Sincronía Otoño 2003


 

Simmel y la Escuela de Chicago en torno a los espacios públicos en la ciudad

 

Gabriela de la Peña

gdelapena@itesm.mx

ITESM, Campus Saltillo/Universidad de Barcelona



Resumen

 

A través de este artículo se realiza una aproximación a la concepción de Georg Simmel sobre las formas de interacción propias de la modernidad en las metrópolis  así como a la caracterización biótico-cultural de la ciudad propuesta por la Escuela de Chicago. El recorrido anterior tiene por objetivo servir de marco para la reflexión en torno a la noción de espacio público en la ciudad.

 

 

This article gives an approach to Georg Simmel's conception of interaction forms on modern metropolises as well as to the biotic and cultural characterizations of the city proposed by The School of Chicago. This review pretends to serve as a theoretical context on the notion of urban public space.


 

 

 

La aparición de una nueva configuración colectiva en la que se conjugaban elementos económicos, políticos y sociales llevó desde un inicio a diversos académicos a la búsqueda de una conceptualización acorde con esta realidad: la Ciudad occidental se convirtió entonces en un escenario de investigación idóneo para observar la naturaleza de unas relaciones que parecían marcar el modelo de intercambio que predominaría en las sociedades industrial y post-industrial.

            De las primeras ciudades industrializadas a las actuales metrópolis cosmopolitas o multiculturales (Baptista y Pujadas, 2000), el recorrido llevado a cabo para desentrañar la relación entre los factores que constituyen las formas y contenidos de la interacción social urbana se ha visto permeado por múltiples enfoques teóricos y metodológicos, aplicados a tan inagotable misión.

            Agrupar por tendencias o ejes de estudio a los teóricos-investigadores de la ciudad da como resultado un cúmulo de aproximaciones tan numerosas como cambiante y compleja ha sido la historia del fenómeno metropolitano. Con fines de escrutinio teórico, a continuación se  presenta un acercamiento a algunos de los autores que mayor influencia han tenido en el desarrollo de una antropología de lo urbano[1]; lo que se persigue a través de este trabajo es retomar la línea que va desde la filosofía de Georg Simmel acerca de la moderna realidad metropolitana hasta el abordaje biótico-cultural de los proponentes de la Escuela de Chicago, con el objetivo de perfilar el marco sobre el que se inicia la construcción de la noción de espacio público en la ciudad.

 

La ciudad como campo de interacciones

 

Más allá de la ciudad como estructura material, como realidad objetiva y tangible de una organización espacial de la sociedad que no puede ser negada –con sus edificaciones e instituciones varias como acotan Lefèbvre (1969) o Park (1999); aunque en realidad ambos autores redimensionan dichos elementos como producciones humanas- se desarrolla el campo de relaciones sociales que hacen de este lugar la urbs de la que habla Delgado (1999b); hecha de un tipo de interacción humana propia de las condiciones que la enmarcan –la fragmentación, la instantaneidad, las múltiples redes de intercambio por las que transita cada urbanita-  de la cual parten los individuos para moldear a conveniencia su supervivencia conjunta.

 

La calle y la plaza son, en este sentido, objetos de un doble discurso. Uno es resultado de un diseño urbanístico y arquitectónico políticamente determinado, la voluntad del cual es orientar la percepción, ofrecer sentidos prácticos, distribuir valores simbólicos y, al fin y al cabo, influenciar sobre las estructuras relacionales de los usuarios del espacio. Un segundo discurso es el de la sociedad urbana misma, en el sentido de la sociedad de los urbanistas, no de los habitantes de la ciudad, sino de los usuarios –productores- de lo urbano. Son ellos quienes tienen siempre la última palabra acerca de cómo y en qué sentido moverse físicamente en el seno de la rama propuesta por los diseñadores. Es la acción social lo que, como fuerza conformante que es, acaba por impregnar los espacios con sus cualidades y atributos (Delgado, 1999b: 17-18).

 

En este trabajo, se retoman algunas conceptualizaciones de las relaciones espaciales del tipo antes mencionado. Si deseamos llegar hasta conceptos como espacio público o a una antropología de las relaciones sobre la marcha –referida en dos sentidos: como “construcción instantánea” y como propia de la “movilidad”-, habríamos de comenzar por explorar el contexto en que éstas se desarrollan. Esto es, la ciudad y dentro de ella, los lugares públicos y sus actores; creadores incansables en la labor de ir moldeando lo que probablemente represente de mejor manera, con todas sus fragilidades y contradicciones, el escenarios de las formas de intercambio social a principios del siglo XXI: los espacios públicos.

¿Dónde nace esta idea de las sociedades construidas bajo el movimiento intermitente, de asociaciones y negociaciones microscópicas; fugaces, y en cierta forma espontáneas y sorpresivas?, ¿qué fue lo que vieron los primeros exploradores de la ciudad (Hannerz, 1986)?, ¿qué ideas han ido moldeando esa visualización –acaso fascinación- por el estudio de las sociedades líquidas (Delgado, 1999a y 1999b), moleculares (Simmel, 1986), compuestas por la tupida red de interacciones especializadas, heterogéneas (Park, 1999; Wirth, 1988), cuya realidad se presenta porosa e inestable (Joseph, 1999a), sujeta continuamente a nuevos procesos de hibridación (García Canclini, 1990)... de aquellas formas de intercambio que adquieren vida en los microeventos (Goffman, 1979) gestionados por el urbanita a partir de ciertas pautas de convivencia para sobrevivir en un mundo de desconocidos (Lofland, 1985)?

 

Georg Simmel (1858-1918): metrópoli y modernidad

 

El camino para llegar hasta los últimos trabajos de investigación de dichos fenómenos pasa invariablemente por la conceptualización que ya a principios del siglo XX enunciaba Georg Simmel en obras como El individuo y la libertad (1986),  Sociología (1997) o Metrópoli y personalidad (cit. en Bettin, 1982).

El interés del intelectual alemán se centró sobre todo en la tarea de

explicar el tipo de intercambio social propio de las ciudades así como de las posibles consecuencias que esto tenía en la formación de la personalidad; una aproximación al fenómeno de lo urbano que fuera más allá de las categorías demográfico-territoriales, institucionales, o económico-políticas al que habían recurrido otros autores, como Max Weber o la escuela marxista.

            A diferencia de dichas aproximaciones, Simmel veía en las primeras metrópolis europeas –Berlín, principalmente- el espacio por excelencia en el que se alzaban nuevas conductas de organización social, aquéllas que marcarían definitivamente la vida en las grandes ciudades a partir de la industrialización: la realidad metropolitana era para el intelectual alemán “el dato histórico y sociológico que no sólo hace de framework al objeto de análisis, sino que constituye el punto de partida para un estudio de la sociedad moderna”, como menciona Bettin (1982: 65).

De esta forma, desplaza el análisis de las ciudades desde sus datos estructurales o económicos a la arena de las relaciones sociales –con especial énfasis en las formas a través de las cuales estas relaciones eran creadas por las generaciones (de) urbanitas.

Como marco para el análisis de dichas interacciones, Simmel destaca las distinciones entre “campo” y “ciudad”, (o entre las Gemeinschaft y Gesellschaft de Tönnies)  a la que habían venido atribuyendo otros autores la base para describir dos modelos de ordenación social correspondientes a sociedades contrapuestas –atendiendo a criterios demográfico-territoriales o institucionales-; pero lo hace como apertura de discusión sobre lo que considera propio de las nuevas sociedades metropolitanas, las “formas psíquicas de la vida social” (Bettin, 1982: 63), en comparación con ciudades más pequeñas cuya organización respondía todavía –a finales del siglo XIX- a criterios comunales. A este análisis se irán sumando conceptos relacionados con el anonimato, la libertad, la individualización, la superficialidad, el secreto y la selección como elementos centrales de una realidad urbana irreversiblemente ligada a la modernidad.

Uno de los puntos de arranque de su análisis gira alrededor de la moneda como práctica generalizada de intercambio en la ciudad. Una forma de racionalidad económica que regiría a partir de entonces relaciones basadas en un valor de cambio, vs. un valor de uso[2]. La relación entre dinero y cultura, menciona, impregna la naturaleza de la vida social urbana hasta la última de sus interacciones; ya sea porque el valor de cambio de la moneda fomenta el anonimato y la individualización o porque privilegia la racionalidad sobre la emotividad:

 

La puntualidad, calculabilidad y exactitud que las complicaciones y el ensanchamiento de la vida urbana le imponen a la fuerza, no sólo están en la más estrecha conexión con su carácter económico-monetarista e intelectualista, sino que deben también colorear los contenidos de la vida y favorecer la exclusión de aquellos rasgos esenciales e impulsos irracionales, instintivos, soberanos, que quieren determinar desde sí la forma vital, en lugar de recibirla como una forma general, esquemáticamente precisada desde fuera. Si bien no son en modo alguno imposibles en la ciudad las formas soberanas, sí son, sin embargo, contrapuestas a su tipo (Simmel, 1986: 251).

 

Y no sólo eso; la ciudad como mercado: los centros urbanos como lugares privilegiados para el intercambio y la transformación, para la selección individual a partir de múltiples opciones. Espacios que, a diferencia de aquellos regidos por la tradición, se componen a partir de una profusión de impresiones sucesivas e imprevistas, a las que el individuo debe no sólo hacer frente, sino entre las cuales puede elegir.

En ese sentido, Simmel reconoce en la metrópoli, caracterizada por una “sociedad de la moneda”, tanto un elemento liberador para el individuo como la cuna de  producción de nuevos modos básicos de interacción social. Conceptos que serían retomados más adelante por la Escuela de Chicago para proponer su concepto de ciudad heterogenética (Hannerz, 1986).

Si por un lado, la intensa transformación y recreación de opciones en las grandes urbes –“El fundamento psicológico sobre el que se alza el tipo de individualidades urbanitas es el acrecentamiento de la vida nerviosa[3] que tiene su origen en el rápido e ininterrumpido intercambio de impresiones internas y externas” (Simmel, 1986: 247)- conducen a la libertad del individuo (pues toda libertad lo es de selección, señala el autor); por otra parte determinan la intelectualización y la superficialidad de los contactos urbanos; una forma funcional de interacción que Simmel defendió siempre como estrategia utilizada por los urbanitas para enfrentarse a la realidad fragmentaria, fugaz y racionalizada de las grandes ciudades.

En efecto, en la ciudad de Simmel, 1) el dinero como medio de intercambio, 2) la sucesión sin límites de impresiones o situaciones imprevistas y 3) la mayor división del trabajo conocida hasta entonces, conducen al urbanita a mantener relaciones sociales basadas en la externalidad, el pragmatismo y la especialización. Ante la complejidad y la fragmentación –de situaciones, de opciones, de contactos- el urbanita responde fragmentándose a su vez, racionalizando y racionando sus interacciones, manteniéndolas en un plano superficial y esquematizado.

Esta situación lo conduce a ambivalencias y contradicciones, pues si por una parte el “secretismo” (Remy y Voyé, 1976) del que se sirve para responder a un sistema complejo de relaciones le proporciona un grado de autonomía (o libertad, en términos de Simmel), este mismo modus operandi puede empujarlo al aislamiento; línea que luego fue también abordada por los teóricos de la Escuela de Chicago:

 

En tal contexto, piensa Simmel, el secreto cobra toda su plenitud; “produce una inmensa ampliación de la vida”[4]. Ofreciendo la posibilidad de hacer coexistir dos mundos: uno visible, el otro invisible, que escapa al control de los demás. Esta posibilidad de existencia de un mundo secreto está ligado a la individualización del mundo de la vida urbana (Remy y Voyé, 1976: 201).

 

Y sobre la misma idea:

 

Cuando se atenúa o incluso desaparece el modelo comunitario, se desarrollan las posibilidades y la racionalidad del secreto, con lo que se da una fuente de autonomía, al mismo tiempo que de aislamiento. Autonomía, en la medida en que el secreto permite excluir, limitar, las intrusiones de la vida privada y autorizar el desenvolvimiento de ideas y comportamientos innovadores. Pero, también aislamiento, en la medida en que el secreto separa, desgaja el medio ambiente (op. Cit).

 

En síntesis, para Simmel la ciudad se perfila como el campo de acción sobre el cual los individuos establecen relaciones conforme al constante cambio de estímulos, de especialización y de racionalización. Dicho autor encuentra las raíces de estos géneros de interacción adentrándose en el campo de la psicología social, atendiendo a la discusión entre lo subjetivo –espíritu, alma, emotividad o estado anímico son algunas de las palabras que utiliza para referirlo- y lo objetivo –la externalización de los sentimientos y las demostraciones exteriores a través de las cuales los individuos establecen relaciones entre sí.

La realidad aparece compleja y abrumadora para el urbanita, al que se le exige responder a una constante diversidad de situaciones y de individuos diferenciados en relaciones la mayor parte de las veces efímeras. La única manera de superar la incertidumbre que tan veloces cambios le provocan lo lleva a mantener una actitud de indolencia, apatía, desconfianza e indiferencia en las múltiples relaciones sociales que necesita establecer en los diferentes campos de su vida dentro de un contexto en el que aparece un modelo de interacción en crisis que ha dejado de regirse claramente por las pautas de convivencia tradicionales o comunitarias. Este comportamiento distante y formal se relaciona, asimismo, con conceptos que también Goffman (1979) trabajaría denominándolos “máscara” o “desatención cortés” y que Lyn H. Lofland (1985) retomaría para hablar de la naturaleza de los vínculos sociales en los espacios públicos urbanos estadunidenses de las décadas de los sesenta y setenta bajo la idea de éstos como “un mundo de desconocidos” (a world of strangers) en el que el individuo debía abrirse paso (make his way).

 

Volviendo a Simmel, éste apunta al respecto:

 

La actitud de los urbanitas entre sí puede caracterizarse desde una perspectiva formal como de reserva. Si al contacto constantemente externo con innumerables personas debieran responder tantas reacciones internas como en la pequeña ciudad, en las que se conoce a todo el mundo con el que se tropieza y se tiene una relación positiva con cada uno, entonces uno se atomizaría internamente por completo y caería en una constitución anímica completamente inimaginable. En parte esta circunstancia psicológica, en parte el derecho a la desconfianza que tenemos frente a los elementos de la vida de la gran ciudad que nos rozan ligeramente en efímero contacto, nos obligan a esta reserva, a consecuencia de la cual a menudo ni siquiera conocemos de vista a vecinos de años y que tan a menudo nos hace parecer a los ojos de los habitantes de las ciudades pequeñas como fríos y sin sentimientos (1986: 253).

 

Y sin embargo, esta actitud racional y apática –superficial-, es precisamente la que hace al urbanita un ser humano “libre”. En la ciudad, el individuo encuentra la autonomía a la que no puede aspirar en una comunidad pequeña. La muchedumbre urbana es el campo en el que la cercanía corporal hace visible las diferencias de y la indiferencia hacia los demás y constituye, por tanto, la culminación de la independencia, declara el autor.

Finalmente, la visualización simmeliana de la ciudad como construcción social permanente, inacabada e inacabable debido a que los materiales a partir de la que se genera se encuentran no sólo en movimiento, sino en el proceso de transformación constante del que depende para su supervivencia; llevaría a entender las relaciones sociales propias de la modernidad como aquellas hechas (o haciéndose y rehaciéndose a cada instante) a partir de situaciones, de negociaciones fugaces y efímeras, como lo plantea Delgado (1999b):

 

Nadie antes había trabajado los momentos fugitivos (...) Simmel concibió la sociedad como una interacción de sus movimientos moleculares mucho más que como una substancia. La sociedad sería, en primer lugar, ese momento preciso en que ciertos individuos entran en interacción y forman una unidad ya sea temporal, ya sea permanente. Por ello, la sociología debía consistir en una descripción y un análisis de las relaciones formales de elementos complejos en una constelación funcional (pp. 6-7).

 

Todas estas ideas han sido retomadas y profundizadas por diversas escuelas de investigación urbana. Entre las más importantes se encuentran los etnógrafos o ecólogos de Chicago que, sobre todo en las décadas de los veinte a los cuarenta, y con Robert Ezra Park a la cabeza, desarrollaron una serie de trabajos de investigación cuyo legado, a pesar de las críticas que desde entonces ha recibido, es aún hoy una fuente importante para el entendimiento de las interacciones públicas en la ciudad.

 

La Escuela de Chicago al abordaje de los fenómenos urbanos

 

Bien podría afirmarse que una de las mayores influencias dentro del proyecto de la Escuela de Chicago fue la filosofía de Georg Simmel. Robert E. Park acudió incluso durante sus estudios en Alemania a uno de los seminarios dictados por dicho autor. De este modo, la visión chicaguense de una ciudad en constante transformación, formada de grupos e individuos heterogéneos e interdependientes, orientada hacia la “desorganización” y cuyo único recurso se encontraba en el distanciamiento recuerda con mucho a la sociedad metropolitana de Simmel.

La historia de la Escuela de Chicago como grupo de investigación encuentra sus orígenes en la labor de William Isaac Thomas, uno de los primeros académicos dentro del departamento de Sociología en la Universidad de Chicago. A principios del siglo XX, Thomas insistía en uno de los aspectos que caracterizarían a la Escuela de Chicago sobre otras corrientes conceptuales de la época: el trabajo empírico y sistemático para la comprensión de los fenómenos urbanos (Hannerz, 1986).

Entre otras líneas de investigación, Thomas destacó la importancia de conocer a profundidad los puntos de vista de los actores sociales, a partir de los cuales generó la genealogía de los cuatro deseos fundamentales del individuo –mismos que serían más tarde retomados por Park para el análisis de la eficacia comunitaria y a través de los cuales reconocería que el urbanita necesitaba además un cierto grado de intimidad en algunas de sus relaciones sociales-: seguridad, nuevas experiencias, reconocimiento, y afecto e íntimas relaciones con algo o con alguien (Park, 1999: 105).

      En 1911, Thomas invita a Park a participar dentro del departamento de

Sociología de la Universidad de Chicago; y aunque poco después el primero hubo de abandonar la Universidad, sus ideas fueron continuadas y expandidas por el segundo.

            Robert Park había sido periodista, reportero de investigación para el Minneapolis Journal, una formación que permearía definitivamente tanto su perspectiva de la ciudad como la metodología que propuso para descifrarla. Le seguirían en dicha tarea otros investigadores que abordaron diferentes temas urbanos  y que constituyeron la cuna de algunas de las áreas de investigación actualmente más sólidas en los Estados Unidos: la organización social y el intercambio de diferentes comunidades urbanas, las conductas delictivas y las condiciones de la marginalidad así como las políticas de reconocimiento, entre otras.

En general, el enfoque fenomenológico de la Escuela de Chicago intenta esclarecer la naturaleza de la ciudad a partir de sus partes, es decir, de las normas y sus márgenes, con el objetivo de detectar el papel que juega el contexto socio-cultural en la formación de la vida urbana. Es precisamente esta búsqueda lo que motivaría la visualización de la ciudad bajo un orden ecológico o natural, perspectiva que sin duda ha distinguido sus trabajos sobre otras corrientes teóricas, pero que no constituye en forma alguna la única de sus contribuciones.

Un análisis general de las aportaciones de la Escuela de Chicago conduce a destacar, a través de sus trabajos, los siguientes aspectos como indicadores de la vida urbana: transformación, cambio, movilidad, interdependencia, diversidad y distancia social. Todo ello explicado a partir de la concepción de la ciudad como un espacio formado de “áreas naturales” (comunidades) en constante transformación, movimiento e interacción.

Los principios aplicados en las ciencias naturales para explicar la ecología animal y vegetal darwiniana como un tipo de selección natural encaminada a la supervivencia de las especies más aptas, fueron retomados por Park y aplicados a un Chicago en pleno auge demográfico, económico, político y social.

El mismo Park lo explicaba de este modo:

 

Dentro de los límites de una comunidad urbana –y, en realidad, en cualquier área natural de hábitat humano- operan fuerzas que tienden a reproducir un agrupamiento ordenado y característico de su población y de sus instituciones. Denominamos ecología humana, para distinguirla de la ecología vegetal y animal, a la ciencia que trata de aislar esos factores y describir las constelaciones típicas de las personas e instituciones producidas por la convergencia de tales fuerzas.

 

Los medios de transporte y de comunicación, los tranvías y el teléfono, los periódicos y la publicidad, los edificios de acero y los ascensores –de hecho todas esas cosas que tienden a acentuar al mismo tiempo la concentración y la movilidad de la población urbana- son los principales factores de la organización ecológica de la ciudad (1999: 49).

 

Dentro del mismo enfoque, el autor norteamericano destacaba la naturaleza de las urbes desde otras perspectivas, tales como la económica (cuya característica más importante era la especialización extrema a la que conducía la división del trabajo),  la política y cultural (a través del estudio de las instituciones que intentaban orientar la organización de las comunidades y su tiempo libre), así como la moral (que, al igual que Simmel, proyectaba como el espacio del “hombre libre”).

Las llamadas “áreas naturales” no eran otra cosa sino la agrupación de individuos que compartían intereses o funciones. Esta tendencia a la formación de comunidades era entendida como herramienta social utilizada en la lucha por la supervivencia en una entidad regida por la ley del más fuerte.

Cada uno de los urbanitas, así como las áreas naturales que formaba, experimentaban entre sí procesos de competencia, conflicto, adaptación y asimilación. A su vez, las comunidades hacían frente constantemente a situaciones de crisis que eran inherentes al desarrollo urbano y cuyo origen era la lucha por lograr el predominio o evitar la sucesión. Estas crisis, una vez resueltas, llevaban a una etapa de equilibrio temporal.

Planteamientos como los anteriores hacían destacar la trascendencia que la Escuela de Chicago otorgaba al trabajo de campo como mecanismo de aproximación a las nuevas sociedades metropolitanas; y de ahí también la oportunidad que vislumbraban para contribuir directamente en la resolución de conflictos urbanos:

 

La ciudad, y en particular la gran ciudad, en la que por todos lados las relaciones humanas son probablemente impersonales y racionales, regidas por el interés y el dinero, constituye en un sentido muy real un laboratorio de investigación del comportamiento colectivo. Las huelgas y los pequeños movimientos revolucionarios son endémicos en el medio urbano. Las ciudades, las grandes en particular, se encuentran en un estado de equilibrio inestable. De ahí deriva que los inmensos agregados, ocasionales y mutables, que constituyen nuestra población urbana, se encuentren en continua agitación, barridos por cada nuevo viento doctrinal, sujetos a constantes alarmas; y en consecuencia, la comunidad está en una situación de crisis permanente (Park, 1999: 65).

 

Por último, Park indicaba una diferencia radical entre las ecologías vegetal y animal y la que él denominaba humana: la comunicación, el consenso como vía para superar la desorganización –o diversidad, como Remy y Voyé (1986) han puntualizado sobre este punto de la teoría parkiana- y el desequilibrio biótico a los que parecían condenadas las grandes ciudades.

Si en toda comunidad humana se encontraban presentes dos niveles de ordenación -uno de tipo biótico que llevaba a la competencia y el conflicto, y otro cultural o social, en el que prevalecían la tradición y el orden moral-  era la interacción de ambos lo que determinaba “los procesos que, después de perturbaciones del equilibrio establecido, implicaban el paso de un orden relativamente estable a otro” (Bettin, 1982: 79).

Otros indagadores de la Escuela de Chicago, siguiendo los planteamientos básicos establecidos por Park, contribuyeron con sus trabajos  a la formulación de nuevos conceptos explicativos aplicados a diversos fenómenos urbanos. 

Ernest W. Burgess formuló un modelo de expansión circular de la ciudad a partir de la teoría ecológica y la idea de las áreas naturales; “como la ecología humana estaba concebida como una sociología del espacio y puesto que la competencia era la principal fuerza de regulación, se entendía que las diversas actividades humanas se distribuirían según los valores del terreno” (Hannerz, 1986: 39). Bajo una perspectiva liberal, esto significaba que los barrios y territorios urbanos nacían, crecían, se desarrollaban y eran abandonados y re-habitados de nuevo por otros grupos de acuerdo con los usos que dichas comunidades hacían de ellos.

Otras colaboraciones importantes llegarían de la mano de Anderson, Thrasher, Redfield, Mckenzie (este último co-editor con Park y Burgess de la versión original de The City[5]) y Wirth así como de otros investigadores ligados indirectamente a la Escuela de Chicago, tales como los interaccionistas simbólicos y los etnometodólogos. De ellos, se destacan a continuación las conclusiones que permitan perfilar la naturaleza de los espacios públicos urbanos.

Una de las preocupaciones que aparecen en repetidos trabajos de la Escuela de Chicago son aquellas que tienen que ver con la figura del individuo de los márgenes, de las fronteras, que se encuentra en estado de tránsito permanente. De hecho, el tema de la movilidad metropolitana parece cristalizar de manera especial en el estudio del Hobo: los trabajadores temporales, móviles y sin arraigo social que fueron analizados por Nels Anderson:

 

El hobo es un hombre siempre en marcha, pero sin rumbo fijo y, naturalmente, no llega jamás. Busca el cambio por el solo gusto del cambio. Su comportamiento es un hábito y, como ocurre con las drogas, un hábito que gira dentro de un círculo vicioso: cuanto más vagabundea, tanto más debe seguir errabundo (...) El hobo es un individualista. Ha sacrificado la necesidad humana de asociación y organización a su pasión romántica de la libertad individual (...) El hobo, que comienza su carrera rompiendo los vínculos locales que le unen a su familia y a su vecindario, termina por romper todos los demás tipos de asociaciones. No sólo es un vagabundo, sino también un hombre sin razón de ser y sin patria (Park, cit. en Remy y Voyé, 1976: 225-226).

 

Otro concepto que ha sido de gran utilidad para entender al urbanita en su desempeño cotidiano (performance), tanto a través de su tránsito por los espacios públicos como en sus interacciones con múltiples “otros-públicos”– sean individuos, grupos o instituciones- tuvo origen en el estudio que Frederic M. Thrasher publicó en 1927 acerca de 1,313 pandillas (gangs) de Chicago. Este término es el intersticio.

Thrasher analizó la forma en que estos grupos juveniles se desarrollaban en las “zonas de transición” que eran inherentes a la desorganización social de la ciudad. Este fenómeno se presentaba en términos territoriales y estaba caracterizado por el constante movimiento; por la entrada y salida de nuevos miembros. La idea de área de transición, de paso, de grieta de la organización social urbana daba cabida a una clase de urbanita que compartía con el Hobo algo de su movilidad y desarraigo:

 

Probablemente el concepto más importante del estudio es el término intersticial[6]; es decir, que pertenece a espacios situados entre una cosa y otra. En la naturaleza, las materias extrañas tienden a reunirse y apelmazarse en todas las grietas, hediduras y resquebrajaduras: los intersticios. También hay fisuras y fallas en la estructura de la organización social. La pandilla se puede considerar como un elemento intersticial en el marco de la sociedad, y el territorio pandilleresco como una región intersticial en el trazado de la ciudad (Thrasher, cit. en Hannerz, 1986: 49).

 

Las investigaciones acerca de los grupos marginales en la ciudad, de los individuos de las fronteras, representaron un acercamiento concreto y empírico que partía de la conceptualización ecológica de Park: un ir de la teoría general de la ecología humana a los escenarios y sus actores, que se movían y construían a su paso la comunidad biótico-cultural. Y no sólo eso, junto al estudio de las pandillas, del hobo, del gueto (Wirth), de los barrios bajos y de prestigio (The Gold Coast and the Slum, de Zorbaugh), así como de las mujeres del trabajo de Cressey The Taxi-Dance Hall, se ponía en práctica la línea metodológica propuesta por Robert Ezra Park:

 

Una de las cosas que hacen de la ciudad un lugar particularmente favorable para el estudio de las instituciones y de la vida social en general es el hecho de que, bajo las condiciones de vida urbana, las instituciones se desarrollan rápidamente. Crecen ante nuestros ojos: los procesos de su desarrollo son accesibles a la observación y, eventualmente, a la experimentación (Park, 1999: 126).

 

Fue esta visión de la ciudad y del papel del investigador social que Park proponía (influida sin duda por su pasado como periodista) lo que le hacía incitar a sus alumnos a “descender al mundo de los hombres, a las calles de los barrios bajos, a las colonias de inmigrantes, para observar, describir, relatar y explicar lo que allí sucedía” (Martínez, 1999: 17).

La generación de grupos tales como el hobo o las pandillas, dentro de la conceptualización de la Escuela de Chicago, eran no sólo resultado de las condiciones objetivas de las grandes urbes, sino que parecían concentrar –siendo la esencia- esas características propias de las relaciones sociales que se establecían en los espacios públicos y, en general, en las interacciones urbanas: el movimiento, el paso de un mundo a otro, la zona intersticial y la figura de fuga.

Quince años después de la publicación de The City de Park -periodo en el cual se habían realizado todos los trabajos mencionados anteriormente-, Louis Wirth, otro discípulo de la Escuela de Chicago, publicó uno de los ensayos que han sido considerados por diversos autores como una importante ampliación de la propuesta de Park y texto básico dentro de la antropología urbana.

De El urbanismo como forma de vida se destacan en este trabajo los conceptos relacionados con la clase de interacción social a la que se ven expuestos los individuos en la ciudad. Habría que agregar que dichas ideas se encuentran enmarcadas en una concepción de sociedad urbana que era definida por el autor como: “un asentamiento relativamente grande, denso y permanente de individuos socialmente heterogéneos” (Wirth, 1988: 35).

Esta aparentemente sencilla formulación de la ciudad integra ya conceptos relacionados con lo que otros investigadores han identificado como primordial en las relaciones del urbanita. La densidad, de acuerdo con Wirth (1998), obligaba al individuo a mantener con vida una gran cantidad de relaciones especializadas que, al paso de las mismas, le hacían considerar como normal la heterogeneidad y la inestabilidad. Así mismo, le impedían tener una visión de conjunto de la sociedad urbana, ya que transitaba en tal cantidad de grupos diversos que dicha movilidad le impedía conectar todos los intereses que con ellos compartía:

 

Es característico de los urbanitas que se relacionen entre ellos en papeles sumamente segmentarios. Dependen, desde luego, de más individuos para la satisfacción de sus necesidades vitales que los habitantes de las zonas rurales y están por ello relacionados con mayor número de grupos organizados, pero dependen menos de personas concretas, y su dependencia de los otros se limita a un aspecto sumamente fraccionalizado de la esfera de la actividad de éstos. Eso queremos decir básicamente al afirmar que la ciudad se caracteriza más por los contactos secundarios que por los primarios. Es indudable que los contactos en la ciudad pueden ser directos, pero son sin embargo impersonales, superficiales, transitorios y segmentarios. La reserva, la indiferencia y esa expresión de estar de vuelta de todo que manifiestan los urbanitas en sus relaciones pueden considerarse por tanto instrumentos para inmunizarse frente a las expectativas y pretensiones personales de los otros (Wirth, 1988: 40).

 

Como puede observarse, el cúmulo de las contribuciones de los miembros de la Escuela de Chicago, pero sobre todo de Park y de Wirth, dieron lugar al concepto de ciudad heterogenética: un tipo de organización cuyo supervivencia aparece garantizada por la diversidad y el reclutamiento permanente de heterogeneidad del exterior. Hannerz (1986) menciona que esta idea tiene además fundamento en las teorías de Darwin y Durkheim: “cuando hay un aumento del número de organismos que habitan un área determinada, hay diferenciación y especialización, ya que sólo así puede dicha área mantener a números más altos” (p. 83). La interdependencia entre la ciudad y el exterior, aparece en Wirth como vital para el mantenimiento de un sistema de organización social ávido de nuevos insumos, ya que la movilidad se presenta como una de sus características primordiales:

 

Dado que la población de la ciudad no se reproduce a sí misma, ha de reclutar sus inmigrantes en otras ciudades, en el campo y (aquí, en Estados Unidos, hasta fecha reciente) en otros países. La ciudad ha sido así históricamente crisol de razas, pueblos y culturas y un vivero propicio de híbridos culturales y biológicos nuevos. No sólo ha tolerado las diferencias individuales, las ha fomentado. Ha unido a individuos procedentes de puntos extremos del planeta porque eran diferentes y útiles por ello mutuamente, más que porque fuesen homogéneos y similares en su mentalidad (1988: 37-38).

 

Así es que, si a lo anterior sumamos la idea parkiana de la excentricidad y la diversidad  como elementos premiados en las grandes ciudades –que, como se observa  en el párrafo anterior, Wirth comparte por completo-, nos vamos acercando cada vez más al planteamiento de los espacios públicos urbanos.

Las síntesis hasta ahora presentadas acerca del planteamiento de la ciudad como campo de relaciones no es exhaustiva ni representativa de todas las corrientes que han abordado los fenómenos sociales, económicos y/o políticos de las grandes urbes occidentales. Si aquí se les ha dedicado un espacio preferencial es porque, a la luz de este trabajo, podrían constituir la pista inicial de lo que posteriores académicos e investigadores han denominado “espacio público urbano”.

De igual manera, la información presentada con anterioridad acerca de las propuestas tanto de Simmel como de los integrantes de la Escuela de Chicago ha sido selectiva en tanto ha destacado los conceptos que de dichos autores resultan más útiles para el desentrañamiento de la naturaleza de lo urbano y de las interacciones públicas en la ciudad. En adelante, se retomarán igualmente conceptos provenientes tanto de los autores hasta ahora revisados como de otras propuestas europeas y norteamericanas que han tenido en común el abordaje del objeto de estudio que aquí se plantea.

 

Espacios públicos urbanos: espacio social, vida pública

 

Un espacio público es un orden de las visibilidades destinado a acoger una pluralidad de usos o una pluralidad de perspectivas y que implica, por ello mismo, una profundidad (...) un espacio público es un orden de interacciones y de encuentros y presupone por tanto una reciprocidad de las perspectivas. Estos dos acuerdos hacen del espacio público un espacio sensible, en el cual evolucionan cuerpos, perceptibles y observables, y un espacio de competencias, es decir, de saberes prácticos detentados no sólo por quienes conceptúan (arquitectos o urbanistas) sino también por los usuarios ordinarios. En suma, habría que comprender el espacio público como espacio de saberes y definirlo, como lo hubiera querido Michel Foucault, como espacio de  visibilidades y de enunciados (Joseph, 1999: 28).

 

Esta primera aproximación a una definición del espacio público urbano destaca ya algunos de los términos más relevantes que se asocian a la realidad social de estos lugares –que lo son tanto materiales como simbólicos -: visibilidad, uso, saberes prácticos, diversidad, y el cuerpo como herramienta de comunicación y negociación, entre otros.

Hablar de los espacios públicos es hacerlo desde los dos conceptos que sintetiza: el espacio como marco, (re)producción y apropiación de los sujetos que lo viven y sobreviven; y de lo público como forma de interacción basada en lo fragmentario, lo superficial y lo visible.

Acerca de lo primero, ha sido Henri Lefèbvre quien ha presentado una perspectiva acerca de lo que denomina “espacio social”, aquello que en el devenir y el discurso cotidianos sirve para distinguir –aunque no para aislar- unos lugares de otros, en los cuales transcurre la vida social: “ellos [los lugares que forman el espacio social) corresponden a un uso específico de ese espacio, y por lo tanto a unas prácticas espaciales que expresan y constituyen” (Lefébvre, 1991: 16).

Lo anterior anticipa ya la visión de Lefèbvre acerca del espacio, un fenómeno social producido y reproducido a través de la práctica, acompañado por un código siempre en construcción o remodelación por parte de sus usuarios, en donde el papel del investigador sería el de desentrañar su crecimiento, función y, en su caso, desaparición (op. cit: 17).

“El espacio social es un producto social” y con ello Lefèbvre se refiere a la conjunción de un marco material -que actúa como fuente y recurso- y a las relaciones sociales que ahí establecen los individuos como usuarios a través de procesos que funcionan a partir de sus propias prácticas espaciales.

El otro término que integra el concepto de espacio público es el que se refiere a la publicidad de las acciones sociales. Lo público, como tal, conlleva un tipo de actuación asociada a lo que “a la luz de los otros” el individuo declara acerca de sí mismo, así como lo que interpreta como señales en el comportamiento del resto de urbanitas.

Y si hablamos de los espacios públicos en un contexto urbano contemporáneo, podríamos ir desde las grandes instituciones organizadas para la discusión o el intercambio –aquellas que se instalan en la metrópoli para la administración de los recursos materiales y sociales de la comunidad, los mass media en cuyo flujo transitan los asuntos de interés público, e incluso el ciberespacio- a las zonas medias de intercambio –tales como bares, cafés y lugares de encuentro varios-, sin dejar de lado aquellos espacios micro, que van constituyéndose a partir de la interacción, ya se improvisada o planeada, de dos citadinos cualesquiera expuestos a la mirada de los demás.

Como vemos, lo público más que ser un sitio previamente acordado para la reunión de individuos con un fin determinado de antemano–aunque también podría serlo-, es aquello hecho de un tipo de interacción basada en el tránsito –de ideas y de objetos- y en la acción derivada de una negociación interminable de imágenes –en tanto representaciones.

            La conjunción del espacio como lugar para la acción más elemental de producción de lo social (Habermas, cit. en Joseph, 1999: 14) y de lo público como sitio de negociación de los intereses comunes permite una aproximación a lo que diversos autores han descrito como “espacio público” en la ciudad. Ligados a estos dos conceptos, se encuentran una serie de componentes que permiten examinar su naturaleza.

            ¿A partir de qué variables[7] se constituye un espacio público? Dicho de otra manera, ¿qué es y de qué esta hecho?, ¿qué lo hace aparecer, qué es lo que lo transforma?

            En este punto se intersecan los planteamientos formulados tanto por Simmel como por la Escuela de Chicago, ideas que han sido a su vez retomadas tanto en Estados Unidos[8] como en Europa[9] para el abordaje de la vida cotidiana en las calles, las plazas, las esquinas, los centros comerciales, los bares, los andenes de trenes o aeropuertos, por citar algunos de los escenarios urbanos que han sido analizados por dichos autores.

El espacio público se presenta como un espacio compartido, transitado, en el que se llevan a cabo relaciones espontáneas, fluidas, fragmentadas; y sin embargo generadas a partir de códigos y sistemas de interacción pactados sobre la emergencia de las situaciones, a las que el individuo sobrevive gracias a los “saberes prácticos” aprendidos a lo largo de su devenir como usuario.

Desde una perspectiva dramatúrgica, esos saberes prácticos podrían asociarse con el conocimiento de la trama general de las historias fragmentarias con las que es posible toparse durante el tránsito por un lugar público cualquiera; sin embargo, no hay un guión predeterminado que le dicte a cada usuario las líneas exactas de su papel o el de sus compañeros de actuación; ya que, la condición material de los espacios públicos funciona como marco, fuente de información y recurso para la acción al mismo tiempo (Lefèbvre, 1991) que, a manera de recipiente, es llenado a partir de los microeventos (Goffman, 1959) que ahí se dan lugar, y que en conjunto, constituyen su naturaleza social.

Lugar de la visibilidad y la accesibilidad mutuas y en movimiento, de ritmos y de improvisaciones, de distancias y distanciamientos, de insumos sensoriales, de disfraces y neutralizaciones; de un orden en permanente construcción, cuyos resultados –siempre temporales como los eventos que los suscitan- no son productos, sino fases de un proceso inagotable de negociación de imágenes e intenciones; como destacan los estudiosos de dicho fenómeno.

Augé (1994, 1998), por ejemplo, nos habla de los “no lugares”: los itinerarios, recorridos, movimientos que generan vistas instantáneas y que privilegian el sentido de la individualidad y de la “soledad compartida”; término este último que se refiere a la reunión temporal, circunstancial de los viajeros en un mismo vagón; o a los transeúntes en un mismo punto de la calle en un momento determinado. Esta soledad compartida es interpretada por Joseph (1999) como “secundariedad”, donde los individuos realizan las acciones necesarias para un tránsito sin sobresaltos y simultáneamente reflexionan sobre otros aspectos vitales.

Y si hemos de retomar a Simmel y a la Escuela de Chicago, podríamos agregar  que esta soledad –entendida como la neutralización del reflejo corporal de las emociones- no es sino una función práctica para la libre circulación a través de unos escenarios hechos de imágenes diversas que se superponen a gran velocidad; misma que denominaban “derecho a la desconfianza” o “apatía”... “desatención cortés” para Goffman (1979), y “habilidades para esquivar” en Lofland (1985).

Actuaciones sociales como las anteriores nos introducen en el tipo de interacción

llevada a cabo por los usuarios de los espacios públicos. Siguiendo a Lefèbvre (1991) habría que destacar que dichos escenarios no son resultado de una estructura dada, sino lugares en constante reformulación y recreación; nunca están terminados, porque la apropiación –a partir de su uso y asignación simbólica- llevada a cabo por los individuos que lo llenan –o quizá más exactamente, que lo recorren- en un momento determinado es en sí misma un proceso.

En resumen, el espacio público y los acontecimientos sociales que ahí se dan lugar constituyen un campo de estudio que habrá de dar cuenta de los momentos, de las figuras fronterizas, lo fragmentado, lo inestable, lo negociado sobre la marcha –en el sentido de tránsito y de estructura estructurándose (Delgado1999a); así como de las experiencias individuales dando forma a lo colectivo, de las tácticas y estrategias manifestadas a través de las acciones que despliegan los agentes sociales en los procesos de producción y apropiación de escenarios públicos, dispuestos para la re-negociación y la improvisación de saberes prácticos de supervivencia en la ciudad.

 

Bibliografía

 

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[1] Entendido como el conjunto de las relaciones sociales llevadas a cabo en el marco de lo público en la ciudad. Delgado (1999a) lo caracteriza así: “Lo urbano está constituido por todo lo que se opone a cualquier cristalización estructural, puesto que es fluctuante, aleatorio, fortuito...., es decir, reuniendo lo que hace posible la vida social, pero antes de que haya cerrado del todo tal tarea (...)” (p. 25).

[2] La idea de las relaciones basadas en un valor de cambio vs. un valor de uso, fue reconsiderada más tarde por Lefèbvre (1991) al hablar de la producción del espacio. El espacio social no se regiría por un valor de cambio, sino de uso. Circunstancia que podría ser observada en los procesos de apropiación del espacio urbano.

[3] El subrayado es del autor.

[4] G. SIMMEL: The Metrópolis and Mental Life, en: K. H. Wolff (Ed.): The Sociology of Georg Simmel,The Free Press of Glencoe, Nueva York, 1950, Parte IV.

[5] Park, Robert E., Ernest W. Burgess, Roderick D. McKenzie (1925). The City. Suggestions for Investigation of  Human Behavior in the Urban Environment. EE. UU: The University of Chicago Press.

[6] La cursiva es del autor.

[7] Tal vez  variables sea el término adecuado para referirse a los factores en juego dentro del análisis de las situaciones que dan forma a la interacción social en la ciudad: si lo que caracteriza al espacio público es su constitución a partir de micro-acontecimientos diseñados a medida por sus creadores, los contenidos de dichos factores variarían tanto como lo negocien cara a cara los participantes –haciendo uso tanto de un código de intercambio puesto a prueba, como caracteriza Goffman (1959) la ritualización de la interacción, como a través de los saberes prácticos que menciona Joseph  (1998).

[8] Dichas propuestas se refieren a Erving Goffman (1959, 1979, 1991, 2000); Jane Jacobs (1967); John y Lyn H. Lofland (1984, 1985), quienes han trabajado las formas de interacción pública en escenarios tanto institucionales como de libre acceso.

[9] Augé, 1994, 1998; De Certeau, 1998; Delgado, 1998, 1999a y 1999b; Joseph, 1998, 1999a, 1999b; Lefèbvre, 1969 y 1991; Péttonet, 1982; Remy y Voyé, 1976; entre otros.

 

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