Sincronía Verano 2000


Reflexiones en torno a Una muerte sencilla, justa, eterna. Cultura y guerra durante la Revolución Mexicana, de Jorge Aguilar Mora

Yoon Bong Seo
Universidad de Guadalajara


Buscando información sobre la Revolución Mexicana tropecé con este libro. El título era atractivo porque no parecía ser un libro de historia tradicional o un ensayo social. La primera parte del título parecía una novela y, en fin, lo compré y al leerlo me di cuenta de que se trata de una obra muy especial e interesante desde el punto de vista literario, histórico y social de México, relativamente reciente y con un punto de vista fresco y comprometido. De ahí nacieron estas reflexiones que ahora comparto en este acercamiento.

Una muerte sencilla, justa, eterna. Cultura y guerra durante la Revolución Mexicana, de Jorge Aguilar Mora, es un proyecto ambicioso.[1] Siguiendo el ejemplo de su ‘casi padre adoptivo’, Antonio Alatorre, el tema de esta novela es la totalidad.[2] Y según dice en la obra misma, parecería que hubiera sido un pacto de los años de estudiante: "Ojalá algún día podamos entre todos terminar con nuestra complicidad la obra del maestro" (p. 97). Tal parece que el ejemplo de Antonio Alatorre fue determinante para la conformación del presente texto, en el que dice: "Sólo hay una manera de saber: saber todo. [...] Sólo el conocimiento de todos los hechos puede asegurar que se produzcan las causas o que se vuelvan opacas y tangibles [...] Mientras no haya totalidad, sólo puede haber abstracción, construcciones mentales y de mala conciencia" (pp. 18-19).

¿Cuál es el fragmento de totalidad que pretende presentar Aguilar Mora?, se trata nada menos que del complejo formado por historia, mito, literatura y sociedad. Y si antes lo llamamos ambicioso fue porque él mismo dice: "los límites de la totalidad por mí deseada o los límites de mi deseo me dejaron sentir [...] que la respiración de la historia no puede ser sino la proposición de un valor. Un valor y no una opinión, ni siquiera una idea: un valor, una postura vital, una perspectiva de los hechos, y no los hechos en perspectiva" (p. 104), y es ésta la tarea que se impone y que trata de realizar.

La idea generadora del texto es la misma que en 1974 se planteara: "¿De qué manera poseemos nuestro lenguaje? Quizás en efecto nuestro lenguaje hispanoamericano resume en su diacronía la historia más grande de un despojo: el despojo de otro lenguaje. Quizás la historia de este lenguaje es la historia de una sucesión de usurpaciones".[3] Señalaba entonces que la historiografía no tiene aún su propio lenguaje, que la historia de México sigue siendo un encadenamiento positivista de figuras heroicas que en realidad fragmentan los hechos alrededor de virtudes paradigmáticas. Por ello, Aguilar Mora no duda en señalar que "la visión de Octavio Paz es muy aguda, no así su sentimiento y comprensión de la historia".[4]

El primer problema que nos plantea el texto es el problema del estilo. Dice el narrador: "No, mi libro no será de historia, ni de revelaciones biográficas. Será simplemente un libro de estilo" (p. 11). El estilo de Una muerte sencilla, justa, eterna... tiende hacia la pluralidad, y acerca de ello Roland Barthes afirma: "Cuanto más plural es el texto, menos está escrito antes de que yo lo lea".[5] Una muerte sencilla, justa, eterna... es una pluralidad hecha texto, al punto que nos llega a plantear el problema de su género. ¿Ensayo, historia, crítica social, historiografía o novela?

Bajtín dice que "el contenido temático, el estilo y la composición están vinculados indisolublemente en la totalidad del enunciado, entendiendo enunciado como la obra, y se determinan de un modo semejante por la especificidad de una esfera dada de comunicación".[6] Y más adelante agrega: "El estilo está indisolublemente vinculado a determinadas unidades temáticas y, lo que es más importante, a determinadas unidades composicionales; el estilo tiene que ver con determinados tipos de estructuración de una totalidad, con los tipos de su conclusión, con los tipos de la relación que se establece entre el hablante y otros participantes de la comunicación discursiva".[7]

La tarea que Jorge Aguilar Mora se impone en este enunciado es "convertir los hechos históricos en acontecimientos lingüísticos y en propiedad colectiva y anónima [...], transfigurar el dolor colectivo en voluntad, y la voluntad en imperativo moral" (p. 11), todo con el fin de que su ‘libro de estilo’ "pueda ofrecernos la perpectiva de la vida intensa, liberada, rebelde a los designios y a los caprichos de los mismos poderosos que describe" (Idem.).

Así pues, la estructura de Una muerte sencilla, justa, eterna... atiende a una intención de contenido por parte del escritor, y de recepción por parte del lector. El estilo fragmentario permite al autor desplazarse con libertad en el tiempo y en el espacio para presentar los contenidos del texto que son un entretejido de imágenes de distinto nivel discursivo: autobiográfico, histórico, literario, en su plano de creación y en el de crítica que luego extenderá al de la historia.

Los aspectos que determinan su composición y estilo son la selección de los recursos lingüísticos y del género discursivo que se define ante todo por el compromiso (o intención) que adopta el autor, y el momento expresivo; es decir, la actitud subjetiva y evaluadora desde el punto de vista emocional del escritor con respecto al contenido de su propio enunciado. El enunciado de Jorge Aguilar Mora no es neutral, refleja un compromiso ideológico que deja entrever a lo largo de todo el texto.

No afirmamos que la obra tenga una naturaleza dialéctica, pero decimos con Bajtín que por más monológico que sea un enunciado no puede dejar de ser, en cierta medida, una respuesta a aquello que ya se dijo acerca del mismo objeto, acerca del mismo problema, aunque el carácter de respuesta no recibiera una expresión externa bien definida: ésta se manifestará en los matices del sentido, de la expresividad, del estilo, en los detalles más finos de la composición. Un enunciado está lleno de matices dialógicos y sin tomarlos en cuenta es imposible comprender hasta el final el estilo del enunciado, dice Bajtín.

Sin embargo, el texto mismo señala la incapacidad del diálogo en la narrativa mexicana. Al detenerse a revisar el discurso histórico mexicano que cuestiona, el autor dice: "se estaban poniendo todos los elementos necesarios para impedir el nacimiento de una historia ‘dialéctica’. Con esa certeza no había posibilidad alguna de que se escuchara o se dejara hablar al discurso radicalmente diferente de los luchadores anónimos, de los ‘juanes’, de los ‘antiparros’..." (p. 139).

Dice Aguilar Mora, "el hecho de que Paz conciba a la historia como una línea, recta o curva, como una sucesión, como una progresión, lo condena inmediatamente a ignorar, a despercibir la complejidad misma de los fenómenos que la historia abarca".[8] Y es en oposición al estilo de los autores que como Paz pretenden linealizar la historia, que Jorge Aguilar Mora define lo que será la obra que hoy nos ocupa: "Una reunión de imágenes es inmediatamente convocable: otredad, poema, crítica, mito, historia, figuras del tiempo, idea de la técnica, revolución, etcétera. Es un gran baile de máscaras donde el principal invitado es precisamente la máscara y cuyo momento culminante será la caída de esas máscaras. Pero en ese gran salón donde la otredad acapara la atención por sus numerosos disfraces falta con mucha frecuencia un espejo. Falta la verdadera otredad del pensamiento: el ritmo, la pausa, el silencio, la reflexión, la autorreflexión".[9] El tema de la máscara, del disfraz, del rostro, está en la lista de los temas que son difíciles de describir, según se afirma en la misma novela (cf. p. 32).

Una muerte sencilla, justa, eterna..., como todo texto literario, es a la vez individual y social. Individual porque es una forma de organización única e irrepetible de los materiales preelaborados y transformados de alguna manera, y social por el aprovechamiento de materiales ya existentes y la elaboración de una forma para el componente que corresponde a las formas que se dieron en su momento histórico: "La literatura podía pagar la deuda que tenía con la historia de la Revolución y al mismo tiempo, con la perspectiva de volverse memoria colectiva, podía cumplir con un propósito original: convertirse en escritura de algo ya escrito, en mera recreación de algo ya vivido para siempre, también. Repetición, sí, pero repetición de salud, repetición de la salud para resucitar a los muertos" (p. 13).

Sin duda que se trata de un texto literario, novela, ensayo o crítica literaria..., podríamos decir que se trata de una fusión de géneros, pero el problema queda abierto.     Dijimos antes que el texto es un tejido de imágenes y esto nos permite tomar las palabras de Bajtín cuando dice que "las imágenes de los lenguajes son inseparables de las imágenes de las concepciones y de sus portadores vivos: la gente piensa, habla y actúa en un ambiente histórico y social concreto",[10] y dice además que el diálogo entre la tradición letrada institucional y la tradición oral no se limita al plano técnico, toma en cuenta el plano social e histórico.

Aguilar Mora afirma: "Estas imágenes son imágenes, no son metáfora, no son ideas. Son imágenes que viven de los instantes y que se alimentan con la vida: mejor dicho, en ellas, la vida se vuelve imagen" (p. 129). El autor trabaja con un material lingüístico de lenguajes literarios y no literarios, discursos, con la cultura de su tiempo y la pasada. Moviliza todo lo anterior para representar la imagen de una realidad.

La experiencia pone a prueba, a cada momento, las representaciones que tenemos de la realidad. En este caso, el problema es la configuración de la imagen del otro. Una imagen teóricamente novelesca es la imagen de un lenguaje ajeno[11]. En la obra encontramos un sinfín de citas de lenguajes ajenos ante las cuales el autor no permance neutral: polemiza con ese lenguaje, le responde, lo acepta con reservas, lo interroga, lo escucha y, a veces, lo ridiculiza. Por ejemplo: "sobraban los libros, folletos, planfetos y testimonios sobre sus hazañas, casi todos, por desgracia, mentirosos; y muy de acuerdo con el discurso de la casta pensante del país, siempre lista a acomodarse en los privilegios que el poder gustosamente le ofrece" (p. 10).

La relación entre literatura e historia se plantea en el momento en que la idea de nación, de historia y de literatura está en una situación de crisis: la crisis de la modernidad. La relación entre literatura y sociedad no es estática sino dinámica, en constante reelaboración, en una constante actualización de virtualidades. La historia es la suma de esas actualizaciones. El autor señala insistentemente al inicio, "nunca creí que mi libro sería propiamente una historia [...] mi libro no sería de historia" (p. 11), "este libro no nació como libro de historia" (p. 15), porque en realidad no lo es. Esta obra es el resultado de poner la literatura al servicio de la sociedad y por ello, de la historia misma.

Al inicio de la obra, el autor rescata el recurso de la historia de la literatura náhuatl: los abuelos. Pero aquí en la figura de la abuela que "era un venero de historia, y según yo, todas de mala fe, porque estaba empeñada en degradar de una o de otra manera a la familia de mi madre", y además, "era inalcanzable y con aquella historia que contaba: '¡pensar que pudiste haber sido nieto de Pancho Villa!' sólo expresaba el dolor de su desubicación, el dolor de no estar donde quería estar". Es decir, el cuestionamiento de la historia del país parte del problema de la historia en un sentido mítico y en un sentido personal y simbólico del narrador, quien se siente "un bastardo expulsado de sus propios recuerdos" (p. 17) con la pérdida de su abuela.

Podríamos señalar que sigue una línea es la que le permite llevar simultáneamente la crítica de la historia y de la literatura. El denominador común es la valoración del compromiso del escritor en su momento histórico. En su afán de rescatar a Nellie Campobello, Rafael F. Muñoz, Ramón Puente, para elevarlos a la misma categoría de Azuela, así como a otros escritores menores y olvidados por la crítica, no duda en asentar afirmaciones en contra de aquellas élites intelectuales de las letras que los marginaron. Y así habla del proyecto de los Contemporáneos que "nos ha entregado la imagen de una literatura mexicana bastante empobrecida como el paradigma de ‘culto’ y ‘moderno’, y con la ausencia de todo aquello que no se conforme a ese patrón" (p. 46), y señala con detalle la paradoja de que Rafael F. Muñoz fuera llamado a ocupar la silla de Julio Torri en la Academia Mexicana de la Lengua.

La oposición ante toda clasificación que neutralice la escritura es franca, y a la crítica que clasificó de moralistas a Azuela y Guzmán, y de mitificantes y anecdóticos a Muñoz y Campobello la acusa de haber logrado con ello "una manera muy fácil de volver inofensivos a los verdaderos cronistas de la ‘alta moralidad’ de la guerra civil mexicana" (p. 69).

Sin embargo, el juicio más severo está dedicado a los que han sido considerados como los modelos de escritura ensayística de México: "Ni Caso ni Vasconcelos podían reconocer que eran filósofos mediocres, para decirlo generosamente. [...] Lástima, eran los mejor capacitados para dejarnos esas imágenes del pensamiento, ante las cuales Alfonso Reyes, primero, Jorge Cuesta después, y finalmente Octavio Paz hubieran tenido que reaccionar, perpetuando así un gesto al menos de autocrítica, un gesto al menos de conciencia historicista... Reaccionar ante esas imágenes hubiera de alguna manera dado salud al pensamiento de estos tres críticos. Alfonso Reyes hubiera escrito por lo menos una vez en su vida una página de pensamiento puro, de verdaera relatividad crítica; y Cuesta, por el contrario, hubiera encontrado alguna razón de ser en la historia. Y para Paz hubiera constituido un punto de relación, un punto de comparación que le hubiera ayudado a evitar la megalomanía y el soliloquio desquiciado y narcisista" (p. 259). Cita muy larga, pero necesaria para ejemplificar el compromiso del autor.

El discurso se va encaminando después hacia la tesis que propone en la segunda parte del título de su novela: cultura y guerra, "ya que al identificarse la guerra con la historia, aquella se volvió el objeto único del pensamiento" (p. 65). El camino de la Revolución Mexicana se dirige en esta novela hacia el norte para unirse al momento histórico de los Estados Unidos. Al presentar obsesivamente el "Plan de San Diego", el autor no hace otra cosa que cuestionar la historia en la que se relacionan dos países. Los Estados Unidos, modelo de país desarrollado, y México país subdesarrollado. El texto dice: "sólo los países subdesarrollados se encuentran aún en el proceso histórico" (p. 401), sin embargo, si consideramos la historia como la apropiación del espacio y el tiempo, y el dominio sobre las fuerzas naturales y sociales en juego para las formas de organización social que aseguren una perspectiva de progreso, veremos que lo que esta obra hace es involucrar a la potencia norteamericana en la historia de México obligándola así a prolongar su propia historia en función de los intereses de una expansión territorial y económica en México: "La situación social, política, económica de esa región durante los últimos veinte años del siglo XIX y los primeros quince, al menos, del XX fue ejemplar de aquel trenzado y de aquella agonía" (p. 186).

Aborda luego el tema y el problema del mito. La unión absoluta entre la palabra y el sentido ideológico concreto es una de las características constitutivas esenciales del mito que determina la percepción específica de las formas lingüísticas, de las significaciones y de las combinaciones estilísticas, afirma Bajtín.[12] Este texto asume el compromiso de un proceso de desmitificación. Se trata de un viraje muy importante en el destino de la palabra humana: las intenciones culturales y expresivas se ven liberadas de la autoridad del lenguaje mítico y, en consecuencia, el lenguaje pierde la facultad de ser percibido como mito, como forma absoluta del pensamiento.

Una muerte sencilla, justa, eterna... cuestiona los mitos y cuestionar el mito supone un proceso de desmitificación, supone el haber podido tomar la distancia necesaria para percibir lo que otros siguen considerando como mito. El narrador comienza diciendo: "En 1979 inició esta historia, muy lejos de mí mismo" (p. 9) y también de México, cuya ausencia le permitió concebir "el remedio de conocer el país que había dejado; y de entenderlo con la ventaja, según dicen, de la distancia" (p. 9).

En el acercamiento a los héroes de la Revolución, la novela presenta la otra imagen de los caudillos. Y así dice de Alvaro Obregón: "Él fue el maestro de la corrupción política e intelectual, y quizás más de la intelectual que de la política" (p. 14); de Calles: "no era un hombre de máscaras, era un hombre de hipocresías" (p. 14). Destaca aquella serie de escritos que "desmitificaba la pretendida unidad del signo nacionalista de la revolución de Carranza (p. 137); de Lucio Blanco dice, "no era ese comandante: ni seguro, ni convincente; era retórico, era apuesto, era ambicioso, era apasionado, era revolucionario, y era un poco ingenuo" (p. 197). No así con Francisco Villa, el cual aparece inmortalizado en la figura de Demetrio Macías, "Demetrio Macías y Pancho Villa, "con los ojos fijos para siempre", seguirán apuntando con el cañón de su fusil..." (p. 52).

       El problema de la falta del padre se presenta en un primer plano por el abandono (separación de sus padres) y se proyecta luego a otro plano: "mi padre tampoco había conocido a mi abuelo [...] fue uno de tantos que nunca volvieron" (p. 17).

La falta del padre lleva al problema de la identidad y del anonimato: "estaba yo pensando cuando vi el polvo en los nombres, en los nombres hechos polvo. Y en ese polvo tocaba a los que no volvieron y que muchas veces ni nombre, ni casa, ni tumba tuvieron. Anónimos..." (p. 17). Y agrega luego: "nada, nada, orfandad y nada más, orfandad poblada de quizás: 'Y pensar que pudiste haber sido nieto de Pancho Villa' [...] Pero no lo fui. Y basta." (p. 112). La ausencia del padre y de la madre lleva a la necesidad de asir el lazo más cercano: el hermano.

Su hermano David, cuya presencia "era obsesionante con sólo mencionar su nombre",[13] y la presencia de otros hermanos que será también obsesiva: Pablo y Martín López, retratados por Nellie Campobello en Cartucho seguidos de cerca en las investigaciones de campo de Jorge Aguilar Mora hasta grabarlos en su memoria (cf. p. 40). La cita que repetirá con mayor insistencia de Pancho Villa es la que se refiere al deseo del caudillo porque "todos quedáramos hermanos" (pp. 53, 119, 157), y que desaparecieran los partidos políticos.

Sin embargo, sobre el símbolo de los hermanos se encuentra el del cuerpo como signo de la unidad. Cuando cae un fusilado, "el cuerpo se pierde a sí mismo, el cuerpo se cae en sí mismo, el cuerpo en el mismo cuerpo, el cuerpo dentro del cuerpo" (p. 131). El cuerpo como signo de equilibrio de vida, que tan bien expresara en el caso de Obregón al hablar de la amputación de su brazo: "Si la pérdida del brazo no fue un obstáculo físico para la continuación de sus actividades, sí fue a la larga un elemento que destruyó la imagen que tenía de su cuerpo y de su equilibrio".[14]

El símbolo de la unidad en el texto es Francisco Villa, Villa y sus dorados que eran "un espíritu de cuerpo", en cuyo interior había una "tendencia a negar la formación del ejército jerárquico y a reproducir los lazos genealógicos" (p. 150), Villa odiaba el nepotismo.

La metáfora del cuerpo se presenta también cuando se habla de "la Revolución [que] produjo frecuentes y relampagueantes atisbos de una nueva nación y de un nuevo

pensamiento. La velocidad y la pasión de los hechos populares extrajo de la historia su naturaleza corporal, su cuerpo natural y su secreto" (p. 252). Y la alegoría final en que "a la destrucción y la explosión de la pólvora que dispersa el cuerpo en innumerables fragmentos por imprevisibles sitios, oponemos la entereza, la integridad, la unidad del cuerpo a la escucha permanente del enemigo" (p. 402).

La memoria entra en juego en la unión de todos esos valores: "Cuando un personaje destruye todos los hechos que pueden permitir la reconstrucción de la historia; cuando un personaje quiere borrar todos los testimonios de los actos, muestra en su mayor desnudez el deseo de su destrucción: quiere apoderarse de nuestra memoria, quiere convertir a nuestra memoria en un lugar siempre vacío..." (p. 208). El autor pretende convocar el sonido y la voz de una cultura enmudecida en una parte de su historia, pero viva, la voz para despertar la memoria, porque "en la voluntad de repetir estaba la salvación personal, de la historia y de la patria para muchos personajes que poblaron y murieron en esos años de este país llamado México" (p. 13). Esa memoria que transmitirá por vía oral "por herencia de padres a hijos, de primos a primos, de vecinos a vecinos, de boca a boca, y son difíciles de destruir..." (p. 284).

En esos puntos suspensivos queda expresada sin haber sido dicha, la tradición oral que hará posible el encuentro de la cultura mexicana consigo misma. La versión de los hechos revolucionarios es plural ya que varía conforme al status social del narrador en turno y a la generación a la que pertenece. No todos los que hablan sobre la revolución son personas que la vivieron en forma directa, y como las versiones que el texto presenta son variadas y además están cuestionadas, no queda al lector más que reflexionar en que los hechos históricos han sido desplazados en la mente de los enunciadores por la definición que han conformado de ellos, ya por interés, ya por olvido. Y con ello plantea el problema de la "inexistencia de la nación" (p. 375).

Por otra parte, el silencio, lo no dicho, adquiere singular relevancia en la significión del texto, principalmente el hecho velado del 2 de octubre de 1968. "Una noche de octubre de 1968" (p. 17) en que se despide de su padre, muere su abuela (símbolo mítico de la historia) y siente más que nunca el problema de la paternidad.

El silencio que quedó alrededor de las imágenes del 2 de octubre del 68, que a pesar de que "recorrieron y siguen recorriendo el mundo, [nunca] habrá alguien de ese mismo gobierno que alguna vez proponga al menos corroborar ese recuerdo más" (p. 99). El suceso del 68 que se oculta tal vez detrás de aquella "tarde del viernes 2 de octubre" en que Carranza debía discutir públicamente "las cuestiones formales de la reunión en Aguascalientes" entre las que el tema de la participación de los civiles era punto clave, y que sin embargo fue asombroso "que no hubiera ninguna discusión sobre los temas sociales, sobre las formas de gobierno, sobre los contenidos mismos de la revolución" y agrega contundente: "Quizás porque no era revolución, quizás porque era una mera restauración constitucionalista" (p. 311).

Jorge Aguilar Mora pide: "Silencio absoluto para escuchar las palabras en su verdadera naturaleza: tenemos que leernos de nuevo, y hablarnos como parte de lo que llevamos vivido" (p. 401) y termina diciendo: "Absoluto silencio: un paso, y otro paso, y otro paso. La unidad" (Idem.).


Notas

[1] Jorge Aguilar Mora, Una muerte sencilla, justa, eterna. Cultura y guerra durante la Revolución Mexicana, Era, México, 1990. Cito por esta edición y en adelante sólo indicaré las páginas entre paréntesis.

 

[2] En la novela misma nos informa el autor que Antonio Alatorre fue su director de tesis doctoral cuando cursó sus estudios en El Colegio de México. La tesis, que luego fue publicada, es una crítica aguda en contra de Octavio Paz como ensayista.

 

[3] Jorge Aguilar Mora, El texto de un juicio (En tela de juicio de Sergio Fernández), Tesis licenciatura, UNAM, 1974, p. 56.

 

[4] Jorge Aguilar Mora, La divina pareja: historia y mito. Ensayo de valoración e interpretación de la obra ensayística de Octavio Paz, Tesis doctoral, El Colegio de México, 1976, p. 97.

 

[5] Roland Barthes, S/Z, Siglo XXI, México, 1987, p. 60.

 

[6] Mijaíl Bajtín, Estética de la creación verbal, trad. Tatiana Bubnova. Siglo XXI, México, 1990, p. 248.

 

[7] Ibid., p. 252.

 

[8] Jorge Aguilar Mora, Tesis doctoral, op. cit., p. 71.

 

[9] Jorge Aguilar Mora, La divina pareja. Historia y mito en Octavio Paz, Era, México, 1978, p. 91.

 

[10] Mijaíl Bajtín, Teoría y estética de la novela, trad. Helena S. Kriúkova y Vicente Cazcarra, Taurus, Madrid, 1989, p. 411.

 

[11] Cf. Ibid., p. 414.

 

[12] Cf. Ibid., p. 184.

 

[13] Jorge Aguilar Mora, Cadáver lleno de mundo, Joaquín Mortiz, México, 1971, p. 275, en la nota al pie.

 

[14] Jorge Aguilar Mora, "Un día en la vida del general Obregón", Memoria y olvido: imágenes de México, Martín Casillas, México, 1982, p. 55.


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