Sincronia Otoño 2004


 
Charles Baudelaire: La inmediatez desvanecida. A propósito de Pequeños poema en prosa

 
José Reyes González Flores


Departamento de Letras
Universidad de Guadalajara


 

El mal y la modernidad

 

¿Y qué hay en el abismo? El cielo y el infierno. Esa boda macabra que William Blake consagra y rebautiza con un sólo nombre: poesía. Sombra y luz, presencia y destierro de la condenación eterna donde el poseso andará errante por el mundo con el legado de Caín, bendi­ción de Dios cuyo castigo no fue sino la regeneración de la realidad. Y surge el hombre como un asombro de la sangre, con el prodigio de caminar la oscuridad para ser amamantado en la rebeldía.

Entonces la pugna se engendra. Dios, por un lado, con su omni­presencia trata de redimir al hombre, y Satán, por otro, busca salvar al hijo de Dios de las perversiones que ha heredado de la moral. De esta batalla cruel emana el rebelde del desasosiego: el Poeta. Y la lucha se vuelve más encarnizada porque ahora la Belleza ha de ser la disputa entre Dios y Satán, pero este último, señala Baudelaire, "...representa el complemento de Dios, con quien formaría un sólo ser si el universo entero no se viera desgarrado por la tensión del dualismo absoluto" (Baudelaire, 1995:22) Para Baudelaire el Mal brota natural y espontáneo, mientras que el Bien no es natural, mejor dicho, es artificial y con reglas preestablecidas. El Bien y el Mal comparten un mismo objetivo, buscan equili­brar las emociones y conocimientos del hombre, se trata de la Reden­ción como fundamento de la vida. Nada hay sin la balanza de las pasiones, y Dios y Satán no son más que un todo.


Luego, ¿qué hay en el Bien? La santificación del Mal, la belleza de lo maligno, lo moral de lo inmoral, la oscuridad que habita la claridad para ser más que el reflejo del otro, porque el Bien ha sido ultrajado por las sociedades, porque el Bien se ha moralizado, y la obligación moral, dice Enrique López Castellón (citado en Baudelaire, 1995:18), "se identifica con la necesidad de ser mandado, castigado o querido" Charles Baudelaire comentó que el Bien son las órdenes despóticas y autoritarias que se emiten al sujeto, tal vez por eso Satán toma el trono de los malditos y los desterrados, se convierte en representante y mediador ante Dios. El Mal, por este conducto también, habrá de crear conocimientos, porque la destrucción, como indica Henry Mi­ller (1983, 30) acompaña a la creación. Es necesaria, entonces, la convivencia con los demonios porque de esa forma se comprende la naturaleza del hombre. Así lo vio Baudelaire cuando abrió los ojos a la poesía un 09 de abril de 1821, en el París que van dejando Voltaire y Rou­sseau. Un París de ideas contradictorias que pasan de la tradición feudal al individualismo apasionado de mano del espíritu racional, práctico y centralizador.

Baudelaire hereda las ideas del clasicismo que busca el centro en­tre la razón y la sensibilidad que nunca habrá de encontrar porque, cómo un barco, se mueve de un lado a otro. Berkeley y Hume llegan al patíbulo del pensamiento filosófico francés mientras que los pri­meros textos románticos harán nido en Rousseau. Se trata de la litera­tura de la sensibilidad y el naturalismo, cruzando, claro, la literatura científica y filosófica. Se va formando, escribe Robert G. Escarpit, una "élite de técnicos y científicos como Buffón, que tratan de saciar la cu­riosidad de sus contemporáneos."(Escarpit, 1986:70) Una estrategia que habrá de con­solidar Denis Diderot con la publicación de la Encyclopédie.

Francia, de pronto, se ve sorprendida por el avance vertigino­so de Inglaterra, quiere añadir al sinónimo que ya porta, es decir, al de libertad, el de avance tecnológico. Las calles de París se inundan de luces, la vieja arquitectura da paso al hierro que se funde al modo de la construcción de los griegos, entra en vigencia la moder­nidad acompañada de la arquitectura del vidrio. Se inicia lo que habrá de caracterizar a la época moderna: la mezcla de lo antiguo y lo moderno, ese nuevo sincretismo de imágenes del progreso y la ma­sificación. Baudelaire se encuentra, dice Walter Benjamin (1970, 134), "con la mirada del exiliado. Se trata de la visión del paseante, cuya forma de vida representa con un resplandor conservador, la desesperada vi­da venidera de los habitantes de las grandes ciudades".6 Es el creci­miento de la industria, es el paso a la riqueza, a la máquina y al ne­gocio. La burguesía prospera y las reglas morales son defendidas desde sus trincheras. El Bien comienza su decadencia, se comercia­liza y se vuelve vulnerable.


Charles Baudelaire no acepta por completo la modernidad, se maravilla de ella pero no está convencido, así lo manifiesta en "Mi corazón al desnudo", cuando escribe que no existe "Nada más absur­do que el progreso, puesto que el hombre, como lo prueban los he­chos cotidianos, es siempre semejante e igual al hombre, es decir, se encuentra siempre en estado salvaje" (Baudelaire, 1982:31),  y continúa con una pregunta desgarradora: "¿Qué representan los peligros del monte y la pradera comparados con los choques y conflictos cotidianos de la civiliza­ción?" El modernismo ofrece la cosecha de la estética, una estética importante pero que será con el tiempo sopesada por la burguesía que la habrá de adoptar. Baudelaire rechaza las reglas que rigen al arte, se burla de los inspirados y grita: "¡Atrás la musa académica! ¡Pa­ra nada quiero a esa vieja mojigata." Nosotros, dice, "obreros litera­rios, debemos ser precisos, debemos encontrar la expresión absolu­ta, o bien renunciar a la pluma y ser unos chapuceros..." (Baudelaire, 1982:52) Este poeta, llamado maldito o representante de la literatura "ne­gra", recibe al lujo industrial, las tiendas elegantes, los pasajes con luz de neón. Vive el imperio de hierro. La modernidad suntuaria, la modernidad que recibe y rechaza al mismo tiempo. Este poeta se enamora de la prostituta, de la mujer cadavérica y voluptuosa, casi mágica, y se burla de la moral, ese elemento comercializado por el modernismo como bien lo aclaró Paul Verlaine.

A Verlaine le corresponde llamar a ese grupo de estetas Los poetas malditos, porque en 1884 publica un libro que lleva ese nombre, donde incluye a Tristan Corbiére, a Stephane Mallarmé, a Villiers de L'Isle-Adam, a Marceline Desbordes Valmore y a Arthur Rimbaud. Sin embargo, Baudelaire es el antecedente de la poesía maldita france­sa. Esos Hombres, menciona Henry Miller (1983, 42), están profundamente unidos al espíritu de la época, a los problemas subyacentes que la acosan y le dan su tono y carácter. " ¿Y en qué consiste ese carácter? En que están repletos del feroz odio contra la provinciana vida y la burguesía moral y monótona. De pronto ponen en duda las ideas estéticas que sólo proponen los temas bellos y comienzan a escribir de la fealdad física, emocional y espiritual con una valentía extrema que pone a temblar a las buenas conciencias de la época.

Son poetas que viven la soledad, la angustia, la desesperanza, la náusea, la muerte. Son poetas que se enfrentan a Dios y hablan con él como se habla con el compañero de parranda, y ya entrados en tragos lo interrogan y lo zarandean con la blasfemia, no para dudar de su existencia, sino para afirmar que sí existe, pero es como todos, repleto de pasiones y defectos.

 

 

 

 

La ausencia presencial: la dualidad en pequeños poemas en prosa

 

 

Los poetas malditos avanzaron portando la bandera del romanticis­mo: l'artpourl'art. Como una forma de defender al arte y al hombre de la tecnificación de las ideas y de las emociones, era preciso, para ellos, ser poetas de la acción y de la vida. Hicieron lo que Miller (1983, 42) dijera mucho tiempo después: "Poco importa que perdamos al poeta si sal­vamos la poesía." El mismo Baudelaire alguna vez mencionó que sin pan se podría vivir tres días, pero sin poesía, nunca.

Charles Baudelaire se verá entre dos corrientes, pero saldrá hacia una: La poesía verdadera, la auténtica, la que habrá de ser recha­zada por los hombres de su tiempo, la poesía maldita. En los Pequeños poemas en prosa nos dice que "Ser malo es siempre cosa imperdonable, pero hay algún mérito en saber que se es malo; lo que constituye un vicio irreparable es el vicio de hacer el mal por necedad." (Baudelaire, 1941:40) Porque ser poeta no es fácil, se deben tener condiciones extraordinarias para percibir la maldad de la sociedad que lo expul­sa a cada momento y que lo ve ajeno a su propio odio. Baudelai­re es un poeta que escribe desde el lado "oscuro" del hombre, es un adorador de las "fuerzas satánicas", es un vidente maldito que pone el poema en la llaga putrefacta de Dios y de los hombres. Es el poeta que "ha dotado el Arte de un estremecimiento nuevo" como lo ex­presó Víctor Hugo.

Oscuridad o luz, Dios o Satán, la belleza o la fealdad, el odio o el amor, todo emerge en un cataclismo domesticado, erupciona con la salvaje omnipotencia de la contemplación, así es Baudelaire, un es­pejo que abofetea y se nutre de la melancolía, un hermano de la san­gre poética, una víctima de la embriaguez multiplicada, un abismo olvidadizo como imagen de sí. Baudelaire (citado por Sartre, 1994: 22) escribe: "No puedo ape­nas imaginar (¿es que sería algo así como un espejo encantando mi propio cerebro?) un tipo de Belleza sin la presencia de la Desdicha.” Baudelaire es otro y a la vez el mismo, es lo inmediato que se desva­nece para dar paso a una imagen que se representa a sí misma. Tyms (citado por Durán, 1991:15) acota que el doble es el eterno presente que nos recuerda nuestra moralidad. Se trata de una duplicación, una dualidad en la persona, un otro en el pensamiento, que vía la obra literaria, el es­critor, crea un personaje para hablar de sí. Y Baudelaire lo reconoce cuando dice: "Soy otro, diferente de todos vosotros que me hacéis padecer. Podéis perseguirme en mi carne, no en mi alteridad." (Sartre, 1994:15) En­tonces el poeta se desdobla para sentirse protegido por sus propias palabras. Pero, ¿hasta dónde es el autor o el personaje el que habla? ¿Dónde las palabras del poeta se desvanecen para dar oportunidad de hablar a ese otro que no es el autor, sino su obra?

Todorov (1987, 85-98) indica que se trata de una imagen mental del mundo real, y Baudelaire va por las múltiples facetas de la dualidad, pasa por el doble especular, el existencial, el intelectual, el de autor, etcétera. Pero rompe con una características de los dobles, o sea, el doble ve reflejado sólo lo que le gusta de sí mismo; Baudelaire, sin embar­go, en sus dobles ve lo que no le gusta de sí mismo, disfruta de lo que para otros sería desagradable, pútrido, repugnante; todas estas características hacen de los dobles del autor de Las flores del mal, dobles sorprendentes.

En el poema VI (Cada cual con su quimera) aparece un doble en autor, es decir, existe un conflicto entre el autor y sus personajes que terminan por llevar al autor a la duda o a la desintegración. El poema narra cómo unos hombres marchan encorvados cargando a cuestas enormes Quimeras, Baudelaire escribe:

 

Interrogué a uno de los hombres a dónde iban de aquel modo. Me repuso que no sabía nada, ni él ni los demás; pero que, evidente­mente, iban a alguna parte, ya que los impulsaba una necesidad invencible de andar.

 

Describe que ninguno de aquellos viajeros parecía irritado, por lo contrario, consideraban que la Quimera (el animal feroz) pegado a sus espaldas era parte de sí mismos. Continúa diciendo:

 

Y durante algunos instantes me obstiné en querer comprender aquel misterio; pero no tardó en apoderarse de mí la Irresistible Indiferencia, y me quedé más gravemente abatido que ellos mis­mos con sus abrumadoras Quimeras.

 

Las figuras de los hombres-personajes son posibles aspectos que Bau­delaire comparte consigo mismo. Jacinto Luis Guereña (citado en Baudelaire, 1982, 11) dice que este poeta considera que se vive mejor como víctima, y que "tras las horas, acaso dionisíacas y bienaventuradas, se hunde la voluntad en abis­mos y deseos de embriaguez olvidadiza". El escritor de Pequeños poemas en prosa nos dejó dicho que la rea­lidad sólo se halla en los sueños, y al igual que el Conde Lautréamont va a la imaginación para encontrarse con ese otro rostro que nos per­sigue en los momentos en que nuestras almas errantes disputan la subordinación del Ser.

Existen muchos elementos que son duales, tales como el espejo, la imagen, la sombra, los lentes, el agua, los sueños y la voz. El espe­jo es un indicio del doble especular, este doble se desarrolla en el pla­no atemporal y mágico, en los procesos de reflexión y conclusión de los hechos, tal como sucede en el poema XL (El espejo), donde un personaje se acerca y observa en un espejo:

 

Un hombre horrendo entra y se mira al espejo.

-¿Por qué te miras al espejo si no te has de ver en él más que con desagrado?

 

Existe una relación entre personaje-autor que se proyecta hacia el personaje-lector. Es una comunicación encuadrada, es decir, el per­sonaje-autor se transforma en juez que reflexiona, ya no para interro­gar al personaje, sino para a partir de allí poner al descubierto al lector. Este elemento ya lo había empleado de manera directa en el poema dedicado Al lector del libro Las flores del mal cuando dice: "-hipócrita lector-mi semejante-mi hermano."

El doble especular o mágico es un protagonista que se ve reflejado y el reflejo se convierte en compañía que comprende y alienta, tal como concluye este poema de Baudelaire:

 

-Señor: según los principios inmortales del 89, todos los hombres son iguales en derecho; luego tengo derecho de mirarme. Con agrado o con desagrado, eso es cosa que sólo concierne a mi con­ciencia. En nombre del buen sentido, yo tenía razón, sin duda; pero desde el punto de vista de la ley, él estaba en lo cierto.

 

Jean-Paul Sartre (1994) señaló que Baudelaire se examinaba a sí mismo in­tentando descubrir su imagen, es un espía, continúa diciendo Sartre, de sus deseos y sus cóleras y con ellos va a lo más profundo de su naturaleza. Baudelaire presenta la metáfora (alegoría) como la bús­queda de uno mismo, como si fuera un desprendimiento hacia un mundo feliz y liberado de todo para llegar al origen. ¿Dios, la moral, la fe y la esperanza en el hombre? Tal vez.

Este poeta es escritor de lucidez, emocional y auténtico, supo llegar al fondo de la podredumbre de la sociedad, se la mostró y res­tregó en el propio rostro, y por eso fue juzgado y nombrado poeta maldito. Pero, ¿acaso no fue más que un hombre sensible que des­cubrió lo más humano de Dios? ¿Acaso no fue la creatividad y la me­lancolía lo que salva a los hombres de su época? Una cualidad más de la poesía de Baudelaire es la ironía e inteli­gencia con que muestra las deficiencias de los hombres. En el poema VIII (El perro y el frasco) nos muestra al doble intelectual, este do­ble es el reflejo del conocimiento la sabiduría, donde la conciencia muestra la realidad exterior. El pensamiento hace corresponder la realidad interior del poema con la otra realidad, la que vive el autor. Este poema compara al personaje-perro con el público, hace una traslación hacia un nue­vo personaje: perro-público. En el texto se lee:

 

-Mi lindo perro, mi buen perro, mi querido pichito, acércate y ven a respirar un excelente perfume, comparado con la mejor perfu­mería de la ciudad.

-¡Ah, miserable can! Si te hubiera ofrecido un frasco de excremen­tos, los habrías husmeado con delicia, y quizás devorado. Así tú, indigno compañero de mi triste vida, te pareces al público...

 

Aquí se presenta el elemento lúdico, ¿a quién se dirige Baudelaire, al personaje-perro o al lector? Esa capacidad intelectual cambia al personaje-perro en uno nuevo; pasa del personaje-perro-público a otro: el personaje-perro-público-lector, o sea, usted o yo, ¿quién más?

En el doble intelectual la conceptuación se traslada al lenguaje de las imágenes. La realidad se presenta' como un reflejo artístico, gra­cias a que éste traspone la imaginación. Sartre (1994, 13) menciona que Bau­delaire "experimentó que era otro por el brusco descubrimiento de su existencia individual, pero al mismo tiempo afirmó y asumió esta alteridad con humillación, rencor y orgullo". Enrique López Castellón (citado en Baudelaire, 1982:34) mencionó que el poeta Baudelaire dis­frutó el privilegio incomparable de poder, a su gusto, ser él mismo o ser otro: "como esas almas errantes en busca de un cuerpo, entra, cuando lo desea, en el personaje de cada cual." Así lo muestra en el poema XXXI (Las vocaciones) donde se observa un doble exis­tencial.

El doble existencial tiende hacia la búsqueda de la identidad, de lo ontológico. El protagonista siente miedo, pesadumbre, inseguri­dad de saberse otro en un lugar distinto e indefinido. La conciencia imaginativa crea y vive la imagen creada, pero disminuye, se adorme­ce y desvaría, entonces se produce un rompimiento interno y se pro­yecta la parte dolorida y rechazada. Este doble representa la metáfora de la propia identidad, de la búsqueda de uno mismo. El poema "Las vocaciones" nos describe cómo el personaje principal escucha a cua­tro personajes (niños) conversar de sus aventuras recientes. Uno de ellos platica lo que observó cuando fue al teatro. Otro, que había permanecido distraído hasta el momento, tomó la palabra para decir repentinamente:

 

-¡Miren, miren allá lejos! … ¿Lo ven? Está sentado en aquella nubecilla aislada, en aquella nubecilla de color de fuego, que anda lentamente. Él también parece que nos mira.

 

Los demás no pusieron atención y mientras uno de ellos dijo: "¿Qué tonto es, con su manía de Dios, que sólo él puede ver?" E hizo una reunión más íntima para hablarles de su aventura en aquel mesón en que pasó la noche, en la cama, al lado de la niñera. El último de los niños les dijo:

 

...Dios no se ocupa de mí ni de mi aburrimiento y no tengo criada guapa que me arrulle. Suelo creer que encontraría gusto en andar siempre adelante, en línea recta, sin saber a dónde, sin que a nadie le cause inquietud, y en ver siempre nuevos países. Nunca estoy en ningún sitio, y siempre creo que estaría mejor en otra parte que no allí donde estoy.

 

Y continúa describiendo cómo en la feria de su pueblo llegaron tres personas altivas, andrajosas, con señales de no necesitar a nadie. En esta conversación el personaje niño asume el papel de los tres an­drajosos y vive en la imaginación la vida que éstos llevan. Aquí apa­rece el doble existencial. Es decir, un personaje asume la vida de otros personajes y la disfruta como si fuese la suya propia. Al final se da cuenta que no es posible y cae en una tristeza enorme, como si ello creara un vacío en la propia personalidad. Pero el problema no queda allí, sino que el personaje principal, el que está escuchando la conversación se identifica con la historia del último de los niños y dice:

 

Tenía en los ojos y en la frente ese no sé qué precozmente fatal que suele alejar la simpatía, y que, ignoro por qué, excitaba las mías hasta el punto de que se me ocurrió por un instante la peregrina idea de tener un hermano que yo mismo no conocía.

 

El personaje principal, de pronto, se transforma en el doble ontoló­gico de uno de los personajes, en cuya historia ya se había convertido en un personaje distinto. Este doble existencial vía la conciencia ima­ginativa del personaje narrador vive la imagen creada por uno de los personajes y se identifica con ella.

Baudelaire plantea la realidad como una dualidad complementa­da por la imaginación. Esa subjetividad que se manifiesta en los he­chos extremos de las emociones: Dios/Satán o el Amor/Odio. Una dualidad que unificada crea el equilibrio y la perfección que el poeta soñaba para el hombre. Siempre tuvo la necesidad del otro, tal vez por eso le escribe a la madre diciéndole: "Yo permanecía siempre vivo en ti […] tú eras únicamente mía. Eras un ídolo y un camarada a la vez."(citado por Sartre, 1994:12). Los dobles existentes en Pequeños poemas en prosa muestran al Baudelaire renovador de la poesía, al artista prodigioso, al vidente y al poeta, al místico que encontró en la poesía el ideal y el estre­mecimiento, y ¿por qué no?, la permanencia en la historia de la lite­ratura. Encontró en el Malla realización del Bien, encontró en Satán la presencia de Dios y, en la inmoral, la más santa moralidad. Fue el solitario rebelde que caminó de la mano de los demonios, de la po­dredumbre, del odio y el amor. Teófilo Gautier (prologo, Baudelaire, 1941) dijo que "La lectu­ra de Pequeños poemas en prosa  [… evocaba en nosotros un mundo ignoto de figuras olvidadas." Baudelaire inaugura con Pequeños poemas en prosa una nueva forma de escribir poesía, señala el camino hacia el "poeta maldito" que todos llevamos dentro y, codo a codo, como dice Miller, estare­mos nadando, muy pronto y de golpe, el vidente y el hombre común, hacia el cielo del poeta.

 

 

Bibliografía

 

BAUDELAIRE, Charles (1941) Pequeños poemas en prosa, tr. Anselmo Jover Peralta, Argentina: Sopena, 1944.

---------------------- (1995) Las flores del mal, tr. e introd.. Enrique López Castellón, Madrid: M.E. Editores.

DURÁN, Francisco (1991) El doble en la literatura Latinoamericana, Durango: UJED.

ESCARPIT, Robert (1986) Historia de la literatura francesa, México: FCE, (Breviarios).

MILLER, Henry (1983) El tiempo de los asesinos. Un estudio sobre Rimbaud, tr. Roberto Bixo, Madrid: Alianza, (El libro de bolsillo).

PRIETO, Francisco (1996) “El buen dios y su oponente el diablo” en MD, vol. 11, núm. 8, México: MD.

SARTRE, Jean-Paul (1994) Baudelaire, tr. Aurora Bernárdez, España: Alianza.

TODOROV, Tzvetan (1987) Introducción a la literatura fantástica, tr, Silvia Delpy, México: Premiá.


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