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Olivia Zúñiga, poeta y
novelista jalisciense
Ana
María Sánchez Ambriz
Universidad
de Guadalajara
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El
proceso histórico que ha tenido que transitar la mujer durante el
ejercicio literario en México y en América Latina, tienen su
más lejano origen en la figura excepcional de Sor Juana Inés de
El
siglo XIX se le reconoce como un periodo decisivo en el rol que la mujer
desempeñó en las sociedades latinoamericanas, a pesar de que,
aún permanecían muy arraigadas, muchas de las estructuras
sociales y culturales que coartaban la plena manifestación femenina. En
este periodo encontramos escritoras tan importantes como la cubana Gertrudis
Gómez de Avellaneda, las bolivianas Adela Zamudio y Lindaura
Anzoátegui, la brasileña, María Firmina dos Reis, las
peruanas Clorinda Matto de Turner y
Mercedes Cabello de Carbonera, entre otras, con temas tan variados, que
dan cuenta de los eventos del momento, como los derechos de la mujer, las
denuncias a los maltratos de los esclavos, la explotación que
sufrían los indios, el amor y el matrimonio. En términos
generales, suele afirmarse que la literatura escrita por mujeres en las postrimerías
del siglo XIX merece ser leída desde una perspectiva amplia e
incluyente, en el marco del proceso de modernización por el que
atravesaban las naciones americanas en su búsqueda de conformar su
propia identidad. Con los vientos cada vez más a favor, las primeras
décadas del siglo XX brindaron nuevas posibilidades para la mujer; con
los cambios de su indumentaria y de su imagen, se le sumaron los reclamos al
derecho de dedicar su vida al arte. Son famosas las vidas y los suicidios de algunas escritoras: la
poeta argentina Alfonsina Storni y la
mexicana María Antonieta Rivas Mercado. Como figura representativa de
dicho periodo, se encuentra Gabriela Mistral, sin dejar de lado a las
reconocidas uruguayas Juana de Ibarbourou y María Luisa Bombal. Dentro
del género autobiográfico, tenemos a la argentina Victoria
Ocampo, a la chilena María Flora Yáñez y a la cubana
Renée Méndez Capote. Con relatos históricos, a
María Nieves y Bustamante y
a la escritora mexicana Nellie Campobello.[4]
Concretamente
en México, como lo afirma Julia Tuñón, el espacio
considerado propio para la mujer era el hogar. De ahí la importancia de
educarse para conformarlo llegado el momento. “El siglo XIX es un siglo
de manuales de conducta, pues con tantos cambios en el orden de lo
público parece haber poca confianza en los usos y costumbres asumidas
como normales. Así la letra impresa de esos años se dirige en
mucho a normar el ‘deber
ser’ femenino. Manuel Payno y Francisco Zarco, escritores importantes de
la época, son expertos en eso de dar consejos a las mujeres y los
difunden en periódicos y revistas, en donde se exalta su papel de
mantenedoras del hogar.[5]
Durante
el porfiriato, el desempeño de la mujer fuera de su casa, que en otros
tiempos estaba destinado a costureras y a criadas, cambió de rumbo.
Ahora los comercios y las oficinas demandaban su labor como secretarias, como
taquígrafas, como empleadas de almacenes y como obreras en las
fábricas; de esta forma se incrementó notablemente su presencia
en el ámbito laboral. No es de extrañar que al calor de tan
notables cambios, surgieran una serie de organizaciones feministas donde
mujeres de distintas clases sociales luchaban por su emancipación.[6]
Es importante señalar que durante ese periodo, sobresalió una
generación de escritoras dramaturgas: Catalina D’Erzell, Amalia
Castillo Ledón, María Luisa Ocampo, Magdalena Mondragón y
Julia Guzmán. En sus obras se representa la condición de la mujer
mexicana, la familia y la misión de la mujer en calidad de esposa.
Finalmente, en esta primera mitad del siglo XX, los temas como la
marginación cultural, política y social que padecían las
mujeres constituyen los temas neurálgicos que aborda la escritora
Rosario Castellanos.[7]
En
Jalisco, cuando se realiza una visión retrospectiva sobre la labor artística de las mujeres,
vemos que incursionan tardíamente en la letra impresa, esto es a
mediados del siglo XIX, a pesar de que existen textos inéditos de
mujeres en el Archivo Histórico del Estado que por diversos motivos no
llegaron a publicarse.[8]
Es un hecho ampliamente conocido que sólo las mujeres de la alta
sociedad podían dedicarse al quehacer literario en el siglo XIX. La
labor intelectual requería de tiempo, y las mujeres que no contaban con
una desahogada condición económica, tuvieron que limitarse a sus
faenas domésticas.[9]En
este sentido, las mujeres sobresalientes del siglo XIX en Jalisco son Isabel
Prieto de Landázuri, Esther Tapia de Castellanos, Antonia Vallejo,
Emilia Beltrán y Puga, y, Refugio Barragán de Toscano, quien, a
diferencia de las anteriores, perteneció a la clase media, y
gracias a las incipientes
oportunidades que se venían dando para la mujer pudo estudiar la normal,
labor que le permitió incursionar en otros ámbitos antes vedados
a la mujer.[10] Las
escritoras mencionadas, mostraron
vocación y talento para la escritura y tuvieron la satisfacción
de ver publicadas sus obras.[11]
En
el siglo XX son muchas las mujeres que participan en revistas y en
periódicos con trabajos de su autoría, entre éstos
destacan cuentos, poesías y artículos destinados de manera
prioritaria a la mujer.[12] Algunos
de los libros publicados por mujeres son: Bertha
de Livier de Navarrete; Inquietudes y
Prisión distante de
María Luisa Hidalgo; Cosecha, Musgo y En el final del cuento, de
Chayo Uriarte, que sin ser de Jalisco,
publica la mayor parte de su obra aquí; Poemas
de provincia y Sonetos de Primer
entusiasmo de Beatriz Ofelia González; Cementerio
de Pájaros y Dos cantos de
la escritora colimense Griselda Álvarez, y, para no alargar demasiado la
lista, Olivia Zúñiga con algunos libros de poesía y de
novela: Amante imaginado, (1947); Retrato de una niña triste,
(1951)[13];
Antología universal de lecturas
infantiles, (1953); Los amamantes y
la noche, (1953); Entre el infierno y
la luz[14],
del mismo año que el anterior, y, su relato La muerte es una ciudad distinta, (1959)[15],
considerado no como una novela en el sentido estricto de la palabra sino como
una simple fantasía de la escritora donde se describen diálogos,
lecturas y discusiones sobre
política.
Aunque
la producción literaria de todas las escritoras resulte a simple vista
abundante, la mayoría carece de originalidad; sin embargo, eso no impide
que sean estudiadas como parte de un proceso importante, no sólo en la
historia de la literatura jalisciense, sino en la del país. La
producción literaria de Olivia Zúñiga sobresale a la
mayoría de sus compañeras generacionales; quizá esa es la
razón por lo que su
biografía aparece en el Diccionario de escritores mexicanos de la
UNAM, en la Antología de
escritores jaliscienses de Sara Velasco, y en la obra colectiva de Jalisco desde la Revolución.
Recientemente, la secretaria de Cultura de Jalisco reeditó un volumen de
las novelas autobiográficas de Olivia Zúñiga, siendo
prologado por Paula Alcocer, quien sostiene que las novelas de la escritora
merecen ser rescatadas del olvido.
Olivia
Zúñiga nace en un pueblo incrustado en la región
montañosa de Jalisco, en la Sierra de Cacoma, que tiene por nombre
Purificación, el 21 de agosto de 1914, como ella misma lo declara en una
revista.[16] Sus padres fueron el general Eugenio
Zúñiga y Trinidad Correa González Hermosillo. Olivia
Zúñiga colaboró en diversas publicaciones: México en la Cultura, Ariel, Fuensanta, La palabra, El hombre, Summa, Et Caétera,
entre las más conocidas. En
1951 recibió el Premio Jalisco por su novela Retrato de una niña triste, y años más tarde
le fue otorgada la medalla
José María Vigil.
Olivia
Zúñiga nunca supo del olor que guardaban los pupitres de la
escuela, ni la aventura de asistir a una institución educativa con
niños de su edad. Como ella misma lo expresa, fue una niña
autodidacta, a quien sólo una
maestra particular asistió durante tres años,
enseñándola a leer y
escribir. En 1938, siendo una mujer adulta, tomó clases de
gramática con Arturo Rivas Sainz en el Museo Regional. La escritora se fue moldeando con sus
autores favoritos, gracias a la
biblioteca del curato de un tío sacerdote al que consideró como
un verdadero tutor. Con una sed inmensa penetró en el mundo libresco y
descubrió autores entrañables que se convirtieron en sus
verdaderos maestros: Thomas Mann, Rilke, Machado, Unamuno, Ortega y Gasset, San
Juan de la Cruz, Galdós, Valle Inclán, Sartre, Azuela,
Agustín Yáñez, Juan José Arreola y Andrés
Henestrosa. Todo el teatro, particularmente los clásicos. Años
más tarde se trasladó a vivir a la Ciudad de México con el
fin de estudiar arte dramático con Seki Sano. Entre sus
compañeras se encontraba la actriz Rita Macedo; ese período sería
el parteaguas para escribir obras dramáticas motivada por su maestro.
Obras de las que desconocemos su paradero. [17]
Olivia
Zúñiga se definía como una mujer apolítica, porque
en esencia consideraba que la mujer no estaba preparada para el ejercicio de la
política, aunque con tacto aclaró que había mujeres que
sí lo estaban. Su misma
postura en estos asuntos controversiales para la época, revelaba cierto
conservadurismo de su parte, conservadurismo expresado con angustia en varios
momentos de su vida. Esto es
interesante, porque si bien las mujeres hasta mediados del siglo XX estuvieron
excluidas en la toma de decisiones en asuntos públicos, así como
del derecho a votar, un gran número de ellas luchaba por conseguir sus
derechos civiles a fin de hacer valer su opinión en cuestiones de política
nacional. Esta lucha ya venía haciendo mella desde el siglo XIX, cuando
en algunas revistas se inició la demanda por los derechos, no
sólo educacionales, sino civiles de las mujeres. Finalmente tal debate
obtuvo frutos el 17 de octubre de 1953, cuando se les otorgó el tan ansiado
derecho al voto, en el ámbito local, estatal y federal. Esto
significó para la mujer un gran triunfo, pues de alguna manera sus expectativas de
vida se ampliaban considerablemente. Sin embargo, Olivia Zúñiga
parece estar al margen de esta efervescencia política y social como lo
expresó en alguna entrevista. De la vida sólo anhelaba lo
concreto, lo simple, lo limpio, y de la gente esperaba que creyeran en su
contorno más que en ella misma. Para la escritora, la vida se presentaba
como un continuo ajuste y escape de la realidad, realidad que no siempre pudo
aceptar. Por tal razón, la vida, concepto inaccesible y difícil
de definir, no la consideraba un estado perdurable, importante en sí
mismo, porque a la esencia de vida,
como fin último, se llega a
través de la muerte;
por su conducto el ser humano puede acceder a la completa
anulación, fin último y más anhelado por su ser; estado
ideal para la escritora. La vida es
igual a muerte, a la anulación, a no ser, no haber sido, no llegar a ser
nunca.[18]
La muerte se convierte en el leit motiv
de su escritura. La primera muerte que la sacude poderosamente es la de padre,
sobrevenida cuando ella tenía apenas siete años de edad; en lugar
de llorar y resignarse ante su pérdida, le escribe cartas a su padre
ausente. Una segunda muerte, la de Manuel Cuesta Moreno, acontecida en 1933, la
obliga a refugiarse una vez más en el género epistolar. Un tercer
golpe, intenso, del que guarda su identidad, la lleva a escribir Entre el infierno y la luz.
Para
Olivia Zúñiga escribir se volvió una necesidad. La
escritura se transformó en el bálsamo que mitigó el
sufrimiento que padecía desde la infancia, aunque nunca terminó
por aliviarla. Quizá por eso y otros motivos que desconocemos, se
alejó del medio cultural en su edad adulta.[19]
Olivia
Zúñiga buscó, como mujer y como escritora, catalizar la
ruptura que se venía dando entre el viejo orden cultural y el nuevo, que
sin dejar de ser patriarcal, ofrecía la posibilidad a las mujeres de
acudir a algunos espacios para su desarrollo personal. Dichos espacios, como
era lógico, llevaban a cuestas otras aperturas, como la posibilidad de
decisión de la propia mujer para manejar su vida personal y profesional.
Con Olivia Zúñiga estamos ante una mujer que en sus textos recrea
el entorno, el tiempo y la manera de conducirse subjetivamente por la vida. La
autora se auto presenta al lector como una mujer muy terrenal, un ser
frágil que se debate en medio de luchas angustiantes, pero precisamente
en la cruel recreación de lo representado, emerge su verdad
íntima y el valor que demuestra al confesar su vida mediante la
escritura.
En
Retrato de una niña triste,
Jeanina, la protagonista de la novela, introduce al lector al ámbito de
su vida privada. La primera confesión es su estancia en una clínica
de los E.U. A fin de ayudarla de manera más personal con su problema, se
le exhorta a que cuente su vida desde sus primeros recuerdos. Jeanina se
interna de esta manera en el mundo de la infancia. Sus primeras evocaciones
aparecen como episodios sueltos; su memoria casi inexacta la lleva a sus primeros estudios, a la
imagen de un padre sin rostro y la forma en que fue engañada por su nana
al decirle que estaba preso. Relata su vida en Tenamaxtlán al lado de su
padrino, el sacerdote de la localidad. Los primeros meses de su alojamiento en
el lugar, las sensaciones experimentadas. Los sucesos vividos la vuelven una
joven introvertida, al grado que la amistad entablada con doña Refugio
Covarrubias le aviva la pasión por las lecturas religiosas viviendo noches
enteras con ansia de martirio. A raíz de que descubre que su padre no
estaba preso sino muerto, comienza a escribir cartas lastimeras al ausente.
Asimismo, narra cómo su madre le imponía fuertes castigos y
cómo fue víctima de una violación. En el presente, en
Jeanina aflora la necesidad de
confiar en alguien para continuar
viviendo. Se le diagnostica que
ella es víctima de un desequilibrio emocional severo que la ha llevado a
asumir una doble personalidad, entre lo que es y lo que ha tenido que aparentar
empujada por las circunstancias.
En
su segunda novela, Entre el infierno y la
luz, Olivia Zúñiga emplea un recurso similar a Retrato de una niña triste. Una
mujer recibe una llamada nocturna de un desconocido, quien le hace recordar por
el tono de voz a un amigo muerto. Motivada por el recuerdo de un amor perdido
relata su pasado. Francisca vive una frustrante relación conyugal.
Describe cada uno de los aspectos que la separan de su marido. Todo se presenta
propicio para que acepte la amistad ofrecida de manera insistente de Jaime. Con
él, Francisca logra encontrar el tan buscado amor desinteresado. La
felicidad que los une dura poco. Jaime muere repentinamente. No obstante ante
la pérdida que padece, Francisca continúa alimentando su amor en
silencio a pesar de los comentarios negativos de la sociedad, que como siempre,
no entiende sus sentimientos. Como
señala Adalberto Navarro Sánchez “Hay una indigencia
particular debido a la incomprensión de la sociedad en que vive.
Conocedora de esta falta de estímulos sociales, amorosos-, siente la
necesidad de rehacer en cada situación dolorosa, el mundo idealizado que
la sostiene. Son dos mundos antagónicos: uno el de las costumbres y las
leyes tradicionales; otro, el de las ansias de libertad para llegar a ser y
alcanzar la integridad.[20]
La
novela La muerte es una ciudad distinta comienza
narrando la historia de Nuria, quien en un primer momento lamenta la
pérdida de sus objetos materiales: libros, discos y una máquina
portátil; este incidente le hace recordar algunos episodios de su vida,
como las relaciones establecidas con Eduardo, David y Pedro, mencionado este
último de manera indirecta. En una de las correspondencias que mantiene
con su amigo Juan Pablo, decide mandar como respuesta a su carta el diario de una “vida
imaginaria”, que ambos habían estado analizando. La mayor parte de
la novela gira alrededor de este escrito.
En dicho diario se recrea la vida de una escritora que en el transcurso
de una noche, elabora la historia
con la cual piensa participar en una revista. Los protagonistas de dicho relato
son Pedro, Eduardo y la misma escritora. La narración se centra en el
triángulo amoroso que establecen los tres personajes.
La muerte es una ciudad distinta se
desarrolla en tres niveles:
1) Lo que se
considera la realidad dentro del texto
2) La
presentación de una “vida imaginaria” a manera de diario
3) Y dentro de
ese diario la historia de otra “vida imaginaria” a manera de
novela.
Ahora
bien, los tres niveles representados en la novela, que a simple vista pudieran
aparentar cierta ingenuidad por parte de la autora al pretender que sean
tomados como hechos individuales y autónomos en los que no existe un
aparente lazo de conexión, más que la creación facticia de
una mujer envuelta en la creación literaria para dar vida a la labor una
escritora. No obstante, este juego de espejos sin aparente conexión,
proyecta sucesos considerados como verídicos dentro de la novela. Es una
técnica de desdoblamiento que sufre el personaje narrador; con este
recurso literario pretende demostrar que los seres humanos nos encontramos
atrapados en esta red sin fin. Lo dicho se puede comprobar con cierta
facilidad, atisbando algunos elementos fundamentales en la clave de este
recurso estilístico que se quedó en el camino y no pudo
consolidarse como tal. El personaje
de Pedro es una de las piezas fundamentales a la hora de enlazar los
acontecimientos descritos. Aparece en el mundo representado como real y en el
de ficción.
En
el discurso empleado por Nuria, al igual que en los demás personajes de
las anteriores novelas, la vemos sometida a dos clases de valores
principalmente. El primero, como resultado del concepto de la vida que el
personaje se crea para sí misma, y el segundo, donde confluyen todos los
valores que la sociedad conservadora
impone y de los cuales ella es producto.
Es
importante destacar que Olivia Zúñiga en muchas ocasiones hace
referencias implícitas al sexo, al que evita mencionar abiertamente por
considerarlo un tema tabú, cuestionable y auto cuestionable no sólo
para la sociedad sino también por ella misma. La escritora reprime a las mujeres que
fungen como protagonistas de sus tres novelas, pero no puede ocultar del todo
que son altamente sexuales. Su credo le coacciona la libertad para expresar
pasiones intensas, porque sabe, que de haberlo hecho, las historias hubieran
dado un giro distinto, seguramente sorpresivo para la misma autora. No
obstante, quizás sin estar del todo consciente, deja traslucir sutiles
alusiones al sexo que no resultan de todo verosímiles para la historia
narrada. El sexo es una presencia vista tras velos, donde a fuerza de quererlo
encubrir con amistad, se vuelve intenso y desesperadamente inquietante por la
carga de culpa y castigo que en el fondo
atormenta a cada uno de los personajes femeninos recreados.
En
su obra la abstracción de los prototipos de la mujer virgen y la mujer
plena y libre para gozar de su cuerpo, se funden sin dar oportunidad de una
separación real. Esta imagen que la escritora representa, y que defiende
con gran ardor, se opone al estereotipo de la mujer castrada que sólo
debe estar conformada de una sólo esencia, la virtud virginal. Para los personajes representados, las
fronteras entre una mujer honorable y aquella que rebasa las normas sociales
permitidas, adquiere una categoría negativa ante los ojos de los
demás, es tan frágil, como invisible podría ser la
línea que divide a estas dos clases de mujeres, si nos enfocamos a esas
zonas fronterizas donde ambos tipos se difuminan, como dos caras de una misma moneda,
pues finalmente, depende de
cómo es catalogada por el hombre. Esto en el fondo, refleja parte
de la interacción social entablada entre hombres y mujeres en una
sociedad altamente conservadora, como lo es la sociedad mexicana.
Dentro
de los valores más recurrentes en las tres novelas tenemos las
siguientes constantes: en la novela Retrato
de una niña triste, Jeanina, el personaje principal, busca
asesoría psicológica y médica para encontrar la
raíz de su enfermedad; aunque nunca se hace partícipe al lector
de cuál es el mal físico que la aqueja, se subraya que puede
requerir de una operación. Solamente, al final de la novela, se descubre
que el mal que padece Jeanina es incurable. Entre
el infierno y la luz, dice por qué se busca asesoramiento
médico. En ese momento el lector penetra en el mundo cerrado del
personaje principal, y se da cuenta de que Francisca tiene un tumor que le
afecta la vista. Como en la primera novela los médicos le confiesan que
no existe posibilidad alguna de curar su mal por medio de una
operación. En La muerte es una ciudad distinta, se
menciona indirectamente la enfermedad de sus ojos, pues el asesoramiento en
este caso es más psicológico que médico.
La
fuerte personalidad de esta autora, como hemos tenido la oportunidad de
atestiguar a lo largo de esta breve estudio, resulta interesante si la
analizamos dentro de su contexto histórico y cultural, cuando aun las
limitaciones sociales coaccionaban muchas de las acciones y las labores de las
mujeres, y por qué no decirlo, de cómo debían vivir su
sexualidad. Este progresivo rompimiento de las reglas sociales y morales, se
puede encontrar en la obra de Olivia Zúñiga. Por ello, la
colisión entre el mundo configurado a través de ciertos mecanismos
sociales, que no pueden solventar las necesidades de todos los humanos
envueltos en su propia dinámica, tienen resultados desiguales,
particularmente de quienes se enfrentan a la crueldad del entorno hostil que
margina a quien es distinto. Esta confrontación entre la pureza interior
de quien se sabe diferente y que se ve en la necesidad de enmascarar su
“verdadero yo” para acceder a un mundo ajeno, que uniforma y exige
la uniformidad para cobijar, no sin recelos, anula las demandas personales.
Este tópico alimenta toda la producción literaria de Olivia
Zúñiga. La autora se envuelve en un mundo de fantasía e
idealización a fin de sobrellevar la vida con menos tropiezos. En el
fondo encontramos la oposición frontal entre el papel desempeñado
entre la mujer moderna que vive bajo otros ritmos y necesidades, resultado de
los procesos históricos que demandaban una nueva participación en
la sociedad, sabiendo que al hacerlo, su vida se vería expuesta a nuevas
situaciones a las que no siempre estuvo preparada para afrontar con acierto.
Realidad tarde que temprano, aparecería como una verdad descarnada para
muchas de mujeres que se atrevieron a romper muchas normas sociales.
Los
valores constantes que prevalecen en las novelas de Olivia
Zúñiga, tales como los hallazgos familiares donde siempre aparece la madre y el padre, conforman otros de
los recursos empleados. Asimismo, la alusión a la infancia, etapa en la
que se comienzan a perfilar los primeros conflictos internos de dicho personaje narrador.
Además, vemos a una mujer que cuando se da cuenta del absurdo en que
vive, busca la muerte como único remedio para evadirse de la
situación que la agobia. Sin embargo, cuando ésta no llega, trata
de cambiar, aunque sea consiente de lo difícil de tamaña empresa,
sobre todo, porque es presa de sus pasiones.
En
el campo sentimental, este personaje narrador, siempre se enamora de hombres
inteligentes y atractivos, aunque reconoce en el trayecto de las novelas que
los ve bajo la óptica de la idealización y no como en realidad
son. No obstante, pese a esta verdad categórica, mantiene relaciones
amorosas con los mismos, sin importarle demasiado de que estén unidos
legalmente a otra mujer. Son hombres que no puede poseer en su totalidad, como
otras tantas cosas de la vida. Como a su propia vida, a la que no puede no
poseer plenamente. La profusión de anécdotas llega hacer excesiva
y repetitiva; a la autora se le escapa de las manos cuidar este aspecto del
discurso tan elemental. Sin embargo, tenemos que reconocer que la vida de esta
autora se sucede en sus escritos a través de varios episodios vistos
desde ángulos distintos.
Sólo
resta agregar que en sus novelas vemos el proceso de perfección de su
estilo, la forma de exponer los temas de su interés y el grado de
madurez alcanzado como escritora. En general su obra literaria enaltece valores
universales como el amor, la amistad, la necesidad de asirse a un credo, en
oposición a la injusticia, hipocresía social, etc. En las novelas
el pasado sólo adquiere significación en el presente, y los
relatos de su vida que lo enriquecen, integran un cuerpo complejo que habla de
la condición humana, a pesar de que al final de cada narración,
quede la incómoda sensación de que la escritora omitió
muchas verdades, las más significativas, las más difíciles
de confesar, protegiendo su intimidad a toda costa, aunque se presuma que son
relatos donde se desnuda completamente. El lector tiene que conformarse con el
resumen que presenta de su vida.
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1947.
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Guadalajara, Ediciones Et Caetera, 1951.
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- Los amamantes y la noche (1953)
-La muerte es una ciudad distinta.
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-Velasco, Sara. Escritores Jaliscienses. Guadalajara,
Tomos I y II, EDUJ, 1982.
-Vogt, Wolfgang y Del Palacio
Celia. Jalisco desde
[1]
Sor Juana Inés de
[2] Un estudio que resume la vida y obra de las monjas más representativas de la época, lo ofrece Beatriz Ferrús Antón en Porque fuimos monjas. Mujer y silencio en el Barroco de Indias. http://cositextualitat.uab.cat(web/wp-content/uplods/2011/03/Porque_fuimos_monjas.pdf
[3] Sobre el tema se encuentran dos
obras de su autoría: Afectos
espirituales y Mi Vida.
Venezuela, Fundación Biblioteca Ayacucho, Colección
Clásica, No. 339, 2007.
[4]
Para una información más detallada sobre el tema, consultar el
ensayo de Sara Beatriz
Guardia, Literatura y Escritura femenina
en América Latina. http:
//www.uesc.br/seminario mulher /Anais/PDF/conferencia/Dra_Original.pdf
[5]
Consultar el libro interesante de Julia Tuñón, Mujeres
en México. Recordando una historia. México, CONACULTA-INAH,
2004. p. 100.
[6]
Julia Tuñón,
op. cit.
[7]
Sara Beatriz Guardia, op.
cit.
[8] Magdalena González Casillas “La mujer y el quehacer literario en Jalisco del siglo XIX” en Encuentro Estudio sobre la mujer. Revista Trimestral, Vol. II, Guadalajara, octubre-diciembre de 1984, p. 142.
[9] Guadalupe Mejía “La mujer y la ilustración” en El Informador, Guadalajara, 30 de abril de 1989, p. 2.
[10]
Susie S. Porter nos dice que desde los primeros años del porfiriato el
gobierno había empleado a mujeres como maestras en escuelas primarias, y
alrededor de 1890, muchas de ellas ocuparon puestos en oficinas
públicas, aunque hubo algunas manifestaciones en contra de estas
determinaciones, nunca llegaron
hacer tan iracundas como las que se dieron en
[11][11] Magdalena González Casillas, op. cit., p. 147.
[12] Guadalupe Mejía, “Faldas en el periodismo” en El Financiero, Guadalajara, 8 de noviembre de 1983, p. 3.
[13]
Olivia
Zúñiga, Retrato de una
niña triste, Guadalajara,
ediciones “Et caetera”, 1951.
[14]
Olivia Zúñiga, Entre el
infierno y
[15]
Olivia
Zúñiga, La muerte es una
ciudad distinta, México, Libros Unicornio, 1959.
[16] Entrevista realizada por Luis García Ramos en la revista Cóctel en 1953. Sin embargo, la fecha más difundida es la del 21 de agosto de 1916.
[17] Magdalena González Casillas, “Olivia Zúñiga, primer premio Jalisco” en Textual, No. 31, noviembre de 1991, pp. 53-54.
[18] Luis García Ramos, op. cit.
[19]
En la espiritualidad femenina conventual de las monjas del siglo XVII novohispano,
era frecuente el “combate contra el cuerpo” para lograr el
fortalecimiento del espíritu. El sufrimiento paciente de las
enfermedades fue otra forma de someterse al martirio, explicable por la
convicción espiritual de que las enfermedades eran pruebas que
imponía Dios y que debían ser sufridas resignadamente. Las
mujeres conceptualizan sus cuerpos de acuerdo con esos ambientes culturales en
que se encuentran. En muchas ocasiones manifestaba cómo sentía
alivio y tranquilidad cuando expresaba por escrito lo que sentía. La
influencia que tuvo san Ignacio en los escritores y escritoras religiosas de
[20]
Adalberto Navarro Sánchez. Jalisco
desde
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