El nudo gordiano
ALEJANDRO E. FORMANCHUK
Como una aspiradora, el pago de los intereses de la deuda absorbe gran parte del presupuesto nacional. Reducir el déficit fiscal, a costa de bajar los salarios, es la única solución que quiere aplicar el Gobierno. Mientras tanto, el FMI impone sus recetas, aumenta la desigualdad, y desestabiliza el sistema democrático.
Si usted tiene muchos gastos y no puede cubrirlos, tiene dos opciones: o bien busca reducirlos, o intenta conseguir más dinero.
Lo primero implicaría gastar menos, recortando aquellos gastos que pudieran ser superficiales o improductivos, y que, desde luego, no afecten la continuidad de su vida (por más que quisiera, por ejemplo, no podría eliminar los gastos en alimento, vivienda o vestimenta, como sí podría hacerlo con los de entretenimiento). Otra opción, menos drástica, sería modificar cualitativamente sus hábitos de consumo, y ahorrarse unos buenos pesos evitando ciertos «lujos»: tomar gaseosas, comer un asado los domingos, comprar el diario todos los días, viajar en taxi, o ir al cine un día que no sea el miércoles.
Pero no hay queja posible: al menos la clase media aún tiene, como canta Joaquín Sabina, el lujo de no tener hambre.
La segunda alternativa (conseguir más dinero) se lograría vendiendo más fuerza de trabajo en el mercado, trabajando más horas, más días, solicitando un aumento, exigiendo una retribución mayor por su actividad. Si este método no funciona, ya sea porque trabaja las 24 horas o porque su jefe amenaza con echarlo, cabría la posibilidad de vender algún anillo de su abuela, o esa vieja bicicleta que ya no usa. Pero si aún no es suficiente, usted deberá pedir prestado y endeudarse.
Entonces, si pensamos el déficit en términos de microe-conomía, una persona necesitaría ganar más dinero para cubrirlo, o gastar menos, recurrir a préstamos, vender sus bienes; y, desde luego, si pudiese elegir, cualquiera preferiría mantener su nivel de gastos, incrementando sus ingresos y su capital, pero no su pasivo.
Veamos la situación en términos macro: la opción de vender más y mejor fuerza de trabajo podría ser homo-logada a un aumento de las exportaciones y de su valor agregado; asimismo, equivaldría a una mayor producción y al ingreso de capitales legítimos y productivos, y no de meras «burbujas» especulativas o capitales «golondrina».
La calidad y la cantidad deben ir de la mano, y más aún cuando a los países subdesarrollados se les paga cada vez menos por lo que venden y se les cobra cada vez más por lo que compran.
El grueso de las exportaciones argentinas sigue siendo -como en la época colonial-, productos primarios (com-modities), o secundarios de escasa elaboración, propios de un típico país periférico y agroexportador dentro del comercio mundial, y con un aparato productivo que consolida el modelo exportador menos competitivo. Por lo tanto, sin un verdadero boom exportador, o sin una entrada de capitales en forma de inversiones directas, los desequilibrios fiscales, bajo nuestro régimen de convertibilidad, solo pueden financiarse con deuda, privatizaciones, o aumentando la carga impositiva sobre los ciudadanos; y éstas son las herramientas a las que se ha echado mano.
El economista Eric Calcagno, autor de La deuda externa explicada a todos, sostiene que «la convertibilidad establece el nivel de actividad en función de la entrada de capitales externos. No existe otra manera de crecer. El dilema planteado es de hierro: capitales externos en cantidad o ajuste por recesión. Como el saldo de la cuenta corriente del balance de pagos es negativo y no existe equilibrio fiscal, la única forma de cubrir los déficit externo y fiscal es con endeudamiento. Al aumentar los saldos negativos, se produce un efecto de bola de nieve: cada vez más endeudamiento. Así, la deuda externa argentina es el combustible que hace andar a la convertibilidad».
La otra posibilidad para lograr superávit fiscal sería conseguir capitales vendiendo bienes: la famosa venta de las «joyas de la abuela». A nivel macro incluiría: empresas (no siempre defici-tarias, como fue el caso de Aerolíneas Argentinas), inmuebles, servicios, y todo aquello a lo que se le pueda colgar la bandera de remate.
Bajo la forma de privatizaciones, el Estado argentino logró recaudar más de 26.300 millones de dólares, que le sirvieron a la administración menemista para tapar los agujeros presupuestarios y llevar adelante el plan económico. Pero como este dinero no representaba un ingreso legítimo o, mejor dicho, sostenible, una vez agotado este recurso, empezó a crecer el endeudamiento externo.
Aumentar la carga impositiva para recaudar más encierra un peligro evidente: es recesiva. Con menores ingresos, la población consume menos; caen las ventas, la producción, las inversiones y se achica el mercado laboral. Además no es posible incrementar los impuestos indefinidamente. La fórmula es sencilla: si usted cobra 0% de impuestos, va a recaudar cero pesos, pero si cobra 100%, también va a recaudar cero. Pero lo dicho no significa que no se pueda hacer nada en materia impositiva; al contrario, si el gobierno argentino tuviese decisión política y coraje, podría obtener recursos sin necesidad de ajustar los salarios. Podría, por ejemplo, gravar las transacciones bursátiles (hoy exentas), combatir la evasión de las grandes empresas y de los particulares, reformar el injusto y regresivo régimen tributario actual, refundar el Estado a través de un nuevo presupuesto «base cero», reprogramar el pago de los intereses de la deuda externa, etc.
La última herramienta para solucionar el pasivo descansa en el crédito, el préstamo, y el endeudamiento; es decir, apagar el incendio con nafta. Si usted se pregunta qué viene haciendo el Estado desde hace más de diez años, le diré que la deuda externa pasó de 60.000 millones de dólares en 1990 a 145.000 millones en 1999; y si le sumamos los ingresos de las priva-tizaciones, nos da un total de 113.300 millones de dólares. ¿Usted podría financiar su vida en base a la venta de bienes y a la solicitud de préstamos? Un país serio tampoco.
El ajuste
La Argentina aumentó a más del doble su deuda externa en menos de una década, vendió casi todo su patrimonio al extranjero -al punto de no tener más que un puñado de empresas grandes con capitales nacionales-, bajó drásticamente los costos laborales -eliminando muchas conquistas sociales, buscando atraer inversiones al coste de sacrificar los derechos del trabajador-, y vivió de ajuste en ajuste, siguiendo cada una de las «recomendaciones» del FMI. Sin embargo, no pudo reducir su déficit fiscal. ¿Cuál es el problema, entonces?
El problema es que el déficit no es la causa del mal, sino uno más de sus efectos. Pero, lamentablemente, la Argentina no solo es maquiavélica al justificar los medios en virtud de un fin la famosa "cirugía sin anestesia"-, sino que termina confundiendo los medios con el fin, al exaltar la convertibilidad, el recorte del gasto y las privatizaciones como metas, y no como lo que verdaderamente son: instrumentos para mejorar la calidad de vida del pueblo.
El exministro de Economía, Domingo Cavallo, duró lo que duraron las privatizaciones. En 1994, cuando se cortó la plata fácil, renació el déficit fiscal, y dos años después, su sucesor, Roque Fernández, se quejó por la herencia de 6 mil millones de «rojo». Los sucesivos impuestazos y recortes no pudieron evitar que Machinea recibiera un agujero fiscal de más de 7 mil millones de dólares.
Las dudas, a esta altura, son inevitables. ¿Sirve de algo el nuevo ajuste? ¿Es tan malo tener déficit?
El semanario británico The Economist, liberal a ultranza, elaboró en el mes de mayo, un dossier dedicado a la obsesión del gobierno argentino por controlar el déficit fiscal, y planteó que, en economías pobres, la meta del superávit fiscal puede ser perjudicial; y si bien es deseable en las economías desarrolladas, eso no significa que todo gobierno deba eliminar su deuda. Algunas veces, en cambio, debe fomentar la inversión pública. Si el superávit fiscal se obtiene, por ejemplo, mediante la privación de fondos para educación o infraestructura pública, esto puede reducir el crecimiento futuro.
Aquí se descubre una punta del nudo, y que no se refiere a la necesidad o no de hacer un nuevo ajuste, sino en decidir sobre qué sectores deberá recaer. El ajuste de julio, al igual que la mayoría de los ajustes que se hicieron en este país, se apoya en la baja de salarios en la administración central, organismos públicos, y la cesantía de empleados. Es el pueblo el que siempre debe pagar los platos rotos de una cena a la que nunca fue invitado.
Sería de una tremenda miopía intelectual, o de una oscura estrategia, sostener que la crisis argentina es tan solo fiscal. La crisis está anclada en la desocupación, el crecimiento de la pobreza, la concentración económica, el desequilibrio permanente de la balanza de pagos, la dependencia de nuestras exportaciones con el Brasil, la corrupción, los altos costos financieros y de los servicios públicos, la falta de competitividad de la producción local en los mercados internacionales, las limitaciones que impone el régimen de convertibilidad, la apertura sin inteligencia que llevó a la quiebra a una masa de pequeños y medianos productores, la astronómica evasión, y sobre todo en el aumento de la deuda externa y el exorbitante peso del pago de sus intereses para el presupuesto nacional.
La deuda externa, el FMI y el Banco Mundial
Luego de muchísimos años, por suerte es posible hacer un análisis crítico y serio sobre el rol de las instituciones multilaterales (FMI, Banco Mundial, Banco Interamericano de Desarrollo), el sector privado (bancos, fondos de pensión, mutual funds) y los Estados más desarrollados (el grupo de los 7) dentro de la estructura de poder y de los planes económicos de los países subdesarrollados, sin correr el riesgo de ser tildado de comunista, anarquista o utópico.
Sin eufemismos, el problema argentino está en la deuda, y por dos razones muy claras: por el terrible peso que el pago de los intereses impone sobre el presupuesto, y porque esta deuda es utilizada como arma política por los acreedores para exigir la aplicación de sus programas económicos.
La Argentina necesita más de 20.000 millones de dólares este año para cubrir el déficit en la cuenta corriente del balance de pagos y las amortizaciones de la deuda. Con este dinero lograría refinanciar la deuda, pero a una tasa de interés mayor a la internacional por el elevado «riesgo país» que ocasiona tener un alto déficit. La salida se cierra: al aumentar la deuda, crece el déficit fiscal, y esto lleva a que la banca extranjera le preste a una tasa mayor, lo que acentúa el déficit, y así ad infinitum.
Aceptar que la solución a la crisis no provenga únicamente en conseguir un presupuesto equilibrado, no significa obviar el análisis de la composición de los egresos, muy por el contrario: No es lo mismo, por ejemplo, «ajustar» los planes sociales que los gastos reservados de los ministros. Tal como afirma el economista Calcagno, en 1999 los pagos por intereses de la deuda externa ascendieron a 8.663 millones de dólares, lo que representa el 17% del total de gastos de la administración nacional, y supera en un 30% el gasto total en personal de la misma administración. Sería interesante mostrarles estas cifras a los que insisten en que todo el mal argentino es fruto del alto costo de sus empleados públicos. En definitiva, la cuestión no reside en la cantidad del gasto sino en su calidad. Pero, desde luego, cuando los gobernantes adolecen de decisión política y son genuflexos al poder de los tecnócratas, resulta más fácil tomar medidas de corto alcance que atacar las causas estructurales del déficit. Si al capital lo «ajustan», se escapa; en cambio el pueblo no tiene chances de escapar a ningún lado.
A nivel institucional, las deudas mancillan la soberanía nacional porque los organismos financieros imponen sus políticas y recetas económicas a los países deudores. El eclecticismo es contraproducente, no porque haya únicamente una dirección en la que resulte útil moverse, sino porque justamente hay muchas y es necesario elegir entre una de ellas. El FMI, presumiblemente, siempre eligió defender sus intereses, pero sin aplicar la misma presión sobre todos sus deudores.
El periodista uruguayo Eduardo Galeano revela que «aunque Estados Unidos es, por lejos, el país con más deudas en el mundo, nadie le dicta desde afuera la orden de poner bandera de remate a la Casa Blanca, y a ningún funcionario internacional se le pasaría por la cabeza semejante insolencia. En cambio, los países del sur del mundo, son países cautivos, y los acreedores les descuartizan la soberanía, como descuartizaban a sus deudores plebeyos, en la plaza pública, los patricios romanos de otros tiempos imperiales».
Efectivamente, según cifras de 1998 del PNUD (Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo), la deuda total latinoamericana llegaba a los 736 mil millones de dólares (736.000.000.000), mientras que en EE.UU. la deuda acumulada por las familias rozaba los 5 billones (5.000.000.000.000), y la deuda pública superaba esa suma.
La democracia
La democracia se ve afectada en dos frentes:
Por un lado, el modelo neoliberal, que excluye a grandes segmentos de la población y los margina del consumo y la dignidad, opuesto al sistema democrático, cuyo pilar es la integración, la igualdad civil, política y electoral. La democracia es inclusiva, pero el mercado aumenta la desigualdad y la exclusión.
El segundo problema, y no menos importante, es que los gobiernos pierden represen-tatividad y credibilidad al ser reducidos a meros garantes de legitimidad de las políticas económicas a las que obliga la dictadura financiera. El economista Rubén Lo Vuolo teme que la democracia argentina se convierta en un «sistema subordinado y cómplice de un poder económico que oculta su rostro detrás del anónimo mercado, para accionar de modo omnipotente y prepotente sobre la sociedad, destruyendo los lazos sociales que conforman la Nación sin construir nada a cambio»
El Banco Mundial y el FMI no se presentan a elecciones pero gobiernan, sencillamente porque el poder financiero no es coyuntural a un tipo de gobierno, sino que está anclado en la estructura misma del poder.
El Estado es funcional a sus intereses en la medida en que logre contener la agitación interna y asegure la explotación externa: un Estado policial y deudor. Así fue que nuestros acreedores no dudaron en apoyar a Videla, Martínez de Hoz, o ahora a Menem, Cavallo o Machinea, en la medida en que les garantizasen la continuidad del liberalismo ortodoxo.
El dato no es menor, y está manchado de sangre: Estados Unidos, en su Escuela de las Américas de Fort Benning, en Georgia, y en el Comando Sur de Panamá, entrenó en el arte del crimen y la tortura a los militares de Latinoamérica; y con su «Escuela Neoliberal», los instruyó en el arte de vender su patria a precio de banana, destruir el Estado benefactor, y los tímidos intentos desarrollistas. No es casualidad que, durante los gobiernos militares de América Latina, fue cuando, generalmente, se dio comienzo al ultraliberalismo que hoy sufrimos. El derrocamiento del gobierno socialista de Salvador Allende, en Chile, sea tal vez el caso paradigmático; y sería ingenuo o hipócrita pensar que se ha superado el pasado: el 11 de septiembre, día del golpe de Estado de 1973, todavía da nombre a una de las principales avenidas del centro de Santiago de Chile.
Es hora de definirse
La humanidad está prisionera de las decisiones que toman los tecnócratas de los organismos económicos internacionales, y como antes lo eran las expediciones conquistadoras, ahora son las delegaciones del FMI las que se adueñan del gobierno de los países.
Después de todo, el carácter «internacional» que se le otorga a los organismos financieros tiene menos que ver con una base igualitaria como con una dictadura global.
El gobierno de Fernando de la Rúa deberá decidir si continua sometiéndose a los verdugos, o si se digna a gobernar en favor del pueblo. Posee un alto capital político que le permitiría recostarse sobre la sociedad y plantear sinceramente la situación de dependencia que atraviesa el país. Así, por lo menos, contaría con el amplio respaldo de la ciudadanía para imple-mentar cambios estructurales, que, aunque duros, serían mejor recibidos y «bancados» que estos ajustes a corto plazo, los cuales son percibidos como más de lo mismo, y que tienen grabado en su etiqueta «Made in FMI».
Nadie cree que este nuevo ajuste lleve a una reac-tivación, y mucho menos que sea «el último esfuerzo que se le va a pedir a la gente» (tal como dijo el mismo De la Rúa). Si EE.UU. sube su tasa de interés, o si Brasil tiene problemas, la Argentina lo va sufrir más que nadie. Es necesario entonces hablar con franqueza y dejar de enviar «señales» al mercado, para preocuparse por dar «señales» al pueblo, antes que se debilite la legitimidad del gobierno y se desencadene una crisis social, como causa inevitable de más de 25 años de liberalismo económico y vaciamiento del país. La crisis actual no solo es económica sino política.
A pocos meses de haber asumido el control del Estado, ya es preocupante la desilusión que experimenta gran parte del electorado oficialista al ver un presidente que solo se digna ser «prolijo», pero que no cuestiona al sistema que llevó al empobrecimiento sin precedentes de la República (nadie investiga la corrupción menemista, no se revisan los contratos de las empresas privatizadas, etc). Y ni hablar de los sectores, otrora progresistas, del Frepaso y de sus figuras emblemáticas (Chacho Alvarez, Fernández Meijide), que ahora permanecen calladas frente a decisiones gubernamentales que, de haber sido implementadas por el equipo económico de Menem, no hubieran dejado de criticar a viva voz.
Lamentablemente, habrá que aceptar ese viejo axioma del mundo de la política, que reza que las promesas y las críticas son más radicales cuanto más alejado se esté de la posibilidad de ejercer verdaderamente el poder.
No solo es necesario tener buenas intenciones, también hay que ser competente y tener voluntad de mando. ¿O será que la ineficacia y la cobardía son, incluso, peor que la corrupción? El corrupto -pienso- al menos se decide a serlo.
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