Sincronía Invierno 2000

 

VELÁZQUEZ


Carmen Vidauri
Arquitectura
Universidad de Guadalajara


En el estudio de Julián Gallego, el autor observa la importancia que el espejo ha desempeñado en la plástica, en relación con diversas obras y la función principal que su inserción en un texto visual involucra:

[...] un espejo nos muestra la relatividad de la percepción ocular, la variación de la perspectiva en relación con la inclinación del punto de referencia [...]

 

El espejo es un cuadro dentro del cuadro, una imagen dentro de la imagen. Los pintores flamencos los utilizaron para producir efectos de inclusión en el espectador potencial de la obra plástica. En Las Meninas, Velázquez lo utiliza con similares propósitos. La función que el espejo tendrá en otra de sus obras nos revela algunas de las preocupaciones estéticas más importantes del pintor español, nos referimos a La Venus del espejo.

La Venus del espejo (pintada hacia 1650, aproximadamente) obra que también será denominada La Venus de Rokeby es posterior al segundo viaje de Velázquez a Italia. Se trata de un óleo de atmósfera íntima y de cromatismo evanescente que los historiadores del arte relacionan con la plástica de Giorgione, particularmente por la gama cromática, así como con la producción de Tiziano, por ciertos elementos figurativos, sobre todo. La obra desarrolla un tema mitológico tratado en forma de alegoría, cuyas interpretaciones han sido muy diversas y merecen ser consideradas en forma contextualizada, es decir, tomando en cuenta el marco sociocultural en el que se produjeron.

Es importante señalar que en el desarrollo de la plástica de siglo XVII se había producido un nuevo sentido que afectaba a la alegoría, pues los artistas de la época habían adoptado una tendencia a presentar la alegoría de manera directa y en forma tal que se hiciera verosímil al espectador. Al presentar un mundo de conceptos humanizados, un mundo que no pertenecía al ámbito de lo real sino de lo metafórico, lo conceptual y lo imaginario, se ponía en juego una red de relaciones en las que se expresaba una tendencia marcada a confundir lo real con lo imaginario y, más que a confundir, a presentar lo imaginario como real. De este modo, se ponía en crisis el eje de tensión que separaba dos ámbitos diferenciados y se buscaba dar coporeidad, hacer tangible lo que era meramente un objeto o creación mental. Aunque esta tendencia estuvo marcada por una importante presencia de una intertextualidad literaria en la plástica, no se trataba sólo de una subordinación o dominante de la literatura sobre la pintura. El uso de la alegoría exponía una concepción estética en la que la presencia de lo literario y lo teatral eran importantes, pero también, la alegoría permitía y expresaba un sentido intelectual que se basaba en la comparación de diversos conceptos ideológicos en orden a la consecución de una idea final de tipo moral. El empleo de elementos fabulosos como medio retórico y forma de hacer más explícita la alegoría entraba dentro de los tópicos de las poéticas aristotélicas ya desde el siglo XVI, tradición que adquiere nuevas funciones en el arte, posteriormente, porque la alegoría y la presencia de materiales mitológicos en las artes plásticas constituía un sistema oscuro para los no iniciados, pero resultaba de fácil comprensión para los eruditos e intelectuales, fenómeno que respondía a una estética artistocratizante, elitista e intelectual, que también buscaba incorporar y apropiarse de tradiciones múltiples, entre las que podía incluirse lo popular. Los artistas plásticos habrían de incorporar a estos recursos, otros que ponían el énfasis en destacar la naturaleza esencialmente visual, óptica, de la pintura.

Estos fenómenos se harán visibles en las obras mitológicas de Velázquez, aunque es importante señalar que tales obras no son principalmente reflexiones filosóficas para Velázquez, como lo eran para Poussin, tampoco tienen un carácter gratularorio o ejemplarizante como en Rubens, son, dominantemente, producto de una serie de investigaciones y de reflexiones sobre la especificidad de la pintura y la función ilusionista de la óptica, al mismo tiempo que constituyen juegos intelectuales que pueden adquirir gran profundidad.

En La Venus del espejo, Velázquez introduce el tema del espejo y el de sus propiedades perceptivas y multiplicadoras del espacio, prolongando su reflexión en los aspectos que el espejo involucra como modificador de la vista y de nuestra percepción de la realidad para conducirnos a interpretaciones diversas del mundo y de lo contemplado.

En los diversos géneros: retrato, paisaje, etc., la historia y la mitología dejaban de ser, en la producción de Velázquez, temas separados para convertirse en formas que ilustraban e invitaban a hacer reflexiones sobre experiencias racionale, se transformaban en ejercicios de recreación, de reinterpretación de las cosas.

Velázquez conocería al más grande maestro del ilusionismo de su tiempo, Gian Lorenzo Bernini, que tendría gran influencia en sus prácticas pictóricas del ilusionismo barroco, dentro de una tendencia a establecer relaciones, conexiones, entre la realidad y el arte de la representación. En numerosas obras ilusionistas se pretendía unir el mundo de la realidad con la esfera de la producción artística a fin de hacer lo más verosímil posible la recreación artística de un determinado asunto y equiparar la creación intelectual a la realidad, en cuanto a su importancia para comprender el mundo. Estos aspectos resultarían importantes en la producción de Velázquez y en la de muchos de sus contemporáneos, que acusan tendencias hacia una exaltación de la labor intelectual y racional, científica del hombre, que no desdeña el mito, la religión ni la fantasía.

Sobre el asunto que ha elegido Velázquez en su obra, nos parece necesario señalar que era frecuente que se representara a Venus mirándose al espejo, así, por ejemplo: hay tres ejemplares de una Venus de Tiziano en el tocador, con un Cupido que sostiene un espejo donde ella se mira (National Gallery of Wasington, Ca dÓro, Ermitage). Veronés reproduce la tópica en Vanidad (Galería San Lucas de Roma), tema que ya tenía tiempo de figurar en la plática. Rubens coloca a Venus de espaldas, mientras Cupido tiene en alto la efigie de la diosa reflejada, como un icono de devoción (Kunsthistorisches Museum, Viena). Velázquez recrea el asunto de manera particular: reclina a su modelo como el Hermafrodita, estatua a la que el "pudor" hacia ver de espaldas en las colecciones reales. De hecho, el pintor español había encargado un vaciado en Roma de la escultura clásica del Hermafrodita, del Museo de Louvre, con el propósito de enviarlo a la colección real española. Este hecho, nos ofrece una primera interrogante y nos plantea una serie de posibilidades de lectura, pues el modelo que Velázquez adoptó no fue el de Venus sino el de otro personaje mitológico que poseía su propia tradición.

Las pinturas mitológicas de Velázquez plantean el desafío de determinar la forma en que se reinterpretaban las fuentes antiguas, pues su enfoque no es uniforme: hay obras que son alegorías mitológicas trasladadas a un contexto sociocultural diferente, otras que son descriptivas, otras que exponen una variación notable entre el texto antiguo y la nueva versión y otras más que poseen una ambigüedad que no se soluciona fácilmente. Su manera de ver, su perspectiva ante las tradiciones mitológicas parece cambiar a lo largo del tiempo, en un principio se inclina por la reproducción de convencionalismo e idealizaciones, luego, nos ofrece una visión personal que no está exenta de un enfoque distanciado, crítico, astuto, ambiguo.

Por ejemplo, al desarrollar el tema de La Venus del espejo y tomar como modelo importante para su figura femenina, la diosa Venus que representa el ideal divinizado de la belleza de una mujer, una escultura del Hermafrodita, Velázquez está fusionando dos tradiciones distintas: las del Venus y las de uno de sus descendientes.

El Hermafrodita era un personaje mitológico que poseía una carga de significaciones particulares. Algunos de los estudiosos del origen de los materiales míticos involucrados en esta tradición han señalado que la figura del Hermafrodita fuera, tal vez, procedente de Oriente, como muchas tradiciones incorporadas a la tradición grecolatina. En el "Libro IV" de Las metamorfosis de Ovidio, conjunto de relatos centrados en el tema de la transfiguración, se refiere la historia de Salmacis y Hermafrodita, referida por Alcitoe. El vagabundo hijo de Hermes (Mercurio) y Afrodita (Venus), que gustaba de conocer los ríos, llega a un estanque de aguas cristalinas en el que habita una ninfa que no practica la caza sino que se dedica a bañar sus bellos miembros en el manantial, a peinar sus cabellos y recostarse en el prado, se enamora del joven al que sorprende desnudo en las aguas y lo desea con tal intensidad que intenta seducirlo, en su abrazo amoroso él intenta separarse y ella ruega a los dioses que sus cuerpos jamás se separen, lo cual le es concedido, produciéndose una peculiar transformación que hace de los dos cuerpos uno solo que no se parece ni a un hombre ni a una mujer y es al mismo tiempo hombre y mujer, a juzgar por el texto: los miembros del joven y su voz se tornan femeninos, aunque se conserva el sexo masculino. El joven, al ver su transformación solicita que todo hombre que se sumerja en esas aguas sufra un "afeminamiento", lo cual es concedido también.

El personaje del Hermafrodita representa la fusión conflictiva de lo femenino y lo masculino ocasionada por el deseo corporal insatisfecho de un personaje femenino que desea a quien no la desea. Constituye una conjunción de dos belleza narcisistas que sólo se complacen en su propio placer. No involucra una problemática de la identidad, como ocurre con Narciso, sino una problemática que surge de la tensión de un antagonismo no resuelto entre desear y poseer, y ser deseado y no desear ser poseído.

El material mitológico está claramente emparentado con el mito de Narciso pero constituye una variante del tema, una variante en la que el deseo de encuentro no conduce a la muerte sino a una conflictiva unión de contrarios que es, a la vez, dramática y humorística. Involucra una transformación en la que se rompen los límites entre las diferenciaciones claras de los roles femenino/masculino.

En la versión escultórica del personaje, que inspirara a Velázquez, tiene lugar un fenómeno peculiar: se ofrece, al espectador de la escultura, un deseable cuerpo femenino que, sorpresivamente se revela como algo que no parecía ser lo que es: un ser que posee un sexo masculino. La figura del Hermafrodita conducía al espectador a reflexionar sobre el hecho de que las cosas no son siempre lo que parecen ser, a reflexionar sobre el engaño de que pueden ser objeto los sentidos, sobre un ilusionismo que hace caer en una trampa inesperada.

Lo anterior resultaba particularmente atrayente para un artista que, como Velázquez, había hecho objeto de su reflexión crítica estos aspectos en la plástica.

Por otra parte, la escultura en cuestión involucraba un ideal estético de belleza particular, pues el cuerpo representado en la escultura posee una belleza que pervive hasta nuestros días.

El artista ha procedido de manera astuta: para el espectador que desconoce la intertextualidad que involucra su obra, en relación con la escultura del Hermafrodita, su obra representa un tópico renovado de Venus frente al espejo. Para el espectador que identifica la intertextualidad, el juego que se establece con respecto a la escultura antigua, el reflejo del espejo le ofrece una nueva versión del Hermafrodita que propone varias posibilidades de lectura, pues en el lugar en donde debería revelarse el sexo masculino aparece otra cosa, un rostro difuso, no se revela si el personaje es totalmente femenino o no, como tampoco se da una alternativa única de descubrimiento. Se produce un enmascaramiento que conduce a varias posibilidades de solución, porque, por un lado, el pintor ha resaltado los aspectos "femeninos" del cuerpo de su Venus, al mismo tiempo que no resuelve la identidad sexual del personaje, ya que en lugar de mostrar su sexo, nos muestra su rostro, un rostro distorsionado, difuso, que no corresponde fielmente al que se adivina en el trazo de la cara de Venus, como si fuera una persona la que mira y otra la que se refleja.

En relación con la identificación del reflejo en el espejo de la Venus de Velázquez se han desarrollado diversas hipótesis: hay quienes aceptan que el reflejo del rostro corresponde al del personaje que se mira en él. Otros más observan que existen diferencias entre el rostro reflejado y el que correspondería a Venus y ven en la distorsión la recreación de tópico sobre las "edades de la mujer", de tal manera que, Venus se mira joven en el espejo, para encontrar en él su rostro envejecido, fenómeno que aludiría también al tema poético sobre la fugacidad del paso de la vida y a la reflexión sobre el modo en que el presente se emplea. Además, las obras que desarrollaban las edades del hombre y de la mujer eran también tópicas temáticas ya en la época.

Por otra parte, de ser cierta esa hipótesis antes señalada, se estaría ilustrando una gran ironía: al presentar a Venus, la belleza ideal, como un ser que al mirarse en el espejo no puede ver el rostro de su belleza sino sólo el de su vejez.

La última hipótesis es la más arriesgada porque supone que el rostro que se refleja en el espejo es una fusión del rostro de Venus y el rostro del propio pintor. Para sustentarla se argumentan las similitudes que se perciben entre el rostro reflejado y los autorretratos de Velázquez, quien además había haría manifiesto un gusto por figurar dentro de sus propias obras.

Esta última hipótesis permitía desarrollar dos lecturas distintas del óleo, porque al incluir su propio rostro y fusionarlo con el rostro de Venus, el pintor retomaba algunos elementos procedentes del mito del Hermafrodita, ofreciendo una variante del tema clásico. Al mismo tiempo, y de acuerdo con las lecturas propuestas del óleo, el pintor hacía manifiesto el deseo de unión corporal, quizá no satisfecho, involucrado entre la modelo y el pintor, o bien, astutamente expresaba que cuando esa belleza femenina ideal se miraba al espejo veía en éste su rostro confundido con el rostro de su amante.

Debido a que el rostro reflejado es lo suficientemente difuso para permitir la posibilidad de todas estas interpretaciones del óleo, ninguna demostración resulta lo suficientemente sustentada, pues la distorsión en el rostro podía deberse simplemente a un efecto producido por imperfecciones en el espejo. Sea como sea, lo que nos demuestran estos hechos es que Velázquez, de manera intencional o no, ha creado una obra cuya polisemia se multiplica, cuya posibilidad de interpretaciones se manifiesta como múltiple, diversa, rica, compleja, pese a tratarse sólo, en apariencia, de un retrato de desnudo alegórico.

Por otro lado, hay dos hechos concretos que soportan las ambigüedades, cargando de misterio la obra, Velázquez había elegido como material para ofrecer una nueva versión de la tradición sobre Venus, la escultura del Hermafrodita, al hacerlo había incluido variaciones importantes, pero también había conservado suficientes elementos para que se reconociera la obra original de la cual partía. Al ofrecer una nueva versión del personaje del Hermafrodita, Velázquez había evitado esclarecer, sin lugar a dudas, cuál era el sexo de esa Venus, aunque las formas corporales expusieran una acentuación de los rasgos femeninos, al retratar un cuerpo que, a diferencia del de la escultura antigua, era menos delgado, menos "andrógino", y correspondía más claramente al prototipo de belleza hispana de la época. Si bien, es cierto, que este último fenómeno podía constituir una astucia mayor para hacer más verosímil el engaño, para un público espectador contemporáneo y coterráneo, también es cierto que este detalle podía señalar un proceso de feminización del ser ambiguo, del personaje hermafrodita. Lo cual expresaba una estética más heterosexual, más naturalista, que no involucraba ambigüedades o buscaba eliminarlas.

En la nueva versión que ofrece Velázquez del personaje mitológico se puede observar también un fenómeno importante: el autor ha presentado un asunto que involucraba elementos que podían resultar demasiado fantásticos (la fusión de los dos sexos a causa del poder de los dioses, en un solo ser), de tal manera que, sin que elimine dicha posibilidad de carácter mitológico, la versión ofrecida resulte más "verosímil" al espectador, más fácil de ser asimilada y considerada como una realidad, más fácil de asimilar que el choque violento causado al espectador entre la visión de un cuerpo marcadamente femenino y un sexo, claramente masculino.

Sabemos que ésta tendencia a la verosimilitud constituía un hecho generalizado en el arte de la época. Sabemos también que, a medida que había pasado el tiempo, y ya incluso algunos artistas renacentistas y luego los barrocos, habían hecho presente en las obras artísticas una tendencia a darle a las tradiciones y mitos clásicos nuevos y múltiples sentidos, en ocasiones para proponer lecturas morales, cristianas, estéticas o filosóficas que no necesariamente estaban involucradas en las tradiciones originales, por lo que resultaba posible considerar la obra de Velázquez como una versión más verosímil del mito del Hermafrodita y como una fusión de dos tradiciones mitológicas que traía como consecuencia enriquecer ambas tradiciones mediante dicha fusión.

El arte de la época funcionaba mediante una sistemática recurrencia al intertexto, a la recuperación de una obra anterior de la que se ofrecían nuevas versiones.

Velázquez modificó un poco la postura que el personaje tiene en la obra que le sirvió como una de sus bases o modelos a seguir. Su Venus vuelve el rostro en dirección opuesta a la del Hermafrodita, de tal manera que el espectador no puede verlo (en la escultura, el rostro es marcadamente femenino y tiene los ojos cerrados, es un durmiente que se muestra a la contemplación del espectador), la figura femenina de Velázquez se encuentra un poco levantada debido a que ella ha sido representada como quien sostiene su cabeza apoyada sobre el brazo derecho doblado. La tela que se enreda en las piernas del Hermafrodita figura en el lienzo colocada entre Venus y el espejo. Los otros cambios corresponden a un cambio de escenario, pues los lugares sobre los que se recuestan los dos personajes son distintos y el personaje de Velázquez queda ubicado en un espacio íntimo, una habitación que sólo es visible en forma muy parcial. Velázquez ha incorporado además a Cupido y el espejo, elementos que figuraban en una obra de Tiziano, en relación con Venus, representada de frente y mirando hacia su izquierda su rostro en el espejo que sostiene Cupido, y que, además, eran recurrentes en las representaciones de Venus desde mucho tiempo atrás.

La Venus de Velázquez se manifiesta como más despierta y consciente de sí misma y del entorno, sus formas son más voluptuosas, pero el aspecto escultórico que procede del intertexto, no se borra del todo. Su Venus también se ofrece a la contemplación, al mismo tiempo que rechaza ver a quien la contempla, sin cerrar los ojos sino fijando su mirada en el espejo, es decir, convirtiéndose ella misma en sujeto y objeto de contemplación.

Otra obra de Tiziano, Venus y Adonis, guarda también algunos puntos de contacto, aunque mucho menos importantes, con el óleo de Velázquez. Esta Venus de Tiziano se muestra también de espaldas al espectador, semilevantada porque abraza el cuerpo de Adonis, personaje cuyo rasgo principal, de acuerdo con las tradiciones, era su enorme belleza. Hacia la izquierda del espectador potencial, casi en el mismo lugar en el que se encuentra el Cupido del óleo de Velázquez, se puede ver un personaje, un niño, probablemente Cupido o un "puti". Venus lleva el cabello recogido y está desnuda también. El escenario y la escena son distintos, no figura el personaje de Adonis, en la obra de Velázquez, Venus se encuentra "prendada" no de otra belleza sino de la imagen del espejo.

La comparación nos permite observar que Velázquez ha tomado diversas fuentes: la tópica del espejo que figuraba como elemento recurrente en las ilustraciones alegóricas de la vanidad y en las representaciones de Venus, la tópica de vincular a Venus y a Cupido, a las que se suman materiales intertextuales que proceden de las obras de Tiziano y de la escultura clásica, así como elementos mitológicos procedentes de esa misma tradición que eran ya también parte del acervo cultural del Renacimiento y del Barroco, a lo que debe agregarse la tradición sobre el Hermafrodita. Se tratan de una fusión de elementos que dan origen a un nuevo texto en el que se pueden localizar signos y "contenidos" que procedían de otras obras y que al establecer una nueva relación adquieren nuevos sentidos.

Las formas particulares que el intertexto podía adoptar, en esa época, eran múltiples, iban desde la cita, la referencia, el homenaje, la parodia, a las variaciones (deconstrucciones) más originales. Estos fenómenos se conservarían por largo tiempo, llegando hasta nuestros días.

Dentro de la categoría de "homenaje", por ejemplo, está realizada una obra del siglo XX, de José Castro Leñero, Desnudo frente al espejo (1992), que recrea La Venus del espejo, de la National Gallery de Londres.

Podemos observar que, aunque las variantes entre la versión anterior y la nueva versión no parecen significativas, adquieren importancia cuando las interrelacionamos y las contextualizamos. Para lo cual vamos a considerar las dos obras cuya comparación nos permitirá precisar algunos de los sentidos específicos que cada una de ellas implica.

La Venus del espejo es una de las obras más importantes de su autor. La mayor parte de los críticos están de acuerdo en señalar que el tema pintado por Velázquez tenía numerosos antecedentes, pues Venus y Cupido habían sido motivos recurrentes en la escultura, constituían una tópica que era objeto de reciclajes, en la pintura italiana anterior y en la tradición plástica latina. La obra de Velázquez constituía así, un ejemplo de recuperación de tradiciones anteriores para convertirlas en objeto de una nueva versión que incluía elementos originales y nuevas significaciones.

La obra de Velázquez fue objeto de diversas polémicas, debido a que se trata de una muy peculiar versión. Es uno de los pocos desnudos que pueden encontrarse en la pintura española de la época y el único que se conoce de Velázquez, pese a que se tiene certeza de que pintó otros, por encargo, incluso.

La interpretación más difundida de este óleo fue, durante algún tiempo, la de una alegoría que presentaba al amor (Cupido) atado por "dulces lazos" a la imagen de la Belleza (Venus), una Belleza que sólo pensaba en sí misma y daba la espalda al espectador. De acuerdo con está lectura del óleo de Velázquez, Venus evocaba al personaje de Narciso, el joven de la tradición mitológica que amaba su propia imagen y se complacía en su autocontemplación, al mismo tiempo que se vinculaba a la representación de la Vanidad, la Venus de Velázquez era una Venus Calipigea. En estos fenómenos se podía observar también una fusión de mitos y tradiciones grecolatinas y barrocas, lo cual, como hemos señalado, constituía una sistemática característica y recurrente en el arte del periodo que le tocó vivir a Velázquez. Sin embargo, la interpretación que hemos señalado antes se pondría en crisis, cuando diversos estudiosos del arte observaron que en el espejo se reflejaba un rostro femenino difuso, en el espejo, que por su colocación e inclinación debía reflejar el sexo del personaje femenino y no su rostro.

Estas consideraciones obligaban a tomar en cuenta la posibilidad de una semántica distinta del óleo, particularmente porque el espejo, era un elemento importante en el arte de Velázquez y tenía una subrayada carga semántica, según lo podemos apreciar en Las Meninas.

A la luz de las observaciones realizadas sobre el óleo y el reflejo del espejo representado en él, el espejo venía a representar un rol significante diferente al que se había estado considerando, se convertía en un instrumento de autoconocimiento, pues Venus parecía estar explorando, con ese espejo, el aspecto de su propio cuerpo. No miraba hacia un observador, veía, al enfocar una parte de su propio cuerpo (su sexo), otro rostro difuso y distinto al que correspondería al trazo de la cabeza del personaje. Cupido estaba atado a esta autocontemplación, cargada de erotismo, y se presentaba como testigo y voyeurista, como cómplice de esa experiencia de Venus. Mientras que otras alegoría permitían establecer una lectura unívoca, la escena pintada por Velázquez no permitía está precisión, adquiría funciones y connotaciones que no diversas, no todas ellas contradictorias sino complementarias:

En el óleo de Velázquez se dejaba al espectador potencial en un papel semejante al de Cupido, al mismo tiempo que la obra obligaba a recrear mentalmente la ausencia involucrada en el reflejo: la imagen censurada del sexo femenino, sustituida por un rostro difuso.

La representación establecía una equiparación o una identificación entre el sexo y el rostro (metáfora de la identidad) del personaje representado.

La representación involucraba un juego que propiciaba una fuerte interrelación entre la parte posterior del cuerpo (las nalgas y la espalda) y la del frente (el sexo y el rostro).

Velázquez presentaba un desnudo de espaldas y de este modo rompía con la tradición más difundida y mostraba aquello que, generalmente, quedaba excluido en la representación visual del retrato de un desnudo: la espalda, las nalgas, la parte posterior del cuerpo desnudo, sin eliminar del todo la representación del rostro y "sugerir" el sexo oculto en el retrato realizado en el óleo.

La sustitución del sexo por un rostro podía implicar: la identificación con una sexualidad determinada (la femenina), pero también podía enmascarar el rostro del amante.

No vamos a detenernos más, por el momento, en estas interpretaciones del óleo de Velázquez, para considerar la relación que esta obra guarda con respecto a la versión que nos ofrece José Castro Leñero y lo cual puede esclarecer algunos elementos involucrados en los dos textos considerados.

En la versión del siglo XX encontramos:

La eliminación del personaje de Cupido.

La clara definición del rostro del espejo.

La representación de una imagen que parece invadida por la humedad, una imagen cuyos colores se presentan como delicuesentes.

En la versión de Castro Leñero, la relación entre el desnudo femenino representado y el personaje de Narciso se hace más fuerte que en la obra de Velázquez, pues recordaremos que Narciso contempla en las aguas su propia imagen y acaba ahogándose en su propia imagen reflejada, en las que la reproducen.

El reflejo del espejo nos revela un rostro más nítido y, de acuerdo con los cánones de belleza contemporáneos, más bello que el reflejo de la versión española, más claramente femenino y acorde al de la mujer que se refleja en él. Este reflejo mira hacia el espectador potencial, involucrando al espectador en la escena representada, con un rol diferente al que le ofrece el óleo de Velázquez: el espectador se convierte en un espectador contemplado por un reflejo nítido cuya fuente se torna acuosa, es el espectador único contempla una imagen que se vulnera por la liquidez húmeda que vulnera el cuerpo y el resto de lo representado (cortina, tela que cubre el mueble sobre el cual descansa el cuerpo femenino desnudo, un cuerpo más delgado que el de la Venus del óleo de Velázquez). El efecto de humedad destiñe y corre los colores, evidenciando que se trata de una representación plástica, de una imagen, de un conjunto de manchas de colores. Se invierte el fenómeno que tiene lugar en la primera versión, en donde el reflejo es difuso y el resto de la representación es nítido.

Un aspecto interesante a considerar en la versión más moderna de la escena es que en esta obra contemporánea, la espalda, las caderas y las piernas del personaje femenino son afectadas por las manchas que escurren los colores.

En 1914, Mary Richardson, una sufragista y militante feminista, dañó la obra de Velázquez, por considerar que en la misma se representaba a la mujer como objeto sexual y se denigraba en esta representación a la figura femenina. La mujer rasgó el lienzo en diversas partes, afectando, sobre todo, la espalda y las caderas del desnudo representado por Velázquez. Esta anécdota histórica resulta evocada, acaso involuntariamente, quizá no, por el fenómeno que se ofrece en la nueva versión de Castro Leñero, al señalar justamente esas partes del desnudo mediante las manchas de colores escurridos. Los signos portan una plusvalía semántica para el observador que cuente con una competencia cultural que le permita reconocer en ellos una referencia a la historia del lienzo original.

Parecería que se han recuperado los elementos de la lectura hecha por la sufragista inglesa y el desnudo apareciera como marcadamente reificado, cosificado.

Al mismo tiempo, en la obra moderna podemos observa un efecto distinto al que pretendía la obra de Velázquez: el pintor moderno destaca que la imagen es una representación, un cuadro. Velázquez buscaba hacer creíble, tangible, real, su representación, su construcción intelectual y mitológica, plasmada a través de colores.

La comparación de dos obras que parecen tan semejantes nos revela contenidos ideológicos muy distintos.

El óleo de Velázquez hace presente un conjunto de rasgos que corresponden con el desarrollo de una serie de tendencias que se habían gestado en Europa ya desde fines del siglo XVI, relacionados con la recuperación de un fuerte naturalismo en la plástica que estaría vinculado, en sus orígenes, a las obras de Caravaggio:

[...] el problema del realismo, tal como lo plantea Carvaggio, se inserta [...] dentro de una nueva manera de observar la realidad. Su pintura es una reflexión acerca de las posibilidades del ojo como órgano de visión, que se traduce en un realismo [...] constituía una interpretación ibérrima de la poética aristotélica de la mímesis que había experimentado una revalorización a partir de la segunda mitad del siglo XVI, y que en XVII constituye una de las bases fundamentales de las teorías estéticas que vieron en su retórica uno de los más firmes puntales. De esta manera, Aristóteles y Cicerón se convierten en los autores más citados por los tratadistas del siglo XVII [...] La retórica mezcla lo verdadero con lo probable; ambos aspectos pueden en convertirse en un medio para convencer al espectador. De ahí procede el ilusionismo, la técnica, alcanzando un efecto y una impresión subjetiva de la realidad. El aspecto teatral del Barroco también se basa en esto; tanto el teatro como las artes plásticas, la literatura y la vida oficial están sometidos al mismo principio de la ilusión y del convencimiento.

 

De hecho, en la obra de los diversos autores de la época se puede constatar el uso de las propiedades de persuasión aplicadas a la alegoría, la presencia de los efectos de verosimilitud, el uso de un naturalismo basado en un sentido clásico de las figuras, a lo se debe agregar la propuesta de una lectura racionalista de las obras.

Otro elemento importante que figura en relación con el óleo de Velázquez es el uso del intertexto y la forma en que se asume este recurso, pues aunque los autores de la época harán uso frecuente de la intertextualidad, se trata de una intertextualidad múltiple que da base a una obra posterior que tiene un sentido que surge de la relación de los contenidos que las obras anteriores aportan a la nueva. El tipo de intertextos a los que recurrieron los artistas del siglo XVII y algunos del siglo XVI está claramente delimitado:

Caravaggio no tuvo reparos en inspirarse en algunas de sus obras en modelos tomados directamente de Miguel Ángel o Rafael [...] Recoge modelos de Campagnola, Peterzano y, sobre todo, [...] de Romanino [...]

Rubens, mantiene de igual manera complejas y constantes relaciones con la época anterior [...] el estudio de Tiziano, Paolo Veronese y Tintoretto [...] Había reunido mármoles y estatuas que llevó e hizo conducir de Roma con toda clase de antigüedades [...]

Anibal Carracci [...conocerá] el Laocoonte y las obras de Miguel Ángel, sin cuya bóveda de la Sixtina no comprenderíamos los frescos del Palacio Farnesio. De esta forma [el arte clásico], Miguel Ángel, Correggio y [la tradición de] Venecia [...] sivieron de base histórica para formular el clasicismo barroco.

 

En el texto de José Castro Leñero, en cambio, se denuncia el hecho de que el observador está mirando una imagen, no una escena naturalista, se pone en juego lo que dentro del arte contemporáneo se ha dado en llamar una de las múltiples formas intrarreferencialidad y que consiste en indicar, dentro de una obra, que se está viendo o leyendo una obra de ficción, un texto artístico, que, por más que puede parecer real lo representado no es sino una representación.

La ambigüedad del reflejo hacía posibles muy diversas lecturas que la obra contemporánea elimina, pues el reflejo es nítido, claro, por lo que no se presta al juego de diversas interpretaciones.

Al mismo tiempo, el efecto de inclusión del potencial espectador en la representación es más fuerte que en la obra de Velázquez, lo cual, debido a la desnaturalización de la escena, trae como consecuencia la inclusión y asimilación de lo real a la ficción, y no a la inversa, como ocurre con los textos del siglo XVII.

Este fenómeno se puede localizar en muchas obras del siglo XX, unido a una recuperación del idealismo alemán que en México ha tenido una enorme influencia que inicia a principios de siglo y se continua hasta el presente, como lo harán manifiestas las obras literarias de Octavio Paz, por ejemplo.

En El laberinto de la soledad no sólo han sido localizadas huellas del idealismo alemán, en este ensayo, centrado en la problemática de la identidad nacional, individual y en la problemática relación entre hombre/mujer, el mito de Narciso sirve para dar inicio a la obra y forma parte de toda una problematización de la identificación que se aborda a lo largo del texto literario.

La identificación atañe a la obra plástica de Castro Leñero en relación con esa mirada que el reflejo del personaje femenino dirige al potencial espectador quien, a través del sistema que se le propone en el texto visual, queda ubicado en el papel que correspondería a un Narciso que observa un reflejo de sí mismo en una imagen delicuesente, "acuosa", de una figura femenina. Este fenómeno tiene varias consecuencias, el pintor hace ver, al potencial espectador de su obra, el rostro del reflejo tal como él lo debía ver, en la misma perspectiva y enfoque: casi frontalmente y desde atrás de la figura. De esta manera, la figura femenina se transforma en un "otro yo" que se refleja al mirar la imagen y se transfiere al espectador el papel anecdótico que tuviera Narciso en el antiguo mito. De esta manera el texto plástico enuncia, de una manera distinta, algo similar a lo que Octavio Paz refiere en su célebre ensayo y que él aplica de modo exclusivo al adolescente. La toma de consciencia del ser se da a través de una toma del enfrentamiento con una imagen, la nuestra o la de otro al que comparamos con nosotros, enunciado que forma parte de una ilustración metafórica recurrente dentro de las corrientes psicologistas de la problemática de la identidad, tanto a nivel individual del "yo" con el propio "yo", como aplicada a la identificación del sujeto, masculino o femenino, con otro, una figura femenina, en el caso del óleo.

No vamos a detenernos en las consecuencias de estos fenómenos. Nuestra intención se limita a precisar ciertas diferencias entre dos obras que guardan una relación estrecha y a destacar la importancia que las variaciones involucran, pese a parecer, en una visión superficial, poco importantes.

Mientras que la obra de Velázquez nos permite reconocer en la figura femenina representada, simultáneamente, a Venus en compañía de Cupido, una representación de la Vanidad, una nueva versión del Hermafrodita, del narcisimo femenino y una representación del autoconocimiento del personaje, vinculada con lo corporal. En la obra de Castro Leñero, el personaje femenino se nos presenta como un Narciso femenino que conlleva una potencial inclusión del espectador. La identificación con Venus aparece como parcialmente bloqueada, observaremos que incluso ha sido eliminada del título (Desnudo frente al espejo) y sólo surge de manera indirecta por el reconocimiento del homenaje. La identificación con la Vanidad también aparece bloqueada, pues el personaje representado puede lo mismo estarse contemplando que estar mirando a otro. La identificación con el Hermafrodita también está bloqueada y es totalmente indirecta (no figura la tela que aparecía en la obra de Velázquez y que remite a la escultura, el modelo a seguir ha sido el texto de Velázquez y no la escultura).

Por todo lo anterior podemos afirmar que la versión moderna no sólo nos ofrece una reducción semántica de la versión anterior, nos ofrece una versión más unívoca, una nueva y menos ambigua, pero también menos rica, lectura, en la que el mito de Narciso se destaca y en la que los procesos de modernización afectan a los elementos antiguos (el marco del espejo es más "moderno", el tipo somático de la figura es más actual).

La reducción no sólo afecta a la ambigüedad de las múltiples identificaciones posibles que ofrecía la obra de Velázquez, también se hace manifiesta a nivel de los colores, de los juegos de luces y sombras, del número de elementos representados, de los detalles naturalistas, las texturas, la simbología (se eliminan diversos símbolos visuales: el lazo, el Cupido), de los intertextos, que se utilizan en la versión moderna. La inclinación y la ubicación del espejo se altera, lo que trae como consecuencia destacar el papel del espejo en relación con la importancia del cuerpo femenino, en la obra contemporánea.

La idealización de la belleza sufre también un proceso de reducción en la obra moderna. Al mismo tiempo, en el texto moderno se incluyen signos que expresan la vulneración, signos que no aparecen en la versión antigua (los colores que se corren, las manchas sobre el cuerpo femenino, las sombras que "devoran" el pie derecho del personaje, la ausencia de color de fondo en el extremo izquierdo inferior de la obra plástica, las sombras agudizadas que impiden ver la definición de ciertos límites y detalles que se pierden. Esta vulnerabilidad está también relacionada con la expresión de lo efímero de la imagen: contemplamos una imagen que se está borrando, que parece disolverse ante nuestros ojos.

Mientras que en la obra de Castro Leñero, las diversas interpretaciones estarían determinadas por el espectador, en la obra de Velázquez esas diversas interpretaciones estarían propiciadas por las propias características de los signos figurados en el óleo, por la presencia de múltiples intertextos, como ocurre con algunos poemas de Sor Juana, que hacen posibles dobles o triples lecturas del poema debido a que así fue planeado por la autora que jugaba con estas posibilidades. El arte del siglo XVII expresaba un juego intelectual en el que eran coparticipes el autor y el receptor, por igual, constituían un dialogo intelectual del que no se eliminaban reflexiones científicas sobre la percepción y la verosimilitud y reflexiones filosóficas, sobre la identidad, el mito y la tradición cultural y estética, anterior y contemporánea. La obra moderna, en cambio, parece más orientada hacia la reflexión psicológica y a hacer destacar la "evidencia" de la representación, los efectos del tiempo sobre ésta.

Esto no hace una obra mejor que otra, estas consideraciones dependerán de los valores y la óptica desde la cual se realice la valoración, estos fenómenos permiten señalar que se trata de dos obras diferentes, que funcionan de forma distinta e involucran sentidos diversos.

 

Las obras de Velázquez serían objeto de numerosos homenajes, por parte de algunos muy destacados pintores del siglo XX (Picasso, Dalí, Gironella), pero estos homenajes se pueden localizar a lo largo de los años e incluyen también a artistas plásticos que por sus posturas ideológicas y estéticas parecerían alejados de la obra de Velázquez. Por ejemplo, hacia 1778, Goya realiza su primera serie de grabados. Se trata de copias al aguafuerte de dieciséis óleos de Velázquez, pertenecientes a la Colección Real que Goya pasó al grabado. Sabemos también que, además, Goya copió en tela algunos de los retratos de Velázquez. Estos fenómenos constituyen algunas de las pruebas de la enorme importancia que tendría en el desarrollo de la plástica posterior la obra de ese pintor que supo conjuntar mito, ilusionismo, intertextualidad y enigmas que conducían a un ejercicio intelectual lúdico.

 

NOTAS

 

1. El cuadro en el cuadro, Madrid, Catédra, 1991

2. Op. cit., p. 99.

3. Hermafrodita dormido (Copia romana de un original del siglo II antes de Cristo), obra realizada en mármol, 169 cm X 231 cm.

 

4. Constantino Falcón Martínez, Emilio Fernández-Galiano y Raquel López Melero en Diccionario de la mitología clásica, Madrid, Alianza, 1989.

5. Fernando Checa Cremades y José Miguel Morán Turina, El Barroco, Madrid, Itsmo, 1989, p. 29.

6. Op. cit., pp. 34-37

7. Al respecto se pueden consultar los estudios de Claud Fell y de Edmond Cros, de Ilán Stavans, entre otros.


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