La democracia y su violencia originaria. Una reflexión filosófica
Democracy and its original violence. A philosophical reflection
Recibido: 23/08/2016
Revisado: 26/09/2016
Aprobado: 04/11/2016
Roberto I. Rodríguez Soriano
Instituto de Educación Media Superior
de la Ciudad de México (MÉXICO)
calla_o@yahoo.com.mx
Resumen
Este trabajo ofrece una reflexión filosófica sobre los supuestos teóricos fundamentes de la democracia liberal moderna. A partir de esta reflexión se ubica la violencia estructural de ésta en cuatro de sus supuestos elementales: la representación del poder político, la idea del contrato social, el derecho de ciudadanía y los cuerpos policiales necesarios para conservar la democracia.
La finalidad de este análisis deconstructivo es plantear balances certeros sobre las posibilidades o imposibilidades reales de las democracias liberales.
Palabras clave: Democracia. Soberanía. Contrato Social. Violencia. Representatividad. Ciudadanía.
Abstract
This work offers a philosophical reflection on the theoretical fundaments of modern liberal democracy. This reflection located its structural violence in four of its basic assumptions: the representation of political power, the idea of the social contract, the right to citizenship and the necessary police forces to preserve democracy.
The purpose of this analysis is to present accurate deconstructive balances on real possibilities or impossibilities of liberal democracies.
Keywords: Democracy. Sovereignty. Social Contract. Violence. Representativeness. Citizenship.
Si entonces descubrimos qué poco se afligen
acto seguido los sometidos por el origen
horrible del Estado, de tal modo que, en el
fondo, la historia universal no ha instruido peor
sobre ninguna clase de acontecimientos que
sobre la realización de aquella usurpación
súbitamente violenta, sangrienta y casi siempre
inexplicable; si antes bien, aquella magia del
Estado hincha automáticamente los corazones,
suscitando el presentimiento de un profundo e
invisible propósito allí donde el entendimiento
sólo es capaz de ver una adición de fuerzas; si,
incluso ahora, el Estado es considerado con
fervor como el fin y la cumbre de los sacrificios y
los deberes de los individuos; entonces desde
todo esto habla la tremenda necesidad de
Estado, sin la cual no tendría éxito la
naturaleza en el intento de alcanzar, a través de la
sociedad, su redención en la apariencia, en el
espejo del genio.
Friedrich Nietzsche
Introducción
La teoría política moderna supone la cesión del uso de la fuerza individual para la autoconservación a la misma sociedad política; la tarea de esta última es asegurar y conservar los derechos primarios y las propiedades de cada miembro de la sociedad. A un conjunto de individuos se les encomienda el ejercicio de ese poder político. Es decir, hay un ejercicio de representación del poder político. Estos individuos, encargados de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial, están obligados a gobernar según las leyes establecidas y conocidas por el pueblo y no por decretos arbitrarios (democracia representativa). Debe utilizarse la fuerza de la comunidad en el interior de la misma sólo para la ejecución de las leyes y exteriormente para prevenir y repeler injurias extranjeras, para cubrir a la comunidad contra invasiones. Todo esto para asegurar la tranquilidad, seguridad y felicidad del pueblo.
Así, de acuerdo con el relato, la comunidad política se erige sobre un contrato social que asegura la supervivencia de sus miembros. A través del pacto se conforma un cuerpo de representantes que, a su vez, conforman un gobierno. Éste, debe, precisamente, asegurar la justicia y supervivencia de los contratantes, y debe, de implementar los medios necesarios para que esa justicia y supervivencia se aseguren.
Este relato que supone la democracia moderna, resultado del contrato social, supone varias premisas. Una de ellas es que los individuos que forman parte del pacto (o contrato) tienen el poder político y lo pueden ejercer cuando así lo crean necesario; otra de ellas es que el pacto se hace de manera libre y voluntaria; se supone también una igualdad primaria entre quienes conforma un pacto. Otra suposición es que las decisiones tomadas de manera democrática buscan un bien común.
Sin embargo, la fundamentación teórica del liberalismo y su democracia moderna implican formas de violencia estructural que están encubiertas por el mismo relato originario (punto cero) que supone el contrato social.
La violencia estructural de la democracia liberal moderna, encubierta por formas discursivas y prácticas, finca múltiples formas cotidianas de acción e interacción entre grupos sociales que se traducen en formas diferentes de violencia cotidiana.
En este trabajo se ofrecerá una reflexión de cómo esa violencia estructural se presenta en, por lo menos, cuatro supuestos elementales de la democracia liberal moderna: la representación del poder político, la idea del contrato social, el derecho de ciudadanía y los cuerpos policiales necesarios para conservar la democracia.
La representación del poder político y la democracia moderna
Michel Foucault dedicó el primer capítulo de su libro Las palabras y las cosas al análisis del cuadro del pintor sevillano Diego Velázquez titulado Las meninas. Una de las lecturas que hace Foucault del cuadro desentraña algunos elementos sobre la representación del poder político que se desarrolló en la Época Clásica y que se generó en la Época Moderna. [1]
Prestemos atención a la lectura de Foucault. La obra representa una escena en la que el pintor Diego Velázquez, que queda en la perspectiva de la escena frente al espectador, pinta a Felipe IV y a su esposa Mariana de Asturias. Éstos no se muestran de manera directa en la representación porque se encuentran en la perspectiva del espectador del cuadro. Se muestran a través del reflejo de un espejo que está en fondo, en el último plano de la pintura, de la sala en donde se lleva a cabo la escena. Éste queda frente al espectador.
Velázquez frente a su lienzo sobresale de éste para echar una ojeada a sus modelos y captar algunos detalles. Su mirada está fijada en un punto invisible que estaría fijado frente a él, en el lugar que se encuentra el espectador, nosotros.
Así, la mirada de Velázquez establece, aparentemente, una reciprocidad con el espectador. El espectador ve el cuadro en el que el pintor lo mira. No obstante, advierte Foucault, lo que en apariencia es un simple cruzamiento o intercambio de miradas es en realidad un “compleja red de incertidumbres, de cambios y de esquivos”. Esto se debe a que el pintor sólo dirige la mirada hacia el espectador en la medida en que éste es su objeto. El espectador resulta ser una añadidura; no es una mirada real o natural que se dirige hacia el espectador, la que traza el pintor. Ahí, en el lugar del espectador está lo que siempre ha estado delante de éste. No obstante, la mirada del pintor se dirige, al mismo tiempo, más allá del cuadro al espacio indeterminado que tiene frente, aceptando tantos modelos como espectadores.
Así, ninguna de las miradas sería estable. En el juego que hace el pintor con respecto del modelo y es espectador se vuelve infinito. Foucault señala que esta inestabilidad del cuadro, en cuanto a las miradas, implica que el espectador por el hecho de que no ve más que este revés, éste no sabe quién es, ni o que hace: “¿Vemos o nos ven?” (Foucault, 1999, pags. 21-22).
Foucault ubica uno de los puntos centrales de la perspectiva y de la organización del cuadro en el espejo que refleja a Felipe IV y a su esposa. Este reflejo hace un desdoblamiento en el punto de fuga del cuadro. Por un lado la imagen reflejada en el espejo es la imagen ante la cual todos los demás personajes del cuadro se encuentran. La escena del cuadro se conforma así a partir de una escena. Lo que ven los personajes del cuadro es a los soberanos quienes serían el tema central de la composición. Sin embargo, como lo señala Foucault, éstos están representados a partir de la imagen “más pálida, la más irreal, la más comprometida de todas la imágenes”. Paradójicamente, son el elemento central de la pintura y de toda su composición.
Una de las cosas que resulta relevante es que esta posición central es ocupada de manera triple. Por un lado se encuentra de manera ficticia (simbólica) ocupada por los soberanos (los modelos sobre los que recaen todas las miradas); en segundo lugar, la posición ocupada por espectador de la pintura y, por último, la posición del pintor que compone el cuadro (Velázquez). Estas tres perspectivas, que conforman prioritariamente la estructura y contenido del cuadro, coinciden en el mismo punto. Sin embargo, la pregunta es ¿por qué si las tres perspectivas convergen en el mismo punto no aparecen las tres en el reflejo del espejo? Sólo aparecen las figuras de los soberanos, no la del espectador, ni la del pintor. El lugar que domina el poder soberano es también la del espectador y la del pintor. Sin embargo, éstos, a pesar de ser retrotraídos al interior del cuadro, no forman parte de él.
El poder soberano está ausente de la representación. Se vuelve una especie de ilusión o de vacío en sí mismo que sólo adquiere integridad a partir de la recomposición que realiza el espectador o del pintor.
En este juego de representaciones, a partir de una lectura política, se puede formular la pregunta sobre la ubicuidad del poder político. Velázquez ubica a Felipe IV a partir de una representación que queda relegada a un último plano en el cuadro. Sin embargo, esto no implica que el poder político mismo quede relegado a un segundo o tercer plano. La centralidad del poder político, en su representación, es el punto originario que configura la composición de la pintura.
En la Época Clásica el ser humano no es quien hace el orden del mundo, es Dios. Su papel es, entonces, clarificar el orden del mundo. Se trataba de brindar una descripción de algo que ya estaba en principio ahí puesto. Para tal efecto construía una forma de representación artificial, un lenguaje, un conjunto convencional de signos. No obstante el ser humano no era el que otorgaba un significado a esa actividad. Él clarificaba, pero no creaba; no era una fuente trascendental de significación (Dreyfus &. Rabinow, 2001, p. 47).
El ser humano es un sujeto cognoscente, un animal racional que no se representa per se. El es ordenador que no puede hallar su lugar en el cuadro que organizaba. Así, en la Época Clásica el ser humano no tienen un lugar en tanto sujeto ordenador y objeto ordenador. Foucault hace una lectura de la obra de Velázquez Las Meninas a partir del acto de representación y de la configuración del sujeto que hace esa representación. Señalan Dreyfus y Rabinow que la explicación que plantea Foucault sirve para tematizar la estructura del conocimiento tanto en la Época Clásica como en el periodo siguiente, la Época del Hombre. (Dreyfus & Rabinow, 2001, p. 48) Lo que muestra este cuadro es el mundo de las representaciones; las funciones de la representación. No se representa un sujeto unificado y unificante que genera estas representaciones y las convierte en objetos. (Dreyfus & Rabinow: 2001, p. 51) Supongo que esta representación no solamente vale en un sentido epistemológico, sino en un sentido práctico (político) también.
¿Qué implicaciones políticas tiene esta representación? ¿Dónde está ubicado el poder soberano? ¿De qué habla esta forma de representación para la concepción política moderna? El poder soberano, la figura, su representación está descentrada (el soberano). El espectador, quien configura el cuadro, asume el poder soberano; la posibilidad de representar el poder soberano y configurar la serie de relaciones que definen la fragilidad y la inestabilidad de la composición del cuadro. El espectador se sitúa en el lugar del soberano y ejerce un poder determinado, aunque el soberano, el poder soberano, esté ahí, en su figura, en su representación.
El siglo XIX representó el momento de la consolidación de la estructura del Estado Moderno con su base teórica liberal. Se concreta la transformación de la “teoría clásica de la soberanía” en que el poder soberano recaía en el monarca.
La transformación de la estructura política monárquica en la estructura política moderna descentralizo la ubicación monopólica del poder político que recaía en el arbitrio del monarca y la recentralizó en un organismo Estatal en que, ahora, el poder político era ejercido, en términos teóricos, por la comunidad política misma a través de un proceso de representación. El uso y aplicación del poder político, por parte de la comunidad política, tiene el objetivo preciso de la salvaguarda de la supervivencia de “todos” los miembros de la comunidad política. Aquí el surgimiento de la democracia moderna.
Una lectura teórico política del cuadro de Velázquez, en su juego de perspectivas, muestra las representaciones que cimentan la concepción política de la modernidad en sus aporías originarias. El poder político, soberano, se conforma y constituye a partir de una representación que ubica a quien, en términos teóricos, pertenece el poder político, a partir de la representación de un ente abstracto que puede adquirir múltiples formas (en el caso de la representación de Velázquez es el rey, pero esta figura puede ser cualquier otra, Estado, Nación, Familia, etc.). El efecto y acto de ese poder político es resultado de una representación. La democracia moderna, a partir de sus procedimientos representativos, se vuelve un juego de representaciones que des-centran la ubicuidad del poder político soberano; haciendo a su vez imposible, o por lo menos sumamente dificultoso, ubicar concretamente a quien ejerce ese poder soberano. Tal vez habría que poner más atención en la figura del pintor, Velázquez, en el cuadro de Las Meninas.
La paradoja de la representación del poder político se juega en la ausencia-presencia. La violencia correspondiente a este juego es la representación del poder político y la creencia del sujeto de poseer ese poder político.
John Locke, la teoría clásica liberal, el contractualismo y la democracia
La tradición antigua (medieval) había desarrollado una concepción del mundo natural, una teoría política, una ética y una filosofía social sustentada por la religión, en específico, por el catolicismo. Una de las primeras tareas que debía llevar a cabo la nueva clase que fue consolidándose a partir del siglo XVIII (burguesía), sería la de desarticular ese sistema de ideas sobre el mundo. Este grupo social en ascenso comprendió que el camino necesario para llevar a cabo esta tarea era desprender el mundo de los fenómenos naturales del terreno de lo sobrenatural. Una consecuencia de esto fue el apoderamiento de la naturaleza. El mundo material, inmediato y directamente accesible, era el que le interesaba. Éste era el mundo que debía de arrebatarle a la religión.
Va surgiendo poco a poco el liberalismo. No obstante, éste no se configura como un cuerpo coherente de doctrinas sino hasta el siglo XIX. La burguesía naciente fue adaptando a sus intereses la religión y la cultura. No buscó la libertad como fin universal, sino como un medio para el disfrute de riquezas. En este sentido fue adoptando y conquistando espacios sociales y económicos de poder, principalmente en el Estado. Éste se fue convirtiendo en el principal aliado del capitalismo y del sistema laboral. A través de la conquista del Estado logrará la consolidación de su poder y de su libertad.
El Estado naciente moderno logró consolidar su poder y controlar el comerció exterior e interior, la producción y las condiciones de trabajo. El Estado se convierte en el celoso defensor de la propiedad. El axioma será que la propiedad privada existe por “ley natural”.
Precisamente fue el filósofo inglés John Locke, a finales del siglo XVII, quien comenzó a asentar y a fundamentar filosóficamente las inquietudes ideológicas del liberalismo burgués. Por un lado, Locke intenta refutar la teoría de Robert Filmer sobre el poder absoluto. Por otro lado, completa su ataque al absolutismo del siglo XVII a través de su crítica al pensamiento de Thomas Hobbes.
John Locke sintetiza las premisas básicas de la teoría contractualista liberal. Bajo esta idea, propondré una interpretación de las bases generales de la democracia liberal.
John Locke parte de la idea de un Estado de Naturaleza, de un estado anterior a la sociedad y al gobierno. Los humanos se encuentran en absoluta libertad, lo que significa que pueden hacer lo que quieran y disponer de sus personas y bienes según les parezca, con la única restricción que les impone los límites de la ley natural (Locke, 2005, p. 11). Esta ley coincide con la razón que mostraría a todos los humanos que quieran consultarla que al ser todos iguales e independientes, nadie le debe causar daño a otro en cuanto a su vida, salud, libertad o posesiones. Entonces, el individuo vive acorde con la ley natural (Locke, 1990, pags. 37-38). Así viven entre sí, conforme a la razón, sin un jefe común.
La ley de la naturaleza, la razón, enseñará a todos los humanos que “siendo todos iguales e independientes”, no debe perjudicar uno al otro en cuanto a su vida o salud, en su libertad o sus bienes “porque los hombres, siendo todos obra de un Artífice infinitamente sabio y poderoso, y lo servidores de un Dueño soberano, colocados en el mundo por él, y para lo que guste, le pertenecen en toda propiedad, y su obra debe durar tanto como quiera, no cuanto desee cualquier otro” (Locke, 1990, p. 13).
Para Locke el Estado de Guerra se caracterizaría por una situación de enemistad y de destrucción. Se ocasiona cuando, estando en el Estado de Naturaleza, un individuo agrede y atenta contra la vida de otro. En este caso, el agredido puede destruir al agresor, ya que está de por medio su vida (Locke, 1990, p. 20). La persona que agrede está desobedeciendo al “ley natural”, la ley de la razón, por esto debe ser tratado como un animal.
Una vez que cesa la violencia, cesa el “Estado de guerra” entre los que son miembros de una sociedad. Así, estaría todos obligados nuevamente a someterse a la determinación de las leyes.
Sin embargo, aquí no hay tribunales, ni jueces, ni “leyes positivas”. Esto abriría la posibilidad de que se continuara indefinidamente un “Estado de guerra”. Para terminar con esta situación los humanos forman sociedades.
El estado opuesto al Estado de Naturaleza es la Sociedad Civil (Locke, 1990, p. 63). Los humanos nacen en una “igualdad primaria”, y con el derecho de disfrutar tranquilamente y sin control, de la naturaleza. Se tiene el derecho de conservar sus bienes propios como son su vida, su libertad y riqueza, contra cualquier tipo de ultraje que pueda oponérsele. También se tiene el derecho de juzgar y castigar a los que violan las leyes naturales.
Al formar una comunidad política, los miembros de ésta, se despojan de su poder natural, entregándoselo a la misma con el fin de que disponga del poder de la comunidad política para garantizar sus derechos. De esta forma, la comunidad política se vuelve soberana. La comunidad establece ciertas leyes, ejerce su poder legislativo, y autoriza a ciertos hombres de la comunidad para hacer ejecutarlas, haciendo uso de su poder ejecutivo.
Locke pone a la propiedad como uno de los derechos que da la ley natural. Como ya se ha señalado, para él los humanos desde que nacen tienen el derecho de su autoconservación, lo que implica que tienen derecho a comer, beber y de beneficiarse de todas aquellas cosas que la naturaleza procura para su subsistencia.
Cada humano tiene una propiedad que le “pertenece”, valga la redundancia, a cada persona. Y a esa propiedad nadie tiene derecho, más que la persona a la que le pertenece. En este sentido, el trabajo que su cuerpo realice le pertenece sólo a él, ya que ha sido producido con sus propias manos, con su propia energía. Así, todas las cosas que toma de la naturaleza, que las saca del estado en que la naturaleza “la produjo y la dejó”, que la modifica a través de su labor y le añade algo, por consiguiente, le pertenecen. Esto se justificaría ya que al sacarla del estado en que la “produjo” la naturaleza, agregó algo a ella y, de acuerdo con Locke, esto haría que le perteneciera (Locke, 1990, p. 57).
Locke se pregunta cómo es que en la sociedad civil puede asegurar la defensa de los derechos de propiedad del individuo. Primero, en el estado de naturaleza falta una ley establecida y fija que permita llevar a cabo dicha defensa. Falta también un juez público e imparcial que pueda resolver los conflictos entre los diferentes individuos. En tercer lugar, falta un poder que respalde y de fuerza a la sentencia cuando ésta sea justa. Por esta situación señala Locke que la humanidad, estando en el “Estado de naturaleza”, padece un estado de enfermedad. Por este motivo se inclina para iniciar la sociedad. Los humanos buscan seguridad y protección. Busca dicha protección bajo las leyes de un gobierno. El gobierno es el que le puede dar esa seguridad. El deseo de seguridad es el que anima a los individuos a ceder el poder de castigar por su mano para entregárselo a una persona para que lo ejerza entre ellos. A su vez, esto es lo que obliga a conducirse según las reglas que han sido aceptadas por los mismos miembros para el fin acordado. Según Locke este es el origen del poder ejecutivo y legislativo, respectivamente (Locke, 1990, p. 135). Los poderes de hacer leyes y de ejecutarlas, son depositados en manos de una, o de varias personas. De esta manera, la forma de gobierno de una sociedad va a depender de dónde se deposita el poder legislativo.
Locke sostiene que el poder del gobierno debe tener un límite (principio teórico de la democracia). El límite son las leyes establecidas y promulgadas para el bien de la sociedad. En otras palabras, el poder del gobierno tiene como fin y como límite del ejercicio de ese poder, la preservación de toda la sociedad. Asegura Locke que cuando el poder pasa a manos del magistrado, éste debe de tener como finalidad, y a su vez, como límite de su poder, la preservación de los miembros de la sociedad en todo lo referente a sus vidas, sus libertades y sus posesiones (Locke, 1990, p. 174).
La pregunta que surge de lo anterior es qué pasa cuando el depositario del poder sobrepasa los límites anteriormente establecidos y no cumple con las funciones para las cuales le fue concedido el poder. A esto le sucede la disolución del gobierno. Ya se ha dicho que una sociedad política se conforma cuando cada individuo establece un acuerdo con los demás.
Bien, como ya se había señalado, la teoría política de Locke toca los puntos centrales que constituyen lo que puede considerarse la teoría política liberal clásica. Entonces ¿cómo se entiende la democracia dentro de la teoría liberal moderna? La democracia, siguiendo el núcleo teórico de Locke, se asume como una determinada forma de organización política en que cada uno de los miembros tiene injerencia para determinar los procedimientos comunes que le permitan resguardar sus derechos naturales. Esta forma de injerencia se entiende a partir de proceso de representación que conforman entidades políticas con este fin. El liberalismo es una teoría contractualista que supone que los seres humanos asumen un pacto social a partir del cual se crean y consolidan las posibilidades del cumplimiento de sus fines.
Norberto Bobbio caracteriza dos tipos de democracia: representativa y directa. A la primera la describe como aquella en donde las deliberaciones que involucran a toda la colectividad son realizadas por personas que elige la colectividad para este fin. El otro tipo de democracia se caracterizaría por una forma de organización en donde las deliberaciones en cuanto a asuntos que conciernen a la colectividad son realizadas de manera directa por los miembros de ésta (Bobbio, 1986: 32). Sin embargo, la democracia directa resulta prácticamente inoperable. Bobbio criticará la insistencia de Rousseau de desconfiar de la democracia representativa en el sentido de que la libertad se desvirtúa cuando la soberanía popular termina delegándose en los elegidos para que estos decidan por ellos (Córdoba, 2008, p. 38). [2]
Para Bobbio la democracia moderna nació de la concepción individualista y atomista de la sociedad (Locke). Junto con ésta, la forma representativa implicó el supuesto de que los individuos, una vez que son investidos de su función pública de seleccionar a sus representantes, han hecho la elección más adecuada a los intereses de la comunidad política (Bobbio, 1986: pags. 110-111).
Para Bobbio el Estado liberal no solamente es el supuesto histórico sino también jurídico del Estado democrático. Así, señala, ambos son interdependientes en dos formas: “1) en la línea que va del liberalismo a la democracia, en el sentido de que son necesarias ciertas libertades para el correcto ejercicio del poder democrático; 2) en la línea opuesta, la que va de la democracia al liberalismo, en el sentido de que es indispensable el poder democrático para garantizar la existencia y la persistencia de las libertades fundamentales”. (Bobbio, 1986, p. 15)
Cómo se ha expuesto, el planteamiento genealógico contractualista del Estado moderno, de sus bases liberales y democráticas modernas a partir de la síntesis que hace John Locke, supone dos estadios. Uno natural o pre-político y otro, político o civil. No deja de llamar la atención que las bases de la condición pre-política suponen una igualdad humana originaria (punto cero) que, en cierto momento, requiere otra forma de organización para poder asegurar su subsistencia. Precisamente lo que se conforma es una organización política que asegure esa posibilidad. Habría que ubicar la violencia originaria de la conformación política democrática moderna en este punto. Para precisar esa violencia es útil hacer referencia, sin perder de vista a Locke, el pensamiento político de Rousseau, otro contractualista fundante de la teoría liberal.
La propuesta de Rousseau, al igual que la de Locke, parte de una teoría contractualista. Supone la existencia de un estado previo a la organización social en la que los seres humanos están dominados por una ley natural que dicta velar por la seguridad. Esto implica, por consecuencia, que impera la ley del más fuerte. Esto implica, a su vez, que la voluntad de una persona se impone sobre los intereses de otros sin mayor arbitrio que la ley personal que puede imponer sobre los demás.
Supone Rousseau que llegó un momento en que los hombres salieron de este estado de naturaleza: “llegados a un punto en que los obstáculos que perjudican a su conservación en el estado de naturaleza logran vencer, mediante su resistencia, a la fuerza que cada individuo puede emplear para mantenerse en dicho estado”. (Rousseau, 2007, p. 45)
El Contrato Social es el resultado de la búsqueda de una forma de asociación que defienda y proteja de toda fuerza común a la persona y a los bienes de cada asociado, por virtud de la cual cada uno, al unirse a todos los demás, no obedece sino as í mismo, de manera que quede libre como antes.
Para Rousseau el cuerpo político o el soberano (que se forma a través del pacto) no puede tener interés contario al suyo. De esto que no se necesite alguna garantía con respeto a los súbditos. Rousseau está consciente de que efectivamente hay intereses particulares, sin embargo, esos intereses son menos valiosos que lo que el pacto les ofrece: “Esto no significa otra cosa sino que se le obligaría a ser libre, pues tal condición, que dándose cada ciudadano a la patria le asegura de toda dependencia personal; condición que constituye el artificio y el juego de la máquina política y que es la única que hace legítimos los compromisos civiles, los cuales sin esto serían absurdos, tiránicos y estarían sujetos a los más enormes abusos” (Rousseau, 2007, p. 49).
Es importante insistir que para Rousseau la institución del gobierno sólo es una comisión o un empleo establecido por la ley. Este es un punto clave del fundamento democrático.
Por otro lado, para Rousseau la soberanía debe ser ejercida por todo el pueblo para que realmente pueda ser ésta legítima. El filósofo español Reyes Mate ha hecho una reflexión aguda y crítica contra la tradición contractualista de la cual Locke y Rousseau son representantes; y fija su análisis en la obra de Rousseau. En esta crítica habría que señalar que Reyes Mate apunta que la elaboración teórica de Rousseau es eso, es decir, no pretende ser un estudio histórico que ofrezca pruebas contundentes. Él plantea sólo una hipótesis (Reyes Mate, 2011, p. 147). [3]
El segundo punto que destaca Reyes Mate en su lectura de Rousseau es que este último busca una respuesta política de un sujeto moderno consciente de su responsabilidad histórica.
De acuerdo con la reflexión de Rousseau, el hombre es libre porque es igual, en el sentido de que, anterior a la sociedad, el hombre se encontraba en un estado de igualdad. Señala Reyes Mate que la salida del estado de naturaleza al estado de sociedad, al estado civil, coincide con el uso de la razón y de la voluntad, pero que es un momento traumático porque suscita una trasgresión del orden natural. La sociedad es la que pervierte y degrada al ser humano (Rousseau, 1923, p. 41).
Lo que establece Rousseau es que las desigualdades no son naturales, sino que son históricas; son producidas por los propios humanos. Entonces, el Contrato Social representaría una forma de asociación que creará una forma de asociación que se encargue de velar por la con todas sus fuerzas a las personas y bienes de cada uno de los asociados, de manera que, a partir de esta misma asociación, en unión libre cada uno con todos los demás, continúe siendo libre como antes. Ante tal formulación, Reyes Mate encuentra que el planteamiento rousseauniano suena como un fraude en la medida en que si las desigualdades son productos social, tienen su origen en el surgimiento de la sociedad, no son naturales, cómo podría suponerse un contrato social a través del cual se consideraría a todos los miembros de la sociedad como igualmente libres (Reyes Mate, 2011, p. 148).
Dice Reyes Mate que la propuesta de Rousseau presenta una incoherencia lógica ya que al señalar la existencia de desigualdades producto de la sociedad la solución sería una política basada en la justicia; en lugar de eso ofrece un sistema político en el que todos sean iguales a la hora de decidir; “es decir, propone canjear deber de justicia por igualdad en la libertad” (Reyes Mate, 2011, p. 149).
Así, la idea del contrato enmascara la violencia originaria y estructural de la democracia liberal moderna. Por un lado, la idea de que existe un punto cero a partir del cual se inaugura una vida política en un pacto libre que supone sometimiento al mismo. Por otro lado, supone una igualdad originaria que en sí misma es una injusticia y se configura como un acto de exclusión.
Dice Marx en el Manifiesto del partido comunista que la historia de todas las sociedades humanas es la historia de la lucha de clases (Marx, 1980, p. 32). Él descubría que la sociedad burguesa, cuyo representante es el Estado liberal moderno, se erigió sobre las ruinas de la sociedad feudal, y creó una nueva constitución social y política (Marx, 1980, p. 37). Dice Marx: “La condición esencial de la existencia y de la dominación de la clase burguesa es la acumulación de la riqueza en manos de particulares, la formación y el acrecentamiento del capital” (Marx, 1980, p. 43). Podemos decir que toda la historia de la humanidad es la historia de la lucha, una historia de violencia. En esta violencia los marcos legales, de derecho, se construyeron sobre esa misma violencia, y no sólo éstos, sino que cualquier producto cultural.[*] De esta forma, la idea del pacto se inscribe en la mitología de la burguesía. El origen del Estado, de la sociedad civil, del pacto social, de la democracia, es la dominación, el poder, la violencia. Dice Nietzsche refutando la idea del contrato social:
[…] el Estado mas antiguo apareció, (…) como una horrible tiranía, como una maquinaria triturada y desconsiderada, y continuo trabajando de ese modo hasta que aquella materia bruta hecha de pueblo y de semianimal no solo acabo por quedar bien amasada y maleable, sino por tener también una forma. He utilizado la palabra «Estado»: ya se entiende a que me refiero –una horda cualquiera de rubios animales de presa, una raza de conquistadores y de señores, que organizados para la guerra, y dotados de la fuerza de organizar, coloca sin escrúpulos algunos sus terribles zarpas sobre una población tal vez tremendamente superior en nuecero, pero todavía informe, todavía errabunda (Nietzsche, 2006, p. 111).
La idea del pacto, la idea de un punto cero, que mora en la consciencia mitológica democrática, encubre el proceso histórico que se ha configurado a partir de suma violencia. La era de la libertad, la fraternidad e igualdad se postra sobre la esclavitud, la violencia y la desigualdad. El gran problema con este relato mítico es, justamente, la mentira que se encubre y que fundamenta formas reales e históricas de explotación y dominación.
Democracia y ciudadanía
Una expresión de la democracia moderna es la ciudadanía. Aristóteles define al “ciudadano sin más” como: “Un ciudadano sin más por ningún otro rasgo se define mejor que por participar en las funciones judiciales y en el gobierno” (Aristóteles, 1988, p. 153). Aristóteles precisa su definición: “es el ciudadano: a quien tiene la posibilidad de participar en la función deliberativa o judicial, a ése llamamos ciudadano de esa ciudad (es decir al Estado donde el ciudadano posee tales derechos); y llamamos ciudad, por decirlo brevemente, al conjunto de tales ciudadanos suficiente para vivir con autarquía” (Aristóteles, 1988, p. 156).
Parece importante señalar que el derecho de ciudadanía supone una distinción entre derechos naturales y derechos positivos. Por un lado, todos los integrantes de una comunidad tienen los mismos derechos de conservación y de la búsqueda de su felicidad. Pero, los individuos aislados no pueden asegurar por sí mismos su supervivencia. Por esta razón, se ven en la necesidad de juntarse con otros y de esta forma crear un cuerpo con mayor fortaleza y de esta manera asegurar la supervivencia de cada uno. De esta forma se constituye un gobierno a través de un pacto con un gobernante que pueda organizar a la sociedad. Los individuos ceden su libertad y ceden el derecho de hacer por su propia mano lo necesario para su supervivencia, porque el gobernante promete asegurarla. Al entrar en una organización política, a través del pacto, los individuos adquieren derechos positivos, es decir, derechos políticos, sociales y civiles. Tal es el caso del derecho de ciudadanía.
El derecho natural supone que existen una serie de derechos que son inherentes e intrínsecos al ser humano. Esta serie de derechos no están supeditados, para su ejercicio, a una determinación política. La teoría política moderna reconoce que el humano tiene derechos que son naturales y como tales, son inalienables y pertenecen a todo ser humano independientemente de sus características contingentes. Precisamente, el gobierno se establece para salvaguardar esos derechos. Para lograr esto, debe otorgar derechos positivos; es decir, derechos que dependen de la comunidad política a la que se pertenezca.
Uno de los grandes logros que se adjudicó la modernidad fue el del reconocimiento de los derechos naturales (universales), derechos que “todo” humano tenía por su cualidad de “ser humano” a partir de una fundamentación secular. Precisamente, el reconocimiento significó la construcción de un sistema jurídico y legal que se encargara de la protección fáctica y del reconocimiento de esos derechos. Uno de los “derechos naturales”, y tal vez al que se le dio mayor peso e importancia, fue el “derecho a la vida”. Baste recordar uno de los documentos más importantes para el reconocimiento de los derechos humanos, documento resultado de una larga discusión en la tradición política moderna, pasando por La Declaración Universal de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789: La Declaración de los Derechos Humanos de 1945. En su artículo 3º establece que “Todo individuo tiene derecho a la vida a la libertad y a la seguridad persona”. [4]
¿Qué significan las declaraciones (políticas) de derechos humanos? El filósofo italiano Giorgio Agamben, siguiendo a Hanna Arendt, señala que las declaraciones de los derechos, principalmente la de 1789, al fin y al cabo, representan la inscripción de la vida natural en el orden jurídico-político del Estado-nación (Agamben, 2006: 162). Esto en el sentido de que el hecho del nacimiento, la nuda vida natural, es la que se presenta como fuente y portadora de derechos:
Las declaraciones de derechos han de ser, pues, consideradas como el lugar en que se realiza el tránsito desde la soberanía real de origen divino a la soberanía nacional. Asegurar la exceptio de la vida en el nuevo orden estatal que sucede al derrumbe del Ancien Régime. El que, merced a esas declaraciones, el «súbdito» se transforma en ciudadano, (…) se convierte por primera vez (mediante una transformación cuyas consecuencias biopolíticas podemos empezar a calibrar sólo hoy) en el portador inmediato de la soberanía. El principio del nacimiento y el principio de soberanía, que estaban separados en el Antiguo Régimen (en que el nacimiento sólo daba ligar al sujet, al súbdito), se unen ahora de forma irrevocable en el cuerpo del «sujeto soberano» para construir el fundamento del nuevo Estado-nación (Agamben, 2006, p. 162).
En otras palabras, la ciudadanía (nacionalidad) y la vida se identifican como algo connatural. La ciudadanía es el reconocimiento explícito e implícito de que una persona forma parte de una comunidad política, y, por lo tanto, es reconocido su derecho de participar en la vida política, a partir de un ejercicio democrático, de una comunidad política determinada.
Otro de los aspectos que supone la ciudadanía es la igualdad entre las personas. Una igualdad teórica que supone que la opinión y determinación participativa de cada miembro tiene el mismo valor y peso en la toma de decisiones comunes. Es decir, las diferencias y desigualdades reales (materiales, culturales, religiosas, etc.) son eliminadas, o por lo menos ignoradas, en pos de un pretendido bien común. Este supuesto hace referencia a la premisa originaria de la democracia liberal moderna en su pretendido origen en el grado cero (pacto social).
Por otro lado, la ciudadanía, al establecer la igualdad, establece a su vez la diferenciación. Es decir, la determinación de quiénes son y quiénes no son parte de la comunidad política y, por ende, no pueden tener los derechos políticos (positivos) y no pueden participar en la vida democrática de la misma. Esto a pesar de que hay un reconocimiento de Derechos Naturales. En pocas palabras en las democracias liberales modernas no hay cabida para las diferencias. Reconocer diferencias supondría una contradicción en los fundamentos mismos de la estructura del Estado-Nacional Moderno.
Si bien, es cierto que las democracias modernas han formulado y concretado formas más incluyentes de ciudadanía, como por ejemplo el reconocimiento de este derecho a las personas sin importar su estatus económico, su sexo, o su identidad racial, logrando una forma de participación ciudadana universal, las formas de participación democrático-ciudadanas siguen encerrando la violencia constitutiva de su origen.
La legitimación de la violencia estatal a partir de los cuerpos policiales
¿Cómo y a través de qué medios se legitima la violencia Estatal resultado del pacto fundante? El Estado moderno finca (la concreción del pacto social en la mitología burguesa) entre sus bases, un estado de derecho y con éste la implementación de la violencia legítimamente legal. De acuerdo con Walter Benjamin el sentido de la distinción entre violencia legítima e ilegitima puede ser establecida tomando como base el derecho positivo, en el cual se “exige la identificación del origen histórico de cada forma de violencia que, bajo ciertas condiciones recibe su legitimación, su sanción” (Benjamin, 1991, p. 25). Entonces, la distinción se establece en cuanto a los fines cuyo medio implica la violencia. Por un lado, los fines que carecen de reconocimiento histórico pueden ser catalogados como naturales, y los que si tienen ese reconocimiento, como fines de derecho. El objetivo del estado de derecho es limitar la violencia frustrando fines naturales personales en los casos en que para lograrlos se necesite de la violencia. Esto hace referencia directa a la suposición lockeana de lo acordado en el pacto social. Entonces, el orden legal, “insiste, en todos los ámbitos en que fines personales puedan satisfacerse mediante la violencia, en establecer fines de derecho que, solo a su manera puedan ser consumados usando violencia legal” (Benjamin, 1991, p. 26). Así, los fines de derecho colisionan directamente con los fines naturales cuando requieren la utilización de la violencia. El derecho considerara que la violencia en manos de personas individuales constituye un peligro para el orden legal. La violencia tiene que ser aplicada por las instancias del derecho para que sea legal.
Benjamin plantea la posibilidad de que, de acuerdo con lo anterior, podría considerarse la posibilidad de que el interés del derecho al monopolizar la violencia en sus manos no exprese la intención de defender los fines del derecho, sino al derecho mismo (Benjamin, 1991, p. 27). En esta pretensión, el Estado no duda en utilizar la violencia para sus fines. La violencia actúa, por un lado, como medio para fines de derecho ya que la sumisión de los ciudadanos a las leyes es un fin de derecho. Aquí, de acuerdo con Benjamin, la primera función de la violencia es fundadora de derecho y la segunda es la de conservar el derecho (Benjamin, 1991, p. 31). Esta expresión de la violencia de Estado, en sus dos formas, se materializa en la institución policial. La violencia policial es fundadora de derecho porque su objetivo es el de estar centrado, no en la promulgación de leyes, sino en todo edicto que se deje administrar. Es conservadora de derecho porque se pone a disposición de esos fines.
De acuerdo con Benjamin el derecho de la policía indica el punto en que el Estado, por “impotencia o por los contextos inmanentes a cada orden legal”, es incapaz de garantizar por medio del orden de derecho los propios fines que persigue a toda costa (Benjamin, 1991, p. 32). Además, la violencia policial, que es violencia de Estado no tiene fundamentación de algún tipo.
El Estado en repetidas ocasiones, a través diversas determinaciones, hace patente el tipo de violencia legítima que supone su fundamento estructural pero que, sin embargo, sus mismos fines desenmascaran su ilegitimidad (dentro del contexto de los fines de derecho que la legitimarían). Estas múltiples disposiciones muestran la incapacidad del Estado de garantizar el orden legal a través de los medios que implicaría un estado de derecho. Cuando se argumenta que éstas se implementan para no permitir que los criminales se refugien en instituciones débiles o en deficiencias legales, se pretende sobrepasar el derecho para mantenerlo, ya que las determinaciones no están encaminadas a la implementación de nuevos fines, sino a los medios. Se supone justificar los medios a partir de los fines, que es lo que imposibilita hacer la reflexión crítica de la violencia. Así, toda violencia del Estado es justificable. Toda la fuerza de su violencia está enfocada en someter al pacto social.
Peroración
La palabra democracia representa, a pesar de muchas críticas, un sinónimo de libertad, modernidad, civilización, etc. Esto ya sea como una idea, como una práctica procedimental, como una determinada forma cultural o como una forma económica.
Se han realizado en todos los planos múltiples luchas sociales, políticas, culturales para poder instaurar formas de organización política, llamadas democrática, que puedan superar las deficiencias del modelo democrático liberal, generando así dinámicas políticas más incluyentes y participativas. Es decir, se parte de una idea correctiva y reformista de la democracia. En este sentido, es innegable que se han ganado espacios de participación política bajo el supuesto representativo, tales como el sufragio universal.
No obstante, esta lucha social por la instauración de verdaderos regímenes democráticos, a pesar de los logros adjudicados, ha estado acompañada de un profundo sentimiento de desencanto. Gran parte de este desencanto está relacionado con la naturaleza del sistema económico capitalista, indisociable de la democracia liberal moderna, que genera cada vez más polarización entre los que tienen y no tienen dinero; así como con las formas cada vez más represivas de los Estados. Sin embargo, en el imaginario la democracia sigue siendo el referente que cuenta con los medios, los mecanismos y fundamentos autocorrectivos que posibilitarán generar mejores condiciones de vida para todos. Como ejemplo de esto, podríamos pensar en las fuertes luchas sindicales en todo el planeta.
Como medidas reivindicativas de las Democracias Liberales se ha volteado a ver a otras formas de organización social y política, también democráticas para generar perspectivas y caminos que encaucen los esfuerzos hacia verdaderas democracias. Gran parte de las esperanzas depositadas en las Democracias Liberales proviene de los fundamentos mismos sobre los que se erige; las ideas de la libertad, la igualdad, el progreso, etc., que discursivamente implican formas políticas incluyentes y realmente representativas.
Considero que para poder hacer un balance certero de las posibilidades de la democracia moderna es necesario hacer un análisis que esté enfocado en deconstruir sus supuestos básicos y sus relatos de origen. En otras palabras, detectar las formas de violencia originaria a partir de las cuales se genera la misma democracia, tanto discursivas, como procedimentales y pragmáticas.
Referencias
Agamben, G. (2006), Homo Sacer. El poder soberano y la nuda vida, Valencia: Pre-textos.
Aristóteles, (1988), Política, Madrid: Gredos.
Benjamin, W. (1991), Iluminaciones IV. Para la crítica de la violencia y otros ensayos, Madrid: Taurus.
Benjamin, W. (2006), Ensayos acogidos, México. Ediciones Coyoacan.
Bobbio, N. (1986), El futuro de la democracia, México. F. C. E.
Córdoba, L. (2008), “Liberalismo y democracia en la perspectiva de Norberto Bobbio”, en Convergencia. Revista de Ciencias Sociales, vol. 15, núm. 48, septiembre-diciembre, Toluca, Universidad Autónoma del Estado de México. pp. 29-48
Dreyfus, H. y P. Rabinow (2001), Michael Foucault: más allá del estructuralismo y la hermenéutica, Buenos Aires: Ediciones Nueva Visión.
Esposito, R. (2004), Bios. Biopolítica y filosofía, Buenos Aires: Amorrortu.
Foucault, M. (1999), Las palabras y las cosas. Una arqueología de las ciencias humanas, México: Siglo XXI Editores.
Locke, J. (1990), Segundo tratado sobre el gobierno civil, Madrid: Alianza Editorial.
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Lord, C. (2004), “Aristóteles”, en Historia de la filosofía política, Strauss Leo y Joseph Cropsey (comps.), México: Fondo de Cultura Económica.
Marx, C. (1980), “Manifiesto del partido comunista”, en C. Marx F. Engels. Obras escogidas, Moscú: Editorial Progreso.
Nietzsche, F. (2006), La genealogía de la moral, Madrid: Alianza Editorial.
Reyes Mate, M. (2011), Tratado de la injusticia, Barcelona: Anthropos Editoria.
Rousseau, J. (1923), Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres, Madrid: Calpe.
Rousseau, J. (2007), El contrato social, Madrid: Espasa Calpe.
Skinner, Q. (1991), Los fundamentos del pensamiento político moderno. II. La Reforma, México: Fondo de Cultura Económica.
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1. Es importante señalar que el pensamiento político moderno, en específico el liberalismo y su idea de democracia, se generó a partir de algunas premisas teóricas y teológicas que se desarrollaron en la época medieval y en ese sentido, me parece, la lectura de Foucault sobre del cuadro de Las Meninas trasluce la cercanía y similitud de la teoría política de la Época Clásica con la de la Época Moderna. Por ejemplo, Quentin Skinner (1991) señala que los teólogos y juristas hispanos ayudaron a echar los cimientos de las teorías del llamado “contrato social” del siglo XVII. Skinner expone que los teóricos señalados hicieron hincapié en tres rasgos de la condición natural de la humanidad: 1) abarcaría una comunidad natural; 2) sería gobernada por la ley de la naturaleza; y 3) estaría basada en reconocer la libertad natural, la igualdad de independencia de todos los miembros. Estos tres principios, señala Skinner, originaron problemáticas específicas. Si los hombres por naturaleza se encuentran en la envidiable posición de vivir una vida en libertad bajo una verdadera ley, no está claro por qué debieron convenir en la formación de sociedades políticas, y así, en la limitación de sus libertades naturales a través del derecho positivo. Refiere Skinner que este problema será plateado posteriormente por Locke en su Segundo Tratado (Skinner, 1991, pags. 164-166).
2. Para Rousseau la soberanía no debía ser representada: “La soberanía no puede ser representada, por la misma razón que no puede ser enajenada; consiste esencialmente en la voluntad general, y ésta no puede ser representada; es ella misma o es otra; no hay término medio”. Para Rousseau la soberanía debe ser ejercida por todo el pueblo para ser legítima (Rousseau, 2007, p. 122). Así, la soberanía no podía enajenarse. El soberano era sólo un ser colectivo que no podía ser representado más que por sí mismo (Rousseau, 2007, pags. 55-56).
3. Dice Rousseau: “Empecemos, pues, por rechazar todos los hechos, dado que no se relacionan con la cuestión. No hay que tomar por verdades históricas las investigaciones que puedan emprenderse sobre este asunto, sino solamente por razonamientos hipotéticos y condicionales, más adecuados para esclarecer la naturaleza de las cosas que para demostrar su verdadero origen y parecidos a los que hacen a diario nuestros físicos sobre la formación del mundo (Rousseau, 1923, p. 14)
* Lo ha señalado ya Benjamin: “No existe documento de cultura que no sea a la vez documento de barbarie”. (Benjamin, 2006, p. 68.)
4. En las concepciones modernas jurídicas y políticas, el establecimiento y la adopción de un derecho (derecho positivo) está necesariamente implícita la asumpción de una obligación. Muchos de los derechos positivos se fundan el reconocimiento (der)hechos naturales, como lo podría ser el del nacimiento. El caso de los “Derechos del Hombre y del Ciudadano” no es la excepción. Hago una cita del filósofo italiano Roberto Esposito para establecer esta relación: “La propia Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, como el hábeas corpus, debe entenderse en esta clave: como inquebrantable vínculo de los cuerpos de los súbditos al del soberano. Vuelve desde este ángulo la referencia decisiva a la categoría de «cuerpo»: con prescindencia de su versión monárquica o popular, voluntarista o naturalista, la nación es ese conjunto territorial, étnico, lingüístico, cuya identidad espiritual reside en la relación de cada parte con el todo que la incluye. El nacimiento en común es el hilo que mantiene a este cuerpo idéntico a sí mismo a lo largo de las generaciones: es lazo entre hijos y padres, entre vivos y muertos, en una cadena infrangible. Su continuidad constituye, al mismo tiempo, el contenido biológico y la forma espiritual de la autopertenencia del conjunto indivisible de la nación”. (Esposito, 2004, pags. 273-274)