LA REBELION EN EL PLACER DEL TEXTO LITERARIO

Mtra. Guadalupe Sanchez Robles
Universidad de Guadalajara

"Memoria y deseo son imaginación presente.
Éste es el horizonte de la literatura".1
Carlos Fuentes

Internarse en el espectro de la experiencia literaria señala el tránsito hacia un espacio de
reafirmación de lo vital. Ahí, la experiencia oscila entre lo imaginable y lo corpóreo para 
adentrarse en el campo de los posibles y los sueños, del goce y la sensualidad. Porque 
la literatura representa un catalizador de nuestras emociones y pensamientos, una
reflexión sobre el ser y un cuestionamiento implacable del entorno. El discurso literario,
 cualquiera que sea su filiación o procedencia, es un discurso de amplitud y polivalencia.
 Ahí, las palabras retoman su sentido plural y multiacentuado, se liberan de los usos
 restrictivos para crear un organismo en pleno movimiento y regeneración. 

La literatura se convierte en un signo liberador, de elección unívoca del individuo, que,
 simultáneamente, forma parte medular de lo social y por tanto de lo histórico: doble
 movimiento de independencia y compromiso. De esta forma, la palabra literaria
 permanece llena de registros preexistentes, conserva el valor de una segunda 
memoria que se compagina con las nuevas significaciones. Roland Barthes ha 
señalado, con respecto a la escritura, que ella posee "ese compromiso entre una
 libertad y un recuerdo".2 

En ese recuerdo es donde radica la calidad ritual de la palabra literaria. Vuelta al origen,
 invocación del pasado idílico que deseamos se transfiera al presente. Por esto la
 literatura no es una práctica de ruptura ciega; su carácter se perfila más hacia el 
orden de la conciliación temporal donde el pasado y el presente oscilan, se mezclan
 y reproducen. Octavio Paz manifiesta al respecto: "la rueda del tiempo, al girar, 
permite a la sociedad la recuperación de las estructuras psíquicas sepultadas o 
reprimidas para reintegrarlas en un presente que es también un pasado. No sólo es el 
regreso de los antiguos y la antigüedad: es la posibilidad que cada individuo tiene de
 recobrar su porción viva de pasado".3

En consecuencia, por una parte la literatura confiere una individualidad concreta que 
se manifiesta en una interpretación subjetiva y única de lo narrado. Y por otra, señalar 
que el discurso literario convoca un espacio y tiempo imaginarios en el presente, es 
reafirmar la condición ritual -de comunión-, de la lectura.

Nada más alejado de esa operación literaria que la utilización de los discursos políticos.
 Éstos ejemplifican la negación del orden cíclico: su trayectoria siempre se lanza hacia
 adelante. En los discursos oficiales o del poder, las palabras y frases tienen un solo 
peso específico, unidireccional, el discurso se vuelve rígido y abandona el ámbito de las
 connotaciones. Con frecuencia la escritura política viene a formar y confirmar la
 residencia de un universo policial, pues en ella cohabitan la amenaza de castigo y la 
alienación. Su mensaje no va enviado hacia la interpretación individual; se dirige a 
una masa amorfa que el emisor pretende restringir y uniformar. Roland Barthes 
dice: "El lenguaje encrático (el que se produce y se extiende bajo la protección del
 poder) es estatutariamente un lenguaje de repetición; todas las instituciones oficiales 
de lenguajes oficiales son máquinas repetidoras: las escuelas, el deporte, la publicidad,
 la obra masiva, (...), la información, repiten siempre la misma estructura, el mismo 
sentido, a menudo las mismas palabras: el estereotipo es un hecho político, la figura 
mayor de la ideología..." 4

Así, localizamos en los discursos del poder una proyección encaminada a instituir un 
presente siempre imperfecto y amenazador, depositando, en una actitud mesiánica,
 sus espectativas en un futuro lejano y promisorio.

De esta manera el texto literario y los discursos oficiales producen dos tipos disímbolos
 de interlocutores: el primero se encamina hacia una individualidad específica, la del
 lector, en comunicación consigo mismo y con los demás. Los segundos van en busca
 de la formación y manipulación de una conciencia colectiva, convirtiéndolos en
 obligados receptores de mensajes. Dice Julio Cortázar al respecto: "El lenguaje 
que cuenta para mí es el que abre ventanas en la realidad; una permanente apertura 
de huecos en la pared del hombre, que nos separa de nosotros mismos y de los 
demás".5  La palabra muestra, en esta bifurcación discursiva, las dos caras excluyentes 
de la misma moneda.

Al encumbrar la noción de individuo, los textos literarios revalorizan la calidad 
corpórea, la proliferación y agudización de los sentidos. Cuerpo y literatura forman
 una imagen en movimiento fijada por el deseo y la necesidad mutua. Dos realidades
 disímiles se confrontan y complementan para dar cabida a una realidad emergente 
que se nutre en los límites de lo real y lo imaginario. Se confrontan, pues evidencian
 la limitaciones de la otra. Se complementan, porque se trascienden y enriquecen 
mutuamente. El cuerpo como una realidad finita, condenada a la desaparición y al 
peso temporal de un presente constante, encuentra el paso hacia la intemporalidad 
que la literatura ofrece; hacia el encuentro de posibles e imposibles que en ella 
habitan. La relación claramente se erotiza.

En nuestra cultura occidental hablar de placer o goce es adentrarse en el espacio de 
la prohibición y el secreto. El placer, al igual que la experiencia literaria, pone en 
entredicho, subvierte la vida colectiva, ya que restituye la noción y capacidad del 
individuo. No quiere decir esto que la sola presencia de lo placentero y lo literario 
sea de por sí revolucionaria. Desde luego que para alcanzar este estado se requiere 
de la conjunción de circunstancias que responderían a preceptos ideológicos y 
movimientos sociales muy concretos. Sin embargo, queda claro que para las 
diversas instancias de poder que operan en una sociedad, ambas manifestaciones
 son consideradas como potenciales gérmenes de un dislocamiento de los objetivos 
que persiguen. La censura y el aislamiento son las herramientas de ese juego
 perverso con el que el poder niega su otredad. De ahí que la comparación, ya 
señalada, entre el discurso literario y el del poder, se vuelva imprescindible para 
establecer los distanciamientos que los caracterizan.

Ante el discurso oficial que se regodea en la repetición y monotonía, el placer
 y la literatura oponen y proponen la práctica de la diversidad discursiva. En conjunción 
crean un acto de revelación y rebeldía, dando cabida a lo lúdico, al juego que implica
 goce: cuerpo de palabras erguido por el deseo. Así define Cortázar su experiencia: 
"La literatura ha sido para mí una actividad lúdica, (...) ha sido una actividad erótica, 
una forma de amor. (...) Me ha hecho muy feliz, escribir. Eso me basta y me sobra".6 

Adentrarse en la experiencia del placer en el texto literario abre la posibilidad de 
rebelarse, de trasgredir la norma de la autoridad, de inquietar, de desafiar. Se trata
 de escapar a la masificación social, de impedir la muerte del individuo como concepto. 
La literatura es un invento, una prolongación subversiva de nosotros mismos, de
 nuestro entorno, una de las posibles maneras de recuperarnos, de reencontrarnos. 
Por ello, cuando se propone una rebelión en el placer textual, no sólo se sitúa el
 placer en la sensación más inmediata al cuerpo: la satisfacción de los sentidos.
 Se trata de lanzar la propuesta más allá, hacia una suplantación profunda de lo real
 aparente y cotidiano, por lo real posible y contradictorio que se da en la literatura: 
la continuidad y discontinuidad en nuestra historia social.

Al localizar el punto de rebelión en el placer textual, abrimos una posibilidad tangente
 de irrigar nuestra cultura con espontaneidad, ruptura momentánea de moldes y, sobre 
todo, un ejercicio más pleno de libertad. En cualquier sociedad, la imaginación, como
 elemento constitutivo del placer y de la rebelión, juega el papel de piedra angular en
 un proyecto imprescindible que equilibre y cuestione las acciones a veces aberrantes 
del poder.

Siguiendo este planteamiento, la literatura se convierte en negación, negación de la
 muerte, está más allá de la carne y la temporalidad, y, simultáneamente atrapa y 
moldea, marcando fronteras y disolviéndolas en el mínimo espacio de la frase.
Universo de resoluciones y conciliación de los opuestos. En medio de esta explosión, 
el hombre reafirma su condición como tal y emprende un viaje siempre iniciático, 
siempre hacia sí mismo. 

Finalmente, literatura y muerte, vida y muerte, disuelven sus antagonismos. La realidad
 del cuerpo queda atrás para dar cabida a la insurgencia del placer, a la insurgencia 
del Yo, a la insurgencia del Nosotros.
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[CITAS BIBLIOGRAFICAS:

1. Fuentes, CarlosValiente Mundo Nuevo, Ed. Fondo de Cultura Económica, México, 1990, p. 49.
2. Barthes, Roland. El Grado Cero de la Escritura, Ed. Siglo XXI, México, 1973, p. 24.
3. Paz, Octavio. Conjunciones y Disyunciones, Ed. Joaquín Mortiz. México, 1969, p. 18.
4. Barthes, Roland. El Placer del Texto, Ed. Siglo XXI, México, 1974, p. 67.
5. González Bermejo, Ernesto. Conversaciones con Cortázar, Ed. Hermes, México, 1978, p. 85.
6. Ibíd., p. 148.