Sincronía Verano 2005

 

Ophelia y sus rosas

 

Cristina Preciado

Universidad de Guadalajara


 

Penetrada de la acuosa refracción de la luz que se derrama y comba el mundo

Despliego en tus superficies  un remolino que sublima intermitente naufragios

¿Dónde está la rugosa orilla de la que te llaman los que nacen

en el interminable pliegue lactescente de tus médanos?

 

Rosa  de agua,  debato en las bóvedas de tu cuerpo contenido

Corredores pasajeros que se cierran tras de mí

Y me  amparan desde el abandono

“Plegaria de Ofelia”

 

 

I. El universo finito

El agua nos recuerda nuestro primer albergue en el mundo. Somos demasiado territoriales para reconocerlo, pero desde las habituales señales del hogar basta a veces un atisbo para que se nos devuelva al primer mundo. Y entonces miramos como si las presencias cobraran la reverberación instantánea de un paisaje visto a través de un vaso de agua; o bajo la refracción de una canica —aquellas que llamábamos aquamarinas—; o a la luz de otros prodigiosos miligramos, como aquel remiendo de celosía amarilla que duró toda una vida en el cuarto de un baño y que a ciertas horas de la ducha transfiguraba los cuerpos bajo el oro y  la ambrosía que los ungían.

            El primer mundo es el vientre materno. Reconozcámoslo, nunca ocurrió un verdadero destierro porque ni siquiera estábamos anclados en algún puerto, menos en tierra; había un cordaje, sí, pero nos sostenía arriba y abajo de quién sabe qué misterio. “Si es verdad que los únicos paraísos son aquellos que hemos perdido”[1], el verdadero destierro no ha sido el signo de nuestro desamparo: ha sido negar nuestra naturaleza eminentemente acuática. Vernos obligados a respirar, por ello el llanto al nacer, porque convocamos en nuestros ojos el mundo visto a través del agua, y poco a poco aprendemos a desahogarnos. La realidad se nubla y uno llueve. Y entonces comenzamos a olvidar, pero el agua nos recuerda.

            Sucede que de pronto aquella realidad presentida —dentro del vientre materno—  como una continuidad horizontal y oblonga desaparece. Los límites de las cosas vistos a través del agua están entreverados por su finitud: el borde de los dedos se ilumina; el presagio de una caricia en la superficie del vientre apenas es una onda líquida que alarga sus anillos; los sonidos por más agrestes que parezcan, son un eco que  se ahoga. El universo es un halo al alcance de la mano. Por ello cuando nacemos también no duele mirar, la realidad es vertical y parece no tener límites, se desborda.

            A media noche, cuando los tinacos de asbesto sacian sus paredes se llora igual que a otra hora, el Tiempo ahora es el que alarga las cosas, pero no las diluye. Sin embargo alguien de repente nos devuelve las flotaciones perdidas, la redondez del mundo en el espacio finito de unos brazos. Sí, no hay agua, y sin embargo se mueve.

            Cuando llegan las primeras inmersiones en el agua doméstica —una tina o la regadera— son los brazos, el seno materno o el tronco y sus sargazos los que nos sostienen. Todo es demasiado claro, el retorno al primer mundo es momentáneo y la honestidad de esta agua nos agobia. Sin embargo el regazo posee a su modo espléndidas iluminaciones y el agua de pronto calla: al verla en la fronda estremecida de una cabellera “se la escucha temblar”[2]  (Por un instante,) cuando cesa la caída del agua o uno se incorpora de la tina, la desnudez del cuerpo recobra  por un instante el tembloroso resplandor de las escamas, las gotas de agua se desprenden bajo su propio ritmo  —hilos de miel o mercurio— y se anegan apacibles en los accidentes del cuerpo.

            Generalmente después de un baño el cuerpo se distiende, el olfato se despeja y percibe ese inconfundible aroma del agua de colonia y demás afeites que poco a poco serán flagrantes presencias,  ráfagas instantáneas que nos devuelven al abrigo de un cuerpo que no es y ya no está, a sus rosas etimológicas, porque démonos cuenta, el perfume de los seres y las cosas nos restituye el mundo como una eterna sospecha; como una serie de presagios que invistieron a la primera inminencia de la vida que ni siquiera alcanzamos a comprender. Aquel día cuando respiramos por primera vez reconocimos las voces e identificamos la huella de un aroma entre otros. El olor se convirtió en el primer puerto de nuestra vida en tierra y desde aquella hora hasta que sigamos vivos, la respiración es una pausada afirmación que se reitera en nuestro pecho y vientre.

            Decía pues que luego del baño hay un abandono placentero del cuerpo, el sueño nos invade las más de las veces y dormimos. Nadie como Rimbaud ha unido la ingravidez de un ahogado con alguien que duerme: “Y yo bogaba, mientras que a través de mis frágiles cordajes / ¡Los ahogados de espaldas, bajaban a dormir!”[3]

            A su vez  la amante de e. e. cummings ataviada de sueño y de muerte se derrama en medio de la noche[4]. El agua precipita pasiones, el paso de su hidrografía traza en nosotros las huellas indelebles del placer: las hebras de agua siempre desembocan en las sinuosidades de un cuerpo desnudo. Y cuando llegue el tiempo en que las estancias en el cuarto de baño se prolonguen, la transfiguración de nuestro cuerpo sabrá que sus húmedas gravitaciones son otro rostro oscilante con el que se invisten los sueños.

 

II. La domesticación del agua

La domesticación del agua no la presenciamos muchos de nosotros, es decir, cuando nacimos al pueblo hacía muchos años que lo habían hecho ciudad y la circulación del agua en el hogar ya tenía venas de metal. A muchos, en medio de la urbe, nos queda como historia remota su tránsito ambulante, la larga travesía en busca de una piedra donde mane. Pero no nos engañemos, el agua más terrible es la olvidada, cuando sus venas abiertas se derraman sin sentido alguno. Tener el agua es reconocer su ausencia, hospedar en nuestras manos el espejismo que nos aclara; tener el agua es padecer su ausencia: la sed nos viene desde siempre y no hay acto más piadoso, en medio de toda desposesión, incluso de la vida, que dar de beber a alguien. El agua es franca “pero a quien no tiene aun lo que tiene se le quitará”[5] anunciaba Aquél cuyo primer milagro, —según el Evangelio de San Juan—  fue la conversión de agua en vino.

 

***

 

            Transversal al hogar y a sus alrededores, el agua imprime su propio acento en las cosas. Hay una confabulación que nos impregna y lentamente van quedando sus voces como huellas de agua. Por eso, cuando nos alojamos por diferentes circunstancias en una habitación  distinta al primer hogar, brota en nosotros un doble extrañamiento: se reconoce lo que no está y,  en las horas de silencio el agua ajena filtra su voz bajo el eco escurridizo de un desagüe o la resonancia de una llave que chilla. El acento gutural del agua precede a la sensación atroz del abandono, en estos casos nos engulle, pero también hay otras horas de insomnio donde el agua provoca horas de desvelo: su sonido acentúa las cosas, las revela; a veces arrulla pero aclara, no es su voz sino la transparencia de las cosas lo que duele en la vida: el trago de realidad suele ser amargo, pero eso depende de nosotros. El agua aquieta las cosas, incluso la borrasca silenciosa del pensamiento, pero nunca miente. El agua nos mira desde su eterna inquietud. 

            Hay edades para el agua en el hogar. ¿Se dan cuenta? Las primeras veces frente al lavabo alguien nos sostenía del medio vientre y apretujados, respirando de a poquito, ayudábamos a enjabonarnos y a medio enjuagarnos. Por un momento, si había un espejo frente a nosotros, alguien era una cabellera reclinada que nos enmarcaba.

            Luego vinieron los años del “yo puedo sola” y a medio pujido y siempre de puntitas, el jabón reducido a una masa viscosa que se untaba innumerables veces para verla a ella, al agua y el desparpajo a nuestros alrededores. Entonces la voz del “¿ya acabaste?, no la desperdicies” y uno ahí sin comprender por qué ella entregada nos causaba risa.

            Asimismo se dieron graduales ascensos a la taza de baño. Pero aquí era distinto, pendulantes en medio del vacío, sobre todo en los inodoros fuera de casa, las marcadas precauciones que aprendimos, hicieron que conociéramos el asco. No obstante, en medio de la escatología también nos enseñaron la risa: acudimos al hundimiento de distintas naves sin tripulantes acompañadas de variables detonaciones.

            El inodoro guarda en todas las edades una sensación de vacío que devora, de Escila portátil, porque después de arremolinar, engulle. Existen de hecho sentimientos encontrados hacia el inodoro, porque si bien el arremolinamiento de sus contenidos no merece su contemplación, la ausencia del mismo por un desperfecto en su funcionamiento acumula el agua estancada: el asco lo genera el agua turbia porque parece muerta.

            Otro espacio del hogar cuyo gradual estancamiento del agua a veces generaba largas tardes de juego era la pila del patio. Claro, no la pileta en casa de los abuelos cuya cercanía a causa de su profundidad estaba siempre en estado de vigilia. Me refiero a la pila donde el largo de los brazos apenas se cubrían de agua hasta los codos.

            En temporada de lluvia el lavado de ropa se restringía a aquello que alcanzaba a secarse antes de las lluvias vespertinas y en algunas ocasiones, los maromeros, unos gusanitos negros y peluditos de lo que parecían antenas, se convertían en el fruto de la pesca y en los habitantes del efímero acuario: una jícara que luego quedaba abandonada en medio del patio. A veces, en la pila hasta nacía una lama finita, de color verde olivo, que perdía todo encanto fuera de la ebriedad del agua.

            Poco después vino el tiempo de la lavadora cuya puerta traslúcida y lateral  sustituyó muchas tardes la pantalla de televisión. El agua espumaba bajo el suave ronroneo de una máquina que con el desgaste  de los años llegó a desplazarse varios metros al ritmo de un chapoleo espumeante y un centrifugado lleno de hipos.

            Pero las máquinas nunca han desplazado del todo los hilos de agua que se escurrían por la ropa que traíamos puesta más que por la que estaba en proceso de lavado: el rito era una invitación a hacer compañía que se cumplía en el consiguiente desparramo. Sin duda, fuera de los roles que sean, a los niños les cautiva jugar a ser adultos. En la complicidad de una tarea hogareña o del aseo personal —bañarse o regar el jardín— se irrumpe en el umbral del juego, la seriedad se diluye y en esos momentos el agua parpadea en gotecitas que silban e incluso cantan. En suma, la domesticación del agua ha desparramado en muchos de nosotros memorias que circulan por las tuberías, grifos, aspersores y regaderas por donde alguna vez el oso de los caños de Julio Cortázar [6]se apiadó de nosotros y nos hizo tanto bien.

            Si los primeros entretenimientos de los que tenemos noción estaban mediados por el balanceo entre unos brazos o por una caricia a la que le seguía una mano y luego la risa, otro sentido de esparcimiento nos viene del agua desmelenada: las gotas de agua sin el rigor de su caída o la fragmentación de la luz bajo la órbita de un aspersor. Luego, vinieron en distintas dimensiones la carne azul[7] de las albercas.

 

            III. Azul y en plena fuga

Aunque es siempre la misma —incolora, insípida e inodora— nadie podría representar el agua, por eso desde niños la hemos pintado de azul. Otros en la historia de la pintura imitan la perplejidad de la luz sobre el agua en sus diferentes tesituras, entonces el agua se convierte en el verdadero lienzo.

            En la música, el arte de los intervalos —el bien atemperado de Bach— instaura su arquitectura en un preludio al que le sigue una fuga: la vértebra musical de una fuga se sostiene en su  polifónica discontinuidad. A su vez, el agua doméstica posee espléndidas fugas. Las fuentes son preludios en permanente fuga. Hubo un tiempo en que el árabe y el romano en el remanso de la paz y la hora de la abundancia tuvieron nostalgia del agua. Las acequias, los aljibes, los pozos abastecían los campos de riego: la fuente se convirtió en un recinto que proveía la contemplación, por ello se le colocaba en medio  de las plazas o patios. Las fuentes amansan al espíritu y adormecen sus demonios. Toda fuente es eterna y somos nosotros quienes la convertimos en el agua lustral de nuestra juventud, por ello  permaneceremos eternamente al borde de sus misterios.

            El agua ornamental de las fuentes, como la fuga musical, fija su armonía en el vértigo irregular de su caída: en las efímeras babeles que reiteran el acento de sus voces. Vacía o estancada, una fuente muda está muerta.

 

***

 

            La carne azul de las albercas—según Luis Medina en su poética del agua urbana— es un dedo mutilado del cielo[8]. El parentesco entre el agua y el cielo se remonta al segundo día de la creación del universo cuando Dios dijo “« haya firmamento en medio de las aguas, que separe unas de otras»; y así fue. E hizo Dios el firmamento, separando aguas de aguas, las que estaban debajo del firmamento de las que estaban sobre el firmamento y […] llamó Dios al firmamento cielo”. Las albercas, de hecho, son la génesis del otro cielo. Ahí también los brazos espigan el vuelo y el remar de muslos epicenos[9] crean glóbulos de luz. Cada alberca posee sus Ofelias y el muaré de sus cabellos.

 

             IV. Muerte por agua

Dicen que la muerte por agua es la más dulce de todas,  no lo sé, pero en el espacio literario asume principalmente dimensiones oceánicas: el mar se convierte en el personaje, como es el caso de El contemplado de Pedro Salinas o en el escenario que perpetúa íntimos naufragios como en las poéticas de Joyce, Claudel,  Pessoa y de su heterónimo, Álvaro de Campos.

            Sucede que el ahogado se despoja de sí y las gravitaciones del cuerpo humano lo transforman en su propio navío. Esa flotación lívida y embriagada parece estar abstraída de su muerte, ese ahogado meditabundo de Rimbaud[10] guarda para sí un secreto, por eso toda una aldea se conmueve ante “El ahogado más hermoso del mundo” de García Márquez; o por tantos siglos en la historia de la literatura el eterno periplo del Palinuro de Virgilio se perpetúa en la Tumba sin sosiego de  Connolly o en Flebas el Fenicio de Eliot.

            Los adioses nos cautivan. Cuántas veces nos despedimos y regresamos a casa sin nosotros. Cuántas veces ni siquiera pudimos hacerlo y en noches interminables nos decimos: “no he buscado cerrar ningún círculo en los adioses porque me parece que todo en la geografía humana está poblado de muchas líneas horizontales infinitas; desde las palmas de la mano que sólo apuntan al Sur de la memoria pero que al cerrarse en puño guardan para sí la constelada forma de Clitemnestra, Norte invernal que todo lo guía”.

            Bachelard sostiene que los adioses, los que más nos abaten, tienen siempre algo de partida en el agua, quizá porque el agua del mundo se convoca en nuestros ojos. Toda “muerte es un viaje y todo viaje es una muerte”[11]. Cuando somos los que partimos, apenas nos enteramos, pero una vez que regresamos, podemos ver que sólo quedan los restos de aquellos paraísos provisionales depositados a diestra y siniestra. Quizá la muerte por agua sea la más dulce de todas, porque bebemos a grandes tragos el agua lustral que nos devuelve al primer Mundo.

            Sin embargo, a cada uno corresponde una muerte. La tradición oriental y occidental nos hace comparecer ante jueces diversos. Tal vez sea así. Y los talentos de oro que no germinaron bajo tierra o que pródigos dilapidamos,  sean apenas una cuenta de gotas encogidas por la ruina de nuestra vergüenza que será entregada al borde de la otra Orilla. O quizá no suceda nada, porque ya hemos bebido del Leteo, y el perdón por las lágrimas que causamos sea una congoja más arrojada por la borda mientras navegamos a través la Estigia. Y seguramente pronunciaremos los milagros revelados en el Origen de todos los días que la tierra estaba confusa y vacía y las tinieblas cubrían la haz del abismo, pero el espíritu de Dios se cernía sobre las superficies de las aguas.[12]

            Y tal vez entonces Ella como en la Víspera, nos recordará para que la olvidemos.

             

Ella me  reconozca y me llame así como solía hacerlo y entonces, sin saberlo, romperé a cantar

 



[1]  Albert, Camus. (1968). “Entre el sí y el no” en: El revés y el derecho. Buenos Aires, Argentina: Ed. Losada. trad. Alberto Luis Bixio, p.39.

[2] Gaston Bachelard, (1978) El agua y los sueños. México, df: Ed.  fce, p. 283.

[3]Où, flottaison blême / Et ravie, un noyé pensif parfois descend […] Et je voguais, lorsqu´ à travers mes liens frêles / Des noyés descendaient dormir, à reculons !

[4] porque te amo)anoche / ataviada con encajes marinos / se me apareció / tu alma deslizándose / con un risueño montón / de perlas algas corales y piedras; / se elevó, y (hundiéndose ante / mis ojos) hacia dentro, huyó; suavemente / tu rostro sonrisa pechos engullidos / por la muerte; ahogados sólo / para volver a subir cuidadosamente a través de la profundidad / tus muñecas / muslos pies manos

/ irguiéndose / para volver a desaparecer por completo; / precipitándose suave rápidamente arrastrándose / a través de mis sueños / anoche, todo tú / cuerpo con su espíritu flotaba / (ataviado sólo con / el agudo y oscilante murmullo de la marea.

[5]  Evangelio según San Mateo, XXIX, 29-30 en: Sagrada Biblia, ver. Nácar y Colunga, Madrid, España: Ed. bac, 1984.

[6] Cfr. Julio Cortázar. (1986). « Discurso del oso » en: Historias de cronopios y de famas. Barcelona, España : ed. Edhasa, pp. 88-89.

[7] Cfr. Luis Medina Gutiérrez en Albercas con cielo caído (1991)  y Lapidación del mar (1996) aborda la poética el agua urbana.

[8] Ibid.

[9] Julio Cortázar,

[10]Où, flottaison blême / Et ravie, un noyé pensif parfois descend.

[11] Gaston Bachelard, El agua y los sueños. México, df, Ed.  fce, 1978. p. 117-118.

[12] Génesis I, 1. Sagrada Biblia, ver. Nácar y Colunga, Madrid, España: Ed. bac, 1984.

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