Sincronía Primavera 2001

 

Los pueblos indigenas y la reforma del estado en América Latina[1]

Willem Assies, Gemma van der Haar y André J. Hoekema

 


Introducción

 

El reconocimiento constitucional de la configuración multiétnica y pluricultural de sus poblaciones por parte de una serie de estados Latinoamericanos, reforzado por las ratificaciones del Convenio 169 de la OIT, constituye un notable rompimiento simbólico con el pasado. Ha sido sugerido que tal vez podemos hablar de un “emergente modelo multicultural regional”.[2]  Las emergentes normas internacionales y el nuevo constitucionalismo pluralista implican un reconocimiento de derechos colectivos y sugieren el reconocimiento explícito por parte del Estado del derecho de los pueblos indígenas al autogobierno, en un determinado territorio y en un grado especificado, de acuerdo con sus propias costumbres políticas y jurídicas. Tal reconocimiento formal presenta el desafío de lograr un equilibrio entre, por una parte, la participación indígena en el Estado y sus instituciones y, por la otra, el respeto para la autonomía de las instituciones indígenas.

En este artículo trataremos las dos dimensiones. Hablaremos primero de la dimensión de la participación y de la manera en que ésta está incrustada en la búsqueda de un “proyecto de sociedad”. Después, nos enfocamos a la dimensión de la “autonomía” y algunas de las interrogantes que de ahí suscitan. Esto nos permite esbozar varios dilemas que emergen en la búsqueda de un “modelo multicultural” y reseñamos algunos de los intentos de resolverlos.

 

Los derechos indígenas, el desarrollo y la búsqueda de la democracia

 

La reconfiguración del Estado

Las reformas constitucionales que sugieren la emergencia de un “modelo regional multicultural” interactúan de múltiples maneras con otras presiones para la reforma del Estado en América Latina, tales como los requerimientos de ajuste estructural y la necesidad de democratización. La coincidencia e interacción de dichos procesos condicionaron la movilización de los pueblos indígenas así como las estructuras de oportunidad política que encontraron. Así, los procesos de reforma abarcan mucho más que el reconocimiento de la multietnicidad y el pluriculturalismo. Buscan así mismo formular un nuevo modelo de desarrollo y renovar la democracia.

Los ajustes al cambiante orden global incluyen la absorción de algunas de las funciones del Estado por mecanismos transnacionales. Al mismo tiempo, en los Estados ciertas funciones están siendo reformadas mediante políticas de descentralización y privatización. Por otra parte, inciden sobre los procesos de reforma las demandas de democratización en el contexto de las “transiciones democráticas”. Por ende, las reformas al Estado, simultáneamente responden a las demandas de democratización -que incluyen el reconocimiento del pluriculturalismo y la multietnicidad- y a los requerimientos del ajuste. Las reformas implican potencialmente una desviación significativa del modelo acostumbrado del Estado-nación, de las formas de regulación económica y política y de las nociones de democracia y ciudadanía predicadas en este modelo. Sin embargo, dado que las reformas responden a diversas presiones su trayectoria no es inequívoca.

Para comprender lo que está en juego en los debates actuales se debe enfatizar que el neoliberalismo no es solamente una doctrina económica, sino que incluye un proyecto cultural y una particular visión de las relaciones entre el Estado, el mercado y la sociedad civil. La orientación del libre mercado va de la mano con un concepto de la democracia que tiende a ser más bien minimalista y procesal, en que la toma de decisiones al nivel macro es delegada a un grupo experto de administradores tecnócratas.

Ésta visión neoliberal no carece de contrincantes. Las reformas constitucionales a menudo reflejan las crisis societales y de legitimidad que marcaron el final de los periodos de gobierno autoritario que iniciaron las políticas de desarrollo excluyentes. Con frecuencia las reformas tienen lugar en el contexto de una considerable movilización social. Si bien cada país manifiesta una dinámica específica, esa movilización ha resultado en procesos más bien participativos de reforma constitucional en países como Brasil, Colombia o Ecuador. Las reformas alentaron la esperanza de un cambio profundo y de un nuevo pacto social, al tiempo que la movilización de amplios sectores de la sociedad civil expresaba las aspiraciones de participación democrática, de inclusión social, de nuevas relaciones entre distintos sectores de la sociedad y de afirmación de nuevos derechos, desde los derechos de la mujer y los menores, hasta los derechos de los pueblos indígenas. Aquí la participación significa mucho más que ayudar a implementar políticas, pues incluye la deliberación y la toma de decisiones en el sentido más amplio, así como medidas de redistribución que contrarrestan las tendencias hacia la concentración del ingreso y la privación de derechos, características del mecanismo del mercado. Es decir, esas aspiraciones privilegian los rasgos participativos y substantivos de la democracia

Aunque existen retadores, está claro que en la actualidad el proyecto neoliberal es hegemónico. Como varios autores han mostrado, tanto el proyecto neoliberal de modernización como la redefinición de la ciudadanía que esto implica, aprovechan importantes recursos culturales y materiales de la sociedad civil.[3] Es en el marco de la retirada del Estado de la política social que las nociones de participación y empowerment -anteriormente reservados a los movimientos sociales y las organizaciones no-gubernamentales (ONGs)- han hecho su aparición en el discurso del gubernamental y son resignificados. Ciertos tipos de iniciativas locales que surgieron inicialmente como proyectos de autoayuda --que respondían a necesidades locales y tenían fuertes connotaciones de oposición al dominio autoritario-- ahora son incorporados de maneras inéditas. A las ONGs se les ha asignado un nuevo papel; algo así como el de “socios en el desarrollo”. Darse cuenta de esos rasgos del proceso de la reforma del Estado permite una perspectiva crítica sobre la aceptación de la diversidad cultural y los logros de los movimientos de los pueblos indígenas.

 

Nociones de desarrollo

Las políticas de ajuste orientadas al mercado son el marco de la discusión reciente de Albert acerca de las políticas indigenistas en Brasil.[4] El análisis de las tendencias actuales del etnodesarrollo lo lleva a preguntar si no significan una tácita privatización de la “cuestión indígena”. El éxito de algunos productos “eco-exóticos” que son parte medular de algunos de los microproyectos del “indigenismo empresarial” dirigidos por ONGs, parece haberse convertido en una justificación para que el Estado reduzca su oferta de servicios (de salud, de educación, etc.) para en cambio dejarlos a cargo de fondos internacionales y de las ONGs locales. Mientras tanto, la agencia indigenista del Estado, FUNAI, se encuentra en una fase de reestructuración y reducción que la dejará como el supervisor de esas nuevas asociaciones. Esto no sólo rinde la distribución de los servicios dependiente de los ingresos nada seguros de los microproyectos, sino que significa además que la distribución de los servicios tomará lugar de acuerdo con el valor mediado por el mercado de la “identidad indígena”. Como resultado, aquellos grupos considerados menos tradicionales quedarán marginados y la ciudadanía indígena, concluye Albert, quizá quede indexada a una “renta de identidad”.

También podemos señalar que el concepto del etnodesarrollo como es manejado actualmente por las agencias multilaterales maneja una representación de los pueblos indígenas como habitantes de comunidades más bien aisladas que se ganan la vida en buena medida de economías de subsistencia con una muy limitada interacción con el mercado. Esta caracterización deja de lado la dimensión urbana de la pobreza indígena y la participación de los pueblos indígenas en los mercados de trabajo y de productos. Así entendido el etnodesarrollo sólo está de limitada utilidad en el esfuerzo por dirigirse a las causas estructurales de la pobreza indígena. No constituye más que una paliativa que mitiga las consecuencias negativas de las políticas en los pueblos indígenas. Como resultado de la fragmentación en la aplicación de dichos proyectos, guiada por representaciones particulares de “lo indígena”, importantes sectores de esa población se hallan fuera del alcance de esas políticas. El acercamiento actual del etnodesarrollo debe complementarse con una amplia participación de los pueblos indígenas a través de todo el rango de políticas económicas y sociales para de esta manera infundir la formulación de las políticas con sus propios valores e inquietudes.

Lo anterior implica que la noción misma del desarrollo debe ser reconsiderada. Si bien la noción del etnodesarrollo sugiere visiones alternativas de desarrollo, la postura del Banco Mundial y de la Comunidad Europea -para citar sólo dos ejemplos- es altamente ambigua, para decir lo menos. Un documento del Banco Mundial relativo al etnodesarrollo afirma que “el desarrollo genuino es un proceso autónomo que representa la visión de una comunidad de su historia, sus valores y sus metas al futuro al tiempo de buscar una mejor calidad de vida”.[5] Mientras tanto, el Documento de Trabajo de 1998 de la Comunidad Europea tocante a los pueblos indígenas y la cooperación para el desarrollo afirma que “se debe reconocer que [ellos] tienen sus propios conceptos del desarrollo. Esos conceptos generalmente no serán expresados o valuados en términos puramente económicos y pueden constituir alternativas a los modelos impuestos sobre las sociedades indígenas”. Afirmaciones de este tipo sin embargo no conducen a la revaluación de la noción dominante del desarrollo, sino, cuando mucho, ofrecen desarrollar las capacidades de los pueblos indígenas para que enfrenten y participen en “el proceso de desarrollo”. El documento del Banco Mundial, a final de cuentas, plantea una simple equivalencia entre el desarrollo y la economía del mercado, mientras que el etnodesarrollo se convierte en el autodesarrollo a través de la inclusión en el mercado:

 

Un desafío mayor para el Banco y los países de América Latina y el Caribe es el de encontrar maneras de ofrecer a los pueblos indígenas nuevas oportunidades para sumarse al proceso de desarrollo. La exclusión de esos pueblos de la economía del mercado representa una pérdida masiva de recursos, tanto humanos como no-humanos, mientras que su inclusión aumenta la productividad, fortalece el poder adquisitivo y promueve el crecimiento. El impacto de incluir a las comunidades indígenas en el proceso de desarrollo será dramático en los países donde los pueblos indígenas constituyen grandes mayorías y en las regiones más pobres donde constituyen la mayoría de los productores (Partridge, Uquillas y Johns, 1996).

 

La cuestión, sin embargo, no es sólo la de promover la participación de los pueblos indígenas en “el proceso de desarrollo”, sino en primer lugar promover su participación en la definición misma de ese desarrollo. Esto requiere una adecuada representación y participación de los pueblos indígenas en el proceso político.

 

La política de identidad y la democracia

Los procesos de cambio y reestructuración que se iniciaron en los años setenta han dado incentivos y oportunidades para una nueva politización de la identidad indígena. Por un lado, los esfuerzos por modernizar los regímenes de tenencia de la tierra, la reducción del gasto social y la eliminación de apoyos a los precios y de subsidios para el sector agrario eliminaron los mecanismos que anteriormente daban una cierta forma de protección. Por otra parte, la liberalización política hizo posible una más amplia movilización. A la vez, el entorno internacional incrementó el atractivo político de lo “indígena”. Los pueblos indígenas se han convertido en una importante categoría de clientes para los fondos multilaterales y transnacionales destinados a la demarcación de tierras y otros proyectos. Esto ha sido motivado principalmente por la pobreza de los pueblos indígenas y su “vulnerabilidad en el proceso de desarrollo”, así como por las inquietudes ecológicas que, como ya vimos, han llegado a ser fuentes importantes de la “renta de la identidad”.

La configuración particular de esta estructura de oportunidad política ha promovido y contribuido a la formación de procesos de reorganización étnica[6] que dependen de la interacción entre la alteridad negociada y la continuidad cultural. En ese contexto la presentación de las prácticas y tradiciones acostumbradas como el núcleo de una identidad intrínsica debe entenderse como un recurso político y parte de una cultura de resistencia. Puesto que la construcción de la comunidad y de la identidad no son procesos exentos de formas de ejercicio del poder existe la preocupación de que las políticas de identidad llevan a la cerrazón, la reificación de la identidad y el potencial de una polarización interétnica.

Sin embargo, en el caso Guatemalteco, por ejemplo, la mayor parte de las organizaciones de los pueblos indígenas ha rechazado la creación de una Secretaría o Departamento de asunto étnicos o indígenas por la razón de que confinaría sus inquietudes a una sola agencia del Estado en vez de permitir que penetren en todas las instituciones oficiales. Ésta postura política muestra la disposición hacia la apertura que se requiere para lograr la coexistencia en un marco pluricultural y multiétnico. En vez de expresar el deseo de algún tipo de aislamiento separatista, esa estrategia pretende lograr la participación sin renunciar a las instituciones indígenas; sentimiento que también encuentra expresión en lemas como ‘Nunca más México sin nosotros’. Las demandas indígenas se concentran en ganar el acceso a las instituciones políticas del Estado, mientras al mismo tiempo buscan fortalecer sus propias instituciones para así hacer factible su participación. No se trata exclusivamente de una propuesta étnica, sino más bien de un proyecto para la construcción de una sociedad alternativa y una cultura política distinta. Para los movimientos de los pueblos indígenas esto representa el reto de formular propuestas en cuanto al desarrollo, las políticas sociales, etc., que van más allá de sus demandas específicas y hacen preciso el replanteamiento de ellas. Es precisamente esta dimensión que les ha permitido ganar el apoyo de otros sectores sociales, una sinergia que si bien no está exenta de tensiones, ha contribuido a las reformas constitucionales a las cuales hemos hecho referencia.

 

 

La autonomía, el pluralismo jurídico y los usos y costumbres políticos

 

Si bien el desarrollo de nuevas formas de participación indígena en el interior del Estado y sus instituciones es un aspecto importante del nuevo pluralismo, el respeto para con la autonomía de las instituciones indígenas constituye el otro componente crítico. Conjugar estos dos rasgos es lo que representa el desafío más serio, pues implica una extensa reforma de las actuales estructuras del Estado y una revisión de los conceptos en que se basa. Es aquí donde hay que encarar el pluralismo en el sentido de la “autodeterminación interna” y del reconocimiento y acomodo de los derechos colectivos.

La confluencia de las demandas, por un lado, de una estructura administrativa y un sistema judicial separados y distintos y por otro, de territorio ha suscitado mucha controversia. Cuando se introdujo el término peoples (pueblos) en el Convenio 169 de la OIT dio lugar a temores de que se pudiera crear algún instrumento internacional que apoyaría al secesionismo. La introducción de la noción de “autodeterminación interna” puede verse como un intento por desplazar el debate hacia la cuestión algo menos controvertida de los derechos colectivos. Sin embargo, esto no resuelve el problema de fondo, pues no define la distinción entre lo “interno” y lo “externo” y dice poco acerca del alcance actual de la “autodeterminación interna”. Lo que está en juego son las demandas territoriales y no solamente en el sentido de los recursos o incluso en cuanto hábitat, sino de manera más comprensiva como el espacio en que rigen y pueden desarrollarse las estructuras políticas, sociales, económicas y legales indígenas. Esto significa también que los derechos indígenas no pueden reducirse a una “identidad propia y derechos culturales”. Al igual que el lenguaje, el atuendo o las piezas de museo, los arreglos políticos, legales, económicos y sociales constituyen partes integrales de los patrimonios indígenas y son esenciales para su supervivencia y desarrollo futuro.

Las demandas indígenas para la autonomía representan claramente un desafío a las nociones actuales relacionadas con el monopolio sobre el uso de la violencia y de la soberanía del Estado. Ciertamente, la importancia que los pueblos indígenas atribuyen a sus propios modos de hacer la política y aplicar la justicia debe considerarse con relación a las deficiencias y prejuicios de los sistemas administrativos y aparatos judiciales nacionales. Por otra parte, el actual reconocimiento formal es con mayor frecuencia más bien un intento de lograr una incorporación subordinada en el sistema nacional[7] en vez de un reconocimiento genuino del pluralismo o una amplia revisión de las normas y procedimientos legales que resulta de un diálogo con los críticos indígenas de la (in)justicia dominante.

 

El pluralismo jurídico

El reconocimiento de la jurisdicción indígena hace surgir importantes dilemas en relación a los derechos humanos, que retan algunas de los supuestos generalizadores del pensamiento liberal sobre la relación entre los derechos colectivos y los individuales. El debate actual gira en buena medida en torno a la cuestión de la relación entre los derechos humanos individuales y los derechos colectivos. En este debate parece ganar terreno la opinión de que el goce de los derechos humanos individuales sólo puede realizarse plenamente en contextos sociales específicos y que por lo tanto su concepción como principios universales aplicables a los individuos en lo abstracto es insuficiente. La idea subyacente es que los derechos colectivos son instrumentales para la realización de los derechos individuales.[8]

La distinción de Kymlicka entre las protecciones externas y las restricciones internas ha llegado a ser una referencia central en este debate.[9] Argumenta que desde el punto de vista liberal los derechos colectivos (o diferenciados por grupo) pueden aceptarse cuando representan una protección externa. En ese caso los intereses del grupo no se colocan por encima del individuo. Las protecciones externas implican más bien un principio de justicia en las relaciones entre los grupos y buscan la protección en contra de decisiones tomadas por la sociedad mayor. Las restricciones internas, en contraste, implican el reclamo de un grupo de regular las relaciones entre sus miembros y de imponer restricciones sobre ellos. Esto, según Kymlicka, no puede aceptarse. Sin embargo, como el mismo Kymlicka reconoce, la línea entre las protecciones externas y la restricción interna es a menudo difícil de trazar.[10]

Las afirmaciones de Kymlicka dejan varias cuestiones sin resolver. Si las colectividades autogobernadas no tienen ninguna capacidad de sancionar frente a sus miembros, entonces acaso podrán sostener en la práctica su autogobierno. Declarar a todos los derechos humanos conocidos plenamente aplicables socavaría dramáticamente las posibilidades concretas de un autogobierno de los pueblos indígenas derivado de su derecho a la autodeterminación. El reconocimiento del pluralismo jurídico implica el reconocimiento de que la justicia indígena es igualmente digna de respetarse, no como una concesión paternalista ni sujeta a una tutela específica. Esta autonomía máxima no implica, sin embargo, un relativismo sin límites.

El reconocimiento del pluralismo jurídico en las constituciones latinoamericanas incluye limitaciones redactadas de distintas maneras. En algunos casos y de acuerdo con el Convenio 169 de la OIT, se hace referencia a los derechos fundamentales como estos son reconocidos en el derecho nacional e internacional. Otras constituciones usan la fórmula más estrecha de que la jurisdicción indígena no puede entrar en contradicción con la “constitución y las leyes”. Esto es el caso en Colombia, por ejemplo, y hace suscitar un dilema que pronto fue reconocido por la Corte Constitucional de ese país. En su sentencia T-349 de 1996 esa Corte declaró que la referencia a la “constitución y la ley” como restricciones sobre la jurisdicción indígena no debe entenderse en el sentido de que todas las normas constitucionales y legales deben ser aplicables, pues esto reduciría el reconocimiento de la diversidad cultural a mera retórica.

Ese fue sólo una en una serie de decisiones sobre “acciones de tutela”[11] que paulatinamente desarrollaron normas para la coexistencia de diferentes sistemas de derecho a la vez que pretendían maximizar la autonomía de la jurisdicción indígena. Una característica fundamental de esta jurisprudencia es la idea de que en cuanto a sus asuntos internos la autonomía indígena debe ser máxima y restringida sólo por los derechos fundamentales; es decir, por el derecho a la vida y la protección de la esclavitud y de la tortura. Se argumenta que el respeto para con este núcleo de derechos fundamentales que definen un núcleo de dignidad humana esencial y transcultural, provee la base mínima para el diálogo intercultural.

Los fallos de la Corte Constitucional sugieren que en cuanto al reconocimiento serio de la jurisdicción indígena y el derecho a la supervivencia cultural, la relación entre la protección externa y las restricciones internas es más complicada que Kymlicka admite, pues su visión implica que los procedimientos y reglas internas sean modificados sustancialmente. El pluralismo jurídico, en contraste, implica el reconocimiento de tales procedimientos, normatividades y reglas y el respeto para con ellos.

El reconocimiento constitucional del pluralismo jurídico concierne las competencias territoriales, materiales y personales de la jurisdicción indígena y las constituciones reformadas a menudo requieren la formulación de legislación adicional a fin de establecer las formas de coordinación y compatibilidad entre los distintos sistemas legales. Sin embargo, se ha logrado poco avance en la formulación efectiva de tales leyes de coordinación. En el caso de Colombia el desarrollo gradual de la jurisprudencia sirve como un sustituto. La falta de avance en la formalización de las leyes de coordinación sugiere una dificultad fundamental en la codificación de más que sólo unos cuantos requerimientos mínimos para el reconocimiento efectivo del pluralismo jurídico. La jurisprudencia colombiana representa el intento más avanzado para formalizar algunas reglas y puede servir como un punto de partida para reflexiones adicionales. Por otra parte, cabe subrayar que una cierta apertura y ausencia de codificación bien podría proveer una base de un continuo diálogo intercultural y de una responsabilidad (acountability) mutua en un marco pluralista. Las diferencias deben ser un tema para el diálogo en vez de resolverse a través de medios legales.

Esto también se aplica a los intentos de codificar el derecho indígena consuetudinario, sea por parte de las agencias del Estado a fin de convertirlo en derecho positivo, o por los movimientos de los pueblos indígenas en su intento por presentar a las tradiciones como la esencia inmutable del ser indígena. Los estudios de los sistemas de derecho indígenas hechos en Colombia y otros similares en Bolivia, quizá sean de utilidad para aumentar la sensibilidad ante las a menudo profundas diferencias entre las formas de regulación de conflicto y la normatividad de los pueblos indígenas por un lado y el sistema dominante del Estado, por el otro. Pero, no deben entenderse como una codificación del derecho indígena. A la vez que la Corte Constitucional de Colombia ha enfatizado que la flexibilidad de la justicia indígena debe preservarse de una rígida codificación, los estudios mencionados han sido importantes para distinguir entre las decisiones que caben en la tradición de la práctica indígena y las que son arbitrarias. Esto fue el caso, por ejemplo, en la sentencia T-349/1996. Por una parte, la Corte determinó que la comunidad Emberá-Chami involucrada tenía derecho de revisar una decisión anterior tomada en una pequeña reunión del cabildo en vez de la más general asamblea de la comunidad, como era la costumbre. Por otra parte, el veredicto de la asamblea de la comunidad, que aumentó la sanción para el culpable de un asesinato de ocho a veinte años de cárcel, era inconsistente con la práctica consuetudinaria. La Corte dio a la comunidad la opción de revisar ese fallo e imponer un castigo de acuerdo con la costumbre o dejar que el caso fuera decidido por la justicia ordinaria.[12]

Recién María Teresa Sierra[13] ha discutido las tendencias de esencialización y reificación en las costumbres legales indígenas a lo largo de la trayectoria de sus luchas. Rechaza el relativismo cultural simple, por no dar cuenta de mecanismos de poder y dominio muy reales, así como la imposición unilateral de límites por parte del Estado. Argumenta en su vez a favor de una cultura de diálogo y da el ejemplo de la impugnación por parte de las mismas mujeres indígenas de las prácticas de género tradicionales que implica una revisión selectiva de las prácticas culturales sin el abandono de la defensa de una cultura propia. Esto nuevamente indica la importancia de promover un entorno de respeto, diálogo democrático y responsabilidad mutua como requerimientos para la coexistencia pluricultural y multiétnica.

 

Los usos y costumbres políticos

Los problemas suscitados por el pluralismo jurídico vuelven a emerger en la discusión de las paradojas engendradas por el reconocimiento de los usos y costumbres políticos. El estado de Oaxaca es donde esto queda tal vez más claro. Una demanda social ha encontrado reconocimiento y lo que anteriormente se consideraba una “fuente de derecho” ha llegado a definirse positivamente como un “derecho” en sí. Existe, sin embargo, el problema de cómo resolver los casos en que los habitantes de un municipio gobernado de acuerdo con los usos y costumbres no están de acuerdo sobre la naturaleza de esos mismos usos y costumbres. ¿Deberá desarrollarse una norma positiva para manejar tales casos, o deben ser resueltos de acuerdo con los usos y costumbres?[14]

La expulsión de los conversos protestantes de comunidades como San Juan Chamula en el estado de Chiapas es una ilustración dramática de los dilemas implicados. Los vínculos evidentes entre las restricciones internas y el ejercicio autoritario del poder en este caso quizá lleve a uno a aceptar la orientación normativa elaborada por Kymlicka. Sin embargo, como Magdalena Gómez señala correctamente, más que cualquier otra cosa el caso de Chamula refleja un deterioro específico de las relaciones de comunidad y el colapso de los mecanismos de conciliación.[15] Sería erróneo y etnocéntrico, argumenta, usar este caso para juzgar en términos generales acerca de la ‘viabilidad’ de los pueblos indígenas o para negar los derechos colectivos.[16]

En la actualidad el levantamiento en Chiapas y la proclamación de municipios autónomos en la región alberga una oposición al caciquismo y demuestra los procesos de reorganización étnica mediante los cuales se están modificando los rasgos del sistema de cargos. Se ha señalado que los mecanismos para controlar las tendencias oligárquicas del sistema de cargos son desarrollados a través de la reafirmación de las capacidades de toma de decisiones y monitoreo de las asambleas comunitarias. Este rasgo es captado en la fórmula de mandar obedeciendo. Si bien algunos valores y prácticas de la democracia occidental están contemplados,[17] esto no indica un simple cambio de dirección, pues al mismo tiempo toma lugar una reanimación selectiva de los valores y prácticas indígenas mediante la reafirmación del papel de la asamblea de la comunidad en la ratificación de la distribución de los cargos y la valorización de la toma de decisiones de manera consensada.[18]

Mecanismos semejantes de contrarrestar las tendencias oligárquicas han sido reportados en el altiplano boliviano. Al nivel comunidad todos los jefes de familia tienen el derecho y la obligación de participar en la asamblea que idealmente es una instancia para la toma de decisiones. Las posiciones de autoridad son vistas asimismo como servicios a la comunidad y la concentración del poder es contrarrestada mediante la rotación anual de los cargos y el principio de la igualdad de responsabilidades. En varias áreas del altiplano se puede observar la reanimación de la ayllu frente a los sindicatos establecidos tras la revolución de 1952. Esto no implica un retorno a las “maneras antiguas” sino una adaptación creativa a las nuevas circunstancias y tareas, particularmente las que están relacionadas con las nuevas formas de organización a nivel regional y nacional y la reafirmación de algunos principios altamente valorados en lo que concierne el ejercicio de la autoridad y las nuevas funciones representativas.

Estos y otros casos dejan en claro que las comunidades indígenas o las organizaciones supracomunitarias difícilmente sean tan cohesivas, libres de conflictos e igualitarias como algunas representaciones románticas las pintan. Pero se ve igualmente desviada la imagen contraria que percibe sólo la oligarquía y el dominio de los caciques. En el interior de las comunidades y las organizaciones más amplias existen -o a veces son inventados- normas y mecanismos para controlar esas tendencias. Al mismo tiempo, dichas normas sustentan una visión crítica de las formas dominantes de la democracia occidental y del gobierno por mayoría. Las prácticas consensuales son opuestas a la práctica del gobierno por mayoría, ya que este último no toma en cuenta los intereses o puntos de vista de las minorías y la idea de que las posiciones de autoridad constituyen servicios prestados a la comunidad está opuesta al principio de la delegación de autoridad.

 

Comunidades, municipios y regiones

Un aspecto interesante del caso mexicano es el debate acerca de las formas y el alcance de la autonomía indígena. La cuestión crítica aquí es que el confinamiento del autogobierno indígena al nivel de la comunidad local proporciona una base demasiado estrecha para un autogobierno viable de los pueblos indígenas. Argumentan los defensores de un más amplio autogobierno que la comunidad es sólo la última línea de defensa de la identidad indígena y debe ser fortalecida a través del establecimiento de esquemas de autonomía supracomunitarias tal como el de los municipios y regiones autónomos.

El gobierno mexicano se opone a estas propuestas invocando el espectro de la balcanización. De hecho, adopta una fórmula muy restringida. La Iniciativa Presidencial para la reforma constitucional que se hizo pública en marzo de 1998 propone que “los pueblos indígenas[19] tengan el derecho a la autodeterminación, en su expresión concreta de la autonomía de las comunidades indígenas a…” Mediante esta fórmula se reduce la autonomía a un nivel mínimo: el nivel sub-municipal de la comunidad.

La reducción de la autonomía formalmente reconocida a un nivel mínimo es igualmente evidente en el caso boliviano. La política de Participación Popular -tan frecuentemente elogiada- y su reconocimiento retórico de las autoridades indígenas en efecto promueve la fragmentación de los territorios y de las estructuras de autoridad indígenas y, así, la viabilidad de estos últimos como marcos para las iniciativas de desarrollo. Al mismo tiempo el supuesto otorgamiento de facultades a esas autoridades para que intervengan en el gobierno y la administración municipales mediante los Comités de Vigilancia resulta ser sólo un formalismo vacío. La participación y el reconocimiento de las autoridades indígenas eran rasgos ornamentales, de importancia secundaria -desde un principio- al objetivo principal de la municipalización. Incluso, la retórica de la participación y de la valorización de lo indígena ha sido abandonada por el gobierno actual. Estos ejemplos ilustran además que la descentralización en sí no otorga facultades ni mejora la participación de los grupos hasta ahora marginados.

 

La territorialidad

La reducción de la autonomía formalmente reconocida a un nivel mínimo revela la renuencia de los gobiernos de reconocer verdaderamente las formas y estructuras del gobierno indígena, cuando no una estrategia deliberada de fragmentación o de “disempowerment by boundaries”, para usar la frase de Booth, Clisby y Widmark referente al caso boliviano.[20] Esto nos lleva a la cuestión enmarañada de la territorialidad. Como ya se dijo, en el discurso de los movimientos indígenas se han articulado cada vez más los conceptos de territorio, gobierno y jurisdicción como los cimientos de la autodeterminación.

Esto no quiere decir, sin embargo, que tales vínculos conceptuales sean tomados por sentados o que la manera en que pueden ser realizados concretamente sea evidente. A partir de la época colonial las políticas de asentamiento y de delimitación han introducido nuevas formas de territorialidad y modificado las formas de gobierno. Un ejemplo reciente de este proceso es el caso de los Waiãpis en Brasil. La delimitación de un territorio en favor de ese pueblo trajo consigo importantes transformaciones. Su autorepresentación no centralizada (y sin connotaciones étnicas) que se fincaba en la sociabilidad al interior del grupo y una organización y ocupación territorial que se limitaba a la apropiación de veredas históricamente recordadas que reflejaban un “estilo de vida fragmentado”, ha sido substiduido por una autorepresentación como “nosotros los Waiãpis”, vinculada con un territorio exclusivo, llamado “nuestras tierras”.[21] Un aspecto importante de este tipo de casos es que ellos hacen vislumbrar los efectos del requisito de que los individuos comprueben ser “realmente indígenas” para asegurar que su acceso a la tierra y ciertos derechos sean respetados.[22] La dinámica de tales procesos atañe tanto la organización y las cambiantes relaciones de poder internas, así como el posible movimiento hacia posturas fundamentalistas y el potencial de que la etnización y la territorialización generen conflictos en el futuro.

En un artículo tocante a la propuesta de las Regiones Pluriétnicas Autónomas en Chiapas, Lynn Stephen habla de esta inquietud.[23] Esta autora arguye que la propuesta, que surgió de las condiciones específicas del oriente de Chiapas, relaja el vínculo entre los reclamos de territorio y los rasgos étnicos específicos para así suscitar los elementos de unidad política y una estrategia y cultura política comunes como base para el reclamo territorial. En vez de ser exclusivamente indígenas, las regiones pluriétnicas tienden a incorporar a mestizos como una identidad étnica más. De esta manera tales propuestas demuestran un vínculo íntimo con las luchas para la democratización y la creación de unidades de gobierno más democráticas que permiten un mayor control de las políticas que afectan las vidas de las personas. Aun cuando la propuesta de las Regiones Pluriétnicas surgió de ciertas condiciones específicas y quizá no sea generalmente aceptable o aplicable, señala las posibilidades de diseñar marcos de coexistencia y la reducción de la polarización a lo largo de las divisiones étnicas en la persecución de un proyecto político y social común.

 

Los territorios y el ‘mito prístino’

Existe otro aspecto más de la cuestión de las políticas de identidad, la esencialización de las identidades y los reclamos de territorio, y este tiene que ver con el apoyo transnacional de la causa indígena. El ambientalismo transnacional ha llegado a proveer una palanca importante para que los pueblos indígenas lleven adelante sus reclamos de territorio. Un problema fundamental aquí es que la relación con el medio ambiente depende a menudo de una clasificación de los pueblos indígenas como parte de la “fauna” de la zona. De esta manera se ha reciclada la antigua identificación occidental de los pueblos indígenas con la naturaleza en el contexto de la oposición naturaleza/civilización, aunque los signos valorativos han quedado invertidos. El Banco Mundial, el BID y otros grupos internacionales simplemente consideran a los asuntos indígenas como asuntos ecológicos.

Un problema ligado con lo anterior es que la idea de las “actividades tradicionales” ha llegado a cobrar vida propia al asociarse tan de cerca con las inquietudes respecto de la conservación de la biodiversidad. El reconocimiento de los reclamos territoriales llega a depender de la continuación de esas “actividades tradicionales”, que son consideradas además como marca de la “autenticidad”. Esto constituye de hecho una forma de paternalismo opuesto a los reclamos indígenas de la autodeterminación. Además, estos acercamientos dependen de un “mito prístino”, que representa a los pueblos indígenas como ecologistas natos. Esto obstaculiza una aproximación seria a las demandas de los pueblos indígenas y nos impide al mismo tiempo desenredar las causas reales de la degradación ambiental y cuestionar la sustentabilidad del modelo de desarrollo predominante y de las relaciones de clase que lo sostienen.

El acceso a la tierra y a otros recursos sigue siendo una dimensión importante de las luchas de los pueblos indígenas y de otros sectores de la población rural amenazados con la marginación por las políticas de tierra actuales fincadas en el mercado y el patrón excluyente y desigual de la modernización agraria. Es posible que esas políticas contribuyen a un aumento de conflictos y violencia rurales. En el contexto latinoamericano el logro de una más equitativa distribución de la tierra aún representa uno de los mayores desafíos como precondición de un proceso de desarrollo más incluyente.

 

 

La pluralización de las esferas públicas

 

El reclamo indígena de la autonomía y la autodeterminación es una navaja de dos filos en el sentido de que se dirige al Estado al mismo tiempo como adversario e interlocutor. A pesar de la imaginaria del autoconfinamiento y de la retórica política esencialista, se trata en buena medida de la construcción de límites y de interfaces. En vez de algún tipo de autonomía aislada, las exigencias indígenas buscan una participación autónoma en un sistema político democratizado.

En este contexto, a la vez que los intereses ciertamente juegan un papel, no se puede dejar de lado el aspecto de la identidad y la manera en que ésta queda reformulada a través de su interacción con la sociedad dominante. Esto abre la puerta a una reflexividad y crítica tanto con relación a la sociedad dominante como con la sociedad indígena misma. Es precisamente esta doble reflexividad la que alimenta los procesos de reorganización étnica. Hasta ahora sin embargo tales procesos han estado caracterizados en buena medida por relaciones de poder asimétricas. El reconocimiento de la multietnicidad y del pluriculturalismo extiende la promesa de un diálogo en condiciones más igualitarias.

La autodeterminación y la autonomía indígenas constituyen problemas particulares, pues están enraizadas en una idea de derechos inherentes que acuden a aquellos pueblos que ya se hallaban presentes antes de la formación de los Estados actuales. La idea de dar a los pueblos lo que se les debe como un argumento para el reconocimiento de los derechos inherentes o históricos de los pueblos indígenas contrasta fuertemente con los argumentos que invocan la protección de los que están más vulnerables en “el proceso de desarrollo” o los argumentos basados en el “bien común” que instrumentalizan la diversidad cultural como una manera de proteger la biodiversidad. Además, aun cuando el pensamiento político liberal quizá se encamine hasta cierto punto hacia el reconocimiento de la comunidad como un contexto para el goce de los derechos, está renuente -cuando no simplemente hostil- ante todo reclamo basado en los argumentos de los derechos históricos o de la supervivencia cultural.

Está claro que la supervivencia cultural no significa la simple reproducción de la tradición y, por lo tanto, el derecho a la supervivencia cultural no puede ser descartado simplemente por el argumento de que implica la protección de ciertas culturas como si fuesen especies en peligro de extinción. Tampoco puede concebirse sencillamente el funcionamiento de los usos y costumbres legales y políticos para descartarlo mediante el argumento de que implica la imposición de restricciones internas sobre sus miembros en la ausencia de las cuales una cultura no viable pronto desvanecería. La movilización como pueblo indígena für sich (por sí) implica la reflexividad; además, el reclamo de la autodeterminación no sugiere tanto una eterna estasis conservacionista como el deseo de los pueblos indígenas de una transformación selectiva de sus culturas de acuerdo con su propia normatividad y reglas. El reconocimiento del pluriculturalismo y de la multietnicidad en las constituciones de América Latina encierra precisamente el derecho de hacer eso.

Con o sin los pueblos indígenas, la reforma y la reconfiguración de los Estados latinoamericanos es un proceso continuo impulsado por los requerimientos del ajuste a un cambiante orden global y la necesidad de la relegitimación del Estado mediante los procesos de democratización y la búsqueda de un nuevo pacto social, entre otras cosas. Si bien los resultados de este proceso no pueden simplemente pronosticarse, esta reconfiguración implica claramente una desviación importante del modelo acostumbrado del Estado-nación. Esto provee el contexto para el reconocimiento del pluralismo y del consecuente acto de equilibrismo entre la participación indígena en el Estado y sus instituciones por un lado, y el respecto para con la autonomía de las instituciones indígenas por el otro.

Lo que debe enfatizarse aquí es que el delicado equilibrio que requiere el pluralismo sólo puede realizarse en un entorno profundamente democrático que conduce al diálogo intercultural y a la responsabilidad mutua (accountability), para así evitar el endurecimiento de las posturas y un deslizamiento hacia fundamentalismos. Con relación a esto, debemos notar las limitaciones del legalismo en el reconocimiento del pluriculturalismo y la multietnicidad. El derecho quizá sea un instrumento pero no puede substituir a otros mecanismos. Cuando hablábamos del pluralismo jurídico notamos que los sistemas indígenas son igualmente dignos de respeto. Esto no implica un juicio acerca de su valor intrínseco, pues el valor de los sistemas no puede establecerse por derecho o, como argumentarían los relativistas radicales, de manera a priori con base en el argumento de que todo tiene el mismo valor.[24] Al mismo tiempo debemos reconocer que carecemos de una norma simple y universalmente acordada para tales juicios de valor y que es aquí donde entra el diálogo intercultural, junto con las condiciones que lo facilitan, tales como la democracia, el respecto y la dignidad en todas sus dimensiones.

El reconocimiento de la pluralidad implica una reconceptualización de la esfera pública.[25] En vez de una sola esfera pública, el reconocimiento de la pluralidad apunta hacia una fragmentación en una diversidad de esferas públicas que funcionan de acuerdo con distintos usos y costumbres. A la vez que sería ingenuo descontar el aspecto estratégico de las luchas de los pueblos indígenas (¿y por qué no habrían de involucrarse en las actividades instrumentales tales como la defensa de un espacio donde vivir?), sería arrogante menospreciar la dimensión moral/ética y la crítica de los arreglos sociales existentes. Por otro lado, el “caso del fuete”[26] en Colombia desencadenó asimismo controversia y debate respecto de los derechos humanos en el interior del movimiento indígena e intentos de desarrollar foros para indagar en las paradojas de apelar a los derechos humanos por un lado y, por el otro, estar acusado de violarlos. De manera semejante las mujeres indígenas pueden impugnar ciertos aspectos de su cultura sin abandonar la defensa de una cultura propia. El desafío para un nuevo orden democrático entonces es el de promover la responsabilidad mutua entre las esferas públicas como un marco para el diálogo intercultural y la transformación reflexiva de las culturas locales, regionales, nacionales y globales como resultado de la incidencia de “sociedades civiles” locales, regionales, nacionales y globales, distintamente configuradas. En este contexto la autonomía no constituye un aislamiento, sino una base para la participación en la definición y conformación del “emergente modelo multicultural regional” en que la autonomía puede ser gozada significativamente y donde puede prosperar. Al mismo tiempo, esto quiere decir participar en debates acerca de los modos de las políticas sociales, de desarrollo, de democracia, de justicia e infundirlas con propuestas y valores articulados por los movimientos de los pueblos indígenas.


NOTAS

[1] Este artículo es una versión resumida del capítulo final del libro El reto de la diversidad: pueblos indígenas y reforma del Estado en América Latina, editado por Willem Assies, Gemma van der Haar y André Hoekema y publicado por El Colegio de Michoacán, Zamora, Mich., 1999. Edición inglés: The Challenge of Diversity; Indigenous Peoples and Reform of the State in Latin America, Amsterdam: Thelathesis.

[2] Van Cott, Donna Lee (2000): The Friendly Liquidation of the Past: The Politics of Diversity in Latin America, Pittsburg: University of Pittsburgh Press El modelo descrito por Van Cott consta de cinco elementos: “el reconocimiento retórico de la naturaleza multicultural de sus sociedades y de la existencia de los pueblos indígenas como colectividades distintas y subestatales; el reconocimiento de la ley consuetudinaria de los pueblos indígenas como ley pública oficial (protegido en los artículos 8-9 del Convenio 169 de la OIT); los derechos colectivos en la propiedad protegida de la venta, fragmentación o confiscación; el estatus o reconocimiento oficial de las lenguas indígenas; y una garantía de educación bilingüe”. En diferentes formas las nuevas constituciones incluyen varios elementos de este modelo.

[3] Véase Roche, Maurice. (1995): "Rethinking Citizenship and Social Movements: Themes in Contemporary Sociology and Neoconservative Ideology." En: Maheu, Louis. (ed.): Social Movements and Social Classes, the Future of Collective Action, London, Thousand Oaks CA, New Delhi: Sage; Schild, Veronica. (1998): "New Subjects of Rights? Women's Movements and the Construction of Citizenship in the `New Democracies'." En: Alvarez, Sonia. E., Evelina Dagnino y Arturo Escobar (eds.): Cultures of Politics, Politics of Culture; Re-visioning Latin American Social Movements, Boulder, Oxford: Westview Press; Taylor, Lucy (1998): Citizenship, Participation and Democracy; Changing Dynamics in Chile and Argentina, Houndmills, London: MacMillan.

[4] Albert, Bruce (1997): "Territorialité, ethnopolitique et dévelopement: à propos du mouvement indien en Amazonie brésilienne". En: Cahiers des Amériques Latines, no. 23

[5] Partridge, William L., Jorge. E. Uquillas y Kathryn Johns (1996): Including the Excluded: Ethnodevelopment in Latin America, Paper presented at the Anual World Bank Conference on Development in Latin America and the Carribean, Bogotá, Colombia, June 30 - July 2, 1996.

[6] La noción de “reorganización étnica” se refiere a formas de reorganización en varias dimensiones -social, económica, política y cultural- que explican tanto la persistencia como la transformación de la etnicidad y refleja la dialéctica entre la identificación (voluntaria) y la adscripción (impuesta). Véase Joane Nagel y C. Matthew Snipp (1993): “Ethnic reorganization: American Indian social, economic, political and cultural strategies for survival”. En: Ethnic and Racial Studies, Vol. 16, no. 2.

[7] El entusiasmo del Banco Mundial respecto de un cierto reconocimiento de la administración de justicia indígena depende de la asimilación de la justicia indígena con el mecanismo de la “resolución alternativa de conflictos”, desarrollada en Estados Unidos como una medida para resolver rápidamente y de manera consensual casos tocantes, por ejemplo, a los derechos del consumidor. En ese caso la resolución de conflictos es vista como un servicio público que puede privatizarse. La jurisdicción indígena, en contraste, no trata sólo de la resolución interna de conflictos que pudiera dejarse a ‘particulares’ sino implica también una dimensión de eficacia externa para impedir la opresión, como en los casos de conflicto entre los derechos colectivos de los pueblos indígenas y los derechos individuales nacionales (por ejemplo, los derechos de propiedad). Véase Carlos Frederico Marés (1997): “Los indios y sus derechos invisibles” en Magdalena Gómez (coord.): Derecho Indígena, México D.F.: INI, AMNU.

[8] Véase Rodolfo Stavenhagen (1994): "Indigenous Rights: Some Conceptual Problems." En: Assies, Willem y André J. Hoekema (eds.): Indigenous Peoples' Experiences with Self-Government, Copenhagen: IWGIA and University of Amsterdam.

[9] Kymlicka, W. (1995): Multicultural Citizenship, Oxford: Clarendon Press.

[10] Kymlicka da el ejemplo del derecho colectivo a la tierra. En tanto medida de protección deben asegurar la existencia continua del pueblo, pero esto restringe la posibilidad de que los miembros individuales vendan sus tierras o las usen como una garantía para créditos.

[11] Los principales fallos son: ST-254 en 1994, ST-349 en 1996 y ST-523 en 1997. La “acción de tutela” es un simple procedimiento judicial introducido por la Constitución de 1991 mediante el cual se puede denunciar cualquier violación de los derechos constitucionales.

[12] Un aspecto notable de este caso es que implicó asimismo la cuestión del procedimiento. El acusado alegó que no tuvo la oportunidad de defenderse en la reunión de la comunidad. La Corte argumentó, sin embargo, que de acuerdo con la costumbre tanto el linaje paterno de la víctima como el del acusado estuvieron presentes en la asamblea de la comunidad y que todos estuvieron de acuerdo en la sentencia excepcional de veinte años de cárcel.

[13] María Teresa Sierra (1997): "Esencialismo y autonomía: paradojas de las reivindicaciones indígenas" en: Alteridades, Año 7, núm. 14.

[14] Esto señala nuevamente el problema de la perspectiva de Kymlicka (1995) de que las restricciones internas son ilegítimas por el argumento de que las concepciones del “bien” deben estar abiertas a revisión, junto con la idea de que el cambio cultural ocurre mediante las elecciones individuales. La deliberación colectiva respecto del “bien común” de acuerdo con los “usos y costumbres” también juega un papel en la evaluación y revisión de los usos y costumbres y de los derechos y deberes que implican.

[15] Magdalena M. Gómez Rivera (1995): "Las cuentas pendientes de la diversidad jurídica. El caso de las expulsiones de indígenas por supuestos motivos religiosos en Chiapas, México" en: Victoria Chenaut y María Teresa Sierra (coords.): Pueblos indígenas ante el derecho, México: CIESAS, CEMCA.

[16] Son bastante comunes los conflictos religiosos, frecuentemente enlazados con otras tensiones. El acomodo y la reconciliación son posibles, sin embargo, como en el caso del municipio de Totontepec en Oaxaca donde los evangelistas participan en los cargos civiles mientras que, por otra parte, el día para la realización del tequio (el servicio comunitario colectivo) fue cambiado de sábado a lunes. Véase David Recondo (1998): "Autonomía y dependencia en los municipios de la región mixe de Oaxaca". Ponencia presentada en el Seminario Inter-CIESAS de la Unidad Golfo, "Autonomía Indígena y Soberanía Nacional", el 30 y 31 de marzo de 1998.

[17] El sistema por medio del cual las autoridades a cargo seleccionan y nombran a sus sucesores sin participación popular es impugnado por un nuevo énfasis en la ratificación o elección directa por la asamblea de la comunidad. Aunque anteriormente el prestigio y la acumulación de cargos y de riqueza fueron características importantes e indicadores de legitimidad, ahora se enfatiza la elección popular como la fuente de ella. Un cambio adicional es la creciente participación de las mujeres en las asambleas de comunidad.

[18] Véase Araceli Burguete Cal y Mayor (1998): "Poder local y autonomía indígena en Chiapas: rebeliones comunitarias y luchas municipalistas" en: María Eugenia Reyes Ramos, Reyna Moguel Viveros y Gemma van der Haar (coord.): Transformaciones Rurales en Chiapas, Mexico: UAM, Colegio de la Frontera Sur.

[19] Se debe notar que en español la palabra pueblo significa a la vez “etnia” o “nación” (people) y “aldea” o “asentamiento”, un rasgo semántico que a menudo se presta a confusiones y una manipulación deliberada.

[20] Véase David Booth, Suzanne Clisby y Charlotta Widmark (1997): Popular Participation; Democratizing the State in Rural Bolivia, Stockholm: SIDA.

[21] Véase Dominique Gallois, D. (1998): "Brasil, el caso de los Waiãpis" en: Derechos indígenas y conservación de la naturaleza, Documento IWGIA No. 23, Copenhague: IWGIA.

[22] Este requisito contradice la noción de que la autoidentificación sea el criterio principal del reconocimiento de los pueblos indígenas y refleja la intención de negar los derechos indígenas y hacer disponibles tierras altamente deseables.

[23] Véase Lynn Stephen. (1997): "The Zapatista Opening: the Movement for Indigenous Autonomy and State Discourses on Indigenous Rights in Mexico, 1970-1996" en: The Journal of Latin American Anthropology, Vol. 2., no. 2.

[24] Véase Charles Taylor (1994): Multiculturalism; Examining the Politics of Recognition (Edited and introduced by Amy Gutman), Princeton, New Jersey: Princeton University Press.

[25] Véase Nancy Fraser (1992): "Rethinking the Public Sphere: a Contribution to the Critique of Actually Existing Democracy" en: Calhoun, C. (ed.): Habermas and the Public Sphere, Cambridge MA: MIT Press.

[26] Varios indios páez, sospechosos de haber participado en un asesinato fueron expulsados de su comunidad y sentenciados a varias cantidades de azote por el cabildo local. Ellos invocaron la tutela y a final de cuentas la Corte Constitucional decidió que las comunidades indígenas podían ordenar azotes en público y la expulsión de la comunidad ya que la intención de los azotes no era de provocar un sufrimiento excesivo, sino más bien la de purificar al infractor y restablecer la armonía de la comunidad.

Regresar Sincronía Primavera 2001

Regresar Sincronía Indice General