La envidia como cultura: el caso mexicano


Lilia Granillo Vázquez,

Universidad Autónoma Metropolitana-Azcapotzalco

© 1996, Lilia Granillo Vázquez.

All Rights Reserved/Todos los derechos reservado [Este articulo fue publicado previamente en Las Jornadas Metropolitanas de Estudios Culturales]


"La risa es la única manera
de liberarnos de lo que nos oprime."

Rosario Castellanos


Filósofos y moralistas han producido bibliotecas enteras tratando de definir la envidia con la finalidad de propagar sus perjuicios y combatirla. La envidia, pasión o vicio, sentimiento desbordado o impulso irreflexivo, ha sido objeto de catecismos, sermones y discursos, de estudios y disquisiciones, pero pocas veces de panegíricos y menos de alabanzas descaradas. En craso desafío a la tradición casi universal que la condena, un mexicano mediante el recurso diegético ha concebido una apología deliberadamente provocadora que se llama En defensa de la envidia. La lectura de esa novela me confirmó la presencia de ciertos rasgos distintivos de la envidia en la cultura en México. He aquí las reflexiones que sucedieron a esa lectura.

La envidia como cultura

Quien haya ojeado lo que se ha escrito acerca de la envidia, se percata de inmediato de la dificultad de defender el vicio que según San Agustín "echó al hombre del paraíso terrenal, mató a Abel, armó el odio fratricida contra José y precipitó a Daniel en la Cueva de los Leones;... fiera que arruina la confianza, disipa la concordia, destruye la justicia y engendra toda especie de males."1

No es tarea anacrónica ni obsoleta estudiar la envidia; tampoco corresponde exclusivamente a los moralistas. Un célebre sociólogo contemporáneo libre de toda intención religiosa o moralizante ha escrito en 1991, un moderno tratado sobre el séptimo pecado capital. La obra se llama Los envidiosos, seguramente para distinguir al objeto de estudio como un "afecto" común que relaciona a ciertos grupos sociales, más que como una esencia maligna que correspondiera al mundo de lo ideal. Ya antes Francesco Alberoni había estudiado cuestiones abstractas como el enamoramiento y el amor, la amistad, el erotismo, el bien y el mal, en tanto que elementos de los movimientos colectivos, que influyen en las relaciones interpersonales y crean una dinámica social peculiar.

Sin embargo, el estudio de Alberoni, socialista italiano, no puede disociarse completamente de la tradición cultural religiosa o espiritual que antes había reflexionado acerca de la envidia y la había concebido como vicio o pecado. Al respecto señala que "Las definiciones de la envidia que dan los diversos filósofos en el curso de la Historia concuerdan notablemente entre sí."2 En efecto, mientras que en la tradición aristotélica es un dolor causado por la buena fortuna que goza alguno de nuestros semejantes, para Santo Tomás de Aquino es la tristeza del bien ajeno, bien que aunque no pone en peligro la fortuna del envidioso, sí le recuerda su propia insignificancia. En la Ethica, Spinoza la 
define como el epítome del odio, odio que mueve al ser humano a disfrutar el mal ajeno y a sufrir el bien de los demás.

Por su parte, Descartes, no difiere grandemente de los Padres de la Iglesia. En Las Pasiones del Alma3 la llama "vicio que consiste en una perversidad de la naturaleza por la cual a algunas personas les enoja el bien que les ocurre a otros hombres". Descartes matiza la condena reconociendo que la envidia es una pasión no siempre viciosa: "como especie de tristeza, acompañada de odio, proviene de ver el bien que les ocurre a quienes se juzga indignos de él". Así, hay envidia justa o injusta. Puesto que "sólo puede pensarse con razón de los bienes de fortuna [pues los del alma y los innatos se reciben de Dios]..." hay ocasiones en que "fortuna manda bienes a alguien que es verdaderamente indigno de ellos". Entonces, dice Descartes, "sentimos envidia... porque, amando naturalmente la justicia, nos enoja que no sea observada en la distribución de esos bienes". En tales casos, la envidia es un celo que puede ser disculpable. Kant sigue muy de cerca el pensamiento tomista al asegurar que es una tendencia a ver con dolor el bien de los demás aun cuando éste no acarree ningún daño para los envidiosos.

Basada en los planteamientos anteriores, aunque en términos modernos y ante circunstancias contemporáneas, la explicación de Alberoni define la envidia como "un mecanismo de defensa que ponemos en funcionamiento cuando nos sentimos disminuidos, al compararnos con alguien, con lo que posee, con lo que ha logrado hacer. Es un intento torpe de recuperar la confianza, la autoestima, desvalorizando al otro" (p. 17). El sociólogo aborda con profusión y uno a uno los elementos en torno a la confrontación envidiosa: la condena social; la agresión irregular; la punzada de la envidia; las diferencias entre envidia y admiración, las equivalencias entre envidia y celos. Su análisis de la experiencia colectiva muestra la repercusión en la comunidad y así construye el concepto "trabajo de la envidia", que parte del proselitismo envidioso, se nutre de la mala fe, se desarrolla con la provocación que el envidiado consciente o inconscientemente suscita (menciona el ejemplo agustiniano de José, el personaje bíblico cuyo despliegue de ingenua vanidad atrajo para sí la envidia y el odio de los hermanos), y así sigue hasta ubicar al afecto estudiado como producto de la sociedad competitiva que alienta esfuerzos alocados y continuamente frustrados de obtener más y más cosas bienes materiales en el léxico cristiano que nunca satisfacen cabalmente el deseo individual ni contribuyen a la estabilidad colectiva. "Si queremos sustraernos a esta debilidad dice Alberoni debemos tratar de desarrollar en nosotros mismos la capacidad de afrontar con serenidad tanto la fortuna como el infortunio, de afrontar impávidos hasta el resultado más absurdo, más amargo" (p. 268).

Con todo, en este país de guadalupanos, no creo que el novelista mexicano haya abrevado en el sociólogo italiano para desarrollar su Defensa de la envidia. Aunque recomiendo ampliamente su lectura, Alberoni me ha servido para intentar lo imposible: despojar mi acercamiento a la envidia de sus ropajes catequistas. Y es tarea imposible pues las tesis de Alberoni y las del recientemente editado Catecismo de la Iglesia Católica4 son parientas muy cercanas, sino mellizas. Si Alberoni supone que tal debilidad es un resorte contaminador de la dinámica social, que hay que combatirla por que provoca sufrimiento y frustraciones así como inestabilidad social, el Catecismo igualmente la condena por sus repercusiones individuales y colectivas. La causa de la envidia, "tristeza del bien ajeno" según repitió el padre Ripalda a las generaciones, es el "apego perverso a ciertos bienes;... una falta contra la razón, contra la verdad, contra la conciencia recta... Además de que hiere la naturaleza del hombre, atenta contra la solidaridad humana". Para Alberoni tanto como para el Catecismo, la envidia es "un pecado social": crea una facilidad para la repetición de actos envidiosos, provoca situaciones sociales  e instituciones contrarias a los auténticos deseos del ser humano. Para Alberoni y para el Catecismo aprobado en 1992 por la Conferencia Episcopal Uruguaya, la envidia puede percibirse como síntoma cultural; y por contagio, convertirse en mal de suma gravedad para la sociedad, sea esta comunista o cristiana. De la lectura de ambos, queda algo muy claro: ese mal debe ser combatido. Un examen concienzudo de las propuestas alberonianas y las católicas seguramente revelaría el parentesco de las armas de combate. Pero no es tal el objeto de este trabajo. Hasta este punto, me conformo con postular que la envidia puede ser una forma de cultura. Ya lo advertía Cicerón "La mayoría de los hombres son envidiosos; no hay vicio más común, y más universalmente esparcido".

El caso mexicano

Si Descartes aseguraba que "lo más generalmente envidiado es la gloria, pues aunque la de los demás no impide que nosotros podamos aspirar a ella, sí dificulta su acceso y encarece el costo", Alberoni señala que mientras que en las competencias deportivas y los cortejos amorosos se ofrecen salidas adecuadas socialmente para la confrontación envidiosa, en la "república de las letras" (p.132 ss) existe tierra fértil para la envidia. El campo de las letras y de las artes, donde "la gente común imagina que no existe envidia por ser el mundo de los creadores, de los espíritus elevados", es también "el mundo de personas que quieren crear algo único, superior, inmortal. Animadas por un deseo de sobresalir, un deseo de perfección, son al mismo tiempo sumamente frágiles porque ¿quién puede sentirse seguro de su valor?... Las comunidades artísticas y académicas tienden a crecer por opciones compartidas". En las academias, el trabajo de la envidia se inicia no con la admiración (como en las competencias deportivas y las amorosas) sino con la comparación: ¿Por qué él sí y yo no?, es la pregunta que alimenta la envidia en esa república.

La presencia de tal debilidad en el ámbito literario mexicano fue advertido por los forjadores del proyecto de literatura nacional en el siglo XIX. Francisco Zarco, en su artículo "Estado de la literatura en México"5 de 1852, ya apuntaba la omnipresencia envidiosa, se percata de la existencia de los envidiosos de Alberoni y los condena:

"Cuando estas gentes reconocen el mérito de cualquier escritor es sólo para compararlo desventajosamente, por supuesto a algunos de los autores contemporáneos extranjeros...sus opiniones son hijas de la envidia y del rencor de verse oscurecidos en una fama que deben a la casualidad".

Un año antes ya había advertido, en su "Discurso sobre el objeto de la literatura"6 pronunciado en la toma de posesión de la presidencia del Liceo Hidalgo:

"Nada hay tan contrario al adelanto y al desarrollo de la literatura como la ambición de honores, como el encono y la envidia entre los dedicados a las letras". Y propone "déjense esas pasiones bastardas a las oscuras medianías y sean un día hermanos los poetas y los filósofos, los historiadores y los que trabajan en los descubrimientos científicos."

En el siglo XX, también se consignan la envidia y sus frutos como distintivas en la república de las letras mexicanas. La afirmación del crítico José Luis Martínez al caracterizar al ambiente literario como "país de díscolos", es contundente. Una cita textual de un prólogo a la obra poética de López Velarde7 así lo registra. Martínez hace hincapié en el reconocimiento general del que goza el poeta jerezano:

"...por cualquier camino que lleguemos a ella, todos coincidimos, caso excepcional en este país de díscolos, en la preferencia, la adhesión y en el amor por la poesía y la prosa de Ramón López Velarde."

Más reveladora fue la confidencia de Octavo Paz que leí en uno de sus libros más recientes.8 En respuesta a la pregunta "Cómo y por qué escribí El laberinto de la soledad", Paz confiesa que un impulso lo laceraba desde pequeño, personal y socialmente, solo y en comunidad. Se refiere a la condena social alberoniana, que lo ha perseguido a él y otros tantos como él por ejemplo, a Los Contemporáneos que por comparación, se distinguían de los otros republicanos. Paz postula de nuevo que un "pueblo corroído por la sospecha es el mexicano", suspicacia y sospecha marcan las relaciones sociales entre estos nacionales: "La suspicacia es hermana de la malicia y ambas son servidoras de la envidia." (p. 20). A fin de cuentas, Paz escribió su famosísimo Laberinto para hacer frente a la suspicacia y a la sospecha, quienes, en &uacuteltima instancia, son resultado del trabajo de la envidia; la soledad aguarda a los suspicaces y sospechosos, pero también segrega a los envidiados.

Hagamos de lado el tono reflexivo y busquemos la manera de romper el hechizo melancólico que nos ha caído encima por cavilar sobre la envidia. Acaso ayude encontrar su presencia en otras formas de cultura, las que Nietzche llamaba cultería. Puede ser que "la pasión de los cultos por esculcar el alma vugar del pueblo llano en busca de filosofía"9 despeje el aliento dantesco que oprime a quienes abordan con sentido trágico de la vida (sentido que caracterizaba al alma hispánica según apuntes del fin del siglo XIX), al monstruo de ojos verdes shakesperiano.

Para reírse de la envidia

La envidia no tiene porque atraer en su contra lamentos y amenazas escatológicas. Ha sido combatida por la sabiduría popular, no mediante tratados ni discursos, sino con utilísimos proverbios y refranes. Baste recordar aquel de "Si la envidia fuera tiña, cuántos pelones habría". Hace poco, otro escritor mexicano la mencionaba y la exorcizaba también mediante la risa. Al hablar de política y fútbol de qué otra cosa se puede hablar en tiempos finiseculares y finisexenales Miguel Ángel Granados Chapa lo aclaraba todo con aquel refrán tan nuestro: "Para los suspicaces y los envidiosos, no hay corbata bonita ni mujer honrada".10

Hablando de mujeres y de envidia, viene a colación un libro de esos que los historiadores de la lectura en México11 identificarían como "Lecturas para la mujer" y dentro de la "Santa campaña de la buena prensa". Se trata de Los pecados de la lengua y los celos en la vida de las mujeres12 serie de 16 conferencias dirigidas contra el exceso verbal manifiesto en el orgullo, la envidia, los celos, el odio, la venganza, la ligereza, la rivalidad, todos vicios propios de las mujeres. En efecto, el estereotipo femenino marca la recurrencia de las mujeres a pecar con la lengua. El chisme es una función comunicativa tradicionalmente permitida a las mujeres, el trabajo de la envidia incluye la difamación o desvalorización del otro término alberoniano mediante el comadreo y la calumnia, formas preferidas por "el viejerío". Por lo mismo, Mgr. Landriot exhortaba, desde 1890: "Tomad, pues, señoras, la resolución de hablar poco, a fin de pecar menos y vivir en paz" (p. 72)

Permítaseme citar una descripción muy gráfica del trabajo femenino del chisme y la envidia. Dice Landriot:

"!Ah¡ Señoras, si se pudiera dar a conocer al público las verdaderas causas de la envidia de
ciertas gentes, habría para llenarlas de eterna confusión. Preguntáronme un día: ¿Por qué tiene rabia la señora de tal a aquella otra señora? Jamás se descuida en desgarrarla, o al menos rasguñarla; parecería que cada día le sale un diente contra la prójima." (p. 145).

Muy de acuerdo con el México Guadalupano y los pecados de la lengua, casi un siglo después (en 1987), Felipe Garrido convocó a varios narradores a escribir un texto sobre alguno de los pecados capitales, tema elegido al azar. La reunión se efectuó, como corresponde, en la cantina "La Guadalupana", en la tradicional zona de Coyoacán. Las repúblicas de las letras mexicanas acudieron y el resultado fue una excelente compilación titulada Los sie7e pecados capitales.13

Constituida por quienes cumplieron el compromiso ("Muchos fueron los llamados, pocos los escogidos"), el tema que inspiró y produjo la mayor cantidad de productos literarios en esa Selección Nacional fue la lujuria: díez creaciones, como corresponde a una sociedad genitocéntrica tras la represión sexual y ante el apocalíptico sida. Un trío significativo ocupó el segundo lugar: por delante llegó la envidia con ocho relatos, como era de esperarse en un país de insidiosos (destaca, dicho sea de paso y como invitación a la lectura, "La casa junto al río", de la única mujer que contribuyó a ese tema, Beatriz Espejo, Premio Colima 1994). También ocho narradores escribieron sobre la soberbia, el pecado del Yo, resorte del envidiado; y otros tantos para la gula, según la riqueza culinaria de la cocina nacional, entre las primeras del mundo. El tercer lugar correspondió a la ira (siete textos); el cuarto a la pereza (seis) y, por último, apareció la avaricia (sólo cinco), como extranjera en un país de pobres.

Del relato que presentó entonces, Sealtiel Alatriste derivó su novela En defensa de la envidia, publicada en noviembre de 1992 y agotada rápidamente pues apenas seis meses más tarde apareció la segunda edición. No es mi intención contar de nuevo la trama; los invito a disfrutarla en la forma original. Me basta con señalar ahora que Alatriste construye su apología de la envidia en torno a una anécdota de la república de las letras mexicanas: la proverbial rivalidad entre Alfonso Reyes y Salvador Novo. Pero la defensa no se centra en esta disputa por la gloria, de la que Descartes y Alberoni hablaran. Va más allá, el subtítulo así lo explica: Varias calumnias de amor y sexo.

El panegírico también incluye la envidia que la posesión de las mujeres provoca en los hombres (Reyes y Novo se disputan a la cocinera; Uriel envidia la relación entre Reyes y Pita Amor). La envidia y sus parientes, los celos y el afán de apropiarse de los bienes ajenos, constituyen el impulso vital de los personajes, desde Julio Torri hasta Xavier Villaurrutia, desde Jaime Torres Bodet hasta Fidel Velázquez, en 1945, "el año de la envidia encarnizada".

También desfilan en esas páginas los femeninos pecados de la lengua, la confrontación envidiosa entre las mujeres: el odio y los celos de Lupe Marín, envidiada primero y luego envidiosa de lo que comparativamente había perdido con los años; o la rivalidad que la divina Pita, la Loca, despierta en Chole, la Cocinera,.

La diégesis de esos patriarcados intelectuales (a los cuales "la cultura mexicana es sumamente proclive", frase de José María Espinaza) confiesa sin más y creo que por primera vez la envidia que los hombres sienten por los estereotipos sociales asignados a las mujeres, por los oficios que la división sexual del trabajo destinó a la mujer: Chole es la cocinera, Pita Amor, una loca y Lupe Marín, una puta. Dicho de otro modo, la novela muestra la intención de lograr la reivindicación masculina de los espacios que la cultura les ha expropiado a los varones. Reyes, Novo y Uriel anhelan ser  cocineras, locas y putas. Uriel, el narrador homodiegético es quien con mayor claridad manifiesta esa envidia de lo tradicionalmente femenino.

Con todo, merced a la justicia poética, a estos tres envidiosos les aguarda la soledad del Laberinto. Tras el caos provocado por la acción envidiosa y el derrumbe de esa república, Uriel cierra su relato con el autoexilio: "Al día siguiente tomé el avión que me llevaría lejos de mi patria para siempre. No le hablé a nadie ni a nadie le dije adiós (p. 173)". Con ello, el personaje masculino confiesa asumir las recomendaciones aptas antes sólo para mujeres, las de "Hablar poco para vivir en paz".

Mediante una metadiégesis de la envidia, Sealtiel Alatriste el narrador extradiegético muestra una tendencia inconfundible a utilizar recursos actitudinales, temáticos y narrativos tradicionalmente permitidos a las mujeres escritoras. Así, se apropia de la pasividad y del mundo interior, de la confesión y la escritura de la cocina (por supuesto que incluye recetario y todo), de los pecados de la lengua (el comadreo entre Torri y Villaurrutia) y la tortura del deseo sexual insatisfecho por la falta de atrevimiento. Tal parece que el autor, ante la tristeza de los bienes femeninos, hasta entonces ajenos a los escritores, trasciende la envidia injusta y la convierte en justa. Ante las posibilidades expresivas típicamente femeninas, Alatriste recurre a la emulación, el antídoto que tanto Alberoni, como el Catecismo y Mgr. Landriot recomiendan contra la destrucción interior y la inestabilidad colectiva que corroen a los envidiosos.

Mediante el humor y la ironía, Alatriste contradice el antiguo proverbio, aquel que aseguraba que la envidia, en el mejor de los casos provoca una mueca, no la risa. Más que una defensa, la suya es una liberación de la envidia mediante la risa, el único recurso contra la opresión (que es una forma de represión), que proponía una mexicana, Rosario Castellanos.

Una máxima de Robert Burton, en La anatomía de la melancolía, especifica que cada pecado capital llevaba en sí anexo un placer o podía admitir, al menos una disculpa. Solamente la envidia carecía de placer y de disculpa. La tradición cristiana opone virtudes a los 7 pecados capitales, a saber:

contra soberbia, humildad

contra avaricia, largueza

contra lujuria, castidad

contra ira, paciencia

contra gula, templanza

contra pereza, diligencia

contra envidia, caridad

Deseo cerrar esta cavilación evocando lo que por los años de 1970 escuché del autor de Adrede, volumen dedicado a Octavio Paz. El mismo poeta que en su séptimo soneto escribiera acerca de la impavidez, sin saber que Alberoni la recomendaría luego:

Ni un punto guardaré para la Ira

El último latido va primero;

Ante el siniestro lujo venidero

la dimensión absorta no respira...14

me confesó un día su secreto para la paz: contra ira, soberbia; contra lujuria, pereza; contra gula, avaricia, sólo la envidia no tiene compañero. Yo también me río desde entonces.

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Notas

1 Monsignor Landriot, Arzobispo de Reims, Los pecados de la lengua y los celos en la vida de las mujeres seguidos de conferencias sobre los juicios temerarios la paciencia y la gracia, París, A. Roger y F. Chernoviz, Editores, 1890 p. 122

2 Francesco Alberoni, Los envidiosos, México, Gedisa, 1991, n. 2 de la p. 12.

3 Descartes, Las pasiones del alma, Argentina, Aguilar, 1971, art. 182. "De la envidia" y 183 "Como puede ser justa o injusta", p. 167ss.

4 Catecismo de la Iglesia Católica, Lumen, Montevideo, 1992, pp. 426: "la proliferación del pecado".

5 Francisco Zarco, Estado de la literatura en México, La ilustración mexicana, México, I. Cumplido, 1842. T. III, pp. 5-8

6 Francisco Zarco, "Discurso sobre el objeto de la literatura pronunciado el 1o de junio de 1851", La ilustración mexicana, México, I. Cumplido 1851. T. I, pp. 161-168.

7 José Luis Martínez "Examen de Ramón López Velarde", en Obras de Ramón López Velarde, México, Fondo de Cultura Económica, 1971. p. 9.

8 Octavio Paz, Itinerario, México, Fondo de Cultura Económica, 1993, p. 13

9 Christopher Domínguez Michales citó a Nietzche así en "Futbol y cultería", El ángel, suplemento cultural de Reforma, México, D.F. 19 de junio de 1994, p.2.

10 Miguel Ángel Granados Chapa, columna Plaza Pública "Frágil paz, riñas triviales", Reforma, México 19 de junio de 1994, p.7.

11 Seminario de Historia de la educación en México, Historia de la lectura en México, Colegio de México, 1988.

12 Langriot, Op. Cit.

13 Enrique Aguilar y otros, Los siete pecados capitales, Consejo Nacional para la cultura y las artes, México, Instituto Nacional de Bellas Artes, 1989.

14 Gerardo Deniz, Adrede, México, Joaquín Mortíz, 1970.


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