencia en la indisolubilidad y fijeza del individuo". El enaltecido dionisiaco cree en su alteración.

Se ha dicho que el griego conoció los horrores y espantos de la existencia, pero el Olimpo luminoso logró imponerse sobre éste, las resplandecientes figuras de Zeus, Hermes, Apolo, y toda la larga lista de dioses lo ocultó. Y si alguien hubiera quitado el brillo a éstos, habrían seguido la filosofía de Sileno; pero la necesidad hizo que el genio artístico creara esos dioses. El pueblo les atribuía a los dioses la existencia del mundo y la responsabilidad por el modo de ser de éste. Los dioses también se encontraban sometidos a la necesidad. Ver la propia existencia, dice Nietzsche, tal como ésta es ahora, en el espejo transfigurador, y protegerse con ese espejo contra la Medusa —ésta fue la estrategia genial de la "voluntad" helénica para poder vivir en absoluto.

III.- Fusión de las artes

La tragedia fue un gran canto coral; el coro era el factor con que se tenía que contar ante todo. Desde Esquilo hasta Eurípides, dice Nietzsche, el coro había quedado en segundo plano; después la escena dominó a la orquesta y, por último, los personajes escénicos y sus cantos individuales pasaron a primer plano; terminaron por imponerse a la emoción coral-musical de conjunto. Inauguralmente la tragedia fue una "lírica objetiva", una canción cantada partiendo del estado de escogidos seres mitológicos, y, además, con el disfraz de los mismos. El drama no tenía su mirada en el obrar sino en el padecer, en el pathos. Por ejemplo, se aludía a los rasgos de los dioses o se refería a la historia de las luchas y sufrimiento de Dioniso. Posteriormente fue introducida la divinidad misma. El actor narra las aventuras como si fuera ese dios e invita a participar de manera vivísima; durante los cantos corales el actor-Dioniso es la imagen viviente del dios. La música estaba destinada a apoyar el poema, a reforzar la expresión de los sentimientos y el interés de las situaciones, sin interrumpir la acción ni perturbarla con ornamentos inútiles. La tarea de la música era la de trocar la pasión del dios y del héroe en una fortísima compasión en los oyentes. La misma función la tiene también la palabra, si bien no logra alcanzar su meta porque primero actúa sobre el mundo conceptual y después sobre el sentimiento. En cambio, dice Nietzsche, la música toca directamente el corazón, puesto que es el verdadero lenguaje universal que en todas partes se comprende. Con todo, había un lazo natural entre el lenguaje de las palabras y el lenguaje de la música ya que, recordemos, "el poeta era necesariamente el que ponía música a su canción." Al oírla sentían la unidad intimísima de la palabra y la música.

Para el griego la exigencia ética de la mesura sólo es posible allí donde se considera que la mesura, el límite, es conocible. Pero para no infringir los límites hay que conocerlos, de aquí la admonición apolínea: "conócete a ti mismo." Pero el único espejo donde el griego podía conocerse era el mundo de los dioses olímpicos: y en éste reconocía él su esencia más propia, envuelta en la bella apariencia del sueño. La mesura del mundo divino era mesura de la belleza: el límite que el griego tenía que respetar era el de la bella apariencia. La finalidad era el encubrimiento de la verdad, y a todos se les amonestaba con "nada demasiado." En ese mundo estructurado irrumpió el sonido de la fiesta dionisíaca, en la cual la desmesura toda de la naturaleza se revelaba a la vez en placer, en dolor y conocimiento. La mesura resultó ser una apariencia artificial. La "desmesura" se develó como verdad. El ritmo, que antes se movía únicamente en un zig-zag sencillísimo, se convirtió en un baile de bacantes; el sonido se dejó oír en la intensificación por mil que la masa le daba, y acompañado por instrumentos de viento y sonidos profundos. Y aconteció lo más misterioso, dice Nietzsche: aquí vino al mundo la armonía, la cual hace directamente comprensible en su movimiento la voluntad de la naturaleza. Lo espantoso o lo absurdo resulta sublimador, pues sólo en apariencia es espantoso o absurdo. La fuerza dionisíaca de la transformación mágica llega a su cumbre más elevada de esta visión del mundo: todo lo real se disuelve en apariencia, y detrás de ésta se manifiesta la unitaria naturaleza de la voluntad, totalmente envuelta en la aureola de la sabiduría y de la verdad, en un brillo cegador. La ilusión, dice, y el delirio se encuentran en su cúspide. La lucha apolínea-dionisíaca tenía una meta extraordinaria, crear una posibilidad más alta de la existencia y llegar también a una glorificación más alta. En el arte trágico queda absorbido el arte de la apariencia, y aquel ya no es la "verdad." Ahora ni el cantar ni el bailar ni la masa coral están poseídos por la embriaguez y el instinto primaveral. Ahora la verdad está simbolizada, se sirve de la apariencia y utiliza las artes de la apariencia; se recurre conjuntamente a la ayuda de todos los medios artísticos de la apariencia. La apariencia no es gozada como apariencia, sino como símbolo, como signo de verdad. ¿Pero dónde está —se pregunta Nietzsche— el poder que traslada al espectador a ese estado de ánimo creyente en milagros, mediante el cual ve transformadas mágicamente todas las cosas? ¿Quién vence al poder de la apariencia, y de potencia, reduciéndola a símbolo? Es la música, dice.

Por su parte, el lenguaje de los gestos y el lenguaje del sonido tienen un significado para la obra de arte dionisíaca. En el primitivo ditirambo primaveral del pueblo, dice, el ser humano quiere expresarse no como individuo, sino como ser humano genérico. Ahora, el hecho de dejar ser un hombre individual es expresado por el simbolismo del ojo, por el lenguaje de los gestos, que son símbolos inteligibles por todos y se producen por movimientos reflejos, de tal manera que en cuanto sátiro, en cuanto ser natural entre otros seres, habla con gestos, con el gesto del baile. Mediante el sonido expresa los pensamientos más íntimos de la naturaleza: lo que aquí se hace directamente inteligible no es sólo el genio de la especie, como en el gesto, sino el genio de la existencia en sí, la voluntad. Con el gesto permanece dentro de los límites del género, del mundo de la apariencia; con el sonido, en cambio, resuelve, por así decirlo, el mundo de la apariencia en su unidad originaria, el mundo de Maya desaparece ante su magia. ¿Cuándo se convierte el sonido en música? En los estados supremos de placer y de displacer de la voluntad, en cuanto voluntad llena de júbilo o voluntad angustiada hasta la muerte, en suma, en la embriaguez del sentimiento: en el grito. Para aprehender este estallido cósmico de todas las fuerzas simbólicas se precisa la misma intensificación del ser que creó ese desencadenamiento: el servidor ditirámbico de Dioniso es comprendido únicamente por sus iguales...

IV.- Ocaso del arte

La "tragedia griega acaba de manera trágica." Su agonía se llama Eurípides, un género artístico posterior conocido como "comedia ática nueva." Con él irrumpió en el escenario el espectador, el ser humano en la realidad de la vida cotidiana. El vestido se hizo más transparente, la máscara se transformó en semi-máscara. Lo que el espectador veía y oía en el escenario euripideo era su propio doble envuelto en el ropaje de gala de la retórica. El ideal ha huido del pensamiento. Al abandonar a la tragedia el heleno había abandonado la creencia en su propia inmortalidad. Eurípides luchó contra un mal enorme que él creía reconocer y éste, para él, era la decadencia del drama musical. ¿Dónde descubrió Eurípides la decadencia del drama musical? En la tragedia de Esquilo y Sófocles, sus contemporáneos de mayor edad. ¿Qué empujo a aquel poeta a ir contra la corriente general? ¿Qué lo apartó del camino de los iniciadores? Una sola cosa, la creencia en la decadencia del drama musical. Como buen espectador observó el abismo que se abría entre una tragedia y el público ateniense. Creyó que "muchas cosas casuales" en la tragedia producían en la masa "un efecto súbito." Al reflexionar sobre esto, entre el propósito poético y el efecto causado, Eurípides llegó poco a poco a una forma poética cuya ley capital decía: "todo tiene que ser comprensible, para que todo pueda ser comprendido"; y así, ante esta estética racionalista fueron llevados cada uno de los componentes (el mito, la estructura dramática, la música coral y con máxima decisión el lenguaje) a su ejecución. A lo que llegó no es sino el resultado de aquel enérgico proceso crítico, de aquella temeraria racionalidad. Él es el primero que alcanza una "estética consciente". Busca lo más comprensible intencionalmente. Antes de él el concepto, la conciencia y la teoría no habían tomado aún la palabra. Los discípulos aprendían del maestro sólo la técnica. En Eurípides, dice Nietzsche, hay un resplandor artístico casi no-griego que se resume en el concepto de socratismo. Eurípides es el poeta del racionalismo socrático. En Atenas, dice, estaba muy difundida la opinión de que Sócrates le ayudaba a Eurípides a escribir sus obras, y que sólo asistía a la tragedia si se representaba una obra de este poeta. Los dos nombres aparecen en la famosa sentencia del oráculo délfico: Sócrates como el más sabio y Eurípides le sigue en el certamen de la sapiencia. Sócrates es quien se percata que los hombres más famosos de su tiempo tienen una idea falsa acerca de sí mismos y encuentra que ni siquiera poseen conciencia exacta de su profesión, sino que la ejercen únicamente por instinto. Sócrates nunca dudó que "La sabiduría consiste en el saber" y que "no se sabe nada que no se pueda expresar y de lo que no se pueda convencer a otro." Esta será la actividad misionera de él. Y nadie era capaz de atacar la norma misma volviéndola contra Sócrates, pues tenía una superioridad en el arte de la conversación y en la dialéctica. Así, Eurípides se vio arrastrado, de manera inevitable, hacia la difícil vía de un crear artístico consciente. La decadencia de la tragedia que creyó ver era una "fantasmagoría socrática": luego, como nadie sabía convertir en conceptos y palabras la antigua técnica artística, Sócrates negó aquella sabiduría.

El socratismo desprecia el instinto y, con ello, el arte, dice Nietzsche. Niega el reino más propio de la sabiduría. Se puede decir que en todas las naturalezas productivas lo inconsciente produce cabalmente un efecto creador y afirmativo, mientras que la conciencia se comporta de un modo crítico y disuasivo. También el divino Platón, dice, "fue víctima del socratismo." Y quien, junto al arte trágico, enumera adrede, el arte de la limpieza y el de la cocina. A una mente sensata le repugna, dice Platón, un arte tan heterogéneo y abigarrado, para una mente excitable y sensible ese arte representa una mecha peligrosa: razón suficiente para desterrar del Estado ideal a los poetas trágicos. Esta condena áspera y desconsiderada del arte trágico tiene algo de patológico en Platón. La facultad instintiva del poeta es tratada siempre con ironía, porque esa facultad no es, dice, una intelección consciente de la esencia de las cosas. Frente a los artistas "irracionales", Platón contrapone la imagen del poeta verdadero, el filosófico, dando a entender que él es el único que ha alcanzado ese ideal.

En Sócrates se materializó uno de los aspectos de lo helénico, aquella claridad apolínea. Él aparece cual rayo de luz pura, transparente, como precursor y heraldo de la ciencia. Es el padre de la lógica, la cual representa con máxima nitidez el carácter de la ciencia pura: él es el aniquilador del drama musical. La dialéctica aparece como optimista desde el fondo de su ser: cree en la causa y el efecto y, por tanto, en una relación necesaria de culpa y castigo, virtud y felicidad; ella niega todo lo que no pueda analizar de manera conceptual. La claridad y la conciencia son el único aire en que puede respirar. Todo mundo conoce la proposición socrática "La virtud es el saber: se peca únicamente por ignorancia. El virtuoso es el feliz." Con ello adviene la muerte de la tragedia, y la ciencia y el arte se excluyen.

V.- Renacimiento del arte

Sólo de los griegos se puede aprender qué es lo que semejante despertar milagroso y súbito de la tragedia ha de significar para el fondo vital más íntimo de un pueblo, dice Nietzsche. La tragedia lleva abiertamente la música a su perfección y sitúa, junto a ella, el mito trágico y el héroe trágico, tomando sobre sus espaldas el mundo dionisiaco. El arte, dice, "no es sólo una imitación de la realidad natural, sino precisamente un suplemento metafísico de la misma, colocado junto a ella para superarla." El mito trágico interviene en ese propósito metafísico de transfiguración del arte en cuanto tal: "¿qué es lo que el mito trágico transfigura cuando presenta el mundo aparencial bajo la imagen del héroe que sufre?" Lo que nos dice es: "¡Mirad! ¡Mirad bien! ¡Esta es nuestra vida! ¡Esta es la aguja del reloj de nuestra existencia!" No es para deleitarse moralmente; el arte, en su campo, tiene que exigir, ante todo, pureza. Por eso en el mito trágico se debe "buscar el placer peculiar de él en la esfera estética pura."

Hay que elevarse hasta una metafísica del arte: "sólo como fenómeno estético aparecen justificados la existencia y el mundo." En el mito trágico incluso "lo feo y disarmónico son un juego artístico que la voluntad juega consigo misma en la eterna plenitud de su placer." El arte dionisiaco se comprende en el significado milagroso de la disonancia musical. La música puede dar un concepto del mundo como fenómeno estético. El placer que el mito trágico produce tiene idéntica patria que la sensación placentera de la disonancia en la música. Respecto a la disonancia empleada artísticamente, hay que caracterizar ese estado diciendo que nosotros queremos oír y a la vez deseamos ir más allá del oír. Ese aspirar a lo infinito, el aletazo del anhelo dentro del máximo placer por la realidad claramente percibida, nos recuerda que en ambos estados hemos de reconocer un fenómeno dionisiaco, el cual vuelve una y otra vez a revelarnos, como efluvio de un placer primordial, la construcción y destrucción por el juego del mundo individual, como el "niño que, jugando, coloca piedras acá y allá y construye montones de arena y luego los derriba."

Imagínense una cultura que no tenga una sede primordial fija y sagrada del mito, sino que esté condenada a agotar las posibilidades y a nutrirse mezquinamente de todas las culturas; eso es el presente, como resultado de aquel socratismo dirigido a la aniquilación del mito. El enorme apetito histórico de la insatisfecha cultura moderna colecciona innumerables culturas distintas con el voraz deseo de conocer. En cambio, los griegos estuvieron involuntariamente "constreñidos a enlazar con sus mitos todas sus vivencias y a comprenderlas únicamente mediante ese enlace": con lo cual también "el presente más inmediato tenía que aparecérseles enseguida bajo el aspecto eterno y, en cierto sentido, como intemporal". Pero no sólo en su vida, también el Estado y el arte encontraban descanso de la pesadumbre y de la avidez del instante. El valor de un pueblo, dice Nietzsche, se mide por su mayor o menor capacidad de imprimir a sus vivencias el sello de lo eterno: "con esto queda desmundanizado y muestra su convicción inconsciente e íntima de la relatividad del tiempo y del significado verdadero, esto es, metafísico de la vida." Lo contrario acontece cuando un pueblo se concibe de un modo histórico y derriba los baluartes míticos. Con ello provoca una mundanización y una ruptura con la metafísica inconsciente de su existencia anterior, con todas las consecuencias éticas. Si las culturas buscan un guía que les conduzca de nuevo a aquella patria, perdida hace demasiado tiempo y cuyos caminos y sendas apenas reconoce, que escuche la llamada "deliciosamente atrayente del pájaro dionisiaco..."

Permanente es la experiencia, "pura y sin mezcla" de la verdadera tragedia musical en Nietzsche: "tras las magnificas experiencias que hemos tenido, tras haber experimentado con estupor, cabalmente en la tragedia musical, cómo lo más patético puede ser realmente tan sólo un juego estético"; por lo cual "nos es lícito creer que sólo ahora resulta posible describir con cierto éxito el fenómeno primordial de lo trágico." El ojo ya no sólo ve la superficie, sino que penetra en lo interior; y, con ayuda de la música ve de manera concretamente visible una muchedumbre de líneas y figuras que se mueven y lo sumergen en los secretos más delicados de las emociones inconscientes. Hay una excitación tanto apolínea como dionisíaca del oyente. Por la visibilidad y el oído experimenta una transfiguración, una intensificación de su ser. El mito trágico, dice, sólo resulta inteligible como una representación simbólica de la sabiduría dionisíaca por medios artísticos apolíneos. El propósito artístico de Apolo es el de extender un velo de belleza sobre su esencia propia; bajo su nombre encontramos las innumerables ilusiones de la bella apariencia que en cada instante hacen digna de ser vivida la existencia e instan a vivir el instante siguiente. Mas, nuestra conciencia penetra sólo en el "fundamento de toda existencia", en la naturaleza dionisíaca del mundo que puede ser superada de nuevo por la fuerza apolínea transfiguradora; esos dos instintos están constreñidos a desarrollar sus fuerzas en una rigurosa concordia recíproca. Dioniso "cura de la demencia ditirámbica" a Apolo. El artista trágico crea sus figuras cual divinidad de la individuación, por eso su obra no es una "imitación de la naturaleza"; su instinto dionisiaco "engulle ese mundo de las apariencias" para hacer augurar detrás de él, y mediante su aniquilación, "una suprema alegría primordial artística en el seno de lo Uno primordial." Así, tanto el artista como el oyente alcanzan una experiencia de la tragedia como arte supremo. Con el renacimiento de la tragedia, también nació el oyente estético.

Entre la música y el oyente dionisiaco se interpone un símbolo sublime, el mito; así la música aparece como un medio supremo de exposición que da vida al mundo plástico del mito. Deja a la tragedia mover sus miembros en el baile ditirámbico y entregase a un orgiástico sentimiento de libertad, que a la música no le estaría permitido, sin aquel engaño, darse. El mito nos protege de la música, y ésta le presta una significatividad metafísica tan insistente y persuasiva que no podría alcanzar con la imagen y la palabra; gracias a ella el espectador recibe un placer supremo que pasa por el ocaso y la negación, de tal modo que le "parece oír que el abismo más íntimo de las cosas le habla perceptiblemente a él." Sólo quienes están claramente emparentados con la música o que tienen en ella su seno materno, se relacionan con las cosas a través de relaciones musicales inconscientes. Sólo ellos, aplicando "el oído al ventrículo cardíaco" sienten cómo el furioso "deseo de existir se enfunde en todas las venas del mundo" como una corriente estruendosa o un delicadísimo arrollo pulverizado. ¿No quedará destrozado bruscamente? La fuerza apolínea restablece al triturado individuo a través de un engaño delicioso: ahora oye y ve "tan sólo al héroe herido de muerte." Gracias a este magnifico engaño apolíneo los sonidos vienen a nuestro encuentro como un mundo plástico. Así, lo apolíneo nos arranca de la universalidad dionisíaca y nos hace extasiarnos con los individuos. Desfilan imágenes de la vida y captamos con el pensamiento el núcleo vital en ellas contenido. Con la enorme energía de la imagen, del concepto y la ética, lo apolíneo arrastra al hombre fuera de su auto aniquilación orgiástica, hasta la ilusión de hacerle ver una sola imagen del mundo, y que, mediante la música, tan sólo verá mejor y más íntimamente. Mientras la música nos constriñe de ese modo a ver más, y de un modo más íntimo que de ordinario, y a desplegar como una delicada tela de araña el suceso de la escena, para nuestro ojo espiritualizado, que penetra en lo íntimo, el mundo de la escena se ha ampliado de un modo infinito y asimismo se muestra iluminado desde dentro. Este suceso es sólo una apariencia magnifica, un engaño apolíneo. En el fondo la relación es inversa: la música es la auténtica Idea del mundo; la figura, aunque se vivifique e ilumine será siempre tan sólo la apariencia. Sólo la música, como corazón del mundo y desde este corazón, habla. No hay una victoria total apolínea sobre el elemento dionisiaco primordial de la música: "en el punto más esencial de todos aquel engaño queda roto y aniquilado", dice Nietzsche. Desde su inicio el drama se despliega con la ayuda de la música, como si desde dentro viéramos todos los movimientos y figuras; la música da un efecto que está más allá de todos los efectos artísticos apolíneos. En el efecto de conjunto de la tragedia lo dionisiaco recobra la preponderancia. El engaño apolíneo es como un velo que recubre el auténtico efecto dionisiaco. Pero, es tan poderoso que al final empuja al drama apolíneo mismo hasta una esfera en que comienza a hablar con sabiduría dionisíaca y se niega a sí mismo. La difícil relación que entre lo apolíneo y lo dionisiaco se da en la tragedia se podría simbolizar realmente mediante una alianza fraternal de ambas divinidades: Dioniso habla el lenguaje de Apolo, pero al final Apolo habla el lenguaje de Dioniso: con lo cual se ha alcanzado la meta suprema de la tragedia y del arte en general.

 

* Fragmento del libro: Notas de Filosofía de Jorge Olmos. Publicado por ICSyH de la BUAP, México, 2004.


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