Bárbaros en la ciudad: la ruptura de las fronteras espaciales en Los de abajo, de Mariano Azuela Barbarians in the city: the breakdown of space borders in Los de abajo, by Mariano Azuela Daniel Avechuco Cabrera Recibido: 24/02/2017
I Parece haber unanimidad entre los estudiosos de la Revolución mexicana en señalar que Francisco I. Madero no calculó bien la fuerza del movimiento que desataron sus proclamas, ciego a las corrientes subterráneas que se encontraban latentes sofocadas por el sistema de dominación (Knight, 2013). De acuerdo con los historiadores, el objetivo del coahuilense era canalizar el descontento del sector popular para derribar a Porfirio Díaz, y no tanto atender sus demandas, para lo cual hacía falta no solo una gran habilidad política, sino también una sensibilidad sociocultural que aún se encontraba en proceso de gestación. El 7 de junio de 1911 el gran propósito había sido alcanzado, por lo que Madero entraba a la Ciudad de México con el puño en alto en señal de victoria; en su horizonte, y en el de tantos otros liberales moderados, la revolución había concluido. La realidad, sin embargo, no tardó mucho en desnudar la ingenuidad del futuro mandatario del país y de quienes pensaban como él: en muchas regiones del país, el desorden no remitió con la renuncia de Porfirio Díaz. Precisamente el octogenario expresidente, unos momentos antes de subirse al Ypiranga, la nave que lo llevaría exiliado a Francia, supuestamente había dicho: “Madero ha soltado al tigre; a ver si puede domarlo.” La impetuosidad con que la masa insurrecta procedió expresaba algo que ningún programa revolucionario, no obstante cuán perspicaz, progresista y sensible fuese, pudo haber anticipado: el llamamiento a levantar las armas había provocado una movilización cuyas proporciones estaban por trastrocar severamente el orden social que había imperado en México desde su independencia, un orden, por cierto, del que formaban parte el propio Madero y su corte de revolucionarios moderados. De la revolución política, pues, derivó una imprevista revolución social, específicamente popular. Una de las tantas conquistas de esta revolución popular fue la ruptura de las fronteras espaciales, las cuales por mucho tiempo habían restringido la libertad de los sectores más marginados. Evidentemente, dicha fractura resultó traumática, en especial para las clases acomodadas de las urbes, puesto que se hizo efectiva por medio de la violencia. En los apuntes históricos de Jorge Vera Estañol (1957), Secretario de Instrucción Pública y Bellas Artes durante las postrimerías del porfiriato y portavoz de unos de los sectores más conservadores de la élite política y cultural, se observan los resabios de ese trauma:
De pronto, tropas de plebeyos se apropiaban de lugares hasta no hace mucho vedados por el clasismo típico de las grandes ciudades. En consecuencia, los sectores privilegiados se vieron en la obligación de poner sus aristocráticos pies en espacios impropios de su prosapia y costumbres, como calles polvorientas y arroyos enlodados (Knight, 1986a). En otras palabras, además de violentar los cuerpos y las propiedades, la movilización popular implicó el trastorno de las prácticas “naturales” de la ocupación de los espacios: “los peones-soldados comenzaron a invadir las calles armados hasta los dientes, frecuentando no sólo las cantinas y burdeles sino invadiendo también las áreas reservadas a la burguesía: teatro, cines y los tranquilos parques citadinos” (Knight, 1986a, p.281). No hay diálogo de por medio ni un cambio lento y gradual que permita asimilar el nuevo estado de las cosas: nótese que Vera Estañol utiliza verbos como infestar, invadir y pulular para expresar la ocupación de los ejércitos populares de las ciudades; además de animalizar a las tropas, el empleo de tales verbos connota una conciencia atribulada que percibe en el trastrocamiento de la frontera entre espacios una notificación del caos. León Canova, el representante del presidente Wilson, se expresa con mayor dureza: “es el caso de la escoria que sube a la superficie” (citado en Knight, 1986b, p.783) Con la llegada de las tropas a la Ciudad de México, la aflicción de la gente decente alcanza su punto más álgido. Si bien desde un punto de vista de los procesos históricos, como apunta Adolfo Gilly (2007), debe entenderse como “un corte a machete en la revolución, más importante que todas las leyes, votaciones y discusiones de las convenciones y congresos de la época” (p.204), el arribo de los ejércitos populares a la gran urbe debió de interpretarse no tanto como el síntoma promisorio de un nuevo orden social, uno más justo, sino como la confirmación de una consecuencia de la anarquía. La sola visión de las tropas revolucionarias apropiándose de los espacios citadinos resultó, incluso desde el punto de vista de las mentalidades más progresistas, demasiado violento porque todavía no existía la distancia histórica ni mucho menos se había desarrollado la sensibilidad para captar y comprender las dinámicas más subterráneas que explicaban el ruido, las balas y la movilización. Las palabras de Porfirio Díaz pronunciadas antes de partir a Francia se habían quedado bastante cortas: el tigre no solamente no había sido domado, sino que además, con la guía de paladines sin cultura ni modales pero con mucho carisma y astucia, estaba por dominar militar y políticamente el territorio más importante del país. Ese dominio, efímero pero significativo, dejó en el archivo de la historia de la Revolución imágenes hoy emblemáticas cuya lectura superficial diluye la complejidad de un momento histórico en el que, más allá del estruendo marcial, colisionan fuerzas antitéticas, hasta entonces aisladas. Basta recordar fotografías tan comentadas como la de los zapatistas desayunando en el Sanborns de La casa de los Azulejos o la de Villa y Zapata posando ante la cámara en Palacio Nacional. Analizadas desde la perspectiva que ofrece la distancia temporal, estas estampas no dejan de considerarse naturales, secuela del terremoto revolucionario, que removió las fronteras. Para las clases media y alta de la Ciudad de México, no obstante, semejantes imágenes debieron de ser por lo menos incómodas en tanto que certificaban la fractura de los límites espaciales, límites que garantizaban la certeza de equilibrio y orden social. Varios de los testimonios del sector ilustrado sobre las distintas ocupaciones militares de la capital del país confirman algunos de los apuntes del párrafo anterior. En esos testimonios, es muy evidente no solo la repugnancia que provoca la proximidad de los ejércitos populares que marchan por las calles de la metrópoli, sino también la tendencia de la voz a situarse en un espacio propio, libre de la contaminación producida por la zafiedad de las tropas plebeyas. Aunque los historiadores consideren la ocupación de los ejércitos populares de la Ciudad de México “uno de los cimientos históricos en que se afirman […] el orgullo y la altivez del campesino mexicano” (Gilly, 2007, p.174), es notorio que la clase media intelectual de entonces, en general, no se hallaba preparada para digerir la presencia masiva de campesinos e indígenas en territorios “refinados.” Y es que se trata no únicamente de la ruptura de las fronteras espaciales, sino también de un salto atrás en el tiempo, como expresaría Federico Gambia en su diario; o sea, para el sector ilustrado, la movilización popular implicaba una regresión temporal, lo cual iba en contra de la concepción hegemónica del proceso civilizatorio. El dictamen de los intelectuales lo resume muy bien José Vasconcelos (1983), quien significativamente recurre a la figura por excelencia de la barbarie hispanoamericana para hablar de los ejércitos plebeyos:
De entre los ilustrados que dejan testimonio sobre la ocupación revolucionaria de la Ciudad de México, también me interesa destacar a otro ateneísta: Genaro Fernández Mac Gregor, quien alcanza a percibir parte del trasfondo social en el desorden que se apodera de la capital del país. Sabe que los ejércitos que desfilan frente a su casa representan a “México, el verdadero en toda su terrible realidad, el que demandaba justicia, educación y pan” (Fernández, 1969, p.243); sin embargo, no consigue inhibir la repulsa que le causa el hecho de que una entidad rústica en la apariencia e irrespetuosa en el comportamiento mancille con la suela de su primitivo calzado el impoluto suelo de la gran urbe: “cierto día tuve que ir a Palacio, en cuyas puertas la guardia estaba formada por yaquis también. Los que no estaban de servicio yacían por el suelo, apoyando los hombros contra las paredes, y algunos se masturbaban obscenamente” (p.245). Es muy posible que Fernández Mac Gregor exagere la anécdota, pero sus palabras traslucen bien la incapacidad de un intelectual del periodo de concebir la elegante capital del país sitiada por individuos que supuestamente pertenecen a otro espacio y otro tiempo. Conviene no olvidar que Genaro Fernández Mac Gregor —a quien podríamos agregar otras tantas voces— escribe sus testimonios varios años después de los eventos que narra. Es decir, ni siquiera el sosiego que concede la distancia temporal le permite colocar los hechos dentro de un marco histórico, social y cultural, en el que dichos eventos más allá de sus desagradables apariencias, revelen parte de su compleja significación. Esta imposibilidad, evidentemente, habla menos de miopía social que de la entendible falta de una sensibilidad sociocultural y un aparato conceptual que expliquen el nuevo estado de las cosas. Así pues, no quedaban otras vías explicativas que los antiguos paradigmas, para los cuales los ejércitos populares son social, cultural, intelectual, moral y ontológicamente inadmisibles en un espacio como la Ciudad de México. II De cierta forma, el hilo anecdótico de algunas de las más notables novelas de la Revolución reproduce la dinámica implacable y violenta de la movilización popular descrita en el primer apartado del presente trabajo; son obras donde el desplazamiento, sea voluntario u obligado, condiciona las peripecias de los personajes. Ese desplazamiento, por una parte, les permite a los narradores no solamente tener contacto con distintos espacios, sino también descubrir nuevos y perturbadores modos de habitarlos, y, por otra, los orilla a establecer fronteras claras entre uno y otro para proveerse certidumbre. Constituye prueba de esto último la tendencia de los narradores a caracterizar el espacio a partir, sí, de su materialidad —formas, colores, texturas, dimensiones—, pero también de sus connotaciones culturales y hasta epistemológicas. Dicho en otros términos: la novela de la Revolución tiende a presentar bien diferenciados el espacio “civilizado,” que se asimila a la ciudad, y el espacio “primitivo,” que se corresponde con el campo y la provincia en general, lo cual presupone una noción específica de orden, uno que la Revolución cuestiona violentamente. Pero no solo eso: los espacios primitivos propenden a ser descritos por una voz en la que se detecta el asombro, la perplejidad y el temor de quien transita por territorios inexplorados y aun peligrosos, lo cual constituye una declaración de la perspectiva cultural, intelectual y ontológica desde la que esa voz narra. El tratamiento del espacio apuntado en el párrafo anterior la encontramos ya en Los de abajo (1915), de Mariano Azuela, la novela que inaugura el corpus. En esta obra, la configuración espacial se hace a través de un estilo conciso, que opta por los recursos de referencia indirecta, como la comparación y la metáfora, muy por encima de las descripciones profusas. Aparte de cumplir una función estética, estas figuras retóricas proporcionan pistas acerca de la ubicación —geográfica, pero también cultural, intelectual y ontológica— del narrador y, por consecuencia, de la cosmovisión dominante del texto, como podemos constatar en uno de los primeros pasajes, cuando el narrador nos descubre el entorno agreste que le sirve de fondo al éxodo forzado de Demetrio Macías:
Estas pocas líneas ofrecen una muestra paradigmática de la caracterización de los espacios no citadinos de Los de abajo. El narrador no obvia la belleza del panorama, como se puede comprobar en la primera línea del fragmento citado, pero, según podemos leer en la oración que viene enseguida, al reconocimiento de la belleza del paisaje le siguen apuntes que sitúan el espacio primero en el ámbito de lo exótico (las prominencias como fantásticas cabezas africanas) y luego de lo monstruoso (los pitahayos como dedos anquilosados de coloso). Estas comparaciones logran generar una imagen potente y plástica del entorno sin apelar a grandes párrafos descriptivos, al tiempo que contribuyen a articular, silenciosa e indirectamente, la visión de mundo de la novela, y, de alguna manera, condicionan los rasgos distintivos de los personajes que se mueven por esos parajes agrestes. Si bien no planteo que el espacio primitivo de Los de abajo sea una proyección del soldado revolucionario, me parece evidente que sí hay una relación estrecha entre entorno e individuo. Esta relación explicaría el hecho de que conforme progresa la degradación de la camarilla de Demetrio, el narrador acentúa la “fealdad” de la naturaleza. En la segunda parte de la novela, cuando la tropa, irrevocablemente desorientada, entra en una inercia destructiva, el narrador ya no destaca la belleza del espacio: “Vanse destacando las cordilleras como monstruos alagartados, de angulosa vertebradura; [1] cerros que parecen testas de colosales ídolos aztecas, caras de gigantes, muecas pavorosas y grotescas, que ora hacen sonreír, ora dejan un vago terror, algo como presentimiento de misterio” (Azuela, 1996, p.88). El entorno se enturbia completamente y lo primitivo se impone en forma de colinas que se parecen a dioses prehispánicos, comparación con que el narrador nos recuerda que en los territorios que se hallan lejos de las grandes urbes se vive otros tiempos, tiempos de barbarie, de retraso material pero sobre todo cultural. Esta certeza no es, desde luego, privativa de Mariano Azuela, sino que caracteriza al sector ilustrado en general y, por extensión, a otras novelas de la Revolución. Por ejemplo, en El águila y la serpiente, de Martín Luis Guzmán, el narrador afirma que en los pueblos del norte de Sinaloa se respira una “penetrante atmósfera de barbarie, de descivilización, de holgura en lo incivil e informe, en lo primitivo y feo” (2010, p.97), y que sus edificaciones parecen “casas mesopotámicas de hacía cinco mil años, casas de Palestina de hacía tres mil” (2010, p.63). Esta diferenciación de los espacios a partir de valores temporales proviene de los orígenes de México como país independiente, [2] pero no es sino hasta las últimas décadas del siglo XIX, instalado el positivismo como aparato explicativo dominante, cuando la idea alcanza la plenitud de su desarrollo. En La génesis del crimen en México, el sociólogo y criminólogo Julio Guerrero (1901) basa la explicación de los distintos niveles de cultura y progreso material del país en el binomio espacio-tiempo:
No extrañan las evidentes similitudes entre la interpretación del espacio en La génesis del crimen en México y la de Los de abajo —y otras novelas de la Revolución— porque ambas están motivadas por una noción de orden según la cual los espacios primitivos y los civilizados son profundamente diferentes tanto en su respectiva apariencia, lo cual resulta obvio, como en su esencia. Es ese valor esencial de los espacios civilizados, precisamente, el que, en la perspectiva del sector ilustrado, se ve vulnerado por la presencia de los ejércitos populares, cuyas prácticas se adaptan únicamente a la topografía rústica de la sierra y los montes. En Los de abajo, el narrador codifica la ocupación de las tropas plebeyas de determinados lugares a manera de transgresión. En muchos de los casos no hay uso de la fuerza, pero la mera presencia de unos individuos que pertenecen a otro ámbito cultural es suficiente para violentar los espacios. Cuando alcanzan el éxito militar tras la batalla de la Bufa, al final de la primera parte de la novela, Demetrio Macías y su hueste se ganan el acceso a espacios que no se corresponden con su condición social. Dice la Pintada:
El acceso a los espacios privilegiados certifica la obtención de poder, entre cuyos beneficios, sin embargo, no se encuentra el antídoto contra la ralea montaraz de la tropa, que el propio cabecilla más bien abraza abiertamente, según constatamos al principio de la segunda parte, cuando Demetrio opta por “el límpido tequila de Jalisco” antes que por la champaña (Azuela, 1996, p.73). Es decir, los ejércitos populares podrán haber adquirido prestigio militar y con ello un estatus mayor, pero su conducta sigue siendo la de antes: “Pasan soldados a caballo desbocado, azotando las aceras. Por todos los rumbos de la ciudad se oyen disparos de fusiles y pistolas” (Azuela, 1996, p.77). En el campo, Demetrio Macías y los suyos hacían “galopar sus caballos, como si en aquel correr desenfrenado pretendieran posesionarse de toda la tierra” (Azuela, 1996, p.49), proceder que procuran reproducir en las ciudades. Y lo consiguen, pero siempre por medio de la violencia: “Como perros hambrientos que han olfateado su presa, la turba penetra, atropellando a las señoras, que pretenden defender la entrada con sus propios cuerpos” (Azuela, 1996, p.91); “los demás oficiales se habían metido brutalmente con todo y cabalgadura” (Azuela, 1996, p.98); “Penetraron a fuerza de empellones a una fonda” (Azuela, 1996, p.120). Los verbos y adverbios usados apenas precisan de comentarios: apuntan a la superación violenta de los límites espaciales. Esa superación se lleva hasta sus últimas consecuencias en algunas escenas donde, a raíz de las prácticas de ocupación de las tropas populares, los espacios civilizados parecen involucionar. Basta recordar la escena en que Demetrio y su cuadrilla se instalan en una de las propiedades de Don Mónico, que ya había sido habitada por otra partida de revolucionarios:
Esta breve descripción pone de manifiesto la incompatibilidad entre un espacio pensado para las conductas civiles, tal y como estas se entienden desde una perspectiva citadina, y un grupo de individuos que las ignoran porque proceden de territorios incivilizados. A pesar de que el contexto sociohistórico que esboza Los de abajo legitima a Demetrio Macías y su gavilla, y por lo tanto a los demás ejércitos populares, el punto de vista dominante de la obra propicia esta clase de cuadros, donde el mencionado contexto se desvanece y se subrayan las prácticas que, observadas con el lente del orden constitucional -el único orden concebible para las élites intelectuales de la época-, equivalen a alguna forma de anarquía. En el fragmento citado, la ocupación de la casa de Don Mónico por parte de un ejército popular, decía antes, produce algo así como una involución: el patio pasa a ser un estercolero, los pisos ceden ante el agobio de los caballos y los muebles quedan bajo una capa de tierra y suciedad. La escena que mejor ilustra la ruptura del orden a partir de la apropiación de los espacios se encuentra unas páginas antes, cuando Demetrio Macías, como parte de su celebración por haber contribuido a la caída de Victoriano Huerta y por haber conseguido el grado de general, le permite a su tropa que saqueen una casa deshabitada, sosteniendo que es “el único gusto que les queda después de ponerle la barriga a las balas” (Azuela, 1996, p.79). En esa escena la novela condensa, haciendo gala de su estilo oblicuo, económico y elíptico, los defectos de la clase baja con que el sector ilustrado de entonces tiende a explicarse lo que considera el fracaso de la Revolución: arbitrariedad en la toma de decisiones, violencia atávica, ignorancia, apatía, inmoralidad; pero además ofrenda una estampa que cifra, detrás de su aparente extravagancia, el temor a la fractura de las fronteras espaciales:
La imagen de la yegua negra que penetra en el comedor de la casona estetiza el punto más álgido del proceso de degradación de la tropa de Demetrio: las bestias habitan el mismo lugar que las personas. En ese pasaje central de Los de abajo, se borran los límites que separan a ambas esferas y la barbarie se apropia del espacio civilizado. Lo que espanta no es tanto la pérdida material que deriva de la apropiación violenta de la casa, simbolizada en la figura de la yegua, sino más bien lo que la yuxtaposición bestia-comedor representa para una conciencia habituada a un orden del mundo que preconiza la diferenciación tajante entre lo que se juzga como cultura y todo lo demás. III Sin embargo, en paralelo a esta idealización del campo y en general de la provincia mexicana, fluye una corriente de pensamiento que retoma la dicotomía civilización-barbarie tal cual la concibe el autor de Facundo. Es una corriente de pensamiento que viene desde los orígenes del México independiente, como se dijo antes, pero que gana en robustez al final del siglo XIX y principios del XX gracias a los modelos explicativos que ofrece el positivismo, según observamos en un fragmento de El génesis del crimen en México, de Julio Guerrero. Dichos modelos explicativos sugieren una organización de los espacios mexicanos que parte de la idea, afín al pensamiento de Domingo Sarmiento, de que las grandes ciudades constituyen el centro cultural por antonomasia y de que la vida “salvaje” no solamente obstaculiza el progreso material, sino que también impide el desenvolvimiento del espíritu y el intelecto. Si bien como un flujo subterráneo, a la sombra del neorromanticismo propio del nacionalismo cultural revolucionario, esta lectura del espacio se mantiene vigente hasta bien entrado el siglo XX, como lo hace patente Antonio Caso (1943) a mediados de la década de los treinta, en el que da continuidad a las proposiciones de Julio Guerrero, aunque desde una perspectiva universalista:
Así pues, con la representación y conceptualización del campo y en general los espacios de provincia asistimos a una de las tantas contradicciones que caracterizan al periodo de transición que ocupa por lo menos las primeras cuatro décadas del siglo XX, un periodo de pugna entre tradición y modernidad. Ciertamente se redescubren las geografías no citadinas, y con ello se prolonga, con sus naturales adecuaciones, el imaginario realista-naturalista de la dicotomía ciudad-campo (Bobadilla, 2014), pero al mismo tiempo esas geografías siguen explicándose mediante vocablos como estancamiento e incultura. Esta contradicción está presente en el hombre de letras que noveliza la Revolución, y podríamos decir, partiendo del análisis de la configuración del espacio en Los de abajo, que con frecuencia opta por una resolución estética del conflicto que rompe con los moldes de la tradición novelística mexicana hasta ese momento [3] (si bien esos moldes serán retomados y utilizados durante buena parte del siglo XX). Considero que la explicación de tal ruptura no hay que buscarla en el propio fenómeno literario —o al menos no únicamente ahí—, sino en la coyuntura social, cultural e histórica: entre otras tantas cosas, el conflicto armado propició una movilización popular de enormes dimensiones, lo cual redundó en la ruptura de las fronteras espaciales y, en consecuencia, el desasosiego del sector ilustrado, que veía cómo el único orden social que conocían, el único concebible desde su perspectiva, se derrumbaba. Como sostiene Horacio Legrás (2003), la Revolución causa en los intelectuales un vacío en sus discursos explicativos sobre el mundo (p.428), de ahí que se recurriera a planteamientos prerrevolucionarias para elucidar la fiera presencia de “nuestro Facundo” (Vasconcelos, 1983, p.142) en los exquisitos centros urbanos del país. En ese contexto, el concepto de atavismo se vuelve fundamental para explicar el comportamiento violento de los ejércitos populares, como demuestran las escasas pero muy significativas intervenciones de Alberto Solís al final de la primera parte de Los de abajo. La incorporación al discurso literario del concepto de atavismo, junto con otros, como barbarie y regresión, nos habla de la asimilación de paradigmas del positivismo por parte de algunos novelistas de la Revolución, a falta de un aparato conceptual más acorde, el cual está muy lejos de consolidarse. De acuerdo con estos paradigmas, el soldado plebeyo pertenece a otro tiempo-espacio, uno mítico y a la vez primitivo, uno bello y enigmático pero casi siempre violento. Una corriente interpretativa de Los de abajo ha consistido en ver la obra como un producto artístico condicionado por la perspectiva pequeñoburguesa de Mariano Azuela, cuya destreza artística es proporcional a su incapacidad para captar y comprender lo que se oculta detrás de la ferocidad de la tropa de Demetrio Macías. [4] Si bien parte de la reelaboración estética de la Revolución de Los de abajo puede sin duda estar determinada por el perfil ideológico de su autor, considero que la configuración del espacio responde a una inquietud que trasciende la lectura ideologizada de una serie de acontecimientos históricos. Se trata de la inquietud provocada por un momento de transición y de fractura, en el que las certidumbres del individuo de letras se revelan insuficientes para explicar el mundo, profundamente caótico. ____________________________ 1 En La tormenta, José Vasconcelos, a raíz también de la contemplación del paisaje mexicano, deja una imagen bastante similar: “las mesetas […] equivalen, con las montañas, a osamenta descarnada de un monstruo que pereció hace muchos milenios” (1983, p.184). En Los fusilados, uno de los cuentos del olvidado Cipriano Campos Alatorre, la descripción se repite: “Allá lejos, se extendía la larga cadena de montañas con sus moles pelonas, ásperas y grisáceas, semejantes a pieles roñosas de enormes cuadrúpedos echados” (1990, p.14). Son esta clase de coincidencias las que permiten agrupar a escritores tan disímiles como Mariano Azuela, Cipriano Campos Alatorre y José Vasconcelos: si bien sus estilos y los mecanismos compositivos a los que recurren son muy diferentes —tan diferentes como sus trayectorias y sus momentos y lugares de enunciación—, existen concomitancia en sus respectivos modos de enfrentar el reto artístico e intelectual de verbalizar una realidad emergente refractaria a ser elucidada con los parámetros éticos, culturales y cognoscitivos con los que cuenta el sector ilustrado en la fase de transición que ocupan las primeras cuatro décadas del siglo XX. Son esos parámetros, me parece, los que determinan las resoluciones estéticas tan similares que los tres escritores mencionados le dan al tema del espacio no citadino.
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