¿Qué podemos saber las mujeres sino filosofías de cocina? Sor Juana, entre lo profano y lo sacro

What do we know women but cooking philosophies? Sor Juana, between the profane and the sacred

Rafael Andrés Nieto Göller
Universidad Simón Bolívar
(MÉXICO)
golleraf@yahoo.com

Recibido: 16/01/2017
Revisado: 22/02/2017
Aprobado: 12/04/2017

RESUMEN

Situada entre lo profano y lo sacro, la vida y obra de sor Juana Inés de la Cruz ha sido ampliamente estudiada y difundida tanto en México como en el mundo entero, aun cuando son quizá sus ideas filosóficas y teológicas, vertidas en la Carta Atenagórica y la Respuesta a Sor Filotea de la Cruz, las que menos han llamado la atención de los estudiosos y académicos, e incluso de los legos, quizá también por ello mismo, por su grado de complejidad y erudición, fiel reflejo de la grandeza, actualidad y vigencia, de la vocación heterodoxa de esta aguerrida y prodigiosa monja jerónima del siglo XVII, y de su indómito e independiente espíritu, así como de su sed y hambre de libertad y de equidad de género.

             Hacer asequible y accesible lo indecible e impensable a las mayorías, es decir, la agencia, autoría y actuación sorjuanezca en un mundo dominado por los prejuicios de género y la prevalencia de la autoridad y poderío patriarcales, tanto de otrora como de ahora, cuando la reivindicación de los derechos humanos, de la libertad de expresión y de los derechos de las mujeres, entre otros, adquieren carácter de cotidianeidad ineludible en nuestro país, la figura de Juana de Asbaje transgrede y trasciende el papel pasivo que le fue impuesto, para perpetuar su voz, ideas, letras y acciones, y dar respuesta a aquella añeja pregunta: ¿qué podemos saber las mujeres sino filosofías de cocina?, menester de la presente aportación.

Palabras clave:Sor Juana. Lo profano y lo sacro. Carta Atenagórica. Respuesta a Sor Filotea de la Cruz. Libertad y equidad de género. 

ABSTRACT

Situated between the profane and the sacred, the life and work of Sor Juana Ines de la Cruz has been widely studied and disseminated in Mexico and throughout the world, although her philosophical and theological ideas, drawn in the Carta Atenagórica (Athenagoric Letter) and the Response to Sor Philothea de la Cruz, are perhaps the ones that have less drawn the attention of scholars and academics, and even the laywomen and laymen and, maybe because for that very reason, by its degree of complexity and erudition, faithful reflex of the greatness, timeliness and effectiveness of the heterodox vocation of this embattled and prodigious Jerome Nun of the seventeenth century, and its untamed and independent spirit, as well as her thirst and hunger for freedom and of gender equality.

             To make affordable and accessible the unspeakable and unthinkable to the majority, say the agency, authorship and performance of Sor Juana in a world dominated by gender bias and the prevalence of authority and patriarchal power, both formerly as now, when the claim of human rights, freedom of expression and the rights of women, among others, acquire inescapable everyday character in our country, the figure of Juana de Asbaje transgresses and transcends the passive role that was imposed to her, to perpetuate her voice, ideas, letters and actions, and to answer that stale question: What do we know women but cooking philosophies?, purpose of this contribution.

Keywords: Sor Juana. The profane and the sacred. Athenagoric Letter. Response to Sor Philothea de la Cruz. Freedom and gender equality.

   

¿Por qué siempre resulta herético cuestionar
el discurso sobre algún tema?
Rodrigo Sigal

No soy yo la que pensáis,
sino es que allá me habéis dado/
otro ser en vuestras plumas
y otro aliento en vuestros labios.

Sor Juana Inés de la Cruz
           
 

Los prolegómenos

Hoy, sin menoscabo del anacronismo entre las diversas épocas, cuando la reivindicación de los derechos humanos, de la libertad de expresión y de los derechos de las mujeres, entre otros, adquieren carácter de cotidianeidad ineludible en nuestro país, la figura de Juana de Asbaje transgrede y trasciende el papel pasivo que le fue impuesto, y que aún en la actualidad continúa imponiéndose a las mujeres en todo el orbe, para perpetuar su voz, ideas, letras y acciones, y dar respuesta a aquella añeja pregunta, marinada con su muy sutil ironía: ¿qué podemos saber las mujeres sino filosofías de cocina?

             Siendo ello así, a pesar de que la vida y obra de Sor Juana Inés de la Cruz se entretejen entre lo sacro y  lo profano, y han sido ampliamente estudiada y difundida tanto en México como en el mundo entero, ellas, tanto su vida como su obra, aún hoy continúan entrañando grandes enigmas por resolver. Enigmas que ya desde entonces, atribulaban a la propia Sor Juana, sumiéndola en sus recurrentes cogitaciones:

Las mujeres sienten que las excedan los hombres, que parezca que los igualo; unos no quisieran que supiera tanto, otros dicen que había de saber más, para tanto aplauso; las viejas no quisieran que otras supieran más, las mozas que otras parezcan bien, y unos y otros que viese conforme a las reglas de su dictamen, y de todos puntos resulta un tan extraño género de martirio cual no sé yo que otra persona haya experimentado (Alcibíades, 2004, pp. 442-443).

Porque el principal enigma era y continúa siendo la propia Sor Juana. Dice el refrán genio y figura, hasta la sepultura. Donde, desde su precoz despertar intelectual, así como las complejas circunstancias que desde niña padeció, aunado a los usos y costumbres de la época, indujeron a Juana de Asbaje a optar por el mal menor, más que por una verdadera vocación monástica, a ingresar a la vida conventual.

Amecameca, un lugar que no era el de la casa propia en Nepantla, en la Alquería, pero al que iban con frecuencia, al santuario de Nuestro Señor del Sacromonte. A éste dedica ella una pieza dramática, escenificable, a una edad inconcebible, de ocho a nueve años. Una pieza de teatro, si ustedes quieren, con toda la ingenuidad propia de ella y de los que la oían o contemplaban la representación, pero toda una pieza literaria (Ballester, s/f, p.80).

             Porque, “ella forjó su destino, más que ningún otro. Es cierto que concurrió la suerte, el hado, como ella la llama”, en  palabras de Ballester, quien remarca, “Pero ella fue la que desde niña forzó constantemente, compulsó, violentó el acaecer de su existencia hasta lograr llevarla por derroteros de trascendencia” (s/f, pp.77-78). Siendo así las cosas, “Y ya que solamente existían dos caminos, pues […]”, sor Juana se inclinó por el convento; “no eligió, sino que más bien procedió por eliminación” (Ballester, s/f, p.93). Y así lo confirma y reafirma la propia Sor Juana:

Entréme religiosa, porque aunque conocía que tenía el estado de cosas (de las accesorias hablo, no de las formales), muchas repugnantes a mi genio, con todo, para la total negación que tenía al matrimonio, era lo menos desproporcionado y lo más decente que podía elegir en materia de la seguridad que deseaba de mi salvación; a cuyo primer respeto (como al fin más importante) cedieron y sujetaron la cerviz todas las impertinencillas de mi genio, que eran de querer vivir sola; de no querer tener ocupación obligatoria que embarazase la libertad de mi estudio, ni rumor de comunidad que impidiese el sosegado silencio de mis libros (Cruz, 2013, p. 31). 

             Grandes y, en ocasiones, hasta desconcertantes enigmas que llevaron a Octavio Paz, por ejemplo, a realizar un estupendo ejercicio de malabarismo hermenéutico a través de Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe (1988), intentando conciliar lo sacro y lo profano en y de Sor Juana. Aspectos que, sin embargo, Sor Juana no tuvo dificultad alguna en amasar, ya que antes de ser monja –muy ilustre, por cierto-, fue mujer:

Querer yo saber tanto o más que Aristóteles o que San Agustín, si no tengo la aptitud de San Agustín o de Aristóteles, aunque estudie más que los dos, no sólo no lo conseguiré sino que debilitaré y entorpeceré la operación de mi flaco entendimiento con la desproporción del objeto (Cruz, 2013, p. 63).

Sin embargo, tanto sus ideas filosóficas como teológicas han sido  las que menos han llamado la atención de los estudiosos y académicos, e incluso de los legos, quizá también por ello mismo, por su grado de complejidad y erudición, de sacralidad y profanidad pero, y al mismo tiempo, entretejidas con ciertas dosis de sarcasmo y socarronería muy propios de Sor Juana, la Carta Atenagórica y la Respuesta a Sor Filotea de la Cruz, ambas piezas reputadas como las mejores obras en prosa de la autora y dos de las grandes disertaciones escritas en lengua castellana hasta los tiempos presentes. Tan es así, que a  partir de estudios más recientes, las dos piezas han pasado a estimarse como imprescindibles pilares de los derechos de la mujer al estudio y a la cultura, la equidad de género, etc. Cabe aclarar, sin embargo, que debido a su contenido más científico y técnico –teológico y filosófico-, aunado al hecho concreto de ser una controversia entre posturas diferentes, la Carta Atenagórica ha sido la menos difundida y empleada. Mientras que la Respuesta, por su lenguaje más coloquial, dilemas de género, protagonismos biográficos, malos entendidos, dimes y diretes, etc. –digeribles, en una palabra-, ha sido el caso opuesto.

             Así pues, la “Carta atenagórica de la Madre Juana Inés de la Cruz, religiosa profesa de velo y coro en el muy religioso convento de San Jerónimo de la Ciudad de Méjico cabeza de Nueva España. Que imprime y dedica a la misma, Sor Filotea de la Cruz, su estudiosa aficionada, en el convento de la Santísima Trinidad de Puebla de los Ángeles, también llamada o conocida como Crisis de un sermón de un orador grande entre los mayores [...]” –porque la Carta Atenagórica tuvo otra edición en vida de la escritora, al incluirse en el segundo tomo de sus obras” (Sevilla, 1692), constituye la refutación teo-filosófica que hace Sor Juana al Sermón de Mandato de un renombradísimo jesuita, el padre Vieira.

             La segunda pieza, como ya se dijo, la constituye la Respuesta de la poetisa a la muy ilustre Sor Filotea de la Cruz.

             Encomiables piezas, ambas, de esta Ave Raris, para quien “La magnífica transgresión del vuelo, la hybris prometeica del poema, la embriaguez del alma desprendida” (González, 1997, p. 98), fiel a la tradición agustiniana, de quien sabemos Sor Juana se encontraba entre sus más fervientes seguidoras, pertenece a ese selecto grupo de pensadores que ejercitan la filosofía como una tarea personal y de profundas convicciones, lo que ha dado en llamarse filosofía de la estufa. A este respecto, por ejemplo, dice Platón en la República: “Filósofos verdaderos son los que se dan así mismos como espectáculo propio el de la verdad”. Pues, como certeramente dijera de Sor Juana Miguel de Unamuno:

Sor Juana amó con intenso amor intelectual –esa exquisita especie de amor de que hablaba Spinoza- las imágenes de hechizo que ella se forjó, las criaturas de su mente, y entre ellas, a sí misma, como criatura de sí propia, a la imagen que ella se forjó de sí. Porque hay un refinado amor propio que consiste en amar el dechado que uno de sí mismo se hace, o el mito si se quiere (Saínz de Medrano, 1997, p. 13).

Por otro lado, aunque parezca paradójico y hasta risible –para los no doctos-, son también las filosofías de cocina que le tocó vivir y en las que intervino la monja jerónima, las que menos han sido atendidas, como refiere socarronamente la propia Sor Juana en sus cogitaciones de la Respuesta a Sor Filotea de la Cruz:

¿Qué os pudiera contar de los secretos naturales que he descubierto estando guisando? [...]; pero, Señora, ¿qué podemos saber las mujeres sino filosofías de cocina? Bien dijo Lupercio Leonardo, que bien se puede filosofar y aderezar la cena. Y yo suelo decir viendo estas cosillas: Si Aristóteles hubiera guisado, mucho más hubiera escrito (2013, pp. 55-56).  

A pesar de ello, Sor Juana era más conocida, reconocida y famosa por sus sorprendentes dotes de inteligencia, conocimiento y talento, que le permitían codearse y hasta superar a los más insignes intelectuales, obispos y frailes del reino, como sucedió en 1666, cuando el virrey Mancera hizo someter a examen a Juana ante cuarenta doctores de todas las facultades de la Universidad, y que ésta saliera airosa de esa prueba “a la manera que un Galeón Real se defendería de pocas chalupas” (Veiravé, 1978, p. 7). Un año después, Sor Juana ingresaría al convento de San José, de las Carmelitas Descalzas, cuya extremada rigidez no fue de sus apetencias;  para finalmente profesar en 1669, en San Jerónimo. Siendo ello así, ya como religiosa del convento, cumplió con distintas funciones: administradora, tesorera… y al parecer, por el recetario publicado en 1979, también estuvo encargada de conservar la memoria gastronómica del convento de San Jerónimo (Lavín y Benítez, 2015, p. 52). Por ello dirá sobre ella María Rosa de Lera:

Mujer, monja erudita, inteligente y curiosa, cuestionándose siempre, fue también una niña desvalida, una mujer solitaria, castiza, alegre y a menudo melancólica, distante, introvertida. Un personaje complejo, que nos dejó grandes lagunas en largos períodos de su vida y se llevó a la tumba muchos de sus sueños y frustraciones (2009, p. 91).

Así las cosas, el devenir de sor Juana se caracterizó por situarse constantemente entre lo profano y lo sacro. Recordemos, pues, que “Sor Juana no tiene padre, marido ni hermanos que la nombren, pero sí la nombra su director espiritual, el padre Núñez de Miranda, un carcelero del alma” (González, 1997, p.97) que, sin embargo, como refiere Paz:

[...] se regocijaba de que hubiese tomado el velo pues: «Habiendo conocido [...] lo singular de su erudición junto con su no pequeña hermosura, atractivos todos a la curiosidad de muchos, que desearían conocerla y tendrían por felicidad el cortejarla, solía decir que no podía Dios enviar azote mayor a aqueste reino que si permitiese que Juana Inés se quedase en la publicidad del siglo» (1988, p.12).

Porque, así como los ludistas [1] del siglo XVIII se oponían con vehemencia al desarrollo industrial, tanto otrora como aún hoy entre los misóginos, el que una mujer fuera profesionista y se interesara por los estudios era inimaginable, dado que ello era visto como una herejía, como algo aberrante y a todas luces descabellado, “exótico, loco o cursi” (Gil, 2009, pp.7-17). ¡Inadmisible, en una palabra! Por eso el reclamo de Sor Juana: “¿cómo vemos que la Iglesia ha permitido que escriba una Gertrudis, una Teresa, una Brígida, la monja de Agreda y otras muchas?” (Cruz, 2013, p. 71).

             Ahora bien, reitera Paz sobre Sor Juana, “A pesar de que su amor a las letras ha sido tal que no habría necesitado de ejemplos que imitar, siempre tuvo en la mente los nombres de las mujeres que sobresalieron en los estudios humanos y divinos” (1988, pp.546-547). La misma Sor Juana, en la Respuesta, menciona entre algunos, los de Débora, la reina de Saba, Abigaíl, Ester, Rahab, Ana, madre de Samuel, Minerva, etc. (Cruz, 2013, pp. 58-60). A este respecto, David Blanco, por ejemplo, alude a esa pertinaz y autoritaria actitud patriarcal al señalar la vorágine en contra de las mentes brillantes femeninas:

Las científicas se han visto maltratadas a lo largo y ancho de los siglos por su mera condición de mujeres, y sus contribuciones, oscurecidas de un modo sistemático, cuando no usurpadas sin el menor reparo. Las afrentas sufridas por actitudes condescendientes y paternalistas de maestros o compañeros de investigación llenarían los volúmenes de una biblioteca consagrada a la infamia. Afrentas que, por supuesto, no se detenían en el umbral del matrimonio (2012, p.46).

Y todo ello era así, porque el lugar de las mujeres era su casa, la cocina y el cuidado de los hijos y la atención de su marido, así como apuntalar la estructura familiar; mientras que el de las otras, las de cascos ligeros, era el lecho, el retozo y la francachela. En este sentido, como refiere Octavio Paz, “su caso no era distinto al de las muchachas que hoy buscan una carrera que les dé al mismo tiempo sustento económico y respetabilidad social”, ya que “La vida religiosa, en el siglo XVI, era una profesión” (Lavín y Benítez, 2015, pp.55-56).

[...] porque ¿qué son las mujeres sin hombre que les dé nombre, techo, alimento, uso al cuerpo, honorabilidad, paso en la calle, silla en la mesa, lugar en la cama?, ¿qué son las mujeres que se quedan huecas de varón sino personas a media, fantasmas de otra vida? (Lavín, 2016, pp.8-9).  

Pero Sor Juana era diferente. Siempre lo fue. Desde pequeña, cuando sólo era la niña del volcán, cuando apenas era Juana Inés Ramírez de Asbaje; desde entonces labró su impronta y su devenir; siguió su vocación, su arte. Así pues, siguiendo su vocación, ese algo “como una llamada que creemos percibir en una cierta época de nuestra vida, y que nos guía por algún camino determinado” (Bolio y Arciniega, 2012, p.19), ésta llevó a sor Juana por lugares, situaciones, experiencias y aconteceres insospechados. Por ejemplo, “Juana quiso ser carmelita descalza. Y naturalmente no aguantó y se salió [...]. Entonces entró en el convento de las Jerónimas, que era un convento completamente flexible. Entró Sor Juana en un convento de Jerónimas a los diecisiete años” (Ballester, s/f, p.94).

Las controversias y la polémica
Como bien dice Picón-Salas, “En la obra de Sor Juana Inés de la Cruz parece producirse como en ninguna otra una extraña confluencia de todos los valores y los enigmas del siglo barroco” (1978, p. 142); para añadir, “[...] Complicándose se apacigua. Sobre el mundo de lo abstracto –como ella misma lo da a entender- teje las espirales de un caracol”:

Que es una línea espiral
no un círculo la armonía.
Y por razón de su forma,
revuelta sobre sí misma,
la intitulé “Caracol”
porque está revuelta hacía.

Donde “El sub specie aeternitatis de la escolástica se mezcla con el desengaño ascético de la época” (Picón-Salas, 1978, p.145). Razón y fe, confabulados, hibridados, pero, adicionalmente, dialécticas de desencuentro, ¿o de encuentro?, entre la realidad y el sueño, la lógica y la metafísica, el criollismo y el intelectualismo; porque, “¿Desde dónde nos ha llegado, sin darnos cuenta, tanta ambición de saber? Al fin y a la postre, tiene razón Sor Juana: «si es para vivir tan poco, ¿de qué sirve saber tanto»” (Silva, 1995, pp. i-iv). Así pues, como afirma García-Morente citado por Palacios y Rovira:

Durante muchos siglos, en efecto, la religión ha sustituido a la filosofía. Ya saben que la filosofía era llamada ancilla theologiae, es decir, la criada, la sirvienta de la teología. Kant, que se las daba de humorista, replicaba a esto: dicen los escolásticos que la filosofía es la sirvienta de la teología, pero no se sabe si para llevarle la cola, o quizá para ir delante con la antorcha. Durante muchos siglos, pues, ha estado la filosofía al servicio de la religión. No es extraño, entonces, que siga la religión manteniendo pretensiones de sustituir a la filosofía en su función orientadora (1996, p. 373).

Y así fue como la misma Sor Juana lo consagra en la Respuesta,además de justificar su inclinación por las no menos importantes ancilas: Filosofía, Retórica, Lógica, Física, Aritmética, Geometría, Arquitectura, Derecho, Historia, Música, Astrología, ad infinitum.

[...] el fin a que aspiraba era a estudiar Teología, pareciéndome menguada inhabilidad, siendo católica, no saber todo lo que en esta vida se puede alcanzar, por medios naturales, de los divinos misterios; y que siendo monja y no seglar, debía, por el estado eclesiástico, profesar letras; y más siendo hija de un San Jerónimo y de una Santa Paula, que era degenerar de tan doctos padres ser idiota la hija. [...] Con esto proseguí, dirigiéndome siempre, como he dicho, los pasos de mi estudio a la cumbre de la Sagrada Teología; pareciéndome preciso, para llegar a ella, subir por los escalones de las ciencias y artes humanas, porque ¿cómo entenderá el estilo de la Reina de las Ciencias quien aún no sabe el de las ancilas? (Cruz, 2013, pp. 32-36).

“Por eso, cuando esa alta autoridad eclesiástica –que nunca se identifica pero que se ha asociado con el nombre del obispo de Puebla, Manuel Fernández de Santa Cruz– le propone que escriba una refutación al Sermón del Mandato, la monja jerónima no dudó en complacerlo” (Alcibíades, 2004, p, XI).

Complacencia que bien pudo obedecer, entre otros motivos más, a lo que  Asunción Lavrin, entre otras, ha indagado sobre el terreno de la obediencia debida de las monjas hacia sus superiores, hacia sus prioras: una mezcla de desafío y atrición. Por eso concluye: "el cuerpo de la Respuesta es una mezcla de expresión de libre albedrío y de reiteración de obediencia" (Lavrin, 1995, pp. 56-63).

             Ahora bien, el sermón de Vieira fue el predicado en la Capilla Real de Lisboa, el jueves santo de 1650 (Fernández, 1997, pp. 163-170), es decir, cuarenta años antes de que Sor Juana escribiera su refutación Crisis de un sermón de un orador grande entre los mayores..., y que más tarde adulteraría el mismísimo obispo de Puebla, Manuel Fernández de Santa Cruz, bajo el seudónimo de Sor Filotes de la Cruz, al realizar la primera crítica conocida a la Crisis de un sermón,escribiendo un prólogo a la Carta Atenagórica y donde reprendía a Sor Juana por su atrevimiento y le reprochaba haber descuidado la literatura religiosa; apostillándola y mandándola publicar en 1690 –sin el conocimiento y consentimiento de Sor Juana-, bajo el título de Carta Atenagórica –en franca alusión a la sabiduría de la diosa Minerva o Atenea- que “Sor Filotea” buscaba se asociase con el de Sor Juana, señalando su condición profana (o pagana) como dijo primeramente Ezequiel Chávez (Gálvez, 1997, p. 150). Sor Juana lo expresa atinada y llanamente; ¡las cosas como son!: “Y así, en lo poco que se ha impreso mío, no sólo mi nombre, pero ni el consentimiento para la impresión ha sido dictamen propio, sino libertad ajena que no cae debajo de mi dominio [...]” (Cruz, 2013, p. 82).

             Cabe aquí mencionar que Antonio Vieira (Lisboa, 1608-San Salvador de Bahía, 1697), autor del aclamado sermón criticado en la Carta Atenagórica por Sor Juana, fue un sacerdote  portugués de la Compañía de Jesús, con un enorme prestigio e influencia durante el siglo XVII; quien desarrolló su vida entre América y Europa, y cuya personalidad se proyectó, incluso, en los conflictos políticos, económicos y hasta bélicos de su tiempo. Era tal la fama y prestigio del litigante teológico Vieira, que para su predicación era incluso necesario menester colocar soldados en las puertas de los templos, con el objeto de impedir que el público molestara a las dignidades que llegaban a escucharlo.

             El Sermón del Mandato de Vieira pretende mostrar ¿cuál fineza de Cristo es la mayor de las mayores?, mediante la reflexión y el contraste que hace de tres opiniones de Padres de la Iglesia, la de San Agustín, la de San Juan Crisóstomo y la de Santo Tomas de Aquino, para terminar su Sermón razonando su postura en contra de los argumentos de los santos, y finalmente aportar su conclusión sobre cuál fue la mayor fineza de Cristo. Cabe aclarar que las finezas a las que se refiere Vieira, son términos con los que se quiere significar las demostraciones de amor, pero no de cualquier tipo de amor, sino del amor de Dios, en este caso, el de Cristo o Jesucristo, equivaliendo a signos externos del amor, del Caritas, a sus múltiples y diversas manifestaciones palpables exógenas: “Aquellos signos exteriores demostrativos, y acciones que ejercita el amante, siendo su causa motiva el amor, eso se llama fineza” (Alcibíades, 2004, pp. X-XIII). Por eso:

Para el Fénix lusitano (como lo califica la monja), la mayor fineza de Cristo “fue querer que el amor con que nos amó, fuese deuda de amarnos unos a otros”, no fue pedir que los hombres lo amasen a él, sino que se amasen y se sirviesen unos a otros. Sor Juana no comparte ese parecer y propone que la mayor fineza de Cristo fue amar a los hombres y esperar correspondencia. [...] Vieira confunde la causa con el efecto, o lo particular (la especie) con lo general (el género) (Alcibíades, 2004, pp. XII-XIV).

Así las cosas, como prologa Carlos Ruíz en Respuesta, Sor Juana, “con su genio incesante y su entendimiento privilegiado, captó algunas contradicciones a la ortodoxia religiosa en los mensajes del predicador” (Cruz, 2013, p. 11). Y ello es así, porque “Para dar un argumento se empieza reuniendo razones a favor y organizándolas clara y coherentemente” (Weston, 2013, p.19), cuestión que realizó Sor Juana magistralmente al rebatir el sermón del padre Vieira. 

Sor Juana, por ser mujer, no podía decir sermones, mucho menos criticarlos, y eso fue precisamente lo que hizo, criticar un sermón dado hacía ya algunos años por el jesuita portugués Vieyra, al que admiraba particularmente el arzobispo de México Aguilar y Seijas (De Lera, 2009, p.118).

Fue así, entonces, como la Carta Atenagórica, desafío y controversia teológica encomendada a Sor Juana –por el obispo de Puebla, Manuel Fernández de Santa Cruz, alias Sor Filotea- sobre los postulados de Vieira en el Sermón, debía ir respaldada de sólidos argumentos y elegancia formal, que demostrara la presunción de éste al creerse superior a los antedichos santos –Agustín, Crisóstomo y Tomás- pero que, al mismo tiempo, derribara los fundamentos de las tres finezas propuestas vieiranas contra las de los Santos Padres, además de que a la vez que encontrara, no otra igual, sino mayor aún.

             Como es a todas luces claro, la Carta se convirtió en un escándalo al hacerse pública, como ya dijimos sin el conocimiento y consentimiento de Sor Juana y, en el fondo, tiene su explicación en el hecho de que fuera, precisamente, una figura femenina la que la pensara, refutara y escribiera. Cuestión improcedente si el hecho consumado hubiese por alguien del sexo masculino. La Carta, entonces, dio lugar a que Sor Juana escribiera su famosa Respuesta a Sor Filotea, una estupenda apología autobiográfica de su condición de mujer y de monja, y de su compulsión por un saber holístico donde convivieran las epístemes con las doxas. Como ella misma insiste en la Respuesta:

Si el crimen está en la Carta Atenagórica [...]. Si es como dice el censor, herética, ¿por qué no la delata? Y con eso él quedará vengado y yo contenta, que aprecio, como debo, más el nombre de católica y de obediente hija de mi Santa Madre Iglesia, que todos los aplausos de docta.  [...] pues como yo fui libre para disentir de Vieira, lo será cualquiera para disentir de mi dictamen (Cruz, 2013, pp. 72-73).

A pesar de la contundencia de su Respuesta, su autobiografía, en la que daba cuenta de su vida y reivindicaba el derecho de las mujeres al aprendizaje, la crítica del obispo la afectó profundamente, tanto, que poco después vendió su biblioteca y todo cuanto poseía, destinando lo obtenido a beneficencia y consagrándose por completo a la vida religiosa.

             Lo que es innegable en sor Juana, pues, es su capacidad de reinventarse y recrearse así misma; de innovación y creatividad ante la adversidad y desafiar los determinismos. “Es reflejo, no sólo de su orgullo de mujer intelectual que es capaz de idear tan tremendo empeño a través de una erudición alcanzada por su propio esfuerzo, sino de mujer simple y llana [...]” (Sabat de Rivers, 1995, p.445). 

El legado 
Sobre la grandeza, actualidad y vigencia, de la vocación heterodoxa de esta aguerrida y prodigiosa monja jerónima del siglo XVII, y de su indómito e independiente espíritu, así como de su sed y hambre de libertad y de equidad de género, refiere Bokser, “La escritura fue para sor Juana la libertad de desafiar los estrechos márgenes de su condición. Hoy los potenciales del género se abren a nuevas maneras de resignificarlos” (2007). Y siendo así la cuestión, multitud de voces “desconformes”, como solía decir la propia Sor Juana, se han levantado en su honor, desde entonces, como paladín de la justicia femenina, porque como asegura la chilena Michelle Bachelet citada por la mexicana Sara Sefchovich, “Cuando una mujer entra en la política, cambia la mujer, pero cuando entran muchas, cambia la política” (2016, p.166). Y tal es el caso de sor Juana, emblemático por antonomasia, pero, más importante aún, de trascendental impacto para las mujeres de hoy. Donde, dirá la propia jerónima, “[...] Alegórica idea, consideración abstracta, soy”, para añadir en suave murmullo, “porque quien oyere, logre en la metáfora el ver que, en estas amantes voces, una cosa es la que entiende, y otra cosa es la que oye” (Cruz, 1995, p. X). Así pues, entre el vericueto empedernido y misterioso, propio del barroco hispano, tanto del de allá como del de acá, complicado y contradictorio por antonomasia, “a esa voluntad de enrevesamiento, de vitalismo en extrema tensión, y, al mismo tiempo, de fuga de lo concreto, de audacísima modernidad en la forma y de extrema vejez en el contenido, superposición y simultaneidad de síntomas”, como refiere Picón-Salas (1978, p.121) –a quien Octavio Paz llamó “agudo venezolano” (Paz, 1988, p.345)-, gran parte de las voces “desconformes” y de animadversión hacia sor Juana provenían de quienes se suponían superiores por considerarse autoridades peninsulares ibéricas:

Alguna vez Menéndez Pelayo dirigió una mirada paternal, de gran consejero, a la cultura de Hispanoamérica y escribió, por ejemplo, con gran acierto en algunos capítulos, con prisa en otros, la historia de nuestra poesía; pero a pesar de su gran talento y extraordinaria intuición, no pudo perder cierta actitud de preceptista que aspiraba no sólo a explicar, sino a corregir también, las faltas de sus alumnos ultramarinos. En un caso históricamente tan interesante como el de Sor Juana Inés de la Cruz, Menéndez Pelayo atiende más a la corrección retórica que al fenómeno histórico. Y aun pudiera decirse que leyó con no disimulado apresuramiento (Picón-Salas, 1978, pp.122-123).

Sin embargo, y muy a pesar de ello o quizá por ello mismo, los críticos la apodaron la Décima Musa y Fénix de América en honor a su trascendental legado (Sánchez, 2015), cuya pervivencia llega hasta nuestros días. Dichos apelativos le fueron otorgados al haber sido considerada la mujer más destacada de su época, pero, asimismo, por la calidad de su amplia obra que, entre otros, incluyó poesías, ensayos, novelas y comedias. Dice sobre ella Larroyo: “[...] ocupa un sitio honroso en el desarrollo general de la cultura americana a fines del siglo XVII”, para a continuación agregar, “Se ejercitó en teología y filosofía, ciencias y música; pero en poesía logró hacerse un nombre universal. Es la mejor poetisa de Iberoamérica colonial, y como prosista, aunque su obra es reducida, moderó la locura culterana de la época” (2005, p. 68).

             Por ello, refrenda Beuchot, “ella reunió una notable erudición filosófica y teológica, que manifiesta en su poesía, tanto lírica como dramática. La antigüedad, la escolástica, el hermetismo y aun la modernidad, le dejan su huella” (1999, pp. 10-13).

La fama de Sor Juana Inés de la Cruz fue inmensa mientras vivió y la impresión de sus obras en España, tres tomos varias veces reeditados -2 ediciones-, de 1689 a 1725, y numerosas polémicas libradas en las dos Españas, es decir, la Nueva y la Vieja España, son prueba irrefutable de su celebridad. A partir del segundo tercio del siglo XVIII su fama se fue diluyendo y en el siglo XIX los juicios despectivos estuvieron a la orden del día. El historiador mexicano García Icazbalceta hablaba de una absoluta depravación del lenguaje; el filólogo español Menéndez Pelayo de la pedantería y aberración del barroco, y el crítico mexicano Francisco Pimentel aseguraba que en el Seiscientos sólo hubo una persona en México que escribiera pasablemente, Sor Juana y, aún ella, «rara vez correcta» -pues-, «todo lo arrasa el gusto pervertido». José María Vigil la acusa de un «enmarañado e insufrible gongorismo», y, en el prólogo a la Antología de la Academia Mexicana de la Lengua, le concede menor espacio que a don Porfirio Parra, un positivista, que hoy sólo se conoce porque se le ha dedicado una calle (Glantz, s/f, s/p).

Sin menoscabo de lo anterior, “Luego también estaba flotante en su tiempo y en su ambiente esa constante perplejidad del ser humano de que cómo es posible que una mujer no sea idiota. No es posible. Debe ser un monstruo [...]”, como alude Ballester, “De tal manera que el premio hasta suena a castigo, porque se le da el lugar –Décima Musa- de Safo de Lesbos, que es la Décima Musa”. Y agrega el maestro, “Eso está latente y ella sufrirá mucho por eso. Y eso no se puede ignorar en su biografía” (s/f, pp. 97-98).

             Ahora bien, si a ello sumamos que sor Juana fue considerada siempre L'enfant terrible (niño/a terrible), porque “La suya fue la rebeldía del autodidacta” (De Lera, 2009, p.101), temeridades que le permitieron “escribir sonetos de burla o de pie forzado”, a decir de Picón-Salas, “como aquellos en que no ahorra la palabra mal oliente o enumera al fin de cada verso una serie de vocablos relacionados con el acto de la digestión: «refocilo», «regodeo», «regüilo», «tufo», «atufo», «bofe», etcétera” (1978, p.129), descuella entonces “aquella mujer excepcional que tomó el velo para no verse expuesta a ser «perseguida por hermosa y desgraciada por discreta»” (Quillet, 1973, p.424), muy a pesar de que “En los conventos abundaba más la frustración que la verdadera vocación. Juana escribe: «Pensé que así me salvaba, pero trájeme a mí conmigo»” (De Lera, 2009, p.104). Así,

Dentro del claustro se juntaban actos de penitencia extrema y el regalo del cuerpo con tazas de chocolate y buenas cenas. No hay un rasero simple para medir las incongruencias que parecen minar todo intento de hallar un patrón que defina la vida conventual. Obediencia, humildad, caridad, fe, castidad y otras virtudes se codean con indisciplina, orgullo, sequedad espiritual, y tentaciones que pululan en el claustro asediando la voluntad de quienes se retiraron del mundo. Estos juegos de luz y sombra sirven de marco para la más insigne de las religiosas novohispanas y explican lo especial de su mundo interior (Lavin, 1995, pp.33-91).

Corolario
Así pues, no cabe duda de que sor Juana fue una mujer incomparable y adelantadísima en su tiempo, aunque, sin embargo y como afirma Picón-Salas (1978, p.146), “Ningún otro artista sufrió y expreso mejor que la extraordinaria monja de México el drama de artificialidad y represión de nuestro barroco americano”. De igual manera, “bien apunta Josefina Muriel”, como reiteran Lavín y Benítez, “que una inteligencia genial como la de sor Juana Inés de la Cruz no pudo quedar atrapada en las delicias del azúcar, ni en el olor de los pucheros; una y otra se remontaron a lo abstracto” (2015, p.54).

Sor Juana y su mundo se nos presenta como un reto a nuestra capacidad de interpretación y de interrogación” (Poot, 1995b, pp.1-30; 1995a). De aquí, entonces, la importancia de recalcar que su impronta coincide, plenamente, con la configuración de lo que constituyó la Colonia novohispana pero, aún más importante, su persona, pensamiento y obra que, como ya decíamos, serán parteaguas de lo que hoy conocemos por derechos humanos, igualdad y equidad de género, así como el derecho primigenio a saber.
 
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1 El ludismo (de Ned Ludd, su iniciador en 1779), fue un movimiento obrero británico, luego extendido al continente, caracterizado por la destrucción de máquinas industriales a las que se culpaba de la baja de los salarios y del crecimiento del paro. Diccionario Práctico de la Lengua Española, Grijalbo, México, 1988, p. 582. Véase también: https://es.wikipedia.org/wiki/Ludismo.

 
 
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