Los pueblos indigenas y la reforma del estado en América Latina[1]
Willem Assies, Gemma van der Haar y André J. Hoekema
El reconocimiento
constitucional de la configuración multiétnica y pluricultural de sus poblaciones por
parte de una serie de estados Latinoamericanos, reforzado por las ratificaciones del
Convenio 169 de la OIT, constituye un notable rompimiento simbólico con el pasado. Ha
sido sugerido que tal vez podemos hablar de un emergente modelo multicultural
regional.[2] Las emergentes normas internacionales y el nuevo
constitucionalismo pluralista implican un reconocimiento de derechos colectivos y sugieren
el reconocimiento explícito por parte del Estado del derecho de los pueblos indígenas al
autogobierno, en un determinado territorio y en un grado especificado, de acuerdo con sus
propias costumbres políticas y jurídicas. Tal reconocimiento formal presenta el desafío
de lograr un equilibrio entre, por una parte, la participación indígena en el Estado y
sus instituciones y, por la otra, el respeto para la autonomía de las instituciones
indígenas.
En este artículo trataremos las dos dimensiones. Hablaremos primero de la dimensión de la participación y de la manera en que ésta está incrustada en la búsqueda de un proyecto de sociedad. Después, nos enfocamos a la dimensión de la autonomía y algunas de las interrogantes que de ahí suscitan. Esto nos permite esbozar varios dilemas que emergen en la búsqueda de un modelo multicultural y reseñamos algunos de los intentos de resolverlos.
Las reformas constitucionales
que sugieren la emergencia de un modelo regional multicultural interactúan de
múltiples maneras con otras presiones para la reforma del Estado en América Latina,
tales como los requerimientos de ajuste estructural y la necesidad de democratización. La
coincidencia e interacción de dichos procesos condicionaron la movilización de los
pueblos indígenas así como las estructuras de oportunidad política que encontraron.
Así, los procesos de reforma abarcan mucho más que el reconocimiento de la
multietnicidad y el pluriculturalismo. Buscan así mismo formular un nuevo modelo de
desarrollo y renovar la democracia.
Los
ajustes al cambiante orden global incluyen la absorción de algunas de las funciones del
Estado por mecanismos transnacionales. Al mismo tiempo, en los Estados ciertas funciones
están siendo reformadas mediante políticas de descentralización y privatización. Por
otra parte, inciden sobre los procesos de reforma las demandas de democratización en el
contexto de las transiciones democráticas. Por ende, las reformas al Estado,
simultáneamente responden a las demandas de democratización -que incluyen el
reconocimiento del pluriculturalismo y la multietnicidad- y a los requerimientos del
ajuste. Las reformas implican potencialmente una desviación significativa del modelo
acostumbrado del Estado-nación, de las formas de regulación económica y política y de
las nociones de democracia y ciudadanía predicadas en este modelo. Sin embargo, dado que
las reformas responden a diversas presiones su trayectoria no es inequívoca.
Para
comprender lo que está en juego en los debates actuales se debe enfatizar que el
neoliberalismo no es solamente una doctrina económica, sino que incluye un proyecto
cultural y una particular visión de las relaciones entre el Estado, el mercado y la
sociedad civil. La orientación del libre mercado va de la mano con un concepto de la
democracia que tiende a ser más bien minimalista y procesal, en que la toma de decisiones
al nivel macro es delegada a un grupo experto de administradores tecnócratas.
Ésta
visión neoliberal no carece de contrincantes. Las reformas constitucionales a menudo
reflejan las crisis societales y de legitimidad que marcaron el final de los periodos de
gobierno autoritario que iniciaron las políticas de desarrollo excluyentes. Con
frecuencia las reformas tienen lugar en el contexto de una considerable movilización
social. Si bien cada país manifiesta una dinámica específica, esa movilización ha
resultado en procesos más bien participativos de reforma constitucional en países como
Brasil, Colombia o Ecuador. Las reformas alentaron la esperanza de un cambio profundo y de
un nuevo pacto social, al tiempo que la movilización de amplios sectores de la sociedad
civil expresaba las aspiraciones de participación democrática, de inclusión social, de
nuevas relaciones entre distintos sectores de la sociedad y de afirmación de nuevos
derechos, desde los derechos de la mujer y los menores, hasta los derechos de los pueblos
indígenas. Aquí la participación significa mucho más que ayudar a implementar
políticas, pues incluye la deliberación y la toma de decisiones en el sentido más
amplio, así como medidas de redistribución que contrarrestan las tendencias hacia la
concentración del ingreso y la privación de derechos, características del mecanismo del
mercado. Es decir, esas aspiraciones privilegian los rasgos participativos y substantivos
de la democracia
Aunque
existen retadores, está claro que en la actualidad el proyecto neoliberal es hegemónico.
Como varios autores han mostrado, tanto el proyecto neoliberal de modernización como la
redefinición de la ciudadanía que esto implica, aprovechan importantes recursos
culturales y materiales de la sociedad civil.[3] Es en el marco de la retirada
del Estado de la política social que las nociones de participación y empowerment -anteriormente reservados a los
movimientos sociales y las organizaciones no-gubernamentales (ONGs)- han hecho su
aparición en el discurso del gubernamental y son resignificados. Ciertos tipos de
iniciativas locales que surgieron inicialmente como proyectos de autoayuda --que respondían a necesidades locales y
tenían fuertes connotaciones de oposición al dominio autoritario-- ahora son
incorporados de maneras inéditas. A las ONGs se les ha asignado un nuevo papel; algo así
como el de socios en el desarrollo. Darse cuenta de esos rasgos del proceso de
la reforma del Estado permite una perspectiva crítica sobre la aceptación de la
diversidad cultural y los logros de los movimientos de los pueblos indígenas.
Las políticas de ajuste
orientadas al mercado son el marco de la discusión reciente de Albert acerca de las
políticas indigenistas en Brasil.[4] El análisis de las
tendencias actuales del etnodesarrollo lo lleva
a preguntar si no significan una tácita privatización de la cuestión
indígena. El éxito de algunos productos eco-exóticos que son parte
medular de algunos de los microproyectos del indigenismo empresarial dirigidos
por ONGs, parece haberse convertido en una justificación para que el Estado reduzca su
oferta de servicios (de salud, de educación, etc.) para en cambio dejarlos a cargo de
fondos internacionales y de las ONGs locales. Mientras tanto, la agencia indigenista del
Estado, FUNAI, se encuentra en una fase de reestructuración y reducción que la dejará
como el supervisor de esas nuevas asociaciones. Esto no sólo rinde la distribución de
los servicios dependiente de los ingresos nada seguros de los microproyectos, sino que
significa además que la distribución de los servicios tomará lugar de acuerdo con el
valor mediado por el mercado de la identidad indígena. Como resultado,
aquellos grupos considerados menos tradicionales quedarán marginados y la ciudadanía
indígena, concluye Albert, quizá quede indexada a una renta de identidad.
También
podemos señalar que el concepto del etnodesarrollo como es manejado actualmente por las
agencias multilaterales maneja una representación de los pueblos indígenas como
habitantes de comunidades más bien aisladas que se ganan la vida en buena medida de
economías de subsistencia con una muy limitada interacción con el mercado. Esta
caracterización deja de lado la dimensión urbana de la pobreza indígena y la
participación de los pueblos indígenas en los mercados de trabajo y de productos. Así
entendido el etnodesarrollo sólo está de limitada utilidad en el esfuerzo por dirigirse
a las causas estructurales de la pobreza indígena. No constituye más que una paliativa
que mitiga las consecuencias negativas de las políticas en los pueblos indígenas. Como
resultado de la fragmentación en la aplicación de dichos proyectos, guiada por
representaciones particulares de lo indígena, importantes sectores de esa
población se hallan fuera del alcance de esas políticas. El acercamiento actual del
etnodesarrollo debe complementarse con una amplia participación de los pueblos indígenas
a través de todo el rango de políticas económicas y sociales para de esta manera
infundir la formulación de las políticas con sus propios valores e inquietudes.
Lo
anterior implica que la noción misma del desarrollo debe ser reconsiderada. Si bien la
noción del etnodesarrollo sugiere visiones alternativas de desarrollo, la postura del
Banco Mundial y de la Comunidad Europea -para citar sólo dos ejemplos- es altamente
ambigua, para decir lo menos. Un documento del Banco Mundial relativo al etnodesarrollo
afirma que el desarrollo genuino es un proceso autónomo que representa la visión
de una comunidad de su historia, sus valores y sus metas al futuro al tiempo de buscar una
mejor calidad de vida.[5]
Mientras tanto, el Documento de Trabajo de 1998 de la Comunidad Europea tocante a los
pueblos indígenas y la cooperación para el desarrollo afirma que se debe reconocer
que [ellos] tienen sus propios conceptos del desarrollo. Esos conceptos generalmente no
serán expresados o valuados en términos puramente económicos y pueden constituir
alternativas a los modelos impuestos sobre las sociedades indígenas. Afirmaciones
de este tipo sin embargo no conducen a la revaluación de la noción dominante del
desarrollo, sino, cuando mucho, ofrecen desarrollar las capacidades de los pueblos
indígenas para que enfrenten y participen en el proceso de desarrollo. El
documento del Banco Mundial, a final de cuentas, plantea una simple equivalencia entre el
desarrollo y la economía del mercado, mientras que el etnodesarrollo se convierte en el
autodesarrollo a través de la inclusión en el mercado:
Un
desafío mayor para el Banco y los países de América Latina y el Caribe es el de
encontrar maneras de ofrecer a los pueblos indígenas nuevas oportunidades para sumarse al
proceso de desarrollo. La exclusión de esos pueblos de la economía del mercado
representa una pérdida masiva de recursos, tanto humanos como no-humanos, mientras que su
inclusión aumenta la productividad, fortalece el poder adquisitivo y promueve el
crecimiento. El impacto de incluir a las comunidades indígenas en el proceso de
desarrollo será dramático en los países donde los pueblos indígenas constituyen
grandes mayorías y en las regiones más pobres donde constituyen la mayoría de los
productores (Partridge, Uquillas y Johns, 1996).
La cuestión, sin embargo, no
es sólo la de promover la participación de los pueblos indígenas en el proceso de
desarrollo, sino en primer lugar promover su participación en la definición misma
de ese desarrollo. Esto requiere una adecuada representación y participación de los
pueblos indígenas en el proceso político.
Los procesos de cambio y
reestructuración que se iniciaron en los años setenta han dado incentivos y
oportunidades para una nueva politización de la identidad indígena. Por un lado, los
esfuerzos por modernizar los regímenes de tenencia de la tierra, la reducción del gasto
social y la eliminación de apoyos a los precios y de subsidios para el sector agrario
eliminaron los mecanismos que anteriormente daban una cierta forma de protección. Por
otra parte, la liberalización política hizo posible una más amplia movilización. A la
vez, el entorno internacional incrementó el atractivo político de lo
indígena. Los pueblos indígenas se han convertido en una importante
categoría de clientes para los fondos multilaterales y transnacionales destinados a la
demarcación de tierras y otros proyectos. Esto ha sido motivado principalmente por la
pobreza de los pueblos indígenas y su vulnerabilidad en el proceso de
desarrollo, así como por las inquietudes ecológicas que, como ya vimos, han
llegado a ser fuentes importantes de la renta de la identidad.
La
configuración particular de esta estructura de oportunidad política ha promovido y
contribuido a la formación de procesos de reorganización étnica[6]
que dependen de la interacción entre la alteridad negociada y la continuidad cultural. En
ese contexto la presentación de las prácticas y tradiciones acostumbradas como el
núcleo de una identidad intrínsica debe entenderse como un recurso político y parte de
una cultura de resistencia. Puesto que la construcción de la comunidad y de la identidad
no son procesos exentos de formas de ejercicio del poder existe la preocupación de que
las políticas de identidad llevan a la cerrazón, la reificación de la identidad y el
potencial de una polarización interétnica.
Sin
embargo, en el caso Guatemalteco, por ejemplo, la mayor parte de las organizaciones de los
pueblos indígenas ha rechazado la creación de una Secretaría o Departamento de asunto
étnicos o indígenas por la razón de que confinaría sus inquietudes a una sola agencia
del Estado en vez de permitir que penetren en todas las instituciones oficiales. Ésta
postura política muestra la disposición hacia la apertura que se requiere para lograr la
coexistencia en un marco pluricultural y multiétnico. En vez de expresar el deseo de
algún tipo de aislamiento separatista, esa estrategia pretende lograr la participación
sin renunciar a las instituciones indígenas; sentimiento que también encuentra
expresión en lemas como Nunca más México sin nosotros. Las demandas
indígenas se concentran en ganar el acceso a las instituciones políticas del Estado,
mientras al mismo tiempo buscan fortalecer sus propias instituciones para así hacer
factible su participación. No se trata exclusivamente de una propuesta étnica, sino más
bien de un proyecto para la construcción de una sociedad alternativa y una cultura
política distinta. Para los movimientos de los pueblos indígenas esto representa el reto
de formular propuestas en cuanto al desarrollo, las políticas sociales, etc., que van
más allá de sus demandas específicas y hacen preciso el replanteamiento de ellas. Es
precisamente esta dimensión que les ha permitido ganar el apoyo de otros sectores
sociales, una sinergia que si bien no está exenta de tensiones, ha contribuido a las
reformas constitucionales a las cuales hemos hecho referencia.
La autonomía, el pluralismo jurídico y
los usos y costumbres políticos
Si bien el desarrollo de nuevas formas de participación indígena en el interior del Estado y sus instituciones es un aspecto importante del nuevo pluralismo, el respeto para con la autonomía de las instituciones indígenas constituye el otro componente crítico. Conjugar estos dos rasgos es lo que representa el desafío más serio, pues implica una extensa reforma de las actuales estructuras del Estado y una revisión de los conceptos en que se basa. Es aquí donde hay que encarar el pluralismo en el sentido de la autodeterminación interna y del reconocimiento y acomodo de los derechos colectivos.
La
confluencia de las demandas, por un lado, de una estructura administrativa y un sistema
judicial separados y distintos y por otro, de territorio ha suscitado mucha controversia.
Cuando se introdujo el término peoples
(pueblos) en el Convenio 169 de la OIT dio lugar a temores de que se pudiera crear algún
instrumento internacional que apoyaría al secesionismo. La introducción de la noción de
autodeterminación interna puede verse como un intento por desplazar el debate
hacia la cuestión algo menos controvertida de los derechos colectivos. Sin embargo, esto
no resuelve el problema de fondo, pues no define la distinción entre lo
interno y lo externo y dice poco acerca del alcance actual de la
autodeterminación interna. Lo que está en juego son las demandas
territoriales y no solamente en el sentido de los recursos o incluso en cuanto hábitat,
sino de manera más comprensiva como el espacio en que rigen y pueden desarrollarse las
estructuras políticas, sociales, económicas y legales indígenas. Esto significa
también que los derechos indígenas no pueden reducirse a una identidad propia y
derechos culturales. Al igual que el lenguaje, el atuendo o las piezas de museo, los
arreglos políticos, legales, económicos y sociales constituyen partes integrales de los
patrimonios indígenas y son esenciales para su supervivencia y desarrollo futuro.
Las
demandas indígenas para la autonomía representan claramente un desafío a las nociones
actuales relacionadas con el monopolio sobre el uso de la violencia y de la soberanía del
Estado. Ciertamente, la importancia que los pueblos indígenas atribuyen a sus propios
modos de hacer la política y aplicar la justicia debe considerarse con relación a las
deficiencias y prejuicios de los sistemas administrativos y aparatos judiciales
nacionales. Por otra parte, el actual reconocimiento formal es con mayor frecuencia más
bien un intento de lograr una incorporación subordinada en el sistema nacional[7]
en vez de un reconocimiento genuino del pluralismo o una amplia revisión de las normas y
procedimientos legales que resulta de un diálogo con los críticos indígenas de la
(in)justicia dominante.
El reconocimiento de la
jurisdicción indígena hace surgir importantes dilemas en relación a los derechos
humanos, que retan algunas de los supuestos generalizadores del pensamiento liberal sobre
la relación entre los derechos colectivos y los individuales. El debate actual gira en
buena medida en torno a la cuestión de la relación entre los derechos humanos
individuales y los derechos colectivos. En este debate parece ganar terreno la opinión de
que el goce de los derechos humanos individuales sólo puede realizarse plenamente en
contextos sociales específicos y que por lo tanto su concepción como principios
universales aplicables a los individuos en lo abstracto es insuficiente. La idea
subyacente es que los derechos colectivos son instrumentales para la realización de los
derechos individuales.[8]
La
distinción de Kymlicka entre las protecciones
externas y las restricciones internas ha
llegado a ser una referencia central en este debate.[9] Argumenta que desde el punto
de vista liberal los derechos colectivos (o diferenciados por grupo) pueden aceptarse
cuando representan una protección externa. En ese caso los intereses del grupo no se
colocan por encima del individuo. Las protecciones externas implican más bien un
principio de justicia en las relaciones entre los grupos y buscan la protección en contra
de decisiones tomadas por la sociedad mayor. Las restricciones internas, en contraste,
implican el reclamo de un grupo de regular las relaciones entre sus miembros y de imponer
restricciones sobre ellos. Esto, según Kymlicka, no puede aceptarse. Sin embargo, como el
mismo Kymlicka reconoce, la línea entre las protecciones externas y la restricción
interna es a menudo difícil de trazar.[10]
Las
afirmaciones de Kymlicka dejan varias cuestiones sin resolver. Si las colectividades
autogobernadas no tienen ninguna capacidad de sancionar frente a sus miembros, entonces
acaso podrán sostener en la práctica su autogobierno. Declarar a todos los derechos
humanos conocidos plenamente aplicables socavaría dramáticamente las posibilidades
concretas de un autogobierno de los pueblos indígenas derivado de su derecho a la
autodeterminación. El reconocimiento del pluralismo jurídico implica el reconocimiento
de que la justicia indígena es igualmente digna de respetarse, no como una concesión
paternalista ni sujeta a una tutela específica. Esta autonomía máxima no implica, sin
embargo, un relativismo sin límites.
El
reconocimiento del pluralismo jurídico en las constituciones latinoamericanas incluye
limitaciones redactadas de distintas maneras. En algunos casos y de acuerdo con el
Convenio 169 de la OIT, se hace referencia a los derechos fundamentales como estos son
reconocidos en el derecho nacional e internacional. Otras constituciones usan la fórmula
más estrecha de que la jurisdicción indígena no puede entrar en contradicción con la
constitución y las leyes. Esto es el caso en Colombia, por ejemplo, y hace
suscitar un dilema que pronto fue reconocido por la Corte Constitucional de ese país. En
su sentencia T-349 de 1996 esa Corte declaró que la referencia a la constitución y
la ley como restricciones sobre la jurisdicción indígena no debe entenderse en el
sentido de que todas las normas constitucionales y legales deben ser aplicables, pues esto
reduciría el reconocimiento de la diversidad cultural a mera retórica.
Ese
fue sólo una en una serie de decisiones sobre acciones de tutela[11]
que paulatinamente desarrollaron normas para la coexistencia de diferentes sistemas de
derecho a la vez que pretendían maximizar la autonomía de la jurisdicción indígena.
Una característica fundamental de esta jurisprudencia es la idea de que en cuanto a sus
asuntos internos la autonomía indígena debe ser máxima y restringida sólo por los
derechos fundamentales; es decir, por el derecho a la vida y la protección de la
esclavitud y de la tortura. Se argumenta que el respeto para con este núcleo de derechos
fundamentales que definen un núcleo de dignidad humana esencial y transcultural, provee
la base mínima para el diálogo intercultural.
Los
fallos de la Corte Constitucional sugieren que en cuanto al reconocimiento serio de la
jurisdicción indígena y el derecho a la supervivencia cultural, la relación entre la
protección externa y las restricciones internas es más complicada que Kymlicka admite,
pues su visión implica que los procedimientos y reglas internas sean modificados
sustancialmente. El pluralismo jurídico, en contraste, implica el reconocimiento de tales
procedimientos, normatividades y reglas y el respeto para con ellos.
El
reconocimiento constitucional del pluralismo jurídico concierne las competencias
territoriales, materiales y personales de la jurisdicción indígena y las constituciones
reformadas a menudo requieren la formulación de legislación adicional a fin de
establecer las formas de coordinación y compatibilidad entre los distintos sistemas
legales. Sin embargo, se ha logrado poco avance en la formulación efectiva de tales leyes
de coordinación. En el caso de Colombia el desarrollo gradual de la jurisprudencia sirve
como un sustituto. La falta de avance en la formalización de las leyes de coordinación
sugiere una dificultad fundamental en la codificación de más que sólo unos cuantos
requerimientos mínimos para el reconocimiento efectivo del pluralismo jurídico. La
jurisprudencia colombiana representa el intento más avanzado para formalizar algunas
reglas y puede servir como un punto de partida para reflexiones adicionales. Por otra
parte, cabe subrayar que una cierta apertura y ausencia de codificación bien podría
proveer una base de un continuo diálogo intercultural y de una responsabilidad (acountability) mutua en un marco pluralista. Las
diferencias deben ser un tema para el diálogo en vez de resolverse a través de medios
legales.
Esto
también se aplica a los intentos de codificar el derecho indígena consuetudinario, sea
por parte de las agencias del Estado a fin de convertirlo en derecho positivo, o por los
movimientos de los pueblos indígenas en su intento por presentar a las tradiciones como
la esencia inmutable del ser indígena. Los estudios de los sistemas de derecho indígenas
hechos en Colombia y otros similares en Bolivia, quizá sean de utilidad para aumentar la
sensibilidad ante las a menudo profundas diferencias entre las formas de regulación de
conflicto y la normatividad de los pueblos indígenas por un lado y el sistema dominante
del Estado, por el otro. Pero, no deben entenderse como una codificación del derecho
indígena. A la vez que la Corte Constitucional de Colombia ha enfatizado que la
flexibilidad de la justicia indígena debe preservarse de una rígida codificación, los
estudios mencionados han sido importantes para distinguir entre las decisiones que caben
en la tradición de la práctica indígena y las que son arbitrarias. Esto fue el caso,
por ejemplo, en la sentencia T-349/1996. Por una parte, la Corte determinó que la
comunidad Emberá-Chami involucrada tenía derecho de revisar una decisión anterior
tomada en una pequeña reunión del cabildo en vez de la más general asamblea de la
comunidad, como era la costumbre. Por otra parte, el veredicto de la asamblea de la
comunidad, que aumentó la sanción para el culpable de un asesinato de ocho a veinte
años de cárcel, era inconsistente con la práctica consuetudinaria. La Corte dio a la
comunidad la opción de revisar ese fallo e imponer un castigo de acuerdo con la costumbre
o dejar que el caso fuera decidido por la justicia ordinaria.[12]
Recién
María Teresa Sierra[13]
ha discutido las tendencias de esencialización y reificación en las costumbres legales
indígenas a lo largo de la trayectoria de sus luchas. Rechaza el relativismo cultural
simple, por no dar cuenta de mecanismos de poder y dominio muy reales, así como la
imposición unilateral de límites por parte del Estado. Argumenta en su vez a favor de
una cultura de diálogo y da el ejemplo de la impugnación por parte de las mismas mujeres
indígenas de las prácticas de género tradicionales que implica una revisión selectiva
de las prácticas culturales sin el abandono de la defensa de una cultura propia. Esto
nuevamente indica la importancia de promover un entorno de respeto, diálogo democrático
y responsabilidad mutua como requerimientos para la coexistencia pluricultural y
multiétnica.
Los problemas suscitados por
el pluralismo jurídico vuelven a emerger en la discusión de las paradojas engendradas
por el reconocimiento de los usos y costumbres políticos. El estado de Oaxaca es donde
esto queda tal vez más claro. Una demanda social ha encontrado reconocimiento y lo que
anteriormente se consideraba una fuente de derecho ha llegado a definirse
positivamente como un derecho en sí. Existe, sin embargo, el problema de
cómo resolver los casos en que los habitantes de un municipio gobernado de acuerdo con
los usos y costumbres no están de acuerdo sobre la naturaleza de esos mismos usos y
costumbres. ¿Deberá desarrollarse una norma positiva para manejar tales casos, o deben
ser resueltos de acuerdo con los usos y costumbres?[14]
La
expulsión de los conversos protestantes de comunidades como San Juan Chamula en el estado
de Chiapas es una ilustración dramática de los dilemas implicados. Los vínculos
evidentes entre las restricciones internas y el ejercicio autoritario del poder en este
caso quizá lleve a uno a aceptar la orientación normativa elaborada por Kymlicka. Sin
embargo, como Magdalena Gómez señala correctamente, más que cualquier otra cosa el caso
de Chamula refleja un deterioro específico de las relaciones de comunidad y el colapso de
los mecanismos de conciliación.[15] Sería erróneo y
etnocéntrico, argumenta, usar este caso para juzgar en términos generales acerca de la
viabilidad de los pueblos indígenas o para negar los derechos colectivos.[16]
En
la actualidad el levantamiento en Chiapas y la proclamación de municipios autónomos en
la región alberga una oposición al caciquismo y demuestra los procesos de
reorganización étnica mediante los cuales se están modificando los rasgos del sistema
de cargos. Se ha señalado que los mecanismos para controlar las tendencias oligárquicas
del sistema de cargos son desarrollados a través de la reafirmación de las capacidades
de toma de decisiones y monitoreo de las asambleas comunitarias. Este rasgo es captado en
la fórmula de mandar obedeciendo. Si bien
algunos valores y prácticas de la democracia occidental están contemplados,[17]
esto no indica un simple cambio de dirección, pues al mismo tiempo toma lugar una
reanimación selectiva de los valores y prácticas indígenas mediante la reafirmación
del papel de la asamblea de la comunidad en la ratificación de la distribución de los
cargos y la valorización de la toma de decisiones de manera consensada.[18]
Mecanismos
semejantes de contrarrestar las tendencias oligárquicas han sido reportados en el
altiplano boliviano. Al nivel comunidad todos los jefes de familia tienen el derecho y la
obligación de participar en la asamblea que idealmente es una instancia para la toma de
decisiones. Las posiciones de autoridad son vistas asimismo como servicios a la comunidad
y la concentración del poder es contrarrestada mediante la rotación anual de los cargos
y el principio de la igualdad de responsabilidades. En varias áreas del altiplano se
puede observar la reanimación de la ayllu
frente a los sindicatos establecidos tras la revolución de 1952. Esto no implica un
retorno a las maneras antiguas sino una adaptación creativa a las nuevas
circunstancias y tareas, particularmente las que están relacionadas con las nuevas formas
de organización a nivel regional y nacional y la reafirmación de algunos principios
altamente valorados en lo que concierne el ejercicio de la autoridad y las nuevas
funciones representativas.
Estos
y otros casos dejan en claro que las comunidades indígenas o las organizaciones
supracomunitarias difícilmente sean tan cohesivas, libres de conflictos e igualitarias
como algunas representaciones románticas las pintan. Pero se ve igualmente desviada la
imagen contraria que percibe sólo la oligarquía y el dominio de los caciques. En el
interior de las comunidades y las organizaciones más amplias existen -o a veces son
inventados- normas y mecanismos para controlar esas tendencias. Al mismo tiempo, dichas
normas sustentan una visión crítica de las formas dominantes de la democracia occidental
y del gobierno por mayoría. Las prácticas consensuales son opuestas a la práctica del
gobierno por mayoría, ya que este último no toma en cuenta los intereses o puntos de
vista de las minorías y la idea de que las posiciones de autoridad constituyen servicios
prestados a la comunidad está opuesta al principio de la delegación de autoridad.
Un aspecto interesante del
caso mexicano es el debate acerca de las formas y el alcance de la autonomía indígena.
La cuestión crítica aquí es que el confinamiento del autogobierno indígena al nivel de
la comunidad local proporciona una base demasiado estrecha para un autogobierno viable de
los pueblos indígenas. Argumentan los defensores de un más amplio autogobierno que la
comunidad es sólo la última línea de defensa de la identidad indígena y debe ser
fortalecida a través del establecimiento de esquemas de autonomía supracomunitarias tal
como el de los municipios y regiones autónomos.
El
gobierno mexicano se opone a estas propuestas invocando el espectro de la balcanización. De hecho, adopta una fórmula muy
restringida. La Iniciativa Presidencial para la reforma constitucional que se hizo
pública en marzo de 1998 propone que los pueblos indígenas[19]
tengan el derecho a la autodeterminación, en su expresión concreta de la autonomía de
las comunidades indígenas a
Mediante esta fórmula se reduce la autonomía a
un nivel mínimo: el nivel sub-municipal de la comunidad.
La
reducción de la autonomía formalmente reconocida a un nivel mínimo es igualmente
evidente en el caso boliviano. La política de Participación Popular -tan frecuentemente
elogiada- y su reconocimiento retórico de las autoridades indígenas en efecto promueve
la fragmentación de los territorios y de las estructuras de autoridad indígenas y, así,
la viabilidad de estos últimos como marcos para las iniciativas de desarrollo. Al mismo
tiempo el supuesto otorgamiento de facultades a esas autoridades para que intervengan en
el gobierno y la administración municipales mediante los Comités de Vigilancia resulta
ser sólo un formalismo vacío. La participación y el reconocimiento de las autoridades
indígenas eran rasgos ornamentales, de importancia secundaria -desde un principio- al
objetivo principal de la municipalización. Incluso, la retórica de la participación y
de la valorización de lo indígena ha sido abandonada por el gobierno actual. Estos
ejemplos ilustran además que la descentralización en sí no otorga facultades ni mejora
la participación de los grupos hasta ahora marginados.
La reducción de la
autonomía formalmente reconocida a un nivel mínimo revela la renuencia de los gobiernos
de reconocer verdaderamente las formas y estructuras del gobierno indígena, cuando no una
estrategia deliberada de fragmentación o de disempowerment by boundaries,
para usar la frase de Booth, Clisby y Widmark referente al caso boliviano.[20]
Esto nos lleva a la cuestión enmarañada de la territorialidad. Como ya se dijo, en el
discurso de los movimientos indígenas se han articulado cada vez más los conceptos de
territorio, gobierno y jurisdicción como los cimientos de la autodeterminación.
Esto
no quiere decir, sin embargo, que tales vínculos conceptuales sean tomados por sentados o
que la manera en que pueden ser realizados concretamente sea evidente. A partir de la
época colonial las políticas de asentamiento y de delimitación han introducido nuevas
formas de territorialidad y modificado las formas de gobierno. Un ejemplo reciente de este
proceso es el caso de los Waiãpis en Brasil.
La delimitación de un territorio en favor de ese pueblo trajo consigo importantes
transformaciones. Su autorepresentación no centralizada (y sin connotaciones étnicas)
que se fincaba en la sociabilidad al interior del grupo y una organización y ocupación
territorial que se limitaba a la apropiación de veredas históricamente recordadas que
reflejaban un estilo de vida fragmentado, ha sido substiduido por una
autorepresentación como nosotros los Waiãpis,
vinculada con un territorio exclusivo, llamado nuestras tierras.[21]
Un aspecto importante de este tipo de casos es que ellos hacen vislumbrar los efectos del
requisito de que los individuos comprueben ser realmente indígenas para
asegurar que su acceso a la tierra y ciertos derechos sean respetados.[22]
La dinámica de tales procesos atañe tanto la organización y las cambiantes relaciones
de poder internas, así como el posible movimiento hacia posturas fundamentalistas y el
potencial de que la etnización y la territorialización generen conflictos en el futuro.
En
un artículo tocante a la propuesta de las Regiones Pluriétnicas Autónomas en Chiapas,
Lynn Stephen habla de esta inquietud.[23] Esta autora arguye que la
propuesta, que surgió de las condiciones específicas del oriente de Chiapas, relaja el
vínculo entre los reclamos de territorio y los rasgos étnicos específicos para así
suscitar los elementos de unidad política y una estrategia y cultura política comunes
como base para el reclamo territorial. En vez de ser exclusivamente indígenas, las
regiones pluriétnicas tienden a incorporar a mestizos como una identidad étnica más. De
esta manera tales propuestas demuestran un vínculo íntimo con las luchas para la
democratización y la creación de unidades de gobierno más democráticas que permiten un
mayor control de las políticas que afectan las vidas de las personas. Aun cuando la
propuesta de las Regiones Pluriétnicas surgió de ciertas condiciones específicas y
quizá no sea generalmente aceptable o aplicable, señala las posibilidades de diseñar
marcos de coexistencia y la reducción de la polarización a lo largo de las divisiones
étnicas en la persecución de un proyecto político y social común.
Existe otro aspecto más de
la cuestión de las políticas de identidad, la esencialización de las identidades y los
reclamos de territorio, y este tiene que ver con el apoyo transnacional de la causa
indígena. El ambientalismo transnacional ha llegado a proveer una palanca importante para
que los pueblos indígenas lleven adelante sus reclamos de territorio. Un problema
fundamental aquí es que la relación con el medio ambiente depende a menudo de una
clasificación de los pueblos indígenas como parte de la fauna de la zona. De
esta manera se ha reciclada la antigua identificación occidental de los pueblos
indígenas con la naturaleza en el contexto de la oposición naturaleza/civilización,
aunque los signos valorativos han quedado invertidos. El Banco Mundial, el BID y otros
grupos internacionales simplemente consideran a los asuntos indígenas como asuntos
ecológicos.
Un
problema ligado con lo anterior es que la idea de las actividades
tradicionales ha llegado a cobrar vida propia al asociarse tan de cerca con las
inquietudes respecto de la conservación de la biodiversidad. El reconocimiento de los
reclamos territoriales llega a depender de la continuación de esas actividades
tradicionales, que son consideradas además como marca de la
autenticidad. Esto constituye de hecho una forma de paternalismo opuesto a los
reclamos indígenas de la autodeterminación. Además, estos acercamientos dependen de un
mito prístino, que representa a los pueblos indígenas como ecologistas
natos. Esto obstaculiza una aproximación seria a las demandas de los pueblos indígenas y
nos impide al mismo tiempo desenredar las causas reales de la degradación ambiental y
cuestionar la sustentabilidad del modelo de desarrollo predominante y de las relaciones de
clase que lo sostienen.
El
acceso a la tierra y a otros recursos sigue siendo una dimensión importante de las luchas
de los pueblos indígenas y de otros sectores de la población rural amenazados con la
marginación por las políticas de tierra actuales fincadas en el mercado y el patrón
excluyente y desigual de la modernización agraria. Es posible que esas políticas
contribuyen a un aumento de conflictos y violencia rurales. En el contexto latinoamericano
el logro de una más equitativa distribución de la tierra aún representa uno de los
mayores desafíos como precondición de un proceso de desarrollo más incluyente.
El reclamo indígena de la
autonomía y la autodeterminación es una navaja de dos filos en el sentido de que se
dirige al Estado al mismo tiempo como adversario e interlocutor. A pesar de la imaginaria
del autoconfinamiento y de la retórica política esencialista, se trata en buena medida
de la construcción de límites y de interfaces. En vez de algún tipo de autonomía
aislada, las exigencias indígenas buscan una participación autónoma en un sistema
político democratizado.
En este contexto, a la vez que los intereses ciertamente juegan un papel, no se puede dejar de lado el aspecto de la identidad y la manera en que ésta queda reformulada a través de su interacción con la sociedad dominante. Esto abre la puerta a una reflexividad y crítica tanto con relación a la sociedad dominante como con la sociedad indígena misma. Es precisamente esta doble reflexividad la que alimenta los procesos de reorganización étnica. Hasta ahora sin embargo tales procesos han estado caracterizados en buena medida por relaciones de poder asimétricas. El reconocimiento de la multietnicidad y del pluriculturalismo extiende la promesa de un diálogo en condiciones más igualitarias.
La
autodeterminación y la autonomía indígenas constituyen problemas particulares, pues
están enraizadas en una idea de derechos inherentes que acuden a aquellos pueblos que ya
se hallaban presentes antes de la formación de los Estados actuales. La idea de dar a los
pueblos lo que se les debe como un argumento para el reconocimiento de los derechos
inherentes o históricos de los pueblos indígenas contrasta fuertemente con los
argumentos que invocan la protección de los que están más vulnerables en el
proceso de desarrollo o los argumentos basados en el bien común que
instrumentalizan la diversidad cultural como una manera de proteger la biodiversidad.
Además, aun cuando el pensamiento político liberal quizá se encamine hasta cierto punto
hacia el reconocimiento de la comunidad como un contexto para el goce de los derechos,
está renuente -cuando no simplemente hostil- ante todo reclamo basado en los argumentos
de los derechos históricos o de la supervivencia cultural.
Está
claro que la supervivencia cultural no significa la simple reproducción de la tradición
y, por lo tanto, el derecho a la supervivencia cultural no puede ser descartado
simplemente por el argumento de que implica la protección de ciertas culturas como si
fuesen especies en peligro de extinción. Tampoco puede concebirse sencillamente el
funcionamiento de los usos y costumbres legales y políticos para descartarlo mediante el
argumento de que implica la imposición de restricciones internas sobre sus miembros en la
ausencia de las cuales una cultura no viable pronto desvanecería. La movilización como
pueblo indígena für sich (por sí) implica la
reflexividad; además, el reclamo de la autodeterminación no sugiere tanto una eterna estasis conservacionista como el deseo de los
pueblos indígenas de una transformación selectiva de sus culturas de acuerdo con su
propia normatividad y reglas. El reconocimiento del pluriculturalismo y de la
multietnicidad en las constituciones de América Latina encierra precisamente el derecho
de hacer eso.
Con
o sin los pueblos indígenas, la reforma y la reconfiguración de los Estados
latinoamericanos es un proceso continuo impulsado por los requerimientos del ajuste a un
cambiante orden global y la necesidad de la relegitimación del Estado mediante los
procesos de democratización y la búsqueda de un nuevo pacto social, entre otras cosas.
Si bien los resultados de este proceso no pueden simplemente pronosticarse, esta
reconfiguración implica claramente una desviación importante del modelo acostumbrado del
Estado-nación. Esto provee el contexto para el reconocimiento del pluralismo y del
consecuente acto de equilibrismo entre la participación indígena en el Estado y sus
instituciones por un lado, y el respecto para con la autonomía de las instituciones
indígenas por el otro.
Lo
que debe enfatizarse aquí es que el delicado equilibrio que requiere el pluralismo sólo
puede realizarse en un entorno profundamente democrático que conduce al diálogo
intercultural y a la responsabilidad mutua (accountability),
para así evitar el endurecimiento de las posturas y un deslizamiento hacia
fundamentalismos. Con relación a esto, debemos notar las limitaciones del legalismo en el
reconocimiento del pluriculturalismo y la multietnicidad. El derecho quizá sea un
instrumento pero no puede substituir a otros mecanismos. Cuando hablábamos del pluralismo
jurídico notamos que los sistemas indígenas son igualmente dignos de respeto. Esto no
implica un juicio acerca de su valor intrínseco, pues el valor de los sistemas no puede
establecerse por derecho o, como argumentarían los relativistas radicales, de manera a priori con base en el argumento de que todo
tiene el mismo valor.[24]
Al mismo tiempo debemos reconocer que carecemos de una norma simple y universalmente
acordada para tales juicios de valor y que es aquí donde entra el diálogo intercultural,
junto con las condiciones que lo facilitan, tales como la democracia, el respecto y la
dignidad en todas sus dimensiones.
El
reconocimiento de la pluralidad implica una reconceptualización de la esfera pública.[25]
En vez de una sola esfera pública, el reconocimiento de la pluralidad apunta hacia una
fragmentación en una diversidad de esferas públicas que funcionan de acuerdo con
distintos usos y costumbres. A la vez que sería ingenuo descontar el aspecto estratégico
de las luchas de los pueblos indígenas (¿y por qué no habrían de involucrarse en las
actividades instrumentales tales como la defensa de un espacio donde vivir?), sería
arrogante menospreciar la dimensión moral/ética y la crítica de los arreglos sociales
existentes. Por otro lado, el caso del fuete[26] en Colombia desencadenó
asimismo controversia y debate respecto de los derechos humanos en el interior del
movimiento indígena e intentos de desarrollar foros para indagar en las paradojas de
apelar a los derechos humanos por un lado y, por el otro, estar acusado de violarlos. De
manera semejante las mujeres indígenas pueden impugnar ciertos aspectos de su cultura sin
abandonar la defensa de una cultura propia. El desafío para un nuevo orden democrático
entonces es el de promover la responsabilidad mutua entre las esferas públicas como un
marco para el diálogo intercultural y la transformación reflexiva de las culturas
locales, regionales, nacionales y globales como resultado de la incidencia de
sociedades civiles locales, regionales, nacionales y globales, distintamente
configuradas. En este contexto la autonomía no constituye un aislamiento, sino una base
para la participación en la definición y conformación del emergente modelo
multicultural regional en que la autonomía puede ser gozada significativamente y
donde puede prosperar. Al mismo tiempo, esto quiere decir participar en debates acerca de
los modos de las políticas sociales, de desarrollo, de democracia, de justicia e
infundirlas con propuestas y valores articulados por los movimientos de los pueblos
indígenas.
[1]
Este artículo es una versión resumida del capítulo final del libro El reto de la diversidad: pueblos indígenas y reforma
del Estado en América Latina, editado por Willem Assies, Gemma van der Haar y André
Hoekema y publicado por El Colegio de Michoacán, Zamora, Mich., 1999. Edición
inglés: The Challenge of
Diversity; Indigenous Peoples and Reform of the State in Latin America,
Amsterdam: Thelathesis.
[2]
Van Cott, Donna Lee (2000): The Friendly Liquidation of the Past: The Politics of
Diversity in Latin America, Pittsburg: University of Pittsburgh Press El modelo
descrito por Van Cott consta de cinco elementos: el reconocimiento retórico de la
naturaleza multicultural de sus sociedades y de la existencia de los pueblos indígenas
como colectividades distintas y subestatales; el reconocimiento de la ley consuetudinaria
de los pueblos indígenas como ley pública oficial (protegido en los artículos 8-9 del
Convenio 169 de la OIT); los derechos colectivos en la propiedad protegida de la venta,
fragmentación o confiscación; el estatus o reconocimiento oficial de las lenguas
indígenas; y una garantía de educación bilingüe. En diferentes formas las nuevas
constituciones incluyen varios elementos de este modelo.
[3]
Véase Roche, Maurice. (1995): "Rethinking Citizenship and Social Movements: Themes
in Contemporary Sociology and Neoconservative Ideology." En: Maheu, Louis. (ed.):
Social Movements and Social Classes, the Future of
Collective Action, London, Thousand Oaks CA, New Delhi: Sage; Schild, Veronica.
(1998): "New Subjects of Rights? Women's Movements and the Construction of
Citizenship in the `New Democracies'." En: Alvarez, Sonia. E.,
Evelina Dagnino y Arturo Escobar (eds.): Cultures of
Politics, Politics of Culture; Re-visioning Latin American Social Movements, Boulder,
Oxford: Westview Press; Taylor, Lucy (1998): Citizenship,
Participation and Democracy; Changing Dynamics in Chile and Argentina, Houndmills,
London: MacMillan.
[4] Albert,
Bruce (1997): "Territorialité, ethnopolitique et dévelopement: à propos du
mouvement indien en Amazonie brésilienne". En: Cahiers
des Amériques Latines, no. 23
[5]
Partridge, William L., Jorge. E. Uquillas y Kathryn Johns (1996): Including the Excluded: Ethnodevelopment in Latin
America, Paper presented at the Anual World Bank Conference on Development in Latin
America and the Carribean, Bogotá, Colombia, June 30 - July 2, 1996.
[6]
La noción de reorganización étnica se refiere a formas de reorganización
en varias dimensiones -social, económica, política y cultural- que explican tanto la
persistencia como la transformación de la etnicidad y refleja la dialéctica entre la
identificación (voluntaria) y la adscripción (impuesta). Véase Joane Nagel
y C. Matthew Snipp (1993): Ethnic reorganization: American Indian social, economic,
political and cultural strategies for survival. En: Ethnic and Racial Studies, Vol. 16, no. 2.
[7]
El entusiasmo del Banco Mundial respecto de un cierto reconocimiento de la administración
de justicia indígena depende de la asimilación de la justicia indígena con el mecanismo
de la resolución alternativa de conflictos, desarrollada en Estados Unidos
como una medida para resolver rápidamente y de manera consensual casos tocantes, por
ejemplo, a los derechos del consumidor. En ese caso la resolución de conflictos es vista
como un servicio público que puede privatizarse. La jurisdicción indígena, en
contraste, no trata sólo de la resolución interna de conflictos que pudiera dejarse a
particulares sino implica también una dimensión de eficacia externa para
impedir la opresión, como en los casos de conflicto entre los derechos colectivos de los
pueblos indígenas y los derechos individuales nacionales (por ejemplo, los derechos de
propiedad). Véase Carlos Frederico Marés (1997): Los indios y sus derechos
invisibles en Magdalena Gómez (coord.): Derecho
Indígena, México D.F.: INI, AMNU.
[8]
Véase Rodolfo Stavenhagen (1994): "Indigenous Rights: Some Conceptual
Problems." En: Assies, Willem y André J. Hoekema (eds.): Indigenous Peoples' Experiences with Self-Government,
Copenhagen: IWGIA and University of Amsterdam.
[9]
Kymlicka, W. (1995): Multicultural Citizenship,
Oxford: Clarendon Press.
[10]
Kymlicka da el ejemplo del derecho colectivo a la tierra. En tanto medida de protección
deben asegurar la existencia continua del pueblo, pero esto restringe la posibilidad de
que los miembros individuales vendan sus tierras o las usen como una garantía para
créditos.
[11]
Los principales fallos son: ST-254 en 1994, ST-349 en 1996 y ST-523 en 1997. La
acción de tutela es un simple procedimiento judicial introducido por la
Constitución de 1991 mediante el cual se puede denunciar cualquier violación de los
derechos constitucionales.
[12]
Un aspecto notable de este caso es que implicó asimismo la cuestión del procedimiento.
El acusado alegó que no tuvo la oportunidad de defenderse en la reunión de la comunidad.
La Corte argumentó, sin embargo, que de acuerdo con la costumbre tanto el linaje paterno
de la víctima como el del acusado estuvieron presentes en la asamblea de la comunidad y
que todos estuvieron de acuerdo en la sentencia excepcional de veinte años de cárcel.
[13]
María Teresa Sierra (1997): "Esencialismo y
autonomía: paradojas de las reivindicaciones indígenas" en: Alteridades, Año 7, núm. 14.
[14]
Esto señala nuevamente el problema de la perspectiva de Kymlicka (1995) de que las
restricciones internas son ilegítimas por el argumento de que las concepciones del
bien deben estar abiertas a revisión, junto con la idea de que el cambio
cultural ocurre mediante las elecciones individuales. La deliberación colectiva respecto
del bien común de acuerdo con los usos y costumbres también
juega un papel en la evaluación y revisión de los usos y costumbres y de los derechos y
deberes que implican.
[15]
Magdalena M. Gómez Rivera (1995): "Las cuentas pendientes de la diversidad
jurídica. El caso de las expulsiones de indígenas por supuestos motivos religiosos en
Chiapas, México" en: Victoria Chenaut y María Teresa Sierra (coords.): Pueblos indígenas ante el derecho, México:
CIESAS, CEMCA.
[16]
Son bastante comunes los conflictos religiosos, frecuentemente enlazados con otras
tensiones. El acomodo y la reconciliación son posibles, sin embargo, como en el caso del
municipio de Totontepec en Oaxaca donde los evangelistas participan en los cargos civiles
mientras que, por otra parte, el día para la realización del tequio (el servicio
comunitario colectivo) fue cambiado de sábado a lunes. Véase David Recondo (1998): "Autonomía y dependencia en los
municipios de la región mixe de Oaxaca". Ponencia presentada en el Seminario
Inter-CIESAS de la Unidad Golfo, "Autonomía Indígena y Soberanía Nacional",
el 30 y 31 de marzo de 1998.
[17]
El sistema por medio del cual las autoridades a cargo seleccionan y nombran a sus
sucesores sin participación popular es impugnado por un nuevo énfasis en la
ratificación o elección directa por la asamblea de la comunidad. Aunque anteriormente el
prestigio y la acumulación de cargos y de riqueza fueron características importantes e
indicadores de legitimidad, ahora se enfatiza la elección popular como la fuente de ella.
Un cambio adicional es la creciente participación de las mujeres en las asambleas de
comunidad.
[18]
Véase Araceli Burguete Cal y Mayor (1998): "Poder local y autonomía indígena en
Chiapas: rebeliones comunitarias y luchas municipalistas" en: María Eugenia Reyes
Ramos, Reyna Moguel Viveros y Gemma van der Haar (coord.): Transformaciones Rurales en Chiapas, Mexico: UAM,
Colegio de la Frontera Sur.
[19]
Se debe notar que en español la palabra pueblo
significa a la vez etnia o nación (people) y aldea o
asentamiento, un rasgo semántico que a menudo se presta a confusiones y una
manipulación deliberada.
[20]
Véase David Booth, Suzanne Clisby y Charlotta Widmark (1997): Popular Participation;
Democratizing the State in Rural Bolivia, Stockholm: SIDA.
[21]
Véase Dominique Gallois, D. (1998): "Brasil, el caso de los Waiãpis" en: Derechos indígenas y conservación de la naturaleza,
Documento IWGIA No. 23, Copenhague: IWGIA.
[22]
Este requisito contradice la noción de que la autoidentificación sea el criterio
principal del reconocimiento de los pueblos indígenas y refleja la intención de negar
los derechos indígenas y hacer disponibles tierras altamente deseables.
[23]
Véase Lynn Stephen. (1997): "The Zapatista Opening: the Movement for Indigenous
Autonomy and State Discourses on Indigenous Rights in Mexico, 1970-1996" en: The Journal of Latin American Anthropology, Vol.
2., no. 2.
[24] Véase Charles Taylor (1994): Multiculturalism;
Examining the Politics of Recognition (Edited and introduced by Amy Gutman),
Princeton, New Jersey: Princeton University Press.
[25]
Véase Nancy Fraser (1992): "Rethinking the Public Sphere: a Contribution to the
Critique of Actually Existing Democracy" en: Calhoun, C. (ed.): Habermas and the Public Sphere, Cambridge MA: MIT
Press.
[26]
Varios indios páez, sospechosos de haber participado en un asesinato fueron expulsados de
su comunidad y sentenciados a varias cantidades de azote por el cabildo local. Ellos
invocaron la tutela y a final de cuentas la Corte Constitucional decidió que las
comunidades indígenas podían ordenar azotes en público y la expulsión de la comunidad
ya que la intención de los azotes no era de provocar un sufrimiento excesivo, sino más
bien la de purificar al infractor y restablecer la armonía de la comunidad.
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