La libertad religiosa y la necesidad de una praxis religiosa testimonial e integrativa

Religious freedom and the need for religious practice and Integrative testimonial

Recibido: 29/08/2016
Revisado: 01/09/2016
Aprobado: 03/11/2016

Fabián Acosta Rico
Universidad de Valle de Atemajac
Campus Guadalajara (MÉXICO)
generalmiramon@yahoo.com-mx

Resumen
El presente texto aborda el problema de la libertad religiosa desde sus distintas aristas. Examina cómo esta libertad se confrontó con procesos históricos como la secularización y cobró un nuevo sentido a raíz del advenimiento de la Postmodernidad.
Tras el ocaso de esa modernidad que dio nacimiento al comunismo, al fascismo y a un totalitarismo cientifista, agnóstico pero no anticlerical, la libertad religiosa fue contemplada por el ciudadano de la aldea global como su derecho a creer y descreer a profesar o no algún tipo de culto.
En este tenor, el presente trabajo destaca y reflexiona sobre este mutar (a veces arbitrario o caprichoso) del creyente a escéptico y viceversa; y cómo esta veleidosidad creencial puede ser superada entendiendo la libertad religiosa como un compromiso asumido desde una praxis religiosa testimonial e integrativa. La praxis propuesta demanda una toma de conciencia acerca de la auto-censura que el creyente se impone aconsejado por un Logocentrismo, social y cultural que, desde el Renacimiento, insiste en el triunfo de la Ciencia sobre Religión. Obligado a sentir vergüenza por ser un retrograda, calificativo sugerido por el cientificismo para quien profesa una religión; el creyente enfrenta el reto de seguir los principios de su fe, dejando que estos incidan en todos los aspectos de su vida; sin por ello caer en actitudes fundamentalistas o de intolerancia hacia  las demás confesiones o cultos.

Palabras clave: Libertad religiosa, Escepticismo pragmático, Mercado mundial de las religiones, Esoterismo de masas, Fanatismo, Praxis religiosa radical, Praxis religiosa lúdica, Praxis religiosa testimonial e integrativa, Núcleo duro creencial-religioso.

Abstract
This paper addresses the problem of religious freedom from its various edges. It examines how this freedom is confronted with historical processes such as secularization and took on new meaning following the advent of Postmodernism.
After the decline of that modernity which gave birth to communism, fascism and to a scientistic, agnostic but not anticlerical totalitarianism, religious freedom was provided by the citizen of the global village as his right to believe and disbelieve not to profess or some kind of worship.
In this vein, this paper highlights and reflects on this mutating (sometimes arbitrary or capricious) of the believer to skeptic and vice versa; and how this can be overcome creencial bellicosity understanding religious freedom as a commitment from a testimonial and integrative religious practice. Praxis proposal demands awareness about self-censorship that is imposed believer advised by a logocentrism, social and cultural, since the Renaissance, emphasizes the triumph of science over religion. I have to feel ashamed for being a backward, I qualification suggested by scientism for those who profess a religion; the believer faces the challenge of following the principles of their faith, letting these impact on all aspects of his life; without falling into fundamentalist or intolerance towards other faiths or cults attitudes.

Keywords: Religious freedom, Pragmatic skepticism, World market of religions, esotericism mass, Fanaticism, radical religious praxis, Playful religious praxis, Testimonial and integrative religious praxis, Hard core credential-religious.

 

Introducción
Los dos grandes enemigos de la libertad religiosa son el fundamentalismo religioso y el cientificismo radical, logocéntrico; los dos propenden al dogmatismo y a la intolerancia en la medida que logran auto-convencerse acerca de un supuesto monopolio sobre la verdad. La cerrazón de uno y de otro, los aísla y confina, respectivamente, a la estrechez de su mundo religioso o de su comunidad epistémica; el problema estriba, entonces, en la aparición de un tercero con intenciones conciliatorias; de un defensor del dialéctico punto medio; que asume una posición situada entre el radicalismo de la fe y la razón. [1]
            La cómoda posición del “conciliador” da cabida a la libertad religiosa; pero, también a la laxitud de creencia y a un escepticismo pragmático, facultado por las tendencias del mercado mundial de las religiones y el esoterismo de masas; [2] ambos propenden e insisten en profanar lo sagrado y sacralizar lo profano; en esta lógica lo religioso queda reducido a su dimensión utilitarista o lúdica, según convenga; la libre y abierta manifestación de las creencias religiosas se confunde con un acto de simple teatralidad que sólo tiene sentido e importancia para quienes lo escenifican y para los espectadores, o público dispuesto a prestar atención a un espectáculo cuyo carácter trascendente o divino aún aguarda un no definitivo de la Ciencia o, en su defecto, una revelación o milagro del Cielo que califique como un último a la debatida pregunta acerca de la existencia de Dios o de los dioses. 
            Para el  padre del Funcional Estructuralismo, Émile Durkheim, no hay nada que debatir, ni respuesta que esperar; pues, el carácter teatral de la praxis religiosa le es consubstancial y no una atribución despectiva; en el entendido de que las formas de lo religioso (exteriorizadas en los ritos) son en el fondo una recreación formal y alegórica de las estructuras sociales:

La religión es algo eminentemente social. Las representaciones religiosas son representaciones colectivas que expresan realidades colectivas; los ritos son maneras de actuar que no surgen sino en el seno de grupos reunidos, y que están destinados a suscitar, a mantener o rehacer ciertas situaciones mentales de ese grupo. (Durkheim, 1982: 8)

Por esta y otras afirmaciones: “la religión es el opino del pueblo”, el creyente que asume su fe con seriedad y compromiso corre el riesgo de ser señalado de insensato y en el peor de los casos de fanático o integrista; en cambio, quien por el contrario toma sus creencias religiosas con laxitud y escepticismo  impide que éstas realmente lo ayuden a madurar como persona y como ciudadano.
            Se vuelve entonces, necesario buscar una postura ante Dios y lo Divino que le ayude al individuo a sortear su doble compromiso como creyente: el primero ante un mundo post secularizado que, sin dejar de ser materialista, tolera la ostentación pública de la fe y las creencias religiosas; y el segundo de cara a una realidad sagrada cimentada sobre su religión y a la vez abierta y dialogante con otras.
            El problema se antoja difícil dado que buena parte de la humanidad; ésa que habita la fracción de mundo que más sufre la exposición a la modernidad (como la entiende Occidente) vive inmersa en un entorno cultural marcado por la innovación, la transformación, el cambio y sobre todo por el  constante fluir de ideas, datos, apreciaciones y de información en general (ficticia o demostrable); de tal suerte que, para estos ciudadanos de las grandes urbes industriales nunca resulto tan fácil adoptar nuevas lealtades religiosas o anunciar la muerte de Dios; o incluso incorporar a su sistema de creencias nuevas ideas y concepciones acerca de lo sagrado y lo trascendente.
            Pierde sentido, se vuelve ocioso el preguntar en que cree este ciudadano. Su fidelidad como creyente es variable o incierta; no porque sea un buscador de la verdad; sino por su condición de comprador en el mercado mundial de las religiones cuyo “crédito” y “poder adquisitivo” le están facultados por una de las tantas formas en que puede ser entendida la libertad religiosa. No obstante hay otra manera de entender dicha libertad que no apela a este mercado mundial de las religiones; que obliga el tomar conciencia de la fe que en verdad se profesa y ser consecuente con ella como creyente y como ciudadano; es decir, como persona que habita tanto la Civitas mundi como la Civitas Dei.

Dos formas de entender la libertad religiosa
La libertad religiosa tiene dos aristas: por un lado, está la libertad otorgada, en buena medida, por el espíritu liberal de la civilización moderna y, en parte también, conquistada por las propias iglesias, sectas, confesiones y cultos; libertad que les faculta el derecho a estas organizaciones y grupos religiosos, y extensiva a los particulares, para divulgar sus ideas, creencias y prácticas sin más restricciones que las impuestas por los convencionalismos sociales y las leyes.
            La otra libertad es la ejercida  por el individuo y los pueblos en su derecho de seguir el culto de su agrado o de cambiar de fe a capricho, conveniencia o necesidad. Toda libertad conlleva derechos e implica riesgos. La libertad religiosa, en sus dos caras, no está exenta de ninguna de las dos.
            Desde la época en que surgieron los estados-nación bajo la égida de los déspotas ilustrados y posteriormente tutelados por los defensores del liberalismo económico y político, los constructores del estado moderno se dieron a la tarea de intervenir a las iglesias en materia de culto y organización en el interés de reformarlas y sujetarlas a su autoridad en atención a la necesidad de modernizarlas y hacerlas funcionales dentro de las nuevas estructuras de poder. El intervencionismo y reformismo aplicado por las élites políticas se justificó, ideológicamente, en el imperativo de rescatar de su decadencia moral e incluso doctrinal  a los operadores religiosos y de disciplinarlos obligándolos a acatar las leyes y las normas del Estado. [3]
            Al afirmar Karl Marx que las religiones son el opio de los pueblos pronunció un verdadero llamado a las armas a todos los espíritus jacobinos que se proponían liberar a los pueblos de sus perniciosas  creencias y cultos religiosos, que se habían bien generado como un subproducto de la infraestructura y relación de producción imperantes o que, en esencia, sólo eran una extensión de la ideología  inventada por los opresores para mantener dominadas y obedientes a las clases trabajadoras:

“La superación de la religión como la dicha "ilusoria" del pueblo es la exigencia de su dicha real. Exigir sobreponerse a las ilusiones acerca de un estado de cosas vale tanto como exigir que se abandone un estado de cosas que necesita de ilusiones. La crítica de la religión es, por tanto, en germen, la crítica del valle de lágrimas que la religión rodea de un halo de santidad.” (Marx, 1967: 1)

Bajo esta óptica, las iglesias gozarían, en el más condescendiente de los escenarios, de una acotada libertad; pues sólo amordazándola y reduciendo su poder económico e influencia política, el estado y la sociedad secular podrían desarrollarse con el campo despejado de antagonistas y obstáculos sobrevivientes de un pasado señalado, por los prejuicios progresistas, de oscurantistas y supersticioso.
            Cuando, al menos en Occidente, las iglesias y cultos dejaron de ser un poder fáctico capaz de amenazar la existencia del estado laico; ya no hubo razón para seguirlas amagando e intimidando empleando los poderes y facultades de la autoridad temporal; además, el propio espíritu de respeto y tolerancia que animaba a la modernidad obligó este cambio en las relaciones Iglesia-Estado.
            Por otro lado, un rasgo distinto de la primera modernidad, la Modernidad estática, fue insistir en sacralizar al estado y  justificar su tutela sobre las conciencias de los ciudadanos; la apertura y globalización de la economía  aunada al desarrollo de más y mejores tecnologías de la comunicación y del transporte  coadyuvaron a vencer esta insistencia de control y dominio, político-moral, sobre los individuos; ejercida por nomenclaturas o élites políticas que fracasaron en su instancia de negar la pluralidad y de silenciar y maniatar las disidencias. El sociólogo Zygmunt Bauman habla de dos modernidades sucesivas y a la vez antitéticas, la primera, la estática, califica como el  primer boceto imperfecto de la sociedad de dominio y terror figurada por George Orwell, en su novela 1984 (Bauman, 2004: 32). En esta modernidad surgen estados como el fascista y el comunista que aspiran como lo explica Emilio Gentile (en el caso del fascismo Italiano) a transitar de un control autoritario a uno totalitario; los grupos sociales y los individuos son instruidos y disciplinados, por la educación y la propaganda, para cifrar todas sus aspiraciones y deseos en la figura monolítica y redentora del Estado en cuya cúspide el líder, el mesías o pastor del pueblo, hacía prevalecer su criterio acerca del bien y del  mal; la verdad y la falsedad (Gentile, 2004).   
            Antes del advenimiento de la modernidad, el  ocultamiento de las otras realidades, o la imposibilidad de un contacto translocal constante entre distintos, privilegiaba el centrase en la identidad propia y el magnificarla. Congelar y divinizar la auto-representación (como idea y valoración de la yoidad colectiva o identitaria) hace pensar, en proporciones sociales, en el drama de Narciso que no encuentra más allá de la esfera del ego ningún amor realmente digno.
            La perplejidad de la autocomplacencia conlleva a un aislacionismo del que puede derivar el horror, manifiesto o latente, por el extraño; el narcisismo étnico o cultural impiden o reprimen todo gesto de tolerancia o aceptación hacía el otro.  Pero como enfatice línea atrás, la  posibilidad de una interacción virtual con otredades antes mitificadas u ocultas sobre el velo de los prejuicios, el  flujo constante y mundial de información, el predominio  en ciertos  imaginarios sociales de una visión  panóptica que evidencia diversidades y pluralidades culturales y sociales; todas estas condiciones le facilitan al individuo su  fuga y deserción (en el plano moral y estético)  de los totalitarismos ideológicos, identitarios y etnocéntricos. 
            El propio espíritu liberal, laicista y secular, vaya la ironía, cayó en estas autocomplacencias y narcisismo, que en su momento imputó a los fundamentalismos e integrismos religiosos del paso, y lo hizo con igual demencia e iluminismo (es decir apelando a un principio o una instancia superior inapelable: la Ciencia); negó, ante “masas ignorantes y fanáticas, con vociferaciones progresistas, la posibilidad de otras formas de saber, entender y ordenar la realidad que las dictadas por la razón. Sentenciaron los hierofantes de este culto a la Diosa Razón (logocéntrico y cientificista) que la única sociedad deseable e idónea era aquella donde la realidad sagrada quedaba reducida al ámbito templario; y de la realidad divina quedaría sólo en un  mitológico recuerdo confundido y perdido en el cúmulo de ficciones atesoradas por la cultura de masas para recreo o esparcimiento del genérico y cosmopolita habitante de la tierra.” [4]     
            El aburrimiento y posterior letargo de las ideologías engendradas por la modernidad motivo el creciente desinterés u olvido por  las seculares promesas de un mundo mejor (sin antagonismos religiosos y ordenado entorno a medios y fines racionales). La utopía se malogro.
            Las ruinas, o desencantos, de la Nueva Atlántida se apilan en la frustración de los utopistas: como tormenta y abismo a la vez. Al final, la volunta de dominio, predicada por Nietzsche, y entendida como el interés de prevalecer, la vanidad, la sed de protagonismo y de inmortalizar el nombre resulto domesticas por las  formas y reglas de la sociedad liberal y la economía de mercado. La ideología no supo ni pudo reeducar a los seres humanos para hacerlos capaces  de edificar el paraíso terrenal.
            Del letargo ideológico, la humanidad despertó a una realidad punzada por el deseo democrático; esta realidad amanecía dentro de los márgenes delineados por la confrontación entre la masificación, operada por los mass media y el mercado, y la recién debelada pluralidad, en cuya paleta cabían todos los matices identitarios: desde los sociales hasta los étnicos.
            Al dejar de ser el Estado la instancia redentora; al perder éste su laica sacralidad, contagiada de idealismos ambidiestros, de siglos pasados,  las iglesias y cultos religiosos vieron la añorada hora de recuperar su connatural y usurpada función de prometer una existencia ulterior más plena: como recompensa a los sacrificios y a la fe embargada. Sin embargo, la post-secularización las confrontó; las puso de cara y en franca competencia con la Ciencia.
            La venida a menos del iluminismo racionalista, liberal o marxista, emanciparon a la Ciencia de servidumbres ideológicas; incluso, la anarquía epistemológica y metodológica descrita por Paul Feyerabend la puso a congeniar con otras expresiones y formas del saber y conocer humano:

Dada la ciencia, la razón no puede ser universal y no puede excluirse la sinrazón. Esta característica peculiar del desarrollo de la ciencia apoya fuertemente a una epistemología de tipo anarquista. Pero la ciencia no es sagrada. Las restricciones que ella impone… no son necesarias para disponer de puntos de vista generales, coherentes y satisfactorios sobre el mundo. Existen los mitos, los dogmas de la teología, la metafísica y otras muchas formas de construir una concepción del mundo […].  (Feyerabend: 167)

Sin embargo, a pesar de esfuerzos como el de Feyerabend al interior de la Epistemología y la Filosofía de la Ciencia,  a nivel social y de opinión pública, el prestigio de la Ciencia no vino a menos, por el contrario, creció. Ante toda duda y controversia, el consenso dicta que lo inteligente y racional es acudir al arbitraje de la Ciencia.  
            La neutralidad ideológica de la Ciencia, en el contexto de la post-modernidad, matizó pero no soterró el viejo antagonismo fe-razón, Ciencia-Religión. [5] El más apasionado cientificismo no contiene ni mesura sus aclamaciones ante cada avance de la Ciencia que ayuda a “desmentir” las verdades de fe. Para que insistir, sin fundamentos ni pruebas, en la existencia del alma y en su capacidad, otorgada por Dios, para  trascender  la muerte del cuerpo si el desarrollo biotecnológico promete salvarnos, en un futuro, de la pena de envejecer y darnos la inmortalidad del cyborg o del clon (en la posibilidad de replicar nuestro cuerpo en serie y migrar a ellos nuestra conciencia  indefinidamente): No hay más alma que el genotipo el cual, en verdad, trasmigra y pervive en la combinación de los gametos masculino y femenino. El espíritu o conciencia no tiene más existencia de la corteza cerebral generadora de los pensamientos complejos. Bajo la lógica del más crudo cientificismo, los genes y las neuronas esconden las claves de la esencia humana. No obstante, el anti-dogmatismo de la post-modernidad, le dio la bienvenida a las disidencias al interior de la Ciencia y a la aparición de profetas de la conciliación entre la fe y la razón: como Fritjof Capra, Michael Talbot, Gary Zukav. Científicos con inspiraciones filosóficas y filósofos ejerciendo de exegetas de los descubrimientos científicos han estado anunciando el emerger de una nueva metafísica que habla sobre un universo holográfico, de realidades paralelas, saltos cuánticos en el tiempo. A la luz de estos nuevos paradigmas de la ciencia parece posible demostrar las verdades de fe: la existencia de un creador, la inmortalidad de la conciencia:

En una amplia especulación, Tiller insinúa que el propio universo empezó siendo un campo de energía sutil y se fue volviendo denso y material gradualmente a través de un efecto ratchet similar como él lo ve, puede ser que Dios creara el universo como un patrón divino o una idea divina. Ese patrón divino, como la imagen que un psíquico ve flotando en el campo de energía humano, sirvió de plano para configurar y moldear niveles cada vez menos sutiles del campo de energía cósmica, «descendiendo a través de una serie de hologramas» hasta que se fundió al final en un holograma de un universo físico. (Talbot, 2007: 223)

Afirmaciones como la anterior son voces en el desierto; para la ortodoxia científica no existe nada cercano o parecido a lo concebido por la religión como Dios. Para la Ciencia (o si se prefiere para la ortodoxia científica) Dios no existe. Y por tanto, toda práctica y creencia resultan absurdas, sin más sentido que el dado por la imaginación y las emociones; meras expresiones de la desesperación existencial ante la finitud y mortalidad humana que busca refugio en las sofisticadas construcciones de la irracionalidad y la fantasía.
            El Estado moderno, seducido por los desmentidos teológicos y metafísicos de la Ciencia, canceló la formación religiosa de los programas de la educación oficial, la libre y publica manifestación de la ideas religiosas fue también restringida; y en algunos casos proscrita. La sociedad moderna, cuya madurez le trajo incertidumbres y ambiguas visiones sobre el mañana, sigue esperando que la Ciencia hable, que de una respuesta definitiva a la gran incógnita ¿Existe o no un creador?  La cadena de negaciones parciales mantiene la expectación, la tensión por un repentino sí; mientras tanto, creyentes e incrédulos siguen muriendo, sin la respuesta. Para el entonces cardenal, Joseph Ratzinger, el cristianismo y con él todas religiones padecen por igual esta crisis ocasionada por las dudas e incertidumbres sembradas por la insistencia del racionalismo militante de obligar al hombre de observar el absurdo, el fondo vacío que sustenta la realidad: 

Al comienzo del tercer milenio, y precisamente en el ámbito de su expansión original, Europa, el cristianismo se encuentra inmerso en una profunda crisis que es consecuencia de la crisis de su pretensión de la verdad. Esta crisis tiene una dimensión doble: en primer lugar, se plantea cada vez más la cuestión de si realmente es oportuno aplicar el concepto de verdad a la religión; en otras palabras, si les está dado a los hombres conocer la auténtica verdad sobre Dios y las cuestiones divinas. (Ratzinger, 2008:11)

Superado el secularismo radical, persiste en el imaginario social moderno una advertencia, en tono de descalificación, hacía la religión, dictada por el escéptico arbitraje de la ortodoxia científica. Los hombres de ciencia aún no han logrado superar su epistemológica arrogancia; e insisten en ser los portadores del único método que conduce a la verdad.
            En las sociedades que se proclaman modernas, el individuo goza, en teoría,  de libertad de conciencia, creencia y de religión; sin embargo, por más comprometida y promulgada que este la tolerancia y el respeto, el escepticismo cientifista no silencia sus censuras o descalificaciones, en voz del académico o del divulgador, ante conductas absurdas e ineficaces; como el querer vencer la muerte con oraciones o curar los padecimientos con penitencia; por eso tacha de irracionales y hasta de patológicas toda praxis religiosa.
            En este orden de ideas, el derecho y la libertad de profesar una creencia religiosa se entenderán como una condescendencia de los hombres de razón para con los débiles de intelecto. Entonces, más que encontrar la prueba de la no existencia de Dios (estas sobran y el sentido común ayuda) el verdadero reto resulta en encontrar la forma de explicárselos de la manera más simple y convincente a los más reticentes o necios. De hallarse la forma: el hablar de libertad religiosa carecería de sentido: como absurdo es hablar del derecho del cuerdo a hacer locuras; o del instruido a cometer torpezas voluntariamente.
            El filósofo Jean Francois Lyotard refiere que el Estado, en su ponderación del saber Científico, se da a la tarea de darle  divulgación, asiéndolo asumir las formas de las narrativas religiosas y tradicionales:

Una prueba bastante grosera: ¿qué hacen los científicos en la televisión, entrevistados en los periódicos, después de algún «descubrimiento»? Cuentan una epopeya de un saber perfectamente no-épico. Satisfacen así las reglas del juego narrativo, cuya presión, no sólo sobre los usuarios de los media, sino además sobre su fuero interno,  sigue siendo considerable. Pues un hecho como éste no es ni trivial ni añadido: se refiere a la relación del saber científico con el saber «popular», o lo que queda de éste. El Estado puede gastar mucho para que la ciencia pueda presentarse como epopeya: a través de ella, se hace creíble, crea el asentimiento público del que sus propios «decididores» tienen necesidad […]. (Lyotard, 1987: 25)

Uno de los más connotados escépticos y divulgador de la Ciencia, Carl Sagan con su libro y serie de televisión, Cosmos inquietó las conciencias de millones de televidentes narrando, con un lenguaje poético, la “odisea” del avance de la ciencia y la tecnología. Cuenta su esposa, Ann Druyan en el comentario a su libro Miles de Millones que agónico por una neumonía, Sagan se mantuvo firme en su incredulidad acerca de la existencia de un Dios personal, creador del hombre y del mundo (Sagan, 1997).
            Pero que ocurriría si partiendo de una postura escéptica o incluso agnóstica, la divina o espiritual  constitución de la realidad,  se revelara al filósofo o incluso al científico; y que, además, pudieran participar su descubrimiento de manera convincente, objetiva e imparcial a todos los seres humanos. Pruebas irrefutables, en los términos de la epistemología y metodología científica acerca de la existencia de lo divino, del espíritu, de Dios convalidarían, en general, la también existencia de un ámbito de lo sagrado, como primera aproximación a la trascendencia. En este caso, como en el anterior, pero en sentido inverso: hablar de libertad religiosa sería una pérdida de tiempo, pues ante la demostración, la observación y sostenimiento de la  praxis y la creencia religiosa dejarían de ser competencias de la voluntad y de la fe individual para convertirse en una necesidad colectiva; negar o imposibilitar la satisfacción de dicha necesidad sería injusto en términos de un derecho universal a la trascendencia, inherente a la condición humana.
            Entre el y el no de la Ciencia; en esa incertidumbre existencial y expectante escepticismo se acomoda y encuentra su ámbito o espacio de pertinencia la libertad religiosa. Bajo un estado y dentro de una sociedad que reconoce la existencia de Dios, la religión califica como una necesidad y el creer y profesar son una obligación que puede ser impuesta. Por el contrario, en sociedades que aceptaron e institucionalizaron el ateísmo (como ocurrió en la ex Unión Soviética y en los países comunistas en general) declararon con toda oficialidad como absurdas (irracionales y fantasiosas) las creencias y prácticas religiosas; en la educación y la propaganda aparecían etiquetadas como sintomatologías de problemáticas sociales y culturales bastantes mundanas; que el modelo de estado revertiría. La utopía falló en su papel de cura a los males evidenciados por la religión entendida, marxistamente, como queja y esperanza. Vendría una nueva era, una sin dioses ni superhombres.  
            En esta, la llamada post modernidad, un genio y parapléjico científico puede afirmar que el equilibrio entre materia y antimateria vuelven innecesaria la intervención de un creador en los orígenes del Universo; y por otro lado, un astrofísico, quien también es sacerdote, le desmiente cuestiona los fundamentos de sus afirmaciones. [6] No hay Iglesia hegemónica, ni estado totalitario que dictamine quien tiene la razón.  Más allá de lo dicho y sostenido por los filósofos y los científicos: está el hombre común y sus circunstancias. Este individuo, genérico, masificado, aglutinado en una mega-polis no es el ateo militante del siglo pasado; tampoco es el fanático religioso dispuesto a inmolarse por su fe. Él también está situado en un punto intermedio entre el ateo militante y creyente radical; se localiza en ese margen donde la libertad religiosa es posible.
            El creyente radical ha superado la fe; no tiene dudas; no espera ni necesita del de la Ciencia. Es un ciudadano de la Civitas Dei, vive en una realidad sagrada (o sacralizada) y está dispuesto a luchar por ella y a expandirla a cualquier precio. [7]
            El ateo fanático o militante se sitúa en el polo opuesto; no sólo está convencido de la inexistencia de Dios, el tampoco espera, en su caso: el no definitivo; él también es un fanático sometido a un factor irracional o pasional  que lo deslinda del simple agnóstico o del escéptico; él odia la idea de Dios y a las instituciones que la representan; es un antiteo y anticlerical que previene sobre las ideas falsas, absurdas y perniciosas sostenidas por las religiones. [8]
            Para estos dos fanáticos su marcado convencimiento les niega reconocer otras opciones; no pueden elegir; ya lo hicieron; por tanto, sin posibilidad decisión no hay libertad. Una buena parte de la humanidad, una muy representativa de la pluralidad y diversidad cultural (como signo de la modernidad social,) posee un grado variable, pendulante, de creencia que transita de la fe al descreimiento sin jamás estacionarse en ninguno de estos polos. Se puede decir, que son escépticos funcionales o mejor dicho pragmáticos que discurren por el mundo, y viven su cotidianidad, sin comprometer ni referir ningún tipo de creencia.
            Los significados de lo trascendente, permanecen ocultos para estos escépticos pragmáticos. La realidad, en la que interactúan con otros individuos, profana o desacralizada; las cosas, los objetos, las situaciones y las acciones, en un primer vistazo, carecen de connotaciones sagradas o religiosas.
            En sus necesidades inmediatas, y ante problemas que no rebasan sus capacidades y recursos, estos escépticos actúan bajo la guía de una lógica materialista; que les aconseja esperar respuestas de la Ciencia y soluciones del ingenio humano. Esta actitud genera una religiosidad del tipo ocasional, reactiva y, en algunos casos, lúdica; pues se cimienta en un convencimiento  titubeante y variable sobre creencias heredadas o adoptadas ocasionalmente. Las emplearán, únicamente, en ciertas convenciones sociales, como ceremonias o ritos (sociales, familiares o personales). El escéptico pragmático califica como un creyente relajado o descomprometido que gradualmente pierde el sentido del rigor y la disciplina que la práctica y creencia religiosa conllevan. En este desenfado, puede sentirse atraído por expresiones o representaciones lúdico-culturales que sólo en lo formal guardan cierta similitud (o isomorfismo) con las religiosas. El esoterismo de masas provee a estos seudo-creyentes de un considerable arsenal de creencias y prácticas de este orden lúdico-religioso que van desde la religión de los jedis siguiendo por el culto a los elfos, a la saga de Harry Potter. [9]
            No obstante, en situaciones límites, ante desconciertos o avatares (crisis, desgracias, desastres…) las creencias o ideas religiosas del escéptico pragmático emergen  invocadas por  sobresaltos y emociones correlativas a la angustia y al desamparo experimentados. Es así que emerge el credo verdadero de la persona; el que, desde lo profundo de la cotidiana inconciencia, subyace en estado de latencia, de utilitaria hibernación. Ante la muerte se grita el nombre con el que reconocemos a Dios.
            Este credo, este nombre constituyen lo que denomino el  núcleo duro creencial-religioso; huelga decir que dicho núcleo está ausente en el ateo; quien, por su condición, lo extirpó de su conciencia; y es de esperarse, e incluso es deseable, que lo reemplace por otro cuerpo de creencias, ideas o nociones (filosóficas, científicas, éticas…) capaces de sustituir o paliar su ausencia en la expectativa de que este nuevo núcleo no religioso pueda ayudarle con la existencial necesidad  de darle significado y sentido a la vida y al  mundo; que sea capaz de ofrecerle prospectivas y esperanzas a futuro; y le dote de pautas para la praxis social, política y personal.
            En el fanático religioso el núcleo creencial está en total exposición, desborda y eclipsa los rasgos caracterológicos propios del individuo. La yoidad del fanático, refleja o replicada en las conciencias ajena, sufre el embargo de este núcleo; de tal suerte que al radical religioso, los otros (los no comulgantes con su credo o fundamentalismo) le conocen y reconocen por las ideas y creencias que profesa y práctica.
            Como dije antes, la conciencia y voluntad de éste devoto se ven afectadas por el núcleo duro creencial y puede  enajenarlas completamente, al grado de que la persona pierda la capacidad de elegir, juzgar y valorar por si misma, es decir, de emplear su criterio, experiencias y reflexiones para las acciones y situaciones más ordinarias; como ocurre, por ejemplo, con los integrantes de sectas religiosas, de las denominadas milenarista, que por su condición de minoría religiosa, en tiempos de una supuesta “coyuntura apocalíptica”, introyectan en sus miembros, con  argumento y visiones catastrofistas, la noción de una pureza redentora consustancial a cierto rigor, obediencia, disciplina y adhesión que les distingue y a la vez protege de  padecer  el destino de los no elegidos. [10]
            En la interpretación de los dictados de la creencia, el fanático puede actuar por cuenta propia o supeditarse a la exégesis de los encargados de resguardar la revelación que, en su caso, gestó las nociones generales que estructuran su núcleo duro creencial. En ambas situaciones la tiranía del núcleo se presenta como una afección que atenta contra la libertad; en el primero la sujeción es doble y el fanático corre el riesgo de ser manipulado indebidamente por los administradores del dogma; en el segundo, aunque el margen de libertad es mayor; subsiste el riesgo de que el creyente radical incurra en toda clase de desvíos y excesos, catalizados por su heterodoxo aislamiento y por la falta de una mínima regulación jerárquica y correligionaria.
            En el escéptico pragmático, como ya lo aclaré, el núcleo duro creencial permanece oculto, soterrado; está inactivo pues no se le requiere de común; incluso otros núcleos creenciales religiosos se le pueden sumar, como un efecto colateral a la laxitud dogmática de este tipo de escéptico; ocurriendo que los núcleos añadidos orbiten en torno al dominante o duro. A su vez, estos núcleos añadidos será susceptibles de ser orbitados por otros orquestándose así un complejo y muchas veces caprichoso y confuso sistema de creencias, que operará al interior de la conciencia del individuo.
            Está dentro de las posibilidades de la formación y operar del sistema de creencias la presencia de más de un núcleo duro orbitado por otros; tantos como la coherencia o cordura del creyente, al que redefinimos como crédulo, pueda soportar. La condición de credulidad parecería contraria a cualquier tipo de escepticismo sin excepción (incluido el pragmático). En el individuo al que nos preferimos como escéptico pragmático y además crédulo se entiende la persistencia de ambas posturas por una suerte de permiso dado por el  abaratamiento de las creencias religiosas y equiparamiento con otras ideas y nociones (filosóficas, culturales, literarias, hasta científicas y tecnológicas…), como resultado de su incorporación al mercado mundial de las religiones y del anarquismo epistemológico y metodológico tan propio de la post-modernidad. Desde los parámetros de un utilitarismo religioso, cada vez más generalizado y reconocido como forma aceptable de religiosidad, el milagro re-dignifica a la creencia religiosa en un sentido un tanto cuanto clientelar o consonante con las leyes, de oferta-demanda, del mercado mundial de la religiones: ante la pregunta: ¿por qué crees? la respuesta pude ser: porqué mi creencia funciona, me resuelve mis problemas; el dejar de creer obedecería a la aplicación inversa de este mismo criterio: ya no funciona entonces la cambie (o adquirí otra mejor, más eficaz o útil, es decir, me resulta más motivadora, inspiradora…).    
            El fanático sirve y obedece a su núcleo duro creencial; el crédulo-pragmático busca que el suyo le resuelva sus inquietudes, angustias o necesidades: de no hacerlo, lo sustituye o en su defecto le añade otro y lo pone orbitar.  La diversidad de opciones religiosas y el menú cada vez más dilatado y actualizado de creencias e ideas de todo tipo: esotéricas, científicas y filosóficas circulando y a disposición, gracias a los avances tecnológicos, le dan al individuo la posibilidad de conocer, comparar y elegir entre muchas mercancías y expresiones religiosas. Como consumidor se siente capaz de ejercer su libertad religiosa con la mayor laxitud, pues, le parecerá factible asumir una nueva creencia pues la adopción no implicará un compromiso a perpetuidad, un embargar la fe y la fidelidad para siempre; ni tampoco el desmantelar el sistema de creencias construido y reconstruido a lo largo de la vida. Se puede hablar de una libertad religiosa laxa (casi promiscua) por su falta de responsabilidad y seriedad.
 
La pluralidad de cultos y propaganda  religiosa
Haciendo una exploración del espectáculo semiótico que ofrece la modernidad, en su creciente diversificación y aceptación de la diversidad: los objetos y las acciones que discurren, por el parpadeo del hoy, se revelan sobre-cargados de significados superficiales; de revestimientos semióticos que ocultan, en algunos casos, connotaciones culturales, históricas, filosóficas… profundas. En efecto, nos encontramos en la era de la información. ¿Pero quien sabe con seguridad lo que ocurre o el porque de las cosas? Las respuestas se anticipan a las preguntas ante el pánico colectivo de estar desinformado. De ese adquirido miedo nos salva el display o los audífonos.
            Nadie esta obligado a soportar con estoicismo el silencio o la oscuridad; preferible el ruido o las imágenes inconexas de un recorrido de canales televisivo antes que descender al abismo de la mente; y encontrarnos con esa quietud introspectiva donde germinan y se ocultan las ideas.
            El discurrir, el habitar la especialidad urbana o virtual (como usuario de las redes sociales y navegante de la red) de la  llamada modernidad, o postmodernidad, obliga el etiquetar y el etiquetarnos; en aras de convencer, vender y comunicar; lo recomendable es que todo y todos portemos  logotipos, códigos, iconos, códigos, precios. En esta polisemia de anuncios, narraciones y fraseologías la censura de la secularización se distrajo, la discreción laicista se perdió; los espacios públicos, los ámbitos de interacción colectiva, los medios de comunicación se saturaron de un espectro creciente de discursos, mensajes y significados: en este desfile de información, con sigilo y luego con desinhibición discurrieron los mensajes y los símbolos pertenecientes a tradiciones religiosas antiguas y nuevas.
            Las ideas y representaciones de Dios y las diversas expresiones teofánicas y herofánicas regresaron de su secular destierro; de su forzado confinamiento al ámbito privado y doméstico al que fueron condenadas por el dogmatismo cientificista y los delirios progresistas. Las distintas formas de lo religioso y lo espiritual tuvieron el permiso tácito de la agnóstica indiferencia, del estado y el mercado, para aventurarse más allá de los espacios templarios o del fuero interno del creyente.
            Pero, la modernidad, o postmodernidad, tenía un nuevo rostro, uno delineado por la tolerancia y el respeto a la diversidad; ese rostro luce, en apariencia, despejado de anacrónicos anticlericalismo y ateismo militante. En los imaginaros sociales, en las conciencias colectivas de los pueblos, impera un sobre-poblar de creencias y credos, de fantasías e imaginerías, de verdades y revelaciones; en este abigarrado panorama el dogma y la ortodoxia religiosa y con  ellas las espiritualidades (antiguas y recientes) acampan desprotegidas y expuestas a los rigores del mercado y a los caprichos del  desear y del aspirar (del usuarios o el consumidor).
            Hay libertad de credo y religiosa, al menos entre las naciones occidentales cuyas sociedades se publicitan como ejemplos de modernidad y progreso. Como se mencionó líneas atrás, la pluralidad de las sociedades modernas sumadas a las reglas del mercado crean las condiciones para propiciar una relación clientelar entre el operador religioso y el creyente o el prospecto a converso. La predicación que antes funcionaba en tierra de misiones habitadas por descreídos o gentiles; se adecua a los formatos y estilos propios de la comunicación en masa; el cambio también obedece a la necesidad de hacer  digerible o atractivos los contenidos del discurso y el practicar religioso a los nuevos públicos; a las audiencias conformadas por  volátiles creyentes cuya fe y lealtad, ya por sistema, el adoctrinador debe poner en duda; pues éstas, en muchas casos, la negocian en los términos de un pragmatismo y sensacionalismo religioso-emocional que espera resultados, experiencias, vivencias y emociones. En este sentido, la otrora rivalidad entre la fe y la ciencia en pos de la verdad; trasmuta en la competencia entre hacedores de milagros: los de bata blanca que trabajan en sus laboratorios y los de sotana o hábito que oran de frente a sus altares.
            El milagro entendido y reducido a simple y utilitario favor otorgado por una manifestación o representación sagrada se vuelve la referencia y pauta para el prosélito religioso. La acción providencial, el favor divino refuerza el creer; apuntalan la fe del prosélito que, dado los desmentidos de las ciencias y la racionalidad, con dificultad acepta la verdad y el culto religioso sin mas garantías y pruebas que el testimonio de quienes escrituraron o interpretan el dogma y la revelación.
            Para muchas iglesias, confesiones y sectas el manufacturar o simular milagros les garantiza nuevas conversiones y competir con cierta auto-legitimación dentro del mercado mundial de las religiones. Esta necesidad, por razones mercadológicas, es más imperiosa entre cultos de reciente aparición, pues tienen una mayor necesidad de multiplicar su capital religioso para estar a la altura y poderle dar pelea a las religiones y cultos con más antigüedad y mayor grado de formalidad en la conformación de un dogma, la estructuración de una liturgia y la formulación de cánones o decálogos morales.
            El sentido de farándula que le dan a sus predicas y prácticas ciertos operadores religiosos (misioneros, pastores, predicadores…) obedece a este imperativo de las masas de creyentes de  acudir a los lugares de culto a satisfacer necesidades del cuerpo o la psique y ya no tanto para saber y comprender acerca de los misterios de Dios y del Espíritu. En este tenor, las verdades de la teología se vuelven obsoletas y la escatología un tema prohibido; la religiosidad vitalista o comprometida únicamente con los asuntos y problemas de la inmediatez se populariza y generaliza en detrimento de formas más elevadas e instruidas de espiritualidad.
            Dios había muerto; pero la sociedad plural, abierta y el libre marcado lo resucitaron; y al contemplarse en el espejo de la conciencia humana descubrió mil mascaras a elegir. El inaplazable debate entre la Fe y la Ciencia no logra discernir quien porta las mascaras; o si sólo las mascaras son reales, valiosas  como mascaras, es decir, como portadoras de una identidad sin más significado y sentido que el otorgado convencionalmente por la praxis histórica y social. Entendiéndolas así, las mascaras dan rostro a la nada, al absurdo, a la sin razón de allí su utilidad y pertinencia. Son iguales, en lo funcional y formal, todas las mascaras (rostros ficticios o temporales de Dios o los dioses) sirven para lo mismo; el “mejor” o “peor” lo califican los usuarios. Para el escéptico pragmático y el crédulo son incluso coleccionables o incorporables a su complejo y confuso sistema de creencias cuyo caos inhabilitan su conciencia para discernir, realmente, cual es el verdadero rostro de la fe que profesan.
            La franca circulación mercantil, propagandística e incluso lúdica de contenidos y significados religiosos aunada a la confusión, o indefinición, creencial de los seudo-creyentes y seudo-escépticos de la post modernidad (que deambulan del creer al dudar en espera del o el no de la Ciencia) crean la ilusión de una falsa libertad religiosa; pues su tónica recae sólo en el derecho a elegir y seguir eligiendo, animado por las emociones o las necesidades, entre una gama de ofertas religiosas y espirituales, que el esoterismo de masas  y el mercado mundial de las religiones se han encargado de ampliar.
            La exclusividad religiosa, la hegemonía de un solo culto por el dictado de una mayoría social o la imposición del Estado en alianza con alguna iglesia, confesión o incluso secta, es cuestionada y vista como contraria a la modernidad religiosa. Por otro lado las élites políticas, intelectuales y económicas ya no se juegan sus derechos ni privilegios en el mantenimiento de una idea o concepto de lo divino; como ocurría en la antigüedad. El descreimiento o la credulidad, de las clases populares, les resulta indiferente a las elites sociales. Que los grandes públicos, que los ejércitos de consumidores suban a un monte en búsqueda del decálogo del Dios único, o le dancen al Becerro de Oro no repercute significativamente en el funcionamiento y en el orden social; el cambio de  culto o práctica religiosa es un claro síntoma de la veleidosidad popular siempre atenta a los caprichos y  deseos inducidos por las publicidad, la educación en masa y las redes sociales. 
            Emancipadas de viejas tutelas políticas, las iglesias y las religiones son dejadas en libertad para hacer proselitismo; sus evangelizadores, predicadores, pastores y sacerdotes entran en la dura competencia de reclutar o mantener adhesiones y fidelidades siempre dudosas, pues la oferta y exhibición constante de ideas y cultos se presente como una insinuación a credulidad y a la duda (es fácil creer, descreer o tener claro en que se cree).
            Si precisar la creencia del que dice profesar una religión nos plantea un problema difícil, dada la volatilidad de la fe, en tiempos de pluralidad cultural y religiosa; no menos difícil resulta el definir y entender la praxis religiosa. [11]
            El problema de la libertad religiosa no puede reducirse a la simple elección. Elegir es fácil. Como explique anteriormente, la modernidad y el propio progreso impusieron la tolerancia de culto y de conciencia a tal  grado que el individuo fue capaz de conformar, sin mayores peligros o censuras, su propio sistema de creencias (nuclear, multi-nuclear, de núcleos orbitales…) ¿Cómo poner en practica y ser coherente en la praxis religiosa si las creencias que deberían sustentarlas se le presentan al individuo bajo un esquema de pluralidad e indefinición? El crédulo, incluso el escéptico pragmático, saben y están en la idea de que creen en Dios; pero más allá de los aciertos de sus emociones y necesidades existenciales y espirituales, es casi seguro que su representación de lo Sagrado y lo Divino carezca de forma y definición y, en consecuencia, sea procesada, o testificada, en las praxis religiosa con espontaneidad, improvisación, impulsivamente o con apego a formulas preestablecidas por la ortodoxia religiosa  o por el esoterismo de masas, popular o de élites. [12]

El problema de la praxis religiosa y de la libertad 
El creyente típico (u ortodoxo) se decantará por el apego y la fidelidad a los rituales o ceremonias establecidos por la comunidad sacerdotal, resguardante de la revelación y de los símbolos sagrados. Se sujetará a un a una praxis religiosa ortodoxa, es decir, practicará y vivirá su religión con apegó y observación de los dictados de las autoridades religiosas. En este sentido, se entenderá la importancia del respeto guardo por el creyente ortodoxo a las jerarquías y al dogma; pues dicho respeto garantiza la obediencia de los seguidores (del culto o religión) a las formulas, cánones, representaciones y criterios dictaminados por los encargados de trazar la línea que separa lo herético de los ortodoxo.
            Una praxis de este tipo puede desviarse y pervertirse, cuando exige una observación rigurosa del dogma; cuando la sobre valoración del núcleo duro creencial de la persona lo obliga a que su conciencia y voluntad graviten en torno de este concreto y avasallante cuerpo de creencias y valores. A quien incurre en una praxis religiosa dogmática de común, y hacía fuera de su comunidad santa, se le reconoce como fanático. Aunque las intenciones del fanático pueden ser buenas, su acrítico proceder religioso  porta el estigma de la irresponsabilidad moral. En este tenor, la actitud de fanático puede ser deliberada o inducida mediante un alto grado de enajenación o de coacción social o emocional; en ambos casos, hay una renuncia a la libertad de conciencia y por derivación a un ejercicio inteligente, responsable y voluntario de la libertad religiosa.
            El creyente radical no se reconoce plenamente como ciudadano; desprecia la Civitas Mundi. En él persiste la frustración de vivir en un mundo ajeno, extraño, cuyos significados, valores, representaciones, normas y leyes  no reconoce ni acepta; el fanático es el habitante de una ciudad, de un mundo cuyas puertas permanecen cerradas; esa realidad sagrada a la que pertenece, por convicción, está sobrepuesto y soterrado por la realidad profana común a todos. Respecto a los conceptos: sagrado y profana, Mircea Eliade  explica que:

“Todo lo que los dioses o los antepasados han hecho, es decir, todo lo que los mitos refieren de su actividad creadora, pertenece a la esfera  de  lo  sagrado  y,  por  consiguiente,  participa  en  el  Ser.  Por  el contrario, lo que los hombres hacen por su propia iniciativa, lo que hacen sin modelo mítico, pertenece a la esfera de lo profano: por tanto, es una actividad vana e ilusoria; a fin de cuentas, irreal. Cuanto más religioso es el hombre, mayor es el  acervo de modelos ejemplares de que dispone para sus modos de conducta y sus acciones. O mejor dicho, cuanto más religioso es, tanto más se inserta en lo real y menor es el riesgo que corre de  perderse  en  acciones  no-ejemplares,  «subjetivas»  y,  en  suma, aberrantes.” (Eliade, 1981: 61)

Por eso, como ya lo mencioné, el fanático tiende a ser apocalíptico; desea la guerra y el fuego purificador que reducirá a escombros y cenizas la civilización secular y profana. Algunos de estos creyentes radicales desesperan, les gana la impaciencia; no quieren esperar la providencial expiación; a que se cumpla por jus divina, por dictado de la Voluntad de Dios, el Apocalipsis; y en su ansia incurren en una trasgresión de la integridad humana: optan por la flagelación, la mortificación, el sufrimiento, la inmolación o el sacrifico como formas de invocar la atención del Cielo; de obligar el perdón de lo Divino o, en su defecto, mediante una praxis religiosa radical y testimonial estos fanáticos se facultan una libertad, tan criticada y temida por los ateos militantes: la de proceder como agentes de un castigo aplazado contra la impiedad, la blasfemia, la profanación, la incredulidad…
            La libertad que se otorga el fanático de fiscalizar las conciencia ajenas e incluso de castigar la no adhesión a su culto es contraria y atenta contra la libertad religiosa, tanto como la secularización no menos radical (o jacobina) que prohíbe, en el ámbito público, las mínima manifestación y testificación del culto o de la creencia profesada por el practicante; por el hombre de fe o espiritual (o como diría Eliade homo religiosus).
            Tanto el fanático como el escéptico le niegan su condición de ciudadano libre y conciente al otro; es sus desplantes de descalificación y señalamiento impera la intolerancia y la arrogancia dogmática consustanciales a la seguridad y certeza experimentada por aquellos que se asumen asistidos por la razón y poseedores de la Verdad. Como después veremos, el ciudadano libre y conciente trabaja en la construcción de un ámbito, simbólico y material, de convivencia y crecimiento incluyente y tolerante que permita la testificación y ejercicio de las creencias religiosas de manera propositiva y responsable.
            En el polo opuesto de la praxis religiosa radical y de la ortodoxa también se sitúa la praxis religiosa lúdica. Este tipo de praxis es típica de la sociedad post-secularizada, donde hay un retorno de lo sagrado y de la religiosidad; pero, bajo el dictamen y la fiscalización de la Ciencia y al compás y ritmo del progreso tecnológico.
            Sin hegemonías religiosos ni totalitarismos políticos no existen ya razones ni motivos para no expresar y practicar libremente  las ideas religiosas; sin embargo, el permiso y la tolerancia están condicionados al resultado de una disputa no resuelta entre el escepticismo y la fe.
            El aplazamiento de un o de un no definitivo a la  existencia de Dios permite la multiplicación de nuevas y parciales respuestas; con cada una de ellas surgen  nuevas ofertas religiosas carentes de la certeza y del sustento que faculta un testimonio de lo Divino (o Revelación); son, paradójicamente, creaciones de la incertidumbre sembrada por un cientificismo y un materialismo despojados de tribunales inquisitoriales.
            Este cientificismo ortodoxo y radical se muestra poco dispuesto a resistir su inclinación a descalificar y menospreciar los fundamentos metafísicos, teológicos y espirituales de las religiones; estas descalificaciones sumadas a la anarquía epistemológica (pregonada por el espíritu de la Postmodernidad) que insiste en vulnerar todos los dogmatismos (incluidos los de la Ciencia) permiten reducir lo sagrado, lo religioso a sus manifestaciones y representaciones más exteriores, formales, epidérmicas: ¿Qué fundamenta y qué acredita a una religión? Es una pregunta con sentido; pero de escasa relevancia para la propaganda, la divulgación y comercialización de lo sagrado. 
            Este reduccionismo de lo religioso a sus aspectos formales (por ser en sí los más vendibles) equivale a una profanación de lo sagrado que permite su reutilización para fines menos trascendentes como el entretenimiento, la motivación emocional, la distracción y la evasión. Estos nuevos usos entran en lo que puede denominarse praxis religiosa lúdica. En sus connotaciones y representaciones más pueriles, dicha praxis aparece inserta dentro de un  universo de prácticas y contenidos propios de la cultura de masas. La parodia lúdica de lo religioso implica y conlleva también una desacralización que, en ciertos contextos y casos, sería calificada como blasfemante. No obstante, el practicante rara vez concientiza su trasgresión de lo sagrado; la asume como un derecho dado por la libertad religiosa y una licencia del cientificismo; en su imitación alegorizada de lo religioso no pretende encontrarse con la realidad Divina, sino con una versión psicologista y emocional de la realidad sagrada sin otra pretensión que la distracción, el recreo y la diversión. Sirva de ejemplo: las sociedades de admiradores de sagas y personajes de ficción como la de Harry Potter o el Señor de los Anillos; los miembros de estas sociedades lúdicas, en algunos casos, pasan de la simple imitación  histriónica de las sagas o de los personajes a su recreación rigurosa y solemne; o incluso a la estructuración de sus propias ceremonias o seudo-rituales en los que involucran elementos simbólicos y contenidos en general de estas ficciones. El carácter religioso de esta praxis se lo da, precisamente, el tono solemne y simbólico que imita o alegoriza el rigor ejecutorio del rito.
            El escepticismo cientificista y post-secularización dan las licencias; la cultura y el esoterismo de masas las ideas e inspiraciones para esta praxis religiosa lúdica muy socorrida, por cierto, por las tribus urbanas, en particular por las denominadas como darks y góticas. En estos practicantes habrá cierto grado de convencimiento y compromiso con sus recreaciones de los rituales y ceremonias religiosas; el grado de credulidad que comprometan o impliquen en su ejecución  determinará el que su praxis-religiosa trascienda su carácter lúdico y adquieran un nuevo estatus: el de imitación o plagio de lo sagrado (según lo juzgue la ortodoxia religiosa).
            Cuando los involucrados en una praxis religiosa lúdica de dan un carácter trasgresor, burlón o de confrontación con cierta religión o culto; su praxis conllevará también la blasfemia. La libertad religiosa, construida sobre los cimientos ya explicados, permite y tolera la blasfemia y más cuando ésta se reviste de praxis religiosa lúdica. No faltan trasgresores de lo sagrado que defienda su proceder apelando a su derecho a expresar y recrear sus ideas y críticas acerca la religión y de la religiosidad.
            Se da por sobrentendido que la blasfemia y la profanación es sí mismos no requieren de los rigores formales de una praxis religiosa lúdica; pueden perfectamente prescindir de este revestimiento y manifestarse con simplicidad y crudeza; y sus perpetradores se ampararán bajo el cobijo de una mal entendida libertad religiosa cuyo fundamento queda sintetizada en la frase: “si Dios no existe todo esta permitido”.
            La interrogante a resolver será: ¿Qué tipo de praxis religiosa permite un ejercicio verdadero y además responsable y comprometido de la libertad religiosa? Partiendo de lo antes dicho, no será esta praxis, la del fanático, ni tampoco la del blasfemo; sino la del creyente que se asume ciudadano de un entorno social plural y tolerante; que no se guarda para sí ni para su esfera doméstica o particular las ideas, creencias y valores que lo definen como profesante de una religión o culto. En consecuencia, su praxis religiosa testimonial implicará, por un lado, la manifestación no contestaría, retadora ni petulante de las creencias; la asumirá no tanto como un permiso, sino como una necesidad de exteriorizar los símbolos y formas que definen su identidad religiosa; entendiendo que el poner en ejecución o el exteriorizar una creencia (con rigor o como pauta de conducta moral) debe conllevar el compromiso, la coherencia y el testimonio. Sin estas implicaciones cualquier praxis religiosa, por ortodoxa que sea, desaprovechará las oportunidades que posibilita el ejercicio  maduro e inteligente de la  libertad religiosa; y se corre el riesgo de no trascender el sinsentido de la repetición rutinaria, la sujeción y seguimiento inconciente o acrítica y de mera exterioridad estética e indentitaria. Decir lo contrario sería tan absurdo como afirmar que el vestir una túnica naranja, traer rapada la cabeza, portar una campana y repetir un mantra otorgan el  derecho a llamarse budista; cuando incluso, con todos estos elementos cualquier individuo bien podría orquestarse una praxis religiosa lúdica.    
            De igual forma, el entender la libertad religiosa como un derecho para entregarse sin restricciones a la credulidad, el pragmatismo o la trasgresión religiosa imposibilita una praxis religiosa comprometida y seria; una que verdaderamente le permita a la persona madurar como creyente ejerciendo, como lo afirma Emmanuel Mounier, una espiritualidad no disociada con la ética y por tanto presente en el vida personal, social y política de la persona (2002).
            En su ejercicio, de esta praxis religiosa testimonial e integrativa, el creyente partirá de un reconocimiento de una realidad sagrada propia y consustancial a sus creencias; trascenderá el dogmatismo del fanático sin caer en los excesos del crédulo, tomando conciencia acerca de una Realidad Divina común cuya existencia explica, más allá de toda determinación histórica o cultura, la diversidad de formas y expresiones religiosas y espirituales. Una praxis religiosa de este tipo permite ejercer la libertad religiosa con sentido de identidad y pertenencia y a la vez con tolerancia hacía otros creyentes, ateos, escépticos, escépticos-pragmáticos y crédulos. El creyente que se afirme en este tipo de praxis no negará ni deseará la destrucción  de la realidad profana, antes bien intentará transformarla más que conquistarla entendiéndola también como el ámbito común del ser temporal o criatural de todos los seres humanos, de todos los creyentes y no-creyentes.
            Para un ejercicio inteligente y responsable de la libertad religiosa, el profesante o practicante religioso debe antes definir cual es su núcleo duro creencial; este será su centro y, como tal, definirá parte de su personalidad, mas nunca la totalidad; pues no le servirá ciegamente, es decir, como ocurre con el fanático, no eclipsará su criterio ni su capacidad de entender otros mundos religiosos. Claridad y apertura serán las características que definirán a dicho núcleo; claridad para no caer en los libertinajes orbitantes del crédulo y apertura que salvaran a su poseedor de cualquier tipo de dogmatismo. La clave para conjugar estos elementos será el depositar este núcleo al interior de una conciencia espiritual que, como tal, le permita al creyente entender la realidad en su triplicidad: divina, sagrada y profana. Esta conciencia espiritual cumplirá la doble función de proteger y a la vez de abrir el núcleo duro creencial; de tal suerte que evitará el desdibujamiento y el caos de la identidad religiosa de la persona y a la vez le permitirá, en pleno ejercicio de su libertad religiosa, el dialogar y convivir con creyentes de otras religiones y confesiones.
            Sin conocimiento o desde la ignorancia no se pueden tomar decisiones; sin educación no hay libertad. Para la conformación de un núcleo duro creencial, la persona requiere de ser formada teológica y devocionalmente; para desarrollar una conciencia de lo espiritual se necesita de un conocimiento universal de las religiones, lo religioso y lo espiritual. Por tanto, en la medida que la educación religiosa (en su sentido más integral y universal) estructure y defina el sistema de creencias de la persona, ayudándole a definir y fortalecer su núcleo duro creencial y su conciencia espiritual, solo entonces, podrá el creyente asumir su libertad religiosa, desde su papel de ciudadano (que acepta la constitución plural de la sociedad y es conciente de la triplicidad de la realidad). La libertad religiosa la  ejercerá este ciudadano-creyente a través de una praxis religiosa testimonial e integrativa, es decir, responsable, comprometida, tolerante y comunicativa. La praxis religiosa testimonial implica entender la libertad religiosas como una responsabilidad y un derecho para manifestar las creencias, vivir con apego a ellas y ser coherente con la religión profesada en todos los ámbitos del existir humano (el familiar, el social, el político, el económico…); reconociéndole a los demás ese mismo derecho; incluso su derecho a no creer.      

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1. Dicho de otra forma: hablar de libertad religiosa suele remitirnos a dos escenarios disímbolos de prohibición y persecución: uno donde le dogmatismo y el fanatismo religioso no conciente el disenso en materia de fe ni la incredulidad; se dice, en sociedades donde  impera el totalitarismo político-religioso; de corte teocrático-radical, la libertad religiosa queda proscrita institucionalmente; en el otro, nos topamos con el encumbramiento, en las más altas esferas del poder, de ateos militantes que asumen su descreimiento con igual fanatismo; niegan el derecho a manifestar públicamente todo creencia religiosa y, prohijando un anticlericalismo, sustentado más que en la ciencia en la ideología, la emprender contra el “fanatismo” y toda forma de creencia religiosa popular. En los dos casos el triunfo de la libertad religiosa conlleva un deslinde de competencias y una sana separación entre la Iglesia y el Estado.          
2. Las doctoras Renée de la Torre y Cristina Gutiérrez mencionan que en: “el discurso de la sociología religiosa utilizamos continuamente conceptos que articulan el sentido económico de las prácticas religiosas. Muchos de los conceptos que utilizamos sugieren que las religiones y las prácticas religiosas han ido adecuando sus reglas del juego a las reglas propias con que funciona la economía del mercado. Por ejemplo, Peter Berger introdujo el concepto de mercado religioso para explicar que la religión contemporánea se caracteriza por una diversidad de ofertas religiosas y que la competitividad entre unas y otras funciona bajo  el esquema liberal de la oferta y la demanda, y que las religiones van perdiendo progresivamente su carácter obligatorio para convertirse en una opción de elección individual”. . Renée de la Torre y Cristina Gutiérrez Zúñig. La lógica del mercado y lógica de la creencia en la creación de mercancías simbólicas Desacatos número 18, mayo-agosto 2005
3. George H. Sabine en  Historia de la teoría política, explica como las ideas de los teóricos de filosofía política moderna, Hobbes hasta Hegel, redefinieron las relaciones Iglesia-Estado en el entendido de una subordinación de la Autoridad-Espiritual al poder temporal. A la luz de esta nuevas teoría, Estado moderno no pretendió, de inicio, el aniquilamiento de las instituciones religiosas; por el contrario, que rey sería rey sobre todos sus súbditos sin reparar en la fe profesada por estos; en el residiría el poder soberano decretado en un contrato social que no requería de la firma ni bendición de ningún papa o clérigo. Todas las instituciones, incluidas las iglesias estarían bajo su égida y sus jerarcas a él (y no por ejemplo al Papa) le tendrían que rendir cuentas. 
4. En Apocalípticos e integrados, Umberto Eco trabaja el concepto de Cultura de masas y refiere que: “se convierte entonces en una definición de índole antropológica (del tipo de definiciones como «cultura bantú»), apta para indicar un contexto histórico preciso (aquel en el que vivimos) en el que todos los fenómenos de comunicación—desde las propuestas de diversión evasiva hasta las llamadas hacia la interioridad—aparecen dialécticamente conexos, recibiendo cada uno del contexto una calificación que no permite ya reducirlos a fenómenos análogos surgidos en otros períodos históricos.” (Eco, 1984: 20)
5. En su obra el Retorno de los Brujos, Luis Pauwels explica como  los nacionalsocialistas, inspirados en su ideología y doctrina, intentaron demostrar, con métodos distintos a los propuestos por la Ciencia, teorías como la Tierra hueca o acerca existencia de humanidades anteriores a la actual. (Pauwel, 1972)
6. En la Universidad Católica de Valencia San Vicente Mártir, España, el 23 de noviembre del 2010, El conocido astrofísico y sacerdote jesuita Manuel Carreira, advirtió que la teoría del científico británico Stephen Hawking por la que el universo habría sido creado por la nada carece de "rigor y de validez científica”.
7.
El creyente puede ser un convencido por el adoctrinamiento, predicación o ser simplemente un autodidacta religioso: en el primer caso su fe religiosa será una herencia moral de sus padres y ancestros; en el segundo será resultado de una conversión inducida por agente religioso (misionero, predicador o evangelizador); el tercero, él, por su cuenta, revisó, estudió e interpretó la literatura sagrada o quizás su experiencia de cierta praxis religiosa o simbología sagrada le reveló verdades o le posibilitó experimentar emociones que lograron su conversión. El milagro, como una intervención de la realidad Divina dentro o fuera del ámbito de lo sagrado logra, en muchos casos (sino es que en todos) la conversión definitiva de un creyente. El milagro es el de la Religión a la existencia de Dios; es una respuesta personal o acotada un grupo de fieles o de posibles conversos; de allí, que igual con los no parciales de la Ciencia; ningún milagro, de momento, a servido como prueba definitiva. Para el creyente, la iconología y la literatura sagrada pierden relevancia ante la constatación o revelación de lo Divino; las alegorías, las representaciones y las figuraciones sagradas (expresiones de la praxis, el arte y la literatura sagrada) tienen un carácter instrumental respeto a lo Divino; cumple la función de facultad y sostener la fe de un creyente sobre una realidad que no percibe ni comprende del todo. Cuando esa realidad se revela por si misma: los instrumentos de la fe no pierden su valor más sí su importancia. El Creyente radical o fanático es aquel que, no albergando ya ninguna duda sobre la verdad de su creencia, encuentra despreciable e insoportable la realidad profana; la evita y en caso extrema sueña con su aniquilamiento; en el fondo, el fanático es un creyente de ideas y sentimientos apocalípticos: sueña y desea el fin del tiempo y del espacio profano; su impaciencia espiritual lo puede conducir al denominado por Durkheim, el suicidio altruista.     
8. El ateo no fanático es un descreído que antes fue un escéptico a quien la revelación y el discurso teológico que la acompaña no logró convencer; o en su defecto terminó dándole la razón a los argumentos de la Ciencia, a sus parciales no a la existencia de Dios. Este tipo de ateo muchas veces se da a la tarea de fundamentar su posición, de argumentarla; y para esto se vale de la Filosofía y la Ciencia; algunos inclusos acuden a religiones como la Budista en la que encuentran una concepción lo bastante abstracta y despersonalizada de lo Divino que encuentran congeniable con su negación de Dios; un término para referirse a ellos es de agnósticos. El agnóstico no se preocupa por las discusiones acerca de si Dios, el alma, los ángeles existen; es por lo común un cientificista o racionalista que encuentra ocioso y absurdo el tan sólo plantearse estas preguntas pues son incontestables, al menos para el intelecto humano. El ateo fanático o militante (antiteo y anti-clerical) en muchos casos fue un creyente convencido que necesitó y esperó un milagro, un auxilio, una intervención de lo Divino. Al no presentarse la ayuda providencial además del descreimiento le sobrevino el enojo ante la indulgencia de Dios (su enojo puede estar acompañado del auto reproche de esperar la ayuda de un ser “inexistente” o “indiferente”. Puede ocurrir también que su desden o resentimiento hacía Dios se deba a un desencuentro con lo sagrado; es decir, con la representación y relativización de lo  Divino en el plano humano y mundano. Es decir, una mala experiencia con las instituciones o personas hierofánicas o consagradas al culto es causa suficiente para que un creyente abjure y asuma una actitud anti-clerical que, en determinados casos, derivará en un ateísmo radical o antiteo. 
9. El concepto esoterismo de masas lo he desarrollado en varios artículos, el más reciente, publicado por la Universidad del Valle de Atemajac, en la Revista Querens: Ciencias religiosas, volumen 13, número 37, 2012; se intitula “La cultura católica como parte del esoterismo de masas.” En el explico que el esoterismo debe ser entendido como el conjunto de creencias, ideas, iconos e imágenes religiosas, espiritualistas, ocultistas, mágicas… presentes en las narrativas y representaciones de un sinfín de productos culturales, creados para un consumo a gran escala, que circulan en los medios masivos de comunicación y en el Internet. Esos contenidos esotéricos presentes e series de televisión, películas, noveles, videojuegos, comics, anima… son plagiados de distintas tradiciones y culturas por creativos (escritores, guionistas, diseñadores…), las intenciones de estos artistas no es adoctrinar, sino sólo agradar y entretener a sus públicos y consumidores, de tal suerte que sus creaciones, en la mayoría de los cosos, solo reproducen los aspectos más emocionales y estéticos de las formas e ideas religiosas y espirituales. En el trato con esos contenidos religiosos, estos creativos son eclécticos; entre los que entremezclan ideas y símbolos de distintas tradiciones espirituales; las reconstruyen, las recrean a capricho de su imaginación e inventiva sin apego a los dictados de ninguna autoridad religiosa o espiritual. No lo requieren ni necesitan. Su intención es agradar y vender.
10. Sobre el tema de las sectas perniciosas y adictivas puede consultarse la obra de Pepa Rodríguez: Adicción a las sectas (2000). En esta obra el autor no sólo explica casos de organizaciones religiosas sectarias del tipo totalitario que reclutan prospectos entre las poblaciones emocional y psicológicamente vulnerables: como son los adolecentes, las mujeres divorciadas, los hombres solos. El libro tiene la particularidad de que previene contra la influencia de estos seudo cultos religiosos, explica como funcionan y da pautas para ayudar a las victimas.
11. Por praxis religiosa habrá de entenderse no sólo como la ejecución o participación en los ritos de una determina creencia; el concepto abarcará también el hecho de profesar, es decir, de portar una creencia y sostenerla a través de una constante ejercicio de auto-convencimiento que conlleva poner a prueba la fe, ante una serie de desmentidos empíricos y refutaciones de la Ciencia acerca de la validez de lo Sagrado y la existencia de lo Divino. La praxis religiosa implica desde los actos más ostensibles y testimónieles del creyente: como el inmolarse por sus creencias; hasta los menos perceptibles como el musitar una oración o pensar en la divinidad amada.
12. Dado su origen y público, los movimientos y corrientes esotéricas pueden ser clasificados en tres tipos: esoterismo de elite, popular y de masas. El de elites es sin duda el más culto y formal de los tres; sus exponentes y difusores son en su mayoría hermandades o fraternidades que se ostentan como depositarias de un saber oculto  puesto a resguardo de los profanos, entendidos como los no cualificados e indignos de acceder y comprender  los “grandes arcanos”. Por lo anterior, a este tipo sociedades esotéricas u ocultistas, al menos en sus orígenes, no les interesaba divulgar masiva ni públicamente sus doctrinas;  y resultaban, en su generalidad, escrupulosas en el reclutar y demandantes con la disciplina y lealtad de sus  miembros. A pesar de que con el tiempo han atenuado su rigurosidad y hermetismo, en el esoterismo de elites persiste la idea de que el saber que atesoran sus grupos es para uno cuantos: para una elite intelectual, económica o incluso racial.  La masonería es en el mundo occidental la más típica y reconocida organización identificable en el esoterismo de elites; estaría la también la Rosacruz y las derivaciones más contemporáneas de estas como el espiritismo y la Teosofía. El otro esoterismo, antítesis del anterior, el esoterismo popular (al que también valdría llamar tradicional) es el personificado por practicantes de saberes ancestrales como los brujos o chamanes. El cuerpo doctrinal y ritual de este esoterismo lo encontramos disperso en creencias populares vinculadas a tradiciones esotéricas o místicas afines o desafines con el teísmo-judeo-cristiano. Este esoterismo es el más desprestigiado y desvalorado por la Religión y la Ciencia. Los teístas le llaman brujería; los cientificistas, superchería. El brujo no guarda, como dice, Pierre Bourdieu, ningún tipo de recato moral en cuanto a sus intenciones lucrativas, a diferencia del clero  regular de toda Iglesia que supedita, en parte, su legitimidad como autoridad religiosa a su rectitud moral (real o al menos aparente). No busca el brujo sistematizar su cuerpo de creencias hasta convertirlos en una doctrina que instituya nuevos criterios hierofánicos para distinguir los sagrado de lo profano; criterios indispensables en la conformación de bienes religiosos y por ende de un capital religioso (Bourdieu, 2006: 66). Sin dicho capital no es posible la conformación de una fraternidad, secta o iglesia. El  último de los esoterismos, el esoterismo de masas es el que más circula por las anchurosas y mundiales rutas del mercado mundial de las religiones; uno de sus sellos, como dirían las doctoras Renée de la Torre y Cristina Gutiérrez, es la mercantilización de lo sagrado (De la Torre, 2005).  No crea nuevos bienes religiosos, sino que los plagia o expolia tanto del esoterismo de elites o del popular. Toma prestado de estas fuentes símbolos, ideas, creencias y prácticas; las recrea estéticamente y adecua a los formatos demandados por los canales del mercado mundial de las religiones. Los artífices de estos plagios y remanufacturas no son ya profesionales de la religión, la magia o la brujería sino aficionados y creativos con motivaciones lucrativas o en el mejor de los casos estéticas. Un ejemplo de este esoterismo de masas son las novelas de Dan Brown, como El código Da Vinci  y la saga cinematográfica Star War.    

 

 

 
 
 
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