Sincronía Otoño 2002


EL CUERPO Y SUS SIGNIFICADOS:LA PERSPECTIVA RENACENTISTA

Arnulfo Eduardo Velasco


En su novela Farabeuf, el escritor Salvador Elizondo afirma que existe, entre la cultura china y la cultura occidental, una diferencia básica con respecto a la concepción de la anatomía humana. Según él, “la concepción china de la anatomía se funda en el concepto de espacio, mientras que la nuestra se funda en el de tiempo” (1994, 122). Al margen de si esta dicotomía se basa en hechos reales (o es una interpretación del escritor), lo importante para nosotros es señalar que, efectivamente, un hecho aparentemente tan implicado en nuestra percepción de la realidad como es nuestro propio cuerpo, y que parecería estar totalmente al margen de cualquier visión subjetiva, puede estar, sin embargo, claramente determinado en su concepción y en su percepción por las circunstancias ideológicas de las diferentes culturas que existen y han existido. Según la afirmación de Elizondo, el cuerpo para los chinos sería básicamente algo que ocupa un lugar, que se extiende (en sus componentes) en una dimensión espacial; mientras que los occidentales lo verían como algo que se desarrolla a través del tiempo, como una entidad que pasa por sucesivas etapas vitales a lo largo de una existencia particular. Dos visiones que, al margen de su adjudicación a culturas concretas, podemos reconocer en ciertos desarrollos teóricos y en ciertas propuestas creativas de diferentes épocas.

De la misma manera, algunas culturas conciben el cuerpo como un elemento definitorio de lo humano, incluso como la verdadera definición de todo lo que podemos concebir como realidad humana; mientras que para otras sería tan sólo un contenedor de aquello que realmente define a la humanidad: una trascendencia que habita en el cuerpo pero no está totalmente determinada por él. Dos concepciones opuestas que, en muchos aspectos, representan la dicotomía básica sobre la cual se estructuró la diferencia en cuanto a la percepción de la fisiología humana en el periodo de cambio que llevó al surgimiento, dentro de las estructuras de la Edad Media Europa, de una realidad cultural nueva.

En ese sentido, se puede afirmar que existe un consenso general en el hecho de considerar al Renacimiento europeo, entre otras cosas, como un momento histórico que vino a significar una importante renovación en los conceptos establecidos en la cultura occidental sobre la importancia y el sentido del cuerpo, estableciendo una postura nueva en clara oposición a concepciones anteriores. Para los hombres medievales el cuerpo era, simple y sencillamente, el espacio habitado por el verdadero yo, un yo identificado casi exclusivamente con el alma o el espíritu. En ciertos sentidos se consideraba al cuerpo como un simple receptáculo o incluso una prisión, dentro de la cual se encontraba ubicado el yo trascendente e inmortal que definiría realmente al hombre o la mujer. Esta concepción producía, necesariamente, un fuerte rechazo social de la corporeidad y de la mayor parte de sus manifestaciones. Como señala Caroline Walker Bynum (The Resurrection of the Body in Western Christianity, Nueva York, Columbia University Press, 1995, citada por Flynn –2002, 46).:

Las imágenes medievales del cuerpo tienen menos que ver con la sexualidad que con la fertilidad y el declive. El control, la disciplina e incluso la tortura de la carne constituyen, en la devoción medieval, no tanto el rechazo de lo físico como su elevación –una horrible pero deliciosa elevación– como un medio de acceder a lo divino.

 

En realidad, el cuerpo era considerado, en muchos aspectos, no como un componente básico y definitorio de nuestro ser, sino como una causa fundamental y directa de muchos de los males de la humanidad. En el aspecto que era, de acuerdo a la concepción teológica de la época, la principal instancia que llevaba al alma hacia el pecado. Era necesario, por tanto, doblegarlo a la fuerza del espíritu, en cierta forma “espiritualizarlo” para que pudiera colaborar en el proceso de salvación. El cuerpo era el componente frágil en la dicotomía materia/espíritu que se suponía conformaba y definía al individuo. Sujeto permanente de la tentación, era a través de él que se podía más fácilmente obtener la condenación de la persona. Esta visión medieval de la corporeidad está perfectamente representada por la concepción de San Juan Crisóstomo, quien al hablar de la mujer señala que “la totalidad de la belleza de su cuerpo no es sino flema, sangre, bilis, mucosidad y el fluido del alimento digerido” (citado por Bohm-Duchen, 1992, 15), marcando así una postura que intenta visualizar la realidad física del ser humano como el depósito y el signo de la suciedad básica, y no como un conjunto de formas visualmente estéticas. La obsesión de los autores medievales por las funciones “bajas” de la fisiología corporal se derivan de este deseo de marcar su falta de verdadero valor como entidad trascendente.

Por ello a menudo al cuerpo se le identificaba incluso con la idea misma del diablo y el infierno. Es decir, mientras que el alma parecía ser parte de la divinidad o derivarse de ella, el cuerpo era algo que parecería haber sido creado por algún tipo de instancia infernal. A pesar de que la misma Biblia señala lo contrario, al desarrollar el famoso mito en el cual se afirma que “Jehová Dios formó al hombre del polvo de la tierra” (Génesis, 2, 7). En ese sentido se apreciaba la contradicción de que la tradición judeocristiana afirmara, por una parte, que Dios era el responsable directo de la corporeidad humana (y, por tanto, de todas sus características), pero simultáneamente rechazara esa misma corporeidad y buscara identificarla con la negatividad esencial de lo diabólico.

            Por supuesto, resulta perfectamente posible identificar variables importantes en esta concepción a través del tiempo y en las diferentes culturas europeas, y no toda la Edad Media participó de esa visión única y exclusivista de lo corpóreo. Sin embargo, existe un claro consenso, en muchos de los autores medievales, en ese menosprecio del cuerpo, que sólo les permite identificarlo con los elementos básicos de la humillación o el pecado. A este respecto, Jean-Claude Bologne (1987) señala como, en la Edad Media europea, existían tres diferentes niveles de conciencia con respecto a la desnudez, correspon­dientes a tres valoracio­nes distintas y perfectamente definidas de la significación y la funcionalidad del cuerpo. A este respecto se pueden consultar nuestros comentarios a las ideas de este autor en nuestro trabajo “Los desvestimientos del cuerpo: algunas notas sobre el desnudo considerado como un conjunto de signos”, incluido en nuestro libro El placer de las imágenes: estudios sobre algunas formas de comunicación visual (2001, 156-187). Sin embargo, vale la pena volver a considerar la tipología que establece Bologne, de acuerdo a sus propias palabras:

                                   La carne es, ante todo, símbolo de vulnerabili­dad. Opuesta al espíritu, es la parte vil, vergonzosa del hombre, sede de la tentación, del sufrimiento y la muerte. La desnudez mostrada venía siendo un castigo basado en la humillación. Pasear desnudo a un condenado, atarlo a la picota, es reducirlo a su parte sufriente. Los condenados aparecen desnudos frente a los elegidos vestidos [...].

                                   La vulnerabilidad de la carne está ligada a su impureza: es impura porque es vulnerable (incapaz de resistir la tentación); vulnerable porque es impura (el pecado original introdujo el pecado en el mundo). La desnudez develada testimonia por tanto la lujuria y la suciedad del alma. Voluntaria y conscientemente, es impudor y no humillación. Es la carne de la mujer, el seno en contra del cual predicarán los moralistas a partir del siglo XIV, la carne del diablo y de los heréticos.

            A estas dos desnudeces conscientes se opone la carne en su inocencia. En la vida cotidiana la desnu­dez vivida no tiene nada de escandaloso. Se le acepta en el baño, en la cama, en los "sitios privados", en tanto no sea señalada para la burla ni se designe a sí misma para la tentación. Un cierto apudor es entonces posible, al menos en teoría...

 

Las concepciones que se manifiestan ajenas a esta visión tripartita aparecen generalmente, en la época, como posturas marginales, propias de grupos a menudo definidos como heréticos, o correspondientes a instancias aisladas del sistema social. Es el caso concreto de todos los actos y elementos relacionados con lo carnavalesco, dentro de los cuales el cuerpo es presentado de una manera distinta, que incluye elementos revitalizadores y voluntariamente provocadores. Pero, incluso en esos casos, el cuerpo era asumido, a menudo, como un problema básico, como algo relacionado con significados de ruptura o situaciones límite, algo que fácilmente deriva hacia los campos extremos del escándalo o la escatología.

En cambio, el hombre renacentista se manifiesta en posesión de una nueva visión del mundo y de su corporeidad personal, igualmente compleja pero anclada en gran medida en una revaloración de lo físico, que lo lleva incluso a concebir a éste aspecto de nuestra realidad como un arquetipo básico, e incluso como una estructura modélica de formas, proporciones y medidas, en función de la cual se pretenden desarrollar los conceptos mismos de cultura y de arte. Como señala Rosa Maria Letts (1996, 11), para el artista del Renacimiento el hombre deja de ser simplemente “el humilde observador de la grandeza divina” y adquiere la categoría de una “expresión orgullosa del propio Dios, su heredero natural en la Tierra”. De acuerdo con ello, el cuerpo humano se convierte en la metáfora básica, en una representación microcósmica de la totalidad, a partir de la cual deben concebirse incluso el cuerpo mismo de la Iglesia y la estructura de los espacios arquitectónicos.

Analizar algunos aspectos de esta nueva visión de la corporeidad viene siendo por ello fundamental para comprender el proceso mismo de ese fenómeno histórico conocido con el nombre de Renacimiento, dentro del cual los significados de la realidad y el cuerpo humanos se ven renovados. Por supuesto, y como señala Ruy Pérez Tamayo, no podemos creer que el Renacimiento fue un hecho que se manifestó de la noche a la mañana, surgido de ninguna parte. La transición entre dos épocas históricas se compone de una serie “de cambios imperceptibles para los contemporáneos, y que sólo se aprecian a distancia” (Pérez Tamayo, 1996, 13). En ese sentido, la renovación de la concepción del cuerpo en la Europa occidental se produce, en gran medida, a través de una reconsideración de las ideas medievales a la luz de un proceso de recuperación de una serie de conceptos venidos de la antigüedad. Pues, efectivamente, en la base de esta renovación se encuentra el redescubrimiento, por parte de la Europa occidental, de los textos de la antigüedad grecorromana y de la concepciones vitales e intelectuales que existían en esa cultura y se manifiestan a través de sus textos. Ese redescubrimiento determina el surgimiento de una nueva concepción del lugar del ser humano en el contexto de la realidad, concepción habitualmente definida con el nombre de Humanismo y que, en gran medida, se expresa a través de un interés renovado en el individuo, considerado como un hecho en sí, al margen de la divinidad. Por supuesto, el Humanismo es un concepto que, como se sabe, se originó en Italia del Renacimiento y era utilizado en un principio

para referirse a los maestros de las llamadas “humanidades”, es decir, a los que se consagraban a los studia humanitatis. El humanista se distinguía, pues, del “legista”, del “canonista” y del “artista”. [...] Es cierto que el jurista, el legalista, etc., se ocupaban asímismo de studia humanitatis y de res humanioris, pero se ocupaban de ellos –como ya habían puesto de relieve Cicerón y otros autores, que usaron estas dos últimas expresiones latinas– como “profesionales” y no propiamente como “hombres”, esto es, como “pura y simplemente hombres”. El estudio de las “humanidades”, en cambio, no era un estudio “profesional”, sino “liberal”: el humanista era el que se consagraba a las artes liberales y, dentro de éstas, especialmente a las artes liberales que más en cuenta tienen lo “general humano”: historia, poesía, retórica, gramática (incluyendo literatura) y filosofía moral. (Ferrater Mora II, 1994, 1700)

 

            Para los humanistas del Renacimiento, lo importante era enfocar su actividad como maestros e investigadores al estudio de la lengua y la literatura latinas (y, por extensión, también de las griegas), como manifestaciones de una concepción más “humana” de la realidad. Los humanistas del Renacimiento centraban sus investigaciones, según Nicola Abbagnano (1987, 629), en cuatro puntos:

  1. El reconocimiento del ser humano como una totalidad formada de alma y de cuerpo (y no solamente como un alma aprisionada en un cuerpo).
  2. El reconocimiento de su historicidad (es decir, de los nexos que lo unen con su pasado, pero también de sus capacidades para cambiar y evolucionar en un desarrollo futuro).
  3. La afirmación del valor humano del estudio de las letras clásicas.
  4. La aceptación del hombre como un ser natural para el cual el conocimiento de la naturaleza es parte del proceso necesario para llegar a una verdadera valoración de sí mismo.

Por supuesto, de todo ello se derivó necesariamente una concepción nueva, donde el centro de la preocupación de los intelectuales dejó de ser, como había sido durante toda la Edad Media, la idea de Dios, para interesarse cada vez más en el concepto mismo de ser humano, visualizado como individuo y no únicamente como ente social. Por dicha razón, el término “humanismo” fue variando paulatinamente su significado original y comenzó a ser utilizado para denominar cualquier tipo de pensamiento en el cual se pone de relieve lo humano, de una u otra forma.

Por supuesto, los alcances de esta concepción son muy amplios y definen todo un complejo sistema para la concepción de la realidad. Pero podemos señalar que, en la mayoría de las versiones del humanismo, se parece intentar seguir la famosa máxima de Protágoras de considerar al hombre como la medida de todas las cosas (Abbagnano, 1987, 630), e incluso el concepto mismo de verdad pretende ser considerado como un resultado concreto de la experiencia perceptual o conceptual de los individuos. El verdadero humanismo filosófico llega incluso a ubicar la experiencia del hombre como la base de la definición del mundo real.

Por supuesto, resulta difícil precisar la forma como el pensamiento de los intelectuales humanistas terminó influenciando a los artistas de la época y, viceversa, el modo como las nuevas propuestas artísticas llevaron a los intelectuales a proponer una nueva visión del mundo. Pero como señalan Charles Hope y Elizabeth McGrath (Kraye, 1998, 211-212), se puede asumir, con justicia, que, en un primer término, los ideales humanistas significaron un estímulo en el gremio de las bellas artes, que los llevó a tratar de emular los logros de los artistas de la antigüedad clásica. Pero esto se complementó con el influjo que los mismos artistas pudieron ejercer sobre el pensamiento humanista, al descubrirle “el valor estético y la importancia histórica del arte y la arquitectura clásicas”. El pensamiento humanista puede, asimismo, haber representado una modificación básica de la forma como una persona culta de la época consideraba y valorizaba el arte, al plantear esquemas nuevos de relación con los objetos artísticos. Finalmente, es evidente que las propuestas humanistas significaron un cambio en la forma misma de hacer arte, al plantear la utilización de temas y motivos tomados de la antigüedad como una de las fórmulas creativas básicas del Renacimiento.

El interés por el arte y la cultura grecolatinas determinó también que surgieran nuevas búsquedas e intentos de adaptar, a la realidad de los hombres de la época, los conceptos antiguos sobre las proporciones del cuerpo, y el significado de los movimientos y los gestos como manifestaciones de la realidad del espíritu. Pero, como señala Tom Flynn (2002, 56), para fundamentar esta visión de la superficie corporal como una manifestación de mecanismos ocultos y a menudo abstractos, se requería un nuevo acercamiento al hecho mismo de nuestra corporeidad. Por ello, el estudio de la anatomía humana fue uno de los elementos que se derivaron y, en cierta forma, determinaron esta nueva visión de la realidad física. Una figura fundamental, en ese aspecto, es la de Andreas Vesalio, quien entre 1541 y 1542 publicó su obra fundamental De Humanis Corporis Fabrica, con la cual vino, en muchos aspectos, a renovar el concepto del cuerpo humano para sus contemporáneos y a definir, de manera relativamente indirecta, la nueva actitud renacentista frente a ese hecho.

Como señala Ruy Pérez Tamayo (1996, 18), la postura de Vesalio como anatomista tiene características particulares, que lo definen como un típico hombre del Renacimiento. Sería muy diferente a la de los investigadores actuales, que privilegian el aspecto funcional de las diferentes partes que componen el cuerpo, desde un punto de vista determinado en gran parte por la teoría de la evolución. Vesalio, en cambio, concibe al cuerpo humano como una “fábrica”, es decir, como una construcción que revela, sobre todo, la maestría de su creador. La concepción ideológica de este investigador es interesante en sí, pues se basa en muchos aspectos en el hecho de concebir al cuerpo como una obra de arte. De ello se deriva el asumir que Dios viene siendo una especie de artista, responsable de esa creación en forma muy semejante a como los artistas de la época establecían su relación con los productos derivados de su arte. Sin embargo, y simultáneamente, Vesalio observa y señala los defectos de esa obra, lo cual lo lleva a afirmar, en una consideración que tiene ciertas connotaciones platónicas, que los cuerpos humanos existentes son únicamente ensayos (o bocetos, si se prefiere) desarrollados por el gran Artista en su búsqueda de lo que habrá de ser la obra perfecta. El hombre arquetípico sólo es parcialmente visible en las formas corporales de los hombres que existen en el mundo.

Esta concepción es notablemente interesante, sobre todo porque establece una visión de la corporeidad muy típica de un hombre del Renacimiento, que visualiza el trabajo anatómico desde la perspectiva del artista más que del científico. En ese sentido es perfectamente comprensible que, para muchos de los creadores del Renacimiento, el acercamiento al cuerpo tuviera características que ahora tendríamos la tendencia a calificar como científicas. Sobre todo por el interés que muchos de ellos mostraron por tratar de entender el funcionamiento interno de ese cuerpo, la conformación de sus estructuras básicas y el fundamento de vísceras, músculos y huesos que sustenta su apariencia externa. Para Leonardo da Vinci, por ejemplo, la práctica de la disección era una actividad complementaria e indispensable en su proceso de intentar desentrañar los misterios de la corporeidad. En cierta forma, para estos artistas se trataba de un proceso encaminado a tratar de desentrañar la interrelación entre los componentes puramente físicos o materiales del ser humano con sus componentes anímicos o espirituales. Desde un punto de vista humanista, era obvio que no se podía seguir concibiendo al cuerpo como una simple prisión o envoltura de una realidad mayor y más importante, sino que era necesario descifrar, en la misma apariencia física, las claves de lo espiritual. El cuerpo humano es nuevamente concebido como una creación de Dios que, por lo tanto, no puede estar básicamente connotada de negatividad. Por el contrario, y como todas las demás creaciones divinas, es visualizado como un símbolo o metáfora de la trascendencia en todos sus aspectos.

Así, el resurgimiento del desnudo como manifestación de un valor espiritual, tal como había sido concebido a menudo en la Antigüedad, representa un cambio fundamental. Se intenta trascender la visión tripartita expuesta por Bologne, y considerar cuerpos que no nos hablan simplemente de humillación, lujuria o inocencia, sino que manifiesten, en sus formas físicas, valores habitualmente identificados con lo puramente espiritual. En ese sentido comienzan a surgir representaciones cuyo significado está determinado, en forma muy clara, por una visión humanista que se niega a seguir aceptando la vergüenza que estaba implícita en la mayoría de las representaciones corporales medievales.

El cuerpo, de esta forma, comienza a convertirse en el fin o el propósito mismos de la representación pictórica y escultórica. Incluso las justificaciones para representar un bello cuerpo desnudo se vuelven cada día más tenues y prescindibles. Es por ello que las representaciones de figuras más o menos desnudas comienzan a proliferar y se convierten en uno de los signos más visibles y distintivos de lo que hemos llamado el Renacimiento.

            Por supuesto, esto indica que a los ojos de los artistas de esa época no podía existir ninguna cosa tan trascendente ni tan significativa como el mismo cuerpo humano, ni que pudiera servir de mejor forma para representar lo trascendente e incluso lo indecible. Por algo los antiguos griegos le prestaron el cuerpo humano a sus dioses, aunque como señala Tom Flynn (2002, 27):

El antropomorfismo de los dioses griegos no debe tomarse como indicativo de que éstos fueran concebidos a imagen de los seres humanos, sino de que, por el contrario, el cuerpo humano podía verse como reflejo del esplendor de la divinidad.

 

            Por otro lado, debemos recordar, como señala Javier Navarro de Zuvillaga (Argullol et al., 1998, 162-163), que

En la cultura grecoclásica, el desnudo no era simplemente una cuestión estética, era también una cuestión ética. La desnudez era un paradigma de la experiencia religiosa, una expresión del proceso de la claridad de ver, y estaba relacionada con la concepción agonística de la vida que tenían los griegos de la época clásica y con la teoría del conocimiento, con ese desvelar la verdad, con ese alcanzar la verdad desnuda a la que se refería, entre otros, Platón con su famosa alegoría de la caverna.

 

            Curiosamente, esta idea de identificar la trascendencia con el cuerpo humano (a menudo desnudo) está implícita también en el mismo cristianismo, al proponer la figura de un Dios que adopta la forma humana. En la Edad Media se manejó a menudo la concepción de un Cristo esencialmente feo, sin las características de atractivo sensual que, para los hombre medievales, habrían contaminado de pecado la figura de Jesús. Pero, para los hombres del Renacimiento, era obvio que Cristo debía ser una forma arquetípica del ser humano, la definición misma de la belleza corporal tal como ésta podía ser concebida en la mente de Dios. Su cuerpo sería, en sí mismo, un símbolo religioso, tal como está explicitado en la práctica de la eucaristía.

            Por otro lado, el hecho de que, según el cristianismo, al final de los tiempos los seres humanos habrán de recuperar su realidad corpórea, nos indica que ese cuerpo debe tener un valor particular, y no puede ser concebido como simplemente la cáscara o el capullo que el alma abandona al adquirir la trascendencia. El Renacimiento reconoce esta idea y la concretiza en una multiplicidad de representaciones del Juicio Final.

            En realidad, se debe reconocer, en este aspecto, que los hombres renacentistas simplemente estaban constatando el hecho de que nuestro cuerpo siempre nos habla y nos interroga a niveles esenciales. Como señala Francisco Calvo Serraller (Argullol et al., 1998, 21), en el Renacimiento “el cuerpo adquiere una gran expresividad y se convierte en el lugar donde hay acontecimientos, tensión, problemas”. A partir de ese momento la cultura europea comienza a darse cuenta de que el cuerpo (tanto el nuestro como el de los demás) viene siendo una pregunta particularmente insidiosa. En muchos aspectos la desnudez del cuerpo nos duele, nos afecta como casi ninguna otra cosa puede afectarnos. Y establecemos una relación de amor u odio hacia esa desnudez, idealizándola o satanizándola sin remedio. La desnudez es un objeto de reflexión fundamental y una atracción psicológica al mismo tiempo y el Renacimiento simplemente se enfocó a hacer evidentes estos hechos.

            El Renacimiento también sirve para hacer tomar conciencia de que la desnudez debe ser considerada como lo que simplemente es: el hecho realmente natural del cuerpo, su estado normal e innato. La ropa, después de todo, no es sino una superficie que a menudo sólo sirve de recordatorio y emblema de la desnudez básica. El vestido es un artificio y un sistema de control. La desnudez es simplemente la realidad.

            Por supuesto, la representación del cuerpo tiene también la funcionalidad de convertir al hecho corporal en un sistema de signos que comunican cosas muy distintas al cuerpo mismo en su realidad cotidiana. Es por ello que el cuerpo puede funcionar como un símbolo o metáfora de elementos que no pueden comunicarse de manera más convencional. En ese sentido, otro elemento significativo de la época renacentista es el proceso que lleva a conjuntar las representaciones de tipo religioso, que continúan la preocupación medieval por significar, a través de la imagen, las imposibles definiciones de lo trascendente, con elementos tomados de la tradición grecolatina. Se desarrolla así una nueva concepción de la representación de la santidad o incluso de la divinidad, a través de las formas del cuerpo humano simbólico, incluso utilizando en ocasiones (con gran escándalo de ciertos sectores conservadores) el cuerpo desnudo.

            Así, un personaje bíblico como David puede convertirse (por obra de Donatello o Miguel Angel) en un nuevo avatar de las representaciones clásicas del efebo, con elementos que, por un lado, pretenden exaltar la figura de un héroe de la tradición judeocristiana, pero son también signos que necesariamente evocan efectos de un cierto e innegable erotismo. Monica Bohm Duchet (1992, 19), al comentar la sorprendente similitud del rostro de la Venus de Botticelli con el de sus Madonas señala que existe en esa hecho

un fuerte sentido cristiano de la belleza, cuando el frágil recipiente de un alma pura y humilde coexiste aquí con una apreciación profundamente sensual de las formas femeninas, produciendo una curiosa combinación de sensualidad e inocencia –lo cual, aparentemente, es una parte fundamental del atractivo perenne de esta pintura.

 

            La ambigüedad de estas figuras, por otro lado, establece un claro proceso de modernidad. La Edad Media se complacía en la utilización de símbolos, que no podían ser interpretados en más de una forma. En cambio, como afirma Julia Kristeva, a partir del Renacimiento se establece un nuevo funcionamiento en la interpretación que los seres humanos hacen de la realidad y se establece la época de signos, sujeta a la polisemia y a sistemas múltiples de interpretación. En las culturas del pasado se podía concebir la realidad como si estuviera conformada exclusivamente por símbolos unívocos, determinados totalmente por una única posibilidad de lectura, derivada de su integración en un mundo natural dirigido por una mente superior. Por lo tanto, los símbolos de los cuales estaría compuesto el mundo sólo podían interpretarse de acuerdo a un código muy riguroso establecido por la mente de la divinidad. El Renacimiento, en cambio, comienza a concebirse como una época esencialmente ambigua, abierta a las interpretaciones, dispuesta a aceptar una multiplicidad de lecturas de los hechos, las situaciones, y las obras de arte. Parte de este cambio está determinado por el nuevo individualismo, pues los artistas asumen su actividad creativa como un acto personal, no determinado por sistemas de lectura previamente establecidos. Como señala Tom Flynn (2002, 63), no se trata únicamente de que las obras de estos artistas desafíen la comprensión inmediata de un espectador posible, “sino que también representan una visión singular del mundo”. Esto, en sí, es un cambio fundamental.

            Al plantear sus representaciones visuales del cuerpo humano, los artistas del Renacimiento se proponen una actitud totalmente novedosa, en el sentido de que ahora se permiten, al contrario de los creadores del Medioevo, hacer una propuesta personal, que los define y los determina como individuos particulares. El artistas medieval se concebía a sí mismo como un simple mediador entre la realidad trascendente y la percepción de sus receptores. El hombre del Renacimiento pretende hablar de sí mismo a través de sus obras.

            Incluso el cuerpo de Cristo deja de ser un simple símbolo de la divinidad y comienza a servir para que los diferentes artistas manifiesten, a través de su representación, una concepción no únicamente de la figura de Dios sino de la misma realidad humana. Por otro lado, el cuerpo renacentista ya no habla únicamente del dolor o la humillación del personaje crístico, sino que a través de su imagen nos propone, paradójicamente, una expresión de la confianza renovada en el valor mismo del cuerpo, en su importancia como manifestación de la perfección material y no únicamente espiritual. El Humanismo se propone revalorizar lo que la Edad Media consideraba deleznable, darle un significado de fuerza y de poder incluso en sus momentos de derrota y humillación. Prometeo, Marsias o Cristo se convierten así en manifestaciones humanistas, a pesar de que se les muestra en supuestos momentos de rebajamiento o de dolor.

            En ese sentido es interesante constatar que los mismos hechos que la Edad Media identificaba como pruebas del escaso valor del cuerpo como entidad autónoma y definidora de la humano son retomados a menudo por el Renacimiento como manifestaciones del poder del Humanismo. Así ocurre, por ejemplo, con el cadáver, con el cuerpo torturado o la misma sexualidad. El cadáver, convertido en objeto de disección y estudio, adquiere una notable grandeza en muchas de sus representaciones renacentistas. El cuerpo torturado, justificado en sus representaciones por la excusa mitológica o religiosa, a través de imágenes tomadas de la tradición grecolatina o de la “leyenda dorada” de los santos, adquiere también un significado de magnificación de lo físico, a través de representaciones en las que el cuerpo se transforma a través de sus contorsiones en un juegos de luces y formas. El cuerpo desollado de San Bartolomé o de Marsias se convierte en un pretexto para explorar la maravillosa “fábrica” (como diría Vesalio) de las conformaciones musculares que subyacen bajo la piel. Y la sexualidad, que la Edad Media denigró sistemáticamente, se convierte para los artistas renacentista en un impulso que estructura muchas de sus representaciones de cuerpos bellos, que sólo encuentran justificación en su misma innegable belleza.

            Por supuesto, no se puede hacer a un lado el hecho de que muchas de esas búsquedas renacentistas sobre la corporeidad representada produjo reacciones negativas entre sus contemporáneos. El David de Miguel Ángel fue apedreado por un grupo de individuos después de que fuera colocado en la Piazza della Signoria en 1504. Al parecer esas personas consideraban ofensiva la desnudez de la figura. Las agresiones sólo concluyeron cuando a la estatua le fue agregada una hoja de parra. Pero eso tan sólo sirve para constatar que, en los procesos de cambio ideológico, no nos enfrentamos a modificaciones que abarcan a todos los estratos de la sociedad. Mucha gente, en pleno Renacimiento, insistía en visualizar el cuerpo humano de acuerdo a los cánones de la Edad Media. Todavía en la actualidad encontramos personas que hacen lo mismo. Pero lo importante es señalar que, al margen de individuos concretos, la propuesta renacentista significó un cambio fundamental en la visión que los europeos tenían con respecto a la realidad física del ser humano. Un cambio que todavía tiene significación y trascendencia en los inicios del siglo XXI. Un cambio que nos ha llevado a nuevas y cada vez más complejas exploraciones sobre la definición de lo que podemos considerar es el ser humano.

 

 

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