Guillermo
Schmidhuber de
Universidad de
Guadalajara
Conocer a una persona, amarla y, luego, perderla, quedarnos únicamente con su memoria. Reconstruirla. Poder cerrar los ojos y verla. Concentrarnos para imaginar que oímos su voz. Todo se va esfumando. Perdemos la figura y cuando evocamos la persona, sólo percibimos la certeza de que existió; está allí, en la memoria, pero no la habita. Es como el aroma del perfume en un frasco vacío. A veces soñamos con los muertos y nos sorprendemos de que los sueños han dado vida a un ser más vital que aquél que hemos guardado en los recuerdos.
El dramaturgo crea personajes en sentido inverso al proceso de olvidar personas. Crea un aroma de persona y lo guarda en un compartimiento vacío, intuyendo que ahí va a suceder un milagro. A veces guarda varias intuiciones que, como vasos comunicantes, llegan a construir un mayor receptáculo. En ese vacío inicial se crea un nuevo cosmos, poquito a poco, no con un big bang, sino con un pequeño ¡bang! No aparece el universo¾un verso único¾, sino el esperma de un microcosmo. Unas palabras flotantes como óvulos fecundados. Es el nacimiento de un nuevo tiempo. Aún no hay espacio. Las palabras flotantes crean una boca para su discurso, si hay más de un discurso, se crean más bocas, y tras esas bocas descubrimos más presencias, y con ellas, la voluntad de ser. Exigencias de existir. Aunque aún no florezcan del todo, ya preludian un conflicto. Si el nacimiento de esos seres no tiene buen augurio, será una tragedia. Si sus predicciones son buenas, será una comedia. Si esas esencias no llegarán a conformar un humano completo, será una farsa; y si esos seres son creados con doble corazón y mitad mente, su existencia será melodramática. El mismo suceso, sea boda o muerte, será transformado por las diversas aptitudes de los nuevos homúnculos o mujerúnculas. Cuando su humanidad va tejiendo con más hilos hasta construir un texto, los nuevos seres podrán inferir el destino que les espera. En tanto sospechen que van a ser perdedores, aunque luchen, perderán trágicamente su mundo; si creen que van a ser ganadores, habrá que reírnos de ellos. En cuanto ironicen al comprenderse adefesios, serán fantoches en una farsa, y si a cada emoción, lloriquean, serán personajes melodramáticos.
Si el cosmos creado es similar al nuestro, abrimos una puerta al realismo; pero si alteramos ese cosmos, rarificándolo y haciéndolo monstruoso, hemos pisado el umbral del expresionismo. En el primero, el nuevo mundo nos impresiona con su realidad; en el segundo expresamos nuestra locura con sus deformaciones. Ya está creado el nuevo cosmos, con personajes, con una óptica que nos hacer ver el género dramático y hasta con un estilo.
Nosotros, los creadores, tenemos instrumentos ópticos para mejor apreciar ese mundo nuevo. Al utilizar unos binoculares de larga vista colocados al revez, vemos el cosmos conjuntado y convertido en microcosmos; entonces, debemos comprender que la relación de ese mundo con el nuestro es sinecdótica, en cuanto cada uno de los signos de ese microcosmo tiene aquí el mismo significado; sin embargo, pronto descubrimos que no todos nuestros signos acá guardan correspondencia, solamente unos pocos son intercambiables. Mas si nuestro instrumento óptico hace que miremos de tal forma que todos los elementos son intercambiables allá y aquí, y que todas las relaciones de sus partes son estrictamente similares, la analogía de ese mundo con el nuestro es metonímica. Sin embargo, si sus signos internos y los nuestros pertenecen a códigos intraducibles, pero sí intercambiables el todo por el todo, debemos concluir que tenemos el más perfecto de los instrumento óptico porque es metafórico. La sinécdoque reduce pero no explica, la metonimia iguala pero no sorprende y la metáfora metamorfosea y asombra.
Habíamos planeado crear un cosmos habitado y hemos sido exitosos. Lo hemos organizado por género y por estilo, con una óptica dictada por nuestros instrumentos lectores de signos, pero aún no hemos compartido la autoridad que poseemos con esos personajes creados, es decir, no hemos delegado la libertad dramática a esos seres nacientes. Nuestra creación se reduce a imágenes proyectadas en un espejo si no pueden vernos ni intuirnos. Mas sin embargo, si ellos pueden vernos y tiene conciencia de haber sido creados por nuestra imaginación y nuestra fantasía, es decir, descubrirán que no son seres sino entelequias que nuestra mente crea. Únicamente Dios crea seres. Los personajes son creaciones de nuestro espíritu en un cosmos teatral y con un tiempo que no es el nuestro porque es repetible. Son metapersonajes en cuanto tienen conciencia de su existencia teatral, saben que fueron creados por la mente de un/ a dramaturgo/ a y que pueden vivir mientras haya mentes que los piensen; su virtud principal es la paciencia que les permite estar en la banca hasta que un lector los piense o un director teatral los vuelva a la vida. No son títeres, ni muñecos, sino entes teatrales.
Ellos nacen cuando los creamos, pero no nacen bebés sino entes con biografía anterior a su nacimiento. No existían antes que los pensáramos, pero nacen con pasaporte a un pasado, un presente y un futuro. Mientras más libres los dejemos, sin cadenas de títeres-esclavos, mejor dramaturgos seremos; pero si los sujetamos a nuestros caprichos, malos tejedores hemos sido. Let it be, dejémoslos ser, aunque tus hijos teatrales se coman a su mamá tarántula, o tus críos te saquen los ojos, papá cuervo. Como dramaturgo /demiurgo has creado la luz de las candilejas y apartado las tinieblas escénicas, separado las aguas de la tierra, en la que han aparecido entes anfibios que respiran sin aire, nadan sin agua y viven sin comer. Exigen más que tú y que yo a quien consideran su dios, pero están más limitados en sus habilidades que nosotros; pueden vernos, pero no pueden salir de su pecera teatral. Así como algunos humanos dicen tener un tercer ojo, el de los profetas y los videntes, para ver más allá de nuestra pecera, algunos de estos personajes tienen un tercer ojo para ver más allá del espejo, poseen meta mirada, ojos de larga vista. Nos ven, nos vigilan, nos alteran y nos critican. No nos dejan en paz. Son meta personajes. ¡Oh, maravilla!, un milagro inoportuno: traviesos y desobedientes. Espíritus chocarreros y fantasmas teatrales. Hijos de mala madre y peor padre. Malandrines y malahembras. Meta personajes.
La pregunta que puede a uno de ustedes interesarle es: Si así son creados los
personajes, ¿cómo fue la humanidad creada? Según los mitos, en Egipto la humanidad
nació de las lágrimas de un dios; en Babilonia, de la sangre y los huesos de una deidad;
de la arcilla, en
Calderón de
Si aceptamos que todos los humanos son personajes teatrales, pudiera ahora surgir
un cuestionamiento, ¿cómo lograr que una persona humana, uno de nosotros, llegue hasta
el límite de este teatro del mundo y rompa el espejo que nos separa del mundo del teatro?
Es decir, que deje de ser persona para convertirse en personaje. ¿Cómo convertir en
personaje a una persona a la que hemos dado la mano y de quien nos hemos despedido con un
beso? Dejar de percibirla como persona, con su cuerpo y su sentir, en una palabra, para
recordarla sólo como personaje. El proceso de fijar el recuerdo de una persona consiste
en guardar las percepciones mediante el registro de códigos en diferentes partes de la
memoria: en un lugar van las percepciones sensoriales, su figura, sus colores, el tono de
su voz, su aroma y el palpo de su cuerpo; en otro receptáculo se conservan los
sentimientos compartidos; y las lágrimas que tienen a su vez una gaveta no lejana de
donde los secretos son guardados, y en el más recóndito de los espacios, al final del
laberinto de los recuerdos, se conservan bajo siete llaves los misterios. Cuando
recordamos a esa persona, intentamos integrar los recuerdos pero los códigos del recuerdo
no son los mismos códigos de la percepción, así que recordamos parcialmente.
Intensificamos algunos recuerdos para llenas esas lagunas de información y desdibujamos
otros, porque no los queremos recordar en esa forma sino en otra menos dolorosa. Pasamos
de la cara, a la caricatura; de la vida, al remedo de la vida, y de la persona, al
personaje. La dramaturgia es el arte de olvidar, tanto y más que
Con un rompecabezas integramos el recuerdo, que más que rompecabezas debiera llamarse rompe personas, y caprichosamente unimos las piezas a pesar de haber perdido algunos en el proceso de evocar. Conformamos un todo diferente, que sigue otras leyes de otro cosmos, menos grávido y con mayor tiempo. Las virtudes y los defectos que en los humanos son contradictorias y compensatorias, al ser seleccionadas e intensificadas, crean personajes con una pasión que controla enteramente su vida teatral. Los humanos tenemos una amplia paleta de necesidades, comer y dormir, sentirnos seguros y amados, valorados y creativos; mientras que los personajes, no. Ellos sufren el estímulo de una sola necesidad. Otelo sufre el mal del amor celoso, pero no de hambre, ni de otra necesidad más apremiante. Julieta no tiene miedo a salir embarazada. A Segismundo los duermen artificialmente aunque no sufre de insomnio.
El reloj teatral de los personajes es diferente al reloj vital de los humanos. Nuestro tiempo transcurre irremediablemente. Nuestra muerte es el agotamiento del tiempo. Mientras que los personajes son eternos, a pesar de ser mortales. Tanto su trayectoria vital sobre la escena como su muerte son repetibles. Hamlet revive en cada inicio del primer acto a pesar de que muerto incontables veces. Los personajes son moribles como también inmortales. Los personajes son la única razón por la que el teatro es eterno. La muerte se lleva al dramaturgo, a los actores, al difunto director, y hasta los públicos, pero nunca su guadaña triunfa sobre la vida de los personajes.
Cuando un humano es recordado por sus hazañas, lo calificamos erróneamente de
personaje. Los historiadores convierten a los humanos en personaje. Napoleón y Julio
César son para nosotros como
Elena Garro fue una escritora mexicana, sabemos que existió porque la conocimos
personalmente pero no tenemos certeza de su fecha de nacimiento. La biografía oficial
dice que nació en 1920, pero en su acta de defunción se lee la fecha de 1916. ¿Quién
conoció realmente a
Nota aclaratoria
Conocí a Elena Garro en la casa
de Juan Soriano en París, a fines de 1981. Esa velada ha quedado fija en mi recuerdo con
una manera inmarcesible, como si la hubiera soñado más que vivido, como aquel niño de
Recuerdos del porvenir, que pasaba largas horas recordando lo que no había
visto ni nunca oído. Esa noche Elena Garro y yo iniciamos una conversación sin
fin sobre el Teatro, y acabamos hablando de sus obras y de mi dramaturgia. Hoy que la
recuerdo una vez más, soy consciente de lo mucho que significó para mi persona y para
mis búsquedas creativas el poder compartir mi pasión por el Teatro con otra persona que
también cree en un Teatro que nace de la admiración por los misterios de la vida y de
la muerte, y que percibe las lejanas presencias de los dioses. La velada se
alargó, habíamos abolido el tiempo, hasta que París comenzó
a despertar a un nuevo día. A partir de esa fecha iniciamos una amistad epistolar que nos
condujo a una serie de encuentros en París y, posteriormente, en Cuernavaca, Morelos,
México.
La autora llegó a nombrarme su representante en el Homenaje que su ciudad natal le
hizo el 14 de julio de 1994 y cuyos organizadores fueron Manuel Reigadas, oficial mayor de
cultura del municipio de Puebla, y Oscar Rivera Rodas, presidente de las Segundas Jornadas
Internacionales de Teatro Latinoamericano de
Así que cuando recibí la invitación para colaborar en el presente libro, decidí
que era mejor escribir esta obra de teatro que integra, a manera de memorial, las
conversaciones que tuve con la amiga Elena. En esta obra he tratado de incluir muchas de
las conversaciones que tuvo con ella y hasta algunas de sus expresiones. Soy consciente
que he cambiado el espacio y el tiempo de esas conversaciones y que juntas adquieren otra
dimensión. Yo calificaría a esta pieza con las siguientes palabras; retrato
dialogado de mi Elena. Nuestras conversaciones fueron siempre personales porque
tengo la virtud de saber escuchar, y a pesar de que pasaran meses o años, siempre podían
eslabonarse con el pasado y nunca perder cordialidad. Las palabras que pongo en boca del
personaje Elena han sido todas entresacadas de nuestras conversaciones y de sus cartas. En
algunos puntos subrayaré que son sus palabras, sobretodo cuando las expresiones
parecerían fantasiosas. Debo reconocer que tenía multitud de notas de cada entrevista y
hasta un apunte para una obra teatral, cuyos protagonistas eran Elena y Octavio, aunque
todavía vivos, con fecha de 16 de octubre de 1986, escrito cuando vivía en los Estados
Unidos, en Cincinnati, Ohio. Si me preguntaran sobre el género de este escrito mío, yo
diría que es un ensayo monologado sobre la persona de Elena Garro. Agrego una larga
consideración sobre la trasmutación de una persona a un personaje, como un ensayo que
prologue mi obra In Memoriam de Elena Garro.
En
busca de un hogar sólido
Ensayo
monologado
Dramatis Personae
Elena Garro, escritora, al final de su vida
El Pasajero silente
Espacio: Una anciana estación de tren
Tiempo: Unos minutos del 31 de marzo de 1998
Oscuro inicial. Se escuchan unos compases de Lacrymosa, de la solemne
Grande Messe des Morts Requiem Opus 5, de Héctor Berlioz. El sonido se entrecruza con
los ruidos de un tren que cruza transversalmente el escenario, de la derecha del público
a la izquierda. La estridencia del ruido opaca la armonía concertante. Al final sólo
se escucha el tren que se pierde. La luz del escenario nace e ilumina una banca en una
antigua estación de tren. Una anciana Elena está sentada en un extremo.[1]
Viste una bata vieja y unas pantuflas muy pisadas. Sus rasgos finos apuntan a una
juventud bella. A sus pies hay un gran baúl y en el extremo derecho de la banca, un
carrito de bebé antiguo. La luz destaca otra banca colocada al respaldo de la primera,
recostado en ella descansa un hombre de mediana edad. Viste con elegancia y lleva
sombrero. La anciana se dirige al hombre desde su lugar de asiento.
Elena
¡Oiga, señor! ¡Señor! Perdone
que lo despierte de su ensoñación pero han pasado cuatro trenes y en ninguno ha
abordado. ¡Claro, usted dirá que yo tampoco!
El Pasajero despierta y, con gran somnolencia, estira sus brazos. La anciana habla
con las vocales cerradas como queriendo contener cualquier emoción.
¿No le molesta que le hable? (No
hay respuesta.) Le confesaré que yo no espero ningún tren¼ o mejor dicho, no
hay ningún tren que me lleve a mi destino. La verdad es que me gusta ver partir trenes,
¿a usted no? (El Pasajero niega.) ¡Perdón si lo incómodo! Hemos compartido un
par de horas este espacio, yo mirando los trenes que parten y usted mirando los trenes que
llegan. Hasta que usted se durmió¼ Le voy a dar una
prueba de mi amor a los andenes. Soy escritora, sabe, y en una de mis obras de teatro
situé el segundo acto en una estación de trenes como esta. Parada Empresa.[2]
(El hombre la mira con curiosidad.) Así se titula, Parada Empresa. Allí el
protagonista ve a varios personajes que están como usted y yo, sin subirse a ningún
tren, y descubre que son fantasmas de los suicidas que quedan eternamente vagando en el
lugar de su muerte. (Se oye el silbato triste de un tren lejano.) No quiero decir
que usted y yo¼ no. Usted
recibirá a quien espera y yo me iré a algún lado. Mucha suerte.
El Pasajero la saluda con el ala del sombrero. Ella pretende guardar silencio por
lo que se acomoda en la parte más lejana de su banca y enciende un cigarrillo. Da dos
bocanadas de humo y luego repara que no ofreció un cigarrillo a su silente compañero
de espera.
¡Perdón, no le ofrecí un
cigarrillo! ¿Gusta uno? (La anciana se incorpora y le ofrece la cajetilla. El Pasajero
niega con la cabeza.) Si desea que me calle, dígamelo, porque si no, hablaré y
hablaré. (No hay respuesta.) ¿Seguro que no lo incómodo? (El Pasajero niega.)
¿Le gusta leer? (El Pasajero asiente.) ¿Mucho? (El gesto del Pasajero expresa
medianamente. Ella continúa enfática.) ¿Ha leído a El
Poeta?[3]
(El hombre la mira sin expresión.) Al poeta Octavio Paz. (Silencio.)
Octavio¼ Paz¼ (El Personaje
niega.) Bueno, ese poeta fue mi marido¼ pero no importa¼ ya nada importa,
solamente mi hija Elenita (señala el carrito de bebé), la Chatita,
le decimos. (Se incorpora y se aproxima la carrito y mira en su interior.) Sigue
dormidita. (La arropa.) La pobre niña ha viajado conmigo tantas veces. Recuerdo el
largo viaje, primero en autobús y luego en varios trenes, de ciudad de México a Nueva
York, allí Gabriela Mora nos amparó en su casa. Íbamos sin dinero. No huíamos, pero
sí nos perseguían. Era en los meses posteriores al 68, sabe, la matanza de estudiantes,
¿Los recuerda? (El Pasajero asiente.) Esos días fueron terribles. Se metieron en
mi casa y sacrificaron a mis gatos, y con su sangre escribieron palabras terribles en las
paredes. ¡Amenazas de muerte![4]
(El Pasajero asiente. Se escucha a la distancia el triste silbido de un tren.)
¿Por qué asiente? (Ademán de no saber una respuesta.) Cuando yo dije eso, usted
asintió como si ya lo supusiera. ¿Quién es usted? (El Pasajero niega.) Bueno,
mejor será que me calle.
El Pasajero no reacciona. La señora se dirige con resolución al extremo de su
banca. Pasa un instante. El Pasajero se incorpora; un largo y elegante abrigo lo cubre del
frío; se pone el sombrero y camina hacia el fondo de la escena.
¡Octavio! (El Pasajero se
detiene sin volver la cabeza.) ¡Octavio! (Ella se incorpora perpleja.)
¡Perdón, me confundí! Por un instante creí ver a mi esposo. Usted camina exactamente
como él. ¿Me disculpa? (El Pasajero asiente mientras permanece de espaldas. Elena se
aproxima a El Pasajero y le observa el rostro.) Usted no se le parece¼ fue el abrigo¼ o la forma de
caminar. (Repentinamente la anciana va al baúl, lo abre, saca una vieja fotografía
sin que sus ojos nunca se posen en ella. Se acerca a El Pasajero.) Mire, mire esta
fotografía, es Octavio Paz. (Sin ver la fotografía se la presenta a El Pasajero.)
El Poeta. A mí ya él no me importa, pero no me he atrevido a verla desde
hace años.[5]
La cargo por la niña. Pasa tanto tiempo sin ver a su padre que se le puede olvidar cómo
es su rostro. (El Pasajero no ha visto la fotografía, sus ojos miran lateralmente al
vacío. Repentinamente El Pasajero camina lateralmente cinco pasos y se detiene.)
¡Por años no pagó la mesada! En cuanto a mí, he terminado de clochard, como
se llama en Francia a los mendigos.[6]
¿No me cree? (El Pasajero mueve la cabeza negativamente.) Es la pura verdad. En
Madrid estuve en la cárcel. Sí, como lo oye, en la cárcel. Dejamos de rentar un
apartamiento y yo me olvidé de devolver la llave al casero, y en Madrid hay una ley que
obliga el pago hasta que no se entregue la llave. Pasaron meses. Me salvó el Alcalde de
Madrid (Ríe sardónica.) Él me conocía de mis buenos tiempos. Yo lo llamé
desde los separos de la policía. Fue mi héroe, me devolvió mi libertad y él mismo
llamó a El Poeta, imagínese, de Madrid a México para pedirle que me pagara el alimonio.
Me hubiera gustado verle la cara de disgusto cuando comprendió que la llamada del Alcalde
de Madrid no era precisamente para hacerle un homenaje.[7]
(Ríe paladeando nuevamente la venganza.) En ese tiempo me querían quitar a
Elenita. El expresidente Díaz Ordaz convertido en embajador de México en España me
dijo: Señora, usted nunca regresará a México.[8]
En París llegue a ver a otro expresidente, a Echeverría, el culpable del 68, gozando de
la ciudad luz desde el balcón del apartamento que le prestaba el gobierno mexicano,
mientras yo vivía en una madriguera¼ El futuro no
existía y el pasado desaparecía poco a poco.[9]
El Pasajero estira sus brazos en señal de cansancio y regresa a su banca. Los ojos
de Elena siguen con perplejidad sus pasos.
Usted tiene una cadencia al
caminar igual a la de él, con pasos de rumbo seguro. (Elena regresa a su banca
mientras prosigue hablando.) Así como he vivido en madrigueras, también he vivido
en lugares maravillosos. En un nido mientras viví con mis padres, de niña vivía
recordando lo que no había visto ni oído nunca.[10]
A ellos no les gustaba Octavio y ahora veo que tenían razón. Yo era una chica educada,
hasta hablaba francés. Octavio era un tanto ordinario. Lo conocí en una fiesta familiar.
Yo le enseñé modales, tantos que hasta lo aceptaron en el cuerpo diplomático. Así
pasamos de pobres a vivir como millonarios. En París vivimos en una casa que había
sido de Molière.[11]
¿Sabe quien fue Molière? (El Pasajero niega.) Ni para qué explicarle ahora, si
llegó a su edad sin saber quien fue Molière y quien es Octavio Paz, pues no hay forma de
redimirlo. Que no supiera quien soy, es perdonable. Por cierto, no me he presentado. Soy
Elena Garro. (El Pasajero se pone de pie, se acerca a Elena y le estrecha la mano.)
¿Y usted cómo se llama? (El Pasajero levanta los hombros como si lo ignorara.)
¡No me diga más! ¡Ya comprendí! Usted prefiere el anonimato para así poder contarme
su vida sin sentir inseguridad después. ¿Vio la película Extraños en un
tren? ¿La película de Alfred Hitchcock?¼ (El Pasajero
niega con la cabeza.) Era un buen film. Creo que no tendrá ganas que le cuente la
película.
El Pasajero niega de nuevo. Pausa silente de ambos personajes. Ella va al carrito y
arropa a la bebé con cariño.
Pobre de
Va al baúl, saca un elegante abrigo de pieles, se lo pone y camina como la gran
dama que fue. El Pasajero observa el abrigo con perspicacia.
¡Ah, le leí los ojos! Está
pensando cómo una clochard posee un abrigo de pieles como éste. Cuando estábamos
muy pobres en España, lo quise empeñar, pero hay una ley que prohíbe a los pobres
empeñar sus abrigos en los crudos inviernos.[12]
(El Pasajero regresa su rostro hacia el vacío posterior de la escena. Elena sonríe y
se sienta sobre el baúl. Después de un instante.) Esta estación ya no es la de
antes. Ni llegan trenes, ni se van.
Se acerca con pasos indecisos a El Pasajero. Lo mira de reojo y continúa varios
pasos y lo vuelve a mirar. El Pasajero no reacciona y su figura está petrificada.
Cuando quiera comenzar a contarme
su historia, yo me callo, porque soy mujer escuchadora más que conversadora. Las horas
que escuché a Octavio. En nuestro viaje a España en 1937, Octavio estaba más dispuesta
a hablar que a cumplir con asiduidad sus deberes de recién casado.[13]
Arriba de todo y de todos, tenía que llegar a ser El Poeta. Yo escribí un diario de
España, pero no todo lo publiqué completo, le suprimí algunas partes, pero un lector
inteligente podrá leer entre líneas¼ Le voy a confiar
algo. (El Pasajero da un paso alejándose.) Octavio llegó a escribirme un poema
erótico, es de lo mejor de su poesía, pero le aseguro que primero fue el poema que la
gestación de nuestra hija. (Mira a El Pasajero.) Me parece que ya dejó de
escucharme. Ya lo debo haber cansado. (Sin reacción.) Los hombres siempre se
cansan de las mujeres. Octavio pretendió olvidarse de mí como de un mal sueño, pero yo
he de recordarle que fui su mujer todos los días de su vida. Primer fingí tener amantes
pero no era celoso, después me inicié como escritora para llamarle la atención, obritas
de teatro que fueron un éxito. Lo calificaban de Poesía en Voz Alta, a mi obra, ¿qué
pensaría El Poeta?, que era poesía en voz baja. Después escribí algunos cuentos, luego
vino Recuerdos del porvenir, una novela.
Pregunta con autoridad y con enfado a El Pasajero.
¿Ha leído alguna novela? (El
Pasajero niega. Elena pierde la paciencia.) ¿Qué hace para matar el tiempo?¼ ¿Va al cine? (Meneo
de cabeza.) ¿Juega algún deporte? (Negación.) ¡Ay, ya sé, le gusta la
lucha libre cuerpo a cuerpo! (El Pasajero aprueba y Elena se sorprende.) ¡El
luchador, claro! (El Pasajero ríe silente.) No tiene cuerpo de luchador, más
parece un embajador, embajador de un país extranjero. (El Pasajero asiente con
certeza.) ¡Así que luchador y en tiempo libres embajador! (Asiente.) ¡Ah, ya
caigo, no habla porque no sabe hablar castellano! (El Pasajero no responde.) ¡Qué
lindura, contarle mi vida al embajador de Nínive! ¿De qué país es embajador? (El
Pasajero señala hacia arriba con un amplio ademán.) ¿Los países nórdicos? (Niega
y señala hacia abajo.) ¿El Mediterráneo? (Movimiento negativo de cabeza; ella
pregunta con expresión de asco.) ¿África? (Nueva negación.) ¡Uff, pensé
que era africano como
El Pasajero no reacciona. Con determinación abre el baúl.
¿No tiene nada que responder?¼ ¿Ni un sí ni
un no?¼ (Negación.)
¡O habla o se larg¼ se va a otro
anden! Éste es para los suicidas, aquí venimos los que deseamos la muerte! (Se
escucha el silbido tristísimo de un tren lejano.) Yo ya me cansé de monologar.
El Pasajero se pone de pie, ve la hora en su reloj y, por primera vez, se le nota
nervioso.
¡Ah, está usted indeciso entre
subirse a un tren o tirarse bajo sus ruedas! (Ríe sarcástica. El Pasajero se detiene
y queda inmóvil.) Aquí en este baúl está una obra mía de teatro que crea esta
situación. Primer acto: él huye del conflicto y abandona su casa. Segundo acto: en la
estación del tren duda si suicidarse o partir. Al final parte. Tercer acto: Cansado de
viajar por la vida, él descubre que le parece familiar una estación, se baja y llega a
una calle conocida, un deja vu, mira con presentimientos una casa, empuja la puerta
y descubre que ahí dentro siguen discutiendo lo mismo que discutían el día que decidió
abandonar su hogar. ¿Le gustó mi obra de teatro?[15]
(La pregunta sonó agresiva; El Pasajero afirma lentamente.) ¿Mucho? (El
ademán de El Pasajero aprueba sin conceder.) Cuando la monté tuve que censurarla yo
misma, en vez del conflicto entre él y ella, puse a dos hermanos varones. Claro que la
puesta no gustó. ¿Me entiende? ¡Yo nunca he querido hacerle daño a El Poeta! Por eso
cambié el nombre del personaje de Testimonio sobre Mariana, en vez de Octavio, le
puse Augusto, y en vez de poeta el personaje masculino fue arqueólogo, todo por salvarlo
a él. Pensé en la arqueología porque él amaba tanto la poesía provenzal, la primera
poesía después del mundo clásico. ¡Eso es arqueología poética![16]
El Personaje se adelante y le solicita el manuscrito que Elena tiene en las manos.
Ella lo defiende.
¡No quiero que nadie vea mis
manuscritos! Son míos¼ aunque también
son del él. Yo le di a leer mi primera novela, Los recuerdos del porvenir, y él
me dijo que no valía nada, y tiró el manuscrito al fuego de nuestra chimenea. Elenita
era una niña y sacó los papeles chamuscados con uno de esos ganchos de chimenea¼ Este manuscrito
debe ser purificado por el fuego. Me gustaría quemarlo hasta hacerlo cenizas. ¡Quemar
todos mis baúles que han guardado mis obras! Este baúl y los que dejé en España y en
Francia¼ Quemarnos todos en
una pira colectiva. (Pasa instantáneamente a un tono cotidiano.) Necesito un
fósforo. (Rebusca en el baúl y nada encuentra.) No hay. (El Pasajero saca un
encendedor, activa una gran llama y se lo ofrece a la anciana.) ¿Sabe qué voy a
hacer? (El Pasajero niega.) ¡Quemar la foto de El Poeta! Tengo que acabar con
ella, pero sin verla, no le puedo mirar a los ojos, son como los de Medusa. (Toma la
foto que había quedado sobre la banca.) La única forma de matar a Medusa era sin
verle los ojos. Si te encontrabas con su mirada, era tu muerte. (Un tren aúlla con un
silbido lejano.) Déme el encendedor. (Lo toma e inicia el rito de la
incineración.) Si lo miro, estoy muerta. (Coloca la foto sobre la llama.) Es
inútil, el cartón es muy grueso y el fuego no enciende. Ahora sí está mal el asunto,
ni puedo incinerar a El Poeta, ni me atrevo a mirarlo. Ganas he tenido de pincharle los
ojos como en los ritos vudú, pero cuando lo deseo, no tengo alfileres¼[17]
Sólo una vez volví a hablar con
él. Llamó a la embajada de México en París, allí
El Pasajero se acerca a Elena, toma la foto, la mira sin miedo, intenta romperla,
pero a pesar de los esfuerzos que hace, no lo logra. Ella le quita la foto. El Pasajero va
hasta su lugar en la banca, se sienta por unos instantes, para luego incorporarse y
salir lateralmente de escena con pasos lentísimos. Elena no nota el mutis del silente
pasajero.
Bueno, lo dejaré para otro día.
(Abre el baúl y coloca en una de sus paredes la foto. Descubre un objeto dentro, lo
toma y lo muestra.) ¡Mire lo que me encontré! La muñeca ucraniana que me dio un
militar ruso en la guerra de España. ¿Qué sería de él?, moreno de piel y de ojos
color cerveza. Si no murió en esa guerra, debió caer en la segunda guerra mundial. Era
un soldadito de plomo y se enamoró de mí, me quería llevar a Rusia, y yo de recién
casada.[19]
¡Imagínese usted!
Deja con cariño el osito dentro del baúl. Mira dentro y descubre otro objeto
querido.
¿Sabe cuál es mi recuerdo
favorito? El uniforme de militar de mi padre, con paño rojo y botonadura dorada. (Lo
saca y con él se acaricia la mejilla.) ¡Qué gallardo se veía! Era el hombre más
maravilloso que he conocido en la vida. Lo recuerdo en su caja de muerte.[20]
(Silbido lamentoso.) Elenita no llegó a conocerlo¼ Se da cuenta, hace
horas que la niña no llora, ni pide su biberón... (Mira hacia donde cree está El
Pasajero y descubre que no está. Se aproxima al carrito infantil, quita la cobija y
descubre que la bebé ha desaparecido o nunca había estado en el carrito.) ¡Elenita!
¡Mi hija no está! Me la han robado.
Mira hacia El Pasajero con expresión de angustia, entre pensándolo culpable
y pidiéndole su auxilio; nota que éste ha desaparecido.
¡Él me la robó! (Va hasta la
banca de El Pasajero, lleva arrastrando una cobija infantil.) ¡Por eso no me
contestaba!¼ Partió hacia su
propio destino. También se fue El Pasajero, se fueron todos¼ Ya no hay trenes,
ni para partir ni para tirarse¼[21]
Va hasta el frente del escenario.) ¡Maldito poeta, no me diste la fórmula para
exorcizarme de tu maléfica presencia! Se escucha el ruido de un tren que se aproxima por
la parte lateral izquierda, el sonido aumenta hasta que llega a la escena y pasa para
perderse por la derecha. Elena mira venir el tren por la izquierda, se adelanta hasta el
borde del escenario y cuando el sonido esté en su volumen máximo, da un paso hacia
atrás y ve cómo el tren se aleja en su rápida carrera.
Ya volvieron los trenes¼ alguno parará.
Siempre habrá una madriguera donde refugiarse. La madriguera la forman otros animales y
la abandonan por inhóspita y luego llega uno¼ Los nidos se
construyen con amor, pero yo nunca supe cómo construir un nido para mí¼ La suma de mis
madrigueras fue mi laberinto. ¿Cuándo podré llegar al pedazo de playa que me
corresponde y ver desde allí la inmensidad del mar? Todo lo que he tenido han sido
madrigueras inhóspitas hasta para mis gatos¼ (Sigue con gran
fuerza.) ¡Octavio Paz, yo te conjuro para que te alejes de mí para siempre!
¡Déjame construir un nido que me conduzca al mar!
La respiración que había ido agitándose durante el parlamento, llega a ser
sosegada. Elena se siente transformada en ese instante y no sabe cómo explicar su cambio
interior. El Pasajero regresa por entre el público. Elena nota su aparición. Lo mira con
ternura y lo sigue con su mirada hasta que éste se sienta en su banca. Elena presiente
algo, se acerca lentamente a El Pasajero, cuando éste ve que la anciana está cerca, se
incorpora de manera que el público pueda ver su expresión facial y las lágrimas que le
corren por el rostro. Por primera vez habla El Pasajero.
El Pasajero
En la televisión de la estación
dijeron que murió Octavio Paz, premio Nobel¼ Lo siento mucho.[22]
La voz de El Pasajero es la más triste que hemos oído en la vida. El Pasajero la
mira desconsolado y, al no ver reacción emocional de Elena, se deja caer en la banca de
Elena; se cubre el rostro con las manos.
Elena[23]
Por eso sentí hace un momento una
gran paz¼ Voló¼ Se me adelantó.
¿A dónde iría? Nunca oí que mencionara la palabra Dios, al menos como yo la paladeo.
Si ya se fue él, poco tiempo me queda. Pobre Elenita, quedará doblemente huérfana. Voy
a recordar el porvenir¼ a hacerme estatua
de piedra. (Con decisión va al baúl y saca la foto del poeta. Ahora puede mirarla
sin temor.) He vuelto a mirar al poeta sin sentir pavor. (Pone la foto sobre sus
labios.) ¡Hasta puedo besarla! Él nunca quiso destruir mi novela¼ fui yo quien la
arrojó al fuego porque no quería mortificarlo, pero Elenita salvó el manuscrito.
De pocos tengo que despedirme, de
mis gatos, de mi viejísima máquina de escribir¼ (sigue con la
voz cortada) de mi hija, mi Chatita. Yo siempre la llevé conmigo como si fuera una
niña, aun cuando no estaba conmigo, era como si la llevara siempre en su carrito de
infancia. Ahora tendrá que aprender a vivir sola. (Suspira.) ¡Nunca una madre y
una hija vivieron una relación cordial tan cercana, ni siquiera en
Elena mira hacia el carrito infantil, hace una señal mágica y con el índice
ordena que el nidito infantil parta. En efecto, el vehículo infantil se desplaza
lateralmente sin tracción aparente; mientras hace mutis, se escucha un llanto
infantil. Elena llora.
¡Adiós, Elenita! Sé lo poquito
de feliz que se puede ser en esta madriguera que llamamos tierra. (Luego, mira con
determinación a El Pasajero.) Estoy lista, partamos.
El Pasajero, ahora convertido en Caronte, lentamente se incorpora, se quita el
sombrero y muestra el rostro. Elena y el público constatan que su rostro es el de
¡
Silbo de tren lejano. El Pasajero toma a Elena del brazo y, como el embajador que es, la conduce paso a paso, por entre el público, al país de los muertos.
Ya veo el final del camino, no
más madrigueras, ni laberintos. ¡De ahora en adelante solo tendré un nido abierto a la
playa y al mar eterno!¼ Ya no siento que
me desgarro por dentro porque he aprendido a perdonar¼ Por fin he llegado
a mi hogar sólido.[24]
Oscuro paulatino final bañado por las armonías esperanzadoras de Pie Jesus,
del Requiem opus 48, de Gabriel Faurè.
[1]
La
fecha de nacimiento de Elena Garro fue el 11 de diciembre de 1916, según consta en su
testamento; no en 1920 como registra muchas de sus biografías.
[2]
El
nombre original de la pieza fue "Parada Empresa", nombre de la parada del
tranvía que llevaba al novio Octavio a ver a la joven Elena. Al hacer el montaje, Elena
cambió el nombre a "Parada San Ángel". En alguna conversación nuestra,
confundí el título con "Destino Providencia" y me comentó la autora que este
nombre le parecía más adecuado.
[4]
La historia de la égira de EG a Nueva York está suficientemente documentada. Siempre
le guardó agradecimiento a Gabriela Mora por haber dado cobijo a EG y su hija. Recuerdo
que me contó que en uno de esos cuentos de Andamos huyendo Lola, Gabriela y su
marido son personajes.
[7]
Anécdota que me contó Elena Garro. Conviene anotar que no llegó a ir a la cárcel, como
ella decía sonriendo, sino sólo a los separos de la policía de Madrid. El alcalde
mencionado es don Enrique Tierno Galván.
[8]
Bien es sabido este comentario que repitió EG en múltiples ocasiones, a mí me lo contó
dos veces.
[12]
Esta
anécdota recupera un comentario que EG hizo al abandonar la casa de Juan Soriano, el día
que la conocí a fines de 1981; recuerdo que leyó en mis ojos la duda de aceptar la
letanía de pobrezas ante la elegancia del saco de pieles.
[14]
Escuché el epíteto de "Argelina" para la segunda esposa de Octavio Paz de
labios de EG, así como el comentario sobre las cuentas bancarias; ambos puntos fueron
corroborados por Elenita Paz.
[15]
Ésta y otras de mis conversaciones con EG están publicadas, ver Lady Rojas-Tempre,
"Elena Garro dialoga sobre su teatro con Guillermo Schmidhuber" (Revista
Iberoamericana 55 1989): 685-90; y "Elena Garro y Guillermo Schmidhuber: Dos
escritores mexicanos dialogan sobre su teatro" Lyra (2.1-2 1988) 6-9.
[21]
EG tuvo un miedo constante de perder a su hija, por exigencias migratorias o por otras
razones, unas veces con fundamento y otras como resultado de su delirio de persecución.