Sincronía Invierno 2000


LECTURA SOCIOCRÍTICA DE EL DÍA SEÑALADO

Augusto Escobar-Mesa
aescobar@catios.udea.edu.co

Universidad de Antioquia


Siguiendo la idea de la teoría sociocrítica de Edmond Cros (1986) del texto como una estructura de doble faz, una independiente de la otra, abordamos el prólogo de la novela El día señalado(1) como parte de un conjunto que remite al todo y que de alguna manera lo contiene y lo explica. Mejía mismo nos da los elementos para proceder de tal manera cuando sostiene que:

La obra de uno hay que verla como una totalidad y cada parte de esa obra es una parte de ese aparente todo que es la obra de uno; de manera que no hay mucho divorcio entre una novela y un cuento y otros que se van escribiendo. Igual ocurre con la poesía. Todo es una unidad aparentemente dispersa. Podría pensarse que en las varias novelas y cuentos que he escrito son como capítulos de una obra total. Yo salgo de una obra y entro a otra sin que se pierda ese hilo interno comunicante. No hay desconcierto en esa búsqueda de la obra total, lo que hay es limitación. Ya me sé de memoria el recorrido. Son partes del mundo que he vivido, que he pensado, que he imaginado; entonces yo no me siento extraño, porque si salgo de aquí para allá, de El día señalado a Aire de tango y de esta para Tarde de verano y luego a La casa de las dos palmas, es la misma cosa, siendo distintas. En el fondo son aspectos afines del hombre bajo distintas cadenas. En el fondo hay una unidad en el destino del hombre y en la obra que ejecuta. Una obra se salva o se condena por sí misma (Escobar 1997:274–5).

Para contextualizar el análisis sociocrítico, se reconstruirá brevemente la historia de dicho prólogo al igual que la del texto completo para observar el punto de anclaje del uno en la otra y detenernos luego en una serie de signos ––series semióticas indiciales– cuya articulación abre el espacio a la segunda faz que permitirá, a su vez, llevar a la construcción de una "semántica textual específica" (Cros 1986:123–130) o nueva, por los efectos que padece en el proceso de su reconstitución. Al deconstruirse en el análisis en el primer volumen, deja traslucir ciertos espacios de conflicto –signos aglutinantes evocadores– que a su vez remiten a estructuras más profundas y a prácticas discursivas subyacentes –formaciones sociales– generadoras de sentido (ideosemas). En términos de visión de campo significativa e imagen del mundo tentativa que deja entrever el texto podría decirse que, y siguiendo la idea que el universo socio–cultural – su pretextualidad y prediscursividad (Cros 1986: 68-72)– que precede a la génesis y estructuración del texto, "moldea" la forma de éste, que a su vez codifica a aquél (lo representa) al tomar distancia y recodificarse de manera progresiva (resemantizándose); así la nueva forma (autoengendradora) propicia nuevos ámbitos de significación y muestra su relativa autonomía en relación con realidades que motivaron dicho universo y con la subyacente intencionalidad autorial. Es decir, mediante el análisis sociocrítico –por un proceso de deconstrucción textual– podemos observar que la novela el DS dice mucho más de lo que el escritor supuso conscientemente y que la crítica ha mostrado hasta el presente.

En el primer tejido de la novela de los varios tejidos que la urden, nos encontramos con el prólogo, objeto de esta reflexión, que corresponde al primero, ya que la novela está compuesta por tres, uno para cada una de las tres partes que la integran. Un narrador omnisciente abre la historia del prólogo y relata la vida de protagonista José Miguel Pérez: niño huérfano que lleva una vida anónima, sin trascendencia, mísera, igual que su madre, quien ve morir a su hijo, muy joven, víctima de la intolerancia oficial. El protagonista sacrifica su vida por un ideal de libertad cifrado en un caballo alazán en medio del conflicto entre dos sectores antagónicos, representados de un lado, por una resistencia campesina de origen político impreciso y, del otro, por fuerzas represivas del Estado –también de origen campesino– apoyadas por un alcalde militar y un cura viejo y tradicional, ambos de filiación política conservadora, régimen imperante en el momento. A pesar de la prescripción de la ley de no enterrar en campo santo a José Miguel Pérez por su origen "supuestamente" guerrillero y por ende, ateo, los amigos desafían tal prohibición y, con ello, el sistema de represión vigente. Así se abre –apenas insinuada en el prólogo, pero sí observada en ciertos detalles de las historias ejes– la vía a la desobediencia y resistencia civil. Con el desafío a la ley impuesta por el cura y el alcalde, se pone en evidencia el mito soflocliano, el de una Antígona solidaria ante una draconiana ley.

Aunque la historia del primer prólogo se cierra sobre sí misma al conservar unidad temática y formal, algunos personajes y temas guardan afinidad con la diégesis de la novela en general, en la medida en que en ésta el protagonista es también un ser anónimo que crece al lado de su madre, ambos abandonados de un hombre que prometió volver y nunca lo hizo, asediados por la pobreza y el odio frente a la palabra incumplida. Como José Miguel, el protagonista de la novela aprende a trabajar, pero no para comprar un caballo y vagar libremente como José Miguel, sino para dominar el bravo oficio de los gallos de pelea, salir en busca del padre y vengar el doble olvido, porque como él mismo señala, desde niño lo despertaban el canto de los gallos, entre ellos creció y ellos le "fueron enseñando el camino del hombre" (23). Era una marca indeleble "como los gallos que nacen para matar o para morir peleando" (24). Su postura contra su padre, hoy gamonal de Tambo, es también una reacción indirecta contra una tríada de poder expoliador conformado en ese pueblo mítico por, además del cacique dictatorial, por el militar represivo y el anciano representante de la Iglesia, y a favor, aunque no expresado explícitamente, por una insurgencia popular que actúa por reacción y contra todo tipo de opresión. Los dos personajes protagonistas, el del primer prólogo y el de la novela, rechazan la violencia de donde viniere (2). José Miguel muere cuando intenta recuperar su caballo, que representa todo para él. El forastero se enfrenta con su gallo al homólogo del padre en un duelo a muerte para recuperar la vida perdida por años de odio visceral. Paralela a esta acción, la guerrilla baja del páramo, se toma el pueblo de Tambo que festeja su llegada. Es su "día de feria. El de las grandes riñas. El día de Aguilán" (160) y de la derrota del gallo del gamonal dictador y la muerte del capitán represor y de sus soldados. Por eso, mientras los gritos de júbilo recorren la gallera, el sargento agonizante oye "¡Vivas! entre el retumbar de los cohetes y […]tambores, los pasos cada vez más cercanos de los guerrilleros y el cloqueo de un gallo en derrota" (239,240).

En una y otra historia campea la violencia y, con ella, su sombra mayor, la muerte y el terror que es peor que ésta, porque al principio en Tambo

fue el miedo concreto al matón, a la pandilla, al Ejército, a los guerrilleros. Pero cuando estas cosas dejaron de ser ellas mismas por haberse multifurcado, el miedo se convirtió en angustia: era ya el temor ante cosas cuya causa desconocían y cuyo remedio no estaba en sus manos. Al comienzo aquel miedo despertó cierta desesperada vitalidad que se manifestó en la lucha; después el sentimiento de la derrota convirtió el terror en indiferencia hasta llegar al cinismo. Y la violencia que de ahí siguió no fue otra cosa que la extrema manifestación del miedo, de parte y parte (20-21).

Tambo es una comunidad al borde del abismo, de la disolución porque hasta el último resorte, el moral, "se ha reventado" (21). Lo de allí es la historia de un pueblo sin salida distinta a la abulia y al resentimiento. Allí no hay posibilidad de futuro mientras subsista la intolerancia política y moral, la pérdida de credibilidad en la palabra y tanta inequidad. En Tambo, sus habitantes llevan "una vida infrahumana" (97); son seres "castrados y mutilados" (99). En realidad es un mundo de "cadáveres dentro y fuera" (192).

Los tres prólogos (3) que preceden a las tres grandes partes estructurantes de la novela gravitan sobre dos grandes ejes: A y B, y éstos, a su vez, sobre un anclaje aglutinador y autogenerador de sentido: el duelo de dos hombres encadenados a dos sentimientos encontrados: odio y olvido. En el eje A se narran las historias cruzadas de los protagonistas de la vida de Tambo: del cura Barrios, del gamonal Heraclio Chútez y las largas conversaciones entre éste y el cura, del Manco, del capitán, de Otilia, del alfarero, de Don Jacinto, de los guerrilleros Antonio Roble y Pedro Canales y de tantos otros personajes secundarios. El B se centra en la vida del forastero que pasa media vida buscando a un hombre para matarlo por haber faltado a su palabra. Sobre esa ausencia, el protagonista jura de niño que el día señalado se verá a su padre

frente a frente, y morirá […] En ocasiones luchaba por resignarme a oír a mi madre hablar de cuando el forastero le entregó el gallo y le dijo: –‘Es de la mejor cuerda, volveré...’. Pero detrás mi sombra decía: –‘Hay que encontrarlo’. Porque al formarme en el odio tuve que aceptar el engranaje y vivir en mí como en casa ajena. Por lo menos esto había llegado a comprender: debía recorrer mi pesadilla, hundirme en cada hora como en el barro, llenar este espacio para el grito. Y lo llené con odio desde que oí cantar los gallos, desde que vi a mi madre echarles maíz como si se desgranara, desde que me hice vaquero. Por eso cuando dijeron: ‘Irán los grandes apostaderos a las Ferias de Tambo’, con una alegría cansada agarré camino, el gallo bajo mi poncho veranero, entre el cinturón y mi piel el cuchillo para el que un día prometió mentirosamente:

–‘Dejo el Cuatroplumas en prueba de que volveré.’

Porque desde esa promesa mi madre no tuvo otra vida que la de Aguilán. Meses, años de diálogo sin objeto:

–¿No oyes zumbar la candela?

–Sí, madre, zumban los leños en el fogón.

–¿No te lo dije? Es señal de que vendrá. –Y descolgaba las espuelas del muro. Yo alzaba la voz al verla tan ingenua:

–Nadie llegará, madre. Estamos solos. ¡Solos!

Y nadie llegaría.

Comíamos pan duro, comíamos silencios duros con la sopa sobre un mantel de cuadros amarillos y rojos, remendado una y cien veces junto a la ventana. Nunca la ausencia de aquel hombre dejó de llenar el rancho" (24–25).

Pero ¿cuál es la función del prólogo desde una perspectiva semiótica? Veámoslo de una manera más precisa:

Es, según lo define el diccionario Vox: 1. Lo que precede al discurso o el escrito antepuesto al cuerpo de la obra en un libro. Si en este caso consideramos como discurso la novela por ser una unidad múltiple, imbricada y abierta en el ámbito discursivo y del sentido, el prólogo inaugura el texto, mas no es él ni le pertenece directamente, porque es restrictivo tanto en el plano discursivo como en el narrativo y de sentido. Si fuéramos a traducir lo anterior en cuanto al funcionamiento textual, él sólo introduce la primera parte de la novela de tres que la componen. Es un en–sí, ya que no depende sino de él para tener sentido. Él es el sentido en su unidad totalizante. Es decir, como cuento, es una construcción independiente, amén de haber sido construida antes. Podría hablarse de un valor agregado, porque si bien enuncia lo que viene a posteriori, esto último no depende de lo primero, aunque por su reiteración, se torna altamente significativo y fortalece la organicidad de la trama.

2. Es un discurso que solía preceder al poema dramático y se recitaba ante el público. En el caso particular de la novela, funciona a modo de advertencia al lector anunciándole que aquella historia simple del campesino José Miguel Pérez, es apenas una manifestación aparencial de lo que en verdad está sucediendo o sucederá: es un "rumor de la muerte" (227) que no cesa y que llegará y rodeará ineluctablemente a Tambo. La vida de José Miguel es contada a manera de un relato oral decimonónico por la continuidad cronológica de la narración, la plasticidad de las imágenes y por los recursos narratológicos tradicionales utilizados, pero resulta siendo novedoso este prólogo en su interdisposición en la novela que rompe el canon tradicional. La muerte del protagonista cierra la historia y la hace independiente de la narración central a posteriori; sin embargo, en el plano diegético es una historia que se muestra como una sombra, como el recuerdo proyectado de una anhelada libertad puesta en entredicho. Este prólogo cumple pues la función de discurso previo al texto en sí y guarda las características de los textos coloquiales propios de la tradición oral, bien conocidos y empleados por el autor en muchas de sus obras narrativas y en sus décimas populares (4).

3. Se lo entiende como la primera parte de algunas obras dramáticas y novelas, en la cual se representa una acción de que es consecuencia la principal que se desarrolla después. Los hechos que se dan en el primer prólogo anuncian, con una omnisciencia reveladora y visionaria algunos de los temas de la novela. A pesar de ser parte de una construcción dada, es tejido traslúcido porque deja ver el conflicto pendular vida-muerte en su punto de equilibrio, aunque en el prólogo la muerte se impone sobre la vida, la presencia ausente de José Miguel Pérez será vital para sus amigos que no permitirán el olvido y la novela es clara en este sentido. De ahí pues la pertinencia significativa del prólogo y el universo narratológico y referencial sobre el cual se funda: el carácter decidido del joven que se asimila al del protagonista de la novela, la fijación en un objeto de deseo que afirmará un destino inapelable, el ambiente enrarecido por la intolerancia política y religiosa, el esbozo de personalidad de algunos personajes secundarios que tendrán su cabal desarrollo en la novela (Marta, el amigo de José Miguel, el Manco, y, particularmente, la violencia), la dialogicidad discursiva desde la cual se puede reconstruir las acciones, conductas y formas de pensar de los actores participantes, y por ende, una manera de percibir el mundo. También remite a algunos elementos en el plano simbólico altamente significativos, como por ejemplo: la cruz, el páramo y el caballo (en el prólogo). Este último será sustituido en la novela por la imagen del gallo. Igualmente se alude a temas que no se volverán a mencionar ni explícita ni implícitamente en la novela, como 1936 y 1960 (5), y la educación que, bajo cierto grado de mimetización, permiten reconstruir uno o varios trazados socio–ideológicos, los mismos que llevan a detectar determinados enclaves textuales significativos.

El destino trágico, fundado en desafiar las formas de muerte que impiden la realización de la libertad individual, marca el inicio de la novela con aquella sentencia del protagonista de que "alguien torció nuestro camino, nosotros torceríamos el de alguien con o sin culpa" (24), y también cuando al final sostiene con un dejo amargo luego de haber derrotado al padre: "son torcidos todos los caminos que andamos" (257). Ese destino se proyecta con un nuevo y acendrado matiz en el resto de la novela: la culpa. Ese obstáculo insalvable que agosta e impide finalmente el deseo de liberación ante tal lastre metafísico, que en la mayoría de los personajes es de absoluta concreción como por ejemplo en Otilia que, doblegada por los remordimientos, reprocha a su amante guerrillero Pedro Canales su postura crítica ante la religión y la culpa: "¿No hables del terror de la conciencia?". Se refiere ella a la conciencia culposa por el pecado debido la vida libertina (de prostituta) que ha llevado y que quiere cambiar. No se deja esperar una respuesta escéptica y desacralizante de Pedro Canales: "cuando la conciencia interviene, la vida se nos desbarata" (253).

4. Finalmente el prólogo sirve como exordio o principio para ejecutar una cosa. En el incipit(6) –primer prólogo– se inicia la realización del texto al ponerse de manifiesto y en juego los recursos semióticos, retóricos, estilísticos, estéticos y semánticos textuales. Al interactuar todos ellos y por su propia dinamicidad interna, van definiendo la naturaleza de su reconstrucción, es decir, se entretejen y muestran una imagen que, aunque aparencial, es altamente significativa. La puesta en discurso de los primeros enunciados pre y paratextuales en función de los subsiguientes elementos compositivos textuales, pone en sobreaviso sobre el mecanismo regulador (articuladores) del conjunto de componentes semióticos y semánticos que interactúan acompasadamente y que son en parte independientes de una voluntad consciente autorial. Además, esos elementos, y sobre todo sus articuladores, autogeneran un universo formal y mental que tienen la virtualidad de ejecutarse y re–ejecutarse –realizarse– cada vez que un lector acciona ese mecanismo inicial inscrito en esos primeros elementos enunciativos del texto, en este caso, el prólogo, o cualquier inserto en la compleja red textual. El prólogo, como componente indicial textual, obliga a quien quiera ejecutarlo, a la manera de una composición musical, poner a disposición todas sus competencias y acervo, es decir, es el lector quien acciona el mecanismo y con ello pone a prueba todos aquellas competencias. Extremando la idea, no se lee impunemente, porque no existe vacío de experiencia humana.

¿De qué nos habla ese prólogo? Es la historia de una vida breve, la de un muchacho de pueblo y de su madre, lavandera por oficio. La vida cambia para José Miguel en el momento en que aun siendo niño monta en un caballo alazán que había traído unos gitanos llegados al pueblo. Desde ese momento el caballo se convierte en un deseo que no ceja, a pesar de su pobreza. Como cualquier habitante de pueblo (Tambo), lugar aislado, de escaso desarrollo, sin ninguna división del trabajo, manejado por fuerzas caciquiles, llámese jefe político, jefe militar, gamonal, cura, o todos ellos en conjunto, José Miguel es un ser abandonado por un padre que nunca conoció. Su vida es de sobrevivencia porque no importa a nadie, y como dice el narrador: "a toda hora tuvo que nacer y morir un poco, sin darse cuenta" (7). La madre es también otro ser olvidado y víctima de un hombre que un día la poseyó y prometió volver, pero nunca lo hizo. Para José Miguel, en sus 24 años, más importante que "ser alguna cosa" educándose, como quería su madre, es tener un caballo para andar libre por los montes y poblados. Esa fue su única rebeldía. Con el caballo y la guitarra podía ser más que "una cosa" (7) como su madre deseaba. José Miguel compra por fin el caballo y logra su anhelada libertad. Pero un día llega al pueblo un grupo de soldados en busca de reservistas para atacar a la guerrilla del páramo. José Miguel, enemigo de la violencia, se esconde, más no puede ocultar su caballo que la soldadesca lo lleva al páramo. El joven, a pesar del peligro que representa, arriesga su vida por recuperar el animal. Huyendo en su alazán lo matan y es expuesto su cadáver en el pueblo junto con el de otros campesinos como un guerrillero más. Para escarmiento y sin atender los ruegos de la madre – el alcalde y cura consideran a José Miguel un subversivo y enemigo de la religión–, el cuerpo del joven es enterrado en un muladar. En la noche, a la manera de Antígona, los amigos rescatan el cadáver y lo entierran en campo santo (7). En el resto de la novela, mientras su madre continua lavando ropas en el río como tantas otras madres que han visto a sus hijos y hombres morir o emigrar víctimas de la violencia cruel "porque Tambo era un pueblo sin hombres" (162) (8), la memoria del joven seguirá viva en Marta, en el Manco, en don Jacinto y en todas las gentes buenas del pueblo, como un signo inequívoco de que los espíritus libres no se sujetan a los vaivenes de la política ni a la medida del tiempo. "Nadie como José Miguel volverá a tocar la guitarra" (56), porque no hay manera de recuperar el tiempo tranquilo del pasado: "antes había palomas en las calles, se oía la guitarra de José Miguel" (214). Hoy se vive de la nostalgia cuando el resquemor deja algún resquicio. El aire enrarecido por las amenazas del volcán, de la guerrilla del páramo, de la soldadesca represora, del gamonalismo dictatorial impide cualquier asomo de esperanza.

En el prólogo inicial se observa un juego de varios componentes formales y semánticos determinados por un conjunto de indicios que le son inherentes y que apuntan a configurar un orden representativo particular, aunque de manifestación diversa. Veamos el orden más inmediato, el formal: el prólogo hace parte de un trayecto narrativo articulado de manera múltiple ya que la novela consta de 31 capítulos divididos en tres partes. La primera, de la cual participa el prólogo y funciona como una introito a la manera clásica, tiene once capítulos; la segunda y tercera, constan de diez capítulos; a su vez, cada parte consta de un prólogo que, aunque remiten indirectamente al texto en cuanto a la temática o la presencia de algún personaje, son autónomos. Estos prólogos funcionan, tal como el escritor los concibió inicialmente, como cuentos que fueron escritos tiempo atrás y que de alguna manera son autogeneradores del texto base (la novela) al hacer parte de su génesis. En ellos se observan algunas reflexiones sobre la violencia, pero la restricción del género (ser cuentos), limita su desarrollo. Parodiando la idea de la reducción semántica en el texto, estos intra relatos enuncian (contenida) parte de la violencia múltiple que se dará luego en la novela.

La novela se abre con un primer prólogo que es a la vez el cuento "Aquí yace alguien" (9) publicado en 1959. El segundo prólogo remite a un cuento inédito titulado "Violencia", escrito presumiblemente en el mismo año (10). El tercer prólogo, con ligeras variaciones, es el mismo cuento "Las manos en el rostro", escrito también en 1959 (11). Pero esta forma sistemática de organización tripartita en la que una de las partes, la inicial, es un poco más grande que las otras dos iguales, podría remitirnos hipotéticamente al símbolo de la cruz. A su vez la novela está estructurada por dos grandes ejes temáticos y textuales (¿otra forma de cruz?) que llamaremos A y B y que posteriormente se explicará la razón de ser textual y discursiva. Pero esta unidad sistémica pareciera romperse –aunque mantiene la unidad temática y aún formal– con la incorporación de micro y macro relatos satelitales como "Miedo" (12) que va integrado al capítulo 28 o "El gallo rojo", escrito en Medellín en 1959 (13), y que conforma el eje B de la novela. Tendríamos así cinco cuentos escritos desde 1956 y 1959 que harán parte de la novela cuya primera versión definitiva, previa a la del Nadal (1964), es de 1960, es decir, que media cinco años de gestación y progresivas reconstrucciones textuales hasta lograr una unidad estructural novedosa por la conjunción e interacción de tantos y diversos elementos compositivos.

A esta unidad formal le sigue un universo semántico que abre el texto a diversas lecturas desde el ámbito pre e intertextual y desde los discursos dominantes de la época. La cruz es el primer elemento constitutivo y de gran fuerza simbólica que abre el prólogo y será determinante en la estructuración del texto como urdimbre formal y discursiva. Se nota esto en la construcción de la novela compuesta de tres partes articuladas entre sí por dos ejes narrativos que guardan cierta simetría y corresponden a la historia de dos vidas que se cruzan al final con el encuentro de los dos personajes protagonistas de cada uno de los ejes A y B; sin embargo, algunos hechos y personajes y el mismo espacio aparecen en los dos ejes y pasan de uno a otro sin preámbulos como partes de un mismo umbral. Son dos ejes narrativos que remiten de alguna manera a una imagen de la cruz. Mientras la historia B que cruza todo el texto y lo sostiene –aunque de menor extensión–, correspondería al eje horizontal, el de los brazos extendidos, es decir, la pasión que padece el forastero en sus 24 años de vida –la misma edad de José Miguel Pérez cuando muere baleado–, el eje A o vertical corresponde al entorno mísero de Tambo y de sus habitantes que se encuentran al borde del desamparo absoluto porque allí "nada funciona" (192), "ni una hoja se mueve, ni un pájaro, ni una nube de lluvia" (132); "tambo está corrompido" y "hasta el tiempo que vivimos" (185); es una tierra de nadie con olor a "cosas en descomposición, de pantanos que se desecan, de animales muertos" (21). Para el cura Barrios: "Tambo es el pueblo más deprimente que conozco. El más miserable... el más aterrado" (129). Esta atmósfera disolutiva acentúa más el drama del personaje protagonista, porque llega a un lugar donde no hay asidero para su espíritu deteriorado. Tambo, sometido al fuego cruzado de fuerzas en contienda, es "la antesala del infierno" (129) a donde acude el forastero para saciar su rencor, pero antes debe padecer la doble muerte simbólica, la de su padre y la suya en el momento del duelo: "Yo sentía en mí los picotazos de Buenavida, en el Cojo los espolones de Aguilán [...] Yo también tenía miedo de imaginar que dentro de segundos él yacería entre los brincos finales de los gallos, que mi mano limpiaría la sangre del cuchillo en las plumas rojas de Aguilán, en sus cuatro plumas negras" (256,257).

En el desarrollo formal de la diégesis, los dos grandes ejes se cruzan el día anunciado que, en el plano de la enunciación, corresponden al capítulo 23 de la tercera parte de la novela cuando los dos protagonistas se enfrentan en la gallera. El Cojo, personaje central del eje A se integra al eje B, espacio del hijo, y ambos en adelante (capítulos 25,27,29,31) deberán asumir con dolor el reproche de un olvido, el "rencor vivo" que agotó el espíritu. De nuevo el símbolo cristiano reorganiza el universo formal y temático. En el ámbito semántico, en el capítulo 22 se da el último encuentro entre el gamonal y el cura en el que uno y otro confrontan puntos de vista sobre la religión, sobre la vida social y sobre la conducta del Cojo en el pueblo. Pareciera un largo proceso de expiación. Antes de enfrentar al hijo, el Cojo, a pesar de su postura verbal agresiva, se redescubre ante el cura a la manera de una larga confesión, desarrollada en los capítulos 9,16,18, 22. El gamonal Chútez que había contribuido al "envilecimiento de Tambo, al estado de zozobra en la región" (158), parece ahora asumir la derrota social antes de sufrir la derrota física y sobre todo moral ante el hijo. En el capítulo 22 cede finalmente la loma que tanto le había solicitado el cura para ser sembrada de árboles por las gentes del pueblo; además, era el único terreno que el gamonal había ganado "trabajando honradamente" (135) y sobre el único que podría venir su reivindicación al transformarse aquel espacio yermo en un lugar fresco y lleno de vida. También en este capítulo se conoce la causa de la muerte de Juancho Lopera a manos del gamonal Chútez; oscura historia que siempre había estado elidida. El mismo Cojo justifica –¿otra confesión?– que esa muerte fue en legítima defensa ante la traición de Juancho Lopera. Doble pasión se inicia pues en el capítulo 23 entre dos seres que, paralelos, han sido vidas escindidas y solitarias, a pesar del poder que representaban, particularmente en la fuerza invencible de sus gallos. Pero no es sólo estas las únicas pasiones vivida, el cura también debe asumir con sacrificio la misión encomendada en aquel curato "olvidado de Dios" (18) Su presencia allí, nada voluntaria, había sido un "castigo de la Jerarquía" como consecuencia de las acusaciones, en la anterior parroquia, "de políticos, de militares, de señoras" beatas (18). Ahora debía emprender en Tambo un camino de pasión ante aquellas fuerzas oscuras de poder y de presión tan disociantes, porque no sólo era un pueblo sometido a las amenazas del cacique político, de las beatas, de la guerrilla, del Ejército, sino también de la naturaleza (el volcán) y de sus gentes, que se habían convertido en seres "indigentes con odio y terror, sin ganas de vivir ni de morir" (18). El cura será otra "víctima" (54), otro Cristo crucificado en aquel pequeño infierno que por su misma "pequeñez invita a la hipocresía, extorsión, incesto, delaciones" (42).

La imagen de la cruz será, empero, la representación, no ya simbólica, sino material de Tambo. Su distribución urbanística remitirá a ese símbolo, porque antes lo ha sido en su historia y forma de vida de sus habitantes. Al cura le habían dicho que aquel lugar era "un sitio caliente" donde "la pereza y la inmovilidad de las cosas parecían hechas con desgano por algún moribundo" (37). Es un universo de "seres caídos" (258), "llagados" (146), donde el mal –en el sentido cristiano– se hace extensivo a todos, porque "todos somos culpables" (96). Por eso la percepción del cura a la llegada de tambo era la de "un pueblo desolado, con cara de cementerio" (95), al acecho de un volcán y un páramo que le "recordaba una cruz caída" (37). Misma imagen que volverá cuando, ubicado en los altos de la casa del alfarero y antes de que comience la reforestación del lugar, observa a un pueblo remedando "una cruz caída" (141). Cruz que todos deben cargar y padecer hasta el final del texto en el que el clímax de las acciones revertirán el orden (el caos social y existencial) precedente. La siembra de pencas, árboles y semillas por doquier cambiarán la faz del sitio. El estado de cruz irá progresivamente desapareciendo porque no habrá sino una única imagen: una réplica de paraíso con "árboles y flores en todas las tierras de Tambo" (133).

Estas representaciones simbólicas de la cruz y de la pasión abren a otras mediaciones y a la vez a espacios de contradicción, porque el texto va más allá de lo que desde la propia praxis manifiesta el escritor (14). Nos referimos en particular a que Mejía no logra sustraerse al peso de una mentalidad religiosa católica como un práctica socio–ideológica y discursiva dominante en la primera mitad el siglo XX, cuyo peso es enorme en la representación cultural antioqueña, la más conservadora del país. Mentalidad acendrada por algunos sentimientos ambivalentes y culposos ("casi todo es pecado") que como lastre doblegan e inciden en la conducta de los individuos y de la sociedad. A pesar del permanente cuestionamiento de Mejía a esa estructura cultural religiosa alienante y que se puede entrever en algunas de sus afirmaciones, no logra desasirse del peso de lo religioso. Y así llame al cristianismo una "religión de pan llevar" (43) que todos manosean y utilizan como un supuesto solucionador de todos los problemas, un deux ex machina (15), en él se da una pelea permanente entre Dios y el Diablo, y aunque este último sale siempre fortalecido, su actitud es –similar a la del Cojo ante el cura– de reclamo por un Dios "ausente", "indiferente" (186) (16), deshumanizado, que somete al hombre al suplicio metafísico de un supuesto más allá placentero, previa vida de sufrimientos y absoluta agonía (17):

El dios nuestro, afirma Mejía, era un diablo... Él era el que no perdonaba. En cambio el diablo estaba con uno al amar, al vivir; le ayudaba en todo. El cielo cristiano que pintan muchos obispos no es distinto al infierno: está lleno de carencias, es triste. El infierno es vida [...] Admiro al diablo porque se rebeló. Preguntó por la sabiduría, buscó un camino... Se la jugó a Dios y se creó su reino... Al infierno llegaron los grandes: Voltaire, Rimbaud. Los santos más grandes, como San Pablo, San Agustín, Santo Tomás de Aquino, se fueron para el infierno, porque ese es el camino de la pregunta, de la desesperación. El mal también tiene su santidad... No me quiero quedar en el cielo que nos han pintado, mejor será condenarse o quedarse vagando por ahí" (Escobar 1997:102).

También es constatable las encontradas posturas frente a lo religioso en la actitud asumida por algunos personajes. Por ejemplo, desde la perspectiva del narrador la religión es, para Otilia, un fardo de naturaleza trágica difícilmente redimible por el sufrimiento. Debe ella purgar el resto de vida que le queda ahora que "las dudas" (166) se habían interpuesto, luego de una vida de prostituta del pasado. Aunque voluntariamente hubiera escogido esa opción de vida como una "agradable aventura", ahora la aplastaba "el remordimiento, y el dolor del pecado apenas alcanzaba al pago por el estremecido placer de la caída" (164).

El cura explica ese estado del alma como un acto de "expiación" (72). El remordimiento funciona como acto catártico que permite sobrellevar esta vida peregrina y de congojas tal como señala el mandato cristiano. Sin embargo, para un hombre no cristiano como el gamonal, y es aquí donde opera la denegación, el remordimiento es "un sentimiento enfermizo" (72), irracional y a contravía de la naturaleza. Para el narrador, el caso más paradigmático de la culpa es el de Otilia. Por un lado, su padecimiento –expresado verbalmente o bajo la mediación del narrador– alcanza una dimensión de ascesis por el estado de autoflagelación. El sufrimiento se ontologiza. Con la conciencia de culpa, por primera vez Otilia se da cuenta de que "existía porque estaba sufriendo" (214). Se reivierte el principio existencial de vivir, luego existir. Aquí la pena antecede a la existencia: sufro, luego existo (¿referencia a una culpa original?). En la perspectiva de la mística española y latinoamericana (Sor Juana Inés de la Cruz, Josefa del Castillo), Otilia es un ser que se realiza en el dolor para alcanzar el perdón y la redención y hasta la presumible comunicación con lo esencial. Al ver al alfarero en actitud reposada y contemplativa, ella ya no "necesitó palabras para la comunicación suprema" (250).

Pero por otro lado, se da otro discurso que problematiza y contradice aquél. Otilia es víctima de fuerzas superiores a las suyas; no es dueña de su voluntad. Luego, ese estado de enajenación implica que las representaciones socio–ideológicas que determinan su accionar observen un carácter alienante porque impiden la realización de ella como sujeto de sí. Se produce así una cierta reificación al estar sometida a un destino superior enajenador. Sus horas de renuncia se hacen "años de reclusión" (166). Ella desea "degradarse en expiación, refregarse la realidad de sus entregas al Cojo Chútez, a los ganaderos, al sargento Mataya" (167). Su conversión, en vez de reivindicarla como ser humano, la hace avergonzar (251), sentirse degenerada y corrupta (253): "por primera vez tuvo la sensación de que el pecado era castigo de sí mism[a]" (169). Para el gamonal, en cambio, nada es más humillante al hombre que esta condición culposa, que esa vida de sufrimiento por el remordimiento, que ese estado de infierno que el hombre debe padecer por creer en metafísicas ilusas, en un más allá. En su opinión, el infierno no es más que "la eternidad de nuestros errores..., la impotencia irremediable para rectificar, para rehacer, para castigar o recompensar... La certidumbre de que pudimos burlar el destino, y no lo burlamos. El sentimiento de la fatalidad implacable" (76). Cuestiona pues una y repetidamente el olvido del hombre por Dios. De otra manera el mundo no sería tan imperfecto. Y si se admitiera su existencia, entonces, ante tanta desidia por el mal extendido, Dios sería "el Gran Indiferente" que crea el universo, se cansa y luego echa "a rodar el mundo" antes de retirarse "a su infinita cura de reposo" (186). No puede admitir que Dios también esté en él como lo sugiere el cura, porque de ser así, serían "divinos [sus] actos perversos" (186). Aún más, aceptando que hubiera un Dios, es más fácil para el hombre llegar a conocerlo, que Dios conocer al hombre. Es enfático en ello al afirmar que: "Dios jamás llegará a conocernos. Menos aún a comprendernos" (187). Tal lógica pone en jaque al cura que no halla la manera de desmontar la postura materialista de Heraclio Chútez. No contento con ello, el gamonal ridiculiza el fundamento de la redención cristiana por el sacrificio y la resignación:

‘–¡Valiente remedio el de la resignación cristiana!’. –‘¿El amor de un cristiano puede llegar hasta condenarse en el infierno por otro? ¿Aceptaría Dios tal sacrificio?’. –‘¿Y qué opina del aburrimiento de Dios antes de crear el mundo?’. Entendió que don Heraclio en cierto modo estaba orgulloso de haber conseguido que Dios fracasara con su alma. –‘¡No pudo conmigo!, parecía decirse zumbonamente. –Luego soy más fuerte que Él: por lo menos en el mal lo derroto; y si no puede competir conmigo, ¿cómo se llama todopoderoso?’ (187).

Con respecto a la manera de asumir la vida, no sólo se observa en el texto una explicación religiosa y trágica, sino también una tercera vía que llamaremos pragmática, propia de la mentalidad emprendedora antioqueña y representada en las acciones llevadas a cabo por el cura a su llegada a Tambo. En un medio sometido al total abandono, no queda otra opción para un hombre de origen campesino y denodado como lo es el cura que iniciar la tarea de reforestar el lugar hasta hacer de esto una actividad económica que cambie la mentalidad abúlica de sus gentes. Es un hombre al que le preocupa "más los cuerpos que las almas" (43). Cree que "la obsesión por la vida eterna nos ha hecho olvidar que el hombre tiene aquí una vida, pasajera, pero que es su vida, su única vida terrena... Hasta para el ejercicio de la virtud se requiere de un mínimo de bienestar económico" (44). Por eso el anterior párroco, cura tradicional, conservador en extremo, ajeno por completo con la manera de ser de las gentes del lugar e inmerso en una religión ausente del hombre, considera que el cura Barrios es un "mal cura" (43), que "no es sacerdote sino labrador" y "hubiera sido feliz si el Seminario fuera una Escuela de Agricultura" (44). Mientras éste pone de penitencia oraciones que terminan desdibujándose en su repetición, el padre Barrios no utiliza esa opción metafísica e inocua, sino el cultivo de semillas y plantas que alegren aquel lugar estepario, dejen luego rentabilidad y pueda cambiar el hábitat. Su proyecto es el de "sembrar las tierras agostadas de Tambo" (156) con "millones de pinos en los altos" (133) y la siembra de "semillas de maíz, de frisol, de hortalizas, de chonta" (187)(18). Es una forma de renovar, de reactivar la vida luego del asedio de múltiples violencia y de tanta muerte padecida. Se abre aquí otro ideosema, el de la ética weberiana, propia del habitante antioqueño, por el sentido ético que para éste tiene el trabajo productivo: 1) dignifica al hombre y, por ende, éste, como imagen y semejanza de lo divino, "sembrando… glorifica a Dios" (136). 2) Implica valor moral. En un pueblo donde el peor mal "es el aburrimiento de la desocupación" y donde al gamonal, al alcalde y demás autoridades que dependen de un todo y por todo de aquél no les interesa una actividad agrícola productiva (135), sembrar –para el cura Barrios– (19) implica entonces "un trabajo honrado" y educativo (134). 3) Representa también y a largo plazo progreso, porque sembrando árboles, el pueblo tendría "una fábrica de tejidos de fique" (110) y esto llevaría a la construcción de "caminos" (214) y a cultivar "hasta el último rincón" (214). 4) Es aglutinador social. Con las nuevas actividades y desarrollo material, el cura está seguro que con ello "haremos comunidad" (156). Esta idea del cura retrotrae el deseo del joven José Miguel Pérez que soñaba también un pueblo en paz y productivo, igual ocurre con el alfarero, el único en Tambo cuya casa tenía árboles, flores y pájaros, y que construía vasijas de barro y otras cosas útiles (60,113). Estos tres personajes son los únicos seres positivos de la novela que reivindican, con sus actos, la vida, y por ende la libertad y la imaginación: José Miguel, con su caballo alazán y su guitarra; el alfarero, con sus objetos de cerámica y postura siempre optimista y positiva, y el cura, con su mentalidad progresista de querer sacar el pueblo del estatismo y estado de desfondamiento moral y social en que se halla. Lo llamarán el "Padre Cabuya" (110) por el carácter emprendedor para el rescate de la fe perdida no sólo de Tambo, sino de otras comunidades (¿propende por una idea de nación activa y productiva con los mismos parámetros de la imagen del emprendedor, colonizador y fundador de pueblos antioqueño de mitad del siglo XIX y comienzos del XX? ¿refuerzo del anterior ideosema?). La siguiente afirmación del forastero, refiriéndose a lo que decían las gentes con respecto al cura, podría responder a tal interrogante: "si en otras aldeas hicieran lo mismo, tendrían para comer. Porque en cada casa había solar, y si cada solar estaba sembrado y si, además, las penitencias se extendían a los campos resecos..." (111) (20). Pero su deseo va más allá de la autosuficiencia y el afán productivo. Quiere el funcionamiento de una sociedad que, una vez satisfechas sus necesidades básicas mediante el "trabajo honrado", pueda "convertir esto en algo con orden, con paz en las mesas" (134). Desea la civilidad mediante el ornato y la belleza; quiere que halla árboles y flores en cada casa y también "en el pueblo, en todas las tierras de Tambo" (133). Anhela convertir aquella "antesala del infierno" (129) en un lugar ideal (¿arcadia? ¿reflejo de las utopías renacentistas y de mundos nuevos?), en una especie de "tierra de promisión" (46), de paraíso recobrado donde los "árboles suban al cielo, como las oraciones" (134). La llegada del cura Barrios bastó para que en poco tiempo tuviera "revuelta la parroquia. Su figura de campesino era de los que saben lo que quieren. Quizás en sus manos se acomodaba mejor la azada que la hostia" (111).

El texto configura y sigue igualmente, bajo cierta mímesis, el mito religioso de la Pasión cristiana (¿otro ideosema?). Anteriormente se habló de la del cura y la del Cojo, ahora observemos la del forastero. Es necesario que el protagonista del eje narrativo B abandone el lugar originario y se forme en años de prueba en otros lugares para el encuentro definitivo. Así lo manifiesta: "Entre ellos [gallos] crecí, ellos me fueron enseñando el camino del hombre" (23). De ahí en adelante la vida fue espuelas, crestas, picos, plumas (21). Esto le permitirá soportar el duelo y sacrificio simbólico a manera de expiación el día señalado cuando se enfrente a su padre. Pero al final de la novela se da una doble situación: la primera, desde el protagonista, es decir, desde el hijo que busca venganza contra el hombre que lo abandonó al nacer. Aquí el mito de la Pasión cristiana adquiere otro matiz diferente, el que implica asumir un destino culposo original, ya que el forastero no redime la culpa con la muerte simbólica de su padre, por el contrario, la reafirma al repetir el gesto originario de él con Marta, y así sucesivamente de generación en generación y regresivamente hasta el Padre tutelar. La culpa sigue incólume como bien lo manifiesta el narrador en su omnisapiencia al sostener que una generación "hereda la misma angustia de la extinguida. Los hijos revivirán a los padres, así hasta lo infinito, hasta que todo se derrumbe" (253)(22). El cura joven vive a su manera la pasión ante la indolencia de las gentes, la falta de credibilidad en su misión, la desconfianza que genera su actitud ante el gamonal, el capitán, el ama de llaves, las beatas. Además, éstos lo creen peligroso, enemigo de las instituciones que pone en riesgo con sus ideas socializantes y que lo hacen parecer del lado de la guerrilla del páramo. Por eso aparece siempre como víctima expósita que redime, pero igual debe padecer escarnio, crucifixión. Su figura parecía, dice una voz anónima, de "Cristo viejo" (110), Pero él no teme la crítica, por el contrario, la enfrenta racionalmente; desmonta las consejas no con palabras, sino con actos efectivos, y no ceja en su propósito de reavivar a Tambo, arborizando aquel lugar yermo e indolente; quiere convertir el sitio en un espacio de vida. ¿Será esa la forma de redimirlo de su estado de muerte, de cambiarle la "cara de cementerio, donde los vivos eran más espantos que otra cosa. Almas en pena que salían de sus cuerpos, como de tumbas?" (111). El triunfo de los insurrectos abre una expectativa incierta; más aún, el cura como personaje desaparece en el momento de la contienda entre los distintos sectores en conflicto, como si su presencia ya no fuera necesaria ante el triunfo de una cierta civilidad y laicidad, ya que los actores triunfantes, forastero y guerrillas, son civiles apáticos a lo religioso y descreen de las instituciones que han combatido hasta ponerlas en jaque porque han sido ellas las que trajeron la violencia y llevaron a la debacle del pueblo y de sus gentes. Con esto ¿no se plantea acaso la imposibilidad de redención para Tambo que está a punto de librarse del dominio opresivo de unos para entrar al de otros que, como en el gamonal, poco a poco la avidez y concentración del poder termina convirtiéndose en un instrumento opresor?

Es interesante observar que, en cierto modo, el mito de la pasión cristiana se invierte y da paso a la tragedia cuando se destrona al Padre sanguíneo con el parricidio ejecutado por el protagonista al vencer al gallo del gamonal y ponerlo en ridículo ante el pueblo que, odiándolo, estaba sometido a su férula. Es el derrumbe del tótem, "el fin del Gran Cojo" (242). Todos celebran cuando el joven se enfrenta sin temor al gamonal: "le salió respondón el muchacho" (199). Ante la merma de su autoridad, el Cojo se muestra agresivo ante el tono impasible del contendor sabiendo que todo está consumado. En ese instante el joven comprende "hasta qué punto lo odiaban" (242) unos y otro, lo que termina siendo una y misma vindicta por el olvido y opresión en que los tuvo (23). Pero también sucumben el Padre político y militar con la muerte de los detentores del régimen represivo a manos de algunos miembros del pueblo, de don Jacinto, por ejemplo, padre del jefe guerrillero Antonio Roble. Acto que obliga al capitán a maldecir de nuevo a aquel pueblo, como lo hizo a cada instante desde su llegada": ¡Este maldito pueblo! Al amanecer, de día, de noche. Calor a toda hora" (18), "¡Pueblo inmundo!" (239):

Al abrir con el hombro la otra puerta, el sargento cayó rabioso. Los pasos de los guerrilleros se aproximaban, y los vivas en las calles. Doblando ya una esquina, un grupo castigaba a tres clientes de la pandilla...

–¡Pueblo cochino! –dijo el sargento al doblarse definitivamente. Lo último que oyó fue un creciente retumbar de tambores, los pasos cada vez más cercanos de los guerrilleros y el cloqueo de un gallo en derrota (240).

Igualmente se pone en cuestión el Padre moral con la salida del cura viejo que había sido incondicional del poder caciquil y militar. Sin embargo, y paradójicamente, nuevos padres sustitutos aparecen, el moral, con el cura joven quien pretende generar un cambio de mentalidad con respecto a la conducta apática frente a las formas de presión que padecen y al propio espacio y modus vivendi (¿ilustración?, ¿mesianismo?). El nuevo padre político estará representado en las fuerzas triunfantes de la guerrilla al mando de los capitanes Antonio Roble y Pedro Canales. Las preguntas se suceden: ¿podrán los impositores del nuevo orden evitar para el pueblo "expropiaciones, patrañas, apuestas, robos legales" como antes? (155), ¿o será así, inicialmente, para luego caer en los mismos vicios de los anteriores como lo afirma el capitán?: "Si entraran los guerrilleros, estarían con ellos, y pedirían perdón, y formarían otras pandillas que protagonizarían idénticos desmanes" (234). Pero lo mismo cree el narrador cuando reflexiona sobre la efemeridad de las lealtades políticas: "Los que ayer lo adulaban ‘sargento Mataya, hombre para cada hora’, se apuntaban a la otra cara de la moneda. La inminencia de un caudillo los enceguecía, pero si al caudillo a su turno le fallaba la suerte, vivarían al otro porque los entusiasmaba la fuerza por la fuerza en sí, no por el ideal que dejara entrever" (239) (¿ideosema del fracaso de la propuesta del presidente liberal Alfonso López llamada la "Revolución en marcha" de 1936 y de la alternativa política popular de Jorge Eliécer Gaitán abortada el 9 de abril de 1948?). Aún más y no gratuitamente, a los jefes de la guerrilla el narrador no les concede la palabra, no se sabe qué piensan del presente ni del futuro del pueblo. Antonio Roble no tiene voz en la novela y lo poco que se sabe de él, pero no lo que piensa, nos viene desde distintos mediadores secundarios sin ninguna relevancia. De Pedro Canales sabemos muy poco, salvo por el breve diálogo que sostiene con Otilia, su amante. Pareciera ser que el único interés de éste en Tambo es recuperarla a ella: "Meses enteros combatiendo, llego a Tambo y me digo: ‘Otilia es a quien busco’" (253). La presencia de los dos líderes guerrilleros, ¿no será entonces motivo de nueva confrontación como se observa en varios textos precedentes de Mejía, en particular "La muerte de Pedro Canales"? (24). ¿Será este otro ideosema que remite a los conflictos de los grupos de izquierda en los años sesenta y setenta en el país y que llevaron a su descalabro como alternativas políticas ante los partidos tradicionales por su confesionalismo y falta de perspectiva ideológica? O quizás sea esta una parodia del conflicto permanente de los dos partidos tradicionales que desde mediados del siglo pasado se han apropiado del poder a costa de todo con la pretensión de hegemonizarse, generando un gran de corrupción y de violencia sin precedente (25), y sobre todo, impidiendo cualquier asomo de alternativas políticas diferentes, y cuando han aparecido (el gaitanismo de los años 30 y 40, el MRL de López Michelsen de los años sesenta, la Unión Patriótica y el M19 de los años ochenta y otros grupos menores), las han asfixiado hasta hacerlas desaparecer, las han asimilado con prebendas o han aniquilado a su dirigencia y bases (lo que pasó con la Unión Patriótica, brazo político de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-FARC). La dirigencia de uno y otro partidos han mostrado igual capacidad de acción, intriga, clientelismo, manipulación, es decir, son fuerzas en equilibrio que a finales de los años cincuenta y para evitar que la violencia –la misma que ellos propiciaron– que se desbordaba de los cauces de la "legitimidad partidista" y se convirtiera en una amenaza efectiva con la formación de las primeras guerrillas política, deciden crear el híbrido político institucional llamado el Frente Nacional en 1958, que no era otra cosa que un frente de alternancia de los dos partidos y de con–gobernabilidad para compartir el botín burocrático y las menguadas arcas del Estado (Arrubla 1996:202–218; Palacio:1995: 239–267).

A medida que la novela en su trayecto narrativo se va imbricando, dos vidas corren paralelas, la del padre y la del hijo bajo la mediación de una tercera ausente, la madre abandonada que busca ser reivindicada por el hijo. Podría decirse que la madre es el espejo o la llama, dos símbolos articuladores, a través de los cuales el hijo accede al progenitor, pero son llamas y espejos refractados porque no dan sino una y única imagen: un rencor vivo. "Lo veía [al padre], veía las espuelas en la noche, veía a mi madre, veía el apego a su pobre historia, su dolor remendado una y cien veces en la mesa gris. ‘Hijo, ¿no oyes zumbar la candela?’" (197) (26). La madre es también el espejo mediante el cual el padre ve al hijo: "Podría jurar que no me veía a mí sino lo que detrás de mí pudiera referirse a él. Tal vez una escena de muchos años atrás, cuando entregó un gallo a una mujer y le dijo: –‘Es de la mejor cuerda. Volveré por él’. Gallos, pueblos, mujeres... Un rancho en las afueras, un par de espuelas plateadas, vagabundaje sin regreso" (243).

El gallo es asimismo otro articulador esencial en el texto; es imagen que proyecta al otro un historia de olvido, pero también de encono sin igual. Es símbolo de una fuerza contenida que sólo podrá cesar cuando encuentre una similar El gallo es la imagen desdoblada de dos seres violentos huérfanos de sí. Por eso en el encuentro definitivo al final de la novela, el padre reconoce en Aguilán la sangre de su gallo que un día entregara a la madre del forastero: "–¡Aguilán! –exclamó al verlo, y desde ese momento no dejó de mirarme. Era como si ante un espejo empañado tratara de reconocer un rostro que pudo ser el suyo. Sus movimientos empezaron a ser mecánicos, tenían un extraño agotamiento. Recordé los gallos perdidos, recordé un viejo gavilán que de pronto cayó muerto" (243-244).

Por los pueblos y en el mismo Tambo, el forastero pretende ver al hombre que busca, escuchar su voz, pero es la voz del viento que diluye cualquier asomo de realidad. Un cuarto de siglo de extraño nomadaje será el tiempo de la espera y de iniciación para el día señalado. El joven debe prepararse siendo el mejor gallero de toda la comarca, alimentando el odio para la venganza (27) y agudizando los sentidos hasta encontrar la imagen, el sonido de las espuelas, los pasos a su medida: "Por la calle pasaban bultos blanco, negroides, mestizos. Ninguno de ellos reflejó a mi madre, a su silencio junto a la ventana, a mí mismo" (51). Sólo al final halla el eco de aquella voz que quedó flotando desde niño: "‘Mañana volveré. No hay uno igual’, le dijo el desconocido años atrás. A veces yo hablaba a solas para adivinar aquella voz, apretaba los ojos para adivinar los pasos del regreso" (23) (28). Antes de que el padre e hijo se enfrenten en el duelo final, la madre muere, pero previamente ha muerto la esperanza puesta en los leños ardientes del fogón. Ni ahora ni en el recuerdo los leños zumban (29), como lo estuvo durante años que duró la espera de la madre y la búsqueda del hijo de "pueblo en pueblo, de finca en finca" (22):

Nunca como antes apreté en mi mano un cuchillo. Nunca antes se me hizo tan presente el pasado de mi madre.

–‘Hijo, ya no zumban’.

–‘¿Qué cosa?’

–‘Los leños del fogón. Ya no zumban’.

–‘Algunas tardes chisporrotean’ –decía yo, sombrío, con ganas de ser leño. Ella escarbaba con un tizón las cenizas. Después apenas las miraba, porque dentro de ella todo se iba haciendo cenizas.

Se había vuelto gris su sonrisa triste. De tanto mirar por la ventana, de tanto mirar su recuerdo, la mirada cayó. Sus ojos inexpresivos ya, contra el suelo, parecían buscarla con desgano infinito" (199).

Además del espejo, del leño ardiente, del gallo, otras formas simbólicas cumplen un papel mediador para hacer presente en el hijo la imagen del padre: la voz, las espuelas, el ruido de las botas. Ellas son la memoria que impide el olvido de la sangre perdida. "Entre mil pasos", el hijo podría "distinguir los pasos suyos, el color de sus botas, el sonar de sus espuelas" (175), las que pudo calzar "cuando el tiempo de la venganza se hizo caminos. Uno de ellos me llevó a Tambo. En Tambo esperaba la hora que a todos nos llega esperémosla o no. Le llegó a mi madre, le llegó a Marta, a mí me llegaría" (176).

Con el nuevo orden que se avizora, el duelo lleva a la muerte simbólica de ambos: la del padre, con la pérdida de todo poder. La del hijo, con su rumbo incierto, solitario y de alguna manera culposo al abandonar a Marta y al posible hijo que nacerá que será otra nueva víctima propiciatoria como antes lo fue el forastero, confirmando aquella idea del Mejía expresada en "Breve elogio de la muerte"(1956) de que "Cada vida lleva en sí las semillas de su destrucción". Así se perpetuará una cadena de culpas fundadas en la original, y siempre bajo la misma mediación, la madre:

Algo de mi padre se estremeció en mí cuando vi a Marta a la entrada del cañaduzal. Me quedé mirándola con tristeza, con la vieja tristeza de mi madre. Únicamente dije:

–Estoy cansado.

Creo que le dolió mi fatiga.

–Aquí dejo este gallo en prueba de que volveré. Es de la mejor raza.

Y salí pisando la sombra por el camino seco y solo. Me parece que iba llorando" (259).

 

Muchos años después el protagonista, evocando a Marta, recuerda a su madre y confirma ese destino fatal e implacable del cual es apenas la pieza de una cadena y de su engranaje:

Cuando recuerdo a mi madre todas me duelen. Y en Marta noté huellas difíciles de borrar. Tampoco entendí su manera de entregarse. Y era triste su avidez, no ya por vivir sino por destruirse, por completar un daño comenzado tiempo atrás. Pero era una niña, lo comprendí entre las cañas de Tambo. Tal vez fui para ella el hombre que no regresa, tal vez le llegué a la hora señalada por esa arbitraria mano que nunca es nuestra. Entonces pensé que Marta podría estar llorando, que yo servía de gancho implacable de otra cadena (162).

El sintagma "El día señalado" en la novela pone a funcionar distintas representaciones ideosemáticas: de un lado, la escéptica, nihilista existencial y materialista de un grupo (¿sujeto cultural?) conformado por el gamonal, Pedro Canales, el narrador, el manco, el sargento y el forastero protagonista, para quienes cuando esto se acabe en la hora señalada todo será lo mismo que había antes de nacer: "la muerte, la nada por ambas puntas" (167). Para otro grupo: Otilia y el resto de personajes, esta vida es de padecimientos para otra distinta que vendrá; el destino ineluctable de la culpa original cristiana hace que las generaciones venideras deban cargar con semejante peso y así hasta el final de lo humano cuando el hijo de Dios vendrá de nuevo a redimir. También hay otra representación y esta es de tipo socio-histórico, la de la violencia partidista de los años 40 y 50, de la cual el escritor y parte de la sociedad colombiana fue objeto de persecución en épocas en las que "el exterminio (de contradictores al régimen en el poder) se había convertido en virtud patriótica" (31). Es la representación de una violencia enquistada en una sociedad fundada en una profunda desigualdad social y un sistema de privilegios que Mejía cuestionó críticamente en cada una de sus obras y ensayos. En efecto, podría decirse que el hombre colombiano sigue pendiendo de una cruz porque no ha sido reivindicada su vida y no hay expectativa en el horizonte, salvo un universo de sufrimiento y desesperanza y un nuevo renacer de la violencia con los nuevos detentores del poder, la guerrilla del páramo (premonición de los tiempos presentes del final de siglo XX y comienzos del XXI) y de los que se le opondrán. Así, la violencia tiende a repetirse cada determinado ciclo y con ello, el hombre renueva la tragedia, la suya (30),como lo sugiere Pedro Canales: "Cada sesenta años muere la humanidad entera. ¿Qué cosa tiene que quedar de toda esa humanidad después de su desaparición? Queda lo que seguirá viviendo, la humanidad siguiente, que hereda la misma angustia de la extinguida. Los hijos revivirán a los padres, así hasta lo infinito, hasta que todo se derrumbe" (253). A tal afirmación, Otilia cree que Canales no tiene "conciencia de la muerte, ni de nada" (253). Para él sólo hay esta vida y con ella se basta, lo demás no tiene importancia (31) Según esta afirmación, nos preguntamos: ¿no se renueva el ideosema existencialista con la reinversión del mito cristiano y griego de la caída de los dioses y su sustitución por un reino humano ajeno a cualquier metafísica?). El triunfo de la guerrilla y de todos aquellos personajes que en ningún momento reivindican lo religioso cristiano como una salida al conflicto existente, es la afirmación de una mirada absolutamente secular y a la vez vitalista por la intensidad del drama vivido (32); también, la afirmación del imperio de lo humano sobre las metafísicas que tanto enajenaron.

NOTAS

[1] Todas las citas corresponden a la primera edición de la novela (Barcelona: Destino, 1964). En adelante se abreviará DS.

[2] Así lo da a entender el narrador sobre José Miguel cuando sostiene que éste se esconde de los soldados porque no quería involucrarse en un conflicto que traería más violencia; además, lo guiaba el principio moral cristiano de “que no se debe matar” (10). En el forastero, siempre al margen de lo religioso–cristiano, jamás había hecho uso de la fuerza para imponerse sobre otro, de ahí su reflexión: “A veces me he preguntado si la crueldad se mantiene en mí, pero creo que jamás he abusado de mi fuerza” (258). Esto va a coincidir con una postura vital de Mejía Vallejo cuando afirma al respecto que: “Realmente me atrae mucho el tema del heroísmo; me atrae la violencia, pese a que la detesto y me duelen profundamente todas las cosas violentas que ocurren” (Escobar 1997: 44).

[3] Corresponden a tres cuentos independientes (veáse nota 12).

[4] Este es uno de los aportes de la producción literaria de Mejía: saber articular magistralmente la tradición oral y el lenguaje coloquial en sus creaciones manteniendo un punto de equilibro para no caer en el anecdotismo, en el costumbrismo ni en el realismo fotográfico. Mejía pone en funcionamiento y hace coexistir prácticas discursivas diversas en un mismo medio y momento. Esto puede observarse en algunas de sus novelas: Al pie de la ciudad (finalista Premio Losada–Argentina 1958 y publicada por dicho editorial), El día señalado (Premio Nadal–España 1964), Aire de tango (Premio Bienal de Novela Vivencias–Colombia 1973),  La casa de las dos palmas (Premio Rómulo Gallegos–Venezuela 1989).

[5] Dos fechas altamente significativas en la vida política, social y económica del país. La primera anuncia el comienzo de la “Revolución en marcha” (1936) del presidente Alfonso López Pumarejo que se trunca por la falta de voluntad política de la dirigencia de los partidos y de la burguesía terrateniente, y la segunda (1960), marca el fin de la violencia partidista y la alternancia del poder por parte de los dos partidos hegemónicos con el Frente Nacional (1958), además de otras significaciones (Tirado 1981; Leal:1984:140–150).

[6] Para una mejor ubicación del lector, traemos el incipit de la novela:

“Los brazos de la cruz señalan este letrero: José Miguel Pérez. Diciembre de 1936 – Enero de 1960.

Entre las dos fechas hubo una vida sin importancia. Nació porque un hombre dijo a una mujer que lavaba ropa en el río:

–¿Te irías conmigo a cualquier parte?

Y porque la mujer bajó los ojos jugando nerviosa con los dedos. Su resistencia fue apenas una invitación a que el otro la venciera.

Para José Miguel Pérez los días se hicieron estrechos como el camino del vientre al mundo. A toda hora tuvo que nacer y que morir un poco, sin darse cuenta. De niño

dijo las palabras de los niños, de hombre hizo lo que los hombres hacen cuando no tienen más remedio.

Cada mañana, su madre –el forastero que la invitara años atrás no volvió–, le enseñaba:

– Aprenderás a leer. No ruedes por allí que no hay más calzones.

– Me gusta rodar falda abajo y revolcarme en la arena.

Ella lavaba para gentes del pueblo, él ayudaba a tender la ropa sobre las piedras.

Y aprendió a leer y elevó cometas de papel impreso.

Cuando llegaron los gitanos y lo dejaron montar un caballo alazán, le sonaron bien los cascos en el pedrero y el rumor del viento en las crines.

– Hay que ser alguna cosa en la vida – le decía su madre al verlo cuidando gallos de riña. Él no entendía eso. Alguna cosa era cada uno de los que pasaban el río, que recorrían las calles del pueblo, que morían bajo los techos o al aire libre. Él deseaba un caballo alazán y galopar en los caminos.

– No quiero hacer mandados a don Jacinto el de la tienda. Paga poco y acosa mucho. Así nunca podré comprar un caballo.

– Ser alguna cosa es más importante que un caballo.

– Más importante es un caballo alazán.

Fue una de sus escasas rebeldías. Al comprenderla empezó a maliciar qué traducía eso de ser alguien: saber responder no algunas veces y desear algo con toda la gana” (7-8).

[7] “Algunos hombres del pueblo se encerraron para recordar al José Miguel de las cometas y de los gitanos, al que montaba un alazán y decía canciones con una guitarra. Cuando estuvieron borrachos, a escondidas fueron al muladar, desenterraron el cadáver y lo trasladaron al cementerio. Después clavaron una cruz y en los brazos escribieron: José Miguel Pérez. Diciembre de 1936–Enero de 1960” (12).

[8] Porque se habían visto obligados a servir “en el Ejército o en las guerrillas, o habían huido a las ciudades” (162).

[9] Escrito en Medellín en febrero de 1959 y publicado en el periódico El Tiempo de Bogotá el 14 de junio. Con este texto, Mejía obtuvo, entre 515 participantes, el segundo premio del Concurso Nacional de Cuento auspiciado por el mismo periódico, en el que los tres cuentos finalistas, trataron una similar temática, la violencia política partidista de los años cuarenta y cincuenta.

[10] Por haberse encontrado junto con los demás cuentos que sirvieron de prólogo a esta novela, al igual que por el tipo de  papel,  letra mecanografiada, el tema y las condiciones socio–políticas del momento, de las que luego se hablará.

[11] Escrito en febrero y publicado luego en 1963 en una colección de cuentos titulado Cielo cerrado (Medellín: La Tertulia). Estos tres textos fueron escritos en febrero de 1959, y aunque no se observa relación alguna, salvo por la referencia a la Violencia, si parece que obedecía a una reflexión mayor sobre dicho tema. También, eran partes de una construcción más amplia en proceso, la novela.

[12] Escrito en octubre de 1956 en Panamá e  integrado al capítulo 28 de la novela en el que ocupa las 2/3 partes del espacio textual. El cuento “Miedo” es la base del capítulo al hacer avanzar la narración y constituirse en un importante anclaje temático; nos referimos a la decisión de uno de los personajes, Jacinto,   padre de uno de los jefes guerrilleros, que lleva, en parte, al desenlace final de la historia, es decir, al triunfo de la guerrilla porque el pueblo se decide apoyarla. El otro componente textual del capítulo, aunque importante, podría ser prescindible por un cierto grado de obviedad narrativa en el encadenamiento previo de las acciones y el esperado resultado: se habla del entierro de los soldados muertos por la guerrilla, de la satisfacción del Manco por este hecho y de los recuerdos nostálgicos del padre Barrios ante la muerte de su padre años atrás.

[13] Se conoce una versión mecanografiada de enero de 1959. En 1962, Mejía alcanza el segundo puesto en el concurso de Novela ESSO 1961 con El día señalado, en el que el cuento “El gallo rojo” funciona como parte importante de la novela En 1963 gana un premio Nacional de Cuento con este texto,  pero con el título de “La venganza”. En agosto de 1964 es publicado este cuento en la revista Cuadernos de París en su número 87, meses después haber aparecido integrado a la novela ganadora del premio Nadal.

[14] Mejía habla de “unas costumbres muy severas” en la región antioqueña, especialmente en el suroeste del departamento, su región. Según él “la gente vivía angustiada. Eran almas atormentadas [porque] no había más alternativa que Dios o el Diablo. Nosotros sabíamos que cada vez que teníamos un mal pensamiento nos jugábamos la vida y que el diablo nos llevaría... para toda la eternidad, y nosotros calculábamos cuánto tenía la eternidad y eso era increíblemente largo. Era una expectativa ante esta vida y ante la otra. No había salvación” (Escobar 1997:27).

[15] Tambo es el paradigma de la doble moral que campea por doquier, sobre todo entre quienes dominan el lugar. Moral que siempre criticó Mejía y que observa en mucho sectores de la sociedad colombiana debido a una pobre formación religiosa y a la manipulación que se hacía de ella según conveniencia propia o como efecto de control social. Así lo manifiesta el gamonal: “Aquí hay dos clases de feligreses: los que ven en la religión una tienda de comestibles, y los que la toman como agencia para engañar a Dios y colocar almas en el Paraíso” (79). El narrador lo enfatiza cuando dice que: “Allí no oraban: repetían oraciones sin empaparse en el duro corazón. Allá Dios representaba un último recurso cuando los demás se hacían ineficaces. Eran tahúres en que el deseo tenso puede poner el azar de su parte. Le consideraban poco amistoso, únicamente apelaban a Él de corazón en la angustia suprema, y esto para exigirle favores inmediatos: le tomaban por mandadero de última hora” (42). En otro pasaje vuelve el gamonal sobre el tema y se confunde con el narrador en esa postura crítica, al punto que termina siendo el primero un alter ego del segundo y del autor: “Salvar el alma es fácil cuando se tiene dinero –dijo don Heraclio socarronamente–. Unas cuantas obras pías antes de morir, arrepentimiento de la mala vida pasada, testamento para comunidades religiosas… No chirriarán al abrirse las bisagras del cielo” (76).

[16] Así lo refriega el gamonal al cura: “¿Qué le importamos a Dios, el Gran Indiferente? Creó el universo y se cansó y echó a rodar el mundo como de un tremendo puntapié y se retiró a su infinita cura de reposo” (186).

[17] El gamonal tenía de Dios “igualmente un concepto primitivo: el ídolo en su nicho, amo de cielos e infiernos, castigador con epidemias y sequías y guerras y discordias, a quien debía temerse y no amarse, a quien era necesario dar de pócima al alma, no para sosiego y goce sino como a una fiera de garras vindicativas” (128).

[18] Para el cura Barrios, cambiar el desierto de Tambo por una tierra fértil, es permitirle volver  al tiempo pasado, al de su familia, al de su padre que lo sentía como “otro árbol entre los árboles, como una invasión vegetal en el alma de cada hora” (132), por eso al tomar “en sus manos las semillas, las sobaba como algo prodigioso. En ellas creía advertir la idea de transformarse en árbol, de ir creciendo dentro, hasta sentir sus brazos como ramazones. Y cuando cogía los bulbos de cabuya, parecía cerrarse una puerta delante de su rostro y abrirse otra a su pasado” (187-188). Pero también esta idea remite ideosemáticamente, y de ahí también su denegación, a un pasado conservador, estático, precapitalista. Podrían ser rezagos nostálgicos de la hegemonía conservadora (1886–1930), de la vida cuasi monacal, el bucolismo social y la paz campesina que se vio rota por la violencia partidista en los años 30 del siglo XX.

[19]“de construir casas, de poner talleres... Haremos muchas casas, construiremos una comunidad. Y si llegan los guerrilleros... con ellos trabajaría” (156).

[20] “Dos o tres matas de cabuya son adorno. Cincuenta, cien, pueden ser penitencia. En grandes cantidades... Esas lomas las hizo Dios para sembrar cabuya. Por negocio o por penitencia...” (136).

[21] Más contundente es cuando afirma: “Y cuando las afueras del pueblo se hicieron pequeñas, salí lejos a ganar dinero con qué apostar a mi gallo. Amasaba potros y muletos, arreaba ganado, organizaba tandas de cartas y dados, no perdía carnavales ni ferias, para decir cuando encontrara al desconocido: 'Lo juego todo a mi gallo'. En Aguilán habría de jugarme esa cosa amara que era mi vida” (25).

[22] Recuérdese que esa idea ya la había consagrado siete años antes en su ensayo “Breve elogio de la muerte”  en el que afirma: “cada epitafio encierra también un glorioso nacimiento” ( El Colombiano, dic. 2/56:2).

[23] Por eso ya no escuchan la llegada de la guerrilla que consolidará la caída del anterior poder hegemónico: “Continuaban llegándonos el barullo que nos rodeaba, los tropezones de los gallos sobre la arena chisgueteada de sangre. El Cojo no hizo caso al anuncio de la llegada de los soldados ni escuchó los comentarios. Sólo se inquietaron los presos. El de bigotes ahumados sacudió la cabeza para liberarse del sombrero.

–El fin de ustedes –dijo el del potro. Nadie quitaba los ojos de los gallos ni de nosotros dos. Los picos entreabiertos decían de la fatiga en la pelea. A cada segundo las espuelas eran más lentas en el ataque, más apretados el bastón y el cuchillo. Los ojos saltaban de la arena a nosotros, de nosotros a las espuelas. Puñal, zurriago, picos” (256).

[24] Nuevamente se bifurca la historia  del duelo y el conflicto entre dos héroes, entre dos hombres machos, por el poder, por una mujer, por una traición, por una ideología, como muchas de las historias de Mejía,  por ejemplo en: “La venganza”, “Duelo a cuarto cerrado”, “La muerte de Pedro Canales”. Reveladoras y premonitorias para el final abierto de la novela y la visión de la violencia de hoy, son las citas de este último cuento escrito en Guatemala en enero de 1955 –anticipación de la novela– en el que uno de los coprotagonistas, con la misma hombría, decisión y fuerza del Pedro Canales de la novela afirma: “Nunca un hombre como él nacerá de nuevo. Juntos hicimos la guerra. Junto íbamos al azar de los caminos tirando la vida a manera de sogas. Y juntos estábamos cuando él murió. Porque yo maté a Pedro Canales” (Tiempo de sequía. Perú: Popular Panamericana, 1963: 12). Dos fuerzas iguales no pueden coexistir; una tendrá que someter a la otra. También se habla de que fueron dos legionarios [¿representación del mercenario francés en las guerras coloniales de mediados de siglo?] que lucharon “contra un estado corrompido” (25) a finales de “la última guerra civil” (12); se alude sin duda, a la de los años cincuenta que fue la  última contienda civil no declarada que, luego de una pausa de dos décadas, dio paso a la no menos cruenta de finales del siglo XX (Subrayado mío).

[25] El cuento “La muerte de Pedro Canales” es una parodia de este estado de corrupción. Cuando Canales en su prepotencia comienza a cometer todo tipo de desmanes, su amigo se ve en la obligación moral de matarlo porque no puede permitir que siga cometiendo tanto mal impunemente.

[26] “El amo de Tambo recuperaba energías, levantaba su vigorosa cojera. Era digno de un odio grande, y reforcé la justificación de mi venganza: levanté la cabeza para ver en el lejano rancho las espuelas del hombre y del gallo que mi madre clavara en el muro; pensé en sus ojos fatigados, en sus sienes, en su frente de una edad sin medida” (254).

[27] Desde niño su “vida fue espuelas, crestas, picos, plumas… Plumas de gallo peleador. Y seleccionaba los que a picotazos destruían su imagen en los charcos, los que atacaban su sombra. Y curvaban cuatro plumas negras en su cola roja. Al verme adiestrándolos, mi madre pronunciaba un ‘¡igual al otro!’” (24).

[28] “ Ese hombre había dañado su destino, había dañado el mío. Desde que oí pro primera vez el canto de los gallos, desde que una voz empezó a contestar dentro como si aquel canto me perteneciera”

[29] “¿No oyes zumbar la candela?.. Es señal de que vendrá” (25) (véase 199, 255-256.)

[30] En la hora de la venganza como un acto absolutamente individual, el hijo no quiere que nadie esté presente en ese encuentro decisivo: “Hubiera querido que la gente desapareciera, pues ni mi vida ni mi venganza tenían por qué ser espectáculo (nos recuerda un coro griego). Hubiera querido no ser motivo de las contracciones en el rostro de aquel anciano. ¿Cómo podría él evitar el destino marcado, corregir los instintos cultivados desde que nacimos, impedir el encuentro inevitable? Gallos, hombres, almas” (222).

[31] Para el capitán guerrillero, “morir era un salto más, como quien gana una valla para la otra aventura” (253).

[32] En esta postura, con el  matiz  no materialista sino existencialista,  podría incluirse la del cura joven para quien es más importante “preocuparse por los cuerpos que por las almas”, porque, se pregunta él, cómo “¿puede salvarse un alma si está condenado el cuerpo que la contiene?” (43) (¿nuevo ideosema, el de la teología de la liberación que se avizoraba?). Va a ser esta la posición asumida por un grupo de jóvenes sacerdotes colombianos que, a la luz del Concilio Vaticano II, pregona una teología que humaniza y socializa lo divino. Ellos conformarán el Grupo de Golcolda, entre los que se incluye el sacerdote rebelde Camilo Torres y monseñor Gerardo Cano, curas que serán perseguidos por la jerarquía tradicional colombiana (Arango 1991, Restrepo 1995:25–106). 

Bibliografía citada

Arango Zuluaga, Carlos. Crucifijos, sotanas y fusiles. Bogotá: Colombia Nueva, 1991.

Arrubla Yepes, Mario. "Síntesis de historia política contemporánea" en: Colombia hoy. Bogotá: Presidencia de la República, 1996, p. 191–226.

Cros, Edmond. Literatura, ideología y sociedad. Madrid: Gredos, 1986.

–––––. Ideosemas y morfogénesis del texto. Frankfurt am Main: Vervuert Verlag, 1992.

Escobar Mesa, Augusto. Memoria compartida con Manuel Mejía Vallejo. Medellín: Biblioteca Pública Piloto, 1997.


Leal Buitrago, Francisco. Estado y política en Colombia. Bogotá: Siglo XXI–CEREC, 1984.

Mejía Vallejo, Manuel. "Breve elogio de la muerte". El Colombiano Literario. Medellín (dic. 2/56):2.

Palacios, Marco. Entre la legitimidad y la violencia. Colombia 1875–1994. Bogotá: Norma, 1995.

Restrepo, Javier Darío. La revolución de las sotanas. Golconda 25 años después. Bogotá: Planeta, 1995.

Tirado Mejía, Alvaro. Aspectos políticos del primer gobierno de Alfonso López Pumarejo 1934–1938. Bogotá: ¨Procultura–Instituto Colombiano de Cultura, 1981.

VOX. Diccionario general ilustrado de la Lengua Española. Barcelona: Bibliograf, 1968.

Weber, Max. La ética protestante y el espíritu del capitalismo. Barcelona: Península, 1969.


Regresar Sincronía Invierno 2000

Regresar Sincronia Indice General