¿Amigos o Enemigos?


Sergio Aguayo Quezada


México y EU siempre han sido profundamente nacionalistas pero muy diversos en cultura, sistema político y poder nacional. El resultado es una mezcla de sentimientos encontrados y contradictorios: amor y odio, admiración y miedo, atracción y desdén.

Como parte de esos ritos de identidad que construye la comunidad, con las fiestas volvimos a refrendar el patriotismo y el amor a México. Con menor intensidad rememoramos que hace 150 años Estados Unidos ocupó militarmente la capital, culminando, así, una injusta guerra. ¿Qué significan los Estados Unidos para los mexicanos?

El periódico Reforma ("Enfoque", 14 de septiembre) hizo una encuesta en la capital que demostró, entre otras cosas: a) que la inmensa mayoría de los mexicanos sí ha pensado sobre el papel de Estados Unidos (sólo el 6 por ciento no tuvo opinión al respecto), y b) que la reflexión ha servido de poco ya que las respuestas tienen la claridad del pozole varias veces recalentado. Para el 56 por ciento, los Estados Unidos "no son amigos pero tampoco enemigos", y el 21 por ciento piensa que somos "amigos pero no aliados". Entonces, ¿qué son?

Las respuestas, propias del tortuoso barroco mexicano, sólo expresan lo lejano que sigue siendo el vecino. México y Estados Unidos siempre han sido profundamente nacionalistas pero muy diversos en cultura, sistema político y poder nacional. El resultado es una mezcla de sentimientos encontrados y contradictorios: amor y odio, admiración y miedo, atracción y desdén. Los frutos de una accidentada historia que ellos pueden darse el lujo de ignorar, y que nosotros hemos sido incapaces de asimilar (tal vez por recordarnos lo que pudo haber sido).

Durante la Colonia, la Nueva España (México) era la potencia. En el primer tercio del siglo XIX los lugares se habían invertido y hace 150 años, hundidos por los conflictos internos y por la mediocridad de nuestros gobernantes, tuvimos que entregar la mitad del territorio al invasor. El fracaso dejó una herida profundísima en la conciencia mexicana y modificó las actitudes hacia Estados Unidos.

Si en los albores del siglo XIX el experimento estadunidense era elogiado y estudiado, después de la derrota México se encerró en sí mismo e hizo lo posible por ignorar al rijoso y agresivo vecino. La investigación académica sobre ese país se suspendió, para reanudarse apenas hace unas cuantas décadas.

Fue una estrategia equivocada porque ignorarlos no los hizo desaparecer. Estados Unidos siguió influyendo en nuestra vida, y entrando en los cálculos y obsesiones de los gobernantes mexicanos que siguieron negociando y acordando con ellos. Ya en este siglo, y después de la Revolución, se logró un entendimiento basado en acuerdos implícitos, en sobreentendidos y en simulaciones. Los arquitectos de ese entendimiento fueron Plutarco Elías Calles y el embajador Dwight Morrow y el año clave 1927, cuando de manera discreta e informando a muy pocos resolvieron una difícil crisis bilateral provocada por el nacionalismo económico mexicano.

El entendimiento Elías Calles-Morrow fue un acuerdo informal, pragmático, que tuvo como pivote el compromiso de apoyarse mutuamente en caso de necesidad (y eso incluía la disposición a cubrir las apariencias).

Como parte del entendimiento, Plutarco Elías Calles cedió a las presiones estadunidenses, es cierto, pero también ganó los márgenes de autonomía que nos permitieron desarrollar un experimento en desarrollo que en su momento fue bastante original. El menor de los males dada la asimetría de poder.

Los propósitos y utilidad originales fueron degenerándose a medida que los gobernantes mexicanos empezaron a manipular la imagen de Estados Unidos y al nacionalismo para fortalecer los controles sobre la población y mantenerse en el poder.

A partir de los años cuarenta se consolidó una visión cada vez más incompleta y distorsionada de la realidad que atribuía intenciones malévolas a Estados Unidos y un nacionalismo heroico al régimen. El complemento era el llamado a los mexicanos, la exigencia de unidad. Mientras en público se exaltaba el nacionalismo oficial, en privado hubo presidentes y funcionarios que le pedían a Washington que ignorara el radicalismo del discurso, porque era para consumo interno.

Siguió condenándose todo acercamiento a Estados Unidos que se saliera de los canales oficiales, lo que impuso a México un doblecandado: ni salíamos al exterior a explicar lo que pasaba en México, ni la comunidad internacional se interesaba por asuntos mexicanos.

La élite estadunidense aceptó los márgenes de independencia, y colaboró en el juego de simulaciones porque sus intereses económicos eran respetados, tenía garantizada la estabilidad en el flanco sur y en casi todas las crisis recibió el apoyo mexicano. La vecindad geográfica también influyó a limitar sus posibilidades de acción (una intervención excesiva puede repercutir negativamente en su territorio). Que México estuviera aislado del mundo no desagradaba a Estados Unidos que nunca ha tenido interés en intimar con nosotros.

En resumen, Estados Unidos en el nacionalismo mexicano pasó de ser un referente que permitía la unidad en torno a políticas independientes, para convertirse en un escudo que protegía los intereses de unos cuantos.

Esta maraña de enredos enturbió la percepción y fue posible por el poco conocimiento sobre asuntos estadunidenses. Con los elementos y el conocimiento disponibles, es imposible responder si los Estados Unidos son un "amigo" o un "enemigo" y la encuesta sólo refleja esa falta de claridad. Estados Unidos nunca va a desaparecer y está en nuestro interés estudiarlo en su compleja heterogeneidad para generar respuestas socialmente aceptables y más efectivas que las que tenemos actualmente.

Es obvio que Washington defiende sus intereses y que puede tener la mano pesada, pero no es un ente monolítico y, pese a los discursos de Relaciones Exteriores, sí es posible diseñar una política que defienda mejor los derechos de nuestros connacionales en ese país, y nuestros intereses económicos y comerciales. Para lograrlo hace falta información.

A medida que avanzamos en la democratización, la sociedad, a través de sus representantes en el Congreso, tiene que nacionalizar la relación para sacudirla, airearla y redefinirla. Esa relación tan vital ha estado metida en un clóset que encierra y acumula los acuerdos secretos entre los gobernantes. Todavía ahora desconocemos con precisión cuáles son los compromisos en política económica que adquirieron a nuestro nombre en las crisis de los últimos 20 años, o qué concesiones han hecho en el combate al narcotráfico.

Democratizar la relación para mejorar el conocimiento y poder aclarar el lugar que ocupa Estados Unidos en nuestra identidad. De esa manera podremos decidir el lugar que deseamos darle.


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