Ophelia y sus rosas
Cristina Preciado
Universidad de Guadalajara
Penetrada de la acuosa
refracción de la luz que se derrama y comba el mundo
Despliego en tus
superficies un remolino que sublima
intermitente naufragios
¿Dónde está la
rugosa orilla de la que te llaman los que nacen
en el interminable
pliegue lactescente de tus médanos?
Rosa de agua, debato
en las bóvedas de tu cuerpo contenido
Corredores pasajeros
que se cierran tras de mí
Y me amparan desde el abandono
Plegaria de Ofelia
I. El universo finito
El agua nos recuerda nuestro primer albergue en
el mundo. Somos demasiado territoriales para reconocerlo, pero desde las habituales
señales del hogar basta a veces un atisbo para que se nos devuelva al primer mundo. Y
entonces miramos como si las presencias cobraran la reverberación instantánea de un
paisaje visto a través de un vaso de agua; o bajo la refracción de una canica
aquellas que llamábamos aquamarinas; o a la luz de otros prodigiosos miligramos, como aquel remiendo de
celosía amarilla que duró toda una vida en el cuarto de un baño y que a ciertas horas
de la ducha transfiguraba los cuerpos bajo el oro y la
ambrosía que los ungían.
El primer mundo es el vientre materno. Reconozcámoslo, nunca ocurrió un verdadero
destierro porque ni siquiera estábamos anclados en algún puerto, menos en tierra; había
un cordaje, sí, pero nos sostenía arriba y abajo de quién sabe qué misterio. Si
es verdad que los únicos paraísos son aquellos que hemos perdido[1],
el verdadero destierro no ha sido el signo de nuestro desamparo: ha sido negar nuestra
naturaleza eminentemente acuática. Vernos obligados a respirar, por ello el llanto al
nacer, porque convocamos en nuestros ojos el mundo visto a través del agua, y poco a poco
aprendemos a desahogarnos. La realidad se nubla y uno llueve. Y entonces comenzamos a
olvidar, pero el agua nos recuerda.
Sucede que de pronto aquella realidad presentida dentro del vientre
materno como una continuidad horizontal
y oblonga desaparece. Los límites de las cosas vistos a través del agua están
entreverados por su finitud: el borde de los dedos se ilumina; el presagio de una caricia
en la superficie del vientre apenas es una onda líquida que alarga sus anillos; los
sonidos por más agrestes que parezcan, son un eco que
se ahoga. El universo es un halo al alcance de la mano. Por ello cuando nacemos
también no duele mirar, la realidad es vertical y parece no tener límites, se desborda.
A media noche, cuando los tinacos de asbesto sacian sus paredes se llora igual que
a otra hora, el Tiempo ahora es el que alarga las cosas, pero no las diluye. Sin embargo
alguien de repente nos devuelve las flotaciones perdidas, la redondez del mundo en el
espacio finito de unos brazos. Sí, no hay agua, y
sin embargo se mueve.
Cuando llegan las primeras inmersiones en el agua doméstica una tina o la
regadera son los brazos, el seno materno o el tronco y sus sargazos los que nos
sostienen. Todo es demasiado claro, el retorno al primer mundo es momentáneo y la
honestidad de esta agua nos agobia. Sin embargo el regazo posee a su modo espléndidas
iluminaciones y el agua de pronto calla: al verla en la fronda estremecida de una
cabellera se la escucha temblar[2] (Por un instante,) cuando cesa la caída del agua o
uno se incorpora de la tina, la desnudez del cuerpo recobra
por un instante el tembloroso resplandor de las escamas, las gotas de agua se
desprenden bajo su propio ritmo hilos de
miel o mercurio y se anegan apacibles en los accidentes del cuerpo.
Generalmente después de un baño el cuerpo se distiende, el olfato se despeja y
percibe ese inconfundible aroma del agua de colonia y demás afeites que poco a poco
serán flagrantes presencias, ráfagas
instantáneas que nos devuelven al abrigo de un cuerpo que no es y ya no está, a sus rosas etimológicas, porque démonos cuenta, el
perfume de los seres y las cosas nos restituye el mundo como una eterna sospecha; como una
serie de presagios que invistieron a la primera inminencia de la vida que ni siquiera
alcanzamos a comprender. Aquel día cuando respiramos por primera vez reconocimos las
voces e identificamos la huella de un aroma entre otros. El olor se convirtió en el
primer puerto de nuestra vida en tierra y desde aquella hora hasta que sigamos vivos, la
respiración es una pausada afirmación que se reitera en nuestro pecho y vientre.
Decía pues que luego del baño hay un abandono placentero del cuerpo, el sueño
nos invade las más de las veces y dormimos. Nadie como Rimbaud ha unido la ingravidez de
un ahogado con alguien que duerme: Y yo
bogaba, mientras que a través de mis frágiles cordajes / ¡Los ahogados de espaldas,
bajaban a dormir![3]
A su vez la amante de e. e. cummings
ataviada de sueño y de muerte se derrama en medio de la noche[4].
El agua precipita pasiones, el paso de su hidrografía traza en nosotros las huellas
indelebles del placer: las hebras de agua siempre desembocan en las sinuosidades de un
cuerpo desnudo. Y cuando llegue el tiempo en que las estancias en el cuarto de baño se
prolonguen, la transfiguración de nuestro cuerpo sabrá que sus húmedas gravitaciones
son otro rostro oscilante con el que se invisten los sueños.
II. La domesticación del agua
La domesticación del agua no la presenciamos
muchos de nosotros, es decir, cuando nacimos al
pueblo hacía muchos años que lo habían hecho ciudad y la circulación del agua en
el hogar ya tenía venas de metal. A muchos, en medio de la urbe, nos queda como historia
remota su tránsito ambulante, la larga travesía en busca de una piedra donde mane. Pero
no nos engañemos, el agua más terrible es la olvidada, cuando sus venas abiertas se
derraman sin sentido alguno. Tener el agua es reconocer su ausencia, hospedar en nuestras
manos el espejismo que nos aclara; tener el agua es padecer su ausencia: la sed nos viene
desde siempre y no hay acto más piadoso, en medio de toda desposesión, incluso de la
vida, que dar de beber a alguien. El agua es franca pero a quien no tiene aun lo que tiene se le quitará[5]
anunciaba Aquél cuyo primer milagro, según el Evangelio de San Juan fue la conversión de agua en vino.
***
Transversal al hogar y a sus alrededores, el agua imprime su propio acento en las
cosas. Hay una confabulación que nos impregna y lentamente van quedando sus voces como
huellas de agua. Por eso, cuando nos alojamos por diferentes circunstancias en una
habitación distinta al primer hogar, brota en
nosotros un doble extrañamiento: se reconoce lo que no está y, en las horas de silencio el agua ajena filtra su
voz bajo el eco escurridizo de un desagüe o la resonancia de una llave que chilla. El
acento gutural del agua precede a la sensación atroz del abandono, en estos casos nos
engulle, pero también hay otras horas de insomnio donde el agua provoca horas de desvelo:
su sonido acentúa las cosas, las revela; a veces arrulla pero aclara, no es su voz sino
la transparencia de las cosas lo que duele en la vida: el trago de realidad suele ser
amargo, pero eso depende de nosotros. El agua aquieta las cosas, incluso la borrasca
silenciosa del pensamiento, pero nunca miente. El agua nos mira desde su eterna inquietud.
Hay edades para el agua en el hogar. ¿Se dan cuenta? Las primeras veces frente al
lavabo alguien nos sostenía del medio vientre y apretujados, respirando de a poquito,
ayudábamos a enjabonarnos y a medio enjuagarnos. Por un momento, si había un espejo
frente a nosotros, alguien era una cabellera reclinada que nos enmarcaba.
Luego vinieron los años del yo puedo sola y a medio pujido y siempre
de puntitas, el jabón reducido a una masa viscosa que se untaba innumerables veces para
verla a ella, al agua y el desparpajo a nuestros alrededores. Entonces la voz del
¿ya acabaste?, no la desperdicies y uno ahí sin comprender por qué ella
entregada nos causaba risa.
Asimismo se dieron graduales ascensos a la taza de baño. Pero aquí era distinto,
pendulantes en medio del vacío, sobre todo en los inodoros fuera de casa, las marcadas
precauciones que aprendimos, hicieron que conociéramos el asco. No obstante, en medio de
la escatología también nos enseñaron la risa: acudimos al hundimiento de distintas
naves sin tripulantes acompañadas de variables detonaciones.
El inodoro guarda en todas las edades una sensación de vacío que devora, de
Escila portátil, porque después de arremolinar, engulle. Existen de hecho sentimientos
encontrados hacia el inodoro, porque si bien el arremolinamiento de sus contenidos no
merece su contemplación, la ausencia del mismo por un desperfecto en su funcionamiento
acumula el agua estancada: el asco lo genera el agua turbia porque parece muerta.
Otro espacio del hogar cuyo gradual estancamiento del agua a veces generaba largas
tardes de juego era la pila del patio. Claro, no la pileta en casa de los abuelos cuya
cercanía a causa de su profundidad estaba siempre en estado de vigilia. Me refiero a la
pila donde el largo de los brazos apenas se cubrían de agua hasta los codos.
En temporada de lluvia el lavado de ropa se restringía a aquello que alcanzaba a
secarse antes de las lluvias vespertinas y en algunas ocasiones, los maromeros, unos
gusanitos negros y peluditos de lo que parecían antenas, se convertían en el fruto de la
pesca y en los habitantes del efímero acuario: una jícara que luego quedaba abandonada
en medio del patio. A veces, en la pila hasta nacía una lama finita, de color verde
olivo, que perdía todo encanto fuera de la ebriedad del agua.
Poco después vino el tiempo de la lavadora cuya puerta traslúcida y lateral sustituyó muchas tardes la pantalla de
televisión. El agua espumaba bajo el suave ronroneo de una máquina que con el desgaste de los años llegó a desplazarse varios metros al
ritmo de un chapoleo espumeante y un centrifugado lleno de hipos.
Pero las máquinas nunca han desplazado del todo los hilos de agua que se
escurrían por la ropa que traíamos puesta más que por la que estaba en proceso de
lavado: el rito era una invitación a hacer compañía que se cumplía en el consiguiente
desparramo. Sin duda, fuera de los roles que sean, a los niños les cautiva jugar a ser
adultos. En la complicidad de una tarea hogareña o del aseo personal bañarse o
regar el jardín se irrumpe en el umbral del juego, la seriedad se diluye y en esos
momentos el agua parpadea en gotecitas que silban e incluso cantan. En suma, la
domesticación del agua ha desparramado en muchos de nosotros memorias que circulan por
las tuberías, grifos, aspersores y regaderas por donde alguna vez el oso de los caños de Julio Cortázar [6]se
apiadó de nosotros y nos hizo tanto bien.
Si los primeros entretenimientos de los que tenemos noción estaban mediados por el
balanceo entre unos brazos o por una caricia a la que le seguía una mano y luego la risa,
otro sentido de esparcimiento nos viene del agua desmelenada: las gotas de agua sin el
rigor de su caída o la fragmentación de la luz bajo la órbita de un aspersor. Luego,
vinieron en distintas dimensiones la carne azul[7]
de las albercas.
III.
Azul y en plena fuga
Aunque es siempre la misma incolora,
insípida e inodora nadie podría representar el agua, por eso desde niños la hemos
pintado de azul. Otros en la historia de la pintura imitan la perplejidad de la luz sobre
el agua en sus diferentes tesituras, entonces el agua se convierte en el verdadero lienzo.
En la música, el arte de los intervalos el bien atemperado de Bach
instaura su arquitectura en un preludio al que le sigue una fuga: la vértebra musical de
una fuga se sostiene en su polifónica
discontinuidad. A su vez, el agua doméstica posee espléndidas fugas. Las fuentes son
preludios en permanente fuga. Hubo un tiempo en que el árabe y el romano en el remanso de
la paz y la hora de la abundancia tuvieron nostalgia del agua. Las acequias, los aljibes,
los pozos abastecían los campos de riego: la fuente se convirtió en un recinto que
proveía la contemplación, por ello se le colocaba en medio
de las plazas o patios. Las fuentes amansan al espíritu y adormecen sus demonios.
Toda fuente es eterna y somos nosotros quienes la convertimos en el agua lustral de
nuestra juventud, por ello permaneceremos
eternamente al borde de sus misterios.
El agua ornamental de las fuentes, como la fuga musical, fija su armonía en el
vértigo irregular de su caída: en las efímeras babeles que reiteran el acento de sus
voces. Vacía o estancada, una fuente muda está muerta.
***
La carne azul de las albercassegún Luis Medina en su poética del agua
urbana es un dedo mutilado del cielo[8].
El parentesco entre el agua y el cielo se remonta al segundo día de la creación del
universo cuando Dios dijo « haya
firmamento en medio de las aguas, que separe unas de otras»; y así fue. E hizo Dios
el firmamento, separando aguas de aguas, las que estaban debajo del firmamento de las que
estaban sobre el firmamento y [
] llamó Dios al firmamento cielo. Las
albercas, de hecho, son la génesis del otro cielo. Ahí también los brazos espigan el
vuelo y el remar de muslos epicenos[9]
crean glóbulos de luz. Cada alberca posee sus Ofelias y el muaré de sus cabellos.
IV.
Muerte por agua
Dicen que la muerte por agua es la más dulce de
todas, no lo sé, pero en el espacio literario
asume principalmente dimensiones oceánicas: el mar se convierte en el personaje, como es
el caso de El contemplado de Pedro Salinas o
en el escenario que perpetúa íntimos naufragios como en las poéticas de Joyce, Claudel, Pessoa y de su heterónimo, Álvaro de Campos.
Sucede que el ahogado se despoja de sí y las
gravitaciones del cuerpo humano lo transforman en su propio navío. Esa flotación lívida y embriagada parece estar
abstraída de su muerte, ese ahogado meditabundo
de Rimbaud[10] guarda para sí un secreto, por eso toda una aldea
se conmueve ante El ahogado más hermoso del mundo de García Márquez; o por
tantos siglos en la historia de la literatura el eterno periplo del Palinuro de Virgilio
se perpetúa en la Tumba sin sosiego de Connolly o en Flebas el Fenicio de Eliot.
Los adioses nos cautivan. Cuántas veces nos despedimos y regresamos a casa sin
nosotros. Cuántas veces ni siquiera pudimos hacerlo y en noches interminables nos
decimos: no he buscado cerrar ningún círculo en los adioses porque me parece que
todo en la geografía humana está poblado de muchas
líneas horizontales infinitas; desde las palmas de la mano que sólo apuntan al Sur
de la memoria pero que al cerrarse en puño guardan para sí la constelada forma de
Clitemnestra, Norte invernal que todo lo guía.
Bachelard sostiene que los adioses, los que más nos abaten, tienen siempre algo de
partida en el agua, quizá porque el agua del mundo se convoca en nuestros ojos. Toda
muerte es un viaje y todo viaje es una muerte[11].
Cuando somos los que partimos, apenas nos enteramos, pero una vez que regresamos, podemos
ver que sólo quedan los restos de aquellos paraísos provisionales depositados a diestra
y siniestra. Quizá la muerte por agua sea la más dulce de todas, porque bebemos a
grandes tragos el agua lustral que nos devuelve al primer Mundo.
Sin embargo, a cada uno corresponde una muerte. La tradición oriental y occidental
nos hace comparecer ante jueces diversos. Tal vez sea así. Y los talentos de oro que no
germinaron bajo tierra o que pródigos dilapidamos, sean
apenas una cuenta de gotas encogidas por la ruina de nuestra vergüenza que será
entregada al borde de
Y tal vez entonces Ella como en la Víspera, nos recordará para que la olvidemos.
Ella me reconozca
y me llame así como solía hacerlo y entonces, sin saberlo, romperé a cantar
[1] Albert, Camus. (1968). Entre el sí y el
no en: El revés y el derecho. Buenos
Aires, Argentina: Ed. Losada. trad. Alberto Luis Bixio, p.39.
[2]
Gaston Bachelard, (1978) El agua y los sueños. México, df: Ed.
fce, p.
283.
[3]
Où,
flottaison blême / Et ravie, un noyé pensif parfois descend [
] Et je voguais,
lorsqu´ à travers mes liens frêles / Des noyés descendaient dormir, à reculons !
[4]
porque
te amo)anoche / ataviada con encajes marinos / se me apareció / tu alma deslizándose /
con un risueño montón / de perlas algas corales y piedras; / se elevó, y (hundiéndose
ante / mis ojos) hacia dentro, huyó; suavemente / tu rostro sonrisa pechos engullidos /
por la muerte; ahogados sólo / para volver a subir cuidadosamente a través de la
profundidad / tus muñecas / muslos pies manos
/ irguiéndose / para volver a desaparecer
por completo; / precipitándose suave rápidamente arrastrándose / a través de mis
sueños / anoche, todo tú / cuerpo con su espíritu flotaba / (ataviado sólo con / el
agudo y oscilante murmullo de la marea.
[5] Evangelio según San Mateo, XXIX, 29-30 en: Sagrada Biblia, ver. Nácar y Colunga, Madrid, España: Ed. bac, 1984.
[6] Cfr. Julio Cortázar. (1986). « Discurso del oso » en: Historias de cronopios y de famas. Barcelona, España : ed. Edhasa, pp. 88-89.
[7] Cfr. Luis Medina Gutiérrez en Albercas con cielo caído (1991) y Lapidación del mar (1996) aborda la poética el agua urbana.
[8] Ibid.
[9] Julio Cortázar,
[10]
Où,
flottaison blême / Et ravie, un noyé pensif parfois descend.
[11]
Gaston Bachelard, El agua y los sueños. México, df, Ed. fce, 1978. p. 117-118.
[12]
Génesis
I, 1. Sagrada Biblia, ver. Nácar y
Colunga, Madrid, España: Ed. bac, 1984.