Sincronía Invierno/Winter 2001


En el principio era la música y después apareció el verbo:la apuesta de Joyce por la palabra en Retrato del artista adolescente y Dublineses

Lourdes Jaime Vázquez

Para introducir en la obsesión de Joyce por el lenguaje


Aunque parezca asombroso, en "Las hermanas", el cuento que abre Dublineses (1), se anuncia ya el Ulises, en la extrañeza que expresa el protagonista niño frente al término "parálisis". El análisis simbólico de la narrativa joyceana ya se ha ocupado de definir el papel central que dicho concepto desempeña como hilo conductor del anquilosado mundo que narra: Dublín e Irlanda como una realidad estática (2). Sin embargo, nuestro objetivo ahora es reflexionar sobre el interés de Joyce por la palabra en su sentido formal, aunque sin dejar de lado el simbolismo que encierra; no se le puede dejar de lado, precisamente porque tal simbolismo tiene que ver, de manera central, con la preocupación del autor por el lenguaje. Es una obsesión creativa que atraviesa todas los textos del escritor, de los iniciales a la ininteligibilidad de Finnegans Wake, su obra última, escrita en un

lenguaje tan particular, armado con base en referencias tan privadas, tan plagado de una importancia del sonido sobre el significado, que siendo absolutamente musical es también incomprensible [...] Uno de ellos [un crítico] adelanta la opinión de que esto se debe a que cuando escribe Finnegans Wake le interesaba más el sonido de las palabras que el hecho de que pudieran ser interpretadas de acuerdo con un código común. (3)

Así, en el presente análisis de Dublineses y, sobre todo, del Retrato del artista adolescente (4), se trata de ahondar en el afán del escritor irlandés de recrear el ritmo y la musicalidad inherentes al lenguaje, de dar cuenta de la fascinación que la palabra ejerce por igual en el niño dublinés y el artista que crece y evidenciar el poder evocador del lenguaje, que el propio autor confirma.

Cierto que la obra de un creador, cuando realmente es tal, constituye una summa donde las partes en conjunto forman un sentido total y se aluden las unas a las otras. Pero si en principio la afirmación es válida, eso no niega que, con frecuencia, el escritor (pintor, etc.) -a semejanza del niño- balbucée al principio, de manera que nunca su opera prima tiene el aliento que la de madurez. En el caso del autor irlandés, por supuesto que no se puede afirmar que el Retrato del artista adolescente o Dublineses participen de la maestría de Ulises o Finnegans Wake; pero lo que sí es un hecho es que, como creador, Joyce fue muy consistente en sus preocupaciones estéticas (lo que no ocurre siempre en todos los grandes escritores) y ya en sus obras iniciales anuncia su obsesión creadora por el lenguaje y su interés en hacer de la palabra misma y su musicalidad la protagonista de sus textos. Demostrarlo es la apuesta de este ensayo.

Análisis de cómo Stephen Dédalus

aprende a cantar y a hablar

Es claro -y la crítica especializada ya se ha encargado de evidenciarlo (5)- que Joyce está en el niño de "Las hermanas" y en tantos otros niños Dublineses, lo mismo que en el Retrato del artista adolescente y en el Stephen de Ulises. Por igual en uno y en todos hay un verdadero deslumbramiento por la palabra, un real placer de reproducir las sensaciones que ella produce:

Cada noche, mientras alzaba la vista hacia la ventana, murmuraba la palabra parálisis, y sonaba siempre extraña en mis oídos, tal como "gnomon" en las obras de Euclides, o simonía en el catecismo. Ahora se me antojaba el nombre de un ser maléfico y pecaminoso. Me llenaba de terror [...] (6)

Cierto que el miedo como asociación libre -o ni tan libre, pues Freud ya circulaba con su mundo de inconsciencia y represiones- proviene de oír una palabra concreta, "parálisis". Mas eso no niega que en el origen lo que prevalece sea la sonoridad del lenguaje: la enorme atracción de escuchar "parálisis", "gnomon", "simonía", el placer auditivo de oír y reproducir los sonidos. Así, con el dublinés niño-Joyce nos remontamos hasta el genésis mismo, cuando el hombre se hizo hombre, primero por la música y luego por el verbo.

"Parálisis", por supuesto que sí, es una palabra que inspira miedo y, sin embargo, su re-creación es lo que permite al escritor sacar a luz la realidad inmóvil de su patria y, paradójicamente, también alejarse de ella y salvarse a través del poema. Lenguaje y música se unen en una nueva realidad que trasciende el terror, en un verbo que de entrada remite a la tradición oral, a la música que se canta y también a la música que se habla. Y así como en las canciones hay un estribillo que vuelve, así "las palabras que no comprendía se las repetía una y otra vez, hasta que se las aprendía de memoria" (7). Es el espacio primigenio de los sentidos: del oído, del lenguaje, de los olores.

Los niños de la narrativa joyceana y el escritor niño, crecen en medio de un mundo lúgubre, donde patria, religión y familia oprimen y reprimen por igual. Pero aunque parezca contradictorio, es un mundo donde también el paraíso existe, anclado en el regodeo infantil con el lenguaje. Hablamos de la magia que lleva a todos los niños a repetir sílabas y maravillarse de la posibilidad de nombrar lo que nos rodea. La diferencia está en que mientras para la mayoría es simplemente una etapa en el aprendizaje de la lengua materna, en el escritor se vuelve una obsesión que aspira a la eternidad. El gusto de Joyce por la palabra se alimenta, entonces, no sólo de la repulsión por el catecismo (simonía, simonía, simonía) y el terror ante una parálisis que se contagia, sino también y paradójicamente, del paraíso perdido de la infancia, que le lleva a convertirse en un artista adolescente. Un niño que luego del ma-má y demás monosílabos gozosos que se comparten en los primeros años, crece y se pierde en el laberinto sonoro.

Stephen Dédalus es el nene de la casa que aprende el ¡mú! de las vacas y repite "Ay, las floles de las losas veldes" (8). Las consonantes fuertes todavía se le resisten, pero igual él ya tiene su canción, esa con la cual evoca a Betty Byrne, la chica que vende trenzas de azúcar. En el principio era el verbo, dice la Biblia y, sin embargo, en la prehistoria del mundo antes que el verbo está la armonía del sonido; la perfección de un lenguaje que primero se ancla en la naturaleza y luego es adoptado por el hombre para alegrar el oído y poner ritmo al movimiento del cuerpo. Es la música, que no demanda todavía palabras reconocibles y que en la infancia de Stephen Dédalus confirma su carácter liberador y placentero y su poder evocador de la prehistoria de un artista adolescente cuya:

[...] madre olía mejor que su padre y tocaba en el piano una jiga de marineros para que bailase él. Bailaba:

Tralala lala,

Tralala tralalaina [...](9)

El niño joyceano está siempre a medio camino entre la inherente tendencia infantil al placer y el miedo heredado de un catolicismo extremo, enarbolado como signo irrenunciable de identidad nacional; ha nacido en la Irlanda católica que ve en la religión un símbolo contra el colonialismo inglés. No se puede ser irlandés e ignorar la eterna lucha de la patria contra el imperio, su permanente afirmación anticolonialista, presente en todas las familias. La política parece ser una circunstancia horrible, que no interesa al escritor sino como parte de una realidad que puede ser convocada y transformada por el lenguaje. Stephen aprende una palabra más cuando Dante dice "que Parnell era una mala persona. Se preguntaba si estarían discutiendo sobre eso en casa. Eso se llamaba la política. Había dos partidos [...] El periódico hablaba todos los días de eso"(10). En su momento Joyce tomará distancia geográfica de todo ello y se dará cuenta que, en su caso, patria sí fue destino, y que Irlanda y el catolicismo están en él, lo mismo que están en la infancia de Dédalus. Stephen todavía esconde las travesuras debajo de la mesa, pero no escapa ya al deber de pedir perdón; porque si no:

 

 

Le sacarán los ojos,

Pide perdón,

pide perdón

de hinojos. (11)

Es sabida la capacidad de la infancia para volver luminoso todo momento, a veces hasta el temor, capacidad que tiene su equivalente en el poder del creador de convertir en narración la escena fundadora de la culpa cristiana, en valerse del lenguaje poético para volver canto la memoria de:

Le sacarán el corazón.

Pide perdón,

Pide perdón. (12)

Está ahí el principio de la culpa, pero hermosamente re-creado con la magia del lenguaje. Es el oído de Stepehn, que va de la música a la palabra hablada, de la política a todas las demás palabras que le resultan extrañas. Y para comenzar está su propio nombre: "Dé-da-lus". Se llama Stephen Dédalus y los otros le dicen "Dédalus, tú tienes un apellido muy raro [...] Tu nombre parece latín"(13). En la vida real el nombre casi nunca es destino, pero en la poesía con frecuencia ocurre al revés y Stephen "lleva como apellido el nombre del mítico constructor del laberinto de Knossos" (14), el héroe mitológico que fabricó unas "alas de cera y plumas que lo harían, a él y a su hijo Icaro, volar por los aires en su intento de escapar del confinamiento"(15) al que los tenía sometido el rey Minos. Claro que no, Stephen Dédalus no se llama así por casualidad, pues como artista se sabe llamado a construir un laberinto a partir del lenguaje, un laberinto que "no es una maraña ni un enredo, sino una perfecta arquitectura: un trazado difícil cuyo único fin consiste en dar con la salida precisamente. No es, pues, un encierro, sino un plan de evasión [...]"(16), un medio para volar. Se llama Dédalus y disfruta repetir las palabras, se regodea en su sonoridad, las escenifica desde la memoria.

Es un artista adolescente que se recuerda niño, es Stephen Dédalus diciendo "Cinturón, cinturonazo. Y darle a un chico un cinturonazo era pegarle con el cinturón"(17). ¿Por qué la memoria trae el cinturonazo cuando Dédalus es ya estudiante con los jesuitas?. No hay asociaciones gratuitas, el psicoanálisis ya lo ha demostrado. Stephen, niño católico, sabe desde entonces que hay que pedir perdón cuando se es culpable y si se es culpable, entonces se merece un castigo; recibir un cinturonazo es ser castigado por una mala acción. Con los jesuitas el niño de Joyce aprende, sí, que la rigidez es la línea educativa, pero también descubre por esa vía que a las sensaciones que vienen de cada sentido, respecto del mismo hecho, se las nombra de diferente manera:

Aquello era un sonido si se oía; pero si se recibía el pelotazo, se sentía dolor. La palmeta hacía ruido también, pero era muy distinto [...] Había diferentes clases de sonidos. Una vara larga y delgada daría un silbido agudo; y se imaginaba cómo sería el dolor que produciría.(18)

¡Mú!, tener que pedir perdón, cinturonazo, diferentes sonidos. El universo auditivo y lingüístico crece. Con la entrada en los jesuitas, los libros han hecho su aparición en la vida de Dédalus, que ya dejó atrás las floles y ahora tiene que aprender a deletrear:

Wolsey murió en la Abadía de Leicester,

donde los abades le enterraron.

Cancro es una enfermedad de plantas;

cáncer, una de animales.(19)

Sólo una pedagogía fundamentada en el miedo y la represión podía pensar ejemplos tan lúgubres para el libro de un niño que aprende las primeras sílabas. En lugar de vocales de colores, se cuelan la enfermedad y la muerte y, sin embargo, el poder convocador del lenguaje atrapa al artista adolescente, en cuya memoria están las "frases tan bonitas [que] había en el libro de lectura del doctor Cornwell."(20) Las palabras remiten por igual a la bello que a lo feo, a la bondad y a la maldad, a la alegría y al dolor y, sin embargo, tienen valor poético al margen de ello, en tanto que permiten dar cuenta de la realidad. Al respecto señala Salvador Elizondo que "para Joyce se trata de concretar, por medio del lenguaje, esta percepción fluida, móvil, del mundo"(21). Nunca ceja el escritor en su afán de poner de manifiesto la capacidad del lenguaje para transformar la realidad, para convertir la vulgaridad de la vida práctica en poesía, para volver hermosa la lobreguez de un entierro imaginado, para evocar con placer una triste canción:

¡Din-don! ¡La campana del castillo!

¡Madre mía, adiós!

Que me entierren en el viejo cementerio

junto a mi hermano mayor.

[...]

¡Qué hermoso y qué triste era aquello! Qué hermosas las palabras cuando decía: ¡Que me entierren en el viejo cementerio!(22)

Las viejas canciones irlandesas, las primeras sílabas, y luego el laberinto sonoro cada vez se vuelve más complejo, pues ya no se alimenta sólo del mundo doméstico y los rostros conocidos, sino que comienza a rastrear en una tradición literaria que poco a poco se le va revelando al niño. "Gnomon" proviene de Euclides y un pasado clásico, otras de un lugar soñado de Oriente:

Las sílabas de la palabra Araby me llegaban, a través del silencio en el cual mi alma se complacía y a la vez me cubrían de encanto oriental.(23)

Claro que no es gratuito que "Araby" sea el lugar de la feria y la diversión, el espacio donde las Mil y una noches pueden ser posibles y donde la magia existe sólo porque Ella desea que vaya allá. Y no importa que la realidad imponga su grisura y el niño regrese de "Araby" angustiado, con ira y sin haber comprado el regalo para la amada; nada será capaz ya de destruir el recuerdo "de un gran edificio que ostentaba aquel mágico nombre"(24).

"Araby" es la magia y el gozo, pero más acá está la vida cotidiana que también es pródiga en palabras que asombran y aparecen donde menos se las espera. Basta que el padre tire "de la cadena para quitar el tapón, y el agua sucia cayó por el agujero de la palangana. Y cuando toda el agua se hubo sumido, lentamente, el agujero de la palangana hizo un ruido así: chup"(25). Chup, chup, chup, el niño-Dédalus-dublinés-Joyce se deleita con el sonido del lenguaje, venga de la Grecia clásica, venga de la cotidianeidad de un cuarto de baño. Lo importante es la apuesta de re-creación de la palabra que hace el artista adolescente. Por la escritura todas las palabras son mágicas. El recuerdo existe ligado a la sonoridad del lenguaje y por eso para el niño Stephen aprender la geografía con Dante resulta un placer y no importa que al comer ella hiciera "aquel ruido y se llevaba la mano a la boca, aquello se llamaba acedía"(26). La memoria es indisoluble del lenguaje y Dante pervive en el artista adolescente, tanto por las acedías, como por nombrar la montaña más alta de la luna o el río más largo de América.

En el artista adolescente el lenguaje es siempre un campo por descubrir, una nueva palabra con la cual deleitarse, un sonido para dejarse llevar. Del aprendizaje de la geografía salta el recuerdo a la vida doméstica, cuando el agua hace chup al irse por la cañería y donde la cocina existe y "pronto encenderían el gas y al arder haría un ligero ruido como una cancioncilla"(27). La canción del niño que crece ya no es la de las floles de las losas veldes, pero su oído sí sigue deleitándose con la música; el niño-poeta busca el aislamiento para solazarse en ella, finge que participa de la actividad comunitaria en el colegio, pero sabe desde entonces que en realidad está "en un rincón del salón de recreo, haciendo como que miraba una partida de dominó, y por dos o tres veces pude oír la cancioncilla del gas."(28)

La obsesión creativa por el lenguaje, que empieza en Stephen apenas con los balbuceos y se convierte sin duda en la razón de ser del artista, no logra ocultar, sin embargo, el dolor del niño alejado de la madre, la tortura del colegio, la falta del afecto cotidiano de la lejana familia. El niño se refugia en un mundo interior de palabras y sonidos, para no sucumbir a la tristeza, en ese lugar donde "todos le parecían muy extraños. Todos tenían padres y madres, y trajes y voces diferentes. Y deseaba estar en casa y reclinar la cabeza en el regazo de su madre."(29)

El adolescente artista de Joyce siente que tantas "voces" diferentes lo confunden, que requiere de la palabra para asegurar su lugar en el mundo, para tener la clave de su propio laberinto, para saber que es Stephen Dédalus, que está en la Clase de Nociones en el Colegio de Clongowes Wood, "Sallins / Condado de Kildare / Irlanda / Europa / El Mundo / El Universo"(30). Se define frente a sí mismo en la portada del libro de Geografía, se define para no sentir que se va por un pozo muy hondo, se define porque sus compañeros se burlan de él tanto si dice que besa a su madre todas las noches, como si lo niega. La palabra escrita aparece como un asidero que da seguridad, mientras rememora que "poner la cara hacia arriba, así, para decir buenas noches y que luego su madre inclinara la suya. Eso era besar [...] aquellos labios eran suaves y le humedecían la cara; y luego hacían un ruidillo muy pequeño: be-so."(31)

No se sabe si Dédalus persigue a las palabras o si las palabras lo persiguen a él. Seguramente es un juego de ida y vuelta, o mejor todavía, un juego circular por el que el poeta se encuentra con la palabra y con ella evoca lo mismo el infierno que el paraíso, la tradición literaria o la vida cotidiana, a Euclides y "un libro que trataba de Holanda. Tenía unos nombres extranjeros encantadores [...]"(32). A la vuelta de todos los días y de todas las esquinas tiene Stephen la oportunidad de fantasear con el lenguaje, de hacerse consciente de su sonoridad y adivinar parecidos entre Kildare y la pierna de un pantalón:

En que las dos contienen "un muslo". ¿Comprendes el chiste? Athy es la ciudad del condado de Kildare y a thigh (un muslo) lo que hay en una pernera.(33)

El artista Dédalus construye el laberinto con todo lo que la realidad le ofrece y para eso, lo mismo puede servir la vida doméstica con sus adivinanzas y el agua que corre por la cañería, que Euclides o la atracción física y el amor recién descubiertos. Es todavía un niño pequeño mas la sensualidad ya forma parte de él; aunque paradójicamente venga ligada en sus inicios a una cultura religiosa, donde existe una larga letanía que se reza y que él repite, re-crea poéticamente sin apenas saberlo, cuando "su cabello rubio le ondeaba por detrás, como oro al sol. Torre de Marfil. Casa de Oro"(34). Del catolicismo viene el sentido de culpa y la rigidez en la educación, pero paralelamente le regala a Dédalus la hermosura de su liturgia y de sus ritos. Stephen, como artista que nace, es un ser sensual que se deja tocar por todo lo que puede volverse poesía, de modo que

el día de su primera comunión [...] cuando el rector se inclinó para darle la santa comunión había sentido un ligero olor a vino en el aliento del rector, al vino de la misa, sin duda. ¡Qué magnífica palabra: vino! Le hacía a uno pensar en el color púrpura oscuro.(35)

El personaje es un niño inocente, pero ya se deleita con la palabra "vino", con el color que evoca, quiza con el sabor que anuncia. La sensualidad ya está ahí, aunque sea incapaz de comprender "¿qué significaba aquello de besuquearse en los lugares?"(36). En realidad, así como en la sensualidad, en tantas otras esferas de la vida el artista va siempre por delante de la edad de Stephen, un personaje en el cual "encarna un espíritu anhelante, cuya capacidad sensitiva supera, y rebasa con mucho, a sus embrionarias posibilidades de comprensión."(37)

Para concluir el cuento de

había una vez un laberinto

Queda claro, pues, que el lenguaje es la preocupación central del artista adolescente, una preocupación que el autor llevará hasta las últimas consecuencias en Finnegans Wake y Ulises, donde "toda la evolución del lenguaje, desde la onomatopeya primitiva hasta el neologismo absoluto se realiza dentro de una sola obra"(38). Tanto en Retrato del artista adolescente como en Dublineses está el germen de las obras maestras de Joyce y como tal son muestra contundente de la continuidad y consistencia en el quehacer literario del escritor.

Ya se dijo al inicio, que los críticos señalan que quizá no importe la incomprensibilidad de Finnegans Wake, pues es un texto en el cual el eje es el sonido de las palabras. El análisis de Dublineses y el Retrato del artista adolescente, evidencia que ése es un interés que está presente desde los comienzos del escritor y que toda su obra es, en tal sentido, un largo camino para llegar al poema como sonido puro. De las historias, en apariencia completamente realistas de Dublineses, donde la música hace de vez en cuando tímidas apariciones, a la recurrente reflexión sobre la palabra, por parte del artista adolescente y, finalmente, al Ulises y la música pura de Finnegans Wake, hay un camino laberíntico que el lenguaje traza.

La apuesta del gran autor irlandés estuvo desde el principio en la capacidad evocadora de la palabra, en su poder para dar cuenta de la realidad, afán por el cual "recorre [...] el camino que va desde los orígenes del lenguaje hasta su formación reciente"(39). El escritor es Stephen Dédalus y es Dédalus que con las palabras construye por igual un laberinto y unas alas, con las que "salgo a buscar por millonésima vez la realidad de la experiencia y a forjar en la fragua de mi espíritu la conciencia increada de mi raza"(40). Joyce, como los niños dublineses y como el artista adolescente, vuela y goza con el lenguaje y en ese gozo se pierde para encontrarse e invita a los lectores a perderse.


NOTAS

[1]JOYCE, James. "Las hermanas", en Dublineses, Ediciones Coyoacán (Col. Reino Imaginario, núm. 29), México, c2000, 202 pp.

[2]Vid. ELLMANN, Richard. James Joyce, Anagrama (Biblioteca de la Memoria, núm. 1), Barcelona, España, c1991, 942 pp.

[3]GARCÍA PONCE, Juan. "Biografías: James Joyce", en Letras libres, núm. 15, marzo de 2000, México, p. 52.

[4]JOYCE, James. Retrato del artista adolescente, Ediciones Coyoacán (Col. Reino Imaginario, núm. 32), México, c2000, 255 pp.

[5]Vid. ELLMANN, Richard, op. cit.

[6]JOYCE, James. "Las hermanas", en Dublineses. op. cit., p. 7.

[7]JOYCE, James. Retrato del artista adolescente, op. cit., p. 61.

[8]Ibídem, p. 7.

[9]Idem.

[10 Ibídem, p. 16.

[11]Ibídem, p. 8.

[12]Idem.

[13]Ibídem, p. 24.

[14]NABOKOV, Vladimir. "James Joyce: Ulises", en Lecciones de literatura, Emecé, Buenos Aires, Argentina, c1984, p. 408.

[15]PUTZEYS ÁLVAREZ, Guillermo. Los juicios literarios en James Joyce, UNAM (Cuaderno del Centro de Estudios Literarios, núm. 7), México, 1974, p. 8.

[16]MARICHALAR, Antonio. "James Joyce en su laberinto", en Revista de Occidente, núm. 146-147, julio-agosto de 1993, España, p. 50.

[17]JOYCE, James. Retrato del artista adolescente, op. cit., p. 9.

[18]Ibídem, p. 44.

[19]Ibídem, p. 10.

[20]Idem.

[21]ELIZONDO, Salvador. "Ulysses", en Teoría del infierno y otros ensayos, El Equilibrista / El Colegio Nacional, México, c1992, p. 136.

[22]JOYCE, James. Retrato del artista adolescente, op. cit., p. 23.

[23]JOYCE, James. "Araby", en Dublineses, op. cit., p. 28.

[24]Ibídem, p. 30.

[25]JOYCE, James. Retrato del artista adolescente, op. cit., p. 11.

[26]Idem.

[27]Idem.

[28]Ibídem, p. 13.

[29 Idem.

[30]Ibídem, p. 15.

[31]Ibídem, p. 14.

[32]Ibídem, p. 25.

[33]Ibídem, p. 24.

[34]Ibídem, p. 42.

[35]Ibídem, p. 45.

[36]Ibídem, p. 41.

[37 MARICHALAR, Antonio. Op. cit., p. 41.

[38]ELIZONDO, Salvador. Op. cit., p. 136.

[39]Ibídem, p. 139.

[40]JOYCE, James. Retrato del artista adolescente, op. cit., p. 254.

 

B I B L I O G R A F Í A

 

     ELIZONDO, Salvador. Teoría del infierno y otros ensayos, El Equilibrista / El Colegio Nacional, México, c1992, 218 pp.

     ELLMANN, Richard. James Joyce, Anagrama (Biblioteca de la Memoria, núm. 1), Barcelona, España, c1991, 942 pp.

     JOYCE, James. Dublineses, Ediciones Coyoacán (Col. Reino Imaginario, núm. 29), México, c2000, 202 pp.

     JOYCE, James. Retrato del artista adolescente, Ediciones Coyoacán (Col. Reino Imaginario, núm. 32), México, c2000, 255 pp.

     Letras libres, núm. 15, marzo de 2000, México.

     NABOKOV, Vladimir. Lecciones de literatura, Emecé, Buenos Aires, Argentina, c1984, 542 pp.

     PUTZEYS ÁLVAREZ, Guillermo. Los juicios literarios en James Joyce, UNAM (Cuadernos del Centro de Estudios Literarios, núm. 7), México, 1974, 49 pp.

        Revista de Occidente, núm. 146-147, julio-agosto de 1993, España.


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