Una ilustre mujer entre los prohombres de Isidoro de Sevilla An illustrious woman among the personages of Isidore of Seville Estefanía Sottocorno Recibido: 18/11/2016
Introducción El término cento designaba el paño fabricado con retazos y, de hecho, los centones se aparejaban recogiendo hexámetros ya homéricos, ya virgilianos, para dar existencia a un nuevo producto, en el marco cultural de la Antigüedad tardía, cuando la formación escolar se apoyaba en un grupo de lecturas consideradas clásicas que se memorizaban, comentaban y utilizaban luego como modelos para las redacciones propias (Bažil, 2009, p. 79). En el caso de los centones cristianos, también se desplegaban aquellas habilidades hermenéuticas que permitían hallar en la literatura pagana prefiguraciones veladas de la Buena Nueva (Proba, 2012, p. 26). Así, se ha pretendido ver en la letra de Virgilio, especialmente en el tópico del niño- augurio de la Égloga IV, los indicios de una revelación manifiesta a la humanidad de manera gradual. ¿Quién era entonces Proba? Los datos biográficos de que disponemos no son todo lo abundantes que desearíamos en este plano. Nieta, hija, hermana y madre de cónsules, así como esposa de un prefecto de la ciudad de Roma (Ermini, 1909, pp. 7-11), Proba no integraba ciertamente ninguna comunidad monástica, sino que pertenecía a aquel sector de la aristocracia romana cuyos miembros optaron por el cristianismo como un modus vivendi alternativo a las tradiciones e instituciones paganas (Salamito, 2005), a un tiempo que su capital cultural seguía señalando la memorización de Virgilio como patrón de un comportamiento civilizado. En efecto, estos actores históricos supieron desplazar la escala meritocrática y la lucha por conquistar las alturas jerárquicas desde el plano burocrático al eclesiástico incipiente. Como indica C. Wickham (Wickham, 2002, p 70), obispos y curiales trabajan codo a codo en el manejo de las ciudades del siglo V, mientras que la elección de la vía ascética tampoco implicaba la pérdida del propio rango, como se aprecia en el caso de Paulino de Nola. Nacido en Burdeos, hacia el 353, Paulino había optado, en contra de la voluntad de su maestro Ausonio, por retirarse a un monasterio en Nola, Campania, donde sería consagrado obispo hacia el 409. Proba, por su parte, se habría convertido hacia mediados del siglo IV, fecha en que hay que datar también su célebre Cento vergilianus. Ella misma nos hace testigos privilegiados del repudio de su antigua fe, cuando en el prólogo del mencionado texto alude a otro previo, sobre el conflicto entre Constancio II y el usurpador Magnencio, donde se deleitaba cantando las armas y los hechos violentos, tópicos de la épica profana que ahora elude sistemáticamente. Así, la invocación a las Musas se ve sustituida por la llamada dirigida al Espíritu Santo:
la fuente Castalia, por el sacramento del bautismo:
Parece oportuno, en este punto, aludir a la recepción varia de la labor poética de nuestra autora, no sólo porque así podremos trazar alguna línea más de su escueto perfil biográfico, sino primordialmente para sopesar el impacto específico de sus aportes originales tanto como la valoración de los mismos por parte de una constelación de actores histórico–culturales mayoritariamente masculinos. Es conocido, pues, que Jerónimo de Estridón menciona acremente su empresa literaria como cultora del centón en la Epístola 53 (Jerónimo, 1995), menoscabando el valor religioso y estético de la composición en cuestión. En esta carta, Jerónimo se dirige al mentado Paulino, futuro obispo de Nola, quien se había convertido recientemente y buscaba, sin duda, enriquecerse con las palabras de aquel cristiano, modelo de erudición y ascesis. Asimismo, el Decretum Gelasianum, documento atribuido al pontífice Gelasio pero cuya forma definitiva se remonta a comienzos del siglo VI (Di Berardino, 1981 p. 158), registra nuestro centón entre los libris non recipiendis. Menos conocido, en cambio, resulta el hecho de que Isidoro de Sevilla haya decidido incluir a esta singular mujer en un texto dedicado precisamente a los hombres ilustres de su tiempo –en las coordenadas geográficas y culturales que le dicta su enfoque particular, según veremos–, su catálogo De viris illustribus, sobre todo, teniendo en cuenta los antecedentes críticos al respecto. En todo caso, la tipología textual cultivada por Proba gozó de enorme fama hasta incluso el Renacimiento, cuando se llevaron a cabo numerosas ediciones, y el propio escrito de nuestra autora en particular contó con admiradores de la talla de Boccaccio y Sor Juana Inés de la Cruz, e imitadores tan notorios como la emperatriz Eudoxia, según se cree (Sánchez, 1998, p. 457). El De viris illustribus de Isidoro de Sevilla y la tradición cristiana de la tipología textual El Occidente tardoantiguo ve aflorar una tipología textual cristiana, los catálogos De viris illustribus, inspirada en modelos profanos, según declara en su prólogo programático Jerónimo de Estridón, iniciador de esta corriente (Jerónimo, 2002):
A continuación, Jerónimo menciona un precedente dentro del ámbito cristiano, la Historia eclesiástica de Eusebio de Cesarea, que le suministró puntualmente la información bio-bibliográfica relativa a los hombres de letras destacables durante los cuatro primeros siglos de la cristiandad, esto es, los contenidos con los que rellenará el formato heredado de la literatura grecorromana. Desde el punto de vista de las particularidades formales, pues, los De viris illustribus se presentan como una colección de noticias relativamente breves, con una estructura mínima de organización interna de los datos, que tiende a mantenerse constante al interior de cada uno de estos conjuntos. Cada una de estas noticias breves o capítulos comprende un conjunto de datos determinados, teniendo en cuenta que la presencia simultánea de los mismos en una noticia representaría una suerte de expresión máxima, que sólo se da ocasionalmente. Estos datos se reducen, básicamente, a la acción del sujeto considerado, en el campo específico previamente delimitado –esto es, oratoria, gramática, retórica, letras cristianas–, lo cual puede incluir valoraciones de forma y/o fondo acerca del desempeño individual; la interacción con maestros, discípulos, colegas, rivales; la opción doctrinal, para el caso de los escritos cristianos –que comporta una condena, en tanto “herética”–; la eventual producción textual. Por lo demás, y siempre vinculada con lo anterior, la información de tipo personal abarca, como mínimo, el mero registro del nombre del sujeto, pero puede extenderse a aspectos como el lugar de procedencia, el emplazamiento funcional, los cargos desempeñados, la fecha de floruit, mención del lugar y la fecha de muerte. En cuanto al papel central de la cohesión interna para los textos de cariz enciclopédico, como es aquí el caso, se ha afirmado de manera pertinente que “sin un sistema interno de llamadas no es más que un osario hecho de membra disiecta” (Rey, 1988, p. 19). Ahora bien, a diferencia de lo que ocurre con nuestros manuales, diccionarios de lengua y otras obras de referencia actuales, que presentan sus materiales organizados a partir de criterios ya familiares –generalmente, el alfabético o el cronológico–, ya novedosos pero explicitados, para el caso de los De vir. ill., este aspecto no parece estar dado de antemano. Por el contrario, el principio de ordenamiento parece definirse, en cada caso particular, por la interacción de los elementos dentro del propio sistema. De este modo, el nexo entre la secuencia de las unidades textuales será más o menos evidente, más o menos coherente a lo largo de las obras en cuestión, de naturaleza cronológica, geográfica, doctrinal, relativa a las fuentes de las que procede la información o mixta, es decir, una combinación de algunas de estas posibles vinculaciones. Se puede afirmar, con todo, que la clave de lectura global de los De vir. ill. cristianos parece ser la dimensión temporal. En efecto, esto es central en el trabajo fundante para la tipología en cuestión, a saber la Historia Eclesiástica de Eusebio, mientras que los textos pertenecientes al horizonte pagano muestran una tendencia a constituir diversos agrupamientos temáticos al interior de sus obras, teniendo siempre en cuenta que la lógica subrayada en cada caso es predominante, pero no exclusiva. El catálogo de Jerónimo, cuyo objetivo explícito de ofrecer un modelo de cultura letrada cristiana que compita con la pagana está todavía en la línea de la literatura apologética, será continuado por el de Genadio de Marsella (De Marsella, 1896). En contraste con su antecedente, éste es un personaje prácticamente ignoto, del cual sólo conocemos lo que nos es dable conjeturar a partir de su propia obra, a saber, se trata de un sacerdote que estuvo activo en Marsella durante la segunda mitad del siglo V, oriundo quizás de la pars orientalis del imperio romano, probablemente en contacto con las fundaciones monásticas de Juan Casiano en el sur de Galia, simpatizante de las ideas de este último, que no siempre estarán en armonía con la ortodoxia occidental encarnada en la figura del obispo de Hipona, Agustín. El escrito genadiano carece de prólogo, sin dudas porque su autor ha considerado como suficiente marca de auctoritas las autorreferencias de Jerónimo, explícitas al comienzo y final de su tratado –noticia autobiográfica–, y no estimó necesario “firmar” un trabajo del que, después de todo, no era más que un continuador. De hecho, existe evidencia interna [1] y externa [2] a favor de que el De vir. ill. genadiano ha sido proyectado como la continuación del texto homónimo de Jerónimo. Notemos que la misma omisión de indicaciones preliminares y autobiográficas es observable en el De vir. ill. de Isidoro de Sevilla, cuya intención de continuar, a su vez, el trabajo de Genadio se pone de manifiesto en el empeño por no repetir la información transmitida por éste. Ildefonso de Toledo, por su parte, se ocupa de Isidoro en la noticia VIII de su De vir. ill. El toletano, que redactó su texto tras suceder a Eugenio III en la sede episcopal, como él mismo afirma, tampoco incluye allí una noticia autobiográfica, si bien nos ha dejado un prefacio donde se presenta como continuador del trabajo emprendido por Jerónimo y retomado por Genadio e Isidoro:
C. Codoñer Merino (1964, pp. 26-41) ha realizado un registro de los manuscritos que transmiten esta sucesión de tratados homónimos, comenzado por el más antiguo, Montpellier H 406, del siglo IX, con la serie Jerónimo – Genadio – Isidoro. Entre los más antiguos que contienen también el texto de Ildefonso, menciona los códicesLeón Cat. 22, Madrid BAH 80, ambos del siglo IX; Escorial d.I.1, Escorial d.I.2, del siglo X. El catálogo de Isidoro de Sevilla ha sido datado por Codoñer Merino entre el 615 y el 618. Como hemos dicho, sabemos por Etym. VI, 6 que su autor no sólo conocía los De vir. ill. de Jerónimo y Genadio, sino que también los concebía como obras que formaban una unidad. Por ello, aunque su trabajo no vaya precedido por un prólogo, cuando escoge el título para el mismo y, más aún, cuando da a las noticias que lo componen, el formato característico que se observa en las de Jerónimo y Genadio, se asume, indudablemente, como continuador de estos dos. Isidoro parece haber trabajado a partir de la recensión breve del catálogo genadiano, puesto que evita repetir la información aportada por la misma, mientras que, por el contrario, se ocupa de alguno de los escritores que figuran en las recensiones largas. Dentro de este marco, Isidoro ha dedicado sendas noticias a dos sujetos de los que ya se había ocupado la recensión breve de Genadio, a saber, Euquerio de Lyon e Hilario de Arles. La reiteración se explica, probablemente, por la voluntad del autor de completar la información transmitida por aquella recensión. En efecto, en la noticia sobre Euquerio, Genadio había mencionado tres de sus escritos, el De contemptu mundi, sus exposiciones acerca de ciertos pasajes problemáticos de las Escrituras y su compilación de textos de Casiano, pero había omitido su célebre De laude eremi. Isidoro, en cambio, se refiere exclusivamente a este texto: “edidit ad Hilarium Arelatensem antistitem, heremi deserta petentem, unum opusculum de laude eiusdem heremi [dedicó a Hilario obispo de Arles, que anhelaba la soledad del desierto, una obrita en alabanza a ese mismo desierto]”. La brevísima nota acerca de Hilario, colocada inmediatamente después de la de Euquerio, no parece sino un apéndice aclaratorio en relación al dedicatario del aludido De contemptu mundi. Las noticias isidorianas sobre Juan y Pomerio, por el contrario, son claramente independientes de las atribuidas a Genadio. Así, mientras que en la recensión extensa del De vir. ill. genadiano encontramos un catálogo de los títulos de Juan, Isidoro presenta los textos de este a través de breves descripciones, utilizando incluso la primera persona:
Ambas noticias sobre Pomerio registran la atribución a este de un tratado en forma de diálogo, compuesto por ocho libros. La superposición parcial de los datos sugiere que las sucintas descripciones de cada uno de éstos son autónomas:
Frente a sus modelos, entonces, el escrito jeronimiano busca configurar un perfil tanto específico como novedoso de autor, inserto en los marcos de la institución y la doctrina cristianas –ego in nostris faciam–, pero a la vez experto en unas prácticas discursivas, en principio, foráneas a los marcos aludidos: philosophos et eloquentes. Cabe preguntarse cuánto hay de ideal o ficticio en la proyección de estos elementos formales de la erudición pagana sobre la producción de los letrados cristianos, especialmente, en aquellas noticias donde el acento está puesto en los contenidos transmitidos, antes que en las formas. Es claro, pues, que la inclusión de los evangelistas, los apóstoles y los padres apostólicos en este canon se justifica a partir de unos criterios selectivos que prescinden de la pericia estrictamente literaria. De hecho, tomando en consideración los capítulos consagrados a estos sujetos, se observa que la valoración positiva de su actividad literaria se sustenta básicamente en dos factores de naturaleza diversa. La situación cronológica, por ejemplo, sirve como factor de legitimación para estos individuos, puesto que se trata aquí o bien de aquéllos que tuvieron trato directo con Jesús, o bien de los discípulos o seguidores de éstos, o bien de los sucesores inmediatos de Pedro en Roma. Así, entre las numerosas fórmulas apositivas que comprenden los capítulos en cuestión, se encuentran las que subrayan estas vinculaciones personales . En contraste con el trabajo de Jerónimo, en cambio, el de Genadio muestra un especial interés por los escritos de carácter formativo en la tradición monástica, así como por aquellos sujetos, orientales y occidentales, que la representan. En este sentido, el catálogo genadiano se inscribe en la oposición a la predestinación agustiniana, floreciente en ámbitos monásticos, ligados a un modelo de ascesis particular. Como se indicó anteriormente Isidoro de Sevilla e Ildefonso de Toledo escriben sus De vir. ill. a modo de continuación de la tradición del género, tal como había hecho Genadio respecto de Jerónimo. Formalmente, las noticias de estos catálogos permanecen fieles al marco que había delimitado Jerónimo y Genadio, por su parte, había asumido. En principio, en ambos casos la organización interna obedece a la sucesión diacrónica, si bien es sensible, en el texto isidoriano, una interrupción de la misma, debida a la inclusión de los dos personajes que hemos ya mentado: Euquerio de Lyon e Hilario de Arles. Ahora bien, en cuanto a la información plasmada en las noticias, se puede observar que, mientras el escrito de Isidoro tiende a mantener el paradigma precedente, esto es, preferencia de la información bibliográfica por sobre la biográfica, el texto de Ildefonso tiende a invertir los términos. Sin lugar a dudas, esta modificación en relación con las pautas del género tiene que ver con la coyuntura de la iglesia toletana de la primera mitad del siglo VI, que pretendía consolidar su condición metropolitana (Codoñer, 2009, p. 250). En este contexto, el catálogo de Ildefonso reviste un carácter propagandístico, manifiesto ya desde su extenso prólogo. Se ha señalado, pues, en las noticias de este texto un deslizamiento hacia la hagiografía. Es interesante observar, con todo, que Ildefonso (De Toledo, 2007) parece tener conciencia de sus infracciones al código textual, puesto que indica, en repetidas ocasiones, cuándo el sujeto del que se está ocupando no ha escrito nada:
La situación geográfica de Isidoro le permite explicar a Codoñer M. (2009, p. 252) parte de las preferencias de este autor en la confección de su catálogo. En efecto, los autores que tiende a incluir son aquellos que habían producido su obra en regiones que mantenían contactos fluidos con Hispania, esto es, África, Roma y Constantinopla. A partir del estudio de la tradición manuscrita, esta autora ha adjudicado a Isidoro sólo las treinta y tres noticias de la recensión breve, impugnando la tesis de G. von Dzialowski según la cual las recensiones extensas también pertenecen a Isidoro. Por el contrario, supone que el nombre de Pedro de Lérida puede explicar la presencia de sujetos relacionados con la condena de los Tres Capítulos, una vez que ésta ha perdido su interés para las capas letradas, pero no así para las populares. Esta propuesta cuestiona, a su vez, la de F. Schütte, según la cual Ponciano era el continuador de Isidoro (De Sevilla, 1964, pp. 30-33). El género de los catálogos de hombres ilustres tuvo cultores con posterioridad a los hispánicos. Así, entre el VII y el IX, se efectúa una traducción al griego, cuyo autor fue identificado por Erasmo con Sofronio; entre los siglos XI y XII, se escriben el Anónimo de Melk y los correspondientes a Sigeberto de Gembloux, Honorio de Autun y Pedro de Montecasino; en el siglo XIV, Petrarca produjo el suyo, mientras que en el XV se publicó el de Trithemio. Proba entre los hombres ilustres La situación de Proba en este territorio exclusivamente masculino es curiosa. De hecho, se trata de la única mujer incluida en toda la tradición de los catálogos tardoantiguos y altomedievales, y además se la incluye a pesar de que carga con dos condenas gravosas en su contra, la de Jerónimo y la del Decretum Gelasianum, como dijimos anteriormente. El conjunto de las personalidades destacadas por Isidoro es bastante heterogéneo, de modo que junto a figuras de gran relevancia política, como el emperador Justiniano, y eclesiástica, como Juan Crisóstomo y Gregorio Magno, encontramos una serie varia de obispos algo menos conspicuos, sacerdotes, un abad y Proba, cuya seña particular le es conferida en razón de su matrimonio: Proba, uxor Adelphi proconsulis. Y de hecho sus credenciales en este terreno son formidables, pues se hallaba emparentada con Anicios y Petronios (Ermini, 1909, p. 7). Ahora bien, a continuación del dato de su alianza, Isidoro agrega: “femina inter viros ecclesiasticos idcirco posita sola pro eo quod in laude Christi versata est, componens centonem de Christo virgilianis coaptatum versiculis [la única mujer contemplada entre los hombres de la Iglesia, ya que se ha mostrado experta en la alabanza de Cristo componiendo un centón cristiano adaptando versos virgilianos]”. Vale decir, el sevillano estima como mérito sobrado de su parte la composición de un poema cristiano a partir de hexámetros virgilianos, a tal punto que enfrenta la censura del decreto citado, haciendo la siguiente concesión: Cuius quidem non miramur studium sed laudamus ingenium. El término ‘studium‘ se podría traducir por ‘esfuerzo’, ‘celo’, ‘aplicación’; ‘inclinación’, ‘simpatía’, y en la tradición textual que estamos enfocando es utilizado a menudo en referencia al empeño intelectual, quis tanto studio legat, quanto ille scripsit (Genadio, c. XXXIX), pero también al tesón de los monjes en el cumplimiento de la disciplina cotidiana, vel qualiter dum venerit vivere vel docere subiectos studeat (Isidoro, c. XXVII). La palabra ‘ingenium’, en cambio, alude a la habilidad para redactar y traducir versos o prosa –en Jerónimo y Genadio se combina regularmente con el adjetivo ‘elegans’; en Genadio suele funcionar como complemento del verbo ‘agitare’. El paralelo más interesante en relación al enunciado de Isidoro lo encontramos en el catálogo genadiano (c. XXXI):
En principio, studium refiere aquí a la labor intelectual de Juan II, obispo de Jerusalén, o mejor a la orientación de la misma, en este caso, su interés por el pensamiento de Orígenes, que Jerónimo tanto le criticó. De hecho, él fue quien recibió en Jerusalén a los monjes desplazados de Egipto por compartir ese mismo interés, en ocasión de la crisis origenista de fines del siglo IV. Luego sigue una estructura paralela a la de Isidoro, donde se contrasta el ingenium con otro aspecto del escritor observado, a saber, su fe. Las advertencias sobre la imperfecta ortodoxia de Orígenes son frecuentes durante este período y, sin dudas, la transmisión de su obra se resintió a causa de aquéllas (Crouzel, 1998, p. 238). En todo caso, se aprecia la agudeza mental del alejandrino. Isidoro, entonces, teniendo presente que el centón de Proba inter apochryphas scripturas insertum, juzga pertinente discriminar lo provechoso –la destreza compositiva – de lo condenable. La épica cristiana Cabe ahora preguntarse qué es exactamente lo condenable en el studium de nuestra poetisa. Nos equivocaríamos al suponer que se trata de la reutilización de la métrica y el léxico propios de la épica profana para expresar unos contenidos cristianos. En efecto, esta operatoria registra un antecedente visible en el trabajo de Juvenco, los Evangeliorum libri, presuntamente publicados luego del concilio de Nicea, hacia el año 330, en un clima cultural propicio para el florecimiento de las letras cristianas. El texto cuenta 3211 hexámetros distribuidos en un prefacio y cuatro libros, despliega recursos expresivos característicos de los representantes del mainstream latino Ennio, Ovidio, Estacio, Lucano, Horacio, Catulo y, sobre todo, Virgilio, pero sigue principalmente el relato del Evangelio de Mateo (Juvenco, 1998, pp. 13-15). En el prefacio (vv. 19-24), su autor declara el propósito de la obra, sentando las bases de la llamada épica bíblica o cristiana: cantar las hazañas del único y verdadero héroe, Cristo, trascendiendo quizás la condición mortal, en contraste con la gloria efímera que los poetas paganos pueden conferirse a sí mismos y a sus personajes perecederos, tejiendo mentiras y artificios afines a sus objetos:
Ahora bien, Jerónimo, que tan irritado se muestra frente a Proba, coloca a Juvenco entre sus hombres ilustres (De vir. ill. LXXXIV), “quattuor evangelia hexametris versibus paene ad verbum transferens, quattuor libros conposuit [compuso cuatro libros, traspasando casi palabra por palabra a versos hexámetros los cuatro Evangelios]”, y también lo recuerda en su carta 70,5 “ad Magnus, historiam Domini salvatoris versibus explicavit; nec pertimuit evangelii maiestatem sub metri leges mittere [narró en verso la historia de nuestro Señor y Salvador y no tuvo escrúpulo alguno de poner bajo las leyes de la métrica la majestad del Evangelio]”. El Decretum Gelasianum, por lo demás, inventaría estos libros entre los legítimos. Isidoro, por su parte, enumera otros tres poetas cultores de esta épica peculiar en su catálogo, sin manifestar las reservas que muestra en el caso de Proba. Luego del capítulo consagrado a ella, menciona a Sedulio (c. VII): edidit tres libros dactilico heroico metro compositos. Estos libros conforman su Carmen paschale, una narración versificada de los mirabilia de Cristo, datada entre los años 420 y 430 (Di Berardino, 1981), que el Decretum Gelasianum incorpora entre sus obras dilectas, calificando a su autor como vir venerabilis. El poeta, que recibió una formación filosófica probablemente en ámbito itálico, transmite un programa literario semejante al de Juvenco, en su dedicatoria al presbítero Macedonio: tras su conversión, se ha abocado a enhebrar loas al Salvador, utilizando el recurso métrico en vistas a una mayor difusión de su obra, considerando que los lectores encontrarían menos dificultoso el acceso a este formato (Sedulio, 2013). En esta declaración, vislumbramos uno de los tópicos centrales del discurso cristiano acerca de su vinculación con la cultura grecorromana, el de la bastedad exterior que oculta a los ojos carnales la verdadera riqueza, ya en las letras, ya en las costumbres. En el mismo sentido apunta la descripción de su humilde pero nutritivo “festín pascual”, que nada tiene que ver con los derroches dispuestos para los voluptuosos:
El siguiente autor de versos heroicos del que Isidoro se ocupa es un miembro de la aristocracia gala, Avito, obispo de Vienne (c. XXIII):
La labor literaria e incluso diplomática de Avito, teniendo en cuenta su perseverancia en el trato con el rey Gundobado, tuvo como principal objetivo lograr la conversión de los burgundios arrianos, instalados en el territorio de la que fuere su sede episcopal a partir de 490. Finalmente, la causa de Avito recibió impulso de parte del hijo y sucesor de aquel soberano, Segismundo. Los Carmina de spiritalis historiae gestis, como titula el autor sus hexámetros en la Epístola 51, dirigida a Apolinaris –hijo de Sidonio Apolinar, con quien Avito estaba emparentado–, fueron compuestos hacia finales del s. V, siguiendo la huella de Juvenco, Sedulio y Draconcio, con remisiones evidentes a Lucano, Ovidio y, por supuesto, Virgilio, entre otros literatos paganos. Sin embargo, fueron recuperados y publicados más tarde, tras la alteración del ritmo cotidiano que supuso la incursión de Godesigel y Clovis en Vienne (Avito, 1999, p. 32). El poeta declara a Apolinaris haberse entregado a la escritura épica con afán lúdico y como distracción de actividades más serias: libellos quos inter occupationes seria et magis neccesaria conscribendi nihilominus tamen de spiritalis historiae gestis etiam lege poematis lusi; “me distraje de ocupaciones más serias escribiendo estos libritos sobre la historia espiritual en clave poética”. No obstante, todo en la letra de la epopeya parece desmentir tal propósito, reduciéndolo a una manifestación de humilitas. En principio, el reemplazo de la gesta profana por la heroicidad bíblica, encarnada en Adán, Noé, Moisés y finalmente Cristo, lo coloca entre los representantes de la llamada épica cristiana:
Igualmente grave es la preocupación por denunciar a quienes se apartan de la ortodoxia, v.g., arrianos y pelagianos; mientras que la consistencia de la clave alegórica de su exposición está muy lejos de la despreocupación lúdica. Por último, Isidoro presenta sucintamente a Draconcio, composuit heroicis versibus Hexameron creationis mundi. Este poeta (Draconcio, 1988) pertenecía a una familia encumbrada y recibió una educación acorde a su estatus social, que lo habilitó a desempeñar cargos públicos. Vivió en Cartago, en el África vándala de Guntamundo, más tolerante que sus predecesores Genserico y Hunerico respecto del cristianismo, esto es, entre los años 486 – 496. Con todo, dedicó su Satisfactio a este soberano, que lo encarceló, disgustado por sus elogios al emperador oriental Zenón, y sólo consiguió la libertad durante el reinado de Trasamundo. Se trata de un poema en dísticos elegíacos, donde se insiste sobre la idea de pecado, apelando a recursos estilísticos y alusiones mitológicas pertenecientes a la literatura grecorromana. La obra que menciona Isidoro, el Hexameron, es una compilación reunida en la Hispania visigótica a comienzos del s. VII, que incluía parte de la Satisfactio y el libro I del De laudibus Dei (Di Berardino, 2000, p. 59). Draconcio redactó algunos otros poemas dentro del registro épico, pero centrados en siluetas del acervo pagano, tales como Aquiles, Orestes, Helena y Medea, en cuya letra se ha reconocido la influencia de Lucano, Ovidio, Virgilio y hasta de la técnica de los musivarios, activos por entonces en aquella geografía (Bodelón, 2000, pp. 163-202). En cambio el De laudibus Dei, compuesto durante su reclusión, se inserta, precisamente, en la vertiente de la épica cristiana. De hecho, consta de unos dos mil hexámetros, agrupados en tres libros, mediante los cuales el poeta canta la gloria de la divinidad una y trina, creadora del mundo y redentora de la humanidad (I, 1-22):
Simpatía por Virgilio Se ha entendido a menudo el trabajo centonario de Proba como una reacción frente a la decisión tomada por el emperador Juliano en 362 de prohibir a los cristianos enseñar las letras clásicas, aduciendo que no deberían transmitir aquello que juzgan nocivo para sus oyentes (Balderas, 2006). La misma tensión agonal- apologética se observa en el ya comentado prólogo del catálogo de Jerónimo, detractor de Proba. Con todo, la relación personal de aquél con la cultura pagana es especialmente conflictiva y hace manifiestas algunas zonas sensibles en vistas de sincretismos más o menos acabados. Efectivamente, es posible recoger numerosas opiniones del propio Jerónimo acerca de la inanidad o, peor aún, de la nocividad de la elocuencia profana, frente a las Escrituras, cuya preeminencia es indiscutible en tanto palabra sagrada, aunque se sirvan con frecuencia de expresiones sencillas y carentes de elegancia. Así, en la Epístola 22, dirigida a Eustoquia hacia el 384, relatando el abandono de los bienes terrenales, menciona la dificultad que encontró para dejar de lado su biblioteca y la consecuente ensoñación, donde se ve a sí mismo frente a un juez que lo acusa de ser ciceroniano antes que cristiano. En una carta destinada a Marcela (Epístola 29), ese mismo año, argumenta que para disertar sobre las Escrituras, no son necesarias las palabras, sino las ideas; si se busca la elocuencia, entonces aconseja leer a Demóstenes y a Cicerón, pero si se buscan los misterios divinos, hay que enfrentarse a un texto que puede resultar muy poco estimulante para una mente pulida. El mismo contraste entre forma y fondo emerge en De vir. ill. CXIV, en referencia a la obra de Epifanio: “scripsit adversum omnes haereses libros et multa alia, quae ab eruditis propter res, a simplicioribus propter verba quoque lectitantur [escribió los libros Contra todas las herejías y otras muchas obras que por su contenido leen los eruditos y por sus palabras las gentes sencillas]”. En el texto de la mentada carta que Jerónimo envía a Paulino (Epístola 53), defiende la existencia de una verdadera sabiduría, que si bien se caracteriza por una simplicidad extrema –al punto que el remitente teme que su destinatario pueda considerarla ofensiva– y el completo desconocimiento de los recursos estilísticos, tiene su fuente misma en la divinidad. Precisamente, Pedro y Juan, dos exponentes de este tipo particular de sapientia –para los cuales Jerónimo reserva las palabras de Pablo: “Si en mi modo de hablar soy inculto, no así en la ciencia”–, se cuentan entre los viri illustres del catálogo jeronimiano. En la carta destinada a Panmaquio (Epístola 57), y datada en el 396, vuelve sobre los aspectos ejemplares que encarnan los apóstoles, puntualizando al pasar que la mera rusticidad –entiéndase, sin el trasfondo de la santidad– no constituye un registro a fomentar. Por el contrario, el cultivo de un saber estrictamente cristiano, la ciencia de las Escrituras, queda cabalmente justificado como medio idóneo para hacer frente a los embates procedentes del campo enemigo. En este punto, Jerónimo insiste sobre el grado de especialización y el manejo de unas reglas concretas que esta ciencia implica, rechazando el ejercicio acrítico del comentario bíblico y su presunta accesibilidad indiscriminada (Epístola 53, 7). Así, hacia el 398 y en respuesta a Magno (Epístola 70), un romano dedicado a la oratoria, nuestro autor justifica la profusión de datos procedentes de la tradición pagana, sensible en sus obras, enumerando como antecedentes notables en esta vía a una serie de escritores, diferenciados básicamente en dos grupos, los de lengua griega y los de lengua latina. Así, tras unos párrafos introductorios, donde se alude incluso a los rollos de Moisés, los Proverbios y las cartas del apóstol Pablo como exponentes autorizados del recurso a un acervo cultural de cariz profano, se da inicio al repertorio de autores, cuya mención se acompaña de comentarios más o menos breves acerca de la presencia de contenidos paganos en sus textos. Y si bien este listado coincide fundamentalmente con el de los escritores valorados en su De vir. ill. en base a la calidad formal de su producción, algunos de los artículos llaman la atención, por el carácter ad hoc que reviste su formulación. En efecto, la referencia a un Pablo versado en la literatura griega contrasta intensamente con el prototipo de la sencillez estilística, sin duda, muy familiar al público de Jerónimo. Por lo demás, el énfasis puesto en la destreza estilística de algunos de estos autores, a saber, Cuadrato, Hipólito, Dionisio de Alejandría, Malquión, Atanasio de Alejandría, Tito de Bostra, Lactancio, Hilario, Juvenco, resulta un tanto excesivo, teniendo en cuenta el juicio emitido sobre los mismos en el texto anterior del De vir. ill. Igualmente funcional al propósito de la carta se revela la opinión vertida sobre la ilustración de Victorino (Epístola 70, 5): “in libris suis, licet desit eruditio, tamen non deest eruditionis voluntas [aunque en sus libros falta la erudición, no carece de intención erudita]”. Si el objetivo último de la tarea asumida por el De vir. ill. de Jerónimo era el de contrarrestar las acusaciones de rusticidad dirigidas precisamente en contra de la actividad literaria emanada de los hombres de iglesia, es claro que la competencia no puede jugarse de manera absoluta en el plano formal. De hecho, la habilidad en el manejo del significante aparece ahora, necesariamente, en vínculo estrecho con la transmisión de unos contenidos precisos y puede incluso estar ausente, dado que la antigüedad y la conveniencia de los textos legitiman la estimación de sus autores como viri illustres. Recurriendo a la ya citada misiva a Panmaquio, cabe establecer al respecto una diferencia entre la verdadera sabiduría, por un lado, y la ciencia de las Escrituras, por el otro. Así, mientras que los sujetos que han sido discípulos de Cristo o de los apóstoles constituyen exponentes de la primera categoría, los escritores posteriores lo son de la segunda, puesto que han tenido que reemplazar un conocimiento de tipo directo por el trabajo sobre la textualidad. Por supuesto, esto último exige unas competencias lingüísticas y hermenéuticas del todo innecesarias para los integrantes de los círculos cercanos a Cristo. Erich Auerbach (Auerbach, 1960, p. 36) ha puesto de manifiesto, en relación con las resonancias particulares que adquiere el adjetivo humilis en los ámbitos cristianos, cómo a la valoración estilística se superpone la del propio objeto del sermo, creando un efecto a primera vista paradójico. Así, al nivel estilístico inferior ya no corresponde un contenido igualmente bajo, de acuerdo con la concepción ciceroniana, antes bien, a un discurso que puede ser comprendido por todos los oyentes, corresponde el objeto más elevado, a saber, la propia idea de salvación. A modo de conclusión De lo anterior se infiere que, siendo común a la serie de los poetas épicos cristianos identificados la simpatía por Virgilio, no se puede ver en ésta la causa del rechazo explícito por parte de algunas fuentes de la Antigüedad tardía hacia nuestra poetisa, por lo demás tan estimada por Isidoro. Amén de las armas blandidas en el campo del desafío apologético, algunas plumas cristianas habían amalgamado en forma más espontánea los contenidos y los formatos profanos. Aquellos poetas, hemos visto, procedían de sectores socialmente aventajados y sin duda habían gozado de los más altos niveles de formación disponibles en sus contextos, en ocasiones, lo sabemos, previamente al contacto con el cristianismo asumido en la adultez. Y de hecho éste es el caso de Proba, en cuya composición está ausente ese alto grado de conflictividad inherente al propio trabajo de Jerónimo, más allá de su decisión programática de sustituir ciertos tópicos clásicos por los de su nuevo credo, v.g., las Musas por Cristo, según hemos dicho. La poetisa delimita un espacio común a ambas tradiciones, donde la diferencia se cifra en términos cuantitativos, antes que cualitativos, la distancia entre Virgilio y su propio presente se mide por la mayor o menor nitidez del nuevo mensaje de redención: lo que para el mantuano no puede aún ser sino profecía neblinosa, resplandece para Proba con la autoevidencia y legitimidad de la Revelación. La observación de Jerónimo apunta claramente al tratamiento acrítico y despreocupado de este gradualismo (Epístola 53, 7):
Referencias ____________________________ 1 Así, en la noticia inicial, dedicada a Jacobo el Sabio, Genadio explica que Jerónimo no ha incluido a este escritor en su catálogo debido a su desconocimiento del siríaco. El marsellés parece, pues, haber asumido la tarea de llenar los blancos dejados por su antecesor, enfocado en el arco temporal que va de la Pasión de Cristo al decimocuarto año del emperador Teodosio, i.e. 392, como Jerónimo mismo nos dice, antes de continuar la secuencia cronológica para su propio listado. Así, aunque ahora de modo implícito, las siguientes nueve biografías de su colección están dedicadas a este propósito, ya que ninguna supera el límite establecido en el 392 d. C. A partir del capítulo XI, dedicado al monje Evagrio, el texto genadiano comienza a aportar datos posteriores a dicho límite, puesto que Evagrio muere hacia el 400 d. C. Por otra parte, el nacimiento de este último es contemporáneo del correspondiente al último biografiado en el texto de Jerónimo, su propio autor, nacido en torno al 347, con lo cual la secuencia cronológica del primer catálogo sería retomada aquí.
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