Sincronía Winter 2011

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Olivia Zúñiga, poeta y novelista jalisciense

 

Ana María Sánchez Ambriz

Universidad de Guadalajara

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El proceso histórico que ha tenido que transitar la mujer durante el ejercicio literario en México y en América Latina, tienen su más lejano origen en la figura excepcional de Sor Juana Inés de la Cruz (1648-1695), mujer enigmática, dotada de una gran capacidad creadora, que desde el encierro conventual mostró al mundo su talento como escritora y su valentía para romper numerosos códigos sociales y religiosos, pronunciándose por el derecho de la mujer a ser libre para elegir su vida, de expresar sus pensamientos con plena libertad y de recibir la educación pertinente, cuyo aspecto decisivo le daría las herramientas para desarrollarse intelectualmente, si así lo deseaba.[1] Como Sor Juana, pero en menor tenor, aparecieron otras monjas que dejaron varios  escritos de carácter autobiográfico motivadas por sus confesores.[2] Por ejemplo, la colombiana Francisca Josefa de la Concepción del Castillo, mejor conocida como La Madre Castillo (1671-1742), considerada como la “gran mística americana”, que tuvo como modelo a seguir a Santa Teresa de Jesús. Su obra se justifican como modelo de vida de mujeres que siguiendo el llamado de Dios rompen con las ataduras mundanas para entrar de lleno al mundo del misticismo, vida colmada de pasión, de virtud y  de éxtasis; plenitud constante en la búsqueda del encuentro con Dios, sin importar que el camino a tan loable meta se encuentre saturado de pruebas, de penurias y de sacrificios.[3]

El siglo XIX se le reconoce como un periodo decisivo en el rol que la mujer desempeñó en las sociedades latinoamericanas, a pesar de que, aún permanecían muy arraigadas, muchas de las estructuras sociales y culturales que coartaban la plena manifestación femenina. En este periodo encontramos escritoras tan importantes como la cubana Gertrudis Gómez de Avellaneda, las bolivianas Adela Zamudio y Lindaura Anzoátegui, la brasileña, María Firmina dos Reis, las peruanas Clorinda Matto de Turner y  Mercedes Cabello de Carbonera, entre otras, con temas tan variados, que dan cuenta de los eventos del momento, como los derechos de la mujer, las denuncias a los maltratos de los esclavos, la explotación que sufrían los indios, el amor y el matrimonio. En términos generales, suele afirmarse que la literatura escrita por mujeres en las postrimerías del siglo XIX merece ser leída desde una perspectiva amplia e incluyente, en el marco del proceso de modernización por el que atravesaban las naciones americanas en su búsqueda de conformar su propia identidad. Con los vientos cada vez más a favor, las primeras décadas del siglo XX brindaron nuevas posibilidades para la mujer; con los cambios de su indumentaria y de su imagen, se le sumaron los reclamos al derecho de dedicar su vida al arte. Son famosas las vidas y  los suicidios de algunas escritoras: la poeta argentina Alfonsina Storni y la mexicana María Antonieta Rivas Mercado. Como figura representativa de dicho periodo, se encuentra Gabriela Mistral, sin dejar de lado a las reconocidas uruguayas Juana de Ibarbourou y María Luisa Bombal. Dentro del género autobiográfico, tenemos a la argentina Victoria Ocampo, a la chilena María Flora Yáñez y a la cubana Renée Méndez Capote. Con relatos históricos, a María Nieves y Bustamante y  a la escritora mexicana Nellie Campobello.[4]

Concretamente en México, como lo afirma Julia Tuñón, el espacio considerado propio para la mujer era el hogar. De ahí la importancia de educarse para conformarlo llegado el momento. “El siglo XIX es un siglo de manuales de conducta, pues con tantos cambios en el orden de lo público parece haber poca confianza en los usos y costumbres asumidas como normales. Así la letra impresa de esos años se dirige en mucho a  normar el ‘deber ser’ femenino. Manuel Payno y Francisco Zarco, escritores importantes de la época, son expertos en eso de dar consejos a las mujeres y los difunden en periódicos y revistas, en donde se exalta su papel de mantenedoras del hogar.[5] 

Durante el porfiriato, el desempeño de la mujer fuera de su casa, que en otros tiempos estaba destinado a costureras y a criadas, cambió de rumbo. Ahora los comercios y las oficinas demandaban su labor como secretarias, como taquígrafas, como empleadas de almacenes y como obreras en las fábricas; de esta forma se incrementó notablemente su presencia en el ámbito laboral. No es de extrañar que al calor de tan notables cambios, surgieran una serie de organizaciones feministas donde mujeres de distintas clases sociales luchaban por su emancipación.[6] Es importante señalar que durante ese periodo, sobresalió una generación de escritoras dramaturgas: Catalina D’Erzell, Amalia Castillo Ledón, María Luisa Ocampo, Magdalena Mondragón y Julia Guzmán. En sus obras se representa la condición de la mujer mexicana, la familia y la misión de la mujer en calidad de esposa. Finalmente, en esta primera mitad del siglo XX, los temas como la marginación cultural, política y social que padecían las mujeres constituyen los temas neurálgicos que aborda la escritora Rosario Castellanos.[7]

En Jalisco, cuando se realiza una visión retrospectiva  sobre la labor artística de las mujeres, vemos que incursionan tardíamente en la letra impresa, esto es a mediados del siglo XIX, a pesar de que existen textos inéditos de mujeres en el Archivo Histórico del Estado que por diversos motivos no llegaron a publicarse.[8] Es un hecho ampliamente conocido que sólo las mujeres de la alta sociedad podían dedicarse al quehacer literario en el siglo XIX. La labor intelectual requería de tiempo, y las mujeres que no contaban con una desahogada condición económica, tuvieron que limitarse a sus faenas domésticas.[9]En este sentido, las mujeres sobresalientes del siglo XIX en Jalisco son Isabel Prieto de Landázuri, Esther Tapia de Castellanos, Antonia Vallejo, Emilia Beltrán y Puga, y, Refugio Barragán de Toscano, quien, a diferencia de las anteriores, perteneció a la clase media, y gracias  a las incipientes oportunidades que se venían dando para la mujer pudo estudiar la normal, labor que le permitió incursionar en otros ámbitos antes vedados a la mujer.[10] Las escritoras mencionadas,  mostraron vocación y talento para la escritura y tuvieron la satisfacción de ver publicadas sus obras.[11] 

En el siglo XX son muchas las mujeres que participan en revistas y en periódicos con trabajos de su autoría, entre éstos destacan cuentos, poesías y artículos destinados de manera prioritaria a la mujer.[12] Algunos de los libros publicados por mujeres son: Bertha de Livier de Navarrete; Inquietudes y Prisión distante de María Luisa Hidalgo; Cosecha, Musgo y En el final del cuento,  de Chayo Uriarte, que sin ser de Jalisco,  publica la mayor parte de su obra aquí;  Poemas de provincia y Sonetos de Primer entusiasmo de Beatriz Ofelia González;  Cementerio de Pájaros y Dos cantos de la escritora colimense Griselda Álvarez, y, para no alargar demasiado la lista, Olivia Zúñiga con algunos libros de poesía y de novela: Amante imaginado, (1947); Retrato de una niña triste, (1951)[13]; Antología universal de lecturas infantiles, (1953); Los amamantes y la noche, (1953); Entre el infierno y la luz[14], del mismo año que el anterior, y, su relato La muerte es una ciudad distinta, (1959)[15], considerado no como una novela en el sentido estricto de la palabra sino como una simple fantasía de la escritora donde se describen diálogos, lecturas  y discusiones sobre política.

Aunque la producción literaria de todas las escritoras resulte a simple vista abundante, la mayoría carece de originalidad; sin embargo, eso no impide que sean estudiadas como parte de un proceso importante, no sólo en la historia de la literatura jalisciense, sino en la del país. La producción literaria de Olivia Zúñiga sobresale a la mayoría de sus compañeras generacionales; quizá esa es la razón por lo que  su biografía aparece  en el Diccionario de escritores mexicanos de la UNAM, en la Antología de escritores jaliscienses de Sara Velasco, y en la obra colectiva de Jalisco desde la Revolución. Recientemente, la secretaria de Cultura de Jalisco reeditó un volumen de las novelas autobiográficas de Olivia Zúñiga, siendo prologado por Paula Alcocer, quien sostiene que las novelas de la escritora merecen ser rescatadas del olvido.

            Olivia Zúñiga nace en un pueblo incrustado en la región montañosa de Jalisco, en la Sierra de Cacoma, que tiene por nombre Purificación, el 21 de agosto de 1914, como ella misma lo declara en una revista.[16]  Sus padres fueron el general Eugenio Zúñiga y Trinidad Correa González Hermosillo. Olivia Zúñiga colaboró en diversas publicaciones: México en la Cultura, Ariel, Fuensanta, La palabra, El hombre, Summa, Et Caétera, entre las más conocidas.  En 1951 recibió el Premio Jalisco por su novela Retrato de una niña triste, y años más tarde le  fue otorgada la medalla José María Vigil.

            Olivia Zúñiga nunca supo del olor que guardaban los pupitres de la escuela, ni la aventura de asistir a una institución educativa con niños de su edad. Como ella misma lo expresa, fue una niña autodidacta, a quien sólo una  maestra particular asistió durante tres años, enseñándola  a leer y escribir. En 1938, siendo una mujer adulta, tomó clases de gramática con Arturo Rivas Sainz en el Museo Regional.  La escritora se fue moldeando con sus autores favoritos,  gracias a la biblioteca del curato de un tío sacerdote al que consideró como un verdadero tutor. Con una sed inmensa penetró en el mundo libresco y descubrió autores entrañables que se convirtieron en sus verdaderos maestros: Thomas Mann, Rilke, Machado, Unamuno, Ortega y Gasset, San Juan de la Cruz, Galdós, Valle Inclán, Sartre, Azuela, Agustín Yáñez, Juan José Arreola y Andrés Henestrosa. Todo el teatro, particularmente los clásicos. Años más tarde se trasladó a vivir a la Ciudad de México con el fin de estudiar arte dramático con Seki Sano. Entre sus compañeras se encontraba la actriz Rita Macedo; ese período sería el parteaguas para escribir obras dramáticas motivada por su maestro. Obras de las que desconocemos su paradero. [17]

Olivia Zúñiga se definía como una mujer apolítica, porque en esencia consideraba que la mujer no estaba preparada para el ejercicio de la política, aunque con tacto aclaró que había mujeres que sí lo estaban.  Su misma postura en estos asuntos controversiales para la época, revelaba cierto conservadurismo de su parte, conservadurismo expresado con angustia en varios momentos de su vida.  Esto es interesante, porque si bien las mujeres hasta mediados del siglo XX estuvieron excluidas en la toma de decisiones en asuntos públicos, así como del derecho a votar, un gran número de ellas luchaba por conseguir sus derechos civiles a fin de hacer valer su opinión en cuestiones de política nacional. Esta lucha ya venía haciendo mella desde el siglo XIX, cuando en algunas revistas se inició la demanda por los derechos, no sólo educacionales, sino civiles de las mujeres. Finalmente tal debate obtuvo frutos el 17 de octubre de 1953, cuando se les otorgó el tan ansiado derecho al voto, en el ámbito local, estatal y federal. Esto significó para la mujer un gran triunfo, pues  de alguna manera sus expectativas de vida se ampliaban considerablemente. Sin embargo, Olivia Zúñiga parece estar al margen de esta efervescencia política y social como lo expresó en alguna entrevista. De la vida sólo anhelaba lo concreto, lo simple, lo limpio, y de la gente esperaba que creyeran en su contorno más que en ella misma. Para la escritora, la vida se presentaba como un continuo ajuste y escape de la realidad, realidad que no siempre pudo aceptar. Por tal razón, la vida, concepto inaccesible y difícil de definir, no la consideraba un estado perdurable, importante en sí mismo, porque  a la esencia de vida, como fin último, se llega a  través de la muerte;  por su conducto el ser humano puede acceder a la completa anulación, fin último y más anhelado por su ser; estado ideal para la escritora.  La vida es igual a muerte, a la anulación, a no ser, no haber sido, no llegar a ser nunca.[18]

             La muerte se convierte en el leit motiv de su escritura. La primera muerte que la sacude poderosamente es la de padre, sobrevenida cuando ella tenía apenas siete años de edad; en lugar de llorar y resignarse ante su pérdida, le escribe cartas a su padre ausente. Una segunda muerte, la de Manuel Cuesta Moreno, acontecida en 1933, la obliga a refugiarse una vez más en el género epistolar. Un tercer golpe, intenso, del que guarda su identidad, la lleva a escribir Entre el infierno y la luz.

Para Olivia Zúñiga escribir se volvió una necesidad. La escritura se transformó en el bálsamo que mitigó el sufrimiento que padecía desde la infancia, aunque nunca terminó por aliviarla. Quizá por eso y otros motivos que desconocemos, se alejó del medio cultural en su edad adulta.[19]

Olivia Zúñiga buscó, como mujer y como escritora, catalizar la ruptura que se venía dando entre el viejo orden cultural y el nuevo, que sin dejar de ser patriarcal, ofrecía la posibilidad a las mujeres de acudir a algunos espacios para su desarrollo personal. Dichos espacios, como era lógico, llevaban a cuestas otras aperturas, como la posibilidad de decisión de la propia mujer para manejar su vida personal y profesional. Con Olivia Zúñiga estamos ante una mujer que en sus textos recrea el entorno, el tiempo y la manera de conducirse subjetivamente por la vida. La autora se auto presenta al lector como una mujer muy terrenal, un ser frágil que se debate en medio de luchas angustiantes, pero precisamente en la cruel recreación de lo representado, emerge su verdad íntima y el valor que demuestra al confesar su vida mediante la escritura.

En Retrato de una niña triste, Jeanina, la protagonista de la novela, introduce al lector al ámbito de su vida privada. La primera confesión es su estancia en una clínica de los E.U. A fin de ayudarla de manera más personal con su problema, se le exhorta a que cuente su vida desde sus primeros recuerdos. Jeanina se interna de esta manera en el mundo de la infancia. Sus primeras evocaciones aparecen como episodios sueltos; su memoria casi inexacta  la lleva a sus primeros estudios, a la imagen de un padre sin rostro y la forma en que fue engañada por su nana al decirle que estaba preso. Relata su vida en Tenamaxtlán al lado de su padrino, el sacerdote de la localidad. Los primeros meses de su alojamiento en el lugar, las sensaciones experimentadas. Los sucesos vividos la vuelven una joven introvertida, al grado que la amistad entablada con doña Refugio Covarrubias le aviva la pasión por las lecturas religiosas viviendo noches enteras con ansia de martirio. A raíz de que descubre que su padre no estaba preso sino muerto, comienza a escribir cartas lastimeras al ausente. Asimismo, narra cómo su madre le imponía fuertes castigos y cómo fue víctima de una violación. En el presente, en Jeanina  aflora la necesidad de confiar en alguien  para continuar viviendo. Se le  diagnostica que ella es víctima de un desequilibrio emocional severo que la ha llevado a asumir una doble personalidad, entre lo que es y lo que ha tenido que aparentar empujada por las circunstancias.

En su segunda novela, Entre el infierno y la luz, Olivia Zúñiga emplea un recurso similar a Retrato de una niña triste. Una mujer recibe una llamada nocturna de un desconocido, quien le hace recordar por el tono de voz a un amigo muerto. Motivada por el recuerdo de un amor perdido relata su pasado. Francisca vive una frustrante relación conyugal. Describe cada uno de los aspectos que la separan de su marido. Todo se presenta propicio para que acepte la amistad ofrecida de manera insistente de Jaime. Con él, Francisca logra encontrar el tan buscado amor desinteresado. La felicidad que los une dura poco. Jaime muere repentinamente. No obstante ante la pérdida que padece, Francisca continúa alimentando su amor en silencio a pesar de los comentarios negativos de la sociedad, que como siempre, no entiende sus sentimientos.  Como señala Adalberto Navarro Sánchez “Hay una indigencia particular debido a la incomprensión de la sociedad en que vive. Conocedora de esta falta de estímulos sociales, amorosos-, siente la necesidad de rehacer en cada situación dolorosa, el mundo idealizado que la sostiene. Son dos mundos antagónicos: uno el de las costumbres y las leyes tradicionales; otro, el de las ansias de libertad para llegar a ser y alcanzar la integridad.[20]

La novela La muerte es una ciudad distinta comienza narrando la historia de Nuria, quien en un primer momento lamenta la pérdida de sus objetos materiales: libros, discos y una máquina portátil; este incidente le hace recordar algunos episodios de su vida, como las relaciones establecidas con Eduardo, David y Pedro, mencionado este último de manera indirecta. En una de las correspondencias que mantiene con su amigo Juan Pablo, decide mandar como respuesta a su carta  el diario de una “vida imaginaria”, que ambos habían estado analizando. La mayor parte de la novela gira alrededor de este escrito.  En dicho diario se recrea la vida de una escritora que en el transcurso de una noche,  elabora la historia con la cual piensa participar en una revista. Los protagonistas de dicho relato son Pedro, Eduardo y la misma escritora. La narración se centra en el triángulo amoroso que establecen los tres personajes.

            La muerte es una ciudad distinta se desarrolla en tres niveles:

1)     Lo que se considera la realidad dentro del texto

2)     La presentación de una “vida imaginaria” a manera de diario

3)     Y dentro de ese diario la historia de otra “vida imaginaria” a manera de novela.

            Ahora bien, los tres niveles representados en la novela, que a simple vista pudieran aparentar cierta ingenuidad por parte de la autora al pretender que sean tomados como hechos individuales y autónomos en los que no existe un aparente lazo de conexión, más que la creación facticia de una mujer envuelta en la creación literaria para dar vida a la labor una escritora. No obstante, este juego de espejos sin aparente conexión, proyecta sucesos considerados como verídicos dentro de la novela. Es una técnica de desdoblamiento que sufre el personaje narrador; con este recurso literario pretende demostrar que los seres humanos nos encontramos atrapados en esta red sin fin. Lo dicho se puede comprobar con cierta facilidad, atisbando algunos elementos fundamentales en la clave de este recurso estilístico que se quedó en el camino y no pudo consolidarse como tal.  El personaje de Pedro es una de las piezas fundamentales a la hora de enlazar los acontecimientos descritos. Aparece en el mundo representado como real y en el de ficción.

En el discurso empleado por Nuria, al igual que en los demás personajes de las anteriores novelas, la vemos sometida a dos clases de valores principalmente. El primero, como resultado del concepto de la vida que el personaje se crea para sí misma, y el segundo, donde confluyen todos los valores que la sociedad conservadora  impone y de los cuales ella es producto.

Es importante destacar que Olivia Zúñiga en muchas ocasiones hace referencias implícitas al sexo, al que evita mencionar abiertamente por considerarlo un tema tabú, cuestionable y auto cuestionable no sólo para  la sociedad  sino también por ella misma.  La escritora reprime a las mujeres que fungen como protagonistas de sus tres novelas, pero no puede ocultar del todo que son altamente sexuales. Su credo le coacciona la libertad para expresar pasiones intensas, porque sabe, que de haberlo hecho, las historias hubieran dado un giro distinto, seguramente sorpresivo para la misma autora. No obstante, quizás sin estar del todo consciente, deja traslucir sutiles alusiones al sexo que no resultan de todo verosímiles para la historia narrada. El sexo es una presencia vista tras velos, donde a fuerza de quererlo encubrir con amistad, se vuelve intenso y desesperadamente inquietante por la carga de culpa y castigo que en el fondo  atormenta a cada uno de los personajes femeninos recreados.

En su obra la abstracción de los prototipos de la mujer virgen y la mujer plena y libre para gozar de su cuerpo, se funden sin dar oportunidad de una separación real. Esta imagen que la escritora representa, y que defiende con gran ardor, se opone al estereotipo de la mujer castrada que sólo debe estar conformada de una sólo esencia,  la virtud virginal.  Para los personajes representados, las fronteras entre una mujer honorable y aquella que rebasa las normas sociales permitidas, adquiere una categoría negativa ante los ojos de los demás, es tan frágil, como invisible podría ser la línea que divide a estas dos clases de mujeres, si nos enfocamos a esas zonas fronterizas donde ambos tipos se difuminan, como dos caras de una misma moneda, pues finalmente, depende de  cómo es catalogada por el hombre. Esto en el fondo, refleja parte de la interacción social entablada entre hombres y mujeres en una sociedad altamente conservadora, como lo es la sociedad mexicana.

Dentro de los valores más recurrentes en las tres novelas tenemos las siguientes constantes: en la novela Retrato de una niña triste, Jeanina, el personaje principal, busca asesoría psicológica y médica para encontrar la raíz de su enfermedad; aunque nunca se hace partícipe al lector de cuál es el mal físico que la aqueja, se subraya que puede requerir de una operación. Solamente, al final de la novela, se descubre que el mal que padece Jeanina es incurable. Entre el infierno y la luz, dice por qué se busca asesoramiento médico. En ese momento el lector penetra en el mundo cerrado del personaje principal, y se da cuenta de que Francisca tiene un tumor que le afecta la vista. Como en la primera novela los médicos le confiesan que no existe posibilidad alguna de curar su mal por medio de una operación.  En La muerte es una ciudad distinta, se menciona indirectamente la enfermedad de sus ojos, pues el asesoramiento en este caso es más psicológico que médico.

La fuerte personalidad de esta autora, como hemos tenido la oportunidad de atestiguar a lo largo de esta breve estudio, resulta interesante si la analizamos dentro de su contexto histórico y cultural, cuando aun las limitaciones sociales coaccionaban muchas de las acciones y las labores de las mujeres, y por qué no decirlo, de cómo debían vivir su sexualidad. Este progresivo rompimiento de las reglas sociales y morales, se puede encontrar en la obra de Olivia Zúñiga. Por ello, la colisión entre el mundo configurado a través de ciertos mecanismos sociales, que no pueden solventar las necesidades de todos los humanos envueltos en su propia dinámica, tienen resultados desiguales, particularmente de quienes se enfrentan a la crueldad del entorno hostil que margina a quien es distinto. Esta confrontación entre la pureza interior de quien se sabe diferente y que se ve en la necesidad de enmascarar su “verdadero yo” para acceder a un mundo ajeno, que uniforma y exige la uniformidad para cobijar, no sin recelos, anula las demandas personales. Este tópico alimenta toda la producción literaria de Olivia Zúñiga. La autora se envuelve en un mundo de fantasía e idealización a fin de sobrellevar la vida con menos tropiezos. En el fondo encontramos la oposición frontal entre el papel desempeñado entre la mujer moderna que vive bajo otros ritmos y necesidades, resultado de los procesos históricos que demandaban una nueva participación en la sociedad, sabiendo que al hacerlo, su vida se vería expuesta a nuevas situaciones a las que no siempre estuvo preparada para afrontar con acierto. Realidad tarde que temprano, aparecería como una verdad descarnada para muchas de mujeres que se atrevieron a romper muchas normas sociales.

Los valores constantes que prevalecen en las novelas de Olivia Zúñiga, tales como los hallazgos familiares donde  siempre aparece  la madre y el padre, conforman otros de los recursos empleados. Asimismo, la alusión a la infancia, etapa en la que se comienzan a perfilar los primeros conflictos  internos de dicho personaje narrador. Además, vemos a una mujer que cuando se da cuenta del absurdo en que vive, busca la muerte como único remedio para evadirse de la situación que la agobia. Sin embargo, cuando ésta no llega, trata de cambiar, aunque sea consiente de lo difícil de tamaña empresa, sobre todo, porque es presa de sus pasiones.

En el campo sentimental, este personaje narrador, siempre se enamora de hombres inteligentes y atractivos, aunque reconoce en el trayecto de las novelas que los ve bajo la óptica de la idealización y no como en realidad son. No obstante, pese a esta verdad categórica, mantiene relaciones amorosas con los mismos, sin importarle demasiado de que estén unidos legalmente a otra mujer. Son hombres que no puede poseer en su totalidad, como otras tantas cosas de la vida. Como a su propia vida, a la que no puede no poseer plenamente. La profusión de anécdotas llega hacer excesiva y repetitiva; a la autora se le escapa de las manos cuidar este aspecto del discurso tan elemental. Sin embargo, tenemos que reconocer que la vida de esta autora se sucede en sus escritos a través de varios episodios vistos desde ángulos distintos.

Sólo resta agregar que en sus novelas vemos el proceso de perfección de su estilo, la forma de exponer los temas de su interés y el grado de madurez alcanzado como escritora. En general su obra literaria enaltece valores universales como el amor, la amistad, la necesidad de asirse a un credo, en oposición a la injusticia, hipocresía social, etc. En las novelas el pasado sólo adquiere significación en el presente, y los relatos de su vida que lo enriquecen, integran un cuerpo complejo que habla de la condición humana, a pesar de que al final de cada narración, quede la incómoda sensación de que la escritora omitió muchas verdades, las más significativas, las más difíciles de confesar, protegiendo su intimidad a toda costa, aunque se presuma que son relatos donde se desnuda completamente. El lector tiene que conformarse con el resumen que presenta de su vida.

 

 

 

BIBLIOGRAFÍA DIRECTA

 

Zúñiga, Olivia.  Amante Imaginado. Guadalajara, Taller de Artes Gráficas, 1947.

                        -Retrato de una niña triste. Guadalajara, Ediciones Et Caetera, 1951.

                        -Entre el Infierno y la luz. Guadalajara, Colección Nueva, 1953.

                        - Los amamantes y la noche (1953)

                        -La muerte es una ciudad distinta. México, Libros Unicornio, 1959.

 

BIBLIOGRAFÍA INDIRECTA

 

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[1] Sor Juana Inés de la Cruz, Obras Completas, México, Porrúa, Sean Cuantos, No. 100, 1997. Sobre el valor de su obra, existen numerosos estudios que señalan la importancia y los alcances de sus escritos. Por citar dos ejemplos, tenemos el libro de  Octavio Paz, Sor Juana Inés de la Cruz o las Trampas de la Fe, México, FCE, 1983 y  el de Margo Glantz, Sor Juana Inés e la Cruz: ¿Hagiografía o Autobiografía?, México: Grijalbo, 1995.

[2] Un estudio que resume la vida y obra de las monjas más representativas de la época, lo ofrece Beatriz Ferrús Antón en Porque fuimos monjas. Mujer y silencio en el Barroco de Indias. http://cositextualitat.uab.cat(web/wp-content/uplods/2011/03/Porque_fuimos_monjas.pdf

[3] Sobre el tema se encuentran dos obras de su autoría: Afectos espirituales y Mi Vida. Venezuela, Fundación Biblioteca Ayacucho, Colección Clásica, No. 339, 2007.

[4] Para una información más detallada sobre el tema, consultar el ensayo de Sara Beatriz Guardia, Literatura y Escritura femenina en América Latina.  http: //www.uesc.br/seminario mulher /Anais/PDF/conferencia/Dra_Original.pdf

[5] Consultar el libro interesante de Julia Tuñón, Mujeres en México. Recordando una historia. México, CONACULTA-INAH, 2004.  p. 100.

[6] Julia Tuñón, op.  cit.

[7] Sara Beatriz Guardia, op. cit.

[8] Magdalena González Casillas “La mujer y el quehacer literario en Jalisco del siglo XIX” en Encuentro Estudio sobre la mujer. Revista Trimestral, Vol. II, Guadalajara, octubre-diciembre de 1984, p. 142.

[9] Guadalupe Mejía “La mujer y la ilustración” en El Informador, Guadalajara, 30 de abril de 1989, p. 2.

[10] Susie S. Porter nos dice que desde los primeros años del porfiriato el gobierno había empleado a mujeres como maestras en escuelas primarias, y alrededor de 1890, muchas de ellas ocuparon puestos en oficinas públicas, aunque hubo algunas manifestaciones en contra de estas determinaciones, nunca llegaron  hacer tan iracundas como las que se dieron en la Ciudad de México durante la época de 1930, de manera continua se realizaron protestas de grupos de hombres ante la inconformidad que había surgido por el empleo de mujeres en la administración pública, sitios que consideraban prioritarios de los hombres.  “Espacios Burocráticos, normas de feminidad e identidad de la clase media en México durante la década de 1930” en Orden social e identidad de género. México, siglos XIX y XX. México, CIESAS /UDG, p. 189.

[11][11] Magdalena González Casillas, op. cit., p. 147.

[12] Guadalupe Mejía, “Faldas en el periodismo” en El Financiero, Guadalajara, 8 de noviembre de 1983, p. 3.

[13] Olivia Zúñiga, Retrato de una niña triste, Guadalajara,  ediciones “Et caetera”, 1951.

[14] Olivia Zúñiga, Entre el infierno y la Luz, Guadalajara, Colección Nueva, 1953.

[15] Olivia Zúñiga, La muerte es una ciudad distinta, México, Libros Unicornio, 1959.

[16] Entrevista realizada por Luis García Ramos en la revista Cóctel en 1953. Sin embargo, la fecha más difundida es la del 21 de agosto de 1916.

[17]  Magdalena González Casillas, “Olivia Zúñiga, primer premio Jalisco” en Textual, No. 31, noviembre de 1991, pp. 53-54.

[18] Luis García Ramos, op. cit.

[19] En la espiritualidad femenina conventual de las monjas del siglo XVII novohispano, era frecuente el “combate contra el cuerpo” para lograr el fortalecimiento del espíritu. El sufrimiento paciente de las enfermedades fue otra forma de someterse al martirio, explicable por la convicción espiritual de que las enfermedades eran pruebas que imponía Dios y que debían ser sufridas resignadamente. Las mujeres conceptualizan sus cuerpos de acuerdo con esos ambientes culturales en que se encuentran. En muchas ocasiones manifestaba cómo sentía alivio y tranquilidad cuando expresaba por escrito lo que sentía. La influencia que tuvo san Ignacio en los escritores y escritoras religiosas de la Colonia, se encuentra en sus Ejercicios espirituales, que están fundados precisamente en la escritura. En ellos se instruye al ejercitante para que escriba a diario, advirtiéndole que ésta es una tarea fácil si se hace inmediatamente después de la oración —meditación—. En esta rutina se debía analizar cada acción, sueño o pensamiento, en una especie de examen de conciencia (Loyola, 1997: No. 32-42), que se registraba en notas y cartas cronológicas, presentadas, posteriormente, a su confesor para conformar, finalmente, un diario espiritual. Roland Barthes (1971: 44) considera al jesuita Ignacio de Loyola como el fundador del lenguaje de la interpelación, de la interrogación o del ruego divino y el inventor de la escritura mística, de lo inefable, que asegura la transmisión de una experiencia mental destinada a conseguir la respuesta divina. Mi vida, la madre de Castillo nos cuenta la influencia que tuvieron los jesuitas en ella.

[20] Adalberto Navarro Sánchez. Jalisco desde la Revolución, Narrativa literaria y pintura 1940-1980. Guadalajara, Gobierno del Estado de Jalisco / Universidad de Guadalajara, Tomo XII,  1988. P. 42.

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Sincronía Winter 2011