Sincronía Primavera 2002


La construcción social del miedo por estrato social ([1])

 

Rogelio Luna Zamora

Universidad de Guadalajara


 

Introducción

 

            En este trabajo se analiza la experiencia del miedo al diablo a partir de las vivencias de los entrevistados, esto es, la experiencia sentida y derivada de su “aparición” o encuentro directo con él o bien con las experiencias de otros.

 En particular, interesa destacar la importancia que en estas experiencias adquiere la construcción social del concepto y significado del diablo y su variación a través del tiempo y las generaciones. Interesa así mismo destacar el análisis de la diversidad de estas experiencias de miedo con relación a quienes son los actores sociales, distinguidos por estrato social y género, que viven esas experiencias, cuales sus creencias y evaluaciones, su “definición” de la naturaleza del “fenómeno” que las produce y de la situación en que acontece.

            En primera instancia se establece una breve exposición de las diversas corrientes teóricas que debaten dentro de la relativamente reciente subdisciplina de la sociología de las emociones, con el fin de que los lectores logren situar la corriente de interpretación que en el campo de la sociología busca comprender las emociones como un proceso de construcción social, más que como una reacción meramente instintiva, o bien meramente subjetiva o solamente inscrita en el terreno de la historia personal.

En la segunda parte del artículo se analiza información cualitativa recabada en la forma de historias de vida y entrevistas a profundidad a hombres y mujeres de diversas edades y posiciones económicas. Se tomo como estudio de caso a la población de Cuauhtémoc, en el
Estado de Colima, México, con una población cercana a los 7000 habitantes según el censo de 1990.

Brevemente, la historia local muestra que a partir de los años 60´s, se da  un proceso de modernización en el terreno económico y de secularización en el terreno sociocultural. Ambos procesos inciden en el “tipo” de diablo que constituye la fuente de esas experiencias, su frecuencia e intensidad para diversas generaciones, a la vez que inciden en los procesos cambiantes que afectan la conformación de los estratos sociales y particularmente las nociones y prácticas respecto al género y la sexualidad, aspectos éstos, como veremos, estrechamente vinculados a las experiencias de miedo e incluso de terror provocadas o asociadas con la “aparición” del diablo. 

La construcción social de las emociones como modelo teórico de la sociología.

            El centro del debate teórico en el marco de la sociología de las emociones lo constituye el peso específico que diversos autores y corrientes atribuyen a los factores socioculturales en la esfera emocional (Gordon, 1990; Armon-Jones, 1986a, 1986b, Hochschild, 1990; Kemper, 1990a).

Particularmente Hochschild (1990:119), plantea que son tres los modelos teóricos predominantes al interior de la sociología de las emociones: el modelo orgánico, el interactivo  y el radical, distinguidos éstos en función del grado de importancia, marginal o determinante, que cada uno de ellos concede a la influencia de factores orgánicos o sociocultural en las experiencias emocionales. De un modo bastante similar Armon-Jones (1986b), clasifica respectivamente las tres corrientes de pensamiento:  a) naturalista, b) construcionista suave y c) construcionista radical.

Para los fines de este trabajo, me apegaré a esta clasificación exhaustiva y breve, que en el marco general de las corrientes de pensamiento sociológico bien podrían ser considerados, desde las perspectiva teórica y las herramientas metodológicas usualmente utilizadas, como  “cuantitativos” a los primeros y “cualitativos” a los modelos construccionistas. No obstante, algunos pocos estudiosos de las emociones desde la perspectiva construccionista utilizan también encuestas y otros métodos de observación y experimentación. 

Como en general, en el marco del pensamiento sociológico los positivistas fundamentan su perspectiva en la reflexión analógica con el mundo biológico y su método recurrente es la experimentación y la aproximación hipotético-deductiva. Pero, en particular en el marco de la sociología de las emociones el interés por el análisis de “lo biológico” ocupa un lugar a tal punto central que, con suficiente razón, son llamados por Hochschild (1990:119) como el modelo “orgánico” y por Armon-Jones (1986b) como “naturalistas.”

Esta corriente de pensamiento considera la influencia sociocultural en las emociones como periféricas, esto es, la cultura sólo interviene en el control de la intensidad de la emoción, modulándola en su expresión, pero no en su génesis. Cercanos al naturalismo filosófico,  conciben la emoción como un mecanismo natural, universal e innato  y, por lo tanto, al margen del pensamiento y la cultura, cuya función primordial es servir a los seres vivos en su adaptación y supervivencia. Los estudiosos aquí inscritos, centran el análisis de las emociones en referencia a lo que ocurre a nivel corporal, fisiológico o somático, y sus manifestaciones observables –expresivas-, faciales y/o corporales.

Al igual que los naturalistas, los autores inscritos dentro del modelo interactivo o construccionismo moderado reconocen la base o sustrato neurofisiológico en la que descansa nuestra capacidad de sentir. Sin embargo, consideran que el objeto de estudio de la sociología debe dirigirse a los factores sociales que son los que han dado forma, significado, historia, y consecuencias a la emoción. Es decir, reconocen que la emoción tiene dos dimensiones, la una neurofisiológica y la otra sociocultural y que la sociología, precisamente, debe ocuparse del aspecto social de la emoción. Esta corriente es de hecho la más popular dentro de los sociólogos estudiosos de las emociones, posición en la cual destaca como una de sus pioneras Hochschild (ver bibliografía).

El modelo interactivo o construccionista no-radical invita a reconsiderar la experiencia emocional individual o personal, esto es, reconocen que cuestiones como el carácter, la personalidad y la historia de vida juegan un papel en la forma de sentir y expresar las emociones, sin embargo, conciben y enfatizan las emociones no como fenómenos psicológicos subjetivos sino como fenómenos socioculturales.

En particular, se interesan por el estudio de las emociones destacando el control social ejercido por discursos e instituciones sociales sobre la esfera emocional, pero también el manejo que los propios actores sociales llevan a cabo sobre sus experiencias y expresiones emocionales a partir de su interacción con el entorno social. De este modo parten de la consideración de que  valoraciones y juicios otorgan significados cambiantes a las diversas emociones tanto como permean  y regulan la expresión y vivencia subjetiva de las emociones.

Es decir, se parte de que las experiencias emocionales están co-derterminadas en relación a las normas sociales, las costumbres, las tradiciones,  las creencias en torno a las emociones mismas, las ideologías y prácticas culturales locales que promueven ciertas emociones o limitan otras. Para dar sólo un ejemplo, en muchas culturas y sociedades sentir y expresar el miedo y otras emociones es asociado y más aceptado socialmente para el género femenino y más reprimido y reprochado para el género masculino. Estos parámetros de la cultura emocional respecto al género inciden en las relaciones interpersonales (Sprecher y  Sedikes, 1993) e incluso afectan tendencias generales del mercado de trabajo (Williams, 1995) y concepciones y cuidados en relación a la propia salud (Umberson, 1987). 

Es importante señalar que muchos de los teóricos al interior de la perspectiva construccionista hacen énfasis en el análisis de la función social de las emociones en términos del orden y control social, ya que las experiencias emociones implican y convocan connotaciones éticas y morales (Collins, 1984, Armon-Jones, 1986b). El miedo, por ejemplo, es una de las emociones que están en la base de la cohesión y el orden sociales (Escalante, 1992).

Finalmente, la perspectiva construccionista radical otorga todo el peso a los factores  socioculturales como determinantes de las emociones. Para McCarthy (1989)  las emociones son procesos eminentemente sociales y Mathews (1992), por ejemplo, sostiene que las emociones no son un estado interno del sujeto ni el producto de las propias acciones del individuo son, por el contrario, directamente causadas por la interacción con otros. En su opinión no hay posibilidad teórica de preguntarse acerca de cualquier emoción que no sea socialmente formada y experimentada. En este sentido, la sociología no debe restringirse al análisis de algunos aspectos de la emociones, ya que éstas son enteramente un fenómeno social.

A pesar de las diferencias entre las dos posturas construccionistas, ambas comparten la noción de que las emociones tienen que ver con la interiorización de valores. Las emociones constituyen también conductas aprendidas, ‘entendidas’ y recreadas como respuestas adecuadas y “típicamente” esperadas dentro del entorno cultural. Tanto es así que cuando la respuesta emocional no es la esperada el sujeto que transgrede lo prescrito se hace objeto de alguna de las sanciones disponibles dentro del repertorio sociocultural (prohibiciones y presiones sociales de diverso tipo, reprimendas verbales explícitas e incluso castigos físicos). Aquellos que se inclinan más por posiciones del interaccionismo simbólico y la fenomenología, hacen un mayor énfasis en la definición del actor de la situación y contextos específicos en los cuales surge la emoción([2]).

            Ambas perspectivas coinciden en que  las emociones tienen interés para la sociología en la medida en que éstas tienen consecuencias sociales; en la medida en que las emociones se originan a partir de la interacción social (la mayor parte de las emociones se originan a partir de y se dirigen hacia, un referente social); en la medida en que son palabras las que usamos para nombrar -etiquetar- y dar sentido a lo que sentimos; en la medida en que la intensidad de lo que sentimos, su expresión y manifestación son procesos siempre controlados y adquieren significados dirigidos a partir de y en relación con, nuestro entorno sociocultural.([3]) La sociología de las emociones busca entonces, explicar los fenómenos emocionales con el uso de conceptos sociológicos adecuados y propios de esta área de conocimiento (McCarthy, 1989:53).([4])

El estatuto teórico-metodológico del miedo.

            El debate entre positivistas y construccionistas se expresa de modo mucho más pronunciado en torno a la “naturaleza” del grupo de emociones clasificadas como básicas o primarias,([5]) cuya expresión se refleja en la cara, y en patrones de movimientos corporales y conductas que se expresan en prácticamente todo tipo de sociedades, en bebés y aún en animales y adquieren una relevancia particular en este trabajo toda vez que “el miedo es entendido por los naturalistas como el arquetipo de una emoción primaria, esta emoción podría aparecer como resistente a la explicación construccionista y merece particular atención.” Armon-Jones (1986b: 62).

            Desafortunadamente, los estudios sobre el miedo no parecen ser abundantes aún dentro de la sociología de las emociones, quienes han estudiado mucho más emociones tales como la vergüenza, los celos, el dolor, la ira y el amor; los psicólogos sin duda han sido los que más han estudiado estas emociones además del miedo, sobre todo en sus estados más intensos y muy poco en relación a la vida cotidiana y sus estados medios, que son los niveles emocionales más comunes (Gordon, 1990). Probablemente han sido historiadores y sociólogos franceses quienes más han estudiado el miedo con un enfoque que combina la psicohistoria, la historia de las mentalidades y la historia conceptual.([6] )

            Por otra parte, los estudios sobre el diablo en América Latina y en poblaciones chicanas hacen énfasis en su relación con fenómenos económicos y étnicos (Taussig, 1980 y 1987;  Limón, 1994).

            Pero en cualquier caso, considero que el entendimiento del substrato orgánico del miedo no agota de ningún modo la comprensión de esta compleja emoción que sin duda alguna, no puede ser comprendida al margen de los factores históricos y socioculturales, toda vez que éstos inciden grandemente en la definición -evalución- de qué fenómenos, objetos o situaciones, inducen el miedo y las respuestas socialmente apropiadas para cada fuente generadora del miedo.

 De hecho, una vez analizado los diversos fenómenos inductores del miedo, resulta claro que más que referirse al miedo en general es necesario hablar de miedos, analizando de manera especifica cuáles son las fuentes que lo producen y cómo varían a través del tiempo, cuál ha sido la significación de estas fuentes en términos de la cosmovisión y las formas de poder y autoridad prevalecientes, cuáles son las respuestas socialmente entendidas como apropiadas en relación a ellas.

             El análisis del miedo requiere en suma de tomar en consideración la enorme complejidad no sólo de manifestaciones sino de las “razones” o fuentes inductoras que lo provocan, la interpretación que les acompaña, su significado y sentido dentro de una cultura determinada.

 Por lo demás, considero importante subrayar el análisis de cómo las fuentes de miedo y su significación varían históricamente y en relación no sólo con los cambios globales de la vida económica y social, sino también y desde una perspectiva horizontal, con categorías tales como el estrato social, nivel de educación y género, que son las que aquí se analizan.

            En el poblado en estudio identificamos básicamente tres áreas o campos de la acción social que tienen relación con la generación del miedo: los miedos relacionados con fenómenos naturales (en situaciones de sismos, la oscuridad y el aislamiento durante la noche, y ante la presencia de animales silvestres que cohabitan los espacios domésticos). Los miedos relacionados con fenómenos sobrenaturales (en particular ante las apariciones del diablo y las animas). Los miedos relacionados con el orden social  (en particular la presión social -miedo “al qué dirán”-, etc.).

Por otra parte, y retomando brevemente la discusión de los modelos teórico-metodológicos arriba señalados, resulta interesante observar que con relación a ciertos miedos respecto de los elementos naturales, que podrían ser impermeables a los procesos culturales, esto es donde la condición de vulnerabilidad del ser humano adquiere presencia y significación --momentos y situaciones donde aparentemente es la sola sobrevivencia física la que está en juego--, ante estas circunstancias pareciera acrecentar nuestra condición de seres biológicos y dar lugar al miedo propiamente instintivo. Sin embargo, aún en estas circunstancias los factores culturales no dejan de tener una participación en las distintas dimensiones de la emoción, en la propia génesis y orientación del miedo y en el uso de herramientas culturales para enfrentar la amenaza natural. En otras palabras, participan tanto la condición biológica como cultural y subjetiva en la experiencia de miedo ante fenómenos naturales. Después de todo, el ser humano es la única especie animal que tiene la capacidad de prever y anticipar la muerte como algo inevitable y a la vez impredescible en su momento y circunstancias, por lo cual desarrolla rituales, prácticas, creencias, herramientas e instrumentos diversos que le ayudan a soportar y sobrellevar esta consciencia.  Desde el desarrollo de la conciencia y práctica religiosa, usos y prácticas tecnológicas, hasta pequeños objetos mágicos como los amuletos, son parte de una amplia gama de objetos y prácticas culturales que buscan contrarrestar y aligerar el peso del significado de la muerte y su inevitabilidad.

            Así entonces, analizar el miedo o los miedos en una sociedad particular permite observar cómo las fuentes del miedo, aún las fuentes naturales del miedo, no constituyen “estímulos” que provocan una “reacción” (aun cuando dicha reacción presente características universales) sino que, muy por el contrario, son objeto de interpretación social, tanto como la forma de respuesta ante ellas varía de acuerdo a factores socioculturales y económicos que diferencian a los miembros de esa sociedad en particular. La instituciones de educación formal, para poner otro ejemplo, han modificado substancialmente la explicación de fenómenos tales como sismos y han enseñado,  a través de practicas especificas, simulaciones, etc., a controlar el miedo personal en tales situaciones tanto como a prevenir el pánico colectivo.

Los discursos sobre el diablo.

            El diablo es una figura mítica bíblica, tanto en su origen como en su desarrollo no puede ser disociado del lenguaje religioso, esta relacionado con el origen mismo de la humanidad, según la concepción judeocristiana. No obstante, el lenguaje religioso mismo respecto al diablo ha variado quizás universalmente, pero es palpable en el poblado en estudio.

            La antropología fue sin duda la primera disciplina científica en abocarse al análisis del mito, hoy día, filósofos, lingüistas, sociólogos y psicoanalistas se han preocupado del análisis de los mitos desde su propia perspectiva disciplinaria. Comparto la concepción de Eliade (1991), quien considera que los mitos son reales por contraposición a su mundo plagado de fantasmagoría e irrealidad. La mayor parte del pensamiento no es lógico, sino analógico, metafórico y simbólico como lo plantea Levi-Strauss y que con gran acierto destaca Burton (1995:53), el mito es la naturaleza simbólica de la verdad de la existencia humana. La capacidad del mito tiene un enorme valor porque trasciende lo consciente. Los mitos son producto del inconsciente, afinados y modificados por el consciente.

            A vuelo de pájaro uno quizás pueda considerar que la palabra “mito”, tanto como la palabra “diablo,” están asociadas a “supersticiones”, “fenómenos sobrenaturales imaginarios”, “tradición” y “cultura popular”, particularmente para las mentes laicas, urbanas y modernas que ya no creen mucho en la existencia y trascendencia del diablo y asocian su imagen con la ignorancia fantasiosa del pueblo, alegóricamente equiparable quizás a la inocencia de los niños.            Empero, el diablo no es sólo un mito bíblico, es también fruto de la creación y recreación de los grandes teólogos de la religión occidental, que sin duda son al mismo tiempo los grandes filósofos de la europa medieval y renacentista en la tradición cristiana y protestante: San Agustín, Santo Tomás, Calvino, Lutero, para mencionar quizás los más conocidos (Burton, 1995).

            En torno al diablo se han escrito discursos trascendentes y respetables, y de hecho, ni su presencia, ni la iconografía demoniaca, ni la imaginería que lo han acompañado tienen un carácter exclusivamente popular, han sido históricamente más bien las élites eclesiásticas, sociales e intelectuales de la cultura occidental, quienes han contribuido y quizás mucho más que el pueblo campesino, a la reificación y expansión del mito diabólico originario y bíblico (Delumeau, 1989)

            No obstante, en la cultura local lo que se percibe no es el eco de estos discursos eruditos, sino el mito original, bíblico, que ha sido transmitido por los sacerdotes de la localidad, un discurso básicamente oral que cambia y al cambiar se adapta a los tiempos cambiantes, a la vez que resiste los embates de la ciencia y de la educación de la que están privadas la mayoría de los habitantes.

            El nuevo discurso religioso, que hoy por hoy comparten los estratos sociales más educados y de mayores ingresos en el poblado, consiste básicamente en considerar que el diablo es “interno” al individuo. Puede incluso no existir como diablo en sí mismo, pero sin duda que en tanto mal ya no necesita ser corporeizado, personificado, “aparecer”. No es entonces situado por fuera del sujeto de manera “objetiva” e  independiente: ahora está en el interior de cada uno de nosotros, representa el mal y se objetiva en las acciones incorrectas y mal intencionadas.

El resquebrajamiento del discurso dominante y homogéneo tres décadas atrás, y sobre todo, el cambio de viejas prácticas de socialización infantil vinculadas a una estricta disciplina y una cultura del temor intensa, dan paso a una nueva cultura donde la educación y la coerción a través del miedo y la amenaza no es valorado y aceptado como lo fue hasta la década de los 60s. Este cambio de la cultura local y de las nuevas generaciones es parte de ese proceso de fragmentación y heterogeneidad actual de la cultura local, lo cual nos habla no únicamente de sentimientos y de emociones, sino de mecanismos a través de los cuales los discursos sociales legitiman no sólo la emoción, sino su fuente y su instrumentalizacion. Pero estos cambios también son reflejo de la resistencia de aquellos a los que todavía se les aparece el diablo, de la sobrevivencia y recreación del “viejo” diablo por encima de los círculos del saber y del poder

Así, hoy por hoy , y como una tendencia general, se podría decir que en la cultura local,  la creencia en el diablo es una cuestión dispersa, difusa, arbitraria, es en parte “ilícita”, no tiene eco en los discurso científicos transmitido en la escuela,  pero tampoco en  la religión católica ni en practicas de brujería o magia que no existen en la localidad. Efectivamente, esta nueva concepción religiosa parece mucho más comprensiva para los sectores con mejores recursos económicos y sobre todo para aquellos que han recibido una educación formal, pero aún más, ha afectado de modo diferencial a los tipos de diablos que han atemorizado de manera colectiva a e individual a los habitantes del poblado.

            Así por ejemplo, el trote del caballo antes experiencia frecuente, colectiva  e interclasista, pierde frecuencia e intensidad, tiende a desvanecerse, en tanto que la presencia física del diablo es todavía más común entre los sectores más empobrecidos, pero por sobre todo afecta de modo muy diferente a hombres y mujeres, y se relaciona de manera más estrecha con la masculinidad y las normas contradictorias de la sexualidad.

Representación y significación de los mil diablos.

            ¿Pero quien o qué es concretamente el diablo desde la perspectiva sociológica y cómo explicar los cambios en la percepción y relación con él a través del tiempo? Burton se ocupa de la historia del concepto del diablo y en su opinión:           

1) No hay ninguna definición objetiva del diablo; 2) el diablo solo puede definirse históricamente; 3) la definición histórica del diablo puede obtenerse en referencia a las definiciones del mal que son a su vez existenciales; 4) el diablo es la personificación de lo que se percibe socialmente como malo; 5) el concepto del diablo consiste en la tradición o las tradiciones de las percepciones de esa personificación (Burton, 1995:46).

 

            Así pues el diablo concentra, personifica y representa el mal en contextos sociales e histórico particulares. Nuestra tarea es entonces observar concretamente qué o a quién representa el diablo y la forma y circunstancias en las que se aparece.

            En el poblado en estudio las “apariciones diabólicas” ocurren de tres modos distintos y una primera clasificación puede hacerse a partir de los sentidos que participan en ellas y que están a su vez relacionadas con la significación de su presencia, la frecuencia, historicidad e intensidad del miedo que producen: la primera se percibe en el ambiente, el aire se ‘enrarece’, hay algo extraño e inusual, se percibe casi como experiencia extrasensorial, su presencia se presiente, se infiere de otras señales indirectas como la alarma y conducta inusual de los animales domésticos. Con frecuencia esta experiencia se anticipa o acompaña a la audición del diablo o bien, es vivida por aquellos familiares que reciben y ayudan a quienes regresan de haber tenido una experiencia visual directa de la presencia física del  diablo. 

El caballo del diablo y la cultura campesina avasallada.

            El segundo diablo se percibe a través del sentido del oído: es el diablo objetivado en el “falso caballo” o el charro que monta el caballo y que solía transitar por la calle más vieja y tradicional del poblado a las 12:00 de la noche. Hoy transita todavía para algunas pocas personas, residentes de la parte más alejada del centro y donde habitan sectores populares. Señalaré sus características generales haciendo énfasis en el carácter eminentemente colectivo de sus apariciones:

a)  No se le aparece a nadie en particular, transita básicamente por una sola calle que le pertenece a todos que es, de facto, territorio colectivo. A diferencia de este diablo, el diablo que es visto, se le aparece a sujetos específicos a los cuales, como veremos, le une algo personal que posibilita el contacto visual. El caballo del diablo, transita movido por su propia voluntad, su presencia no obedece a la acción de quienes lo escuchan, nadie convoca ni nadie provoca su recorrido, tampoco nadie se siente personalmente responsable o involucrado de modo individual, aun cuando definitivamente a todos atemoriza.

 

b) Se oye de manera colectiva (lo cual ocurre también con las visiones del diablo que esporádicamente son grupales), tanto al interior de la familia, como en el territorio de la cuadra, en el viejo trayecto que recorría o que recorre, todavía, para algunos.

 

c) No le dice nada a nadie en particular, es simplemente casi como otro habitante más, pero un habitante nocturno y misterioso que deja oír el ruido de sus herraduras, o mejor aún de las potentes herraduras del caballo, y para algunos también de cadenas que arrastra, a veces puede involucrar al jinete, pero no siempre. El trote del caballo es tan evidente e imponente que se infiere fácilmente su gran tamaño y se aduce que su color es invariablemente negro.

 

d) Finalmente, como colectiva es su percepción auditiva, colectiva es la manera de ahuyentarlo: basta rezar para conjurar su paso nocturno. Rezar en el imaginario colectivo previene al diablo no de desaparecer, ni siquiera de no regresar, pero si lo previene de no entrar a la casa de quien reza, se ruega que siga derecho, que siga su camino.

 

            Un análisis comparativo en relación a las edades de los respondentes arroja luz sobre una línea, o más textualmente dicho, sobre un sonido que se desvanece, la narración de las experiencias de la gente mayor, al margen de su clase y género, recrean de manera vívida el trote del caballo del diablo que es tan fuerte que casi puede oírse, aterroriza sin ensordecer. Su narración de los hechos es la narración de un testigo presencial.

            Sin embargo, para la gente que en 1988 transitaba por la medianía de su edad, el trote es sólo un eco, es una experiencia que le narraron, algo que le contaron de modo tan serio que ciertamente lo menciona de inmediato, ciertamente le produjo miedo y cree que fue real. No es casi importante si lo oyó o no. El trote del caballo formó parte de su vida, era una especie de presencia tácita, de amenaza virtual pero permanente.

            Cuando se pregunta a los más jóvenes acerca de sus experiencias de miedo ni se les ocurre contestar acerca del caballo nocturno y sus poderosas y temidas herraduras, hay que preguntarles de modo directo ¿has oído al diablo? ¿Has sabido del diablo que pasaba en las noches a caballo? Y su respuesta  invariablemente es no. Algunos de ellos desconocen incluso la narración  e invariablemente dudan de su realidad.

            Si bien es cierto que los mitos cruzan fronteras y pueden conservar una gran semejanza en culturas totalmente disímiles, considero que el mito del diablo a caballo vivió un proceso de reificación a través de las diversas experiencias históricas de violencia y opresión que la cultura local campesina ha vivido. El diablo montado a caballo, mito ancestral y ampliamente diseminado en diferentes partes del mundo, se ve reificado en el temor a la otredad pero a una otredad muy particular que hace referencia más directa a los sufrimientos vividos por la población local con la violenta presencia de los ejércitos que venían del centro y el norte de la república en la etapa revolucionaria, en particular a partir de 1914. La revolución mexicana llegó de fuera, llegó a caballo y en la memoria colectiva de los ancianos se asocia con experiencias de impotencia y miedo: llegó para robar sus graneros, violar sus mujeres y hacer leva con sus hombres jóvenes. Por si fuera poco, llegaron para imponer un gobierno revolucionario que transformó las relaciones sociales basadas en el gran latifundio, repartiendo tierras que sólo los campesinos de la medianía social --asociados a la actividad comercial y la arriería-- deseaban en tanto que los campesinos más pobres rechazaban y  temían tomarla por considerar que no les pertenecían.

            Las consecuencias de la revolución a través de la creación del ejido (1916) y su afianzamiento como institución revolucionaria, la guerra cristera (1926-1929) y la segunda cristiada (que en la localidad perduró hasta 1939, sobre todo en el terreno ideológico y político) fueron movimientos asociados al cambio de la estructura agraria, pero también a la lucha ideológica y cultural en el terreno de la educación. Fue un largo periodo donde el agrarismo y la educación estuvieron asociados al anticatolicismo y anticristianismo: “el diablo andaba suelto”. En esta época, el diablo a caballo transitaba la calle principal y más antigua del poblado de manera cotidiana. A pesar de que el recuerdo del trote del caballo no puede ser precisado en una fecha específica, podría decirse que los recuerdos de este diablo coinciden con la época “pasada” en la cual el templo de la localidad fue literalmente habitado por el ejercito y sus caballos.

            Décadas después, el diablo a caballo continúa apareciendo pero únicamente en torno a la calle más vieja del poblado y en su parte más antigua y pobre. Su frecuencia con todo ha disminuido. En este sentido, el diablo a caballo como imagen del mal ha vivido un proceso de desvanecimiento que tiene todavía cierta vigencia para los sectores pobres de la población. La creencia en el diablo a caballo tiene poco eco en las clases medias y altas. Sobre todo a partir de uno de los cambios estructurales más importantes para la economía y la cultura local, la introducción de la energía eléctrica en 1959 y una serie de cambios socioeconómicos que ocurrieron a partir de los años 50s., en particular en los sistemas de comunicación y la educación. Su presencia era mayor cuando “no había luz” y cuando “había mucha ignorancia.”([7])  Este desvanecimiento del caballo del diablo y/o su charro (sobre todo en esta última representación), muestra el proceso de diversificación de las interpretaciones del diablo en la cultura local, cuya característica actual es la fragmentación del discurso, en particular, reflejado entre los sectores más jóvenes, los profesionistas y las clases más acomodadas.

La presencia física del diablo: masculinidad y transgresión

            El otro diablo es concretamente la visión física, presencial del diablo, su corporeidad adquiere básicamente dos formas: animal y humana. Esta última puede ser masculina o femenina. En su forma masculina es casi invariablemente un “catrín” elegante y forastero. En lo que sigue analizaré básicamente las tendencias generales y significaciones de la presencia femenina del diablo. 

            El miedo ante la visión del diablo constituye la experiencia más temida y más directamente vinculada con el análisis por género. Esta es la más terrible de todas las experiencias atemorizantes y tanto como el catrín, ocurren siempre a los hombres de la localidad. Solo una de las mujeres entrevistadas me contó que una amiga suya había visto el caballo que arrastraba cadenas. Esta sería la única narrativa que se refiere a una experiencia en la que una mujer participa de la visión del diablo. Ante su presencia, no hay otra reacción sino la paralización o la huida despavorida. Si juzgamos por sus efectos psicosomáticos la intensidad del miedo, esta visión es la que da lugar a un terror que logra en los hombres transformaciones físicas que parecen hablar por sí mimas del terror experimentado: pierden el control de los esfínteres, hace sudar, paraliza a los sujetos, enchina la piel, se paran los cabellos, incluso logra enfermarlos durante días de fiebres y diarreas, puede hacer que la mandíbula se salga de lugar, etc. La experiencia de la visión del diablo puede ser breve en el tiempo pero tremendamente intensa, perdura en la memoria de quienes lo han visto como una experiencia crucial  en su vida.   

            Ninguna otra de las fuentes de miedo analizadas tiene tanta significación moral ni está tan fuerte y directamente asociada al mal, o más concretamente con las malas acciones del sujeto que lo ve, como las apariciones físicas del diablo de las que hablaremos aquí. El distintivo básico de este diablo que se ve, es precisamente la carga moral asociada a partir de los sentimientos y las acciones de la persona que experimenta su visión. El diablo que se ve tiene relación con “yo hice algo malo”; no ocurre así ni con el caballo del diablo ni con las ánimas, las cuales pueden tener una carga moral pero es externa al actor que vive la visión, el ánima tiene vida propia y no tiene relación alguna con la acción o acciones del sujeto. El anima aparece a partir de sí misma y a partir del espacio “marcado”, pero siempre es exterior al individuo. Más frecuentemente el ánima sugiere que ahí donde aparece es porque debió “pasar algo malo”, pero esta precondición tampoco es indispensable para su existencia, el anima simplemente puede aparecer en cualquier lado, a cualquier hora.

            Los hombres que  experimentaron la visión del diablo tienen inmediata conciencia de su actuar “mal”, esta conciencia surge en el actor como miedo intenso o terror en el momento mismo de la aparición, pero que se transforma en  acción reflexiva, toma cierto “tiempo” para madurar, su plena conciencia es posterior a la aparición.

            Así, la presencia del diablo solo es experimentada por aquellos que de facto están cerca del diablo, cerca del mal, y por consecuencia alejados del polo opuesto, de Dios y del bien. La visión del diablo es un espejo del lado oscuro de sí mismo. Por eso a la aparición del diablo le sucede la oración desesperada, y una de sus consecuencias en ocasiones es un acercamiento más duradero con Dios, a la oración profunda, el sujeto que postrado muestra a Dios su arrepentimiento total, implorando ser de nuevo aceptado en el mundo luminoso del bien, a donde el sujeto, después de la visión desea pertenecer por siempre. La narración de la visión es, por otra parte, aleccionadora para que hijos y otros escuchas corrijan sus conductas indeseables.

            El diablo siempre se aparece en el espacio público, se aparece, por decirlo de algún modo “en el lugar de los hechos”, siempre lo hace en espacios abiertos, nunca en el interior de las casas, puede ser el patio, a diferencia de las ánimas que incluso hostigan a la gente en sus camas. La presencia del diablo tiene una relación directa con el aquí y el ahora y a los sumo el pasado más inmediato. Su visión puede ser instantánea, pero ocasionalmente el diablo persigue a las personas que huyen en una carrera despavorida hasta su propia casa, en la que jamas entra. Al interior de la casa el sujeto esta protegido, ha llegado quizás al sitio donde precisamente el diablo le recuerda que es donde debe estar, el lugar donde habita la familia, pero, sobre todo la madre y/o  la esposa.

            Por otra parte, la presencia del diablo y del mal en general, en la casa es socialmente previsto y se toman las medidas preventivas o precautorias de modo anticipado, recurrente y tradicional y esto de modo transclasista, ya que usualmente se bendice la casa, se encienden veladoras, se colocan diversas imágenes religiosas en puntos estratégicos, etc.

            Uno de los aspectos más interesantes desde el punto de vista sociológico, es el análisis de la situación y la forma en la cual se aparece el diablo; su presencia remite al estado físico pero también al estado moral en el que se encuentra el sujeto al momento de la visión. Ambos situación y forma de la presencia están estrechamente relacionados: implican la transgresión del orden social ¿Pero qué tipo de transgresión?.

            En primer lugar es la forma típica de la transgresión social masculina que sin duda explica que solo los hombres ven al diablo en determinada presencia. Se vincula de modo directo con el consumo del alcohol, a veces solamente con él, pero también con  la sexualidad desenfrenada o la sexualidad por fuera de las reglas sociales que lo circunscriben al matrimonio, la sexualidad desligada de la reproducción y la familia, por lo tanto ligera, del placer pasajero y lujurioso. En ocasiones la visión del diablo se presenta cuando alcohol y mujeres están asociadas directamente en la misma situación. 

            La encrucijada de la masculinidad planteada coloca al hombre en una cuerda floja, siempre entre abismos, entre dos formas de ser, simultáneamente aceptadas y reprochadas socialmente en el poblado.

            Las apariciones diabólicas asociadas con la transgresión masculina derivan de la misma noción de masculinidad que prevalece en la cultura local: al hombre le es socialmente permitido el acceso el alcohol y a los prostíbulos. No es sólo que el hombre, por supuesto, tiene socialmente más libertad, es que la libertad le es socialmente concebida en razón de que él sexualmente es más “animal”, él es más naturaleza, su sexualidad se impone sobre su razón, incluso sobre sus sentimientos. En el hombre la sexualidad se concibe como pura, desarraigada, instintiva. Este es el marco referencial que hace que la infidelidad masculina y el consumo de alcohol sean soportados: “es hombre” -se dice- y con eso se explica todo.

            Así, y dentro de estos parámetros culturales el hombre !cuando es macho! es situado cerca de la animalidad, su sexualidad es potencia, fuerza, vitalidad desatada y desenfrenada, No obstante el encuentro con esa sexualidad entendida como típicamente masculina y de facto socialmente aceptada, es sin duda el encuentro con el caos, el desorden social y familiar, es el sujeto desprendido de su ser social, de su nombre propiamente, de su papel social, de su rol de buen hijo, de esposo, padre y proveedor. Patéticamente al ser “él “ se convierte en “otro”.

            Patéticamente también esta concepción de la masculinidad asociada más al machismo que a la hombría,  lo persigue todavía cuando asume plenamente su rol social, pues el buen padre, el esposo proveedor, que no bebe y que no tiene “mujeres” es nuevamente rechazado, es convertido sin más en “mandilón”. No pierde su masculinidad, pero esta está subsumida, él esta dominado en el espacio doméstico, atado a la mujer de la casa y por lo tanto sujeto a la burla social; ser débil en el mundo doméstico es estar debilitado por lo mismo en el mundo público.

            Quizás sólo por esta enorme dualidad que contiene el discurso y las prácticas asociadas con la masculinidad en la cultura local, es posible entender que a pesar del susto terrible que viven los hombres cuando ven el diablo, ellos con frecuencia se “componen”,  pero también con frecuencia sucumben nuevamente “vuelven a las andadas”, después de un tiempo.

            Quizás precisamente porque la transgresión masculina es socialmente permitida es también la más frecuente y la más temible a nivel sociológico y la que adquiere consecuencias reales para la vida cotidiana: produce sufrimiento a la mujer, implica un acto de infidelidad en términos de las relaciones amorosas, pero también puede implicar el abandono de las preocupaciones familiares, un atentar real contra la sobrevivencia y calidad de vida de sus miembros, etc.

            El consumo de alcohol y la desviación del dinero hacia el pago de las prostitutas implican una derrama económica muy seria cuando se trata de hombres jornaleros de escasos recursos económicos, cuyo ingreso difícilmente permite el gasto suntuario o la acumulación, y donde de hecho el ingreso salarial sólo permite vivir “al día”. Las consecuencias reales no sólo se limitan al día que el hombre se emborracha sino también al menos al día subsecuente, pues con frecuencia los hombres no asisten al trabajo, pierden el jornal del día siguiente para “curarse la cruda”. Por otra parte, no han sido pocos los “casos ejemplares” y aleccionadores para los jóvenes que están pasando por la adolescencia, acerca de que fulano o zutano “se acabó su fortuna en el vicio y las mujeres”. No han sido pocos tampoco los que se han ido y continúan yendo hasta por quince días a los prostíbulos de Colima, tomando y despilfarrando el producto de la venta de la cosecha del ciclo agrícola, o endeudándose por tal motivo.

El diablo, las madres y las esposas.

            Pero el análisis del diablo que se ve en relación al género no se limita a que la experiencia es básicamente masculina, sino a la importancia del papel femenino en esa experiencia. 

            La mujer ha fascinado y ha resultado a lo largo de la historia, diosa, reina y objeto del amor y el deseo masculino, ha sido también depositaria de la maldad y la tentación de la cual el hombre es víctima. Delumeau (1989:475) encuentra en el discurso sobre el diablo un discurso misógino, un antifeminismo agresivo que expresa un miedo que va más allá del miedo a la castración identificado por Freud. La visión masculina deposita en la mujer lo misterioso y lo oculto, como el útero, vientre nutricio y madre tierra, lugar oscuro como la sepultura; contiene lo repulsivo como sus olores y secreciones, sus flujos menstruales, el líquido amniótico y misterio de vida, el parto mismo. Todos estas características constituían periodos durante los cuales las mujeres eran excluidas, aisladas y recibidas después de ritos de purificación.

            Desde los estereotipos tradicionales y socialmente construidos en torno a la mujer esta es también naturaleza, pero una naturaleza diferente, la mujer es por esencia el cuerpo, carne, y sexualidad, tentación asociada con el pecado. Su debilidad las hace presas fáciles para ser tocadas y poseídas por el diablo, se convierten en perfectas intermediarias del mal, su emocionalidad abrupta y descontrolada además de su debilidad intelectual, la hacen ceder con mucha más facilidad ante los poderes diabólicos. Eva es la agente intermediaria del diablo desde el mito fundacional, introduce el pecado en la tierra, la desgracia y la muerte.

             En contrapartida, la espiritualidad y la racionalidad le pertenecen al hombre. En última instancia es el hombre quien fue creado a la imagen de Dios, ella, ser inferior que debe ser sometida y dominada. Por otra parte, la mujer, como esposa o amante (Delumeau, 1989, no menciona a la madre) es vista como la carcelera del hombre, exige de él cosas contradictorias y caprichosas, lo quiere un héroe en la vida pública, pero desea que permanezca en la casa.

            Quizás ese mismo tipo de inconsciente y de imagen de la mujer subsiste en la cultura local, pero contradictoriamente, en referencia a la visión del diablo, la  imagen de la mujer se bifurca, se divide conviertiéndose en polos del bien y del mal, de la naturaleza y la sociedad, de la impudicia extrema o la moral suprema, y ambas formas contradictorias lo femenino esta presente en la visión del diablo.

            Hemos dicho que el diablo adquiere forma de mujer pero ¿qué tipo de mujer? Siguiendo el patrón general del miedo del cual se ha hablado es sin duda una mujer forastera, guapa, catrina. Es la mujer pública en un sentido general, esta en espacios públicos y a las horas “inadecuadas” y en una situación también “inadecuada”, está sola, no hay chaperón que la proteja y ahuyente y frene el “legítimo” acoso masculino. Ella es “otra” diferente a las mujeres del poblado. Es la imagen de la mujer fácil, lujuriosa, la mujer que provoca, que seduce, sea por su ropa, su caminar, su soledad, y sobre todo que se las identifica sexualmente activas.

            El diablo que se aparece lo hace en la figura de una mujer precisamente opuesta a la madre y a la esposa, es en esencia una mujer mala, y en eso consiste precisamente su maldad, en tentarlo, en alejarlo de las mujeres buenas, de la vida doméstica, de la sexualidad regulada e institucionalizada.

            Pero el diablo que se ve en forma de este tipo de mujer, induce al mal en el mismo momento en que lo previne y lo evita, no logra que los hombres consuman su intención, su presencia es a tal punto obvia y extraña, que el ambiente se empieza a sentir raro, un viento frío impregna el ambiente, los animales se comportan de modo extraño, la mujer pronto se transforma en un ser indescriptible o pavoroso.

            La visión del diablo implica un castigo y conduce invariablemente al arrepentimiento. La dualidad de la figura de la mujer en este caso es patente, se presenta en forma femenina, pero no hace otra cosa que remitir al hombre hacia la mujer que expresa el ámbito de la cotidianidad y la reproducción: hacia la madre y hacia la esposa, y son ellas finalmente las que resultan triunfantes del encuentro.

            Así este diablo que se aparece es un magnifico aliado de las madres y esposas, y al parecer las mujeres saben esto de modo consciente o inconsciente. En situaciones desesperadas ellas mismas amenazan con el diablo y esa amenaza funciona como una especie de convocación que surte efectos, por lo demás  inmediatos, como se aprecia en el siguiente extracto:

            Un día mi papá le dijo le dijo a mi mamá “quiero que me planches ropa” y sí le planchó ropa, mi mamá que estaba hinchada, me estaba esperando a mí, y que le preguntó  “¿a donde vas?” y él le dijo que “a un baile”, “pues ojalá el diablo se te aparezca en alguna de las que andas pensando”, le dijo mi mamá.([8])

            Total, se fue al baile, pero en el apogeo de la música del baile agarró a una mujer y empezó a bailar y dicen que a media pieza se empezaron los ojos a hacer más grandes y más grandes (los de la mujer), y que empieza un borlote (pleito) y mi papá dice que “salté para afuera, yo me voy a salir y ahí me fui pa’ tras” y siguiéndole el borlote, cuando llegó al mesón y tenía que bajar un arroyo para subir pa’ irse para su casa, pues en el arroyo se le cayó la pistola y al agacharse, cuando se enderezó estaba un cuerpo atravesado, y dice “caí de maroma otra vez y me levanté y me fui”.

Y cuando llegó a su casa dice que estaba mi abuelita rezando porque se oía una ladrera de perros y una cantadera de gallinas y que le dice “¡ai, algo traes, a de andar el diablo por ahí!” y dice que nomás llegó mi papá y que le dijo “madre, rece” dijo mi papá, y ya se agarró mi abuelita echando agua bendita, y mi mamá rece y rece, y ya lo metieron bien herido. El diablo que lo traía en el cuerpo “si tú madre me dijo: ojalá y el diablo se te aparezca y en figura de las que andas pensando.”

P. ¿Y él comentaba lo que le pasó?

Si él nos contó después “ay, el diablo ya me traía y ya me andaba”, es que ya cuando se salió del baile se le “vía” (veían) así los ojos a la mujer, que la larga allá, y estaba lejos de su casa, que la larga y dice “y hay vengo hay vengo, corre y corre, y el pleitazo detrás de  mí”  del diablo que lo traía, lo siguió hasta su casa.

 

            De hecho, la evocación de la mujer y de las razones por las cuales el diablo aparece podría considerarse como una acción contrahegemónica de la cultura masculina, un mecanismo de protección familiar, educativo y personal contra la perdición del alcohol, el vicio y la prostitución. La mujer es aquí también quien induce al bien, al orden social y finalmente a la civilización. La madre y la esposa conducen así a la animalidad masculina al mundo social y sobre todo al control de sí, propiamente al alejamiento de su naturaleza, al reencuentro con su rol social.

            Por otra parte, la visión del diablo aparece también asociada con la desobediencia a la madre. El convocar la presencia del diablo es también funcional en el auxilio materno para que los hijos varones corrijan sus conductas inapropiadas.

P. ¿Por qué crees que se aparece ahí (el diablo)?

Pues dice la gente que porque los hijos son muy rezongones, por ejemplo, al muchacho que se le apareció, él tomaba mucho y su mamá le dijo “se te va a aparecer el diablo por rezongón” y que un día lo dejo a las 12 de la noche y le quito la luz y que el veía al diablo, era el diablo porque nadie se metía ahí, era en la noche y estaba bien catrín, y luego él le dijo a su mamá, y dos muchachos salieron y no vieron nada, y luego él volvió a ir al patio y lo veía y lo veía.

P. ¿El estaba borracho en ese momento?.

Si, pero en ese momento se le quitó porque lo vio y se le quitó.([9])

 

            Hay una cierta relevancia en la cultura local (hasta los años 70s., todavía con gran significación) acerca de la maldición de una madre, en particular con relación a la desobediencia que en sí misma podía ser considerado como una acción cercana al pecado.

P. ¿Y tú solamente has visto animas o alguna vez has visto al diablo?([10])

Una vez que me hecho mi mamá la maldición porque andaba borracho

P. ¿Qué edad tenías?

Andaba como en los 22 años, por ahi.

P. ¿Cómo fue eso?

Eran las 12:00 de la noche y que agarro la mula y me salgo a la cantina... y llegué aquí como a las tres. Y ya iba entrando al corral cuando que lo vi en una rama del guamuchil éste que está ahí, (en forma de chango, con cuernos y cola) y que me bajo rápido, en cuanto me bajé la mula salió en chinga, brinco los alambres, la mula. Y yo salí sin correr pero sentí los pelos como se me enchinaban y mi mamá me dijo “¿qué tienes?” y yo le dije  “nada” y me dijo “ira cabrón ¿qué tienes?” y le dije “lo que me dijiste me salió” y le dije “mañana busco la mula” y me aventé un litro de alcohol puro y no se me podía controlar el escalofrío y tenía un temor, y ya al otro día salí a buscar la mula y la hallé hasta el tercer día; esa noche se me hizo larga, no dormí nada, cerraba los ojos y no podía dormirme; total que quedé enfermo de los nervios. Desde entonces ya no puedo tomar, me pongo muy malo, ya veía culebras por aquí, el diablo por allá,  y le dije a mi amá “ahora sí, yo ando bien malo mire al diablo, ahi está”.

            Al día siguiente me calme pero andaba nervioso, y no me sentía competente para buscar la mula, iba cortito no lejos, y a los tres días encontré la mula ya sin nada, le habían robado la silla. Ya le digo que sí, que la maldición de una madre si se cumple para que no hagan nada así.

 

Conclusiones.

            Para las clases medias y en particular para los y las profesionistas, el diablo es producto de la imaginación o de la sugestión, y su concepción ya no está vinculada a la visión tradicional (propia del viejo discurso oral-religioso y de la cosmovisión religosa-popular) que concibe al diablo como un habitante del submundo, una figura que representa al mal, pero también se encarga de ejecutar y llevar a cabo el castigo llevando las almas al infierno de aquellos que transgreden  el orden moral y las prescripciones religiosas.  La nueva concepción del diablo --incluso ajena a la visión erudita y bíblica aún hoy en la iglesia católica-- es la representación y simbolización del mal que no necesariamente se objetiviza en una figura o personaje mítico, sino que en tanto símbolo habita entre nosotros y en nosotros, constituyendo parte de nuestra “naturaleza humana”, una parte de sí que debemos negar, dominar y controlar.

            Para los entrevistados económicamente más acomodados (sin importar la edad y género) y que habitan básicamente en la parte central del poblado o en colonias tipo suburbio, el diablo a caballo, que los más viejos afirman haber escuchado y excepcionalmente visto por sí mismos,  no es más que una experiencia del pasado que estuvo ligada a la ignorancia y a la falta de alumbrado público.

            Finalmente, la intensidad del miedo experimentado ante la presencia del diablo está en relación al tipo de presencia (auditiva o visual). Cada una de ellas ocurre en situaciones y con significados diferentes. Mientras que la presencia auditiva es colectiva y virtual, produce temor pero no terror. Por el contrario, la presencia visual es “profundamente real” y su frecuencia es mayor y sin duda mucho más o totalmente asociada a experiencias masculinas. Este terror tiene una connotación moral, es vivido de facto como un castigo usualmente derivado del consumo de alcohol y de relaciones ilícitas con mujeres. Por otra parte, en ocasiones ocurre como efecto de una amenaza, una convocación o maldición pronunciada por madres y esposas y eventualmente logra modificar dichas conductas masculinas. La aparición física del diablo en forma de mujer foránea y catrina pone en evidencia las contradicciones inherentes a los discursos sobre femineidad y masculinidad prevalecientes en la cultura local.


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[1]Artículo publicado en Hogar Pobreza y Bienestar en México. Rocío Enríquez (Coord.) ITESO, Colección Avances, 1999, pp. 229-259.

[2]. Los teóricos que asumen estas perspectivas hacen un mayor énfasis en la situación y la definición que el  actor social otorga a dicha  situación que en los contextos sociales e históricos en los cuales tiene lugar  y se recrea la cultura emocional. Para un análisis más profundo de los vínculos entre el interaccionismo simbólico y la estructura social, véase Farberman, 1989; con relación al enfoque fenomenológico de las emociones, véase Denzin, 1990.

[3]. Estos perspectivas de interés hacen la distinción entre la sociología y las disciplinas que tradicionalmente se han ocupado del análisis de las emociones como la psicología , el psicoanálisis y la filosofía.

[4]. Como subdisciplina propiamente dicha la sociología de las emociones surge a mediados de los años 70´s  de acuerdo con Kemper (1990), y surge como respuesta a la “camisa de fuerza”  de la sociología de los años 60´s, a la crítica a la lógica lineal, al énfasis en los niveles macro y al relativo menosprecio del análisis del sujeto como actor social, así como un interés por destacar con claridad que las  emociones son un aspecto significante de la vida cotidiana y del orden social. McCarthy (1989) señala que la emergencia de este campo es también explicable en un contexto en el cual la vida emocional en sí misma se le atribuye un sentido y  emerge como importante.

[5]. Tomkins (1982:359) considera emociones básicas o primarias, las siguientes:  miedo,  ira,  regocijo, angustia, disgusto. interés, regocijo, sorpresa y vergüenza. Con algunas variantes otros teóricos hacen otra clasificación.

[6]. Basta ver el magnífico trabajo de Jean Delumeau  “El miedo en occidente...” (1989)  para que surja a la vista la gran cantidad de estudios franceses sobre el tema.

[7]. Opinión de dos mujeres entrevistadas de avanzada edad y con altos ingresos familiares, residentes en la zona central del poblado.

[8].  Esta narrativa corresponde a una mujer de 70 años (en el momento de la entrevista)  ama de casa y con ingresos familiares escasos.

[9]. Extracto de entrevista correspondiente a una empleada doméstica,  joven de 17 años, con un ingreso menor al salario mínimo.

[10]. Extracto correspondiente a un hombre casado de 37 años, jornalero agrícola.

Sincronía Primavera 2002

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