Sincronía Verano 2000


Bajo la misma cruz

 

POR ALEJANDRO B. FORMANCHUK

mariscal@elsitio.net


 

 

Lejos de armonizar el mundo, la globalización lo ha fracturado en mil pedazos y se ha convertido en una pesada cruz para los países subdesarrollados. ¿Cómo viven los jóvenes argentinos esta crisis económica, de valores y de identidad?

 

Fractura. El modelo de economía neoliberal, potenciado y expandido por la globalización de su doctrina, fractura lo que toca.  Fractura la política, fractura el tejido social, fractura las economías regionales, fractura los países, fractura el mercado y las condiciones laborales, fractura las ciudades, fractura la educación. Lo alarmante es que cada una de estas fracturas provoca una desigualdad atroz y creciente.  Sin embargo, hoy en día, muchos de los teóricos positivistas de la globalización siguen hablando del mundo con el concepto de Marshall Mc Luhan de "aldea global". El eufemismo, como toda artimaña retórica, resulta poderoso y convincente puesto que una aldea remite a un imaginario de armonía, de  justicia, de paz, de igualdad, de familia, de unidad, y sobre todo, de bienestar.  Pero basta con mirar un poquito a nuestros vecinos del Norte para descubrir que el mundo está en las antípodas de ser una aldea, a no ser que sea una aldea africana o latinoamericana en la que todos seguimos siendo esclavos de los mismos jefes de siempre.

 

Los pregoneros del libertinaje económico se han lanzado con toda su furia a convencer a los gobiernos sobre las virtudes de aplicar su modelo neoliberal. Y no importa si se trata de sociedades tan disímiles como las de  Rumania, Filipinas o Bolivia; todos deben hacer lo mismo, la receta es una sola: ajuste fiscal, privatización indiscriminada, apertura total del mercado interno, libertad a los movimientos de capital especulativo, reducción del Estado, pago de los intereses de la deuda, desregulación del capital y del trabajo.

 

Esto lleva a que las sociedades se parezcan cada vez más, y a que los partidos políticos no se diferencien. John Bailey, director interino del Centro de Estudios sobre America Latina de la Universidad de Georgetown, en Estados Unidos, afirma que  "a los partidos solo les queda el rol de legitimar frente al pueblo los paquetes de medidas que ya vienen armados desde los mercados de capitales, y como todos los países tienen un déficit en su capacidad de  ahorro interno y necesitan atraer inversiones para cumplir con sus metas, deben adoptar una receta ortodoxa. La lógica capitalista global asemeja a todos los partidos políticos ni bien ganan las elecciones".  Esta realidad bien podría explicar el descreimiento que hay hacia la clase dirigente y la falta de esperanza respecto a un cambio; se sabe que el verdadero poder no está en el gobierno de turno.

 

También se asemejan los problemas, lo cual no significa que el mundo en su conjunto padezca lo mismo. De todas las globalizaciones posibles -porque hay muchas-,  nuestros países subdesarrollados han sufrido la peor. Aquí se han globalizado más los ejércitos de reserva, las deudas y el capital especulativo  que las inversiones productivas. La soberanía de los países se pisotea porque sus economías son vulnerables a los flujos internacionales de dinero, verdaderos dueños del mundo.

 

La tremenda injusticia que provoca la desigual distribución de la riqueza es la consecuencia natural y previsible de este tipo de economía, ahora llamada bajo el inofensivo nombre de "economía social de mercado". La  búsqueda del máximo de ganancia en la menor cantidad de tiempo y en la mayor cantidad de países, la ausencia de marcos regulatorios que permitan defender la economía nacional, y la presión leonina sobre cualquier intento de independencia productiva, han  favorecido la concentración obscena del capital. Porque es hora de decirlo: nunca el mundo fue tan desigual como ahora, nunca tantos tuvieron tan poco, ni tan pocos tuvieron tanto, nunca el capitalismo mostró tan impunemente su verdadero rostro.

 

Se podría teorizar que antes de la caída de la URSS el capitalismo buscó  atenuar los efectos negativos de su práctica por el miedo que le suscitaba una posible reacción socialista en los países periféricos. Pero desde que el peligro rojo desapareció, el capitalismo se lanzó sin oposición a conquistar el mundo.

 

Bastará con señalar que la fortuna de los 100 hombres más ricos del planeta equivale a los ingresos que tienen mil quinientos millones de personas para comprender que esta distribución desigual y violenta de la riqueza lejos de ser una consecuencia no deseada del sistema es, por el contrario, su piedra angular, su característica, su razón de ser, su lógica, y por eso crece día a día. En 1960 el 20 por ciento más favorecido de la humanidad era treinta veces más rico que el 20 por ciento más pobre, pero en 1990 la diferencia se duplicó.

 

Incluso en Buenos Aires, que siempre fue una ciudad orgullosa de su equidad e integración, con un desarrollo cercano a las mayores metrópolis europeas,  un reciente estudio de la consultora Equis, elaborado sobre la última Encuesta Permanente de Hogares, reveló que el 20 por ciento más pobre de la población recibe el 4,2 por ciento del ingreso y el 20 por ciento más rico se alza con el 52,1 por ciento. Y lo más alarmante es que esta brecha aumentó 140 veces entre 1974 y 1999.

 

Junto a esta desigualdad económica se impone una estandarización cultural que rompe la riqueza de la diversidad y el derecho a la autonomía en beneficio de un  consumidor tipo. Asistimos, casi sin notarlo, a una empobrecedora homogeneización de prácticas, de costumbres, de gustos, de consumos, de estéticas, de ídolos, de productos, de ideales, de juicios, de noticias, de jerarquías, de seres humanos.  Todos los jóvenes quieren ser, más o menos, como los chicos lindos de las series norteamericanas, a todos los hombres les  gustan las mismas Barbies Superestar, las mujeres orientales buscan occidentalizarse (¿accidentalizarse?), las negras quieren ser blancas, a los "indios" del sur de América  se les enseña a tener vergüenza de sus raíces,  todos quieren tener la misma marca de jeans, todos prefieren el cine de Hollywood al local, todos los yuppies tercermundistas quieren ahorcarse con la misma corbata Hermés, todos estamos educados para opinar lo mismo sobre los "pueblos asesinos" de Alemania o de Japón del `40, o sobre los "inhumanos comunistas" de la URSS que pusieron al mundo en peligro, o sobre los "incivilizados africanos" sumergidos en matanzas étnicas, o sobre el pueblo "narcotraficante y bandido" de Colombia, que es el único responsable de que la juventud norteamericana sea drogadicta, o sobre los "locos religiosos y terroristas" de Medio Oriente y el "demonio" de Saddám Hussein, o sobre el pueblo latinoamericano, condenado biológicamente a ser "pobre y estúpido".

 

El sociólogo francés Alain Touraine, reconocido intelectual de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París, señala que "ya no existe el enfrentamiento del Primer Mundo y el Tercer Mundo. Hay una dualidad, una latinoamericanización del mundo entero. Hay ricos y pobres en Nueva York como en San Pablo, hay un mundo de los ricos, un mundo de los medio ricos, un mundo de los medio pobres y un mundo de los muy pobres, que también son planetarios".

 

Juan G. A. parece y es un nene bien. Vive con sus padres y sus dos hermanas en un piso sobre la Avenida del Libertador y República de la India, estudia Comercialización en una universidad privada en el barrio de Belgrano y trabaja en una empresa norteamericana que está en una torre inteligente en Puerto Madero. Cuando se le pregunta acerca de la realidad él contesta: "Mirá, yo sé que soy un tipo privilegiado, que tengo mi auto, mi independencia económica, que puedo viajar, salir los fines de semana y gastar lo que quiera. Yo, si quiero, podría perfectamente dejar de trabajar y dedicarme full time a estudiar y capacitarme, pero no me quiero desenganchar del trabajo, quiero aprender a tener exigencias, a vivir la vida real".

 

Un día típico en la vida de Juan es: "Desayuno con mi flia. ¿Qué?, copos, leche, tostadas, un poco de jugo de naranja, después me cambio y la llevo a mi hermana a la facu y yo sigo derecho hasta la oficina. Almuerzo con mis compañeros, cuando tengo tiempo, en algún restaurante en Puerto Madero, y cuando salgo voy a la facultad o me voy al club. ¿Cuál?, el Jockey. Los fines de semana a veces nos vamos al campo que tenemos en Venado Tuerto o me voy a la casa de mi novia en Pilar. Y a la noche, no sé, salgo a comer con ella o mis amigos y me voy a bailar o voy a algún pub. Nada del otro mundo".

 

Juan es argentino, pero lo mismo da. Bien podría ser alemán, brasileño o canadiense. Juan vive dentro del Tercer Mundo pero como un ciudadano del Primero. Su vida real se basa en un "encadenamiento de burbujas", al igual que la vida de muchos jóvenes latinoamericanos, a los que se les construyen los mismos decorados que a Catalina de Rusia.

 

Del barrio privado o country club al auto polarizado con aire acondicionado, música  y ventanillas bien cerradas (¿ojos bien cerrados?), a la autopista, al garaje, a la torre inteligente, a Internet, a la facultad privada y privativa, al club selecto, al restaurante, al campo, a las vacaciones-shopping en el Club Med. Y es posible, si uno se entrena diariamente en el arte de la indiferencia y el egoísmo,  hacer todo este recorrido sin mirar siquiera por la ventanilla, salvo que algún negrito molesto se nos tire sobre el parabrisas para limpiarlo y recordarnos que seguimos estando en la Argentina y que los pobres siguen existiendo. Ahí explota, por un ratito apenas, una burbuja.

 

Estos son los "ciudadanos globales" a los que hace mención Touraine y que viven en un barrio protegido, con guardias, perros, alambrados, hablan por teléfono con su celular y se comunican por Internet y hablan con sus colegas de todo el mundo. Esta gente casi no tiene contacto con los pobres que están a tres kilómetros de su casa y, entonces, lo que se ve allí es un desgarramiento del tejido social.

 

Son muchos los jóvenes  que frente a la crisis prefieren encerrarse y mirar para otro lado, adoptar la visión mezquina del ignorante, romper los lazos de solidaridad y sentimiento ciudadano y comunitario. Esta postura se manifiesta cada vez más en una polarización espacial: en la provincia de Buenos Aires, el desarrollo de los countries y barrios privados alcanza los 200 kilómetros cuadrados, equivalente a una vez y media la superficie de la Capital Federal. El éxito de algunos se monta sobre la fragmentación social de la mayoría.

 

El escritor uruguayo Eduardo Galeano reconoce que "en el océano del desamparo, se alzan las islas del privilegio. Son lujosos campos de concentración donde los poderosos sólo se encuentran con poderosos y jamás pueden olvidar, ni por un ratito, que son poderosos".  Respecto a la juventud considera: "Ellos no viven en la ciudad donde viven, tienen prohibido ese vasto infierno que acecha su minúsculo cielo privado, crecen sin raíces, despojados de identidad cultural, y sin más sentido social que la certeza de que la realidad es un peligro. Su patria está en las marcas de prestigio universal, que distinguen sus ropas y todo lo que usan, y su lenguaje es el lenguaje de los códigos electrónicos internacionales".

 

Juan no solo vive como sus amigos del exterior sino que también consume y desea lo mismo que ellos. Gracias a la globalización, Juan puede tener las mismas zapatillas, la misma música, la misma  comida y las mismas series de televisión que un yanqui.

 

Pero, ¿qué pasa con los millones y millones de jóvenes latinoamericanos condenados a la desocupación o a los salarios de hambre? Porque en América Latina los niños y los adolescentes son la mitad de la población total y la mitad de estos jóvenes vive en la más terrible miseria.

 

Galeano cree que "la publicidad manda consumir y la economía lo prohíbe; por eso las órdenes de consumo, obligatorias para todos pero imposibles para la mayoría, se traducen en invitaciones al delito. Los avisos proclaman que quien no tiene, no es; quien no tiene auto, o zapatos importados, o perfumes importados, es un nadie, una basura [...] La ansiedad consumidora actúa acompañada por la injusticia social, una profesora muy eficaz en sociedades donde la opulencia ofende escandalosamente al hambre. Este mundo del fin de siglo, que convida a todos al banquete pero cierra la puertas en las narices de la mayoría, es al mismo tiempo igualador y desigual".

 

Ricardo dejó de preocuparse cuando las preocupaciones lo agobiaron: "Ya no me calienta nada" confiesa. Cansado de ir a buscar trabajo, de ser rechazado o de ser explotado con sueldos de hambre que lo obligaron a interrumpir el secundario, un día comprendió que no había futuro para él en este mundo.

 

" Y te cansás loco, vas a buscar laburo y te pegan un palo, quieren que labures todo el día por dos mangos; después  querés estudiar pero no podés... ¿Vos sabés las veces que yo empecé y tuve que dejar el colegio? Te miran con mala cara, no hay un mango viejo. Por eso yo ya no me caliento, yo me junto con mis amigos, chupamos un poco de birra, nos cagamos de risa, no jodemos a nadie, ¿qué querés que haga?, ya me pudrí".

 

Ricardo, si bien es joven, es un excluido, y lo peor: está resignado a serlo. El economista  Aldo Ferrer denuncia que, por primera vez en la historia de la argentina, "el modelo no incluye, sino que fractura y deja al margen a segmentos muy importantes de la población que vegetan en el desempleo, la marginalidad, el trabajo en negro o el trabajo de muy baja productividad".

 

La Argentina padece las peores enfermedades del sistema: desocupación, corrupción y pobreza. Esta realidad provoca, naturalmente,  un sentimiento muy grande de angustia que trae aparejada la pérdida de expectativas y de fe hacia el futuro. Si la generación de los ´60 es recordada por su esperanza en construir un mundo nuevo y mejor, la generación de fin de siglo será recordada por su desilusión, pesimismo y falta de ideales.

 

Pero también están los jóvenes que  la luchan día a día, los que no se dejan vencer, los que gritan, los que hacen, y por suerte son la mayoría.

 

"Yo sigo confiando en que la educación te puede hacer progresar en la vida y por eso voy a seguir estudiando a toda costa. Yo por suerte tengo trabajo, no es el trabajo que más me gustaría hacer porque no tiene nada que ver con mi carrera, pero cumplo. Además no me quedo quieto, estoy buscando algo mejor, me pongo en contacto con gente de mi facultad, leo los clasificados,  pido el día para estudiar y me voy a tirar currículum, hago cursos. Vos mirás  los índices de desocupación y te querés morir [según el INDEC la desocupación en octubre de 1999 trepaba al 13,8 por ciento], pero si te bajoneás es peor. Aparte, yo no me puedo dar el lujo de estar sin trabajo porque vivo con mi mamá y con el sueldo de ella no hacemos nada. Y sí, hay algunos que la tienen más fácil, mejor para ellos. Yo me levanto a las 8, trabajo hasta las 6 de la tarde y curso en la facultad de 19 a 23, llego a casa a la medianoche y no doy más; sería más fácil no hacer nada, pero esa no es la solución". (Diego L., 23 años)

 

Diego padece la misma realidad que Ricardo,  pero la diferencia está en el espíritu.

En el idioma chino, la palabra crisis también significa oportunidad; oportunidad de demostrar y demostrarse que esta vida no es la única vida posible, que las estructuras condicionan pero no encierran, que siempre es posible luchar.

La resignación es la salida de los débiles y, sin quererlo, los jóvenes que bajan los brazos ante las dificultades, le hacen el juego al poder, siempre deseoso de mantener dopado y adormecido al pueblo, en especial a la juventud, heredera e impulsora de todos los cambios.

 

 

¿QUE ES LA GLOBALIZACION?

 

 

Sin preámbulos es posible afirmar que la globalización es la consecuencia de la dinámica del capitalismo moderno, como antes lo fueron el colonialismo y el imperialismo. La necesidad fue y seguirá siendo la misma (ganar y monopolizar mercados, destruir a la competencia), porque los objetivos del capitalismo no cambian (obtener el máximo beneficio con la menor inversión y en el menor tiempo posible).

 

Pero lo que diferencia a la globalización de las otras formas de dominación es que está justificada bajo un proceso observable, pero no objetivo, de revolución transfronteriza de las telecomunicaciones, y de un creciente comercio mundial basado en el librecambio de bienes y de servicios financieros. La profundización de la división internacional del trabajo ha conducido a una mayor interdependencia entre las naciones, muchas de las cuales son encasilladas como productoras naturales de ciertos bienes y consumidoras eternas de otros. No es necesario ser un gran historiador para descubrir que a Latinoamérica siempre le dejaron vender materias primas e incluso le  fomentaron  hacerlo, pero  con la condición de desbaratarle cualquier intento desarrollista para poder venderle manufacturas: comprar cacao y lana, vender chocolate y suéters.

 

Aquí se esconde la trampa. La globalización integra voluntaria o involuntariamente a los países menos desarrollados a un sistema dominado por las potencias económicas que cuentan con la mayor cantidad de empresas transnacionales, y así se ven obligados a aceptar un liberalismo total de su economía, enmascarado bajo una globalización única, inevitable e igualitaria.

 

La globalización, por ende,  se ha convertido en la nueva estrategia del liberalismo para justificar su poder, su ejecución, naturalizar su acción, y obligar pacíficamente a aceptar la nueva y natural realidad económica.  Lo gracioso (trágico) es que nuestros propios políticos se sirven de ella para explicar los padecimientos internos: la culpa siempre la tienen las crisis extranjeras. Sería bueno preguntarse entonces por qué estas crisis globales no afectan en idéntica medida a todos los países.

 

El manual escolar Santillana del año 2000, en su capítulo sobre la globalización, señala que existe una creciente interrelación entre las sociedades y los estados de todo el planeta y que esto forma un sistema mundial. En este sistema, lo que sucede en alguna de sus partes se relaciona con el resto, al mismo tiempo que las tendencias del conjunto influyen fuertemente en lo que sucede en cada lugar. A su vez el sistema mundial se caracteriza por un sistema económico global, en el que las autoridades y los mercados trascienden las fronteras de los estados, desplegándose por todo el mundo, y la estrecha interrelación entre los mercados financieros y los mercados comerciales hace que los problemas y crisis de algunos países o sectores económicos repercutan inmediatamente en el resto del sistema.

 

En 1916, Vladimiro Lenin, en su libro Imperialismo, etapa superior del capitalismo, comenta que es común observar que  "los economistas burgueses, cuando describen el capitalismo moderno, emplean con frecuencia frases y palabras como entrelazamiento, ausencia de aislamiento, etc."

 

Si volvemos a la historia, vemos que la burguesía inglesa inventó el libre comercio en 1831 para  exportar sus productos industriales a un mundo sin industria y que su Estado estuvo dispuesto a financiar el expansionismo económico mediante guerras, medios politicos, conquistas coloniales. Los países más fuertes aplicaron el proteccionismo para permitir el nacimiento de sus propias industrias y una vez industrializados se lanzaron junto a Inglaterra a imponer el liberalismo por el mundo. Luego vendría una dominación sin ocupación territorial ni control político oficial llamada imperialismo, pero desde la II Guerra Mundial la mayoría de los imperios fueron desapareciendo y surgió un  neoimperialismo más impersonal y anónimo todavía. No es aventurado pensar que la globalización sea el punto máximo, la etapa superior de la dominación del poder financiero capitalista.

 


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