La
Región de Nueva Galicia y los Indígenas:
El 21 de diciembre de 1529 salió
Nuño de Guzmán de la ciudad de México a la conquista del Occidente, espacio que
lo bautizo como Nueva Galicia e inició su campaña en 1530. Establece la ciudad en su etapa final en el
Valle de Atemajac. Calvo (1992) dice que “el Valle de Atemajac tiene una forma
casi circular, con ligeras pendientes y una altitud promedio de 1560 metros”[1].
El espacio donde se edifica la ciudad poco a poco fue adquiriendo rostro y a su
vez constituyéndose la región, con un
poder político que se manejaba con determinada autonomía ante el centro del
virreinato de la Nueva España. Muría (1976) dice que “el criterio que la Corona
seguía para atribuir dominación de un territorio a uno o a otro conquistador,
fue el de ver quién era el que había logrado establecer, sólidamente algún
grupo de españoles que garantizara la subsistencia del mecanismo necesario para
mantener a los indígenas dentro de la doctrina cristiana y para conservar a los
españoles en ella”[2].
Este aspecto fue un primer apoyo de Nuño de Guzmán y el segundo, fue la actitud
que éste portaba: la expedición la hace sin la aprobación de Cortés, postura
que la podemos entender como las primeras manifestaciones de autonomía que fue
tomando con el tiempo la aristocracia novogalaica. Al parecer no necesitaba de
la anuencia de tal celebridad porque dice López Portillo y Weber (1980)
que “ de la Conquista del muy Magnífico
Señor, es la plenitud de derechos legales con que fue llevada a cabo y
organizada por un presidente de Audiencia en funciones ejecutivas con toda
autoridad legal”[3].Esta
embestidura, legalidad y gran cargo lo traía de la realeza de España, por ello
con el carácter que se afirma que tenía este personaje no le era necesario
dicha autorización, actitud que imprimió en ese pequeño grupo de
correligionarios que le acompañaban. A partir de aquí entonces es que se van
edificando pueblos y construyendo el espacio social de la Nueva Galicia, en una
tierra con pocos pueblos étnicos.
Riviere
(1973) dice que “el centro-oeste fue esencialmente el lugar de paso de las
tribus venidas del noroeste del Continente Americano durante la época
precortesiana, algunas de las cuales se establecieron en el México central”[4].
Asimismo dice que “el territorio fue ocupado por los olmecas, por grupos
nahuas, por los otomíes y luego los toltecas” La economía de de estos
pobladores es de autoconsumo. Con esta característica como sociedad son pocos
los cambios que se podría tener la estructura cultural y espacial. De entrada
las relaciones sociales no son complejas, existe una estructura de poder, pero
no con una jerarquía amplia. Este tipo de grupos tenía lo que los españoles
conocieron: un cacique que fungía como autoridad. Por otra parte, era una
región con pocos pobladores nativos y bastante dispersos en su asentamiento.
González y González (1982) dice que “cada familia habitaba un jacal distante de
los otros hasta que los misioneros extirpan la incivil costumbre, hasta la
congregación en pueblos con las familias desparramadas en llanos y serranías”[5].
Su alimentación estaba basada en la caza: el venado, conejos y guajolotes
silvestres, algunos vegetales y el maíz, este último era el cereal más
importante de la dieta indígena.
Lo
anterior da idea de que el espacio fue poco intervenido por la mano del hombre
antes de que llegaran los españoles. Por lo que nos podemos imaginar a un
paisaje rico o completo en toda su esencia natural, bastante apto para los
objetivos que traían en mente los colonizadores. Este espacio regional contaba
entonces, con una hidrología bastante importante: el Río Lerma Santiago y el
Lago de Chapala, que sirvieron de soporte para las distintas actividades que
vendrían con la ocupación: agricultura-ganadería. El Río Lerma era una barrera
de seguridad para los nativos y una vía de transito de penetración a la zona
central del país, que luego fue también usada por los españoles. Vía que llega
precisamente hasta el impero de los aztecas, ésta fue una ruta espacial y
cultural de los pueblos étnicos del Occidente y del centro, que permitía
conectarse con los principales centros ceremoniales y comerciales. Riviere
(1979) señala también que “un camino llegaba a El Nayar, otro penetraba al
corazón del Imperio Tarasco en Michoacán y un último llegaba a el puesto
militar de La Quemada”[6],
lugar arqueológico que está ubicado en el municipio de Villanueva del estado de
Zacatecas.
La
región cuenta además con dos sierras o cordilleras montañosas (eje Neovolcánico
o Sierra Madre del Sur y la Sierra Madre
Occidental) y una zona costera (ésta, estuvo abandonada por mucho tiempo), que
le daban en su conjunto al territorio, distintos tipos de clima y de hábitat a
los nuevos colonos. La Sierra Madre Occidental sirvió de lugar de refugio a
algunos indígenas (huicholes, coras, tepehuanos, tepecanos, mexicaneros) que
huyeron de los nuevos invasores.
Una
vez ubicados en el territorio, dan inicio los recorridos expedicionarios hacia
diferentes puntos geográficos a lo que sería la Nueva Galicia, con ello también
da inicio la creación de Villas y Ciudades[7].
Este fue entonces un espacio concreto determinante para las predicciones que
con el tiempo se fueron dando mediante la articulación del nuevo proyecto
Colonizador. Aquí cabría afirmar lo que dice Moreno y Florescano (1977): “las
hipótesis de todo esquema regional y organización del espacio es producto de
las relaciones sociales de dominio del espacio y de los sucesivos tiempos
históricos de una región”[8].
La región fue tal su articulación económica, política y social que llegó a
tener una prominencia destacada, casi similar a la región centro de la Nueva
España. Hubo una reorganización de la población. Los españoles trataron de
reproducir sus instituciones en el nuevo espacio, pero éste no estaba vacío, lo
cual hizo que no se implantara en forma total el modelo español, incluso en la
ciudad de Guadalajara hubo necesidad de dejarles a los indios un espacio:
barrio de Analco, barrio de Mexicaltzingo y el barrio de Mezquitán.
Para
llevar a cabo la gran empresa de la Nueva Galicia no sólo se reunieron los
conquistadores y encomenderos, funcionarios de la Corona, sino que también
mineros, poseedores de tierra (hacendados), comerciantes. Pero quien ayudó a
darle forma a ese gran espacio e incluso a unificarlo en un área cultural fue
el clero: franciscanos, jesuitas, agustinos, carmelitas, dominicos, etc. Con un
vigor de mucho entusiasmo y devoción es que se dio la labor clerical, no sólo
en el Occidente mexicano sino en todo América Latina; era necesario reivindicar
la religiosidad en el paraíso utópico del Nuevo Mundo, dada la crisis que
estaba sufriendo en el lugar de la sapiencia: Europa. González y González
(1982) dice que “los misioneros y los curas fueron los depuradores[9]
de los antiguos cultos al fuego, a la fertilidad, al sol y a la luna; los
enemigos jurados de la magia negra, y los máximos propagandistas de un
cristianismo que prendió en el Occidente con un vigor extraordinario”[10].
Esto
último que dice González fue, gracias a las condiciones sociales en que se
encontraban los pueblos indígenas, la autoridad y permanencia con que se impuso
el dogmatismo religioso. Esta labor fue tan importante que sirvió no sólo para
obtener más conversos sino que también como parteaguas para tener mayor número
de obrajes en las distintas actividades del nuevo proyecto colonizador;
igualmente ayudó a evitar mayores sublevaciones contra los abusos de los
encomenderos y de uno que otro gachupín. Así que el clero fue también
pacificador y organizador de la vida social de los indígenas y de la región en
general. Con el tiempo entonces como dice Aldana (2004), la capital de la
región “se convierte no sólo en la capital política sino que también en la
capital espiritual”[11].
Por
lo tanto, dada la importancia y el desempeño de su cometido, este gremio formó
parte de los miembros de la elite (aristócrata) de la región Occidente. Entre
ellos había literatos, historiadores, etnógrafos, arquitectos y hasta
políticos. Fueron los religiosos entonces, los que dotaron de una conciencia
regional y de orgullo a toda la elite de la Nueva Galicia. De ahí que haya
jugado un papel bastante prominente entre el poder económico y el poder
político. Todo se hacía en nombre de Dios:
la acumulación de capital, los abusos y el acasillamiento en las haciendas de
los indígenas, el adoctrinamiento religioso, el proceso de aculturación de
bienes, etc. Por lo que, ayudó a articular las buenas relaciones en las
distintas esferas.
Bryan
Roberts (1973) dice que “una región y su identidad se forjan mediante las
imposiciones de una clase local dominante que busca expandir su base material y
que ejerce control sobre la administración local”[12].
Pensando en la administración local y en esa articulación de poder es que se
instalan instituciones como la Real Audiencia de Guadalajara, la Universidad,
la primera Imprenta y el Consulado de Comercio de Guadalajara, que juntos
ejercieron una cohesión articuladora del territorio de la región y, un poder
soberano de autonomía regional.
El
nacimiento de una conciencia regional en torno de Guadalajara, se suscitó por
un lado, al papel administrativo que ejercía la ciudad y por el otro, debido a
la autonomía de la Audiencia con respecto al gobierno del centro. Dice Helen
Riviere (1979) que la Nueva Galicia ocupaba un territorio que comprendía los
territorios de Jalisco, Colima, Nayarit, Zacatecas, Aguascalientes y oeste de
San Luis Potosí. Una parte del estado de Sinaloa constituía la provincia de
Culiacán, unida a la Nueva Galicia. Más tarde, ésta fue amputada, cuando ricos
mineros de Zacatecas (la familia Ibarra) partieron a la conquista de las
regiones septentrionales del país y fundaron Nueva Vizcaya (Riviere; 1979: 33).
El desarrollo económico de la Nueva
Galicia y en particular de Guadalajara, se basa en tres aspectos esenciales: la
agricultura, la cría de ganado, el comercio y las minas, con estas últimas dice
Riviere que “se pacificaron los Chichimecas o su eliminación”, porque el
gobierno español los incorporó a muchos de ellos a las minas descubiertas en el
norte de la Nueva España. Hubo algunos mejoramientos a las comunicaciones con
los reales de minas y, con este fin, fundación de conglomerados destinados al
mismo tiempo a proteger los caminos y a proveer los centros mineros de
productos agrícolas, aunque a principios del siglo XVII algunos mineros
establecieron sus haciendas al lado de las minas. Riviere (1979 dice que para mediados del siglo entró
en crisis la Real Audiencia de Guadalajara y con ello se estimula a los mineros
hacer nuevas expediciones y fundaciones de nuevas ciudades, razón para hacerlos
autoritarios e independientes frente a la Audiencia misma”[13].
Sin embargo, lo que le da más importancia a la Nueva Galicia fue la función
comercial, fue el elemento motor y estimulante para la formación de la región.
La hegemonía económica, política y
cultural se ejercía en Guadalajara, ésta era el centro de cohesión interna de
los extremos, y con ellos la del resto de los lugares (incluso externos a la
región), es decir, que todos los espacios o puntos de interés donde estaban
ubicados enclaves económicos y representaciones políticas ejercían su acción
hacia Guadalajara. Olvida (1991) cita a
Eric van Young y dice que: “la región que la abastecía de productos básicos
aproximadamente hasta 1780, comprendía un área de 100 por 200 kilómetros en
forma oval que limitaba al sur con el lago de Chapala, al norte con San
Cristóbal de la Barranca, al este con Tepatitlán, y al oeste con Ameca”[14].
De Guadalajara-Tepatitlán-Lagos de Moreno, era una ruta comercial que llegaba
hasta la Ciudad de México, ello hizo que en los Altos se concentrara mucha
población, y un detonante fue la Feria de San Juan de los Lagos. Éste y el de
Guadalajara-Tepic, eran ejes de articulación de la región y por ahí se
transportaban productos y enceres tanto para la Ciudad como para estas
poblaciones. En este radio precisamente, era donde se ubicaban las haciendas
más productivas y también fue donde más rápido se consolido la propiedad
privada. Sin embargo, es hasta el siglo XIX, y en espacial la segunda mitad fue
el del nacimiento del gran comercio al mayoreo (Riviere; 1973: 57). Se ejerció
una función de distribución de productos no solamente agrícolas sino también de
productos fabricados, venidos del extranjero. En este sentido se puede decir
que este periodo fue más favorable a Guadalajara que al campo y a las pequeñas
ciudades.
La agricultura recibió pocas mejoras
técnicas y sus rendimientos fueron bastante precarios, su actividad principal
era la producción de maíz y de ganado, lo que si bien es cierto que le dio
importancia a la región, sin embargo, fue una región desigual porque la
actividad y la riqueza se concentro en el centro (Guadalajara) y en pocas
manos. Dice Bryan Roberts (1980) que “la región en América Latina es el de un
desarrollo desigual de la economía continental que requirió medios
extraeconómicos para fomentar la actividad económica”[15].
Es decir, que el concepto de región no puede utilizarse estáticamente. Si
acaso, región debe referirse a una tendencia histórica, fomentada por los
intereses económicos dominantes a nivel local, para que las principales
instituciones de un área se vuelvan compatibles entre sí. Los límites
geográficos de una región suelen, por tanto, definirse mal porque los límites
de la región cambian con el tiempo, en resumen, región es un concepto
heurístico (Roberts; 1980: 13). Por lo tanto, el concepto de región se
construye en función de ciertas variables o factores tanto endógenos como
exógenos que permitan articular los procesos económicos, políticos, sociales y
culturales del territorio regional.
Creo que comparto la idea de Roberts
de que “la región es un concepto afín al de comunidad, donde un grupo
habitualmente explota un medio ambiente determinado: conjunto de relaciones
horizontales que constituye el orden social y político en el que se sustenta la
actividad económica”. Es decir, que los poseedores de los medios de producción
están debidamente conectados en un campo específico y de ahí surgen los
encadenamientos verticales que vinculan una localidad a la economía nacional e
internacional. Esta idea la confirma Aldana (2004) cuando dice que “en el
proceso de desarrollo regional están presentes tanto factores de origen
externo, como de origen interno”[16]
para que la región pueda generar procesos hacia dentro y hacia fuera. Pero la
idea de compartir el concepto de región con el de comunidad, me refiero más que
nada a los momentos que se han venido
comentando de que la región de la Nueva Galicia fue una región con autonomía,
por su importancia institucional, comercial-productiva, que la hizo ejercer una
hegemonía frente al poder central, sin embargo, lo de comunidad y región lo
asocio primero, a un grupo o elite reducida que ostentaba los medios de
producción en todo el espacio regional (espacio geográfico) con todas las
desigualdades sociales como ocurre hoy en día a siglos de distancia. A pesar de
haber entrado a la modernidad, “los grupos de poder local no dudaron en
desprenderse de las pocas ataduras coloniales que aún conservaban, con el fin
de mantener su autonomía política y el control de la economía regional”[17],
que supuestamente impulsaba un desarrollo menos dependiente, pero con una
desigualdad social que horrorizaba a propios y extraños. Cuando Humboldt viajó
a México (1803) observó la desigualdad que había en el país y Charles Brasseur
(1859) observa los indios de Tehuantepec con los pies descalzos y viviendo en
chozas. Así finaliza la colonia y se inicia el siglo XIX con un México
independiente y con visiones hacia la modernidad.
Los indios y la usurpación de sus
tierras.
En la región de la Nueva Galicia no
abundaba mucho la población indígena, los pocos que había fueron objeto de
epidemias a la llegada los españoles, esta escasez contribuyó a la disputa
entre los españoles por la mano de obra. Otro hecho importante que trajo la
conquista, fue el sometimiento o control y el cobro de tributo a los indígenas[18].
Chevalier (1999) dice que “se desarrolló un peligroso nomadismo entre los
indígenas que con frecuencia abandonaban sus pueblos para no verse sometidos a
un tributo demasiado pesado y a servicios de trabajo a que no estaban
acostumbrados”[19].
Uno de los problemas graves que padecieron los indígenas fue el “sistema de
encomienda”, es decir, que era la forma de someter al indio a la esclavitud o
la barbarie, actitud que hizo que en algunas ocasiones huyera a zonas de
refugio. Aldana (1968) dice que “los encomenderos incorporaban a sus
propiedades las tierras de sus indios encomendados, valiéndose de todo tipo de
argucias: ya comprándoselas a precios irrisorios, ya apoderándose de ellas
simplemente”[20].
Aunque de inicio la autoridad virreinal fue prudente o benevolente con los
indios porque se empezaron a aligerar y reglamentar los trabajos –aunque rara
vez se cumplía-, pero a lo que si se obligaba era a cultivar la tierra para de
ahí pagar el tributo[21];
en la Nueva Galicia “cada indígena debía de sembrar maíz 50 brazas en cuadra y
criar 6 gallinas y un gallo” (Chevalier; 1999: 304), que servirían para hacer
los pagos de tributo en especie. Esta tarea era vigilada por la autoridad
(jueces representantes del virreinato), auque los indios bajo control estaban
al cuidado de los frailes.
Algo
muy importan que se da a los inicios de la colonización fue el reparto de
tierras a los indios y con ello tribunales para hacer denuncias de los abusos
de que eran objeto, e incluso “el Virrey de Mendoza dedicaba dos mañanas cada
semana a oír a todos los indios que se le presentaban: la mayor parte de quejas
eran cuestiones de tierras”[22].
Las tierras repartidas no las podían vender porque eran tierras inalienables,
se tenía la obligación de sembrarlas y poblarlas con ganado menor, lo que
originaba una prohibición en la venta sólo bajo la autorización del virrey se
podían vender. Pero esto no duró mucho porque poco a poco se les fue despojando
de sus espacios. Una cuestión que afectó las tierras indígenas fue las primeras
“mercedes” de tierra que se les entregaron a los conquistadores, se les
entregaba sin precisar límites. Este asunto fue complicando el desarrollo de
las comunidades indígenas, también en la medida que crece la población española
y el espacio también se iba poblando, la burocracia iba aumentando y con ello
la injusticia. Los primeros años del siglo XVI fueron los mejores, por ello
dice Miguel León Portilla (2004) que “los indígenas estaban mejor en la colonia
que ahora”[23],
hoy se les despoja y no se les hace justicia y, además se les sigue manteniendo
en la miseria.
Desde
un inicio entonces, la población indígena se mantuvo en una completa minoría,
así los mantenían los misioneros frente a españoles. Cuando desaparecieron los misioneros, los indígenas se encontraron
desamparados y sin defensa; se replegaron sobre sí mismos, y en algunas
ocasiones perdieron todas sus tierras. Chevalier (1999) dice que “la tutela
tuvo, cuando menos, el gran mérito de defender muchísimos terrenos comunales
durante dos o tres siglos, hasta las leyes de 1856 que dispusieron su repartición
y venta”[24].
Aunque desde los primeros repartos que se hicieron a los españoles en la Nueva
Galicia, fueron favorecedores para las familias de Guadalajara, sobre todo las
tierras que a los alrededores de la ciudad se encontraban. Aquí fue donde se va
iniciando el primer sistema de propiedad privada entre los españoles, donde
éstos fueron apropiándose también de las tierras comunales de los indígenas,
dado que algunos de ellos se iban deshaciéndose de ellas por las deudas
tributarias que tenían con las autoridades. Escasamente la organización agraria
indígena logra resistir el acoso de los terratenientes españoles (civiles y
religiosos) que veían el menoscabo de la propiedad comunal un medio para
acrecentar sus haciendas, ranchos y estancias[25].
La oligarquía de la Nueva Galicia desde un inicio fue construyendo un poder
económico en la tenencia de la tierra bastante importante. Olveda (1991) dice
que “desde el siglo XVI, los conquistadores y sus descendientes, asentados
principalmente en Guadalajara, fueron los primeros en tener acceso a la tierra
y los que integraron el núcleo de la sociedad colonial”[26].
Todos estos miembros de la elite[27],
fueron ubicados en distintos espacios territoriales y a partir de ahí fueron
empujando a los indígenas hacia áreas más reducidas o incluso al despojo total
de la tierra, es decir, que los fueron acorralando de tal manera que los
indígenas no tenían la posibilidad de seguir cultivando sus mismas áreas.
Otra
de las cuestiones críticas entre los indígenas fueron las deudas que iban
acumulando a causa de los tributos que se les imponía, los encomenderos se
cobraban con las tierras de aquellos y poco a poco se iban deshaciendo de
ellas. El principal escenario de la lucha por la tierra fue la Audiencia de
Guadalajara cuyos exhaustivos expedientes nada omitían, y alcanzaban volúmenes
fuera de lo común. No obstante que los jueces se distinguían por favorecer a
los españoles, no dejan de llamar la atención abundantes fallas en favor de los
indios. Sin embargo, los pleitos más bien anduvieron entre extinciones de
derechos, bardados propios o comunales, expropiaciones de retazos comunes por
particulares, etc. Los protagonizaron indios frente a españoles, indios contra
indios y españoles en oposición a españoles[28],
incluso, la iglesia también jugó un papel muy importante por los prestamos que
otorgaba para la agricultura. Dice Eric Van Young (1989) que “la Iglesia
aportaba cierto grado de control social y actuaba como banquero de la elite
terrateniente”[29].
Era entonces, esta elite la que podía conseguir el financiamiento por su
relación y por su solvencia, pero no así las comunidades que también vivían
endrogadas por las cargas tributarias y las malas cosechas de sus magras
tierras.
Todos
estos problemas iban complicando las cosas y generando tensiones entre los
indígenas, lo cual incitó a los indios a la rebelión, rebelión que por lo
regular se dio en ámbitos locales. Dice Florescano (2001) que “se dieron 137
rebeliones ocurridas entre 1700 y 1819 en diferentes partes de la Nueva España
y su principal objetivo era restaurar un equilibrio antiguo”[30],
es decir, uno de sus mayores temores era perder la paz y la tranquilidad en que
habían vivido, ser privados de su libertad o perder sus tierras y sus casas[31].
Lo que más temían los habitantes de las comunidades eran las disposiciones que
venían del exterior. Las consignas que provenían de fuera siempre fueron vistas
como amenazas a sus formas ideales de tenencia de la tierra. Tales hechos
fueron sabidos por los reyes de España y éstos expidieron cedulas reales para
reconvenir los movimientos de los indígenas, algunos eran favorables hacia los
indígenas como las cedulas reales que expidieron en 1687, 1695 y 1713, pero no
se cumplían. Orozco (1975) cita estas tres cedulas (la expedida por Felipe II
el 4 de junio de 1687; la expedida por Fernando VI el 12 de julio de 1695, y la
de 15 de octubre de 1713) y la última de ellas dice:
…que las nuevas reducciones y
pueblos que se formen de indios se les de sitio que tenga comodidad de aguas,
tierras, montes, salidas y entradas para que hagan sus labranzas y un exido de
una legua donde pasten sus ganados sin que puedan revolverse con los de los
españoles; se me ha informado se falta enteramente a esta disposición en todas
las misiones de Nueva España, pues gobernadores y encomenderos no solo no les
dan tierras a los indios para que formen sus pueblos, sino que si las tienen se
las quitan con violencia, vendiéndoles sus hijos como esclavos y trayendo sus
mujeres a sus casas a que les sirvan, empleándolas en hilar, tejer y labrar sin
pagarles su trabajo, con que se aniquilan los pueblos que se han fundado…[32].
Por lo regular nunca se ejecutaban
dichas ordenanzas por la articulación que la misma oligarquía tenía con el
poder virreinal. Para la oligarquía de Guadalajara fue muy importante “poseer
todos los elementos de la economía y con ello el poder que servía para promover
privilegios y en subordinar a los trabajadores rurales y urbanos. Aunque la
oligarquía no logró obtener cargos en la audiencia, pero si en el ayuntamiento
mediante votos y la compra de puestos públicos”[33].
Muchas
sanciones hubo en beneficio de las comunidades a efecto de salvaguardar la
minoría legal del indio, su vulnerabilidad económica y su marginalidad social.
En el fondo subyacía la notoria intención de equilibrar los intereses del
blanco con las carencias de la comunidad india, como ya lo vimos en la
expedición de las cedulas, pero fue difícil por la serie de intereses que se
estaban creando. Los bosques madereros eran ya importantísimos en ese tiempo;
de ahí los pleitos por poseerlos hubieran abundado. Asimismo fue vital para las
haciendas la proporción entre pastales y tierras de labor, en tanto que para
los indios lo era poder extenderse sobre el monte al crecer la comunidad[34].
Los indígenas y el nuevo proyecto del México
Independiente.
El movimiento de independencia
parecía como la salvación del indio, el que iba a reivindicar todas sus
injusticias que había padecido bajo el yugo colonial. El nuevo proyecto pensaba
en unir una nación soberana con una nación indígena como la que había antes de
la conquista. Florescano (2001) dice que “la creencia en el mito de la nación
indígena permitió imaginar una sociedad virgen de lo europeo y aspirar a la
realización del proyecto histórico que había sido truncado por la conquista
española”[35].
Los indígenas de Zacatecas, Durango, Jalisco y
Nayarit, pensaban que tarde o temprano sus dioses enviarían un salvador
a redimirlos del yugo en que gimen, a restituirles su libertad perdida (Ernesto
Lemoune -1980- Mito y realidad del indio Mariano)[36].
El catolicismo fue tradicional y uno de los factores de cohesión del
patriotismo criollo y continuó, siguió siendo una presencia poderosa en el
surgimiento de la nación independiente. La misma declaración de independencia
establecía la intolerancia de otra religión que no fuera la católica.
Precisamente, la Nueva Galicia se distingue por esa devoción, de tal manera que
ello le ha venido dando cierta singularidad como confesión del occidente,
aunque no haya participado de lleno en el movimiento independentista, pero si
en el movimiento liberal-religioso del país.
Este
movimiento encabezado por Morelos e Hidalgo era la esperanza para liberar a la
nación de la barbarie y de la esclavitud, e implantar el sistema de republica
como núcleo organizador del Estado-nación. Este modelo no fue copiado de la
constitución de Cádiz sino de las constituciones francesas de 1793 y 1795,
modelo que traía toda una serie de ideas bastante avanzadas para una nación
como la de México, con una religiosidad muy arraigada sobre todo en la parte
central del país, sin embargo, se abrió una expectativa de modernización guiada
por los valores liberales, seculares y democráticos difundidos por la
Revolución Francesa y por la Revolución de Independencia estadunidense.
La
insurgencia se dio de manera violenta por las condiciones sociales, económicas
y políticas que llegaron a un nivel de intolerancia. Olveda (1991) dice que “en
Guadalajara el hambre, la explotación, los agravios y las vejaciones unieron a
los indios, mestizos, pardos y criollos desheredados en una lucha contra sus
explotadores”[37].
Proclamando con ello los valores de soberanía, libertad, igualdad y justicia,
que deberían de ser los principios fundamentales de la organización política, y
la meta más alta de los hombres reunidos en sociedad. Hale (1968) apunta que
“la era liberal de 1810-1867 se puede ahora interpretar como una preparación
del camino al constitucionalismo social de 1917, a la adhesión a las libertades
políticas y aun a los sistemas de transformación económica”[38].
En años recientes, Jesús Reyes Heroles ha insistido esforzadamente en la
“continuidad” del liberalismo mexicano de los siglos XIX al XX. La idea
revolucionaria es vista como el perfeccionamiento, la integración cabal de la
evolución histórica, de la historia misma. Tenemos un capital histórico en el
liberalismo que debemos conservar y acrecentar. Pasar por alto esto es olvidar
que nuestra generación no es hija de sí misma. El liberalismo como un cuerpo de
pensamiento y política se convierte en algo más que un delimitado fenómeno
histórico del siglo XIX[39].
El siglo XIX fue un periodo
especialmente adverso para la sociedad indígena. El liberalismo de la época
pretendió modernizar a la joven nación mexicana mediante la negación de lo
indio; en la Constitución de 1824 se declaró la igualdad jurídica de todos
nacidos en suelo mexicano, por lo que los indios entraron de un plumazo en la
categoría de individuos y ciudadanos iguales del nuevo país independiente. Por
decreto se pensaba borrar toda la tradición y costumbres de los pueblos
indígenas. Reina Aoyama (1993) apunta
que “la idea era transformar al indio para poder integrar a México en el
concierto de las naciones civilizadas[40],
en términos de la división internacional del trabajo”[41].
Con
estas tendencias el indio empezaría después de la independencia a ser un
ciudadano con igualdad de derechos y obligaciones frente a los demás
conciudadanos mexicanos. Mora fue uno de los impulsores de tal categoría e
incluso propuso en el Congreso que, el concepto de indio se proscribiera porque
las declaraciones legales de 1810-1821, tanto en las Cortes españolas como las
de los insurgentes legaron al México independiente la doctrina de la igualdad
ante la ley. Las distinciones de raza, de casta y de clase fueron abolidas
legalmente y todos los habitantes disfrutarían por igual de los derechos y
obligaciones[42].
Sin embargo, esto no fue posible porque los procesos no son de un día para otro
y porque a pesar de ello se seguía haciendo critica de la forma de cómo habían
mantenido al indio durante todo el periodo colonial: España mantuvo al indio en
una completa sumisión para evitar la rebelión, se exclamaba. Dice González
(1996) “por ignorancia, por demasiado apego al terruño, o por la manifiesta
adhesión a viejas fórmulas políticas, ajenas y aun opuestas a las modernas, los
indios no eran buenos ciudadanos”[43].
Los indígenas y la tierra
A pesar de la igualdad y de las
proclamas para reivindicar a los indios, la sociedad urbana y la sociedad rural
estaban pasando por una proletarización sumamente crítica: la crisis de la
revolución de independencia, una economía incipiente, salarios de miseria,
concentración de la tierra en pocas manos, el despojos de la tierra que estaban
sufriendo los indígenas, todo ello los tenía en la miseria, que justo fue lo que a muchos de ellos les
llevó a la lucha armada. Por ello el siguiente debate en el Congreso sería la
tierra y el impulso predominante en aquel tiempo era enajenar las tierras de
los pueblos en beneficio de individuos. Hale (1968) cita una afirmación de José
María de Jáuregui: “los indios se convertirán en propietarios y en verdaderos
ciudadanos que no estén bajo la tutela de nadie…que es cabalmente lo que
apetecen con mayor empeño”[44].
La idea no era tanto lo de “ciudadano”[45]
sino más bien desarticular las comunidades más de lo que ya habían estado
padeciendo durante todo el periodo colonial, porque el ejercicio de la
ciudadanía en México ha implicado todo un proceso histórico y además es
ejercido así como lo plantea Aristóteles.
En
España se promulgó una legislación que tenía como propósito fomentar la
agricultura mediante la distribución de las tierras comunales a campesinos en
su calidad de individuos. En la Nueva España en 1779 el obispo de Michoacán,
Manuel Abad y Queipo se dirigió al Rey para proponerle diferentes leyes que
fueran la base de un gobierno benéfico tanto para las Américas como para la
Metrópoli y le decía:
“Ya que por incidencia de nuestro
asunto tuvimos que tratar de los malos efectos de la división de tierras, de la
falta de propiedad o cosa equivalente en el pueblo…Sólo queremos exponer
resultados de hechos, que tal vez no se conocen allá con la propiedad que
nosotros…decimos, pues, que nos parece de la mayor importancia…lo tercero,
división gratuita de todas las tierra realengas entre los indios y las castas.
Lo cuarto, división gratuita de las tierras de comunidades de indios entre los
de cada pueblo”[46].
Pero lo que más influyó fueron los
decretos de las Cortes Generales y Extraordinarias de Cádiz, que planteaban el
reparto de tierras en forma individual. El primer decreto de 9 de noviembre de
1812 en su artículo quinto decía que se repartirán las tierras a los indios que
sean casados o mayores de 25 años, fuera de la patria potestad, de las
inmediatas a los pueblos que no sean de dominio particular o de comunidades.
Por otra parte, la ley de 4 de enero de 1813, señalaba en el artículo primero
que todos los terrenos baldíos o realengos y de propios y arbitrios con
excepción de los ejidos de los pueblos quedaban reducidos a propiedad
particular; su reparto y distribución sería en plena propiedad y en clase de
acotados para que sus dueños pudieran cercarlos, disfrutados libremente pudiéndose
destinar al cultivo que más acomode a sus propietarios, pero, jamás podrán
vincularlos, ni pasarlos en ningún tiempo ni por título alguno a manos muertas
(Colección de Leyes y Decretos del Estado
de Jalisco, en adelante CLD, primera serie tomo XII, p. 525-528)[47].
Meyer
(1987) dice que “la falta de claridad en las leyes anteriores y la mala
voluntad de los interesados, llevaron a las autoridades locales a multiplicar
las consultas, lo que retrasó la aplicación de las leyes”[48].
Por eso, se publicó el 27 de febrero de 1821 una Instrucción para la División de las Tierras en forma de propiedad
privada. De aquí se tomó el reglamento de 1794 y el artículo de las Cortes de 9
de noviembre de 1812, pero como el asunto seguía embrollado, la diputación
provincial de Guadalajara promulgó el 5 de diciembre de 1822 una Instrucción
para el arreglo de los ayuntamientos de su distrito, en el uso de los terrenos
comunes en el fundo legal de cada pueblo. El primer artículo decía: Ningún
indio será perturbado en la posesión en que esté de sus tierras sean muchas o
pocas, grandes o pequeñas, adquiridas por compra, repartimiento, cambio,
donación herencia u otro justo título, sea que las cultive, por sí mismo, las
tenga ociosas, o las haya dado en arrendamiento. El legislador distinguía pues
entre lo que el indio tenía ya en propiedad particular y que conservaría con
todo el peso de la ley, y lo que pertenecía a la comunidad y que se arrendaría
para bien de las finanzas públicas[49].
Aquí
la ley no aclaraba a quien se le entregarían los productos si al ayuntamiento
de la cabecera o de la extinguida comunidad de indios. Pero en la práctica la
ley se aplicó a favor de los ayuntamientos. Sin embargo, a la par de esto dice
Aldana (1968), se venía dando otro proyecto de ley agraria de Severo Maldonado
(cura jalisciense), que pretendía en 1821 convertir a la nación en rentista
perpetua de terrenos baldíos, abogaba por la división en parcelas individuales
de los terrenos de comunidad. Proponía que los terrenos nacionales y los que se
pudiera disponer sin perjuicio de tercero fueran divididos en predios de 30
fanegas de sembradura de maíz, esto es 106.9 hectáreas arrendadas a
perpetuidad, además, proponía la abolición de todas las leyes contrarias a la
libre circulación de las tierras[50].
Todo esto causó un debate en el
Congreso Local y entre los intelectuales como en José María Luis Mora,
partidario de la propiedad individual y también de que se desarticulara la
propiedad comunal. Hale (1968) dice que Mora recomendaba que no hay más
derechos en la naturaleza en la sociedad que los individuales[51].
Por ello su idea era que las comunidades fueran divididas en parcelas porque el
indio en las condiciones en que estaba no haría nada con la tierra: se aferra a
sus costumbres y no progresa. Por lo tanto, cuando la tierra esté repartida
entre muchos propietarios particulares –decía Mora-, la tierra recibe todo el
cultivo de que es susceptible. En Jalisco haciendo caso a todos estos
argumentos y otros más de gente que estaba en el poder, fue causa de muchos
decretos para supuestamente dar solución al problema de la tierra, pero lo que
sucedía era que más se complicaba porque los grandes tenederos eran los mismos
que debatían el asunto. Sin embargo, en Jalisco las tierras si tuvieron un
cierto reparto para cuando llega la Ley Lerdo de 25 de junio de 1856.
Esta ley estipulaba la venta de los
bienes raíces de las corporaciones civiles y eclesiásticas. Se pretendía con
ello crear un grupo de pequeños y medianos propietarios, así como la
implantación de un sistema fiscal dependiente de la propiedad raíz y no del
comercio como hasta entonces había sido. El primero de dichos objetivos había
formado parte del programa liberal desde los años iniciales de la vida
independiente, puesto que se atribuía a la falta de una clase media el atraso
del País. Se consideraba la presencia de ese estrato social en otras naciones
–la estadunidense- como la clave de su rápido progreso. Esto hacía aun más que se reprochara las
condiciones en que estaban los indígenas e incluso que fueran la causa del
atraso del país. Si bien es cierto que se había pretendido que fueran
ciudadanos, pero eso no los sacaba del atraso ni de la miseria en vivían.
González (1996) comenta que “el patrón liberal de entonces no regía en ninguna
de las unidades políticas de los indios, la mayoría de los indígenas imitaba
los de la colonia sin faltar aquellos de nueva invención”[52].
Por lo tanto, era difícil que los indígenas pudieran haber representado un
grupo importante como para hacer valer su ciudadanía o su presencia como parte
importante de la sociedad mexicana. Cualquier movimiento que emprendieran era
sofocado por las fuerzas de la razón imperante: la guerra de castas, la
persecución de indígenas en el norte del país, el movimiento lozadista.
Estos tres movimientos
convulsionaron al país entero porque la segunda mitad del siglo XIX, se vio
envuelta en una manifestación de los indígenas que no esperaban ni los
liberales ni los conservadores que estaban entretenidos en disputarse el poder
político. Los liberales por ejemplo, quería repartir la tierra a los indígenas
en pequeña propiedad, causa por la cual los indígenas lozadistas emprendieron
las luchas al lado de los conservadores y del imperio. Aldana (1983) comenta
que “cuando la proletarización y la amenaza de exterminio total les permitió su
ubicación concretas como clase, a partir de entonces, la revolución campesina
dejó de ser subterránea”[53].
Dejan servidumbres y fidelidades para irse a la reivindicación de sus
principios identitarios, para tratar de conformar la desarticulación de sus
comunidades que venían sufriendo despojos por parte de los hacendados. Se crea
una conciencia que fue capaz no sólo de levantar la voz sino que también de
levantar la mano empuñando un arma para defender la dignidad y la tierra;
incluso haciéndose mudos frente a la confesión y no escuchando lo que se tenía
que hacer de penitencia, porque era más importante el terruño de los ancestros
y de los hijos que vendrán.
[1] Calvo, Thomas. Guadalajara y su Región en el Siglo XVII: población y economía,
editorial Centro de Estudios Mexicanos y Centroamericanos/H. Ayuntamiento de
Guadalajara, Guadalajara, Jalisco, 1992 p. 4
[2] Muriá, José María. Historia de las Divisiones Territoriales de
Jalisco, editorial Instituto Nacional de Antropología e Historia/Secretaría
de Educación Pública (SEP), México, 1976 p. 25
[3] López Portillo y Weber, José La Rebelión de la Nueva Galicia,
editorial Colección Peña Colorada, México, 1980 p. 31
[4] Riviere, D`Arc, Helen. Guadalajara y su Región, SEP-SETENTAS,
número 106, México, 1973 p. 19
[5] González y González, Luis. La Querencia, editorial SEP/Michoacán,
Zamora, Michoacán, 1982 p. 20
[6] Ibid. Riviere, 1979, p. 20
[7] Los Conquistadores eran casi todos
soldados inestables y para lograr se establecieran definitivamente, se
introdujo el sistema de encomiendas, que existió en España, por medio del cual
se entregaba a cada conquistador o poblador un cierto número de indios
obligados a trabajar para él, a cambio de su protección y con la exigencia de
cristianizarlos. Por derecho de conquista de las llamadas Indias Occidentales,
todas las tierras fueron consideradas jurídicamente como “regalías” de la
Corona castellana, por lo que el dominio privado de las tierras se derivaba de
una merced o gracia real. Para premiar a los conquistadores y sus
descendientes, y al mismo tiempo impulsar la colonización se fundaron
poblaciones y en ellas se entregaron lotes para fincar casas, corrales, para
huertas y después, caballerías en terrenos cercanos para los soldados de
caballería y los hijos-dalgo, y tierras comunales de ejido y dehesa para que
pastaran los ganados. También había tierra para propios, o sea propiedad del
Cabildo Municipal. A los indios se les reconocieron sus calpullis, pero como merced. El fundo legal de pueblo indígena se
fijó en quinientas varas en cuadro y una distancia de otras tantas de cada
lado, en que no podían existir estancias de españoles. Véase: Lancaster-Jones,
Ricardo. Haciendas de Jalisco y Aledaños (1506-1821), editorial
Financiera Aceptaciones, Guadalajara, Jalisco, 1974 p. 18-20
[8] Moreno Toscano, Alejandra y
Florescano, Enrique. El Sector Externo y
la Organización Espacial y Regional de México (1521-1821), editorial
Universidad Autónoma de Puebla, Puebla, México, 1977 p. 13
[9] Los proyectos que se traían
hicieron de los misioneros “verdaderos
agentes especializados del cambio cultural”, y los empujaron a conocer la
historia y las tradiciones de los grupos que deseaban adoctrinar. De ahí que en
sus predicas se esforzaran por demostrar
la falsedad de los dioses indígenas y el error en que habían caído los nativos
al rendirles adoración, e insistieran en el carácter demoniaco de los falsos
dioses y hechiceros. Al mismo tiempo que condenaban los cultos indígenas,
promovieron una campaña intransigente de destrucción de esas creencias. En sus
misiones impusieron a los naturales la tarea de aniquilar sus idolatrías: “Y habéis de quebrar y hacer pedazos sus
figuras, y habéis de derrocar y disparatar todas las cosas y templos de los
demonios, y habéis de quemar todas sus casas y haciendas y todos sus
sacrificios, todo lo habéis de destruir…Una vez cumplidas las tareas de
extirpación de la idolatría, venía la fase de instruir a los indígenas en la fe
y doctrina cristiana. Véase: Florescano, Enrique. Etnia, Estado y Nación, editorial Taurus, México, 2001 p. 178 y 179
[10] Ibid. González, 1982 p. 21
[11] Rendón Aldana, Mario. Jalisco-Sonora. Dos caminos distintos hacia
la Revolución mexicana en Revista Espiral, Vol. X No 30, Mayo-Agosto de
2004, Guadalajara, Jalisco, 2004 p. 144.
[12] Roberts, Bryan. Estado y Región en América Latina en
Revista Relaciones de El Colegio de Michoacán, Vol. I núm. 4, Zamora,
Michoacán, 1980 p. 10
[13] Ibid. Riviere, 1979 p. 36
[14] Olveda, Jaime. La Oligarquía de Guadalajara, Editorial Consejo Nacional para la
Cultura y las Artes, México, 1991 p. 123.
[15] Ibid. Roberts, 1980 p.12
[16] Ibid.
Aldana, 2004 p. 139
[17] Ibid. Aldana, 2004 p. 156
[18] Los 1416 habitantes de Tlaquepaque
eran tributarios de la Corona, y en 1548 daban de tributo: …treinta mantas y
cuarenta tlapatios y veinte pares de cotaras y seis panes de sal y dos xarros
de miel cada dos meses y cuatrocientas hanegas de maíz y veinte hanegas de axi
(chile) cada año y cinco yndios de servicio, y cada semana diez cargas de leña…y
los días de pescado y en blanco, pero seguramente cuaresma veinte huevos e
fruta y axi quando lo tuviere Véase: Aldana Rendón, Mario. Proyectos Agrarios y Lucha por la Tierra en Jalisco, Unidad
Editorial del gobierno del estado de Jalisco, México, 1968 p.20
[19] Chevalier, Francois. La
Formación de los Latifundios en México. Haciendas y sociedad en los
siglos XVI, XVII y XVIII, Editorial Fondo de Cultura Económica, México,
1999 p. 303
[20] Ibid., Aldana, 1968 p. 29
[21] Los indios pagaban diezmos y
primicias, las obvenciones parroquiales y las obras consideradas de interés
público. Cada indígena tenía que
cultivar 60 brazas de tierra, 50 para si mismos y 10 para la comunidad. Para
completar el paralelismo con las reglas inherentes al antiguo calpulli, hubo toda clase de ordenes que
obligaban a los indios a cultivar sus
campos bajo pena de confiscación Véase:
Historia de Jalisco, Unidad Editorial del Gobierno de Jalisco/Secretaría de Gobierno
del Estado de Jalisco, Guadalajara, Jalisco T. I p. 406 y Chevalier, Francois. La Formación de los Latifundios en México. Haciendas y sociedad en los
siglos XVI, XVII y XVIII, Editorial Fondo de Cultura Económica, México,
1999 p. 303
[22] Ibid. Chevalier, 1999 p. 306
[23] León Portilla, Miguel. Los Pueblos Indígenas y su Legado, conferencia
pronunciada en El Colegio de Jalisco, 17 de junio de 2004.
[24] Ibid. Chevalier, 1999 p. 310
[25] Ibid. Historia de Jalisco, 1981. T.
II p. 127
[26] Olveda, Jaime. La Oligarquía de Guadalajara, editorial Consejo Nacional para la
Cultura y las Artes, México, 1991 p. 20
[27] Juan Fernández de Híjar –uno de los
capitanes favoritos de Nuño de Guzmán- , por ejemplo, se le premió con
encomiendas y mercedes muy vastas que iban de Compostela o Colima; Alonso de
Ávalos fue recompensado con la provincia que llevó su apellido hasta el siglo
XVIII (la región de Sayula); Pedro Plascencia recibió en 1543 de manos del
gobernador Vázquez de Coronado, un sitio de estancia de ganado mayor en el
valle de Cedros, en la jurisdicción de Cuyutlán y Cajititlán; Vicente Zaldívar consiguió
de la Audiencia de Guadalajara, el 3 de junio de 1573, un sitio de estancia en
términos de Jocotepec; Álvaro Bracamonte obtuvo enormes extensiones en
Compostela y Guachinango; Luis de Ahumada se convirtió en 1545 en el
latifundista más poderoso de la región de Ameca. Véase: Olveda, Jaime La Oligarquía de Guadalajara, editorial
Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, México, 1991 p. 20
[28] Historia de Jalisco, Unidad
Editorial del Gobierno de del estado de Jalisco/ Instituto Nacional de Antropología
e Historia, Guadalajara, Jalisco, México, 1981, T. II. p.322-323
[29] Van Young, Eric. La Ciudad y el Campo en el Siglo XVIII. La
economía rural de la región de Guadalajara, 1575-1820, editorial Fondo de
Cultura Económica, México, 1989 p. 194
[30] Ibid. Florescano, 2001 p. 209
[31] Ibid. Florescano, 2001 p. 210
[32] Orozco, Wistano Luis. Los Ejidos de los Pueblos, editorial El
Caballito, México, 1975 p. 78-79
[33] Ibid, Olveda, 1991 p. 141
[34] Ibid. Historia de Jalisco, T. II. 1981
p. 323
[35] Ibid. Florescano, 2001 p. 286
[36] Ibid. Historia de Jalisco, T. II. 1981
P. 336
[37] Ibid. Olveda, 1991 p. 154
[38] Hale, Charles A. El Liberalismo Mexicano en la Época de Mora
(1821-1853), editorial siglo XXI, México, 1968 p. 7
[39] Ibid. Hale, 1968 p. 8-9
[40] Algunos mexicanos adoptan el espíritu
moderno de Occidente, como la mejor respuesta al reproche de atraso cultural de
América. Se quitan las viejas vestiduras heredadas de la colonia, para cubrirse
con las de liberal y científico. Tal hacen los prohombres de la reforma, sabios
modestos como Manuel Orozco y Berra, Francisco Díaz Covarrubias, Antonio García
Cubas, José María Hernández y muchos otros, todos confiados en que sus trabajos
científicos y un digno comportamiento liberal convencerían al Viejo Mundo de
que en México comenzaba ya a vivirse a
la altura de los tiempos nuevos. Véase: González y González, Luis. El Indio en la Era Liberal, editorial
Clío/El Colegio Nacional, México, 1996, Obras completas T. V. p. 18
[41] Reina Aoyama, Leticia. Introducción en Escobar Ohmstede, Antonio (coordinador). Indio, Nación y Comunidad. En el México del siglo XIX, editorial
Centro de Estudios Mexicanos y Centroamericanos/Centro de Investigaciones y
Estudios Superiores en Antropología Social, México, 1993 p. 11
[42] Ibid. Hale, 1968 p. 223
[43] Ibid. González, 1996 p. 167
[44] Ibid. Hale, 1968 p. 233
[45] El Diccionario UNESCO de Ciencias
Sociales dice que ciudadano es el natural o vecino de una ciudad, el habitante
de las ciudades antiguas o estados modernos, en el gobierno de un país. En la
definición aristotélica el ciudadano es quien tiene el poder de tomar parte en
la administración judicial o en la actividad deliberativa en los asuntos del
Estado. Agrega que el ejercicio de la ciudadanía es un arte que requiere toda
la atención del hombre educado, de modo que las faenas manuales constituyen
prácticas embrutecedoras que deben ser eliminadas de la vida del ciudadano. De
no ser así, dice Aristóteles, desaparecería toda distinción entre amo y
esclavo. Véase: Diccionario UNESCO de Ciencias Sociales, España,
Planeta-Angostini, T. I. p. 399 y en
Aristóteles. Política, Introducción,
traducción y notas de Carlos García Gual y Aurelio Pérez Jiménez, editorial
Alianza Editorial, España, 1987 pp. 73-89
[46] Franco Mendoza, Moisés. La Desamortización de Bienes de Comunidades
Indígenas en Michoacán en Carrasco et al., Pedro (editor). La Sociedad Indígena en el Centro y
Occidente de México, editorial El Colegio de Michoacán, Zamora, Michoacán,
1987 p. 170
[47] Ibid. Aldana, 1968 p. 69
[48] Meyer, Jean. La Ley Lerdo y la Desamortización de las Comunidades en Jalisco en
Carrasco, Pedro et al. La Sociedad
Indígena en el Centro y Occidente de México, editorial El Colegio de
Michoacán, Zamora, Michoacán, 1987 p. 195
[49] Ibid. Meyer 1987 pp. 195-196
[50] El pago anual correspondiente se
realizaría en función de la calidad de los terrenos: los de primera calidad
pagarían 45 pesos al año, los de mediana 30 y las de calidad ínfima, 25 pesos
(Art. 2º ; Maldonado, 1821; p. 65) Ibid. Aldana, 1968 p. 71
[51] Ibid. Hale, 1968 p. 237
[52] Ibid. González, 1996 p. 168
[53] Aldana Rendón, Mario. Rebelión Agraria de Manuel Lozada ,
editorial IES-Universidad de Guadalajara, Guadalajara, 1983 p. 200