Reflexiones
en torno a Una muerte sencilla, justa, eterna. Cultura y guerra durante la Revolución
Mexicana,
de Jorge Aguilar Mora
Yoon
Bong Seo
Universidad de Guadalajara
Buscando
información
sobre la Revolución Mexicana tropecé con este libro. El título era atractivo porque no
parecía ser un libro de historia tradicional o un ensayo social. La primera parte del
título parecía una novela y, en fin, lo compré y al leerlo me di cuenta de que se trata
de una obra muy especial e interesante desde el punto de vista literario, histórico y
social de México, relativamente reciente y con un punto de vista fresco y comprometido.
De ahí nacieron estas reflexiones que ahora comparto en este acercamiento.
Una
muerte sencilla, justa, eterna. Cultura y guerra durante la Revolución
Mexicana,
de Jorge Aguilar Mora, es un proyecto ambicioso.[1] Siguiendo el ejemplo de su
casi padre adoptivo, Antonio Alatorre, el tema de esta novela es la totalidad.[2]
Y según
dice en la obra misma, parecería que hubiera sido un pacto de los años de estudiante: "Ojalá
algún
día
podamos entre todos terminar con nuestra complicidad la obra del maestro" (p. 97).
Tal parece que el ejemplo de Antonio Alatorre fue determinante para la conformación
del
presente texto, en el que dice: "Sólo
hay una manera de saber: saber todo. [...] Sólo
el conocimiento de todos los hechos puede asegurar que se produzcan las causas o que se
vuelvan opacas y tangibles [...] Mientras no haya totalidad, sólo
puede haber abstracción,
construcciones mentales y de mala conciencia" (pp. 18-19).
¿Cuál
es el fragmento de totalidad que pretende presentar Aguilar Mora?, se trata nada menos que
del complejo formado por historia, mito, literatura y sociedad. Y si antes lo llamamos
ambicioso fue porque él
mismo dice: "los límites
de la totalidad por mí
deseada
o los límites
de mi deseo me dejaron sentir [...] que la respiración
de la historia no puede ser sino la proposición de
un valor. Un valor y no una opinión,
ni siquiera una idea: un valor, una postura vital, una perspectiva de los hechos, y no los
hechos en perspectiva" (p. 104), y es ésta
la tarea que se impone y que trata de realizar.
La
idea generadora del texto es la misma que en 1974 se planteara: "¿De
qué
manera
poseemos nuestro lenguaje? Quizás en
efecto nuestro lenguaje hispanoamericano resume en su diacronía
la historia más
grande de un despojo: el despojo de otro lenguaje. Quizás
la
historia de este lenguaje es la historia de una sucesión de
usurpaciones".[3]
Señalaba
entonces que la historiografía no
tiene aún su
propio lenguaje, que la historia de México
sigue siendo un encadenamiento positivista de figuras heroicas que en realidad fragmentan
los hechos alrededor de virtudes paradigmáticas.
Por ello, Aguilar Mora no duda en señalar
que "la visión
de Octavio Paz es muy aguda, no así
su
sentimiento y comprensión de
la historia".[4]
El
primer problema que nos plantea el texto es el problema del estilo. Dice el narrador:
"No, mi libro no será
de historia, ni de revelaciones biográficas.
Será
simplemente un libro de estilo" (p. 11). El estilo de Una muerte sencilla, justa,
eterna... tiende hacia la pluralidad, y acerca de ello Roland Barthes afirma:
"Cuanto más
plural es el texto, menos está
escrito
antes de que yo lo lea".[5]
Una muerte sencilla, justa, eterna... es una pluralidad hecha texto, al punto que
nos llega a plantear el problema de su género.
¿Ensayo, historia, crítica
social, historiografía o novela?
Bajtín
dice que
"el contenido temático,
el estilo y la composición
están
vinculados indisolublemente en la totalidad del enunciado, entendiendo enunciado como la
obra, y se determinan de un modo semejante por la especificidad de una esfera dada de
comunicación".[6]
Y más
adelante agrega:
"El estilo está
indisolublemente
vinculado a determinadas unidades temáticas
y, lo que es más
importante, a determinadas unidades composicionales; el estilo tiene que ver con
determinados tipos de estructuración de
una totalidad, con los tipos de su conclusión,
con los tipos de la relación
que se establece entre el hablante y otros participantes de la comunicación
discursiva".[7]
La
tarea que Jorge Aguilar Mora se impone en este enunciado es "convertir los hechos
históricos
en acontecimientos lingüísticos
y en propiedad colectiva y anónima
[...], transfigurar el dolor colectivo en voluntad, y la voluntad en imperativo
moral" (p. 11), todo con el fin de que su libro de estilo "pueda
ofrecernos la perpectiva de la vida intensa, liberada, rebelde a los designios y a los
caprichos de los mismos poderosos que describe" (Idem.).
Así
pues,
la estructura de Una muerte sencilla, justa, eterna... atiende a una intención
de contenido por parte del escritor, y de recepción
por parte del lector. El estilo fragmentario permite al autor desplazarse con libertad en
el tiempo y en el espacio para presentar los contenidos del texto que son un entretejido
de imágenes
de distinto nivel discursivo: autobiográfico,
histórico,
literario, en su plano de creación y
en el de crítica
que luego extenderá
al
de la historia.
Los
aspectos que determinan su composición
y estilo son la selección
de los recursos lingüísticos
y del género
discursivo que se define ante todo por el compromiso (o intención)
que adopta el autor, y el momento expresivo; es decir, la actitud subjetiva y evaluadora
desde el punto de vista emocional del escritor con respecto al contenido de su propio
enunciado. El enunciado de Jorge Aguilar Mora no es neutral, refleja un compromiso ideológico
que deja entrever a lo largo de todo el texto.
No
afirmamos que la obra tenga una naturaleza dialéctica,
pero decimos con Bajtín
que por más
monológico
que sea un enunciado no puede dejar de ser, en cierta medida, una respuesta a aquello que
ya se dijo acerca del mismo objeto, acerca del mismo problema, aunque el carácter
de respuesta no recibiera una expresión
externa bien definida: ésta
se manifestará en
los matices del sentido, de la expresividad, del estilo, en los detalles más
finos de la composición.
Un enunciado está
lleno
de matices dialógicos
y sin tomarlos en cuenta es imposible comprender hasta el final el estilo del enunciado,
dice Bajtín.
Sin
embargo, el texto mismo señala
la incapacidad del diálogo
en la narrativa mexicana. Al detenerse a revisar el discurso histórico
mexicano que cuestiona, el autor dice: "se estaban poniendo todos los elementos
necesarios para impedir el nacimiento de una historia dialéctica.
Con esa certeza no había
posibilidad alguna de que se escuchara o se dejara hablar al discurso radicalmente
diferente de los luchadores anónimos,
de los juanes, de los antiparros..." (p. 139).
Dice
Aguilar Mora, "el hecho de que Paz conciba a la historia como una línea,
recta o curva, como una sucesión,
como una progresión,
lo condena inmediatamente a ignorar, a despercibir la complejidad misma de los fenómenos
que la historia abarca".[8]
Y es en oposición al
estilo de los autores que como Paz pretenden linealizar la historia, que Jorge Aguilar
Mora define lo que será
la
obra que hoy nos ocupa: "Una reunión
de imágenes
es inmediatamente convocable: otredad, poema, crítica,
mito, historia, figuras del tiempo, idea de la técnica,
revolución,
etcétera.
Es un gran baile de máscaras
donde el principal invitado es precisamente la máscara
y cuyo momento culminante será
la
caída
de esas máscaras.
Pero en ese gran salón
donde la otredad acapara la atención
por sus numerosos disfraces falta con mucha frecuencia un espejo. Falta la verdadera
otredad del pensamiento: el ritmo, la pausa, el silencio, la reflexión, la
autorreflexión".[9]
El
tema de la máscara,
del disfraz, del rostro, está
en
la lista de los temas que son difíciles
de describir, según
se afirma en la misma novela (cf.
p. 32).
Una
muerte sencilla, justa, eterna...,
como todo texto literario, es a la vez individual y social. Individual porque es una forma
de organización
única
e irrepetible de los materiales preelaborados y transformados de alguna manera, y social
por el aprovechamiento de materiales ya existentes y la elaboración
de una
forma para el componente que corresponde a las formas que se dieron en su momento histórico:
"La literatura podía
pagar la deuda que tenía
con la historia de la Revolución
y
al mismo tiempo, con la perspectiva de volverse memoria colectiva, podía
cumplir con un propósito
original: convertirse en escritura de algo ya escrito, en mera recreación
de algo ya vivido para siempre, también.
Repetición, sí,
pero repetición de
salud, repetición de
la salud para resucitar a los muertos" (p. 13).
Sin
duda que se trata de un texto literario, novela, ensayo o crítica
literaria..., podríamos
decir que se trata de una fusión de
géneros,
pero el problema queda abierto. Dijimos
antes que el texto es un tejido de imágenes
y esto nos permite tomar las palabras de Bajtín
cuando dice que "las imágenes
de los lenguajes son inseparables de las imágenes
de las concepciones y de sus portadores vivos: la gente piensa, habla y actúa
en un ambiente histórico
y social concreto",[10]
y dice además
que el diálogo
entre la tradición
letrada institucional y la tradición
oral no se limita al plano técnico,
toma en cuenta el plano social e histórico.
Aguilar
Mora afirma: "Estas imágenes
son imágenes,
no son metáfora,
no son ideas. Son imágenes
que viven de los instantes y que se alimentan con la vida: mejor dicho, en ellas, la vida
se vuelve imagen" (p. 129). El autor trabaja con un material lingüístico
de lenguajes literarios y no literarios, discursos, con la cultura de su tiempo y la
pasada. Moviliza todo lo anterior para representar la imagen de una realidad.
La
experiencia pone a prueba, a cada momento, las representaciones que tenemos de la
realidad. En este caso, el problema es la configuración
de la imagen del otro. Una imagen teóricamente
novelesca es la imagen de un lenguaje ajeno[11]. En la obra encontramos un
sinfín de
citas de lenguajes ajenos ante las cuales el autor no permance neutral: polemiza con ese
lenguaje, le responde, lo acepta con reservas, lo interroga, lo escucha y, a veces, lo
ridiculiza. Por ejemplo: "sobraban los libros, folletos, planfetos y testimonios
sobre sus hazañas,
casi todos, por desgracia, mentirosos; y muy de acuerdo con el discurso de la casta
pensante del país,
siempre lista a acomodarse en los privilegios que el poder gustosamente le ofrece"
(p. 10).
La
relación
entre literatura e historia se plantea en el momento en que la idea de nación,
de historia y de literatura está en
una situación de
crisis: la crisis de la modernidad. La relación
entre literatura y sociedad no es estática
sino dinámica,
en constante reelaboración,
en una constante actualización de
virtualidades. La historia es la suma de esas actualizaciones. El autor señala
insistentemente al inicio, "nunca creí
que
mi libro sería
propiamente una historia [...] mi libro no sería
de historia" (p. 11), "este libro no nació
como
libro de historia" (p. 15), porque en realidad no lo es. Esta obra es el resultado de
poner la literatura al servicio de la sociedad y por ello, de la historia misma.
Al
inicio de la obra, el autor rescata el recurso de la historia de la literatura náhuatl:
los abuelos. Pero aquí
en la figura de la
abuela que "era un venero de historia, y según
yo, todas de mala fe, porque estaba empeñada
en degradar de una o de otra manera a la familia de mi madre", y además,
"era inalcanzable y con aquella historia que contaba: '¡pensar que pudiste haber
sido nieto de Pancho Villa!' sólo
expresaba el dolor de su desubicación,
el dolor de no estar donde quería
estar". Es decir, el cuestionamiento de la historia del país
parte del problema de la historia en un sentido mítico
y en un sentido personal y simbólico
del narrador, quien se siente "un bastardo expulsado de sus propios recuerdos"
(p. 17) con la pérdida
de su abuela.
Podríamos
señalar
que sigue una línea
es la que le permite llevar simultáneamente
la crítica
de la historia y de la literatura. El denominador común
es la valoración
del compromiso del escritor en su momento histórico.
En su afán de
rescatar a Nellie Campobello, Rafael F. Muñoz,
Ramón
Puente, para elevarlos a la misma categoría de
Azuela, así
como
a otros escritores menores y olvidados por la crítica,
no duda en asentar afirmaciones en contra de aquellas élites
intelectuales de las letras que los marginaron. Y así
habla
del proyecto de los Contemporáneos
que "nos ha entregado la imagen de una literatura mexicana bastante empobrecida como
el paradigma de culto y moderno, y con la ausencia de todo aquello
que no se conforme a ese patrón"
(p. 46), y señala
con detalle la paradoja de que Rafael F. Muñoz
fuera llamado a ocupar la silla de Julio Torri en la Academia Mexicana de la Lengua.
La
oposición
ante toda clasificación
que neutralice la escritura es franca, y a la crítica
que clasificó
de
moralistas a Azuela y Guzmán, y
de mitificantes y anecdóticos
a Muñoz y
Campobello la acusa de haber logrado con ello "una manera muy fácil
de volver inofensivos a los verdaderos cronistas de la alta moralidad de la
guerra civil mexicana" (p. 69).
Sin
embargo, el juicio más
severo está
dedicado
a los que han sido considerados como los modelos de escritura ensayística
de México:
"Ni Caso ni Vasconcelos podían
reconocer que eran filósofos
mediocres, para decirlo generosamente. [...] Lástima,
eran los mejor capacitados para dejarnos esas imágenes
del pensamiento, ante las cuales Alfonso Reyes, primero, Jorge Cuesta después,
y finalmente Octavio Paz hubieran tenido que reaccionar, perpetuando así
un
gesto al menos de autocrítica,
un gesto al menos de conciencia historicista... Reaccionar ante esas imágenes
hubiera de alguna manera dado salud al pensamiento de estos tres críticos.
Alfonso Reyes hubiera escrito por lo menos una vez en su vida una página
de pensamiento puro, de verdaera relatividad crítica;
y Cuesta, por el contrario, hubiera encontrado alguna razón
de ser en la historia. Y para Paz hubiera constituido un punto de relación,
un punto de comparación
que le hubiera ayudado a evitar la megalomanía y
el soliloquio desquiciado y narcisista" (p. 259). Cita muy larga, pero necesaria para
ejemplificar el compromiso del autor.
El
discurso se va encaminando después
hacia la tesis que propone en la segunda parte del título
de su novela: cultura y guerra, "ya que al identificarse la guerra con la historia,
aquella se volvió el
objeto único
del pensamiento" (p. 65). El camino de la Revolución
Mexicana
se dirige en esta novela hacia el norte para unirse al momento histórico
de los Estados Unidos. Al presentar obsesivamente el "Plan de San Diego", el
autor no hace otra cosa que cuestionar la historia en la que se relacionan dos países.
Los Estados Unidos, modelo de país
desarrollado, y México
país
subdesarrollado. El texto dice: "sólo
los países
subdesarrollados se encuentran aún
en
el proceso histórico"
(p. 401), sin embargo, si consideramos la historia como la apropiación
del espacio y el tiempo, y el dominio sobre las fuerzas naturales y sociales en juego para
las formas de organización
social que aseguren una perspectiva de progreso, veremos que lo que esta obra hace es
involucrar a la potencia norteamericana en la historia de México
obligándola
así
a
prolongar su propia historia en función de
los intereses de una expansión
territorial y económica
en México:
"La situación
social, política,
económica
de esa región
durante los últimos
veinte años
del siglo XIX y los primeros quince, al menos, del XX fue ejemplar de aquel trenzado y de
aquella agonía"
(p. 186).
Aborda
luego el tema y el problema del mito. La unión
absoluta entre la palabra y el sentido ideológico
concreto es una de las características
constitutivas esenciales del mito que determina la percepción
específica
de las formas lingüísticas,
de las significaciones y de las combinaciones estilísticas,
afirma Bajtín.[12]
Este texto asume el compromiso de un proceso de desmitificación.
Se trata de un viraje muy importante en el destino de la palabra humana: las intenciones
culturales y expresivas se ven liberadas de la autoridad del lenguaje mítico
y, en consecuencia, el lenguaje pierde la facultad de ser percibido como mito, como forma
absoluta del pensamiento.
Una
muerte sencilla, justa, eterna...
cuestiona los mitos y cuestionar el mito supone un proceso de desmitificación,
supone el haber podido tomar la distancia necesaria para percibir lo que otros siguen
considerando como mito. El narrador comienza diciendo: "En 1979 inició
esta
historia, muy lejos de mí
mismo"
(p. 9) y también de
México,
cuya ausencia le permitió
concebir
"el remedio de conocer el país
que había
dejado; y de entenderlo con la ventaja, según
dicen, de la distancia" (p. 9).
En
el acercamiento a los héroes
de la Revolución,
la novela presenta la otra imagen de los caudillos. Y así
dice
de Alvaro Obregón:
"Él
fue el maestro de la corrupción
política
e intelectual, y quizás más de
la intelectual que de la política"
(p. 14); de Calles: "no era un hombre de máscaras,
era un hombre de hipocresías"
(p. 14). Destaca aquella serie de escritos que "desmitificaba la pretendida unidad
del signo nacionalista de la revolución
de Carranza (p. 137); de Lucio Blanco dice, "no era ese comandante: ni seguro, ni
convincente; era retórico,
era apuesto, era ambicioso, era apasionado, era revolucionario, y era un poco
ingenuo" (p. 197). No así
con
Francisco Villa, el cual aparece inmortalizado en la figura de Demetrio Macías,
"Demetrio Macías
y Pancho Villa, "con los ojos fijos para siempre", seguirán
apuntando con el cañón
de su fusil..." (p. 52).
La
falta del padre lleva al problema de la identidad y del anonimato: "estaba yo
pensando cuando vi el polvo en los nombres, en los nombres hechos polvo. Y en ese polvo
tocaba a los que no volvieron y que muchas veces ni nombre, ni casa, ni tumba tuvieron. Anónimos..."
(p. 17). Y agrega luego: "nada, nada, orfandad y nada más,
orfandad poblada de quizás:
'Y pensar que pudiste haber sido nieto de Pancho Villa' [...] Pero no lo fui. Y
basta." (p. 112). La ausencia del padre y de la madre lleva a la necesidad de asir el
lazo más
cercano: el hermano.
Su
hermano David, cuya presencia "era obsesionante con sólo
mencionar su nombre",[13]
y la presencia de otros hermanos que será
también
obsesiva: Pablo y Martín
López,
retratados por Nellie Campobello en Cartucho seguidos de cerca en las
investigaciones de campo de Jorge Aguilar Mora hasta grabarlos en su memoria (cf. p. 40).
La cita que repetirá
con
mayor insistencia de Pancho Villa es la que se refiere al deseo del caudillo porque
"todos quedáramos
hermanos" (pp. 53, 119, 157), y que desaparecieran los partidos políticos.
Sin
embargo, sobre el símbolo
de los hermanos se encuentra el del
cuerpo como signo de la unidad. Cuando cae un fusilado, "el cuerpo se pierde a sí
mismo,
el cuerpo se cae en sí
mismo,
el cuerpo en el mismo cuerpo, el cuerpo dentro del cuerpo" (p. 131). El cuerpo como
signo de equilibrio de vida, que tan bien expresara en el caso de Obregón al
hablar de la amputación de
su brazo: "Si la pérdida
del brazo no fue un obstáculo
físico
para la continuación de
sus actividades, sí
fue
a la larga un elemento que destruyó
la
imagen que tenía
de su cuerpo y de su equilibrio".[14]
El
símbolo
de la unidad en el texto es Francisco Villa, Villa y sus dorados que eran "un espíritu
de cuerpo", en cuyo interior había
una "tendencia a negar la formación
del ejército
jerárquico
y a reproducir los lazos genealógicos"
(p. 150), Villa odiaba el nepotismo.
La
metáfora
del cuerpo se presenta también
cuando se habla de "la Revolución
[que] produjo frecuentes y relampagueantes atisbos de una nueva nación y
de un nuevo
pensamiento.
La velocidad y la pasión de
los hechos populares extrajo de la historia su naturaleza corporal, su cuerpo natural y su
secreto" (p. 252). Y la alegoría
final en que "a la destrucción y
la explosión de
la pólvora
que dispersa el cuerpo en innumerables fragmentos por imprevisibles sitios, oponemos la
entereza, la integridad, la unidad del cuerpo a la escucha permanente del enemigo"
(p. 402).
La
memoria entra en juego en la unión
de todos esos valores: "Cuando
un personaje destruye todos los hechos que pueden permitir la reconstrucción
de la historia; cuando un personaje quiere borrar todos los testimonios de los actos,
muestra en su mayor desnudez el deseo de su destrucción:
quiere apoderarse de nuestra memoria, quiere convertir a nuestra memoria en un lugar
siempre vacío..."
(p. 208). El autor pretende convocar el sonido y la voz de una cultura enmudecida en una
parte de su historia, pero viva, la voz para despertar la memoria, porque "en la
voluntad de repetir estaba la salvación
personal, de la historia y de la patria para muchos personajes que poblaron y murieron en
esos años
de este país
llamado México"
(p. 13). Esa memoria que transmitirá
por vía
oral "por herencia de padres a hijos, de primos a primos, de vecinos a vecinos, de
boca a boca, y son difíciles
de destruir..." (p. 284).
En
esos puntos suspensivos queda expresada sin haber sido dicha, la tradición
oral que hará
posible
el encuentro de la cultura mexicana consigo misma. La versión
de los hechos revolucionarios es plural ya que varía
conforme al status social del narrador en turno y a la generación a
la que pertenece. No todos los que hablan sobre la revolución
son personas que la vivieron en forma directa, y como las versiones que el texto presenta
son variadas y además
están
cuestionadas, no queda al lector más
que reflexionar en que los hechos históricos
han sido desplazados en la mente de los enunciadores por la definición
que han conformado de ellos, ya por interés,
ya por olvido. Y con ello plantea el problema de la "inexistencia de la nación"
(p. 375).
Por
otra parte, el silencio, lo no dicho, adquiere singular relevancia en la significión
del texto, principalmente el hecho velado del 2 de octubre de 1968. "Una noche de
octubre de 1968" (p. 17) en que se despide de su padre, muere su abuela (símbolo
mítico
de la historia) y siente más
que nunca el problema de la paternidad.
El
silencio que quedó
alrededor
de las imágenes
del 2 de octubre del 68, que a pesar de que "recorrieron y siguen recorriendo el
mundo, [nunca] habrá
alguien
de ese mismo gobierno que alguna vez proponga al menos corroborar ese recuerdo más"
(p. 99). El suceso del 68 que se oculta tal vez detrás de
aquella "tarde del viernes 2 de octubre" en que Carranza debía
discutir públicamente
"las cuestiones formales de la reunión en
Aguascalientes" entre las que el tema de la participación
de los civiles era punto clave, y que sin embargo fue asombroso "que no hubiera
ninguna discusión
sobre los temas sociales, sobre las formas de gobierno, sobre los contenidos mismos de la
revolución"
y agrega contundente: "Quizás
porque no era revolución,
quizás
porque era una mera restauración
constitucionalista" (p. 311).
Jorge
Aguilar Mora pide: "Silencio absoluto para escuchar las palabras en su verdadera
naturaleza: tenemos que leernos de nuevo, y hablarnos como parte de lo que llevamos
vivido" (p. 401) y termina diciendo: "Absoluto silencio: un paso, y otro paso, y
otro paso. La unidad" (Idem.).
[1] Jorge Aguilar Mora, Una muerte sencilla, justa, eterna.
Cultura y guerra durante la Revolución Mexicana, Era, México, 1990. Cito por esta edición y en adelante sólo indicaré las páginas entre
paréntesis.
[2]
En la novela misma nos informa el autor
que Antonio Alatorre fue su director de tesis doctoral cuando cursó sus estudios en El
Colegio de México. La tesis, que luego fue publicada, es una crítica aguda en contra de
Octavio Paz como ensayista.
[3]
Jorge Aguilar Mora, El texto de un
juicio (En tela de juicio de Sergio Fernández), Tesis licenciatura, UNAM, 1974, p. 56.
[4] Jorge Aguilar Mora, La divina pareja: historia y mito. Ensayo
de valoración e interpretación de la obra ensayística de Octavio Paz, Tesis doctoral, El Colegio de México, 1976, p. 97.
[5] Roland Barthes, S/Z, Siglo XXI, México, 1987, p. 60.
[6] Mijaíl Bajtín, Estética de la creación verbal, trad. Tatiana Bubnova. Siglo XXI, México, 1990, p. 248.
[7] Ibid., p. 252.
[8] Jorge Aguilar Mora, Tesis doctoral, op. cit., p. 71.
[9] Jorge Aguilar Mora, La divina pareja. Historia y mito en
Octavio Paz, Era, México, 1978, p. 91.
[10]
Mijaíl Bajtín, Teoría y estética de la novela, trad. Helena S. Kriúkova y Vicente Cazcarra, Taurus, Madrid, 1989, p. 411.
[11] Cf. Ibid., p. 414.
[12] Cf. Ibid., p. 184.
[13]
Jorge Aguilar Mora, Cadáver lleno de mundo, Joaquín Mortiz, México, 1971, p. 275, en la nota al pie.
[14] Jorge Aguilar Mora, "Un día en la vida del general Obregón", Memoria y olvido: imágenes de México, Martín Casillas, México, 1982, p. 55.
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